Hubo un tiempo en que el mundo bullía de seres que no se veían, pero allí estaban. Bajo cada brizna de hierba se escondía un espíritu. Y las cosas tenían voz. Las mismas piedras hablaban.
Era el tiempo en que el hombre y la mujer se entrelazaban como dos árboles plantados en medio de la naturaleza. Su espíritu y su cuerpo estaban arraigados en la tierra, y su corazón temblaba con el estruendo del trueno y el hormigueo de las sombras. El sol se levantaba y acostaba sobre la tierra. La tierra estaba en el centro. El cielo lo envolvía todo. Y del cielo se colgaba la luna para iluminar la noche. Una especie de dios muy grande los protegía; a veces venía a tomar el fresco y a platicar con ellos. El humano jamás estaba solo. Al pasar del tiempo, se descubrió que el centro era el sol y que la tierra era la que giraba alrededor de él. Y se descubrió también que nuestro sol era apenas una estrella insignificante en el extremo de una galaxia cualquiera perdida entre miles de millones de otras. La tierra y el humano quedaron reducidos a menos de un granito de arena en el fondo de un océano sin fin. Después vino la máquina. Ayudó mucho al humano a liberarse de sus miedos, pero al mismo tiempo lo fue alejando de las piedras que hablan. El ruido de los motores reemplazó el canto de los pájaros y el humano dejó de charlar con los peces. Entonces comenzó a sentirse cada vez más solo en el universo. No tenía con quién conversar y compartir la intimidad de su ser. Nadie le comprendía como cuando conversaba con las estrellas, los ruiseñores y las libélulas. Se aburría hablándose siempre a sí mismo. Su vecino era como él. Su esposa, sus niños eran como él. Solo conocían el lenguaje de las máquinas, el lenguaje de lo que se fabrica, se compra y se vende. La máquina es así: consume la tierra, el árbol, el animal, el metal; corta, tritura, hace y deshace, pesa, mide, produce. Mientras más produce más hambre tiene… El humano se ha vuelto parecido a la máquina, una máquina que consume para producir y que produce para consumir. No piensa nada más que en eso, no habla más que de eso. Sin la máquina, el humano está desnudo. Felices quienes, sin dárselas de mesías, ni de puros entre los impuros, no permiten que la máquina les trague el alma. “No solo de pan vive el humano…” (Lucas 4, 4).
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Habíamos decidido no esperar más. No era la primera vez que Justo, sin hacer honor a su nombre, incumplía sus promesas y no era fiel a la palabra que había dado y estábamos ya cansados de él.
Al principio pareció decidido a responder a la llamada que le hizo Jesús y se había adherido con entusiasmo al grupo de los que le seguíamos, pero aquella primera disposición no resistió la prueba del tiempo. Un día desapareció sin dar explicaciones y supimos que había vuelto a Betsaida, la ciudad donde vivía con su familia, ayudando a su padre que poseía un gran higueral y vendía cargamentos de higos a los mercaderes que los embarcaban rumbo a Chipre. Al cabo de un tiempo reapareció inesperadamente con aire de arrepentimiento y Jesús lo acogió de nuevo sin tener en cuenta nuestro malestar. Caminaba con nosotros pero siempre rezagado y soportaba en silencio las palabras mordaces que algunos le dirigían: “- ¿Os habéis dada cuenta de que hoy en la sinagoga han hablado de Justo? Parecía que las palabras de Oseas estaban escritas pensando en él: “Vuestra fidelidad es nube mañanera, rocío que se evapora al alba…” (Os 6,4). Él se mordía los labios para no enzarzarse en la discusión pero debió cansarse de nosotros porque un día que nos alojamos cerca de su pueblo dijo que tenía que acercarse a su casa a recoger un cesto de higos y que volvería pronto, pero llegó la noche y no había regresado. Estábamos indignados y supusimos que Jesús también, porque un día le habíamos oído descalificar a los que, después de poner la mano en el arado, vuelven la vista atrás. Por eso nos sorprendió que, cuando nos disponíamos a reemprender el camino al amanecer, él propuso que lo retrasáramos para esperar a Justo. - Pero Maestro, le dijimos,¿es que de verdad crees que va a volver? ¿No te das cuenta de que es inconstante como una hoja llevada por el viento y que sus promesas no valen más que la hierba de un tejado? ¿Vas a permitir que se ría otra vez de nosotros? En situaciones como éstas Jesús que habitualmente es un gran conversador, no contesta preguntas ni entra en diálogo. – Ha dicho que va a volver y voy a esperarlo. Vosotros podéis marcharos si queréis. Nos quedamos también aunque malhumorados porque estaba siendo un otoño muy caluroso y tendríamos que caminar en las peores horas del día. Cerca de mediodía le vimos aparecer a lo lejos cargado con un canasto de higos. Se acercó a Jesús y todos oímos las historias que le contó sobre un encargo de su padre, la enfermedad de un criado y la pérdida de un burro que había tenido que ir a buscar. Le agradecía que no nos hubiésemos marchado sin él y nos invitaba a comer los higos que había traído. Excepto Jesús, ninguno dimos crédito a sus explicaciones pero como teníamos hambre y los higos estaban deliciosos, nos sentamos a comer. En la sobremesa Jesús dijo: - Estos higos me han recordado la historia que le oí de niño a Azarías, un vecino de Nazaret. En su patio había una higuera espléndida y a mí de niño me dejaba subirme a sus ramas para comer higos. “¿La ves ahora tan hermosa y cargada de frutos? Pues hace muchos años estuvo a punto de secarse y mi padre dijo que iba a cortarla; pero yo le pedí que me dejara ocuparme de ella, la regué, aboné y cuidé tanto que en la primavera siguiente reverdeció y se fue fortaleciendo y ahora es la que da los mejores higos del pueblo. Y mi padre, ya anciano, me decía con orgullo: “Hijo, ¡qué bien hiciste en no dejarme que la cortara…!” Eso fue lo que me contó Azarías ¿qué os parece? Hizo una pausa mientras cogía el último higo que quedaba en la cesta y, después de comérselo, nos dijo: - Esa paciencia que tuvo mi vecino con un árbol ¿no creéis que vale la pena tenerla también con un hombre? No supimos qué contestarle pero aquel día aprendimos algo más sobre la paciencia de nuestro Dios. Por eso debería haber ecologistas de interiores, como los hay arquitectos. Pero los ecologistas navegan generalmente a la deriva por procelosos universos exteriores que no logran redimir, a pesar de sus nobles propósitos. Olvidan ellos que el buen o el mal tiempo no está fuera sino dentro. Olvidan el sabio consejo que, en formato de koan zen, le propuso Frederic a su amigo Erwin en el relato “Dentro y fuera” de Hermann Hesse:
"Nada está fuera, nada está dentro; pues lo que está fuera está dentro". El efecto invernadero verdaderamente amenazante para la vida terrestre, no es el que se forma en las capas de ozono de la estratosfera sino el que se origina en los casquetes polares de cuantos habitamos el bello Planeta Azul de los austronautas: · talas indiscriminadas de valores milenarios · inundaciones de retrógradas ideologías disfrazadas de progresismo · extinción de especies como la familia y el sentido de la vida · tornados de emociones tóxicas contaminantes de cuantos, próximos o lejanos, comparten la bioesfera · incremento térmico de fundamentalismos de todo pelaje y condición: los más nocivos, los de orden espiritual. Que el cambio climático deba iniciarse en la atmósfera interior lo apuntó ya Gregory Bateson en su magnífica obra “Pasos hacia una ecología de la mente”. El subtítulo de la misma es bien elocuente a este respecto: “Una aproximación revolucionaria a la autocomprensión del hombre”. Una tierra esta casi virgen –la de la Ecología Interior-, cuya geografía pocos se han atrevido a explorar en profundidad. Los especialistas en Ciencias Humanas, porque apenas han mostrado curiosidad por su apasionante trascendental significado. Los políticos -incluídos “Los Verdes” (¡rara avis!)- porque, como buenos regidores de exteriores, tan solo les preocupa organizar alguna que otra expedición a bombo y platillo, con el único propósito de escamotear un puñado de votos al respetable. Para la restante mayoría de los científicos, esta asignatura pendiente de la auto-observación, jamás llegó a figurar en el diseño curricular de su proyecto académico y, en consecuencia, tampoco de su vida: una terra ignota (o mare tenebrosum) por la que nunca se atrevieron a aventurarse. Y sin embargo, esta capacidad de introspección, de toma de conciencia de nuestra responsabilidad ante el medio ambiente, ha de ser el punto de inflexión para cualquier intento serio de resolución del problema. Como si se tratara del arte del “Fenshui del hogar” –el hogar que habita mi yo-, el principio de interdependencia existente entre todas las cosas de este mundo sigue vigente en el interior de nuestro espacio personal. Los principios que lo gobiernan demandan vivir en armonía con elintorno –conmigo mismo- como paso previo para dejar de vivir en guerra con el entorno: seres y paisajes de la naturaleza. Se entiende que, tanto lo que los científicos proponen como lo que los políticos intentan hacer, es absolutamente necesario pero no suficiente. Tomarlo como epílogo de su obra sería como pretender solucionar el problema de una pandemia únicamente enviando ambulancias a recoger los enfermos. La solución definitiva está en descubrir y atacar las causas que la originan: la contaminación interior de las personas. (El cura de mi pueblo, muy sensato él, cansado de ver a su ama –en mis tiempos los curas tenían ama- quitando semanalmente con un varal las telarañas de la iglesia, un día le gritó sin contenerse: “¡Coño María, mata la araña!”). Si en nuestro caso, la raíz de todos estos males está en la propia especie humana, lo definitivamente juicioso sería centrar prioritariamente todas las energías posibles en la modificación de los comportamientos del hombre hacia los ecosistemas globales de los cuales forma parte inexcusable. Pues existe un estrecho vínculo entre la actividad de dicha especie y el ámbito natural en el cual su actividad se manifiesta. Aunque -y esto es lo realmente dramático- el colectivo humano no acaba de comprender que cualquier cambio en la forma de actuar está sometido al previo cambio en la forma de ser. Y uno de los principales errores yace en el espíritu de quienes no acaban de entender que lo prioritario no son las leyes dictadas sobre las conductas sino las estructuras mentales de los individuos, ética y moralmente bien ordenadas y construidas. Nada puede funcionar correctamente en la sociedad mientras en la atmósfera interior de las personas que la integran continúen abriéndose amenazantes agujeros de ozono: sulfurosas relaciones consigo mismo, de las que se deriban virulentas (“saturadas de veneno”, reza el diccionario) relaciones con los demás y con el medio. Y en esto, como en tantas otras plagas de Egipto con las que los nuevos Moisés nos obsequian cada día, el único remedio con auténtica carga de profundidad es la educación en valores desde la infancia. Lo demás –normas y más normas, publicidad, penalizaciones… etc.-, no pasan de ser asépticos paños calientes, polvos de la madre celestina, escandalosos furgones del Samur, varales amenazantes por los techos de las iglesias:“¡Coño, María, mata la araña!”. Un sabio jesuita, Toni de Melo, se dijo siendo joven: “Quiero cambiar el mundo”. Y empezó a trabajar en ello; mas en vano. Luego rebajó el listón de su sueño: “Quiero cambiar la India, mi país”; pero también fue estéril el empeño. Después se propuso cambiar Bombay, su ciudad natal, y Bombay siguió siendo la misma ciudad de siempre. Ante tanto fracaso, llegó a una conclusión más realista cuando exclamó: “Voy a cambiarme a mi mismo”. Y con él se inició el cambio en todo lo demás. Estamos en el día de Año Nuevo de la liturgia. Comenzamos con el Adviento, que no es solamente un tiempo litúrgico, sino toda una filosofía de vida. Se trata de una actitud vital que tiene que atravesar toda nuestra existencia. No habremos entendido el mensaje de Jesús, si no nos obliga a vivir en constante Adviento.
Lo importante no es recordar la primera venida de Jesús; eso no es más que el pretexto para descubrir que ya está aquí. Mucho menos prepararnos para la última, que sólo es una gran metáfora. Lo verdaderamente importante es descubrir que está viniendo en este instante. Todo el AT está atravesado por la promesa y por la espera. Durante dieciocho siglos, desde Abrahán hasta Jesús, el pueblo judío ha vivido esperando que Dios cumpliera sus promesas. Pero fijaos bien en una cosa: Dios les va prometiendo lo que ellos, en un momento determinado, más ansían. A Abrahán, descendencia; a los esclavos en Egipto, libertad; a los hambrientos en el desierto, una tierra que mana leche y miel; cuando conquistan las ciudades de Canaán, una nación fuerte y poderosa; cuando están en el Exilio, volver a su tierra; cuando destruyen el templo, reconstruirlo; etc., etc.. Curiosamente Dios nunca promete ni da nada, antes que el hombre lo desee. En el AT siempre les promete cosas terrenas, caducas, transitorias, porque es lo único que ellos esperan. Jesús apunta hacia una salvación muy distinta. "He venido para que tengan vida y la tengan abundante." La trayectoria del pueblo judío debía hacernos reflexionar profundamente. ¿Se trata de un Dios que durante dieciocho siglos les puso la zanahoria delante de las narices o el palo en el trasero, para hacerles caminar según su voluntad? Sería ridículo. Dios nunca hace promesas para el futuro, por la sencilla razón de que ni tiene nada que dar ni tiene futuro. Las promesas de Dios, son hechas por los profetas, como una estratagema para ayudar al pueblo a soportar momentos de adversidad, que ellos interpretaban como castigo por sus pecados. En contra de lo que se nos ha dicho siempre, nada de lo que anunciaron los profetas, se cumplió en Jesús. Gracias a Dios, porque todos los textos están encaminados hacia una salvación material. Lo único que esperaban de Dios, eran seguridades. Claro que podemos y debemos entender todas aquellas imágenes como metáforas. ¿Las entendieron así los profetas? Iría en contra de la manera de sentir a Dios en aquel tiempo. Los verdaderos valores del espíritu y el verdadero valor de la persona humana son una absoluta novedad de Jesús para la que no estaban preparados ni los mejores rabinos y especialistas de la Ley. Si algún profeta intuyó esos valores, fue un grito que se perdió en el desierto. CONTEXTO EVANGÉLICO Comenzamos el ciclo (B), pero no hay ruptura con el final del (A). El domingo pasado leíamos la última parábola del evangelio de Mt. Hoy leemos lo último del evangelio de Mc. Los dos tienen como trasfondo la última venida de Cristo, que aquellas comunidades creían cercana, y que utilizan para invitar a vivir con coherencia. EXPLICACIÓN La clave del relato está en la actitud de los criados. Para provocar esa actitud nos habla de lo inesperado de la llegada del dueño de la casa. Nos quiere decir que Dios está siempre viniendo. Él es “el que viene”. La humanidad vive un constante adviento, pero no por culpa de un Dios cicatero que se complace en hacer rabiar a la gente obligándole a infinitas esperas antes de darle lo que tanto ansían. Estamos todavía en Adviento, porque estamos dormidos o soñando con logros superficiales, y no hemos afrontado con la debida seriedad la existencia. Todo lo que espero de fuera, lo tengo ya dentro. “Mirad, Vigilad”. Para ver no sólo se necesita tener los ojos abiertos, se necesita también luz. No se trata de contrarrestar el repentino y nefasto ataque de un ladrón. Se trata de estar despierto para afrontar la vida con una conciencia lúcida. Se trata de vivir a tope una vida que puede trascurrir sin pena ni gloria. Si consumes tu vida dormido, no pasa nada. Esto es lo que tendría que aterrarme; que pueda trascurrir tu existencia sin desplegar las posibilidades de plenitud que te han dado. La alternativa no es salvación o condenación. Nadie te va a condenar. La alternativa es o plenitud humana o simple animalidad. “Pues no sabéis cuando en el ‘momento’”. En griego hay dos palabras que traducimos al castellano por “tiempo”: “kairos” y “chronos”. Chonos significa el tiempo astronómico, relacionado con el movimiento de los cuerpos celestes. “La medida del movimiento, según un antes y un después”, como diría Aristóteles. Kairos sería el tiempo sicológico. Significa el momento oportuno para tomar una decisión por parte del hombre. Por no tener en cuenta esta sencilla distinción, se han hecho interpretaciones descabelladas de la Escritura. En el evangelio que acabamos de leer, se habla de kairos, es decir del tiempo oportuno. Naturalmente que el hombre, como creatura material, se encuentra siempre en el chronos, pero lo verdaderamente importante para él es descubrir el kairos. APLICACIÓN El punto clave de nuestra reflexión debe ser: ¿Esperamos nosotros esa misma salvación que esperaban los judíos? Si es así, también nosotros hemos caído en la trampa. Jesús no podría ser nuestro salvador. La mejor prueba de que los primeros cristianos, verdaderos judíos, no estaban en la auténtica dinámica para entender a Jesús, es que no respondió a sus expectativas y creyeron necesaria una nueva venida. “Entonces nos salvará de verdad, porque vendrá con poder y gloria”. ¿No os parece un poco ridículo? Precisamente, la médula de su mensaje es que la salvación que Dios nos ofrece, está en la entrega y el don total, no en la gloria y el poder por encima de los demás. En las primeras comunidades se acuñó una frase, repetida hasta la saciedad en la liturgia: “Maranatha” (ven, Señor Jesús). Vivieron la contradicción de una escatología realizada y otra futura. “Ya, pero todavía no”. “Ya”, por parte de Dios, que nos ha dado ya todo lo que necesitamos para esa salvación. Si no fuera así, se convertiría en un tirano. “Todavía no”, por nuestra parte, porque seguimos esperando una salvación a nuestra medida y no hemos descubierto el alcance de la verdadera salvación, que ya poseemos. Aquí radica el sentido del Adviento. Porque “todavía no” ha llegado la verdadera salvación, tenemos que tratar de adelantar el “ya”. Eso nunca lo conseguiremos, si permanecemos dormimos. ¿Cómo podremos seguir luchando con todas nuestras fuerzas por un mayor consumismo y a la vez convencernos de que la felicidad está en otra parte? Creo que es una tarea imposible. Descubrir esa trampa, sería estar despiertos. El ser humano sigue esperando una salvación que le venga de fuera, sea material, sea espiritual. Pero resulta que la verdadera salvación está dentro de cada uno. En realidad Jesús nos dijo que no teníamos nada que esperar, que el Reino de Dios estaba ya dentro de nosotros. En este mismo instante está viniendo. Si estamos dormidos, seguiremos esperando. La falta de encuentro se debe a que nuestras expectativas van en una dirección equivocada. Esperamos que Dios llegue desde fuera. Esperamos actuaciones espectaculares por parte de Dios. Esperamos una salvación que se me conceda como un salvoconducto, y eso no funciona. Da lo mismo que la espere aquí o para el más allá. Lo que depende de mí no lo puede hacer Dios ni lo puede hacer otro ser humano. Esta es la causa de nuestro fracaso. Seguimos esperando que otro haga lo que solamente yo puedo hacer. También la religión me ofrece salvación, pero sólo puede salvarme de las ataduras que ella mismo me ha colocado. Ninguna institución puede darme lo que ella no tiene. Dios es la salvación y ya está en mí. Lo que de Dios hay en mí es mi verdadero ser. No tengo que conseguir nada ni cambiar nada en mí auténtico ser, simplemente tengo que despertar y dejar de potenciar mi falso yo. Tengo que salir del engaño de creer que soy lo que no soy. Esta vivencia me descentrará de mí mismo y me proyectará hacia los demás. Me identificaré con todo y con todos. Mi falso ser, mi individualidad se desvanece. Esa experiencia de salvación transformaría radicalmente mi comportamiento con los demás y con las cosas. El verdadero problema está en la división que encontramos en nuestro ser. En cada uno de nosotros hay dos fieras luchando a muerte: Una es mi verdadero ser que es amor, armonía y paz; otra es mi falso yo que es egoísmo, soberbia, odio y venganza. ¿Cual de los dos vencerá? Muy sencillo y lógico: vencerá aquella a quien tú mismo alimentes. Como los judíos, seguimos esperando una tierra que mane leche y miel; es decir mayor bienestar material, más riquezas, más seguridades de todo tipo, poder consumir más... Seguimos pegados a lo caduco, a lo transitorio, a lo terreno. No necesitamos para nada, la verdadera salvación o, a lo máximo, para un más allá. Si no sientes necesidad no habrá verdadero deseo, y sin deseo no hay esperanza. Hoy ni los creyentes ni los ateos esperamos nada más allá de los bienes materiales. Dios sigue esperando. Meditación-contemplación “Despierta tú que duermes, y Cristo será tu luz”. Para ver se necesita tener lo ojos bien abiertos, Pero también se necesita una buna luz. De estas dos realidades tienes que preocuparte. ……………… No se trata de los ojos del cuerpo, sino los del “alma”. Curiosamente, no se puede ver desde dentro si no tienes los ojos del cuerpo cerrados y la razón aparcada para que no se ocupe de los asuntos terrenos. ……………… La luz que puede ayudarte sí puede venir de fuera de ti. La experiencia interior de los demás puede ser la mejor luz que ilumine tu vida. Para nosotros, la experiencia de Jesús, será la mejor guía. Esa vivencia está más allá de todo lo que se puede decir sobre él. ………………….. Se trata de las últimas palabras de Jesús en su predicación en Jerusalén, dentro de la última semana de su vida. Es un texto paralelo a los de Mateo que leíamos los domingos anteriores.
Jesús está ya urgido por el final inminente. Sus mensajes se dirigen a los discípulos y a Israel: es el gran momento, que no os coja desprevenidos. Recuerda a la parábola de los talentos, a la del mayordomo que espera a su amo. Estad atentos, con los ojos bien abiertos. El Adviento, principio del año litúrgico, no rompe con lo anterior sino que lo continúa: las mismas imágenes, las mismas parábolas, textos semejantes, casi idéntico mensaje. No hay final ni principio, porque todo es "venida del Señor". Todos los tiempos son los últimos tiempos, porque constantemente viene el Señor. Esto es una de las líneas profundas de la religiosidad cristiana: caminar al encuentro del Señor que viene, preparar el camino del Señor, velar constantemente; esta es nuestra manera de entender la vida. Cada día es un final y un principio, un encuentro con Dios y una necesidad mayor de buscarle. Una característica íntima de la vida cristiana es caminar, encontrar al Señor cada día, y sentir que aún está más allá y hay que caminar más. Y esto supone una actitud de atención permanente: estar con los ojos bien abiertos. Pero es muy necesario no separar este mensaje del centro de la revelación de Jesús: ¿quién es el que viene? ¿con quién nos encontramos? Dios es "el que viene". No está lejos esperando impasible. Viene, se acerca, desciende. La imagen perfecta del Dios que viene es Jesús, la tienda de Dios acampado entre nosotros. Jesús siempre va al encuentro del que le llama, se detiene cuando oye que le gritan, se aparta del camino y se acerca, a curar, siempre a curar. Ese es el Dios que viene, a Ese es a quien salimos al encuentro. La vida cristiana se mueve en una doble dinámica: de urgencia y de confianza. Ni dormidos ni angustiados, ni despreocupación ni temor. La vida es una seria tarea, una urgencia de caminar, un talento confiado. La vida se puede echar a perder, no hay tiempo ni cualidad que perder. Nuestro pecado original, el más original y radical de nuestros pecados, es dormirnos, sentarnos, desaprovechar la vida. Paralelamente, equivocar el camino, afanarnos por lo que es sólo tierra, hacernos tesoros que no duran, y echar a perder la vida. También ahí interviene Dios-Luz, Dios-Camino. Esta es la doble palabra de Jesús: una palabra de urgencia, que nos despierta constantemente con palabras de apremio para que no tiremos la vida; y una palabra de confianza: si quieres caminar, cuenta con Dios, tu mejor aliado. Es así como podemos entender el Nombre de Dios, manifestado en el nombre de Jesús: el Libertador. Nuestra primera y gran tentación es tomarles gusto a nuestras cadenas, considerar que estamos en la patria, negarnos a caminar, acomodados en una confortable posada, en un delicioso oasis del desierto, olvidar la Patria, no necesitar de Dios. De eso es de lo que ante todo tiene que liberarnos El Libertador. Es bueno mirar la vida con esta luz. Pensar en los tiempos de sueño y de vigilia en mi vida. Cuándo estoy dormido, cuándo estoy despierto. Cuándo pasa cerca el Señor y no me entero. Aquí, en nuestro entorno cultural-económico-religioso, la tentación es estar dormido, adormilado incluso por nuestra fe. Creo en el Padre bueno, y me duermo, y voy tirando mi vida en una larga sucesión de superficialidades interrumpidas por hechos más o menos puntuales que hacen referencia a Dios. Pero se trata de salvar la vida entera; salvar el trabajo y el ocio, las vacaciones y la enfermedad, el fin de semana y la mañana del lunes, la juventud y la vejez; salvarlo todo, hacer rentable todo. Y Dios-Salvador ha de ser para nosotros Dios-Despertador, cuando demasiadas veces se convierte en Dios-tranquilizador de nuestra mediocridad. Y en el momento actual de la humanidad, el mensaje es especialmente urgente, porque no sólo estamos dormidos respecto a nuestra vida sino ante el dolor del mundo. Quizá nunca en la historia cada persona ha podido ser tan consciente de todos los demás, quizá nunca como ahora seamos tan parecidos al rico banqueteador de la parábola, que seguía con sus comilonas mientras el mendigo Lázaro se moría de hambre a su misma puerta. Pero la presencia constante, en la TV, en los medios en general, del dolor del mundo es una “venida” de Dios, es una Palabra. Estar dormidos ante esa llamada es nuestro gran problema. Nuestro Adviento tiene que ser respuesta a esa venida de Dios. No pocas veces nos sentimos desanimados al vernos tan lejos del Reino, tan necesitados de despertar, de responder a la Palabra. Pero eso no es un buen espíritu. Necesitamos avivar nuestra confianza, sentir la presencia de Dios que siempre nos alienta. Con este primer domingo del tiempo de Adviento, se inicia un nuevo “año litúrgico” –Ciclo B-, en el que se vuelve a leer el evangelio de Marcos. Realmente, hay cosas que no se modifican –lo que tiene que ver con la situación histórico-religiosa de la Palestina del siglo I, o con la misma estructura del escrito-, pero no es menos cierto que, cuando lo leemos desde el presente, el texto siempre nos “sabe” a nuevo, porque es “nueva” nuestra aproximación a él.
En el breve texto evangélico que se lee hoy, se juega con la doble imagen del sueño y el despertar. Por eso, la palabra más repetida es: “velad”, “vigilad”. Se trata de una imagen muy querida para todas las tradiciones espirituales, que quieren ofrecer “instrucciones” para sacarnos de la oscuridad del sueño, posibilitando así el despertar a nuestra verdadera identidad. Jesús lo presenta en forma de parábola: el dueño de casa se va de viaje, dejando tareas encomendadas. Es necesario velar porque no se sabe cuándo será su vuelta (la parábola hace alusión a las cuatro vigilias, o cuatro cuartos, de tres horas casa uno, en las que se dividía la noche: anochecer, medianoche, canto del gallo, amanecer). En una lectura mítica de la parábola, podría entenderse que da pie a una religión guiada por la idea del mérito/recompensa, sobre una baseheterónoma: Dios sería ese Señor separado que nos va a premiar o castigar según hayamos obedecido o no sus mandatos. Tal lectura, que nos “sonaba” familiar en nuestra infancia, como lo ha sido durante siglos para muchas generaciones –mientras la humanidad se hallaba en un nivel mítico de conciencia-, resulta hoy incomprensible para la cultura contemporánea. Y ello, fundamentalmente, por dos motivos: la idea de la heteronomía y la imagen de un dios separado. La autonomía parece un logro irreversible de la modernidad. Gracias a esta nueva percepción, el ser humano descubre la trampa de la heteronomía, que no hace justicia ni a la imagen divina –dios aparecía como un ser intervencionista y arbitrario, rival e incluso celoso y vengativo-, ni a la dignidad humana, por cuanto la persona parecía reducida al rol de una simple marioneta. Por decirlo brevemente, y tal como lo ha expresado un filósofo contemporáneo, la autonomía supuso la renuncia, por parte de los humanos, a ser “juguetes en manos de la divinidad”. Nuestra vida no está dirigida por unos “hilos” ajenos; tendremos que abrirnos a otra comprensión que nos resulte más coherente. Pero todo lo humano implica riesgos y puede resultar equívoco. La heteronomía supuso entender la religión en clave de rivalidad, sobre la base del mérito y la recompensa y la imagen de un dios creado a nuestra propia imagen. La autonomía, por su parte, se transforma en autosuficiencia y soberbia, en el momento mismo en que el ego se la apropia. Y esto es lo que le ha ocurrido a cierta modernidad y postmodernidad. Hace apenas tres meses, asistí a una ponencia en que la que se propugnaba el laicismo como “la forma de vida” más adecuada para nuestra sociedad. Aun compartiendo la mayoría de los postulados sociopolíticos que allí se defendían, no pude menos de sentir pena cuando, en la encendida proclama que hacía el ponente, me pareció percibir una “nueva religión” (o pseudo-religión), con dos grandes mitos: el individuo y la razón, como valores absolutos e incuestionables. Sentí pena porque, si bien considero que se trata, efectivamente, de dos grandes valores, me parece que de ningún modo son absolutos, si no queremos caer en la ignorancia más grave, con sus secuelas de sufrimiento. La razón crítica es irrenunciable, pero no todo es “razón”: existe un modo de conocer previo al pensar. El individuo es un valor sagrado, pero la “individualidad” no es nuestra identidad más profunda. Por tanto, si no queremos empobrecer al ser humano, tenemos que trascender esos planteamientos, y abrirnos a reconocer y afirmar la dimensión transpersonal o espiritual: la inteligencia racional queda integrada y trascendida en la inteligencia espiritual. En realidad, las trampas se superan en la medida en que salimos del engaño de la dualidad, en el que nos encierra la mente. Como ha escrito Marià Corbí, “el mundo que los humanos percibimos y sentimos sólo está en la mente. El mundo de colores, de formas, de objetos, relaciones, interpretaciones y valoraciones está en nuestra mente, no en la realidad de lo que hay… Por tanto, una cosa es el mundo que construye nuestra necesidad, y otra distinta es lo que hay. El mundo de nuestras construcciones no está ahí fuera, está en nuestra mente individual y colectiva… El rasgo más fundamental del mundo construido por cualquier especie de vivientes es la dualidad. El viviente, que es un ser necesitado, para poder satisfacer sus necesidades, tiene que hacer una lectura de la realidad que contraponga: · a sí mismo, como estructura de necesidades e instrumentos de acción, · y al medio, el mundo, como campo donde satisfacer las necesidades, actuando; · a sí mismo, como entidad separada, · y al campo, el mundo, donde actuar y sobrevivir. Todo viviente se interpreta en esta dualidad fundamental. Nosotros estamos sometidos a esta ley. Pero esa dualidad no es lo que realmente hay, es sólo lo que los vivientes necesitamos ver, es sólo lo que los vivientes nos vemos precisados a construir. Lo que realmente hay es“no dos”, “eso no-dual”... Para todos los vivientes, y también para nosotros, la realidad es dual, está compuesta de sujetos de necesidad y objetos. Sin embargo, la realidad en si misma no sabe nada de dualidades ni de sujetos y objetos; lo real es no dual” (M. CORBÍ, Silencio desde la mente. Prácticas de meditación, Bubok, Barcelona 2011, pp.9.12.13). Por eso decía que de la trampa –del “sueño”- únicamente podemos salir cuando escapamos al engaño de la dualidad. Y empezamos a percibir que, desde la no-dualidad, todo encaja admirablemente. Caen, simultáneamente, tanto la imagen de un dios separado –una especie de gran “individuo” antropomórfico-, como la autosuficiencia y soberbia del ego, siempre pronto a ocupar el lugar del dios recién destronado. Se descubre la vaciedad del yo y se deja de vivir para él. Se descubre que no hay nada “fuera”, porque no existe nada separado de nada. Lo que existe es “Eso no-dual”, que es Consciencia, Plenitud y Gozo. Ese descubrimiento es “despertar”: estamos dormidos cuando nos reducimos al ego y, debido a esa creencia de identificación, vivimos para él; despertamos cuando reconocemos nuestra identidad no-dual y compartida. La reiterada invitación de Jesús –“vigilad, velad”- nos pone en guardia frente a nuestra tendencia a adormecernos y vivir entontecidos en la pequeña celda del yo, donde sólo puede haber confusión y sufrimiento. La no-dualidad es luz y gozo: todo es “Eso no-dual”, que trasciende la mente, pero que se halla presente en todo, más cerca de nosotros que nosotros mismos. Por eso, el despertar es una experiencia luminosa y alegre: todo está ahí. Todo forma parte y está constituido por ese Misterio. Basta detener la mente, contemplar y rendirse. Es la experiencia mística a la que, en un lenguaje religioso, se refería el filósofo, teólogo y cardenal Nicolás de Cusa, allá por el siglo XV: “Dios no es otro de nada. Dios, en tanto que no-otro, no es otro respecto a la criatura. Nada es otro para el no-otro… Dios es todo en todas las cosas, aunque no sea ninguna de ellas”. Esta noche brilla una luna llena preciosa que se refleja en el espacio abierto del mar como un milagro. Contemplarla, sobrecoge. Una puede sentir que todo está habitado por el Misterio de Dios, por la Presencia que recoge el final de nuestro día y el cansancio de toda la semana dándole sentido y sosiego a todo.
Es cierto que la naturaleza es Palabra de Dios que se deja oír en el silencio, como en esta noche tibia de otoño. Pero hay palabras de Dios especialmente vivas, tan intensas que toman carne y se hacen hombre o mujer; rostro del mismo Dios. Cuando nos encontramos ante ellas, sabemos que Dios mismo nos está hablando. Si tenemos la suerte de ver de cerca esas vidas, hechas Vida, sabemos que también nosotros estamos llamados a ser lo mismo y encontramos con claridad nuestro más auténtico sentido final: responsabilizarnos de la humanidad. La humanidad es mi trabajo, y mi meta, ser más humana. Me llegó la noticia, para difundirla, que se estrenaba un documental sobre los enfermos mentales en África, “Los olvidados de los olvidados”, y que la recaudación de las ventas irían destinadas a esa causa (os animo a que no os perdáis el documental cuando lo estrenen en vuestras ciudades) Difícilmente queremos acercarnos a la realidad europea de los enfermos mentales, también aquí son olvidados y recluidos. No me costaba imaginar qué suerte corrían en África. Tuve que ir sola al cine porque nadie tuvo ganas de encarar desgracias. Si conocer de primera mano la realidad de los enfermos mentales en África fue impresionante, lo superó el testimonio de Grégoire Ahongbonon, un hombre de 59 años, reparador de neumáticos, casado, con hijos y nietos. Un cristiano que ante una fuerte crisis personal, se acercó nuevamente a la iglesia de la que vivía distanciado y le impacta una homilía donde se habló cómo cada uno debe poner su grano de arena para construir la Iglesia. Le obsesionó poner su grano de arena y por ese motivo empezó a ir rezar con los enfermos de un hospital; muy pronto descubrió las salas de los abandonados por no poder pagar las medicinas. Así inició lo que Jesús llamaba, hacer presente el Reino de Dios. Grégoire dice sin rodeos que dar respuesta a su fe le llevó primero con los desahuciados del hospital y enseguida se acercó a la prisión donde las condiciones de vida aún eran peores. Poco después empezó a asistir a los enfermos mentales de las calles. “Vi a uno desnudo buscando comida en la basura. Los había visto muchas veces, pero ese día me detuve y decidí, con mi mujer, repartirles comida y agua fresca por las noches” Ahí se inicia su andadura recogiendo, liberando, regenerando y dignificando a los enfermos y enfermas mentales de la crueldad de una sociedad que encadena, recluye y somete a todo tipo de ayunos y castigos físicos porque los considera endemoniados, una vergüenza familiar y social. Él supo verles como seres humanos enfermos, necesitados como todos de amor y cuidado, de atención médica y ayuda personal; así recuperaban la salud. Desde entonces se ha dedicado, junto con su esposa y sus hijos, con su dinero personal, sin ninguna ayuda gubernamental, a crear 15 centros en Costa de Marfil, Benín y Burkina Faso, para rehabilitar a enfermos mentales, enseñarles un oficio y entonces, solo entonces, devolvérselos a sus familias para que lleven una vida digna. Cuando le preguntan de dónde saca las fuerzas para lo que hace, qué don especial tiene, contesta: “yo soy un hombre como cualquier otro, consciente de que Dios habita en todos y que dejar a un enfermo a su suerte es abandonar a Dios. Lo que yo hago es más fuerte que yo. Si Dios ha permitido que una persona como yo, sin estudios, que no vale nada, se ocupe de estas personas, es para que todos podamos abrir los ojos y cambiemos la forma de ver a estos enfermos.” Así de simple lo dice: Dios habita en todos y necesita nuestros cuidados. Ya nos había dicho Jesús: lo que hagáis a los más pequeños, esto es, a los últimos, a mí me lo hacéis. Y así de claro: si yo he podido abrir los ojos, también vosotros podéis. ¿Quién se tomará en serio sus palabras? Un hombre sencillo de un pobre país, Benín, que yo ni sabía dónde colocar en la gran África, ha sabido perfectamente entender y hacer realidad, sin vanaglorias ni medallas, que abandonar al ser humano es abandonar a Dios. Ésa es su religión y su fe. Salí del cine sobrecogida y sigo estándolo. He querido escribir estas letras agradecidas a Grégoire y a tantas y tantos que cambian la humanidad haciéndola avanzar, haciendo dar un paso cualitativo a nuestra especie en su lento y largo camino de crecimiento y adaptación a la vida. Tengo la seguridad de que ellos logran que la especie humana sea mejor y que se den pasos que ya no pueden nunca volver atrás. Son los que nadie pone en entredicho su fe, más bien, esa fe que le lleva a actuar de tal modo, cuestiona a muchos. Su religión merece el mayor de los respetos. Sé que el testimonio de Grégoire puede hacer que también nosotros queramos ser mejores, cuidar nuestro pequeño metro cuadrado de la parcela de la humanidad con todo nuestro esmero y con toda humildad. Abrir bien los ojos para ver quién necesita nuestra ayuda. Si él quiso poner su granito de arena, también nosotros tenemos que ver la manera de poner el nuestro. Si él sabe ver a Dios que habita en el enfermo, también nosotros debemos ver a Dios, no sólo en la naturaleza bella de esta noche de luna llena, sino en todo ser humano herido o necesitado. Quizás entonces nuestra fe sea más convincente. No se trata de un anuncio de cómo será el final. Jesús nunca explica esos "cómos". (Entre otras cosas porque no lo sabe). La escena del Juicio Final precisa cuál es el contenido del juicio, no cómo será la escena del juicio. El contenido del juicio, su materia, es lo que le importa a Jesús.
Es importante recordar que este texto pertenece al género parabólico y una parábola – recordemos – es una narración inventada para comunicar un contenido, un mensaje. Así pues, hay que distinguir entre el envoltorio del mensaje, y el mensaje mismo. El envoltorio es la escena del juicio, el juez, los ángeles, las ovejas y las cabras, las palabras del juez y de los juzgados, la herencia del reino preparado, el fuego eterno y sus ángeles... Son imágenes tomadas de la tradición de Israel, que Jesús aplica para que todos le entiendan. El mensaje de Jesús es la materia del juicio, y esa sí que es revolucionaria, sorprendente, nueva, acorde con todas las líneas de fuerza del evangelio. Y se condensa en la frase "a mí me lo hicisteis". La antigua línea del "misericordia quiero y no sacrificios" (Mt 9,13, citando a Oseas 6,6) culmina en esta espectacular afirmación: servir a Dios es servir al prójimo; no hay otra manera de servir a Dios que servir al prójimo. Y esto se subraya con la repetición en negativo de la misma afirmación: no servir al prójimo es no servir a Dios. Para subrayar la importancia definitiva de este mensaje, que condensa toda la enseñanza de Jesús, se ha montado toda la escenografía del juicio de las naciones, de los ángeles, de la condena... El sentido está muy por encima de interpretaciones tan superficiales como: "los malos irán al infierno", "al final, Dios será un juez implacable”... Todas esas maneras de interpretar no son más que aprovechamientos de predicadores superficiales para meter miedo al rebaño. El mensaje es mucho más profundo y mucho más sencillo: son de Jesús los que ponen la vida al servicio de los demás; los que no lo hacen, por más que digan o practiquen cultos, no son de Jesús. Jesús no es rey. No es un rey como los reyes son reyes. El reino de Dios no es un estado. Recordemos algunas citas significativas "Los que visten ropas delicadas están en los palacios de los reyes" (Mt.11,8) "Los jefes de las naciones las gobiernan como dueños y los grandes hacen sentir su poder. No debe ser así entre vosotros. Al contrario, entre vosotros, el que quiera ser grande, que se haga vuestro criado… (Mt.20,20 y ss.) Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros os debéis lavar los pies unos a otros. (Jn.13) Jesús no es rey. Y Dios no es rey. Jesús revela a Dios más que nunca cuando se pone a lavar los pies y más aún cuando muere despreciado y "vencido" en la cruz. Dios es así, lo vemos en Jesús. Dios es el que da la vida por las ovejas. La imagen del Todopoderoso, Rey de reyes y Señor de señores, Altísimo, Señor de los ejércitos, Gobernador del Universo, nos interesa poco. Nos interesa lo que hemos visto de Dios en Jesús. Y hemos visto a Dios enamorado, trabajando por sus hijos, capaz de dar la vida, puesto al servicio. Mientras no nos cambiemos al Dios de Jesús, estamos lejos del Reino. El Reino de Dios está dentro, no fuera, está en la disposición de servir, está en la necesidad de agradecer el bien recibido, está en la idea clara de que “Dios no está pero sus hijos sí. Dios no está, pero yo sí estoy” Esta "parábola" culmina y encierra a todas las demás. Un ejemplo, la del buen samaritano. Al sacerdote y el levita podría decir "me visteis desnudo y herido y no me ayudasteis; no os conozco". Y el samaritano, hereje y enemigo del Templo de Jerusalén, se extrañará de las palabras del Juez: "¿Cuándo te vi desnudo y herido...?". Y escuchará: "¿No te acuerdas del camino de Jerusalén a Jericó?" Cristo tiene que reinar, es decir: las personas humanas tienen que ser liberadas del mal, tienen que vivir como hijos, tienen que conocer a su padre. Podremos entronizar a Jesucristo en nuestras casas cuando no haya pobres entre nosotros, cuando vivamos respetando la naturaleza, cuando nuestras relaciones se basen en el respeto y en el perdón. Ese es el reino que está por construir. Los judíos esperaban a un mesías-rey. Jesús se presentó como un mesías anti-rey. Jesús fue para aquellos judíos el anti-cristo, lo contrario que el cristo que esperaban. El Reino de Dios es el anti-reino de los reyes de la tierra. Jesús es el anti-rey. Por eso no es bueno que le vistamos con atributos de reyes de la tierra, ni que celebremos nuestro culto con oros y sedas propios de los reyes de la tierra. Jesús es el rey de la compasión, el rey del servicio, el rey de la consecuencia, el rey de la entrega. En todas esas cosas es rey. Y en ninguna de las que ostentan los poderes de este mundo. Jesús tiene otros poderes. Jesús es capaz de curar, Jesús quita el hambre y la sed, Jesús puede con-padecer, Jesús tiene palabras que hacen vivir, Jesús puede preferir a los últimos, Jesús es capaz de sembrar, y de sembrarse, y de ser levadura y sal y lámpara, Jesús puede arriesgar la vida por los culpables, Jesús puede reconciliar, Jesús puede perdonar, Jesús tiene el poder de encontrar a su Padre en la oración, de conectar con el Padre sin dejar de ser verdadero hombre, Jesús tiene el supremo poder de dar la vida. Jesús tiene el poder de la semilla, de la sal, del grano de mostaza, del vino, del pan. Esos son sus poderes, los que no tienen los reyes. Y esos son los poderes de la Iglesia, nuestros poderes. Si ejercemos esos poderes, nosotros la Iglesia somos por un lado irresistibles y por otro lado, aborrecidos por los “otros poderes”. En los tres primeros siglos la Iglesia era perseguida, no tenía poderes regios. Pero poco después los poderes de “el mundo” ya se habían instalado dentro de la misma Iglesia, la habían invadido... y actuaba con los mismos criterios que antes la perseguían. No repitamos el mismo error. Algunas veces entendemos nuestra misión, nuestro trabajo de que “conozcan a Jesús” como un constante estado de predicación, de sermoneo, de controversia. Quizá sea el carisma de algunos, pero no es el carisma habitual. El carisma básico de la Iglesia, lo que le otorga máximos poderes, es ser, vivir con los criterios y valores de Jesús... silenciosamente, como la sal que sólo se nota cuando falta o cuando sobra. El poder de lo cotidiano bien hecho. El poder de ser digno de confianza. El poder de ser un buen amigo. El poder de que se puede contar con nosotros. El poder de la humildad, de querer pasar desapercibido. El poder de interesarse, el poder de ser agradecido, el poder de no juzgar... Esas cosas son las que tienen el máximo poder, poder de convicción, poder de invitación, poder de ser evidentemente satisfactorias. Vivir así es anunciar el Reino. A la Iglesia nos sobran hoy palabras sobre Dios y sobre Jesús. Todo el mundo nos oye, pero no ven en nosotros lo que veían en Jesús. No tenemos su poder. Durante siglos, la gran mayoría de los cristianos no tenía acceso al texto del evangelio (en tiempos de Santa Teresa de Jesús, la Inquisición quemaba ejemplares de la Biblia en hogueras públicas). Su formación religiosa provenía directamente del “catecismo oficial”, a través de la familia, de las devociones populares y de las prácticas litúrgicas. Incluso más recientemente, cuando la Biblia empezó a ser accesible al pueblo, antes de acercarse a ella, los fieles habían recibido ya la “doctrina”, tal como la proponía el catecismo.
¿Qué ha significado esto, en concreto? Algo muy simple, pero de profundas consecuencias. Con frecuencia, y sin mala fe, el frescor, la novedad y la fuerza del evangelio quedaron ocultos bajo un cúmulo deconceptos religiosos que se presentaban como la verdad absoluta. Cuando alguien se acerca al evangelio después de tal adoctrinamiento, es prácticamente imposible leerlo limpiamente, porque la enseñanza recibida hace de filtro que, inadvertida pero eficazmente, condiciona la lectura. Pongamos sólo un ejemplo, aunque parezca anecdótico. De niño, estudié en el catecismo que “Dios premia a los buenos y castiga a los malos”. Me lo creí completamente, porque me lo decía el sacerdote en nombre de Dios… y porque parecía que era lo “justo” (mis padres y mis maestros pensaban lo mismo: premiar al bueno y castigar al malo). Me costó tiempo darme cuenta de que Jesús había dicho justamente lo contrario: “Dios ama a los ingratos y a los malos” (Lucas 6,35). La religión había falsificado el evangelio y había anulado la novedad subversiva de Jesús…, hasta que el evangelio la desenmascaró. Es claro que el texto evangélico prioriza siempre la práctica, poniendo el acento en el amor servicial hacia los más necesitados. En él, no encontramos “doctrina”. De hecho, Jesús no fue un teólogo –al contrario, los teólogos oficiales fueron sus grandes adversarios-, sino un hombre íntegro y coherente que vivió lo que enseñaba. Y lo que enseñaba resultaba sumamente atrayente por un triple motivo: · por su impactante sencillez; · por estar centrado en la práctica (en la vida cotidiana); · y porque la práctica se centraba en el amor y la compasión: “Ve y haz tú lo mismo” (Lucas 10,37). El catecismo, por el contrario, ha priorizado los contenidos mentales, convirtiendo la fe en una especie de adhesión mental a unas “verdades” religiosas. Al hacer así, la práctica de Jesús podía quedar en el olvido, sin que ello se echase en falta. En caricatura –aunque no muy alejada de la realidad-, podría expresarse de este modo: la religión sustituyó al evangelio. Esto no es reciente, sino que empezó ya con el “primer teólogo” cristiano, Pablo de Tarso, quien construyó toda su teología sin hacer ninguna referencia a lahistoria de Jesús. De ese modo, el cristianismo se convertiría en una “religión universal”, pero a costa de un precio muy elevado. La religión suplanta al evangelio siempre que damos prioridad a nuestros conceptos religiosos –generalmente, nacidos de la proyección que la mente humana hace de la divinidad, según cada cultura y cada etapa histórica- por encima de lo que vemos en Jesús de Nazaret. Con el agravante de que, a continuación, el propio evangelio es leído a la luz de la religión, con lo cual se desactiva, “religiosamente”, su novedad. ¿Comprendemos ahora por qué podemos ser personas muy religiosas pero no cristianas, aunque estemos bautizados dentro de la Iglesia? Por fidelidad a Jesús, me parece necesario reconocer que “religión” y “evangelio” se descolocan mutuamente: la primera oscurece al segundo, y el segundo desnuda a la primera. Esto no significa abolir la religión, pero es una llamada a la lucidez, para que aquélla se “subordine” al evangelio. [Entre paréntesis: cuando esto no se tiene en cuenta, puede ocurrir que el catecismo aprendido se convierta en juez del evangelio; creo honestamente que éste fue el (uno de los) motivo(s) por el que se condenó el libro de J. A. Pagola. Más detalles en “Jesús y la Inquisición. Carta abierta a José Antonio Pagola”. Y es que, a quienes han sido formados en un catecismo “estricto”, el evangelio tiene que sonarles herético (como le sonaba a la autoridad religiosa judía que, en nombre de la religión, condenó a Jesús)]. Lo que parece fuera de duda es que, ante Jesús, todos se sienten sorprendidos, y más que nadie, las personas religiosas. El Dios de Jesús no es el dios del que hablaban las religiones, sino “un Dios diferente” (Christian Duquoc), justo “lo opuesto a todo lo que el hombre religioso espera de Dios” (Dietrich Bonhoeffer). Una de las “novedades” de la propuesta de Jesús –que las religiones no podrán aceptar- es que existe un camino para llegar a Dios que no pasa por el templo. En el cuarto evangelio se afirma de un modo explícito. Ante la pregunta de la mujer samaritana sobre el lugar donde dar culto, Jesús responde: “Ni en este monte ni en Jerusalén… Llega la hora, y la estamos viviendo, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4,21-23). En los sinópticos se dice lo mismo, de una forma igualmente tajante, a partir de parábolas, como la del samaritano o ésta que leemos hoy llamada del “juicio universal”. En aquélla (Lucas 10,30-37), quien hace lo que Dios quiere no son los “hombres religiosos” –sacerdote y levita-, sino el hereje, considerado pecador por la propia religión. En ésta, queda todavía más claro que el único criterio que mide la actitud adecuada es el bien hecho a la persona en necesidad. Ante esta declaración, todos se sienten sorprendidos: ni unos ni otros habían percibido que Jesús vive en cada ser humano, no-separado de ninguno de ellos. Y sin embargo, a otro nivel, esto es algo que habíamos intuido desde siempre. Como decía un amigo mío no creyente: “De este mundo sólo te llevarás el bien que hayas hecho. Si las religiones sólo predicaran esto, sería suficiente”. ¿No es eso mismo lo que enseñaba Jesús? La religión habla de un Dios separado, al que supuestamente se puede amar aunque no se ame a las personas, a la vez que –aunque no lo pretenda- “separa” a las personas que no comparten la propia creencia. Jesús trasciende definitivamente la religión. Por eso, en su propuesta podemos encontrarnos todos, seamos religiosos o no. El pone palabras a lo que dice el corazón humano. Esta noche brilla una luna llena preciosa que se refleja en el espacio abierto del mar como un milagro. Contemplarla, sobrecoge. Una puede sentir que todo está habitado por el Misterio de Dios, por la Presencia que recoge el final de nuestro día y el cansancio de toda la semana dándole sentido y sosiego a todo.
Es cierto que la naturaleza es Palabra de Dios que se deja oír en el silencio, como en esta noche tibia de otoño. Pero hay palabras de Dios especialmente vivas, tan intensas que toman carne y se hacen hombre o mujer; rostro del mismo Dios. Cuando nos encontramos ante ellas, sabemos que Dios mismo nos está hablando. Si tenemos la suerte de ver de cerca esas vidas, hechas Vida, sabemos que también nosotros estamos llamados a ser lo mismo y encontramos con claridad nuestro más auténtico sentido final: responsabilizarnos de la humanidad. La humanidad es mi trabajo, y mi meta, ser más humana. Me llegó la noticia, para difundirla, que se estrenaba un documental sobre los enfermos mentales en África, “Los olvidados de los olvidados”, y que la recaudación de las ventas irían destinadas a esa causa (os animo a que no os perdáis el documental cuando lo estrenen en vuestras ciudades) Difícilmente queremos acercarnos a la realidad europea de los enfermos mentales, también aquí son olvidados y recluidos. No me costaba imaginar qué suerte corrían en África. Tuve que ir sola al cine porque nadie tuvo ganas de encarar desgracias. Si conocer de primera mano la realidad de los enfermos mentales en África fue impresionante, lo superó el testimonio de Grégoire Ahongbonon, un hombre de 59 años, reparador de neumáticos, casado, con hijos y nietos. Un cristiano que ante una fuerte crisis personal, se acercó nuevamente a la iglesia de la que vivía distanciado y le impacta una homilía donde se habló cómo cada uno debe poner su grano de arena para construir la Iglesia. Le obsesionó poner su grano de arena y por ese motivo empezó a ir rezar con los enfermos de un hospital; muy pronto descubrió las salas de los abandonados por no poder pagar las medicinas. Así inició lo que Jesús llamaba, hacer presente el Reino de Dios. Grégoire dice sin rodeos que dar respuesta a su fe le llevó primero con los desahuciados del hospital y enseguida se acercó a la prisión donde las condiciones de vida aún eran peores. Poco después empezó a asistir a los enfermos mentales de las calles. “Vi a uno desnudo buscando comida en la basura. Los había visto muchas veces, pero ese día me detuve y decidí, con mi mujer, repartirles comida y agua fresca por las noches” Ahí se inicia su andadura recogiendo, liberando, regenerando y dignificando a los enfermos y enfermas mentales de la crueldad de una sociedad que encadena, recluye y somete a todo tipo de ayunos y castigos físicos porque los considera endemoniados, una vergüenza familiar y social. Él supo verles como seres humanos enfermos, necesitados como todos de amor y cuidado, de atención médica y ayuda personal; así recuperaban la salud. Desde entonces se ha dedicado, junto con su esposa y sus hijos, con su dinero personal, sin ninguna ayuda gubernamental, a crear 15 centros en Costa de Marfil, Benín y Burkina Faso, para rehabilitar a enfermos mentales, enseñarles un oficio y entonces, solo entonces, devolvérselos a sus familias para que lleven una vida digna. Cuando le preguntan de dónde saca las fuerzas para lo que hace, qué don especial tiene, contesta: “yo soy un hombre como cualquier otro, consciente de que Dios habita en todos y que dejar a un enfermo a su suerte es abandonar a Dios. Lo que yo hago es más fuerte que yo. Si Dios ha permitido que una persona como yo, sin estudios, que no vale nada, se ocupe de estas personas, es para que todos podamos abrir los ojos y cambiemos la forma de ver a estos enfermos.” Así de simple lo dice: Dios habita en todos y necesita nuestros cuidados. Ya nos había dicho Jesús: lo que hagáis a los más pequeños, esto es, a los últimos, a mí me lo hacéis. Y así de claro: si yo he podido abrir los ojos, también vosotros podéis. ¿Quién se tomará en serio sus palabras? Un hombre sencillo de un pobre país, Benín, que yo ni sabía dónde colocar en la gran África, ha sabido perfectamente entender y hacer realidad, sin vanaglorias ni medallas, que abandonar al ser humano es abandonar a Dios. Ésa es su religión y su fe. Salí del cine sobrecogida y sigo estándolo. He querido escribir estas letras agradecidas a Grégoire y a tantas y tantos que cambian la humanidad haciéndola avanzar, haciendo dar un paso cualitativo a nuestra especie en su lento y largo camino de crecimiento y adaptación a la vida. Tengo la seguridad de que ellos logran que la especie humana sea mejor y que se den pasos que ya no pueden nunca volver atrás. Son los que nadie pone en entredicho su fe, más bien, esa fe que le lleva a actuar de tal modo, cuestiona a muchos. Su religión merece el mayor de los respetos. Sé que el testimonio de Grégoire puede hacer que también nosotros queramos ser mejores, cuidar nuestro pequeño metro cuadrado de la parcela de la humanidad con todo nuestro esmero y con toda humildad. Abrir bien los ojos para ver quién necesita nuestra ayuda. Si él quiso poner su granito de arena, también nosotros tenemos que ver la manera de poner el nuestro. Si él sabe ver a Dios que habita en el enfermo, también nosotros debemos ver a Dios, no sólo en la naturaleza bella de esta noche de luna llena, sino en todo ser humano herido o necesitado. Quizás entonces nuestra fe sea más convincente. |
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