El reciente terremoto y tsunami del Japón, con el grave peligro de la radioactividad, es no sólo un signo claro de la vulnerabilidad de la naturaleza y de la sociedad desarrollada moderna, sino también un símbolo de lo que está ocurriendo hoy a todos los niveles. Vivimos un terrible tsunami cultural, ideológico, técnico, filosófico, humano, ecológico y social que afecta también a la esfera religiosa y eclesial.
Siguiendo la comparación, las imágenes de fuertes olas que sacudían edificios y barrían coches y trenes como juguetes de cartón, simbolizan la fuerte sacudida que vivimos hoy a nivel histórico y social. En pleno tsunami no se puede discutir sobre cosas accidentales, como cambiar de lugar los cuadros de la pared, sino que hay que huir rápidamente como los japoneses, salvar lo esencial, buscar algún lugar de acogida, aunque sea algo tan poco humano como un estadio o un conjunto de tiendas de campaña. Estamos pasando hoy del invierno eclesial al tsunami eclesial, cuyos síntomas de crisis son evidentes: la agonía de la Iglesia de cristiandad, el declive de participación eclesial, el descenso vocacional, los abusos sexuales de responsables eclesiásticos, el descrédito de la institución eclesial, el abandono de la Iglesia de muchos sectores… Quizás a algunos les puede parecer excesivamente alarmista o apocalíptica la descripción de esta realidad eclesial, sin embargo el mismo Papa actual reconoce que la barca de la Iglesia se zarandea, está en peligro. Ante esta realidad, lo que ciertamente no se puede hacer es cerrar los ojos y hacer como si nada pasara: todo sigue igual, la máquina eclesiástica funciona como siempre, se nombran nuevos obispos y nuncios como siempre, los párrocos siguen celebrando sacramentos, se preparan nuevas beatificaciones y nuevos encuentros mundiales de jóvenes, se admiten jóvenes a seminarios y noviciados, todo está “All right”, Alles in Ordnung”, “Tutto a posto” , que nadie se alarme, todo está bajo control, aquí no pasa nada, que siga sonando la música del violín, como aconteció mientras el Titánic se hundía… Parece que lo que se debería hacer, como en el tsunami de Japón, es salvar lo esencial, aplicar el criterio de la jerarquía de verdades, convertirnos al evangelio, salvar que Dios creador es nuestro Padre-Madre que nos ama y nos hace hijos-hijas suyos, que nos comunica su propia vida para que vivamos como hermanos y hermanas, que Jesús ha venido al mundo para darnos vida plena y liberarnos del miedo al pecado y a la muerte, que el Espíritu Santo desde los orígenes de la creación hasta nuestros días está presente en la humanidad y la acompaña alienta, dirige y guía en medio del caos reinante, que la Iglesia es la comunidad de Jesús que simboliza ante el mundo el proyecto salvífico universal del Padre y que desea mostrar que otra sociedad y otro mundo son posibles. Esto es lo que desearon vivir las primeras comunidades cristianas y lo que se ha de intentar hoy: formar pequeñas comunidades alternativas, que vayan impulsando la utopía de un mundo nuevo donde los pobres tengan prioridad, donde se salvaguarde la creación y se trabaje por la justicia, el diálogo y la paz. Bastaría esto para sobrevivir como Iglesia en pleno tsunami, como los japonenses que sobreviven con lo más esencial. Quizás este despojo y esta pobreza a todos los niveles, nos acercaría más a la vida de Jesús de Nazaret que el querer restaurar la vieja Iglesia de cristiandad que ha estallado en mil fragmentos. Esta aparente muerte que nos despoja de muchas de nuestras seguridades nos puede llevar al nacimiento de una vida nueva, a un parto doloroso pero esperanzador, a experimentar el paso pascual del Espíritu del Señor, la presencia de la Ruah fuente de vida en medio del caos, el vendaval del viento de Pentecostés.
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El derecho a la libertad religiosa en un estado aconfesional por: Benjamín Forcano, teólogo4/29/2011 La libertad religiosa es un derecho individual que debe ser regulado y protegido por la autoridad y ley públicas. Lo cual quiere decir que cada uno es libre para ser no creyente, creyente o creyente de una u otra religión. Y esta libertad se puede manifestar privada y públicamente, individual y colectivamente, con acciones diversas (enseñanza, práctica, culto, observancia), mientras se mantenga el orden público. (Cfr. Constitución Española, Art. 18 y Declaración Universal de Derechos Humanos, Art. 16, 3).
Por tratarse de un derecho, pertenece a lo que es debido en los actos y situaciones que afectan a derechos de los otros y, en tal caso, un Estado democrático debe arbitrar los medios para que se respete y cumpla lo que es debido. En cada país la situación puede cambiar y, dentro de cada país, las situaciones pueden ser diversas. En España la historia nos dice que la Religión Católica fue desde el principio factor configurador de la vida individual y pública, sin presencia relevante de otras religiones. Aún hoy, el porcentaje de cuantos se declaran creyentes no católicos no alcanza el 5 %. En este contexto histórico, se entiende que las primeras Universidades fueran fundadas por eclesiásticos y que en ellas se establecieran como algo normal espacios para el culto, como así ocurrió también en los demás ámbitos e instituciones públicas. Este contexto se prolonga prácticamente hasta nuestros días y, es desde él con la entrada en la democracia , que en España se formulan nuevas leyes que superan toda discriminación religiosa: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” (Constitución Española, Art. 16). Hoy tenemos más claro este derecho de la libertad religiosa. La religión católica, no por ser mayoritaria, es la única válida y admite como normal convivir en respeto y paz con otras religiones, pero sin pretender equipararlas a ella en la predominante conformación de principios, hábitos y costumbres religiosas que ella ha ejercido sobre el pueblo español. Ese papel de destacada influencia indica la simbiosis religiosamente católica producida entre pueblo e instituciones. Y, llegado el caso, el pueblo lo activa en mil situaciones y actos. La religión, en este caso la católica, ha enseñado, ha educado y ha impartido un sentido de la vida que se expresa cotidianamente cuando, ante acontecimientos peculiares, el pueblo lo necesita y reclama. Sería necio ignorar el papel no siempre correcto que, en este desenvolvimiento histórico, ha desempeñado la Iglesia católica. Son innegables los abusos de atraso, represión y despotismo ejercidos sobre el pueblo. Ya en el momento actual, los católicos tienen conciencia de este grave desfase, de la resistencia ofrecidas todavía por muchos a la renovación y puesta al día decretada por el concilio Vaticano II. El pueblo y numerosos teólogos han tomado en serio la fidelidad al Evangelio y el desvestimiento que esto conlleva de muchos lastres, errores y deformaciones del cristianismo histórico. No sé si, en otras instituciones civiles y religiosas, se ha dado el mismo empeño que en la Iglesia católica por este reajuste con el Evangelio y si se han dado tantos ejemplos de coherencia, libertad y martirio por llevarla a cabo, en la sociedad y en la misma Iglesia. Los abusos son los abusos y hay que combatirlos y erradicarlos. Pero brillan también los ejemplos de una Iglesia digna, libre y comprometida, que suscitan pasión, fuerza y esperanza entre millones y millones de católicos. En todo caso, los abusos no borran ni oscurecen lo que es el derecho a la libertad religiosa. Viene a cuento señalar que entre lo laico y religioso no hay contradicción. La habría si pensamos que “religioso” representa al sector clerical, con el poder dominante y excluyente que ha desempeñado en la historia y lo laico lo que se le opone. Pero, en su acepción original, laico es lo mismo que proveniente del pueblo, ciudadano modernamente, más clásicamente persona. En este sentido, todas las religiones son laicas, formadas por ciudadanos o personas. Y el hecho de ser persona es lo que nos otorga el derecho a la libertad religiosa. Por tanto, la laicidad es un propio de todas las religiones y de todas las personas. Y más que hablar de Estado laico -sinónimo para muchos de antirreligioso- hay que hablar de Estado aconfesional, como lo hace la Constitución. Ni se puede, siguiendo el razonamiento, seguir contraponiendo ciencia a religión, razón a fe, realismo y amor a la vida a alineación religiosa. Lo habrá sido muchas, demasiadas veces. Pero, hoy mi fe católica me enseña que el primer artículo de mi credo contiene la fe en el hombre: su dignidad y sus derechos. Y ese artículo es parte esencial de mi fe. No sólo eso, sino que donde hay atraso, injusticia, alienación, desigualdad, sometimiento, esclavitud y humillación me siento crítico e independiente, fraternal y solidario con la fuerza de la ética, pero reforzada con el espíritu de las bienaventuranza evangélicas y de sus radicales exigencias de amor, fraternidad, igualdad y justicia universales y de preferencia por los últimos o los que menos cuentan en la sociedad. A mí, el rezo o meditación sobre la talla humana de Jesús Nazareno, lo haga en una capilla o en cualquier otra parte, me impulsa a sentirme gozoso con el valor de la razón y de la ciencia, a pensar y ser libre, y hacerlo de pie, sin arrodillarme ante ningún poder injusto. Es indudable que la Iglesia católica ha utilizado en su beneficio relaciones y tratos con el Estado que le han eximido de deberes comunes y le han cercenado su misión de actuar con justicia y libertad y como Iglesia de los pobres. En ese frente nos uniremos con quien quiera que sea para exigir cambio y coherente reforma. Conviene subrayar que ser creyentes católicos y serlo mayoritariamente en la sociedad española es una connotación propia, expresión de un derecho que el pueblo ha vivido y proyectado como suyo. Aplicar este derecho a actos y situaciones públicas, con presencia mayoritaria, no quiere decir que se le haga una exención a la religión católica, un privilegio, sino reconocer la realidad de un sujeto real que legítimamente trata de vivir y actuar conforme al derecho que le asiste. El problema no parece que debamos complicarlo. En España existen hoy otras religiones que la católica y existen gentes que no creen. ¿La legislación actual asegura que las demás religiones actúen conforme al derecho que les asiste? ¿Tienen espacios públicos para el ejercicio de su libertad religiosa? ¿Si lo piden, se les impide? ¿Los Acuerdos del 1979 entre el Estado Español y la Santa Sede reconocen este derecho a la libertad religiosa, sin excluir a las religiones que lo soliciten, o está en contradicción con la Constitución Española? Leyendo los Acuerdos de 1979, uno no sabe si hoy existen otros acuerdos que atiendan proporcionalmente a las demás religiones. En todo caso, esos Acuerdos afirman claramente que “ Se debe salvaguardar el derecho a la libertad religiosa de las personas y el debido respeto a sus principios religiosos y éticos” y “evitar cualquier discriminación o situación privilegiada”. Lo que aquí se dice, se convierte en denuncia, en aquello en que, después de más de 30 años, no ha sido cumplido: “La Iglesia católica tiene el propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”. ¿Cuándo dará por cumplido ese plazo? No hay duda de que una lectura de los Acuerdos, desde las circunstancias actuales, lleva a introducir determinados cambios. Habrá que analizar en qué aspectos y por qué, tratando de abrir un debate público que alcance a todas las instancias sociales y culturales, para que llegue lo más maduro posible al hemiciclo parlamentario. En nuestra sociedad democrática, hay muchos caminos para ejercer la crítica, demandar cambios y proponer reformas y lograr que el derecho a la libertad religiosa, lejos de crispar infantilmente la convivencia, sirvan para asegurar el derecho, la libertad y tolerancia de todos. La celebración ayer de la última cena, la celebración hoy de la muerte y la celebración mañana de la resurrección, son tres aspectos de una misma realidad: La plenitud de un ser humano que llegó a identificarse con Dios que es Amor.
La realidad profunda que se nos revela en estos acontecimientos es que Dios es amor. Este es el punto de partida para que cualquier ser humano pueda desarrollar su verdadera humanidad. Pero el amor es también la meta a la que llegó Jesús y a la que tenemos que llegar nosotros. Ese amor, ni en Dios ni en nosotros, puede ser puramente estático; al contrario, es lo más dinámico que podemos imaginar, porque es el motor de puesta en marcha de toda acción verdaderamente humana. El recuerdo puramente litúrgico de la muerte de Jesús, sin un compromiso de defender en nuestra vida las mismas actitudes que le llevaron a la muerte, es un folclore vacío de contenido. Otro peligro que nos acecha en esta celebración, es caer en la sensiblería. Tal vez no podamos sustraernos a los sentimientos ante la descripción de una muerte tan brutal. El peligro estaría en quedarnos ahí y no tratar de vivir lo que estamos celebrando. (La muerte en la cruz tenía como fin eliminar a una persona físicamente; pero también degradarla ante la sociedad, para que su influencia moral desapareciera). Nos importan los datos históricos, pero sólo como medio de descubrir la cristología que en ellos se encierra: Jesús es para nosotros el modelo de lo humano y de lo divino, que manifestó absolutamente en esos momentos decisivos de su vida terrena. No podemos presentar la muerte de Jesús como el colmo del sufri miento. La vida de Jesús se desarrolló con relativa normalidad y con una cierta comodidad. Los sufrimientos duraron sólo unas horas. Millones de personas, antes y después de Jesús, han sufrido mucho más en cantidad y en intensidad. No podemos seguir hablando de sus sufrimientos como si fueran los únicos. Muchísimas personas tendrían motivos para sentirse heridas con esa manera de hablar. El decir que por ser un hombre perfecto tendría mayor sensibilidad al dolor, tampoco es convincente. Fue una muerte cruel, sin duda, pero no podemos presen tarla como el paradigma del dolor humano. El valor de la muerte de Jesús no está en el dolor, sino en la motivación de esa muerte, en la actitud de Jesús y de los que lo mataron. Tenemos que entender bien la idea de que “murió por nuestros pecados”. El autor de la carta a los hebreos, (que seguramente no es de Pablo) lo que intenta es hacer ver a los judíos, que ya no tenía sentido el repetir los sacrificios que habían sido la base del culto en el templo, porque ya estaba cumplida en Jesús toda la labor de mediación. Esta idea es posible, solo desde la perspectiva del Dios del AT que premia y castiga; y exige el pago por nuestros pecados. Este Dios no tiene nada que ver con el Dios de Jesús, que nos ama a todos siempre e infinita mente y que, si pudiera tener alguna preferencia, sería para con los débiles o los pecadores. Seguimos manteniendo ese Dios del AT, porque está más de acuerdo con nuestros sentimientos sin descubrir que ha sido superado por el Dios de Jesús. Con relación a la muerte de Jesús, creo que debemos distinguir dos aspectos:¿Por qué le mataron? ¿Por qué murió? Si no hacemos esta distinción, entraremos en un callejón sin salida. Le mataron porque la idea de Dios que él predicó no coincidía con la idea que los judíos tenían de su Dios. El Dios de Jesús, como veíamos ayer, no es el soberano que quiere ser servido, sino Amor absoluto que se pone al servicio del hombre. Esta idea de Dios es demoledora para todos aquellos que pretenden utilizarlo como instrumento de dominio y esclavitud de los demás. Ningún poder establecido puede aceptar ese Dios, porque no es manipulable ni se puede utilizar en provecho propio. Esta idea de Dios es la que no pudieron aceptar los jefes religiosos judíos. Este Dios nunca será aceptado por los jefes religiosos de ninguna época. Jesús murió por ser fiel a sí mismo y a Dios. En el fondo no se puede separar las respuestas a las dos preguntas. Jesús como todo ser humano tenía que morir, pero resulta que no murió, sino que le mataron. Esto último, tampoco hace de su muerte un hecho singular. La singularidad de esa muerte hay que buscarla en otra parte. La muerte de Jesús no fue un accidente, sino consecuencia de su manera de ser y de actuar. Creo que en la aceptación de las consecuen cias de su actuación está la clave de toda la vida de Jesús. El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida, es la clave para compren der que la muerte no fue un accidente, sino un hecho fundamental en su vida. El hecho de que le mataran, podría no tener mayor importancia, pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones, que la vida, nos da la verdadera profundi dad de su opción vital. Jesús fue mártir (testigo) en el sentido estricto de la palabra. Las palabras y los gestos de Jesús en la última cena, sobre el servicio total a los demás, pueden significar la más elevada toma de conciencia de Jesús sobre el sentido de su vida. Tal vez en ese momento, cuando ya era inevitable su muerte, descubrió el verdadero sentido de una vida humana. Ese sentido no puede ser otro que el servicio, la donación total a los demás como culminación de humanidad. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante puede decir: "Yo y el Padre somos uno". En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios. Dios está allí donde hay verdadero amor, aunque sea con sufrimiento y muerte. Si seguimos pensando en un dios de “gloria” ausente del sufrimiento humano, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. Si pensamos que por un instante Dios abandonó a Jesús, tenemos todo el derecho a pensar que Dios tiene abandonados a todos los que están hoy sufriendo. Eso sería terrible. Dios no puede abandonar al hombre, y menos al que sufre. Pero sigue siendo muy difícil descubrir a Dios en el sufrimiento. ¿Qué tuvo que ver Dios en la muerte de Jesús? El gran interrogante que se plantea sobre esa muerte recae sobre Dios. No podemos pensar que planeó su muerte, ni que la exigió como pago de un recate por los pecados, ni que la permitió o la esperó. La paradoja está en que podemos decir que Dios no tuvo nada que ver en la muerte de Jesús, y podemos decir que fue precisamente Dios la causa de su muerte. Si pensamos en un Dios que actúa desde fuera, nada de lo que digamos en relación con esa muerte tiene sentido. Si pensamos que Dios era el motor de toda la vida de Jesús, de sus actitudes y de sus decisiones, entonces Él fue la causa de que Jesús fuera a la muerte. La muerte de Jesús es una verdadero interrogante sobre Dios. Según todas las apariencias, Dios abandonó a Jesús a su suerte cuando le pedía a gritos que le ayudara. ¿Cómo podemos armonizar su silencio con la cercanía en el momento de morir? Aquí está la clave de comprensión del misterio Pascual. Dios no abandonó por un momento a Jesús para después revindicarlo. Dios estuvo con Jesús en su muerte. Porque fue capaz de morir antes que fallarle, demuestra esa presencia de Dios como en ningún otro momento de su vida. En la entrega total se identificó totalmente con Dios y lo hizo presente. Cualquier otro intento de demostrar la presencia de Dios en Jesús (conocimientos, poder, milagros) es contrario a las enseñanzas más profundas de Jesús sobre Dios. Creo que aún tenemos que reflexionar mucho sobre esa muerte para comprender el profundo significado que tuvo para él y para nosotros. Su muerte es el resumen de su actitud vital y por lo tanto, en ella podemos encontrar el verdadero sentido de su vida. Se trata de una muerte que lleva al hombre a la verdadera Vida. Pero no se trata de la muerte física, sino de la muerte al “ego”, y por lo tanto a todo egoísmo, que hizo posible una entrega a los demás hasta la muerte. Este es el mensaje que no queremos aceptar, por eso preferimos salir por peteneras y buscar soluciones que no nos exijan entrar en esa dinámica. Si nuestro “yo” sigue siendo el centro de nuestra existencia, no tiene sentido celebrar la muerte de Jesús; y tampoco celebrar su “resurrección”. Termino como empezaba, nosotros tenemos que separar la vida, la muerte y la resurrección de Jesús para intentar entenderlas, pero resulta que solamente la podremos entender si descubrimos la unidad inextricable de las tres realidades. La muerte fue consecuencia inevitable de su vida, pero en esa muerte ya estaba toda la gloria que podía recibir Jesús como ser humano. La trayectoria humana de Jesús terminó alcanzando la más alta meta que puede conseguir un hombre: desplegar al máximo toda su humanidad, alcanzando y manifestando la plenitud de divinidad. Si no tenemos presente esto, podemos seguir echando balones fuera, sin aprovechar lo que tiene de acicate para nosotros el descubrir que un ser humano como, en todo semejante a nosotros, pudo llegar a esa meta. En este día de Pascua, debemos recordar aquellas palabras de Pablo:
"Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, somos los más desgraciados de todos los hombres." Aunque hay que hacer una pequeña aclaración. La formulación condicional (si) nos puede despistar y entender que Jesús podía resucitar o no resucitar, lo cual no tiene sentido porque Jesús había alcanzado la VIDAantes de morir. Y él fue consciente de ello. Él era el agua viva, dice a la Samaritana, Él había nacido del Espíritu, dice a Nicodemo; él vive por el Padre; él es la resurrección y la Vida... Ya en ese momento cuando habla con sus interlocutores, está en posesión de la verdadera Vida. Eso explica que le traiga sin cuidado lo que pueda pasar con su vida biológica. Lo que verdaderamente le interesa es esa VIDA con mayúscula que él alcanzó durante su vida, con minúscula. En ningún caso debemos entender la resurrección como la animación de un cadáver. Esta interpretación es posible gracias a una antropología griega (alma–cuerpo), que no es la judía. Además da por supuesto que el cuerpo es algo estable y fijo, lo cual es falso. El cuerpo se compone de unos sesenta billones de células. De ellas, unos quinientos millones se renuevan cada día. Parece que al cabo de unos diez años el cuerpo se ha renovado totalmente. ¿Qué es lo que permanece? Por otra parte, la reanimación de un cadáver, da por supuesto que los despojos del fallecido mantienen una relación especial con el ser que estuvo vivo. La realidad es que la muerte devuelve al cuerpo al universo de la materia de una manera irreversible. La posibilidad de reanimación es la misma que existe de hacer un ser humano partiendo de los elementos atómicos y moleculares que componen su cuerpo, lo cual no tiene ningún sentido ni para los hombres ni para Dios. Pero no debo quedarme en la resurrección de Jesús. Debo descubrir que yo estoy llamado a esa misma Vida. A la Samaritana le dice Jesús: El que beba de esta agua nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá en un surtidor que salta hasta la Vida eterna. A Nicodemo le dice: Hay que nacer de nuevo; lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es Espíritu. El Padre vive y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me coma, (el que me asimile), vivirá por mí. Yo soy la resurrección y la Vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Creemos esto? Entonces, ¿qué nos importa todo lo demás? Jesús, antes de morir, había conseguido, como hombre, la plenitud deVida del mismo Dios, porque había muerto a todo lo terreno, a su egoísmo, y se había entregado por entero a los demás, llega a la más alta cota de ser posible como hombre mortal. Este admirable logro fue posible, después de haber descubierto que esa era la meta de todo ser humano, que ese era el único camino para llegar a hacer presente lo divino. Esta toma de conciencia fue posible, porque había experimentado a Dios como Don. Una vez que se llega a la meta, es inútil seguir preocupándose del vehículo que hemos utilizado para alcanzarla. Lo fisiológico no es más que un instrumento que debemos utilizar para conseguir el fin. Es de capital importancia que entendamos bien la liturgia de Pascua. No está diciéndonos algo sobre Jesús que tenemos que celebrar y agradecer. Está diciéndonos mucho sobre nosotros mismos aquí y ahora. Nos está diciendo que en cada uno de nosotros, hay muchas zonas muertas que tenemos que resucitar. Nos está diciendo que debemos preocuparnos por la vida biológica, pero no hasta tal punto que olvidemos la verdadera Vida y así arruinemos la misma vida natural. Nos está diciendo que tenemos que estar muriendo todos los días y al mismo tiempo resucitando, es decir pasando de la muerte a la Vida. Si al celebrar la resurrección de Jesús no experimentamos nosotros una nueva Vida, es que nuestra celebración ha sido un folclore más de tantos como representamos en la vida. Meditación-contemplaciónYo soy la resurrección y la Vida. Resurrección y Vida expresan la misma realidad, no son cosas distintas. No hay Vida sin resurrección y tampoco resurrección sin Vida. En la medida que haga mía la Vida, estoy garantizando la resurrección. .................. No te preocupes de lo que va a ser de ti en el más allá. Además de ser inútil, te llevará a una total desazón. Lo importante es nacer de nuevo y vivir desde esa nueva VIDA. Todo lo demás ni está en tus manos ni debe importarte. ................... Deja que la VIDA que ya está en ti, se haga algo real en tu vida. Deja que todo tu ser quede empapado de ella. Deja que Dios Espíritu (fuerza) sea tu verdadero ser. Entonces podrás decir como Jesús: Yo y el Padre somos uno. “Ha resucitado”: Ese es el grito que dio origen a la comunidad cristiana. No sabemos qué fue exactamente lo que vivieron aquellos primeros testigos. En todo caso, se trató –por usar nuestro lenguaje- de unaexperiencia transpersonal, es decir, de una vivencia que trascendió el mundo de los objetos y de los sentidos, el nivel de la mente y del yo.
En la Quietud transmental y en el Silencio transegoico, “contemplaron” la Identidad del resucitado y descubrieron que la muerte no es sino un “paso” en el que se desvela lo que realmente somos y siempre hemos sido. Vivida la experiencia como una certeza inobjetable –evidente, aunque mística, es decir, acaecida fuera de los parámetros espaciotemporales-, tenían luego que comunicarla a los demás. Y es ahí donde nacieron losrelatos que han llegado hasta nosotros. Relatos en los que –como sabe cualquiera que ha vislumbrado la verdadera naturaleza de lo Real- será absolutamente imposible plasmar la realidad de lo vivido. Un relato de ese tipo es el que conocemos con el nombre de la “Transfiguración”. El que leemos hoy pertenece al último capítulo del evangelio de Mateo. Y, como todos los demás, se trata de una elaboración cuidada, que se fue desarrollando en los años –más de cincuenta- que transcurrieron desde la muerte-resurrección de Jesús hasta el momento en que se redacta el evangelio. En ese proceso relativamente largo, el grito (pregón o “kerigma”) inicial de la experiencia –“ha resucitado”- se convierte también en catequesis, que quiere ofrecer un mensaje y proponer unas pautas de comportamiento. Las protagonistas de la narración que nos ocupa son dos mujeres, aunque sólo haya quedado registrado el nombre de una de ellas: María Magdalena. Es un dato notable que las primeras testigos de la resurrección son las mismas que lo habían sido también de la muerte. Y más notable todavía que se trate precisamente de mujeres. Sabemos que en la sociedad judía el testimonio de la mujer carecía de valor probatorio. Esto parece indicar que nos hallamos ante un dato seguro: el autor del evangelio no hubiera “inventado” un testimonio sin valor para atestiguar nada menos que la resurrección de Jesús. Con ello, parece que pueden extraerse, al menos, dos conclusiones: 1) María Magdalena –y quizás otras discípulas- vivieron “algo” que fue reconocido como auténtico, 2) la mujer ocupaba un papel relevante en aquella primera comunidad. El relato tiene cuidado en señalar que la puesta en marcha de las mujeres no nace de la fe, sino, en todo caso, del afecto hacia el muerto Jesús: van únicamente “a ver el sepulcro”. Está oscuro –es madrugada-, sobre todo en su interior; sin embargo, el primer día empieza a alborear. La resurrección de Jesús es Luz y es Principio de todo: se trata de una “nueva creación”. (Esto no significa, como pensaría una mente mítica, que quienes no creen en Jesús se hallan al margen de la Luz y del Origen. En una perspectiva no-dual, lo que se afirma de Jesús es nada menos que el desvelamiento de lo Real: lo que siempre ha sido y es. Los cristianos hemos accedido a ello a través de la adhesión a Jesús; otros lo harán por otros cauces. Pero tanto unos como otros compartimos la misma y única Realidad, más allá de los nombres que le demos y de las formas que usemos para referirnos a ella). Apenas iniciado el relato, empiezan a producirse signos teofánicos: figura del ángel, temblor de la tierra, aturdimiento de los centinelas… Se trata de signos que hablan de la presencia de lo divino. El ángel –metáfora de Dios- se sienta sobre la piedra que pretendía encerrar a Jesús en la muerte. El mensaje es radiante: la muerte no tiene poder para retener la Vida. Viniendo a nosotros, eso significa que únicamente teme la muerte quien no ha descubierto que, más allá del nivel relativo del yo, su verdadera identidad es la Vida misma, que se expresa en él en una forma concreta. El mensaje –no podía ser de otro modo- es de confianza (“no temáis”) y, más tarde, puesto ya en labios del propio Jesús, de alegría (“alegraos”). Indudablemente, aquél que llega a percibir su identidad profunda no puede no vivir en la confianza y en el gozo…, por más que puedan aparecer “olas” de miedo o de tristeza en un nivel superficial. Serán, en todo caso, olas pasajeras que no afectarán a la vivencia de fondo. Y con el mensaje de confianza, el contenido que deben transmitir a los discípulos (ellos y nosotros): verán (veremos) al Resucitado en Galilea. “Galilea” es el lugar que hace referencia directa a la práctica de Jesús. Una práctica en la que, en síntesis, destacan dos aspectos por encima de cualquier otro: la compasión –“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36)- y la Conciencia unitaria –“El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30)- en la que él vivía. Según aquellas palabras, podrá “ver” a Jesús quien viva en ese nivel de conciencia “unitaria” (transpersonal), que se manifiesta como compasión. Por el contrario, si permanecemos reducidos al nivel mental, lo más probable es que nos aferremos a una lectura literalista de los textos de las apariciones, como si de ese modo se “asegurara” la verdad de la resurrección de Jesús. Pero, en realidad, ¿a quién le preocupa “probar” la resurrección? Precisamente a quien nunca podrá hacerlo: a la mente (el yo). ¿Cómo podría la mente entender una realidad que es transmental? Por decirlo con toda claridad: ni la mente ni el “yo” podrán “ver” a Jesús. Sin embargo, cuando se acalla la mente y se accede al nivel de conciencia transpersonal, caracterizado por el modelo no-dual de cognición, no es que haya respuesta a esa cuestión, sino que es la cuestión misma la que se evapora. En la perspectiva no-dual, tanto el yo como la muerte son “anécdotas” pasajeras; lo que emerge es la Vida que siempre es. Parafraseando a Ken Wilber, puede afirmarse que, al experimentar la simple sensación de Ser, la certeza de la Vida (de la resurrección) no es difícil de alcanzar, sino imposible de evitar. Es en ese nivel de conciencia donde se “ve” a Jesús, en la apercepción de la “Identidad compartida”. Se trata, por tanto, de ir haciendo el tránsito desde el modelo mental (dual, cartesiano, egoico) de conocer al modelo no-dual (que trasciende la mente). Por eso, quiero terminar este comentario con unos breves textos sufíes, marcados por la no-dualidad. “Cada imagen pintada en el lienzo de la existencia es la forma del mismo artista. Eterno Océano que vomita nuevas olas. "Olas" es el nombre que les damos, pero en realidad sólo hay mar" (Fakir-al-Dîn 'Iraqui, poeta persa, s.XIII). "El Océano es el Océano como lo es desde la Eternidad, y los seres contingentes sólo olas y corrientes. No dejes que las olas y las brumas del mundo te velen a Aquél que adopta la forma de esos velos" (Mu`ayyid al-Dîn Jandî, s.XIII). Y, para terminar, en este domingo de la Resurrección, quiero regalaros un antiguo y hermoso texto budista, que en realidad contiene y expresa la Sabiduría perenne, sabiduría no-dual. Con él, quiero que vaya mi felicitación para cada uno y cada una, y mi deseo de experimentar más y más la No-dualidad que somos, la permanente Unidad en la variada y hermosa Diferencia: Namasté. Yo honro el lugar dentro de ti donde el Universo entero reside. Yo honro el lugar dentro de ti de Amor y Luz, de Verdad, y Paz. Yo honro el lugar dentro de ti donde cuando tú estás en ese punto tuyo, y yo estoy en ese punto mío, somos sólo Uno. Decíamos al principio de la cuaresma que no se podía entender ese tiempo litúrgico sin tener presente la Pascua. Hoy al celebrar la resurrección de Jesús, damos sentido a todo ese tiempo de preparación para este acontecimiento.
Naturalmente, so se puede resucitar si antes no se ha muerto. Tal vez sea este aspecto el más complicado para nosotros hoy. Por eso nos conformamos con celebrar externamente lo que sucedió a otra persona en una fecha histórica ya muy lejana. El centro de esta vigilia no es directamente Jesús, sino el fuego y elagua como principios imprescindibles para la VIDA. Ya tenemos la primera clave para entender lo que estamos celebrando en la liturgia más importante de todo el año. Son los dos elementos indispensables para la vida. Del fuego surgen dos cualidades sin las cuales no puede haber vida: luz y calor. El agua es el elemento fundamental para formar un ser vivo. El 80% de cualquier ser vivo, incluido el hombre, es agua. Recordar y renovar nuestro bautismo, es pieza clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. Hoy el fuego y el agua simbolizan a Jesús porque le recordamos como Vida. En el prólogo del evangelio de Juan dice: “En la Palabra había Vida, y la Vida era la luz de los hombres”. La clave para entender el misterio del hombre no está en su conocimiento, sino en la Vida que se le comunica. La vida que esta noche nos interesa, no es la física (bios), ni la síquica (psiques), sino la espiritual y trascendente. Por no tener en cuenta la diferencia entre estas vidas, nos hemos armado un buen lío con la resurrección de Jesús. La vida biológica no tiene ninguna importancia en lo que estamos tratando. “El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”. La biológica y la síquica tienen importancia, solo porque son la que nos capacitan para alcanzar la espiritual. Solo el hombre que es capaz de conocer y de amar, puede acceder a la Vida divina. Nuestra conciencia individual tiene importancia sólo como instrumento, como vehículo para alcanzar la Vida definitiva. Una vez que se llega a la meta, el vehículo pierde toda importancia. Lo que estamos celebrando esta noche, es la llegada de Jesús a esaplenitud de Vida. Jesús, como hombre, alcanzó la más alta cota de esa Vida. Posee la Vida definitiva que es la misma Vida de Dios. Esa Vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero debemos evitar el aplicarla inconscientemente a la vida biológica y sicológica, porque es lo que nosotros podemos sentir, es decir, descubrir por los sentidos. Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir su divinidad. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, sólo puede ser objeto de fe pascual. Para los apóstoles como para nosotros se trata de una experiencia interior. A través del convencimiento de que Jesús les está dando VIDA, descubren los seguidores de Jesús, que tiene que estar él VIVO. Sólo a través de la vivencia personal podemos aceptar nosotros la resurrección. Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la vida. Por eso tiene en esta vigilia tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. Cristiano es el que está constantemente muriendo y resucitan do. Muriendo a lo terreno y caduco, al egoísmo, y naciendo a la verdadera Vida, la divina. Tenemos del bautismo una concepción estática que nos impide vivirlo. Creemos que hemos sido bautizados un día a una hora determinada en un lugar concreto y que allí se realizó un milagro que permanece por sí mismo. Para descubrir el error, hay que tomar conciencia de lo que es un sacramento. Todos los sacramentos están constituidos por dos realidades: un signo y una realidad significada. El signo es lo que podemos ver, oír, tocar. La realidad significada ni se ve ni se oye ni se palpa, pero está ahí siempre porque depende de Dios que está fuera del tiempo. En el bautismo, la realidad significada es esa Vida divina que “significamos” para hacerla presente y vivirla. En tal día a tal hora, han hecho el signo sobre mí, pero el alcanzar y vivir lo significado, es tarea de toda la vida. Todos los días tengo que estar haciendo mía esa Vida. Y el único camino para hacer mía la Vida de Dios que es AMOR, es superando el ego-ísmo, es decir, amando. Desde hace muchos siglos, los cristianos celebraron este día (esta noche) como LA FIESTA DE LAS FIESTAS, la fiesta central del año entero; y, en ella, el corazón de la fe: la Vida Nueva.
Los seguidores de Jesús celebraban todo esto con una VIGILIA: pasar la noche velando, vigilando, como esperando algo que va a suceder: durante toda la noche leen relatos y palabras de Jesús, rezan y cantan juntos; y al amanecer, con la llegada de la luz, celebran la Eucaristía, en recuerdo de Jesús resucitado. Nosotros hacemos algo semejante; aunque no pasamos toda la noche en oración, nos reunimos por la noche y hacemos una VIGILIA, una vela nocturna de lectura y oración, terminando con la Eucaristía. Nuestra celebración tiene dos partes fundamentales: La vigilia Pascual tiene también dos partes: · La liturgia de la Luz · La Eucaristía, que incluye la liturgia del Agua. LA LUZ El Templo está a oscuras, estamos a oscuras en medio de la noche. De pronto, en medio de la oscuridad brilla la llama de un cirio encendido. Alguien grita: “¡La luz de Cristo!”, y todos gritamos: “¡Demos gracias a Dios!”. Y encendemos nuestras velas, pequeñitas, en el cirio grande de la luz de Jesús. Y el templo entero resplandece, y la noche parece día. Para los que creemos en Él, Jesús es como una lámpara, como una linterna que nos permite ver en la oscuridad; como un gran cirio, encendido por el fuego de Dios, QUE SE CONSUME PARA DAR LUZ. En su luz prendemos nuestras lámparas, para poder caminar. De Él viene nuestra luz; no es nuestra, es la suya. Es un símbolo magnífico de nuestra fe: aceptar la luz de Jesús para caminar por la vida. Y en esta noche muy especialmente. Jesús parecía muerto, su luz parecía apagada. El Viernes Santo se acaba con la terrible oscuridad del Calvario. Pero Jesús no está muerto y apagado. Jesús está vivo y brillante. Jesús crucificado vive por el poder de Dios, y su luz nos sigue iluminando. PRIMERA LECTURA: Del Libro del Génesis: “EL SUEÑO DE DIOS” SEGUNDA LECTURA: Del Libro del Éxodo: “CON DIOS, LA LIBERTAD” TERCERA LECTURA Del Profeta Isaías: “DIOS, FUENTE DE VIDA” Tres lecturas para renovar temas básicos de nuestra fe, que constituyen la esencia de nuestra fe en el resucitado. Parecía muerto, pero Él es el más vivo de todos, con la VIDA más verdadera, la vida que Dios da, la que nunca muere. EL AGUA / EL BAUTISMO El mar fue para Israel peligro de muerte: estuvieron a punto de morir todos en él. Dios les salvó del Mar. La sed fue para Israel peligro de muerte en el desierto. Dios les hizo encontrar agua para poder vivir. La sequía hace morir. La lluvia es vida. ¿Hay algo mejor que un baño cuando vienes cansado y sucio? ¡Sales como nuevo! Estos son los cuatro símbolos del agua que recogemos en el bautismo. Salir de la muerte Calmar la sed Tener vida fecunda Quedar limpios Cuando nos bautizaron, nos pusieron en contacto con Jesús, que es para nuestra Vida la mejor Agua. Nos metieron en la aventura de dar sentido y fecundidad a nuestra vida “bebiendo de Jesús”. En esta “Noche del Agua”, nos invitarán a “RENOVAR LAS PROMESAS DEL BAUTISMO”, es decir, a volver a engancharnos con Jesús, volverlo a elegir, para que nuestra vida sea vida, para que sea limpia y fecunda. EL EVANGELIO Los primeros testigos, las mujeres. Por encima de las preguntas sobre la historicidad del relato, sobre el significado de los ángeles… Las mujeres son las que se atreven a ir al sepulcro, porque a Jesús lo enterraron mal, deprisa, y quieren honrarlo con perfumes… Le creían muerto y sepultado. Pero vuelven del sepulcro creyéndole vivo y encargadas de una misión, misión de testigos del resucitado. Es el final de todas estas celebraciones. Pasó entonces lo que pasa ahora. Lo que aquellos fueron somos ahora nosotros: testigos de Jesús. COMULGAR CON EL RESUCITADO La eucaristía de hoy –la de hoy más que nunca– es una fiesta. Cantamos, celebramos, agradecemos, porque hay luz, porque hay agua, porque hay vida. Si todas nuestras Eucaristías son Acción de Gracias, la de hoy lo es más intensamente. Y comulgamos: el Viernes Santo hicimos una comunión con Jesús, manifestando que lo aceptábamos y nos uníamos a Él y a todos los crucificados del mundo. Hoy comulgamos con Jesús manifestando sobre todo nuestra esperanza. Comulgar con el Resucitado, sentirlo “el primer resucitado”. Aceptamos vivir como resucitados: me va lo de Jesús, acepto la vida como Él la plantea, acepto la misión que Él ofrece, vuelvo a encenderme en Él, me alimento de él, bebo de él, y así puedo caminar. Con su luz, su agua y su pan puedo decir, de corazón: ¡esto sí que es vida! REFLEXIÓN FINALLos que llamamos “los Testigos” fueron personas en cuya vida se cruzó un día un galileo como ellos, de Nazaret, que les impresionó tan fuertemente como para dejar sus familias y sus oficios y seguirle de aldea en aldea. Sus curaciones y sus enseñanzas les fueron entusiasmando más y más. Su mentalidad religiosa les llevó a pensar que él era “el que esperaban”, el Mesías de Dios. En su enfrentamiento con los jefes de Israel, se pusieron de su lado incondicionalmente, esperando sin duda su triunfo. Pero fue al revés. Los jefes acabaron con él. El sábado después de su muerte, sus ilusiones se habían venido abajo; se encerraron en una casa por miedo a los judíos y no pensaban en otra cosa que en escapar de nuevo a Galilea y olvidar lo pasado. Y entonces tuvieron lo que nosotros llamamos “la experiencia pascual”, la experiencia indiscutible de que estaba vivo, de que la muerte no había podido con él. Y ahí nació su fe: creyeron en aquel hombre con quien habían convivido tan íntimamente desde el Jordán, reconocieron que, a pesar de la muerte en cruz, “Dios estaba con él”, y estuvieron dispuestos a reconocerlo como “El Señor”. Esta trayectoria de la fe de los discípulos nos importa muchísimo. Nosotros creemos en Jesús a través de la fe de esos discípulos: su propia fe les convirtió en mensajeros, en pregoneros de Jesús. La fe de toda la iglesia está construida sobre la fe de aquellos que se autodenominaron “Testigos”. Son testigos de Jesús entero: de su bautismo en el Jordán, de sus andanzas de aldea en aldea, de sus curaciones, de sus parábolas, de sus enfrentamientos, de su muerte: ahora se constituyen también en testigos de que está vivo después de la muerte y dedicarán toda su vida a dar ese testimonio para que también otros crean en él. Todo ese testimonio es el que consta en lo que llamamos “los evangelios”. Las primeras comunidades se formaron porque “les creyeron a los testigos”, y no solamente a los once testigos “oficiales”, sino a todos los que habían estado con Jesús desde el Jordán y habían tenido también la experiencia de la resurrección. (Los “quinientos hermanos” de que habla Pablo en 1 Cor.15, 6). A todos esos testigos se unieron los que aceptaban su testimonio y, por ese testimonio, creían en Jesús. Estas comunidades de creyentes en Jesús celebraban la eucaristía, y en ella repetían los hechos y los dichos de Jesús, contados e interpretados por los testigos o sus enviados, y fueron las que pusieron por escrito su fe en Jesús, relatando sus hechos y consignando sus dichos, para que se leyeran en la eucaristía y para la enseñanza a los catecúmenos. La redacción de estos escritos dio origen a los evangelios. En ellos se consigna la fe de los seguidores de Jesús, entre los que todavía vivían muchos de los testigos. Los evangelios nos ponen en contacto por tanto con la fe de los Testigos, aquellos hombres (y mujeres) que se tropezaron con Jesús, le siguieron, creyeron en él y dedicaron sus vidas a transmitir su fe. Nosotros recibimos la fe que los Testigos nos han entregado y la misión de entregarla a otros. De aquí nace el concepto de “Tradición”, del verbo “tradere”, entregar. Pero los testigos no fueron simplemente transmisores de una información; su testimonio no fueron simplemente sus palabras. Fueron testigos de Jesús porque cambiaron de vida; su fe en él consistió en aceptar sus criterios, sus valores y su Dios. Se sintieron resucitados, empezaron a vivir una vida “nueva”, inspirada por el mismo Espíritu de Jesús. Esa vida nueva es lo mejor de su testimonio. “Testigos de la resurrección” no significa sin más “notarios de un suceso” sino, sobre todo, transmisores de vida nueva, transmisores del Espíritu de Jesús. En el Salmo responsorial de hoy cantaremos “éste es el día en que actuó el Señor” (salmo 117). Lo entendemos de manera muy radical: en Jesús “actuó el Señor”, en sus seguidores “actuó el Señor”, y en este Domingo celebramos una actuación muy especial: creyeron en Jesús. Por eso los cristianos cambiaron el día de fiesta semanal: abandonaron el sagrado Sábado, el día en que el Creador descansó, y los sustituyeron por “el día en que actuó el Señor”, resucitando a Jesús de entre los muertos y haciendo nacer la fe de los discípulos en él. Cada domingo, al celebrar la eucaristía, repetimos la celebración de los primeros creyentes, que volvían a hacer fiesta, semana tras semana, dando gracias por el nacimiento de su fe en el crucificado. Cambiar de vida, resucitar a una vida nueva, tener lo viejo por muerto, sentirse testigos de resurrección, celebrarlo todos los domingos, refrescar la fe en el agua de la Palabra, comulgar con el crucificado, sentirse hermano de tantos otros testigos… Nuestra eucaristía de los domingos es siempre celebrar la resurrección, la de Jesús y la de cada uno de nosotros, ponerse de fiesta, sentirse con motivos para vivir como Jesús, con sus mismos criterios y valores. El sentido más profundo de la eucaristía es la gratitud: dar gracias a Dios por la vida nueva, la que hemos descubierto y hemos recibido por medio de Jesús. Pero no podemos limitarnos a considerar estas cosas simplemente como profesiones teóricas. Las cartas de Pablo muestran muy bien que seguir a Jesús no es una declaración de teorías, sino una manera de vivir. Creer en la resurrección es vivir como resucitados, pero esto significa exactamente lo mismo que vivir como crucificados. Recordamos la frase de Pablo: “El mundo es para mí un crucificado: yo soy para el mundo un crucificado” (Gálatas 6.14). La expresión es desmesurada, como tantas en Pablo, pero acertadísima: un crucificado es algo que produce horror y repulsión, algo que se desprecia, que se considera como desgracia… Pablo dice que el mundo es para él eso, y sabe que él mismo es considerado así por muchos. Me permito remitirme a algunas expresiones que hacíamos en la introducción al domingo de Ramos: La señal del cristiano es la santa cruz. El discípulo, como su maestro. Si a Él le crucificaron, a sus seguidores también. Y les crucificarán los mismos: el dinero, el poder y los dioses. Jesús no dio ningún motivo “revolucionario” para que le matasen. No fue un agitador social ni un líder político ni un guerrillero. No lo mataron por eso, aunque le acusaron de eso, calumniándole, para que los romanos quisieran matarle. Lo mataron por ser un revolucionario mucho mayor: por creer en un Dios distinto, por considerar a todos iguales, por preferir a los pequeños, por pasar del poder y del dinero. Considerar a todos iguales es sentir horror por los que valoran a la gente por su dinero o su poder (preferir a los pequeños es una estupidez, hay que preferir a los grandes). El Dios de Jesús es peligroso, porque no se sienta arriba con poder para juzgar, sino que está debajo para sustentar, dentro para fermentar. Y eso no vale para asentar en los dioses el poder y la dignidad. Esto no les gusta nada a los sacerdotes, porque su dignidad se deriva directamente de la dignidad de dios, y si dios no está arriba, ellos tampoco. Por eso, el Dios de Jesús puede producir horror a la religión, incluso a la católica. Y los que siguen a ese Dios serán vistos como “crucificados”. Para Jesús todas las personas son iguales porque todos son hijos. Ni por ser rico ni por ser pobre se es más ni menos. Esto no les gusta nada a los ricos. Es muy incómodo tener un hermano pobre, compromete, afea, es fuente de numerosas molestias. Tampoco les gusta del todo a los pobres: es molesto que el rico sea mi hermano, no podremos odiarle y matarle sin sentir remordimientos. Es mucho más sencillo que sea sin más mi enemigo. Vivir pobremente es un insulto a los engranajes mismos de nuestra sociedad, es invitar a que se pare el consumo, a que la sociedad del bienestar se desmorone. Y eso sí que produce horror y producirá rechazo, y que “el mundo” se aparte como quien topa con un leproso. Pasar del poder y del dinero es de locos. Todo el mundo corre enloquecido tras el poder y el dinero. Hay que comprar cosas para disfrutar de cosas, hay que tener poder, prestigio, status, influencia… Meta de la vida. ¿A qué loco se le ha ocurrido que el poder y el dinero no son buenos? Pues, a Jesús, que ha descubierto algo tan sencillo como esto: el poder y el dinero son bienes pegajosos, tienden a apoderarse del que los tiene y lo deshumanizan. A Jesús, que observa que el poder y el dinero son difícilmente compatibles con la compasión, la sencillez y la libertad. Poder para servir a los pequeños, dinero para aliviar a los pobres… Entonces, ¿para qué quiero el poder y el dinero? Nuestra cultura ha resuelto a veces el problema con mucha inteligencia: la limosna, el porcentaje: el 90% del poder y el dinero para mí, para mi satisfacción: el 10% para justificarme y conseguir mejor imagen. O sea, también para mí. Un gobernante que use el poder para servir a la gente, sobre todo a los más pequeños, no genera riqueza y poder para sus amigos, no reparte más que cargas… no durará mucho en el poder; será crucificado como gobernante. Un empresario que tiene menos interés en los beneficios que en el nivel de vida de los obreros sirve mal a la clase empresarial. Será crucificado. Un matrimonio que gasta poco, que no renueva el guardarropa en cada estación, que tiene más de dos hijos, que no cambia de coche cada dos años, que pierde todos los días varias horas con sus hijos, que reduce su consumo a lo razonable, que recicla, que reutiliza, que comparte… es odioso; parece que te esté echando en cara todos los días cada cosa que haces… ni siquiera se puede hablar con ellos de las cosas normales. Será marginado, sutilmente, cotidianamente… Será crucificado. Un cura que no predica de la iglesia y sus dogmas y órdenes sino de Jesús y sus compromisos, que no hace teología dogmática sino que cuenta parábolas, que no manda en su iglesia sino que anima, aconseja, invita, carga con lo menos atrayente, se mete en los líos de la gente… no llegará a Obispo. Será crucificado. Y así tantos y tantos. Todos los que quieran vivir piadosamente, siguiendo a Jesús, sufrirán persecución, porque para ellos, los valores que llevan a triunfar en el mundo son basura y producen horror, como quien mira a un crucificado. Y ellos mismos serán mirados como basura por los que se rigen por, los valores del mundo. Basura, peligro: Jesús fue crucificado por peligroso, simplemente porque esos eran sus valores. La celebración de la resurrección se parece bastante a la del domingo de Ramos. Celebramos un triunfo… más bien un anti–triunfo. La resurrección no borra la crucifixión sino que avala de parte de Dios al crucificado. Celebramos una fiesta absurda a los ojos de todo el mundo: decimos que el crucificado ha triunfado, que tiene razón, y que Dios mismo lo proclama así. Y esto no se lo cree nadie porque, aunque no se diga en voz alta, la mentalidad dominante en el mundo piensa que “bien crucificado está”, por quebrantar todos los valores en que se funda la sociedad del bienestar. Y por esa razón, nosotros la iglesia, seguidores de Jesús, hemos dulcificado, modificado, teologizado, religiosizado afanosamente a Jesús de Nazaret. Así podemos creer en él, especialmente en su divinidad, y mantener tranquilamente los valores y criterios de los que le mataron. Para terminar, nos hacemos unas preguntas esenciales: · ¿Qué vamos a celebrar? · ¿Qué triunfo celebramos? · ¿Por qué estamos contentos y cantamos himnos triunfales? Que cada uno se responda. Con hacerse la pregunta quizá sea ya suficiente. La liturgia de este día se centra en el recuerdo de la cena de despedida que Jesús realiza con sus discípulos y en los dos aconteci mientos que en ella se desarrollan: ellavatorio de los pies y la institución de la eucaristía.
Ni los evangelistas, ni los exegetas se ponen de acuerdo si fue o no fue una cena pascual. No tiene mayor importancia, porque para nosotros lo esencial está en lo que va más allá del rito judío de la cena pascual. Esta Pascua no es ya la pascua de los judíos. Es curioso que los tres evangelistas que narran la institución de la eucaristía, no hablen del lavatorio de los pies, y Juan que narra el lavatorio de los pies, no dice nada de la institución de la eucaristía. La verdad es que los dos signos expresan exactamente la misma realidad significada: la entrega total de sí mismo por parte de Jesús. Tampoco sabemos el sentido exacto que quiso dar Jesús a aquellos gestos y palabras. La protesta de Pedro deja claro que, en aquel momento, los discípulos no entendieron nada. Sin embargo, el recuerdo de lo que Jesús hizo en la última cena se convirtió muy pronto en el sacramento de nuestra fe. Y no sin razón, porque en esos gestos, en esas palabras está encerrado todo lo que fue Jesús durante su vida y todo lo que tenemos que llegar a ser nosotros como cristianos. Por eso la liturgia de este día es de las más densas de todo el año. Debemos comenzar por tomar conciencia de la importancia de los que celebramos, como la toma el evangelista Juan cuando ha hecho esa grandiosa obertura: “Consciente Jesús de que había llegado su “hora”, la de pasar de este mundo al Padre, él que había amado a los suyos que estaban en medio del mundo, les demostró su amor hasta el final” (en el más alto grado). Pero no es menos sorprendente el final del relato: “¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el “Maestro” y el “Señor”; y decís bien, porque lo soy. Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, sabed que también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. En estas dos frases que inician y terminan el relato, tenemos la clave de la celebración de hoy. Vamos a comenzar por el lavatorio de los pies. No porque sea más importante que la eucaristía, sino porque espero que esta reflexión nos ayude a comprenderla mejor. En ese gesto, Cristo está tan presente como en la celebración de la eucaristía. Lavar los pies era un servicio que solo hacían los esclavos. Jesús quiere manifestar que él está entre ellos como el que sirve, no como el señor. Lo importante no es el hecho físico, sino el simbolismo que en él se encierra. Tanto el pan y el vino como el lavatorio nos están diciendo que la plenitud de Jesús como ser humano, está en el dejarse comer o en el servir a los demás. Fijaros que ese profundo simbolismo es lo que se quiere manifestar en el evangelio de Juan. El más espiritual y místico de los evangelistas, el que más profundizó en el mensaje de Jesús, ni siquiera menciona la institución de la eucaristía. Sospecho que la eucaristía se había convertido ya en un rito mágico y formal, vacío de contenido, y Juan quiso recuperar para la última cena el carácter de recuerdo de Jesús como don, como entrega. "Yo estoy entre vosotros como el que sirve." Jesús no renuncia a ninguna grandeza humana. Al contrario, denuncia la falsedad de la grandeza humana que se apoya en el poder o en el dominio de los demás, pero proclama que la verdadera grandeza humana está en parecerse a Dios que se da sin condiciones ni reservas. Poco después del texto que hemos leído, dice Jesús: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado”. Esta es la explicación definitiva que da Jesús a lo que acaba de hacer. Cuando seguimos insistiendo en los diez mandamientos de Moisés, nos quedamos a años luz del mensaje de Jesús. Para el que quiere seguir a Jesús, todo queda reducido a esto: ¡Amaros! No dijo que debíamos amar a Dios, ni siquiera que debíamos amarle a él. Tenemos que amar a los demás, eso sí, como Dios ama, como Jesús amó. Una eucaristía celebrada como una devoción más, que comienza y termina en la iglesia, no es la eucaristía que celebró Jesús. Celebrar la eucaristía es aceptar el compromiso de darse hasta el final. La eucaristía no es más que el signo (sacramento) de la entrega, sin entrega el signo se queda reducido a un garabato. n este relato del lavatorio de los pies, no se dice nada que no se diga en el relato del pan partido y del vino derramado; pero en la eucaristía corremos el riesgo de quedarnos en una visión espiritualista y abstracta que no afecta a mi vida concreta. La presencia real de Cristo en el pan y en el vino, entendida de una manera estática y física, nos puede impedir descubrir el aspecto vivencial del sacramento y dejarnos al margen del la verdadera intención de Jesús al compartir esos gestos con sus discípulos. Tenemos que hacer un esfuerzo por descubrir el verdadero signifi cado de la eucaristía a la luz del lavatorio de los pies. Jesús toma un pan y mientras lo parte y lo reparte les dice: esto soy yo. Recordemos que “cuerpo” en la antropología judía del tiempo de Jesús, quería decir persona, no carne. Como si dijera: meteos bien en la cabeza, que yo estoy aquí para partirme, para dejarme comer, para dejarme masticar, para dejarme asimilar, para desaparecer dando mi propio ser a los demás. Yo soy sangre (vida) que se derrama por todos, es decir, que da Vida a todos, que saca de la tristeza y de la muerte a todo el que me bebe... Eso soy yo. Eso tenéis que ser vosotros. Por haber insistido, durante muchos siglos, exclusivamente en la presencia real de Cristo en la eucaristía, nos acercamos al sacramento como a una realidad misteriosa insondable, pero que no tiene para nosotros ningún valor de persuasión, no me lleva a ningún compromiso con los demás. La presencia real, por el contrario, debería potenciar el verdadero significado del gesto. Nos debería de recordar en todo momento lo que Jesús fue y lo que nosotros, como cristianos, debemos ser. El haber cambiado este sentido dinámico por una adoración, ha empobrecido el sacramento hasta convertirlo en algo aséptico, que nada me exige y nada me motiva. Lo que Jesús quiso decirnos en estos gestos es que él era un ser para los demás, que el objetivo de su existencia era darse; que había venido no para que le sirvieran, sino para servir, manifestando de esta manera que su meta, su fin, su plenitud humana solo la alcanzaría cuando se diera totalmente, cuando llegara a la donación total en la muerte asumida y aceptada. Sólo un Jesús des-trozado puede ser asimilado e integrado en nuestro propio ser. Descubrir que destrozarnos para que nos puedan comer, es también la meta para nosotros, es el primer objetivo de un seguidor de Jesús. Pero de esto hablaremos mañana, Viernes Santo. Juan no menciona la eucaristía en el relato de la última cena, pero no se olvidó de un sacramento que tuvo tanta importancia para la primera comunidad. En el capítulo 6 del evangelio de Juan, encontramos la verdadera explicación de lo que es la eucaristía. “Yo soy el pan de Vida”; pero para explicar esto, dice a continuación: “Quien viene a mí, nunca pasará hambre; el que me presta su adhesión, nunca pasará sed”. Está muy claro que comer materialmente el pan y beber literalmente la sangre, no es más que un signo (sacramento) de la adhesión a Jesús, que es lo verdaderamente importante. Se trata de identificarse con su manera de ser hombre, resumida en el servicio a los demás hasta deshacerse por ellos. El mayor peligro que tenemos hoy los cristianos es acercarnos al sacramento como medio de unirnos a Dios, olvidándonos de los hombres. En el mismo capítulo 6, dice un poco más adelante: “El Padre que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me “come” vivirá por mí”. Para mí, no hay en todo el NT una explicación más profunda de lo que significa este sacramento. Jesús tiene la misma Vida de Dios, y todo el que le siga tendrá también esa misma Vida, la definitiva, la trascendente, la que no se verá alterada por la muerte biológica. Para hacer nuestra esa Vida, tenemos que aceptar la “muerte”, no la física, aunque también, sino la muerte a todo lo que hay en nosotros de caduco, de terreno, de transitorio, de individualismo, de egoísmo. Sin esa muerte, nunca podrá haber Vida. No se trata de renunciar a nada, sino de conseguirlo todo. Todo lo que no es esa Vida, antes o después, se desvanecerá. Si hemos estado toda la vida biológica, preocupados solo por lo material, esa misma vida perderá su sentido. Es muy difícil precisar el sentido exacto que pudo dar Jesús a la entrada en Jerusalén de ese modo tan peculiar. Seguramente no coincidió con la interpretación que le dieron sus discípulos y la gente que le seguía.
Cuando se fijaron por escrito estos relatos, ya habían pasado cuarenta o cincuenta años, y sus seguidores habían cambiado radicalmente la comprensión de la figura de Jesús. En estos textos se han mezclado datos históricos, prejuicios sobre el Mesías y tradiciones del AT sobre otra clase de mesianismo que no era el oficial. Con los datos que hoy tenemos no podemos pensar en una entrada “triunfal”. Si era política, no lo hubiera permitido el poder romano. Si era religiosa, no lo hubiera permitido el poder religioso. Ambos tenían medios más que suficientes para actuar contra una manifestación masiva. Mucho más en Pascua, que era momento de máxima alerta policial. No cabe duda de que algo pasó históricamente, pero no debemos imaginarlo como un acto espectacular, sino como un acto profético. Es Jesús el que toma la iniciativa. Jesús montado en un joven borrico, con los pies casi a ras de suelo, no es la imagen de un triunfador, sino más bien la imagen un poco ridícula y carente de todo indicio de poder. Elige un borrico como símbolo de un mesianismo de paz y sencillez, alejado de los mesianismos regios davídicos. Ese borrico estaba atado, es decir, el verdadero mesianismo estaba secuestrado por el mesianismo oficial. Creo que se tergiversa el sentido de los textos cuando se sigue insistiendo en el aspecto triunfal y se presenta a Jesús aclamado como rey por una inmensa multitud. Seguramente solo se trató de una muestra de adhesión por parte del pequeño grupo que venía a la fiesta acompañando a Jesús, a los que posiblemente se unieron otros que vinieran de Judea y Galilea. Recordemos que la subida a la fiesta de Pascua se hacía siempre en grupos numerosos y festivos, en los que se manifestaba el júbilo por acercarse a la ciudad santa y al Templo. Los gritos son intentos de dar una explicación a lo que estaba ocurriendo, acudiendo a los textos del AT, que hablaban ya de ese mesianismo auténtico. Lo mismo los mantos y ramos expresan la actitud de los que seguían a Jesús. La inmensa mayoría del pueblo estuvo siempre del lado de los jefes religiosos y políticos. Estos son los que piden la muerte de Jesús. No tiene mucho sentido insistir en que el mismo pueblo que lo aclama hoy como Rey, pida el viernes su crucifixión. Tampoco podemos minimizar el número de los seguidores de Jesús. Los evangelios nos dicen que en varias ocasiones los dirigentes no se atrevieron a detenerle en público, precisamente por el gran número de los seguidores. También el hecho de que lo detuvieran de noche, en despoblado y con la ayuda de un traidor, indica que tenían miedo de que el pueblo se les echara encima. La Pasión y muerte de Jesús Pocos aspectos de la vida de Jesús han sido tan manipulados como su muerte. Llegar a pensar que a Dios le encanta el sufrimiento humano y que por lo tanto no solo hay que aceptarlo, sino buscarlo voluntariamente, ha sido tal vez la mayor tergiversación del Dios de Jesús. Desde esta perspectiva, es lógico que se pensara en un Dios que exige la muerte de su propio hijo para poder perdonar los pecados de los seres humanos. Esta idea es lo más contrario a la predicación de Jesús sobre Dios que pudiéramos imaginar. Nos hemos olvidado del “Abba” para volver al Dios del AT. Un Dios justiciero y vengativo. 1º La muerte de Jesús no fue ni exigida, ni programada, ni permitida por Dios. El Dios de Jesús no necesita sangre para poder perdonarnos. Seguir hablando de la muerte de Jesús como condición para que Dios nos libre de nuestros pecados, es la negación más rotunda del Dios de Jesús. Esa manera de explicar el sentido de la muerte de Jesús no nos sirve hoy de nada, es más, nos mete en un callejón sin salida. El éxito de la película de Mel Gibson demostró hasta qué punto está arraigada esta concepción. La muerte de Jesús, desvinculada de su predicación y de su vida no tiene el más mínimo valor o significado. 2º La muerte en la cruz no fue el paso obligado para llegar a la gloria. El domingo pasado veíamos que la muerte biológica no quita ni añade nada a la verdadera vida espiritual. Con vida plena puede uno estar muerto, y en la misma muerte biológica puede haber plenitud de Vida. Jesús murió por ser fiel a la idea de Dios como Padre, como amor incondicional a los hombres. Jesús quiso dejar claro que seguir amando como Dios ama, es más importante que conservar la vida biológica. No murió para que Dios nos amara, sino para demostrar que ya nos ama, con un amor incondicional. A Jesús le mataron porque estorbaba a todos aquellos que habían hecho de Dios y de la religión un instrumento de dominio y opresión de los más débiles. La muerte de Jesús no se puede separar de su profetismo, es decir, de su denuncia de la injusticia, sobre todo la que se ejercía en nombre de la Ley y el templo. Su opción por los pobres y excluidos fue su mensaje fundamental. Esta actitud, defendida en nombre de Dios, resultó inaguantable para los que solo buscaban su interés y mantener sus privilegios. Al demostrar que para él el amor era más importante que la vida, Jesús nos enseña el camino hacia la Vida (con mayúscula) que es definitiva y no es afectada por la muerte biológica. Ese camino nos lleva a la verdadera plenitud humana, que no está en asegurar nuestro “ego”, ni aquí ni en un más allá, sino en alcanzar la plenitud del amor que nos identifica con Dios. Amando como Dios ama potenciamos nuestro verdadero ser y lo llevamos al máximo de sus posibilidades humanas y divinas. La muerte de Jesús nos obliga a dar un paso de gigante en la verdadera comprensión de Dios y del hombre. Tenemos que descubrir la presencia de ese Dios en nuestras limitaciones, en nuestro sufrimiento, en nuestra misma muerte. Con el evangelio en la mano, no podemos seguir buscando nuestra plenitud en el triunfo y en la gloria personal. Ese es el paso que aún hoy, después de veinte siglos, nos cuesta tanto dar. La mejor prueba de esta incomprensión es que nos seguimos preguntando: ¿Por qué tanto sufrimiento, tanto dolor y tanta muerte inútil en el mundo? ¿Dónde está el Dios Padre? Seguimos pensando que el dolor y la muerte son incompatibles con la presencia de Dios. Un Dios que no dé seguridades a nuestro yo, no nos interesa. Un Dios que no nos garantice la permanencia del yo individual y egoísta no satisface nuestras apetencias. La muerte de Jesús nos parte en dos. Una parte de nosotros está con los dirigentes y no quiere saber nada del sufrimiento del dolor y de la muerte, porque nuestro primer objetivo es asegurar nuestra individualidad egoísta. “No puedo cantar ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar.” Otra parte de nosotros se siente atraída por ese hombre que viene a manifestar la verdadera Vida y que en ese camino hacia la plenitud, no da ninguna importancia a la vida terrena, y por tanto a la misma muerte. En el fondo de nosotros mismos, algo nos dice que Jesús tiene razón, que el único camino hacia la Vida es aceptar la muerte. Pero despegarnos de nuestro “yo” sigue siendo una meta inalcanzable para la mayoría de los mortales. Sin embargo, entender la muerte de Jesús es el primer paso para entender nuestro propio dolor y nuestra propia muerte. Si descubrimos que Jesús llegó al grado máximo de humanidad cuando fue capaz de amar por encima de la muerte, descubriremos dónde está para nosotros también la verdadera Vida. El secreto está en descubrir que no puede haber Vida si no se acepta la muerte. También la muerte física, pero sobre todo la muerte a nuestro “ego” individualista y excluyente. “Si el grano de trigo no muere...” Jesús nos enseña que estamos aquí para deshacernos de todo lo que hay en nosotros de terreno, de caduco, de material, para que lo que hay de Divino se manifieste en Unidad-Amor. Estamos aquí para descubrir que la verdadera Vida, la alcanzaremos dándonos a los demás hasta la absoluta muerte de nuestro ego. A través de discursos racionales, por muy brillantes que estos sean, nunca podremos entender el mensaje de Jesús. Solamente profundizando en lo más hondo de mí mismo, llegaré a comprender el sentido profundamente humano de mi existencia. Lo paradójico es que cuando descubra mi verdadera humanidad, entenderé lo que tengo de divino y se producirá la unidad de todo mi ser. En la recuperación de la unidad de lo que creía un dualismo maniqueo, encontraré la verdadera armonía y felicidad. Meditación-contemplaciónEscucha con atención la Pasión, pero ve más allá del relato. Intenta descubrir el sentido profundo del escondido mensaje. Deja que te empape el misterio de la VIDA, manifestado en Jesús. Su muerte no es más que el signo inequívoco del amor absoluto y total. .................. El supremo valor de esa VIDA se manifiesta en que la muerte no puede con ella. La VIDA es más fuerte que la muerte en Jesús y en todo el que le siga. La VIDA está ya en ti, pero puede que no la hayas descubierto. Aprovecha estos días para ahondar en tu propio pozo y descubrirla. .................. La VIDA de la que hablamos, es una realidad absoluta. Es Dios mismo desplegándose desde tu mismo CENTRO. No está en ti como algo añadido, material y estático, sino como ESPÍRITU, fuerza que todo lo transforma. Tras la sensación de “fracaso” y el “escándalo” –más el sentimiento de pérdida afectiva- que debió suponerles la ejecución de su Maestro, los discípulos tuvieron que recurrir a sus libros sagrados, en busca de una “explicación” que les permitiera hallar algo de coherencia en todo lo ocurrido.
En esa búsqueda, encontraron los cantos del Siervo de Yhwh (del libro de Isaías 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12) quien, siendo inocente, “carga” sobre sí –dentro de una conciencia corporativa-, el pecado del pueblo, para beneficio del conjunto. De un modo similar –vendrá a concluir la primera comunidad cristiana-, Jesús es el inocente que voluntariamente, y en nuestro beneficio, ha querido cargar con culpas que eran nuestras. Hoy somos bien conscientes de que esta lectura habría de dar lugar más tarde a toda una doctrina de la redención marcada por las ideas del pecado, la culpa, la expiación y el sacrificio vicario, que tan negativamente marcó nuestra tradición cristiana, desfigurando incluso lo más nuclear del evangelio. Junto con esos cantos, los discípulos encontraron también en el Salmo 22 una especie de “retrato” de la misma ejecución de Jesús. No es casualidad que Marcos –el relato más antiguo de la Pasión, de los que han llegado a nosotros- articule toda su narración en torno a ese mismo Salmo, que empieza con estas palabras –las únicas que Marcos pone en boca del crucificado-: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Seguramente no fueron palabras pronunciadas por Jesús: alguien que está muriendo asfixiado por el tormento de la cruz no tiene ánimo para hablar; tampoco los discípulos habrían podido estar cerca –los romanos establecían una gran distancia con respecto a los condenados- para escucharlas. Más bien, cada evangelista pone en boca de Jesús aquellas palabras que, según ellos, expresarían su vivencia más profunda. Pues bien, Marcos recurre a este salmo, y Mateo –en el texto que leemos este año- lo copia. Sólo Lucas y Juan introducirán nuevas expresiones, hasta sumar en total “siete”. El salmo 22, a pesar de que su inicio suena como un grito de desesperanza, es en realidad una oración confiada. Por otro lado, las alusiones del relato de Marcos y Mateo nos hacen pensar que la escena del Calvario nos es contada al trasluz del mismo. (Adjunto, al final de este comentario, el texto del Salmo 22, subrayando en cursiva aquellas expresiones que expresan confianza, y en negrita, aquellas otras que reaparecen, casi literalmente, en la narración de los evangelistas). En el relato de Mateo, se aprecia también un interés claro por cargar las culpas sobre los judíos –particularmente, la autoridad religiosa-, exculpando a los romanos –Pilato se declara inocente de esa muerte, que atribuye a la envidia de quienes se lo entregaron-. Es fácil suponer que las primeras comunidades, allá por los años 70-80, no querían enemistarse con las autoridades romanas. Por lo demás, llama la atención el recurso a la ironía en medio del drama. Tanto lo que hacen los soldados –en sus injurias a Jesús, al que han vestido como “rey”, con el manto de púrpura, la corona de espinas y la caña como cetro-, como las burlas al pie de la cruz –“si es el Hijo de Dios…”-, y el texto del letrero colocado sobre ella –“el rey de los judíos”- están diciendo la verdad sobre Jesús, más allá de la intención de sus autores. La muerte de Jesús viene acompañada de signos apocalípticos: las tinieblas, el temblor de la tierra, la apertura de tumbas… hablan del final de los “tiempos viejos” y del nacimiento de algo nuevo. Así es como los discípulos entendieron la muerte de su Maestro. Más en concreto, el desgarrarse el velo del Templo contiene una doble lectura: por un lado, se dice que es final del culto religioso (del templo); por otro, se afirma que, gracias al crucificado, todos los humanos tienen acceso directo a Dios (el velo aislaba el “Sancta Sanctorum”, lugar reservado exclusivamente al sacerdote). Y termina el relato con la proclamación de fe –“realmente éste era Hijo de Dios”- por parte de la comunidad pagana, representada por el centurión y los soldados. Mateo ha ampliado el texto de Marcos, en el que es únicamente el centurión quien pronuncia esas palabras. Al hilo del relato y del contenido teológico que los evangelistas quieren transmitirnos por medio de él, su lectura nos recuerda a los cristianos que somos seguidores de un Crucificado. Lo cual encierra diversas consecuencias, entre las que me parece importante –sin pretensión de ser exhaustivo- destacar las siguientes:
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