El No-teísmo es una tendencia actual entre algunos teólogos protestantes y católicos (Spong, Lenaers) que rechazan la idea de dios que “nos viene acompañando ya por 7.000 años” a partir de la Biblia y la doctrina de la Iglesia. J M Vigil dice expresamente: “Nos referimos a Theos, no a lo que objetivamente pueda ser eso que hemos venido llamando tradicionalmente Dios, ni Misterio, ni Transcendencia... sino a un constructo cognitivo, construido por el ser humano”. Así pues, el No-teísmo no es ateísmo.
Este rechazo a nuestra imagen de Dios no es algo nuevo en la Iglesia. Dionisio Areopagita (s. V) escribió un tratado sobre Los nombres divinos (los atributos), y posteriormente escribió la Teología mística, en la que desarrolla la via negationis en la que niega la validez de esos atributos. Y el Concilio IV de Letrán reconoce que todo lo que ha dicho sobre Dios tiene más de error que de acierto. Necesitamos conocer a Dios, pero todas nuestras palabras serán siempre inadecuadas. Es importante reflexionar por qué se produce ahora este rechazo. Se produce principalmente por las consecuencias que hemos deducido de unos atributos que deberíamos tomar como incompletos y provisionales. Destacaré dos aspectos muy significativos. En primer lugar, el teísmo considera a Dios como un ser personal, y con una imagen muy antropomórfica. Jesús nos lo presentó como Padre, y esta imagen tan entrañable ha arraigado fuertemente entre nosotros. En el mundo oriental ha prevalecido por el contrario una concepción de Dios como impersonal, y tiene un arraigo semejante en su espiritualidad como la de un dios personal en la nuestra. Otros autores del No-teísmo tienden a considerarlo como transpersonal; término con un contenido poco claro, pero que pretende salvar lo mejor de lo personal y de lo impersonal. Por una parte nos parece que considerar a Dios como impersonal lo rebajaría respecto a las cualidades personales, pensamiento y voluntad, que tenemos los humanos. Por otra parte, lo personal acentúa la separación entre tú y yo, entre él y nosotros. Difícilmente podemos identificarnos con nuestro Padre, o verlo en nuestros hermanos y en la vitalidad y belleza de la naturaleza. La Biblia nos ofrece el término Espíritu, que puede valer tanto para lo personal como para lo impersonal. El espíritu sobrevuela el caos poniendo orden (cosmos, mundo), inspira a los profetas, y unge a Jesús en el Jordán para su misión; pero está al mismo tiempo y sin división alguna en ti, en mí, y en todo el universo. En segundo lugar, el teísmo considera a Dios como todopoderoso (quizás el adjetivo que le acompaña con más frecuencia) y de ahí que intervenga, o pueda intervenir, a su voluntad en la naturaleza, contraviniendo sus leyes, o en nuestra historia, revelando su enseñanza y dictando sus leyes, suplantando de ese modo nuestra libertad y autonomía. Y esta intromisión de Dios ofende nuestro orgullo. En cuanto a la intervención de Dios en la Historia, creo que el No-teísmo corre el peligro de caer en un deísmo, con un dios ajeno e insensible a nuestra vida, o diluido en las leyes de la naturaleza. Dios no impone nada desde fuera de nosotros pero ejerce su influencia en la Historia a través de nosotros, de nuestro espíritu. Como popularmente se dice, somos las manos de Dios. La caricatura de los dos pisos, el de arriba y el de abajo, que hace el No-teísmo, ha tenido mucho éxito por su referencia al brusco cambio sobre la imagen del universo que nos ha proporcionado la cosmología. Esta caricatura es válida para rechazar la separación radical que hemos hecho entre lo natural y lo sobrenatural, pero llevarla al extremo nos conduce a una unidad que contradice la múltiple variedad de cada día. Es el antiguo problema filosófico de lo uno y lo múltiple. ¿Es válido el No-teísmo? Es válido para contrarrestar las exageraciones; pero tanto el teísmo como el No-teísmo son interpretaciones de una realidad que se nos escapa; son lenguajes deficientes para expresar esa realidad, y deben complementarse (a pesar de que se nos presentan como sistemas contradictorios) y encontrarán mayor o menor acogida según la situación de cada pueblo o persona. Nuestra inteligencia racional no tiene capacidad para comprender la realidad en toda su profunda simplicidad; al menos no tiene capacidad en el estado actual de nuestra evolución. Sin embargo nuestra inteligencia sentiente percibe valores como el amor, la justicia, la dignidad, los derechos humanos, que no se pueden demostrar racionalmente, aunque sean razonables. La razón solamente nos acerca a Dios en términos razonables; en cambio la experiencia del amor gratuito es la que llega a conocerlo por identificación con él (unión del sujeto con el objeto conocido). La mística especulativa, ha tenido que traspasar la razón y ha llegado a Dios por “el vacío”, “el no conocimiento”, “La docta ignorancia”, “La nube del no saber”. San Juan de la cruz lo expresó en sus poesías. Cuanto más alto se sube, tanto menos entendía que es la tenebrosa nube que a la noche esclarecía; por eso quien la sabía queda siempre no sabiendo toda ciencia trascendiendo. El pueblo sencillo, como el buen samaritano o la viuda del templo, ha llegado a Dios por la vía del amor gratuito, por la identificación con Dios en el amor. Así lo expresó Jesús con su exagerado lenguaje emocional: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños” (Mt 9,25).
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Los relatos de apariciones tienen por objeto alimentar y sostener la fe de los discípulos en la presencia de Jesús resucitado. Son, por tanto, construcciones catequéticas, adaptadas a cada comunidad, elaboradas con aquel objetivo. En ese sentido, constituyen textos fundacionales que habrían de marcar el recorrido de las comunidades.
El hecho de que sean catequesis obliga a hacer una lectura de las mismas en clave simbólica. No tratan de narrar una crónica histórica, sino de transmitir un contenido de fe o creencias. Lo que ocurre es que, en nuestra cultura, las creencias no gozan de mucha credibilidad. Hemos aprendido que todas ellas son construcciones mentales y que tienden a absolutizarse con demasiada facilidad, con el peligro que ello comporta. A través de ellas, los humanos han tratado de alcanzar seguridad, aliviar sus miedos y fortalecer su sentido de pertenencia a un grupo. Cumplían, por tanto, una función psico-social de primer orden. Pero los riesgos no eran menores: separación, enfrentamiento, cerrazón, dogmatismo, fanatismo, proselitismo… Al reconocer que son solo constructos mentales, quedan automáticamente relativizadas. Dejamos de “poner la fe” en ellas y, como mucho, las entendemos como “mapas mentales” que apuntan a algo que trasciende la mente y que habremos de verificar en nuestra experiencia. Porque, si contienen verdad, necesariamente están hablando de todos nosotros. Y eso es precisamente lo que nos invitan a buscar: la verdad de lo que somos…, más allá de las ideas o creencias que tenemos. Con lo cual, no es extraño que a lo largo del camino veamos cómo van cayendo todas ellas. Y, al caer, nos queda una única certeza: la certeza de ser. Se produce entonces un fenómeno paradójico y sumamente ilustrativo: al caer las creencias, crece la libertad interior y la lucidez. Como si hubiera caído un corsé que nos constreñía y eso nos hubiera permitido iniciar un camino de autoindagación. ¿Qué valor doy a las creencias? Este relato es la clave para entender la teología de todas las apariciones pascuales. No pretenden decirnos qué pasó en Jesús sino transmitirnos su vivencia interior. La experiencia pascual demostró que solo en la comunidad se descubre la presencia de Jesús vivo. La comunidad es la garantía de la fidelidad a Jesús. Es la comunidad la que recibe el encargo de predicar. La misión de anunciar el evangelio no se la han sacado ellos de la manga sino que es el principal mandato que reciben de Jesús.
Juan es el único que desdobla el relato de la aparición a los apóstoles. Con ello personaliza en Tomás el tema de la duda, que es capital en todos los relatos de apariciones. “El primer día de la semana”. Jesús está ya fuera del tiempo y el espacio. Para él ya no hay días ni meses ni cuarentenas. En él no puede pasar nada, porque para que pase algo se necesita el tiempo y el espacio. Lo último que pasó en Jesús fue su muerte. Más allá de ella entra en la eternidad donde nada puede pasar. Jesús aparece en el centro como factor de unidad. La comunidad está centrada en Jesús. No atraviesa la puerta o la pared, no recorre ningún espacio; se hace presente en medio de la comunidad. El saludo elimina el miedo. Las llagas, signo de su entrega, evidencian que es el mismo que murió en la cruz. La verdadera Vida nadie pudo quitársela a Jesús. La permanencia de las señales de muerte, indica la permanencia de su amor. Garantiza además, la identificación del resucitado con el Jesús crucificado. El segundo saludo les refuerza para la misión. Les ofrece paz para el presente y para el futuro. En los relatos de apariciones la misión es algo esencial; les había elegido para llevarla a cabo. La misión deben cumplirla, demostrando un amor total, semejante al suyo. Si toman conciencia de que poseen la verdadera Vida, el miedo a la muerte biológica no les preocupará en absoluto. La Vida que él les comunica es definitiva. El verbo soplar, usado por Jn, es el mismo que se emplea en Gn 2,7. Con aquel soplo el hombre barro se convirtió en ser viviente. Ahora Jesús les comunica el Espíritu que da otra Vida. Se trata de la nueva creación del hombre. La condición de hombre-carne se transforma en hombre-espíritu. Esa Vida es la capacidad de amar como ama Jesús. Les saca de la esfera de la opresión y les hace libres (quita el pecado del mundo). El Espíritu es el criterio para discernir las actitudes que se derivan de esa Vida. Debemos tener cuidado de no hacer decir a los textos lo que no dicen. El Espíritu no es la tercera persona de la Trinidad. Se trata de la Fuerza que les capacita para la misión. Del mismo modo, deducir de aquí la institución de la penitencia, es ir mucho más lejos de lo que permite el texto. El concepto de pecado que tenemos hoy no se elaboró hasta el s. VII. Lo que se entendía entonces por pecado era algo muy distinto. En la comunidad quedará patente el pecado de los que se niegan a dar su adhesión a Jesús. Ni Jesús ni la comunidad condenan a nadie. La sentencia se la da a sí mismo cada uno con su actitud. El Espíritu permite a la comunidad discernir la autenticidad de los que se adhieren a Jesús y salen del ámbito de la injusticia al del amor. La referencia a "Los doce", designa la comunidad cristiana como heredera de las promesas de Israel. Tomás había seguido a Jesús pero, como los demás, no le había comprendido del todo. No podían concebir una Vida definitiva que permanece después de la muerte. Separado de la comunidad, no tiene la experiencia de Jesús vivo. Una vez más se destaca la importancia de la experiencia compartida en comunidad. Hemos visto al Señor. No se trata una visión ocular sino de la presencia de Jesús que les ha trasformado porque les comunica Vida. Les ha comunicado el Espíritu y les ha colmado del amor que brilla en la comunidad. El relato insiste. Jesús no es un recuerdo del pasado, sino que está vivo y activo entre los suyos. A pesar de todo, los testimonios no pueden suplir la experiencia; sin ella Tomás es incapaz de dar el paso. A los ocho días… Cuando se escribe este texto, la comunidad ya seguía un ritmo semanal de celebraciones. Jesús se hace presente en la celebración comunitaria, cada ocho días. La nueva creación del hombre, que Jesús ha realizado durante su vida, culmina en la cruz el día sexto. Estaban reunidos dentro, en comunidad, es decir, en el lugar donde Jesús se manifiesta, en la esfera de la Vida, opuesto a "fuera", el lugar de la muerte. Tomás, reintegrado a la comunidad, puede experimentar lo que no creyó. La respuesta de Tomás es extrema, igual que su incredulidad. Al llamarle Señor, reconoce a Jesús y lo acepta dándole su adhesión. Al decir “mío” expresa su cercanía. Jesús ha cumplido el proyecto, amando como Dios ama. “Aquel día experimentaréis que yo estoy identificado con mi Padre”. “Quien me ve a mí, ve al Padre”. Dándoles su Espíritu, Jesús quiere que ese proyecto lo realicen también todos los suyos. Tomás tiene ahora la misma experiencia de los demás: Ver a Jesús en persona. El reproche de Jesús se refiere a la negativa a creer el testimonio de la comunidad. Tomás quería tener un contacto con Jesús como el que tenía antes de su muerte. Pero la adhesión no se da al Jesús del pasado, sino al Jesús presente, que es a la vez, el mismo y distinto. El marco de la comunidad hace posible la experiencia de Jesús vivo. La experiencia de Tomás no puede ser modelo. El evangelista elabora una perfecta narración de apariciones y a continuación nos dice que no es esa presencia externa la que debe llevarnos a la fe. La demostración de que Jesús está vivo, tiene que ser el amor manifestado. La advertencia es para los de entonces y para todos nosotros. El mensaje queda abierto al futuro. Muchos seguirán creyendo aunque no lo vean. El mensaje para nosotros hoy es claro: Sin una experiencia personal, llevada a cabo en el seno de la comunidad, es imposible acceder a la nueva Vida que Jesús anunció antes de morir y ahora está comunicando. Se trata del paso del Jesús aprendido al Jesús experimentado. Sin ese cambio no hay posibilidad de entrar en la dinámica de la resurrección. Que Jesús siga vivo no significa nada si yo no vivo su misma Vida. Meditación Mi principal tarea es descubrir esa Vida que Dios ya me ha dado. No en confiar en que un día tendré lo que ahora no tengo. Para confiar en lo que ya tengo, primero hay que descubrirlo, aceptarlo y vivirlo. Pascua es el triunfo de la Vida definitiva sobre la muerte del cuerpo y la vida perecedera. Eso fue la resurrección de Jesús y es también la nuestra. Y este 2º Domingo de Pascua es el domingo de la Divina Misericordia. La gran misericordia de Dios para con su creación es el don de la Vida (Su Vida) con la vida, en la tierra. Dos vidas en una. La Vida eterna y definitiva en la vida cotidiana y con fecha de caducidad. Ante este don inconmesurable hay que clamar con el Salmo 117 “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. Porque es eterna su misericordia, exalta de gozo hoy nuestro corazón.
El Evangelio de hoy nos relata la incredulidad de Tomás ante la resurrección de Jesús. La semana anterior hemos asistido a los últimos días de la vida en la tierra de Jesús. Jesús ha sido crucificado, muerto y sepultado. A este Jesús crucificado sus discípulos, mediando el tiempo, lo experimentan como “el viviente”. Jesús está vivo entre ellos. Lo saben. La muerte de Jesús los había dispersado. Habían vuelto a su vida cotidiana anterior. En el relato evangelio de hoy están de nuevo reunidos, en comunidad, “en el primer día de la semana”. El texto es de Juan y hay que entender su simbología. “Primer día” habla de una nueva creación, hombres nuevos. Los discípulos han “progresado adecuadamente”. Y Jesús, el resucitado, el que vive, está en medio de ellos. Así lo viven, lo experimentan ellos. Es él, el crucificado. No cabe duda (“les enseña las manos y el costado”). Las puertas están cerradas por miedo a los judíos. Poco después, los discípulos se llenan de alegría. Pasan del miedo inhibidor al estado eufórico de la alegría. Lo expresan directamente: ¡¡Hemos visto al Señor!! Así le contarán a Tomás lo sucedido. Se sienten enviados a continuar la misión de Jesús: evangelizar. Para la realización de esa tarea Jesús les había prometido su Espíritu. Aquí está la promesa cumplida. Todos, ahora, se siente pletóricos de Espíritu, hombres nuevos. Saben que son “barro soplado con el Espíritu”, otro Adam diferente. Jesús ha resucitado, está vivo; Ellos también. Los discípulos están reunidos para hacer memoria (recordar) y celebrar la última cena con el Señor. Están juntos para intercambiar recuerdos y vivencias compartidas. Y entre los recuerdos no olvidan la tarea encomendada: Dar a todo el mundo la buena noticia de que Dios es como un padre todoamor, compasivo y misericordioso. Se acuerdan de que la mejor imagen que Jesús les dibujó de Dios estaba en la Parábola del Padre Fuera de Serie del hijo pródigo. Los discípulos cuentan a Tomás, como resumen de todo lo sucedido, que “Hemos visto al Señor”. Porque Tomás no estaba con ellos y se lo había perdido. Ellos “han visto” y Tomás necesita someter a prueba sensible lo que le dicen. “Si no veo las señales de los clavos en sus manos y no meto la mano en su costado…” ¡ Pobre Tomás, con esas comprobaciones físicas no llegas al ¡Señor mío y Dios mío!. Tienes que volver a estar con ellos, compartir recuerdos, misión y Espíritu para poder creer. Tu solo no, con la comunidad, es posible la fe compartida y apoyada. Para “ver” al Señor es necesaria la fe y en comunidad. A los ocho días, todos juntos y Tomás con ellos, en comunidad, pudieron decir al unísono “Señor mío y Dios mío”. Todos juntos confesaron que Jesús es la persona interpuesta entre Dios y los hombres y que se sentían con la misión de ser mediadores (“personas interpuestas”) entre Jesús y los hombres. Hacia dentro de la comunidad y hacia afuera, hacia la humanidad entera. Al hilo del texto evangélico que acabo de presentar y del salmo 117 que hoy le acompaña, mi reflexión continúa con el papel de las “personas interpuestas”. Dios es misericordioso con su creación a través de las circunstancias y acontecimientos históricos, pero sobre todo a través de las personas. Son las “Personas interpuestas” que Dios necesita para expresar su misericordia con los hombres. Así lo diseñó desde toda la eternidad. A todos nos incluyó en su proyecto de humanización evolutiva de los seres humanos. A todos nos dio la posibilidad y responsabilidad de ser el medio y la ocasión para que tus próximos descubran la misericordia que Dios tiene para con ellos. Eres “la persona interpuesta” entre Dios y los hombres. Como Jesús, que fue la primera persona interpuesta entre Dios y la humanidad. A su vez, los otros son los mediadores de la misericordia de Dios para contigo, como lo eres tú -de la misericordia de Dios- con tus vecinos. Somos los eslabones de la cadena que nos une a todos con Dios y entre nosotros. Así entiendo yo la Comunión de los santos y la construcción del Reinado de Dios en la tierra. Así entiendo qué es evangelizar hoy: manifestar, con mi vida y mi palabra, que Dios es amor, es padre generoso, excesivo. Nos ha creado por amor y que quiere ante todo que seamos felices. Que pone de su parte todo lo que necesitamos para serlo. Que nos da a Jesús y el Espíritu como modelo, luz y fortaleza. Y que quiere que entre nosotros reine el amor, la fraternidad y solidaridad. Para mi Jesús es modelo e ideal de “Persona interpuesta”. Me encanta serlo yo también. Me encanta ser medio, ocasión y oportunidad para que mis hermanos descubran la presencia de Dios en su vida. Me encanta acompañarlos en este descubrimiento. Me encanta ser partera (Sócrates) de Dios para mis hermanos. Ayudarlos a descubrir la Buena noticia de que Dios existe para servir al hombre. Para apoyarle en sus proyectos, para fortalecerle en sus esperanzas y fracasos. Que con Dios todo va mejor. Quiero que experimente que es verdad aquello de que Él está en nosotros para que tengamos Vida en abundancia. Que Él es nuestra plenificación humana, y por tanto divina. Me encanta verlos crecer en su desarrollo como personas, ver que son más felices y más servidores de sus hermanos. Si te vives como “persona interpuesta” enseguida descubres que lo que tú haces es muy poco, casi nada, en comparación con lo que ves hacer a/en las personas a las que has acompañado en sus descubrimientos. No sales de tu asombro. Efectivamente te has comportado como siervo inútil. Has hecho solo lo que tenías que hacer. Que tú has sembrado con tu vida, con tu testimonio y que la cosecha es de los otros y del Otro. La semilla ha germinado mientras dormíamos. ¡Qué misterio! La Vida lo hace todo. Todas las apariciones de Jesús resucitado son peculiares. Como si los evangelistas quisieran acentuar las diferencias para que no nos quedemos en lo externo, lo anecdótico. Uno de los relatos más interesantes y diverso de los otros es el de este domingo.
«Bienaventurados los que creen sin haber visto (Juan 20,19-31) Comparado con otros relatos de apariciones, este de Juan ofrece las siguientes peculiaridades: 1. El miedo de los discípulos. Es el único caso en el que se destaca algo tan lógico, y se ofrece el detalle tan visivo de la puerta cerrada. Acaban de matar a Jesús, lo han condenado por blasfemo y rebelde contra Roma. Sus partidarios corren el peligro de terminar igual. Además, casi todos son galileos, mal vistos en Jerusalén. No será fácil encontrar alguien que los defienda si salen a la calle. 2. El saludo de Jesús: «paz a vosotros». Tras la referencia inicial al miedo a los judíos, el saludo más lógico, con honda raigambre bíblica, sería: «no temáis». Sin embargo, tres veces repite Jesús «paz a vosotros». Algún listillo podría presumir: «Normal; los judíos saludan shalom alekem, igual que los árabes saludan salam aleikun». Pero la solución no es tan fácil. Este saludo, «paz a vosotros», solo se encuentra también en la aparición a los discípulos en Lucas (24,36). Lo más frecuente es que Jesús no salude: ni a los once cuando se les aparece en Galilea (Marcos y Mateo), ni a los dos que marchan a Emaús (Lc 24), ni a los siete a los que se aparece en el lago (Jn 21). Y a las mujeres las saluda en Mateo con una fórmula distinta: «alegraos». ¿Por qué repite tres veces «paz a vosotros» en este pasaje? Vienen a la mente las palabras pronunciadas por Jesús en la última cena: «La paz os dejo, os doy mi paz, y no como la da el mundo. No os turbéis ni os acobardéis» (Jn 14,27). En estos momentos tan duros para los discípulos, el saludo de Jesús les desea y comunica esa paz que él mantuvo durante toda su vida y especialmente durante su pasión. 3. Las manos, el costado, las pruebas y la fe. Los relatos de apariciones pretenden demostrar la realidad física de Jesús resucitado, y para ello usan recursos muy distintos. Las mujeres le abrazan los pies (Mateo), María Magdalena intenta abrazarlo (Juan); los de Emaús caminan, charlan con él y lo ven partir el pan; según Lucas, cuando se aparece a los discípulos les muestra las manos y los pies, les ofrece la posibilidad de palparlo para dejar claro que no es un fantasma, y come delante de ellos un trozo de pescado. En la misma línea, aquí muestra las manos y el costado, y a Tomás le dice que meta en ellos el dedo y la mano. Es el argumento supremo para demostrar la realidad física de la resurrección. Curiosamente se encuentra en el evangelio de Juan, que es el mayor enemigo de las pruebas física y de los milagros para fundamentar la fe. 4. La alegría de los discípulos. Es interesante el contraste con lo que cuenta Lucas: en este evangelio, cuando Jesús se aparece, los discípulos «se asustaron y, despavoridos, pensaban que era un fantasma»; más tarde, la alegría va acompañada de asombro. Son reacciones muy lógicas. En cambio, Juan solo habla de alegría. Así se cumple la promesa de Jesús durante la última cena: «Vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os llenaréis de alegría, y nadie os la quitará» (Jn 16,22). Todos los otros sentimientos no cuentan. 5. La misión. Con diferentes fórmulas, todos los evangelios hablan de la misión que Jesús resucitado encomienda a los discípulos. En este caso tiene una connotación especial: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo». No se trata simplemente de continuar la tarea. Lo que continúa es una cadena que se remonta hasta el Padre. 6. El don de Espíritu Santo y el perdón. Marcos y Mateo no dicen nada de este don y Lucas lo reserva para el día de Pentecostés. El cuarto evangelio lo sitúa en este momento, vinculándolo con el poder de perdonar o retener los pecados. ¿Cómo debemos interpretar este poder? No parece que se refiera a la confesión sacramental, que es una práctica posterior. En todos los otros evangelios, la misión de los discípulos está estrechamente relacionada con el bautismo. Parece que, en Juan, perdonar o retener los pecados tiene el sentido de admitir o no admitir al bautismo, dependiendo de la preparación y disposición del que lo solicita. Tomás y nosotros. En un mundo bastante racional y racionalista, queremos a veces una fe con pruebas: pedimos ver y palpar. Lo hacemos sin soberbia, como simples personas que sienten dudas y dificultades. Jesús se mantiene a la expectativa, tarda ocho días, o meses y años. Se presenta de pronto, cuando menos lo esperamos, saludándonos con la paz. O quizá no se presente nunca. Se contentará con recordarnos en nuestro interior: «Bienaventurados los que creen sin haber visto». «Un solo corazón y una sola alma» (Hechos 4,32-35) Lucas presenta en dos ocasiones un resumen de la vida de la primera comunidad cristiana (Hch 2,42-47 y 4,32-35). Este segundo contiene cuatro afirmaciones breves: la primera y la última se centran en la posesión de los bienes en común, con el ejemplo especial de los que poseían tierras o casas; la segunda se refiere al testimonio de los apóstoles «con mucho valor», cosa comprensible porque ya han tenido que aparecer ante el Sanedrín (4,1-22); la tercera, a la buena acogida entre los no cristianos, tema que también apareció en el resumen anterior (2,43). Pensando en las comunidades actuales, las diferencias son notables. El compartir los bienes se mantuvo en algunas iglesias durante más de dos siglos (tenemos el testimonio nada dudoso de Luciano de Samosata). Hoy día seguimos, más bien, la práctica de las comunidades paulinas, donde cada cual conservaba sus bienes, ayudando a los necesitados cuando era preciso. Entonces, como ahora, las comunidades pobres (Tesalónica) eran mucho más generosas que las ricas (Corinto). El impulso misionero, que produjo la admirable expansión del cristianismo por el imperio romano, ha adquirido en las últimas décadas un enfoque muy distinto al del simple predicar la resurrección de Cristo. El cambio más notable se advierte en la buena opinión de la gente, que hoy día es a menudo bastante mala, no siempre con razón. Pero conviene recordar que la visión de Lucas peca de optimismo. Durante el siglo I los cristianos fueron perseguidos, insultados y considerados los peores malhechores. «El que ha nacido de Dios vence al mundo» (1 Juan 5,1-6) Nota sobre la segunda lectura de los domingos II-VII de Pascua. En estos domingos, la segunda lectura está tomada siempre de la Primera Carta de Juan. Un escrito relativamente breve, de cinco capítulos, con un total de 105 versículos. Lógicamente, no se lee completo. Menos lógicamente, se empieza por el capítulo final (5,1-6), se retrocede al segundo (2,1-5a), se pasa al tercero (3,1-2 y 3,18-24) y se termina en el cuarto (4,11-16). La primera carta de Juan es un escrito bastante polémico y dualista. Todo lo bueno está en Dios, y todo lo malo en el mundo. El autor denuncia a los cristianos que han abandonado la comunidad, a los que llama “mentirosos”, “anticristos”, “falsos profetas”. Sus errores principales se dan en el terreno de la moral y del dogma. Desde el punto de vista moral, niegan tener pecado y haber pecado, con lo que niegan la redención de Cristo. Tampoco conceden importancia al amor a los hermanos y a la caridad con los necesitados. Desde el punto de vista dogmático, niegan que Jesús sea el Cristo, el Hijo de Dios. Con ello, al negar al Hijo, niegan al Padre. Frente a esta postura, el autor insiste en el amor que el Padre nos ha tenido enviándonos a su Hijo y haciéndonos hijos suyos. El cristiano no debe amar este mundo, sino creer en Jesús y amar a los hermanos, no de palabra, sino de obra y de verdad. El evangelio terminaba hablando de la fe en Jesús, que nos da la vida eterna. Esta fe en que Jesús es el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios, ocupa también un puesto capital en este pasaje, repleto de conceptos típicos de Juan: nacer de Dios, amar a Dios y a los hijos de Dios, cumplir sus mandamientos, vencer al mundo, el agua y la sangre, el testimonio del Espíritu, la verdad. Demasiada materia. Destaco dos detalles: ¿Cómo sabemos que amamos a los hijos de Dios? Si amamos a Dios. Es una inversión curiosa, porque Juan insiste a menudo en que la prueba de que amamos a Dios es que amamos a los hermanos. Creer en un Mesías que salva «por el agua», con el bautismo, no sería difícil. Lo que escandaliza a muchos es que salve «por la sangre», derramándola por nosotros. Después de los acontecimientos, del profundo sufrimiento de los días anteriores, que se había quedado pegado a todo su ser, se puso en camino al amanecer; que no era tal porque todavía estaba oscuro.
Quizás eran sus ojos que seguía velados por las lágrimas y la tiniebla interior. Pero aún le esperaba una oscuridad más profunda: el hueco del sepulcro abierto… ¡Se lo han llevado! De pronto el universo entero parece que empezó a correr. María Magdalena corrió a toda prisa a donde estaban Pedro y el otro discípulo a quien Jesús amaba. Sabemos que era Juan, el más joven, el que nos cuenta la historia. Le debió faltar el aliento cuando les dijo precipitadamente: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Aunque en ese momento sólo ella sabía lo que había sucedido, les habla en plural. Eso es una comprensión comunitaria. Les implica desde el minuto cero. Pedro y el joven discípulo salieron inmediatamente camino del sepulcro. “Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Me he preguntado porque el joven Juan, no dio el primer paso para entrar en el sepulcro habiendo llegado con ventaja sobre Pedro. ¿Miedo? ¿Prefería que el mayor arriesgara primero? ¿Intuía pero todavía no creía? Seguramente, como Pedro había sido investido de un liderazgo en el grupo, el joven discípulo le dejó paso para que iniciara la misión de servicio que Jesús le había encargado. Pedro sería la cabeza de la institución eclesial, pero en aquel momento imagino que su estado de ánimo sería de total abatimiento recordando las tres veces que negó a Jesús. Juan quedó contemplando lo que pasaba y el texto dice que “vio y creyó”. Los signos le hicieron creer a la segunda. Curioso, porque lo suyo es creer sin ver. Era joven y tenía que seguir abriéndose al misterio de Dios, haya signos o no los haya. Imagino que los dos volverían corriendo a contar a todos los demás lo que pasaba. Preguntas al aire a la Iglesia institución: ¿Cómo traducir este correr juntos? ¿Cómo escuchar a las nuevas generaciones, a los decepcionados de todas las edades, a los que se fueron y no quieren volver? ¿Cómo salir del sepulcro de la inmovilidad y el retroceso institucional? ¿Por qué no enterrar el miedo en la tumba donde ya no hay nada? ¿Por qué no comunicar Vida? ¿Por qué no ir corriendo por ahí contando, con obras, que esto no acabo en la oscuridad de una muerte producida por la injusticia y la manipulación? La muerte de Jesús fue un final que dio paso a un principio: Luz para siempre, para toda la humanidad. ¿Qué pasó con María Magdalena? Ella corrió y ellos tras ella, eso fue lo primero. Y lo segundo, siguió corriendo, seguro: ¡Las mujeres tenían que saber lo que pasaba, ellas habían estado en primera línea siempre… hasta al pie de la cruz! ¡Que la Pascua sea un tiempo de movimiento y cada cual discierna hacia donde correr! Si te confinas, siempre quedará Pentecostés, pero recuerda lo que llevamos aprendiendo hace ya más de un año: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Cuando paseo por algún parque, en estos días de primavera, siento y me emociono con el despertar de la vida: las lilas, los celindos, los castaños en flor; el canto del mirlo, del herrerillo, del petirrojo; los largos atardeceres, la luz nítida e intensa de la mañana. Todo es nuevo, exuberante, vivo. Aunque se repita cada año siempre sorprende, conmueve e inspira. No me pasa lo mismo con el mundo al que siento gastado y decadente. El mundo necesita una nueva primavera. Una primavera de nuevos y fecundos brotes, de cantos y amaneceres que nos despierten; de intensa y clara luz que nos cure la ceguera.
Necesitamos recuperar las estaciones o fases de la vida: Que nuestros niños vivan, plenamente, la infancia, sin ser empujados a la precocidad que se percibe en muchos ambientes. Que los jóvenes se rebelen ante tantos modos y modas perniciosos. Que sean la savia viva que renueve e impulse una nueva convivencia, un nuevo orden, un nuevo pensar, un nuevo sentir. Que las personas maduras, sobre las que recae la responsabilidad de la familia, del trabajo, de la organización social, sean conscientes del importante papel que se les otorga en esta etapa estelar de la vida. Que la vejez adquiera la dignidad y el prestigio que merece haber recorrido tan largo camino. Los niños y los jóvenes necesitan tener referentes de hombres y mujeres maduros y de personas mayores en la culminación de sus vidas. Necesitamos mirar, con intención de ver, los problemas de nuestro tiempo, asumiendo, cada uno, nuestra tarea. Nadie puede excluirse ni considerarse inocente de los males que padecemos. Necesitamos respetar, reverenciar y cuidar, con esmero, el entorno natural que nos acoge. Ser ecologistas no es un esnobismo sino un requisito imprescindible para sostener la vida en nuestro Planeta Tierra. Necesitamos fraternizar la economía. ¿Cómo podemos acumular tantos bienes -muchos de ellos superfluos- cuando millones de seres se ven privados del alimento, la educación, la vivienda y la sanidad? Necesitamos darnos cuenta de que nuestra vida en la Tierra es una estancia corta, sometida al constante devenir del cambio. Asumida esta certeza, viviríamos intensa y fructíferamente. Necesitamos mejorar nuestras relaciones familiares, laborales, vecinales, etc… Urge una política ejercida con integridad, coherencia y auténtico servicio a los ciudadanos. Por su parte, los ciudadanos, debemos ser más responsables, más comprometidos y más exigentes. Se necesita la unión para defender derechos y libertades y un cierto grado de altruismo para anteponer el bien común al propio. Necesitamos mejorar la calidad de la comida, del lenguaje, de los medios de comunicación, del ocio. Tenemos cantidad de casi todo, pero calidad de muy poco. Necesitamos transmitir a los niños, con el ejemplo de nuestras vidas, el respeto a uno mismo, el respeto a los demás y la responsabilidad de todos nuestros actos. La regla de oro “no hacer a otro lo que no quieras que te hagan a ti”, debería ser una guía para la convivencia. Necesitamos una sociedad de mejores modales; más estética y más sosegada. Creo que en todos nosotros subyace el anhelo por lo bueno, lo bello y lo verdadero. ¿A quién interesa fomentar la violencia, la vulgaridad, la distorsión de la verdad? Necesitamos valorar y potenciar la vida. Vida que es una oportunidad, un desafío, un don, un camino, una tarea, un misterio. Vida que es única e inédita para cada uno de nosotros. ¿Hay mayor necedad que infravalorarla o malgastarla? Necesitamos…, necesitamos una nueva primavera de valores esenciales, salud mental y física, de armonía, de equilibrio, de agua y aire limpio; de conocimiento profundo de nuestro Ser. Si después de esta breve reflexión nos hemos reconocido necesitados y en peligro, ésta puede ser nuestra oportunidad. La necesidad y el peligro han sido siempre, para el espíritu inquieto e innovador del ser humano, acicate que agudiza los sentidos y hace aflorar la genialidad. La recién estrenada primavera puede pasar al lado con todo su alarde de frescura, vida y belleza y pillarnos a nosotros en el Google investigando quién es Rocío Carrasco o los últimos datos del Covid en Manchuria. La sempiterna gresca política con la última y agresiva intervención del dirigente de turno poco va a afectar nuestro destino, si no es para saturarnos de mediocridad. Seguir la actualidad pormenorizada que nos sirven los medios es un ejercicio que nos puede ir vaciando de ilusión, de esperanza en el futuro.
No podemos diariamente sucumbir al mazazo de la dura actualidad. Una cosa es querer estar en el mundo y otra diferente impregnarte de mundo. Nos toca impregnarnos del mundo que está naciendo, no del que está muriendo, no del que no tiene recorrido y no es sostenible. La lectura exhaustiva del diario acontecer servido por los medios nos puede no sólo hacer perder un tiempo precioso, sino también causar daño, influir y contaminar mentalmente. Hay otra actualidad “alternativa” de la que no reportan los noticieros oficiales y que reclama también su foco. Es más estimulante en términos de progreso colectivo. Deberemos cuanto menos cuestionar la jerarquía de importancia de las noticias que se nos presentan. Desde las redacciones de los medios, desde su particular órbita y conciencia se decide qué acontecer es el más importante, pero seguramente no tiene ninguna trascendencia para la humanidad el que prospere o no la moción de censura en Castilla y León. Seguramente podemos seguir viviendo sin conocer quién es Rocío Carrasco y su tóxico novio…, pero conviene que sepamos por qué por ejemplo los campesinos indios llevan muchos meses en sostenida y civilizada lucha. Lo relevante para unos no lo es necesariamente para otros. La relevancia de una información está relacionada con nuestro enfoque de la existencia. Los profesionales de la información cumplen con su cometido de dar cuenta de lo que conciben como noticiable, pero la idea de “noticia” está cargada de subjetividad. La “noticia” no es igual para quien está inmerso en el mundo, identificado con él, que para quien ve en el mundo un campo de entrenamiento de la conciencia. “Noticia” debiera ser aquello cuyo conocimiento nos hace más presentes, no más ausentes. La noticia nos sirve para acompañar al otro y ser un poco más con él, para sentirnos más humanidad en medio de esta hora intensa de desafío evolutivo. El otro no merece caminar sólo y abandonado. Ese acompañamiento nos empuja en el desarrollo de la conciencia, nos ayuda a dar las respuestas adecuadas a los grandes interrogantes. Será por lo tanto preciso seleccionar qué información nos resulta útil en ese acompañamiento, cuál nos permite estar mejor ubicados en el aquí y ahora y cuál únicamente responde a mera curiosidad que puede ser incluso malsana. Reciclar el significado, leer la actualidad con los ojos de la esperanza puede ser excusa hasta cierto punto para ese repaso detallado, pero nadie está exento de la posibilidad de sucumbir a ese ejercicio diario. Una vez más necesitamos el punto del medio. En este ejercicio de mantenernos informados buscaremos el centro balanceado, un estar y no estar. Trataremos de observar sin identificarnos; tomar conciencia aérea de lo que acontece, sin imperiosidad de letra pequeña y análisis exhaustivo. Después de miles y miles de periódicos leídos en infinidad de mañanas compruebas que no eres un ciudadano que necesariamente estás mejor informado; constatas que has consumido infinidad de información que no servía necesariamente a la finalidad de estar más presente. La frivolidad, la vulgaridad y el conflicto alcanzan a menudo el titular más fácilmente que la noticia positiva, necesaria y esa carga de negatividad va depositándose en nuestro interior. Hay que tener una enorme fe en el humano y en su superior destino para compensarla. Esa fe nos puede habitar, pero no somos inmunes a los efectos que comporta esa diaria digestión de un brebaje diario con exceso de ponzoña. Cada mañana el repaso de arriba abajo de los medios nos lastra, nos impregna de un pesimismo, que después hemos de esforzarnos en quitarnos de encima. Reconozco en la adicción a las noticias una droga que por lo menos necesita su descanso. La noticia como el café o la anfetamina puede ser adictiva, requerir su preocupante dosis diaria. No es que necesitemos ser tratados, sólo necesitamos el antídoto, reparar en otras cabeceras de luz en otros titulares de auténtica primavera que nos equilibren. Esos titulares a menudo no los proporcionan los medios oficiales. Podemos ser más felices sin el ritual de lectura pormenorizada de la actualidad, pero tampoco podemos desentendernos por entero del mundo y del devenir humano. Vinimos con contrato de compromiso, por más que nadie nos exigirá saber de los últimos tránsfugas de determinado color político, ni de los pormenores de la descorazonadora batalla parlamentaria. Acompañar sin apresarnos, sin quebrarnos; mirada aérea sobre la actualidad para ubicarnos, no exhaustivo “zoom” en el que seguramente nos extraviaremos. Del viaje de Francisco a Irak bien estará que perduren los discursos y las fotos de encuentros con dirigentes políticos o religiosos. Pero hay algo que me parece más importante conservar: la imagen y el recuerdo de sus encuentros con el padre de Ayland y con Doha Sabah, víctimas del crimen de la guerra siria y del crimen del terrorismo islámico.
La foto del niño de tres años ahogado en una playa turca dio la vuelta al mundo y nos produjo una pequeña sacudida pero ya nos habíamos olvidado de ella. Tampoco nos dijeron que su padre había perdido además a otro hijo de 5 años y a su esposa. Por impactante que pareciera, ver solo la foto del cuerpo del niñito inmóvil en la playa no es lo mismo que haber visto nacer y crecer a aquella criatura inocente, para encontrárselo después así. Lo que habrá pasado por el corazón de aquel pobre hombre serio, no lo sabremos nunca. Tampoco lo que pasó por aquella mujer cristiana de la llanura de Nínive que oyó una explosión, se asomó a la calle y le dijeron que su crío de 4 años acababa de morir. Que solo pudo “llevarlo al cementerio y rezar unas oraciones”, y que ha tratado de perdonar a los terroristas, aun reconociendo que “muchas veces la naturaleza humana es más fuerte que la llamada del Espíritu”. Que ese dolor y esa amargura, soportados diariamente en el silencio, hayan encontrado el reconocimiento, la atención, el tiempo y el abrazo de alguien que figura como líder o persona importante de un universo religioso, puede ser una pequeña señal o promesa de que ni el mal ni el dolor tendrán la última palabra en esta historia. Ojalá en adelante haya un poco más de paz en sus vidas. Y ojalá nuestra humanidad, laica y plural, sepa encontrar la forma de crear una especie de “santos mártires laicos” de nuestra historia, que tuvieran la misión que deben tener los santos en la iglesia católica: unos recuerdos que interpelan (y no unos meros diosecillos de los que aprovecharnos). Y ojalá encontráramos las imágenes de esos santos mártires laicos en los locales de Naciones Unidas, en todos los gobiernos y parlamentos del mundo, en la OIT y (ya no me atrevo a decirlo) en los locales del FMI, del Banco Mundial y de todas las fábricas de armas del planeta: en esos que son los verdugos estructurales y las causas últimas de tanto dolor y de tanta amargura silenciosa como puebla esta tierra. Eso ya no me atrevo a esperarlo. Hay otra cosa importante dentro del campo de mi Iglesia. El padre de Ayland no sería cristiano sino musulmán, supongo. Doha era cristiana pero no católica. El abrazo de Francisco tiene aquí otro significado que podemos calificar como “ecumenismo del dolor”. Eso me evoca el comentario (más genérico) de Francisco a los periodistas, en su vuelo de regreso de Irak: “algunos me acusan de herejía por estas cosas”. Quisiera dirigirme fraternalmente a esos acusadores. Leamos primero todos el pasaje evangélico de la mujer sirofenicia (Mt 15, 21.28). Jesús comienza allí hablando como quizá gustaría a esos acusadores: humilla a la mujer, defendiendo su proyecto inicial de comenzar “congregando a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10,6; 15,24), con la idea de pasar luego de Israel al mundo. Desde nuestra mentalidad actual, la mujer pudo haberse despachado diciendo a Jesús que era un judío fanático o un machista o cosas así. Se habría desahogado pero habría perdido a su niña. Prefirió aceptar la humillación personal para ver si así salvaba a su hija. Y no solo consiguió eso, sino que la sensibilidad divina de Jesús percibió inmediatamente que allí estaba Dios, y modificó su proyecto inicial (en los evangelios, cuando Jesús dice a alguien “grande es tu fe” es como si le estuviera diciendo que Dios habla por ti). Jesús sabe perfectamente lo que ya venía practicando con sus modos de curar: que lo que más une a los hombres ante Dios es el dolor compartido; más que todas las inevitables y dolorosas divisiones de mentalidad, religión o iglesia que la historia ha venido provocando. Si no bastara el que, ante Dios, antes que ateos, musulmanes, budistas o cristianos, somos todos seres humanos y, por tanto hijos suyos, queda todavía el que ante Dios, podemos ser todos iguales por el dolor compartido. Eso es lo que creo que ha comprendido Francisco y no comprenden sus acusadores: ellos tienen una mentalidad religiosa, pero no una mentalidad divina. Y la religiosidad humana está tan expuesta al pecado como su ausencia (“historia magistra vitae”). Solo el Espíritu de Dios puede librarnos de ese pecado de nuestra religiosidad que Jesús parece haber combatido tanto. Y ojalá que Abdulah Kurdi (el padre de Ayland) y Sabah Abdalah vengan a ser como las puertas de ese nuevo ecumenismo. Como he dicho otras veces, lo que necesita nuestro mundo occidental es tener el valor de poner encima de la mesa todo el inmenso dolor del mundo. Aunque no esté bien citarse me atrevo a repetir lo que escribí hace ya más de cuarenta años: “el servicio al dolor del mundo es el lugar de superación de la eterna antinomia entre inmanencia y trascendencia” (La Humanidad Nueva, p. 692 de la última edición). El relato del evangelio termina de manera abrupta y en cierto modo contradictoria con el mensaje que pretende transmitir. Les anuncian la resurrección de Jesús, les piden que lo transmitan a los discípulos, pero ellas tenían tal miedo que “no dijeron nada a nadie”.
No sabemos si, con ese final, el autor del evangelio quiso justificar algunos silencios de primera hora. Pero lo cierto es que el miedo se halla directamente relacionado con la muerte. Probablemente todos nuestros miedos sean expresión del miedo radical a la muerte. Se despiertan siempre que tememos perder algo y, en definitiva, la muerte, para el yo, significa perderlo todo. Algo parece claro: todo lo que nace habrá de morir, y todo lo que aparece, desaparecerá. Es la ley de la impermanencia que rige el mundo de las formas. Sin embargo, desde que tenemos noticia, entre los humanos siempre se ha sostenido la idea de que habría de existir algo más allá de la barrera de la muerte. Lo que ocurre es que, con frecuencia, aquella idea (o intuición) se plasmó en imágenes que no eran sino proyección de la vida que conocemos. Hasta el punto de que, en algunos casos, parecía como si la muerte no fuera sino la prolongación del yo, que entraría a vivir así en la eternidad. Sin advertir que, a pesar del temor que la muerte le pueda producir, el yo no podría tolerar un tiempo sin final: una existencia sin límite temporal sería su peor condena. Si la muerte es el final de las formas, eso significa que lo único que no muere es aquello que nunca nació, lo sin-forma. Lo que, en nuestro caso, llamamos “identidad”, la sustancia ultima de lo real, Aquello que somos, más allá del cuerpo, de la mente y del yo. A mayor identificación con el yo, más miedo a la muerte. En la medida en que crece la comprensión de lo que somos, tal temor desaparece: el yo se ve simplemente como una “forma” que aparece en la espaciosidad atemporal e ilimitada que somos. Cambia o desaparece la forma, permanece la espaciosidad; termina la personalidad, permanece la identidad. Somos vida. Pero, frente a la omnipresente trampa de la apropiación, parece necesario insistir en que el sujeto de esa frase no es el yo. De ahí que, hablando con propiedad y rigor, no habría que decir “Yo soy vida”, sino “La vida es yo”. No hablamos de un yo que viviera eternamente, sino de otra identidad que trasciende al yo. En síntesis, la muerte nos pone de manifiesto que no somos el yo que pensamos ser -y que tiembla, con razón, ante la muerte-, sino la vida que se está experimentando temporalmente en este yo, pero que no se reduce en absoluto a él. ¿Cómo me sitúo ante la muerte? ¿Y ante la vida? |
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