El pasado martes hemos celebrado los curas la fiesta de nuestro patrono, san Juan de Ávila, y con esta ocasión algunos celebramos los 50 años y otros los 60 como sacerdotes.
Es sabido que en estas celebraciones jubilares no es júbilo todo lo que reluce. Los parabienes y los comentarios amables, sobre lo bien que los demás dicen encontramos, nada pueden contra esa huella inmisericorde del tiempo sobre nosotros y también sobre nuestra circunstancia. Y nunca el paso del tiempo fue tan devastador como lo ha sido en estos cincuenta años: las paneras de nuestros pueblos y los desvanes están llenos de aperos y enseres arrinconados por nuevos adelantos que los dejaron inservibles. Me pregunto, desde esta curva del camino, si está ocurriendo lo mismo con el estamento clerical. Fuimos al seminario en una época de florecimiento vocacional. Lo favorecía el clima de religiosidad en nuestras familias. Contaba también el hecho de que, en muchos casos, el seminario era la única vía de acceso a los estudios más allá de la escuela y que la figura del sacerdote cotizaba socialmente. El «nacional-catolicismo» funcionaba sin sobresaltos. En 1953 se firmaba el Concordato con la Santa Sede que suponía la legitimación del régimen de Franco y la consolidación del estado católico, un utópico paradigma socio-religioso que pretendía identificar país y catolicismo, españoles y católicos. Diez años más tarde, cuando iniciábamos nuestro ministerio, los pronunciamientos del Concilio sobre la libertad religiosa, la separación entre Iglesia y Estado y un nuevo modelo de Iglesia testimonial, crítica y comprometida solo con el evangelio, dejaba sin suelo doctrinal este paradigma del nacional- catolicismo y todos esos hermanamientos de patria y religión de tan nefastas consecuencias en la historia. A nuestra generación le ha tocado afrontar tiempos de gran «mudanza», como diría san Ignacio: la transición política de la dictadura a la democracia y la transición que dentro de la Iglesia provocó el Concilio. Ambas traumáticas como veremos. En aquellos comienzos de nuestra labor, nos ilusionaba especialmente el apostolado de contacto humano acompañando a los militantes de los movimientos apostólicos especializados. La JOC había desarrollado una disciplina de trabajo pastoral que partiendo de la realidad (los «hechos de vida») trataba de juzgarla y transformarla a la luz del evangelio (ver, juzgar, actuar). El ejercicio y la familiaridad con este método despertaron la conciencia social del clero y lo acercó a la vida real implicándolo en los afanes y problemas de la gente. La sotana había dejado ya de ser una frontera. Este proceso, en aquella circunstancia eclesial y política tan especial, llevaría al clero a la encrucijada de numerosos conflictos. La falta de libertad sindical y política llevaría a muchos sacerdotes y militantes cristianos a utilizar el fuero privilegiado de la Iglesia para ser voz de los que no tenían voz y para denunciar la vulneración constante de los derechos humanos. Estas actuaciones provocaban fuertes tensiones en el interior de la Iglesia con los sectores más conservadores. El episcopado español se veía desbordado tanto en el campo político como en el eclesial. Era un episcopado envejecido, conservador, con escasa preparación teológica como se había demostrado en el Concilio, frente a un clero especialmente crítico que exigía más contundencia por parte del episcopado para denunciar el sistema político y encauzar la vida de la Iglesia de acuerdo con el concilio. Las expresiones de este enfrentamiento fueron múltiples: manifestaciones de curas en Bilbao y Barcelona, encierros en iglesias, homilías multadas, prisión y hasta peligro de ruptura de relaciones con el Vaticano. El clero español era entonces el más joven del mundo. Una amplia encuesta de 1970 nos lo revela abierto en lo político y en lo eclesial y reacio a todo autoritarismo, pero un 72% de sus miembros se declara inseguro en lo doctrinal. La nueva situación teológica, moral y social representaba para ellos un reto difícil de afrontar. No solo en España, en toda la Iglesia la situación surgida después del Concilio era delicada. Mientras la estabilidad política y la confianza en las instituciones habían acompañado el desarrollo del Concilio, los años posteriores a su conclusión abren un tiempo de turbulencias: revueltas estudiantiles, el mayo francés, la primavera de Praga, la crisis energética… En el interior de la Iglesia, la expectativa de cambio despertada por el Concilio choca con la resistencia de la curia y de la minoría conservadora que domina el sistema romano y hace vacilar a Pablo VI. La encíclica «Humanae vitae», que rechazaba los métodos anticonceptivos por respeto a la tradición, provoca una profunda decepción y el más amplio rechazo hasta entonces conocido a una encíclica pontificia. Son momentos de turbación. La gente se pregunta qué pasa en la Iglesia, mientras los seminarios se vacían y se multiplican las secularizaciones de sacerdotes. Las mareas vivas dejan a veces al descubierto el suelo rocoso de la playa provocando cambios en su configuración. De modo parecido los acontecimientos reseñados provocan en muchos curas una profunda crisis de identidad que cuestionaba su propia fe, su soledad emocional y su rol como cura en una nueva sociedad secularizada. La opción de miles de compañeros será la ruptura con su anterior trayectoria vital y la aventura arriesgada de un nuevo camino mediante el ejercicio de una profesión civil y una relación de pareja. En pocos años, a causa de estas secularizaciones, el número de sacerdotes en el mundo había disminuido en un 20%. Para los que quedábamos, era una experiencia amarga. En cualquier colectivo, que una parte de los nuestros se vayan porque no pueden vivir o realizarse entre nosotros es una herida dolorosa. La segunda herida, no menos dolorosa, han sido los numerosos casos de pederastia dentro del clero y ese largo encubrimiento que ha cuestionado el gobierno de la Iglesia en sus más altas instancias. Estos hechos, que han sacudido al mundo católico, nos avergüenzan y entristecen como sacerdotes porque traicionan la opción de Jesús por los más débiles, por las víctimas, por los niños. Dos siglos de atención preferente de la Iglesia a los niños y adolescentes han quedado ensombrecidos por estas conductas perversas. Señalemos como tercera herida el oscuro horizonte, o mejor la falta de horizonte, de un colectivo sin esperanzas de relevo generacional. En nuestra diócesis hay 112 sacerdotes en activo. Solo 28 tienen menos de 50 años y llevamos dos años sin ordenaciones. Me complace subrayar la calidad humana de estos sacerdotes jóvenes, su excelente preparación, su generosidad y sus atenciones con los mayores. Pero son los que son. Ni está asegurado el relevo, ni la atención a la mayoría de las comunidades, ni el que no se puedan sentir desbordados, quemados por la amplitud de la tarea. La crisis descrita en estas tres heridas afecta gravemente a la vida de la Iglesia y al derecho de las comunidades cristianas a la celebración regular de la eucaristía. La respuesta de la jerarquía a base de reforzar y restaurar lo tradicional y rezar por las vocaciones está agotada. ¿Por qué no mirar esta crisis como un «signo de los tiempos» que nos invita a reflexionar y cambiar lo que seguramente nos está pidiendo que cambiemos? Esta crisis deja al descubierto un grave desajuste de la Iglesia católica: su clericalismo. La Iglesia no son los curas, no son los obispos, no es el Papa. La Iglesia es el pueblo de Dios, un pueblo de iguales que, en cuanto bautizados, participan del único sacerdocio de Cristo. Lo primero, lo sustantivo es la comunidad. El ministerio ordenado, la jerarquía es servicio a la comunidad, no tiene razón de ser en sí y para sí, sino en referencia a la comunidad. No hay un estamento con voz y que tiene que realizar y decidir todo, y otro pasivo y reducido al silencio. Esta dicotomía es falsa, resta creatividad y democracia a la Iglesia y no existía en las primeras comunidades cristianas, que eran más participativas y más iguales. Pero ¿cómo ha de ser el ministro ordenado al servicio de la comunidad? ¿Casado o célibe? El Nuevo Testamento no impone nada en este punto y así ha sido durante muchos siglos. Solo en los últimos siglos la Iglesia católica de Occidente ha exigido el celibato, y sigue rehén de esta tradición. Pero la opinión en contra de esta exigencia es hoy mayoritaria en el pueblo cristiano. Al hacerla opcional, el carisma del celibato, en cuanto dedicación al evangelio con alma y corazón y a tiempo completo, brillará con luz propia, y por otro lado, se hará justicia a la santidad del matrimonio, en cuanto compatible con el ejercicio del sacerdocio ordenado. Es el pueblo de Dios el que debe buscar y dotarse de ministros del altar sobre la base de una mayor flexibilidad, pues el reclutamiento clásico está agotado. Casados o célibes. Dedicados enteramente a las comunidades o a tiempo parcial y más próximos al modo de vivir de la gente: labradores, artesanos, de profesiones liberales. Viviendo de su trabajo, como Pablo, o de la comunidad como otros apóstoles. Se trata de abrir puertas. El ejemplo de Jesús nos invita a esta libertad. Recordemos que él fue un laico, alejado de los círculos sacerdotales, que trabajó con sus manos y eligió como apóstoles a pescadores y a un funcionario de aduanas, a casados, los más, y a célibes, uno al menos. ¿Por qué enmendar la plana al Maestro?
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Es un fragmento del Sermón de la Cena, continuación inmediata del que leíamos el domingo pasado. Se anuncia que el Espíritu, el que viene del Padre y está en Jesús, se va a comunicar a los discípulos.
Es un texto bastante confuso, incluso parece contradictorio. El Espíritu se promete como algo futuro, pero se dice que ya lo conocen. Se habla también de un retorno de Jesús (“volveré”), pero parece un retorno “en el espíritu”, más que un anuncio de lo que se ha llamado “la segunda venida”. Juan presenta aquí con claridad el antagonismo entre sus seguidores y "el mundo". "El mundo" pensará que ha matado a Jesús, y no lo volverá a ver. Los discípulos lo seguirán viendo porque sentirán su Espíritu presente. Es un avance fundamental respecto al aspecto puramente exterior de las apariciones del Resucitado. La definitiva presencia de Jesús no consiste en esas apariciones, sino en la presencia del Espíritu. Finalmente, queda perfectamente definida la secuencia "amaràobrasàamar". Amar a Dios es cumplir sus mandamientos, que consisten en amar. Y ese es precisamente el resumen del Espíritu de Jesús: una relación con Dios y con los seres humanos basada en el amor. Dios es el Padre, por eso le podemos amar, porque nos ama: somos los hermanos y por eso la ley es la misma entre los humanos que entre los humanos y Dios. Es la síntesis, el corazón de la Buena Noticia. Se señala también una importante relación de causalidad. Conocer a Dios es conocer al Padre, conocer que me quiere, que nos quiere: esta es la causa que produce nuestro amor, hacia Él y entre nosotros. Llama la atención la constante presencia de expresiones positivas, de alegría, de gloria, de consuelo, que rezuman todos los textos que leemos hoy. · Las primeras comunidades muestran este primer fruto del Espíritu: la alegría. · Pedro manda un mensaje de vida, de paz, de firmeza, de serenidad aun en la persecución. · Juan promete la presencia del Consolador o Defensor, proclama la fuerza del Espíritu de amor. Y es que todos estos textos, tan cercanos al mismo Jesús, están llenos del Buen Espíritu, el que hizo que todo esto se llamase "Evangelio", Buena Noticia. La Buena Noticia es que, en Jesús, hemos conocido a Dios; y el Dios que conocemos es estupendo, mucho mejor de lo que nos habían contado. La Buena Noticia es que Dios me quiere como las madres quieren a sus hijos. La Buena Noticia es que yo, que necesito de Dios como un nene de teta a su madre, lo encuentro. La Buena Noticia es que se puede vivir por encima de egoísmos y mezquindades, que podemos vivir como hermanos. La Buena Noticia es que la vida entera tiene sentido, acaba bien, hay más vida, mucha más de la que conocemos. La Buena Noticia es que merece la pena trabajar y hasta sufrir. Y todo esto se anuncia, y se recibe con gozo por todos aquellos que no están maleados, o que no tienen el corazón demasiado esclavo de otras satisfacciones menos ambiciosas. Y este es el Espíritu de Jesús, el que soplaba en aquella comunidad de tal manera que llamaba la atención y la gente se les unía. Lo de Jesús, ¡la gran noticia! Esta Buena Noticia es, ante todo, una experiencia personal, íntima; y es esta la raíz de nuestra relación con Dios, la fuente de nuestra vida de oración. Me temo que situamos nuestra religiosidad en planos demasiado externos de nuestra persona: el conocimiento, la moralidad de las acciones, la guía para la relación con los demás... Es necesario acudir a Dios desde más adentro. Dentro de nosotros, en lo más profundo de nuestra persona, ahí donde no llega mi marido ni mi mujer ni los amigos ni nadie, está el niño que fuimos y que somos, el que se siente solo y necesita ser querido, el que ambiciona y teme. Ese es el que necesita a Dios. Desde ahí puedo gritar "papá", hacia Dios... Es ahí donde se recibe la Buena Noticia. Es desde ahí desde donde oramos, desde donde gritamos "Padre", desde donde pedimos "No me dejes caer en la tentación, líbrame del mal"... Es ahí donde recibimos el refresco y la urgencia del Espíritu. Si ese niño se vuelve a Dios, se siente querido por el Padre, entonces es cuando suenan bien las palabras del evangelio de Juan: "Vosotros estáis en mí y yo en vosotros" "Vendremos a él y habitaremos en él". La esencia última de la fe, de la religiosidad, está en sentir en lo más profundo que Dios me quiere. Todo lo demás es consecuencia de esto. No siempre, sin embargo, ha sentido la Iglesia con toda claridad esta imagen de Dios y fue entonces cuando el Espíritu sopló en la Iglesia la imagen de la Madre. Cuando la Iglesia y la Teología dejaron oscurecerse el rostro del Padre insistiendo más en el Señor y Juez, el instinto del pueblo cristiano volcó su necesidad de Dios en María, la Madre de Jesús, la madre a la que se puede contar todo, de la que se puede esperar todo. La devoción a La Madre ha sustituido en nuestra piedad nuestra relación con Abbá. Y ha sido bueno, estupendo para la Iglesia. Esta devoción se ha demostrado fecunda. El sentimiento de admiración, de amor, de confianza absoluta que ha inspirado siempre la figura de María ha potenciado hasta límites insospechados la religiosidad, el espíritu evangélico, la entrega, el perdón. Todo ello, sin temor, sin amenazas, sin lejanías... Por la fuerza de la admiración y del cariño materno-filial. Esto muestra bien a las claras cuál es la esencia de la religiosidad cristiana, y qué equivocadamente vestimos a Dios de majestades terribles y de judicaturas amenazantes, con la vana esperanza de que esto sea más eficaz para la conversión. No enmendemos la plana a Jesús. No pintemos nuevas caras de Dios. Lo mejor será siempre mirar al Rostro de Jesús, en el que vemos al Padre. Este es el corazón del mensaje de Jesús: quién es Dios. Y las imágenes son múltiples; deberíamos releer el capítulo XV de Lucas y disfrutar de la osadía de Jesús, comparando a Dios con el pastor loco de alegría por una sola oveja recuperada, con una mujer pobre que alborota la vecindad por haber recuperado una miserable dracma, con el paterfamilias venerable que echa por la ventana su dignidad y la mitad de su hacienda porque ha recuperado al sinvergüenza de su hijo que ha vuelto a casa muerto de miseria. El mundo no puede recibirlo, prefiere otros dioses, más majestuosos, más distantes, más jueces. Nosotros hemos visto a Dios en Jesús, y le conocemos. Por eso podemos amarle. No se ama al distante creador todopoderoso; sólo se le admira. No se ama al juez, por muy misericordioso que sea; más bien se le teme. Se ama al amigo, se aman los esposos, se ama al hijo. Y se ama, sobre todo, al amor desinteresado, engendrador y siempre fiel, a la madre. Corazón de la Buena Noticia: las relaciones de Dios con nosotros y de nosotros con Dios son relaciones de amor materno/filial. Amar es una palabra desfigurada: por un lado por el enfoque carnal/sexual y por otro lado por el enfoque pseudo-místico. Jesús es más práctico. Cuando habla de amor, nunca habla de sentimiento. Habla de obras, que son el fruto del amor. Porque, más allá de toda definición de “amor”, está la evidencia de cómo se comporta el amor; desear todo lo mejor para el otro, estar dispuesto a cualquier cosa por él; desear dar, muy por encima de la necesidad de recibir. A la fuerza que mueve esas actitudes le llamamos amor. “Como a ti mismo” es una expresión feliz, que desmonta muchas tonterías habituales. La primera tontería es que se supone que debemos aborrecernos, que amarse se tiene por egoísmo, que “amor propio” es una de las expresiones más deformadas. El que no se quiere no puede subsistir. La autoestima es lo más necesario para toda persona. Es la base y expresión del instinto de supervivencia. Lo de Jesús es darle dimensión grupal: lo que quieres para ti, quiérelo para los otros. ¿Podemos amar a Dios? No lo sé; me remito a las palabras de Juan: “Si no amas a tu prójimo a quien ves. ¿cómo puedes amar a Dios a quien no ves?” Quizá por deformación personal, he sentido siempre desconfianza por las personas que dicen sentir el amor de Dios. Repito, quizá por malformación, pero así lo siento. Sin embargo, siento veneración por las personas que no exhiben sentimientos de amor, pero sirven, son generosas, son delicadas, no pregonan, no buscan su interés, no se irritan, no llevan cuentas del mal, lo excusan todo, lo creen todo, lo esperan todo, lo aguantan todo. En esas personas veo el Espíritu, que nunca se muestra en llamaradas ni ventoleras, ni en fuegos artificiales ni en espectáculos sentimentales. Nuestro refranero dice sabiamente que “obras son amores”. Pues sí, ya lo había dicho Jesús. Nosotros la Iglesia somos especialistas en decir y no hacer.
O R A C I Ó N Texto adaptado de la primera carta de Juan, cap. 4 Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios; todo el que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor. Dios ha demostrado el amor que nos tiene enviando al mundo a su hijo único para que vivamos gracias a él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó y envió a su hijo para salvarnos de nuestros pecados. Queridos, si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca le ha visto nadie; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros. Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene. El amor llegará a nosotros a su perfección si somos en el mundo lo que él fue. Nosotros amamos porque él nos amó antes. Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente pues si no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y el mandato que nos dio es que quien ama a Dios ame también a su hermano. Es la primera vez que, en el cuarto evangelio, se habla del Paráclito, del que se dice que es “el Espíritu de la verdad”, enviado por el Padre. Así es como se habla de él en cada una de las cinco ocasiones que se menciona en estos capítulos (14,16.26; 15,26; 16,7-11.13-15).
El término griego “paráklētos” significa, literalmente, “el que es invocado” o “el que es llamado al lado de”. La traducción al latín era sencilla: “ad-vocatus” (literalmente: “llamado junto a”); por ese motivo, en la versión al castellano se impuso el término “abogado defensor” (o, sencillamente, “defensor”); más por la palabra latina que por el significado original, que insistía sobre todo en la presencia incondicional del Espíritu. De hecho, el término “Espíritu” parecía aludir a Dios mismo en cuanto interiorizado en el ser humano, como fuente de todo dinamismo. El cuarto evangelio habla, sin embargo, de “otro Paráclito”. El primero, para la comunidad joánica, es el propio Jesús, quien aparece a continuación prometiendo su regreso. A lo largo de todo el llamado “testamento espiritual”, queda patente el amor de Jesús hacia su grupo –y a todos los creyentes, en él representados-, que en ocasiones alcanza expresiones entrañables de interés, delicadeza y ternura. Aquí aparece una muestra. En un contexto de desconcierto y temor, es el que va a ser condenado quien los fortalece: “No os dejaré desamparados”. La promesa alude a la resurrección: Después de ese “poco”, el “mundo” no lo verá, pero los suyos lo verán… y vivirán, porque él mismo sigue viviendo. Se repite, por dos veces, que el “mundo” no puede “recibir” el Espíritu, ni puede “ver” a Jesús. Para comprender el texto con exactitud, conviene saber que, en el cuarto evangelio, el término “mundo” reviste tres significados diferentes: 1) como espacio físico, 2) como objeto del amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo…” (3,16), y 3) como fuerza opuesta a los valores del evangelio y, por tanto, a la vida de las personas. No se trata, pues, de personas, sino de la mentira –producto de la ignorancia y de la inconsciencia- que nos ciega y nos incapacita para “ver” el Misterio en todo y para vivir conscientemente “conectados” por el Espíritu, dejándonos conducir por él, como nuestra Fuente o Dinamismo interior. El Espíritu –afirma el texto- “vive en vosotros y está con vosotros”. Desde la mente dual, corremos el riesgo de querer imaginarnos al Espíritu como una Realidad separada que, eventualmente, podemos acoger en nuestro interior. Una tal representación es engañosa y únicamente puede provenir de la mente fragmentadora. La realidad es otra. Seamos o no conscientes de ello, el Espíritu está ya en nosotros; siempre ha estado y siempre estará, porque nos constituye en lo más íntimo y nuclear de nuestra identidad. Es cierto que el texto evangélico lo asocia a la muerte-resurrección de Jesús –como don de la Pascua-, pero se trata sólo de desvelar lo que siempre ha sido. En cuanto tomamos distancia de la mente dual, “recibimos” el Espíritu, es decir, “vemos” todo lo que es como “expresión” de ese mismo Espíritu que en todo se manifiesta. No sólo no es una presencia separada que puede o no venir a nuestro interior, sino que nos constituye en nuestra Identidad más profunda. De manera que, más que un yo habitado por el Espíritu –a un nivel relativo, esto es también cierto-, somos el Espíritu viviéndose en forma de yoes concretos. Recordemos, una vez más, las palabras de Teilhard de Chardin: “No somos seres humanos viviendo una aventura espiritual, sino seres espirituales viviendo una aventura humana”. La pregunta que surge de aquí es básica: ¿cómo nos percibimos habitualmente? ¿Como un yo despistado, perdido en una interminable cháchara mental? ¿Como un yo separado en su forma particular que quiere “recibir” el Espíritu para sentirse fortalecido?... ¿O como el Espíritu sin forma que, más allá del yo relativo, quiere expresarse en nosotros como se expresó en el propio Jesús? A mi modo de ver, la “conversión” consiste, precisamente, en vivir este paso: del yo al Espíritu. Al vivirlo, es cuando experimentamos la verdad de las palabras de Jesús: “Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros”. Se barrunta la Unidad profunda, se adora, se saborea y se vive. A partir de ahí, venimos a descubrir que quizás se trata sólo de eso: de comprender quiénes somos. Eso es salir de la ignorancia, despertar, venir a la luz, “recibir” el Espíritu… De esa comprensión básica, nace una actitud y un modo de vivir caracterizado, dice Jesús, por “guardar mis mandamientos”. ¿De qué se trata? Para un judío, amar a Dios significaba cumplir sus mandamientos, es decir, ser fiel a la alianza. Del mismo modo, amar a Jesús –encontrarse con él y con lo que él vivió- significa guardar sus “mandamientos” o su “palabra” (como se dirá más adelante). Pero sabemos que, para el cuarto evangelio, hay un solo mandamiento: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Con el mismo amor con que yo os he amado, amaos también los unos a los otros. Por el amor que os tengáis los unos a los otros, reconocerán todos que sois discípulos míos” (13,34-35). Al resumir toda la Ley en ese mandamiento “nuevo”, lo que Jesús está haciendo no es sino poner palabras a lo que él mismo ha vivido. Amar a Jesús, por tanto, no es otra cosa que vivir como él vivió. No se trata de un “amor romántico” al margen de la vida cotidiana –no es el que dice: “Señor, Señor”, había advertido ya el Maestro: Mt 7,21-, sino el que, sintiéndose uno con él, deja vivir al Espíritu, que es amor. El amor se convierte así en la consecuencia y en el camino. Es consecuencia de la comprensión: quien descubre su identidad más profunda, donde encuentra el Espíritu, no puede no amar; pero, al mismo tiempo, vivir el amor al otro es preparar el camino para que se nos regale la visión. Y es en la vivencia del amor donde, tal como lo había prometido, Jesús se nos revela: todo converge y se unifica. Sentir amor, ser amor, dejar que el Amor sea… Esa es la experiencia del Espíritu. Seguramente fue esa misma experiencia la que inspiró a Louis Evely esta oración: DIOS… Tú eres lo esencial de mi vida. Tú eres más real que yo mismo. Tú eres todo cuanto me desborda. Tú eres certidumbre que dinamiza mi querer. Tú eres yo, pero mucho más que yo. Tú eres para mí mucho más otro que lo son todos los otros. Tú eres lo que me habita y lo que yo habito. Me pertenezco a mí mismo en la medida en que me doy a ti. Me afirmo a mí mismo afirmándote a Ti. Soy yo mismo siendo Tú. El evangelio que acabamos de leer es prácticamente continuación del que leímos la semana pasada. Es una teología muy elaborada de la presencia de Dios en la primera comunidad. El evangelio de Juan escenifica esa teología y la pone en boca de Jesús.
Juan trata de hacer ver a los cristianos de finales del siglo primero, que no estaban en inferioridad de condiciones con relación a los que habían conocido a Jesús; por eso es tan importante este tema, también para nosotros hoy. Nos pone ante la realidad de Jesús vivo que nos hace vivir a nosotros con la misma Vida que él tenía antes y después de su muerte; y que ahora se manifiesta de una manera nueva. Se trata de la misma Vida de Dios. Esto explica que entre en juego un nuevo protagonista: el Espíritu. No debemos dejarnos confundir por la manera de formular estas esenciales ideas sobre la relación de Jesús, Dios y el Espíritu con aquellos cristianos de finales del siglo I. No se trata de una relación con alguna entidad exterior al ser humano. Tampoco se está hablando de tres realidades separadas. A pesar de las apariencias, si uno se fija bien en el lenguaje, descubrirá que se habla de la misma realidad con nombres distintos. Una y otra vez insisten los textos en la identidad de los tres. Después de morir, el Jesús que vivió en Galilea, se identificó absolutamente con Dios que es Espíritu. Ahora los tres son indistinguibles. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Mandamientos que en el capítulo anterior quedaron reducidos a uno solo: amar. Quien no ama a los demás no puede amar a Jesús, ni a Dios. Los mandamientos pierden su carácter de imposición; son exigencia interna del amor. No se trata de una obediencia a normas externas, sino manifestación de un impulso interior. Si conserva el nombre de “mandamientos” es para distinguirlos de la “Ley”. Las “exigencias” no son obligaciones impuestas desde fuera, sino respuesta del amor a las posibilidades de llegar a la plenitud humana que se debe manifestar en cada circunstancia concreta. Para Juan, “el pecado del mundo” era uno: la opresión, que después se manifiesta en toda clase de injusticias. El “amor” es también único, que se despliega en toda clase de solidaridad y entrega a los demás. Yo pediré al Padre que os mande otro defensor que esté con vosotros siempre. Cuando Jesús dice que el Padre mandará otro defensor, no está hablando de una realidad distinta de lo que él es o de lo que es Dios. Está hablando de una nueva manera de experimentar elamor, que será mucho más cercana y efectiva que su presencia física durante la vida terrena. Primero dice que mandará al Espíritu, después que él volverá para estar con ellos, y por fin que el Padre y él vendrán y se quedarán. Esto significa que se trata de una realidad múltiple y a la vez única, Dios. “Defensor” (paraklêtos) = el que ayuda en cualquier circunstancia; abogado defensor cuando se trata de un juicio. Naturalmente se trata de una expresión metafórica. La defensa a la que se refiere, no va a venir de otra entidad, sino que será la fuerza de Dios-Espíritu que actuará desde dentro de cada uno. De hecho tiene un doble papel: mantener vivo e interpretar el mensaje de Jesús y dar seguridad y guiar a los discípulos en su lucha contra el mundo. El Espíritu será otro valedor. Mientras estaba con ellos, era el mismo Jesús quien les enseñaba y defendía. Cuando él se vaya, será el Espíritu el único defensor, pero será mucho más eficaz, porque defenderá desde dentro a cada uno. “El Espíritu de la verdad”. La ambivalencia del término griego (alêtheia) = verdad y lealtad, pone la verdad en conexión con la fidelidad, es decir con el amor. “De la verdad” es genitivo epexegético; quiere decir, El Espíritu que es la verdad. Jesús acaba de decir que él era la verdad. “El mundo” es aquí el orden injusto que profesa la mentira, la falsedad. El mundo propone como valor lo que merma o suprime la vida del hombre. Lo contrario de Dios. Los discípulos tienen ya experiencia del Espíritu, pero será mucho mayor cuando esté en ellos como principio dinámico interno. “No os voy a dejar desamparados. En griego órfanoús=huérfanos se usa muchas veces en sentido figurado. En 13,33 había dicho Jesús: hijitos míos. En el AT el huérfano era prototipo de aquel con quien se pueden cometer impunemente toda clase de injusticias. Jesús no va a dejar a los suyos indefensos ante el poder del mal. El mundo dejará de verme; vosotros, en cambio, me veréis, porque yo tengo vida y también vosotros la tendréis. La profundidad del mensaje puede dejarnos en lo superficial de la letra. “Dejará de verme” y “me veréis”, no hace referencia a la visión física. No se trata de verlo resucitado, sino de descubrir que sigue dándoles Vida. Esta idea es clave para entender bien la resurrección. El mundo dejará de verlo, porque sólo es capaz de verlo corporalmente. Ellos que durante la vida terrena lo habían visto como el mundo, externamente, ahora serán capaces de verlo de una manera nueva. Lo seguirán viendo y aún con mayor claridad. Se describe en términos de visión la comunión de Vida con él. Aquel día experimentaréis que yo estoy identificado con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. Al participar de la misma Vida de Dios, de la que el mismo Jesús participa, experimentarán la completa unidad con Jesús y con Dios. Es una experiencia de unidad e identificación tan viva que nada ni nadie podrá arrancársela. Es una comunión de ser absoluta entre Dios y el hombre. Por eso, al amar ellos, es el mismo Dios quien ama. El amor que es Dios se manifiesta en ellos como se manifestó en Jesús. El que acepta mis mandamientos y los guarda ese me ama de verdad; a quien me ama le amará mi Padre y le amaré yo y yo mismo me manifestaré a él. Su mensaje es el del amor al hombre y no el del sometimiento. La presencia de Jesús y Dios se experimenta como una cercanía interior, no externa. En (14,2) Jesús iba a preparar sitio a los suyos en el “hogar” del Padre. Aquí son el Padre y Jesús los que vienen a vivir con el discípulo. En el AT la presencia de Dios se localizaba en un lugar, la tienda del encuentro o el templo, ahora cada miembro de la comunidad será morada de Dios. No será solo una experiencia interior; el amor manifestado hará visible esa presencia. La “presencia” sería una característica de los tiempos mesiánicos (Ez 37,26) (Zac 2,14) A una pregunta del otro Judas, no el Iscariote, responde Jesús: Uno que me ama cumplirá mi mensaje y mi Padre le demostrará su amor: vendremos a él y permaneceremos con él. Repite lo ya dicho. Los discípulos tienen garantizada la presencia del Padre y la de él mismo. Esa presencia no va a ser puntual, sino continuada. Una vez más se utiliza el verbo “permanecer” que expresa una actitud decidida de Dios para con el hombre. También queda una vez más confirmada la identidad de Jesús con Dios, una vez que ha terminado su trayectoria terrena. “Os dejo dichas estas cosas mientras vivo con vosotros”. Juan sigue en la ficción de la doble perspectiva. Todo lo que hace decir a Jesús, lo está diciendo él mismo, pero tiene que hacer ver que Jesús había preparado a los discípulos para afrontar la nueva etapa en la que él ya no estaría con ellos. Una vez más se hace referencia a la partida. Les acaba de exponer el plan de Dios para el hombre, lo irán comprendiendo porco a poco. Estos textos están escritos a finales del siglo I. “El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, él os lo irá enseñando todo, recordándoos todo lo que yo os he expuesto. La total comprensión de lo que les ha dicho, llegará por la ayuda del Espíritu. Esta era ya la experiencia de las primeras comunidades. Se le llama ahora Espíritu Santo. Es santo o separado porque pertenece a la esfera de lo divino. Es santificador o separador, porque lleva de la tiniebla-muerte a la luz-vida. La enseñanza del Espíritu es la de Jesús mismo. Mientras el Espíritu no nos separe del mundo injusto, no podremos comprender el mensaje de Jesús. Por esa falta de Experiencia se dieron tantas conclusiones equivocadas cuando vivían con Jesús. Jesús vivió una identificación con Dios que no podemos expresar con palabras. "Yo y el Padre somos uno." A esa misma identificación estamos llamados nosotros. Hacernos una cosa con Dios, que es espíritu y que no está en nosotros como parte alícuota de un todo que soy yo, sino como fundamento de mi ser, sin el cual nada puede haber de mí. Esa presencia de Dios en mí no altera para nada mi individualidad. Yo soy totalmente yo y totalmente (de) Dios. El vivir esta realidad es lo que constituye la plenitud del hombre. En esto consiste todo el mensaje de Jesús. Descubrir y vivir esa presencia es nuestra tarea como cristianos, es decir, como seguidores de Cristo. Es también el objetivo de todos los seres humanos, porque todos estamos llamados a alcanzar esa misma meta. Meditación-contemplación“Yo estoy identificado con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros” Nos empeñamos en meter en conceptos lo indecible. El místico, desde su experiencia, apunta al sol. Como la luz nos deslumbra, nos quedamos mirando al dedo. ............. Solo la vivencia puede saciar el ansia de conocer y amar. Lo que te empeñas en buscar fuera de ti, no existe más que dentro. El dedo que señala es sólo una ilusión. El ojo ya no existe, ni hay nada que mirar. ................ Vete al centro de ti y descubre tu esencia. Ese descubrimiento colmará tus anhelos. Descubre que la Luz, desde el centro de ti, ha transformado todo tu ser en Luz. Cuando os reunís para las primeras comuniones, eso ya no es celebrar la Cena del Señor. Porque una gran cadena comercial que encabeza tanto las listas de grandes beneficios como las de salarios y condiciones laborales injustas, acaba de publicar un espectacular folleto en papel “couché”, de 22 páginas, donde anuncia trajes para la primera comunión, entre 400 y 1000 €, con descripciones como: “vestido de fantasía, de seda, de organza, cuerpo bordado con torera, falda de gasa con vuelo”… para niñas y niños, rubitas ellas en su mayoría.
También vestidos para niñas invitadas, cadenas y pulseras de oro, relojes Swacht o Viceroy, zapatos, libros de recuerdo, servicio de imprenta para invitaciones… Y finalmente “la gran idea”: listas de primera comunión, paralelas a las listas de boda (“porque te aseguras de recibir justo lo que más te gusta”). En ellas hay desde joyeros y pulseras, hasta sillas giratorias, bicicletas, juguetes electrónicos… ¡incluso biblias!.. De modo que, entre eso y el inevitable convite igualmente fatuo, apenas habrá auténtica primera comunión que no supere el medio millón de las antiguas pesetas. Demasiado dinero para recibir al Dios de los pobres. Tanto que algunas familias han retrasado la primera comunión de sus niños por la crisis económica. ¿Es que no tenéis otros días del año para todas esas fatuidades? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen?. La verdad es que en esto no puedo alabaros. Porque yo mismo recibí del Señor lo que ya os he transmitido: que el Señor Jesús, en la hora más negra de su vida, cuando iba a ser entregado por uno de los suyos y condenado a muerte por los sacerdotes, se sentó a la mesa a cenar con sus discípulos y, en aquella cena, tomó el pan, símbolo de la necesidad humana, lo partió y se lo pasó diciendo que aquel pan compartido era su persona entregada por nosotros. También tomó una copa de vino, símbolo de la alegría humana y se la pasó diciendo que aquel vino era su sangre (sede de la vida para los judíos) con la que Dios sellaba una alianza nueva e irrompible con el género humano. Y añadió que repitiéramos esos gestos como memorial suyo: de modo que cada vez que celebráis la comunión estás anunciando esa vida de Jesús entregada hasta la muerte por solidaridad con nosotros. Por eso debemos examinarnos seriamente, porque quien come el cuerpo del Señor sin discernimiento se traga su propia condena… (cf. 1ª Cor 11, 20sss) ¿No habéis oído el ejemplo de vuestros hermanos filipenses que han decidido celebrar la primera comunión de sus hijos del modo más sobrio posible, sin trajes ni alharacas, para dar todo el importe que eso hubiera supuesto a los niños de Haití? ¿No sabéis todavía que en ese mundo que habéis montado mueren cada hora mil niños menores de cinco años, por desnutrición o enfermedad (lo que hace unos once millones de niños al año)? ¿Creéis que el Señor entregó su persona y su vida (su cuerpo y su sangre) para que haya esas diferencias entre vosotros? ¿Es así como queréis preparar la jornada mundial de la juventud? ¿No sabéis que, además, esa forma de primera comunión, se convierte para la gran mayoría de los niños en su última comunión? Por eso quiero recordaros palabras de los antiguos profetas: “Detesto vuestras primeras comuniones -dice el Señor-, estoy harto de vestidos de seda, se me han vuelto una carga vuestras diademas y pulseras; aprended a practicar la justicia, enderezad a los oprimidos, proteged a los que no pueden valerse… Porque ésta es la primera comunión que yo quiero: aprende a partir tu pan con el hambriento, a hospedar a los sin techo, a vestir al desnudo y a no cerrarte a los que son tu propia carne… Entonces irradiará tu luz como una aurora y tus oscuridades interiores se volverán mediodía” (cf. Isaías 1 y 58). “Y no os contentéis con decir: vamos a la iglesia, vamos a la iglesia… ¿creéis que la casa del Señor es una pasarela de modelos?” (cf. Jeremías 7). ¿No sabéis que el rico sólo puede traer a la iglesia su humillación porque Dios eligió a los pobres como ricos en el mundo de la fe y herederos del reino de Dios? ¿No son acaso los ricos los que nos zarandean y luego nos llevan a los tribunales, y afrentan el hermoso nombre de cristianos? (carta de Santiago 1,10; 2, 5ss)… Hace años, y por estas razones aquí expuestas, el mes de mayo ya fue calificado como “el mes de los sacrilegios”. Por favor, no me ofendáis de esa manera, dice el Señor. Solemos poner el acento en los problemas que deben enfrentar los inmigrantes y en las medidas restrictivas que instrumentan los países receptores: visas, muros, sistemas de vigilancia, directivas retorno, la externalización de fronteras, la internalización mental a través de la persecución, el hostigamiento y las deportaciones; las detenciones arbitrarias, la impunidad policial fronteriza y los centros de internamiento, donde la violación de los derechos humanos es cotidiana, etc., etc.
Pero antes que todo eso, lo terrible, inadmisible, es tener que elegir compulsivamente entre dos únicas opciones, emigrar o perecer, o lo que es aún peor, perecer emigrando, como sucede en los cayucos que frecuentemente naufragan en las costas peninsulares del Mediterráneo o en las proximidades de las islas Canarias. Que la migración sea una elección libre, esa es la única opción aceptable. De otro modo estaremos convalidando la continuidad de un sistema cuyo único objetivo es la acumulación de ganancias. El capitalismo no solo genera desequilibrios económicos concentrando la riqueza en pocas manos sino que destruye las bases mismas de la supervivencia y de la convivencia humana. Ni las mejores leyes, derechos y garantías pueden suplantar ni compensar la aniquilación de uno de los derechos humanos fundamentales, que si bien ha sido omitido en la Declaración de los derechos humanos de las Naciones Unidas, constituye la base misma de la estructura familiar y social: el derecho al arraigo. La ciudadanía universal que algunos proponen puede llegar a ser un instrumento capaz de paliar la exclusión y la discriminación a que son sometidos los migrantes en la mayor parte de los países receptores, pero no podrá compensar jamás a quienes se ven impulsados a emigrar por razones económicas. Nada puede subsanar la ruptura familiar, el distanciamiento de los afectos, el alejamiento del terruño, de la cultura inicial. Migrar no solo es renunciar a esas vitales bases espirituales sino imponer a los que se quedan castigo similar privando a los hijos del fecundo aliento de los mayores y a los mayores del renovado impulso de los más pequeños. Emigrar debe ser fundamentalmente una elección individual, personal, meditada y nunca una huida desesperada hacia un futuro incierto, aleatorio y en la mayor parte de los casos seguramente no deseado. Pese a que por lo general se argumenta sobre la imposibilidad de arbitrar medidas de suficiente envergadura como para revertir los crecientes flujos migratorios entre el sur y el norte, entre países vecinos del hemisferio sur y aún en el interior de los mismos, existe una experiencia que puede tornarlos reversibles. Entre 1960 y 1973 los países europeos mediterráneos, especialmente España y Portugal se convirtieron en importantes generadores de flujos migratorios hacia otros países de mejores niveles de vida del mismo continente. Más de dos millones de españoles encontraron. entre otros, refugio y trabajo especialmente en Francia, Bélgica, Alemania y Suiza. Durante ese período fueron sin duda importantes para España y para los demás países las remesas de dinero que enviaban a sus familias los emigrados, pero el gran vuelco migratorio, el retorno casi masivo de los exiliados económicos solo se produjo cuando la Comunidad Europea incorporó a partir de 1975, una decidida política de desarrollo regional basada en la transferencia de fondos de los Estados miembros más ricos a los más pobres y a las regiones más deprimidas mediante los llamados Fondos Estructurales para “evitar que las disparidades económicas y sociales frenasen el desarrollo e impidiesen a los ciudadanos y a las regiones aprovechar al máximo su potencial económico y humano". Dichos Fondos fueron destinados a tres objetivos generales: promover el desarrollo de las regiones menos desarrolladas, respaldar la reconversión económica y social de las zonas deficitarias y contribuir a la adaptación y modernización de las políticas y sistemas de educación, formación y empleo. Y fueron fundamentalmente orientados a lograr que Grecia, España, Irlanda y Portugal pudieran integrarse al resto de la comunidad en una más aproximada paridad de condiciones ya que en esos momentos las diez regiones más dinámicas de la UE tenían un nivel de prosperidad, medido en PIB per cápita, casi tres veces mayor que el de las diez regiones menos desarrolladas y, en consecuencia, nivelarlas se convertía casi en una exigencia de la integración. Y aunque a nadie escape que tanto la prosperidad de Europa como los esfuerzos de integración se hallan inalienablemente ligados a las políticas neoliberales de explotación y drenaje de los recursos del hemisferio sur, los principios invocados para lograr la integración,solidaridad y cohesión, son valores que la misma UE reconoce, aunque esté lejos de respetarlos y que merecen ser tenidos en consideración y aplicados ciñéndose a su verdadero sentido:
Aprovechándonos de estas y otras experiencias, hemos de ser capaces de convertir el tan doloroso tema de las migraciones forzosas en un recuerdo del pasado y sustituirlo por un futuro capaz de satisfacer las elementales necesidades materiales de los seres humanos y casi con mayor énfasis aún las frecuentemente olvidadas necesidades del espíritu, la posibilidad de construir los lazos solidarios que se prolongan en el tiempo, la de mantener la continuidad cultural heredada de los ancestros, la de disfrutar del entorno y de los paisajes que les vieron nacer, la permanencia y el fortalecimiento de los afectos familiares, aspectos todos de imposible valoración económica pero a los que la mayor parte de los seres humanos no quisieran seguramente renunciar. Las emigraciones compulsivas son una consecuencia inseparable del modelo de sociedades, amorfas, acromegálicas e inhumanas que estamos construyendo. Buscar remiendos o poner paños fríos no soluciona las profundas rupturas que generan. Tratar de revertir esta situación, negándonos a aceptarla como si fuera un ineludible condicionamiento de la realidad debería ser nuestro compromiso. El obispo Fritz Lobinger (Passau, Alemania, 1929) lleva más de 50 años en Sudáfrica. Titular de la diócesis de Aliwal de 1988 a 2004, continúa viviendo en Durban. Fue cofundador en África de los Institutos Lumko de Misionología, con el modelo pastoral de pequeñas comunidades cristianas y el método de la ‘Biblia compartida’. Ha viajado por varios continentes, particularmente África, Asia y, recientemente, América Latina. La falta de presbíteros y la maduración de las comunidades cristianas son su principal preocupación pastoral.
Ha escrito varios libros en alemán, inglés y portugués. En primavera podremos leer en español sus dos últimos libros, Equipos de ministros ordenados y El Altar vacío (ambos en Herder). ¿Cuándo y cómo comenzó a reflexionar sobre su propuesta de dos formas complementarias de ministerio presbiteral en la Iglesia católica? Empecé ya a reflexionar sobre ello en la década de 1970, cuando vi con mis propios ojos cómo muchas comunidades sin curas residentes estaban ansiosas de poder ejercer los ministerios desde ellas mismas, haciendo voluntariamente ese trabajo. No sólo lo he visto de forma aislada, sino en muchísimas ocasiones. Y no sólo en mi diócesis, sino en muchos países de África, Asia y América Latina. He visto que estos ministros voluntarios han funcionado bien durante muchos años. Ante esta realidad, me pregunté: si las comunidades pueden ejercer tantos ministerios, ¿no es nuestro deber confiarles también el ministerio ordenado? Al tiempo, vi que los sacerdotes habían asumido un nuevo papel de formadores de los líderes locales. Era imposible que pudieran estar presentes todo el tiempo en las diez, veinte o cincuenta comunidades a su cargo, pero sí podían estar presentes a través de los líderes locales capacitados. Así que el cura-proveedor (de servicios) se había convertido en cura-formador, con gran satisfacción por su parte. Todo esto me llevó a pensar que es posible, de manera realista y consensuada, ordenar a los líderes locales. ¿Cree que este proyecto es apto para ser aplicado en cualquier comunidad? Este proyecto no puede desarrollarse de forma inmediata en todas las comunidades, pero sí, con el tiempo, en la mayoría de ellas. Hay muchas parroquias en las que predomina una actitud pasiva. Nunca han oído hablar –ni piensan– en la posibilidad de que ellos mismos hayan de ejercer los carismas que han recibido. En ellas no deberíamos ahora ni siquiera mencionar la posibilidad de ordenar líderes. El primer paso sería poner los cimientos de un fuerte espíritu comunitario. Las comunidades deben, primero, superar el sentimiento de que “todo lo que se hace en la parroquia lo tiene que hacer el sacerdote; el sacerdote es la Iglesia”. Las miles de comunidades de las que hablé anteriormente ya han desarrollado esta convicción: “Somos la Iglesia. Las tareas de la Iglesia son nuestras propias tareas”. El consejo parroquial debe convertirse en un lugar donde se escucha la voz de toda la comunidad y donde esta voz es respetada. Otra manera sencilla de empezar a crear espíritu de comunidad es a través del Evangelio compartido entre pequeños grupos de vecinos. Basta con que el sacerdote asista un par de veces para iniciar el grupo; después, funcionan solos. ¿Esta propuesta de ordenar presbíteros en las comunidades es algo nuevo o ya existía en la gran tradición de la Iglesia? La ordenación de los líderes locales voluntarios ha sido la norma en la Iglesia durante algunos siglos. Leemos en los Hechos de los Apóstoles, capítulo 14, cómo san Pablo lo hizo cuando él y sus compañeros visitaron las comunidades de reciente formación: “En cada una de estas comunidades a las que visitaron, ordenaron ancianos”. Esto significa que en cada pequeña comunidad cristiana no sólo había uno, sino varios líderes ordenados. Ninguno de ellos era asalariado de la Iglesia, sino que todos siguieron en su trabajo secular. En estos días se observa un afán nuevo de los laicos para participar activamente en la Iglesia, y también sufrimos una grave escasez de sacerdotes. Por tanto, es imperativo para nosotros retomar esa tradición venerable de la Iglesia de ordenar a los líderes locales probados. ¿Qué aspectos de la propuesta podrían propiciar un consenso entre los diversos sectores de la Iglesia? El consenso sólo será posible en la Iglesia si queda claro que la propuesta no destruye el sacerdocio existente, como elevado ideal de entrega total específica del sacerdote célibe. Nosotros pedimos la ordenación de los líderes locales. Por supuesto, estos líderes locales son gente madura, en general, casada, pero nuestro objetivo es que sean personas que procedan de la comunidad. Y los actuales sacerdotes seguirán junto a ellos, como hasta ahora. Insiste en que los nuevos “ministros ordenados” no traten de imitar la forma actual del sacerdocio. ¿Por qué? Sí, eso me parece muy importante. Creo que ayudará a la diferenciación el criterio de que no se ordene a un solo líder, sino siempre a dos o tres en cada comunidad, es decir, a un equipo pequeño. Si sólo se ordenara a una persona en cada lugar, este ministro local ordenado puede parecer demasiado similar a un sacerdote a tiempo completo. La gente esperaría tanto de esa persona como del cura actual. Los presbíteros voluntarios –con una vida similar a la del resto de los fieles en cuanto a familia, trabajo, etc.– quedarían sobrecargados, porque la gente esperaría, entonces, demasiado de ellos. ¿Cómo cree que los sacerdotes actuales aceptarán mejor esta alternativa complementaria dentro del ministerio presbiteral? A los sacerdotes que ya hoy se dedican a la formación de los líderes les gustará nuestra propuesta, porque también en el futuro podrán hacer lo mismo, y mejor. Le disgustará a los que acostumbran a hacer todo solos, sin contar con los demás. O a los que quieren que se les distinga como alguien muy diferente. ¿Cuáles son las principales objeciones y los obstáculos en contra de este proyecto? Tristemente, vemos algunos obispos y sacerdotes que quieren volver a los viejos tiempos, mientras que la gran mayoría de los laicos quiere seguir hacia delante. Esta tensión, si no se aborda bien, resulta peligrosa porque puede abrir brechas insalvables en la Iglesia. Algunos se opondrán también a la propuesta porque piensan erróneamente que el sacerdocio no ha cambiado nunca ni puede cambiar. Pero la realidad es que, en la historia, ha cambiado muchas veces y puede volver a cambiar. Otros pueden poner objeciones porque subestiman a los laicos y no van a creer que los líderes locales puedan ser ordenados como presbíteros, dedicados a tiempo parcial. Pero tenemos la prueba ya, en comunidades sin sacerdotes, de que líderes de muchas de estas comunidades activas y maduras son capaces y están dispuestos a ejercer muchos ministerios, también el ministerio ordenado. Por otro lado, es definitivamente posible combinar dos cosas: una profesión secular y el sacerdocio. Hay miles de presbíteros a tiempo parcial en varias Iglesias cristianas. Al implementar estos cambios no debemos considerar únicamente un aspecto, por ejemplo, la necesidad de más sacerdotes. También debemos considerar otras cuestiones como la necesidad de hacer las comunidades activas. Pero es necesario que haya mucho diálogo en toda la Iglesia para desarrollar la propuesta. Jesús hablaba en parábolas. Jesús no hacía metafísica. Contaba cuentos, tomados de la vida cotidiana, y decía que el Reino “se parece a.… “Los ojos de Jesús eran capaces de leer bien las cosas. Leía la siembra, la cosecha, la semilla, la levadura, la sal, la lámpara, los viñadores, los pastores, los amos, los criados … y veía en esas cosas cómo es el Reino, cómo es Dios. Las parábolas de Jesús nacieron de la contemplación de Jesús.
Y tuvo contemplaciones extraordinarias, que le enseñaron cómo es Dios: como un pastor que vuelve al monte, ya anocheciendo, para buscar una oveja extraviada. Como una mujer que revuelve toda la casa porque ha perdido una de sus diez monedas. Como un padre que se vuelve loco de alegría cuando recupera al hijo que creía extraviado para siempre… Jesús no define a Dios. Dios no es un pastor, Dios no es una mujer, Dios no es un paterfamilias. Pero pensando en esas imágenes podemos entender muy bien cómo es Dios con nosotros, para con nosotros. PARÁBOLA DEL PADREFueron muchas las imágenes con las que Jesús habló de Dios: el pastor, el médico, la lámpara, la sal, la semilla, la levadura, el agua, el vino, el pan… Pero el no va más de las contemplaciones de Jesús es algo que se nos suele pasar desapercibido: sus padres. Jesús los contempló durante años, llorando por dentro de admiración y agradecimiento. Lo fueron todo para él, se lo enseñaron todo, toda la bondad, toda la honradez, toda la entrega... Y a la hora de hablar de Dios, ninguna otra imagen de este mundo fue mejor que sus padres. Así, como mis padres, es Dios. Jesús se dirigía a Dios, en su oración, como se dirigía a su madre en Nazaret: y así lo sentía. De aquí que el nombre habitual que Jesús daba a Dios era ‘Abbá’, que nosotros traducimos por ‘padre’, pero haríamos mejor en traducir por ‘papá’. Así se dirigía a Dios habitualmente, y esa será, precisamente esa, su última palabra antes de morir. Aunque estaba hundido y desolado, volvió a gritar a Dios con la dulce palabra, con la dulce imagen de su infancia: Abbá, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y no solamente lo usó para sí mismo: nos enseñó a dirigirnos, también nosotros, a Dios, como a nuestro ‘Abbá’. Muy especialmente en el Padre Nuestro. Cuando los discípulos le pidieron que les enseñase a orar, lo hizo, y lo primero fue enseñarles a quién dirigirse: a Abbá. También lo hizo así en muchas otras ocasiones: Vuestro Padre que está en los cielos Así seréis como vuestro Padre de los cielos Mi padre y vuestro padre, mi Dios y vuestro Dios. Y es que ésta palabra es la raíz y la fuente de todo, la única palabra: ‘Abbá’. A lo largo de la historia, todos los seres humanos han imaginado a la divinidad. Y casi siempre, la han entendido desde la sumisión, desde la admiración o desde el miedo. Existe ‘Alguien’, uno o muchos, que son poderosos, que son amos, que pueden dar y quitar, premiar y castigar, que gobiernan el mundo, a los que hay que someterse. Se les aplaca en los templos, su suplica su protección, se obedece a sus representantes, los sacerdotes. Israel fue capaz de entender más de Dios. Lo consideró un aliado, un defensor, siempre y cuando se cumplieran sus leyes. Llegó a formular el principal mandamiento. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. (Deut. 6,5) Pero no llegó, a entender por qué. ¿Por qué amar al Todopoderoso, al Amo, al Legislador, al que puede castigar y lo hace…? Jesús da la respuesta: “Amarás al Señor tu Dios… porque él te quiere más que tu madre”. Abbá lo cambia todo. Desaparece el miedo, cambia el sentido del pecado, nace la confianza absoluta, se recupera la dignidad: todo esto es lo que significa ‘padre’, y lo que significará, como repuesta, ‘hijo’. Esta es la Buena Noticia. Esta es la Palabra que lo cambia todo. Decir de corazón ‘Abbá’ es cambiar el mundo, dejar atrás religiones de miedos, castigos, cumplimientos, sentirse de verdad hermano comprometido con todos… y todo eso, confiado, alegre, entusiasmado porque todo tiene sentido y valor, porque la vida se ha iluminado desde que Jesús nos enseñó el verdadero rostro de Dios, desde que pronunció la Palabra definitiva: ‘Abbá’. Cuando decimos en el Credo dogmático: “Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso Creador del cielo y de la tierra”, no matizamos bien. Queremos decir: “Creo que el Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra es mi papá.” Llamar a Dios Padre, sin más, suele ser un engaño, como llamar al cura reverendo padre, o hablar del padre abad, o del santísimo padre. Son tratamientos de respeto, no de amor confiado de quien se siente querido. Hablar de Dios Padre como la primera persona de la Santísima Trinidad suele tener en la practica el defecto de ser también un tratamiento de respeto y de distancia: el Primero de la Sagrada e Incomprensible Tríada divina. Jesús no dijo eso; habló de sentirse ante Dios como él mismo se sentía ante sus padres, seguro, querido, exigido, en la casita de Nazaret. Porque Jesús no desvela los íntimos secretos de la Divinidad en sí misma; Jesús habla de cómo se siente él mismo ante Dios, de cómo siente Dios mismo respecto a todos. ‘Abbá’ es una situación ante Dios, la intuición de Jesús de qué es Dios para él y qué es él mismo para Dios. Pero ‘Padre’ se ha entendido como ‘engendrador’. Y la teología metafísica se ha ido por el camino del ‘Reverendísimo Padre, la primera persona de la Trinidad’. A lo largo de la historia, la palabra Padre” se ha convertido en un tratamiento de respeto e incluso de temor: el Creador Todopoderoso, el Juez… Este no es su sentido original. Y lo mismo nos ha pasado con Jesús. Solo hay que mirar algunas imágenes, como podría ser “El juicio final” de Miguel Ángel, o cualquiera de los “Pantócrator” que aparecen en los iconos bizantinos o las iglesias románicas. ‘Cristo’ (el nombre de Jesús va siendo olvidado con demasiada frecuencia) es el juez temible que amenaza con el castigo eterno desde el tímpano de las puertas del templo. Los malos son arrojados a las calderas hirvientes. En el juicio definitivo solo permanece la justicia: la misericordia y el perdón son por lo visto cualidades provisionales de la divinidad. Al final, solo subsiste la justicia implacable. Cuando los fieles se aproximan al templo no son recibidos por la Madre que les acoge con cariño sino por el juez que les amenaza: Abbá ha muerto, y Jesús de Nazaret también. Pero si se aproximan más, si penetran en el templo, se encontrarán con la ratificación más completa del mensaje. Cristo aparece como un emperador poderoso, de rostro terrible y gesto amenazador. Rodeado por una ‘almendra mística’, que le aparta de todo lo creado, sentado sobre el arco iris, flanqueado por las imágenes de cuatro seres sobrehumanos, nimbado por el resplandor divino y ostentando del Alfa y Omega que significan su eternidad. Dicta su ley a todos, sin el mas leve signo de benignidad, de compasión, de perdón, de salvación. Jesús, el Salvador, el rescatador de enfermos y pecadores, ha muerto. EL PADRE Y LA MADREEl pueblo cristiano, privado de Abbá, salvó su fe por María, la Madre. La Madre no da miedo, porque no es Dios. Dios, y Jesús, daban miedo, porque se había retrocedido, ignorando la Buena Noticia: se había sustituido a Abbá, el papá en quien se puede confiar, que da seguridad y cariño, por el Señor Padre Todopoderoso, lejano y más bien temible. Y se había sustituido a Jesús de Nazaret, el que curaba porque era compasivo, el que era asequible y cercano a la gente normal, por el Verbo Encarnado, extraterrestre semejante, solo semejante, a nosotros. La gente se había quedado sin médico, sin padre, sin amparo. Y encontró a la Madre: refugio de pecadores, consuelo de afligidos, auxilio de los cristianos… exactamente lo que significa Abbá. Naturalmente, a María se le transfirieron también otros atributos divinos, para corroborar la fiabilidad de nuestra confianza: medianera de todas las gracias, sin pecado original, asumpta al cielo, reina de todo lo creado; hasta hoy seguimos invocándola como ‘madre del Creador’, sin que nadie que yo sepa haya reparado en la formidable contradicción de esos dos términos juntos. Pero, además, María nos ha ofrecido una enorme mejora en la imagen de Abbá. Le ha quitado para siempre su masculinidad patriarcal. Al dirigirnos a María como Madre, poniéndola en el lugar de Abbá, hemos iluminado a Abbá con luz maternal. Hemos entendido por qué en la Parábola del Hijo Pródigo no hay madre: porque no hace falta, porque el corazón del padre es maternal.María, parábola de Dios. De ninguna manera renunciamos a la devoción, admiración, gratitud a María, la madre de Jesús, por la que Jesús pudo ser uno de nosotros. Pero no sustituimos a Abbá por María. Este fragmento del sermón de la Cena, el último discurso de Jesús en el cuarto evangelio, presenta la fe de los discípulos en Jesús, en varios aspectos fundamentales:
· El Primogénito. El va el primero. Es la cabeza del cuerpo que somos todos. Jesús resucitado no es simplemente el triunfador glorificado individualmente. Es el primogénito de los resucitados, la cabeza de puente de la humanidad en el reino definitivo. · El camino. El domingo pasado Jesús se definía como "la puerta". Nuestro acceso a Dios es Jesús. El nos ha hecho posible ver a Dios, de otra manera, incomparablemente superior a nuestra razón o a cualquier otra. Nuestra fe consiste básicamente en llegar a Dios por Jesús. Y por Jesús se llega a "Abbá". Nuestra aceptación de ese Dios y de la manera de vivir que eso conlleva constituye la piedra fundamental de nuestra fe. Jesús es el camino. No simplemente sus palabras indican el buen camino. El es el camino, él es la Palabra, él es el hombre nuevo, él es Dios-con-nosotros, él es la Liberación, él es la Buena Noticia. Toda la fe del cristiano se basa en una adhesión a él. · La verdad, la vida, es lo mismo. La vida queda revelada en Jesús. Lo que nosotros llamábamos vida, antes de conocerle a él, no es sino manifestación de "la vida", que se muestra en Jesús Resucitado. Es la única Verdad definitiva, la verdadera esencia del hombre, del mundo. La vida como camino, como búsqueda de verdad: Dios ayuda para caminar, espíritu para vivir, la verdad os hará libres... · Muéstranos al Padre. En el momento definitivo de la vida de Jesús, Juan incluye la cumbre de su revelación. Esta es la verdadera Buena Noticia, que podemos conocer a Dios en Jesús, y qué Dios conocemos en Jesús. Creemos en Jesús visibilidad de Dios. ¿Qué está pidiendo Felipe? Sin duda "ver a Dios", la más vieja aspiración, la misma de Moisés en Éxodo 33,18: "Déjame ver tu Gloria". Y el Señor dejó entonces claro que no se puede ver su Rostro, que solo se le puede conocer "de espaldas". Parece como si Felipe volviese a la más primitiva aspiración, como si estuviese pidiendo una "Teofanía" semejante a la del Sinaí, "ver a Dios cara a cara". Y la respuesta de Jesús es la esencia de la fe cristiana: "Ya lo has visto". Me has visto a mí, y es todo lo que puedes ver de Dios, y esto te basta. Es uno de los núcleos esenciales el evangelio de Juan. Recordamos: Juan 1, 18: A Dios nadie le ha visto jamás: El Hijo único, el que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer. 1ª Jn, 1,1: Lo que hemos contemplado con nuestros ojos, lo que han tocado nuestras manos acerca de la Palabra de la Vida... Estamos hablando de Jesús "visibilidad de Dios". Estamos hablando de que en Jesús conocemos a Dios: en sus Palabras reconocemos Palabra de Dios, en sus modos de actuar vemos cómo actúa Dios, porque en él reside la divinidad en plenitud, porque es el hombre lleno del Espíritu, porque “Dios estaba con él”. Es este un domingo para refrescar la fe, para ir a lo más íntimo, para re-encontrar las raíces de nuestro ser cristiano. "¿Creéis en Dios?" Tenemos que contestar: "Solo creo en el Dios de Jesús", es decir, "solo creo en un Dios, el Padre, al que hemos conocido en Jesús, ese hombre lleno de su espíritu”. "No tendrás otros dioses delante de mí", decía el segundo mandamiento del Decálogo del Éxodo. No tendrás otro Dios que el Padre, conocido en Jesús, manifestado en Jesús, visible en Jesús. Es el desafío de los cristianos, de la iglesia entera: tener solamente el Dios de Jesús. El Creador, el Juez... quedan detrás, reducidos casi a su dimensión de filosofía, de conocimiento por la deducción de la razón humana... Yo creo en Dios luz, en Dios sal, en Dios camino, en Dios pastor, en Dios médico, en Dios pan, en Dios vino, en Dios agua, aire y viento: creo en mi Madre Dios, manifestada en Jesús. Creo en un solo Dios, no hay más Dios que Él, y en Jesús lo hemos podido ver. Es la esencia de la fe de los cristianos. Y la fe queda definida por esas mismas palabras del Evangelio de hoy: fiarse de Jesús. Fíate de Jesús, acepta a Dios como se ve en Jesús. La fe es un acto de confianza: ¿Por qué crees en Dios médico, sal, camino, pastor, madre…? Porque, de Jesús, me fío. La esencia de nuestra fe. Luego vendrá nuestra curiosidad por explicar en qué consiste esa deslumbrante presencia del Espíritu en Jesús, y hablaremos de la encarnación, de la Segunda Persona hecha hombre, de Dios y hombre verdadero... Está todo muy bien. Necesitamos comprender, nos esforzamos por comprender. Y siempre nos encontramos con que nuestras explicaciones acaban en absurdos, porque estamos hablando de Dios, que supera absolutamente nuestra capacidad mental, porque nuestra mente es un cesto y Dios es agua, porque nuestra mente son unas manos y Dios es viento, y nuestro cesto queda mojado, pero no encierra a Dios, nuestras manos sienten el viento pero no lo agarran... y seguimos prefiriendo a Jesús, que nos hace a Dios visible, a Jesús en el cual vemos que nos podemos fiar de Dios. Ese es el buen Camino, la más profunda Verdad, lo que hace que vivir sea verdaderamente Vida. La objeción de Tomás ”no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”, y la respuesta de Jesús “Yo soy el camino”, me recuerdan mucho a una famosa frase de Pedro Arrupe: “No sé a dónde vamos, pero vamos bien”. Pedro Arrupe, uno de los muchos profetas crucificados en el último cuarto del Siglo XX, decía esto indicando que en la sociedad actual, de cambios tan frenéticos, no es posible tener la clarividencia de prever el futuro, de la Compañía, de la Iglesia… Pero sí es posible saber si vamos por buen camino. Arrupe quería decir que la Compañía caminaba hacia más sencillez, menos soberbia, más servicialidad, más atención a los pobres y a la justicia, más oración, más sentido de “mínima” que de gloriosa… buen camino, por ahí vamos bien, Dios sabe hacia dónde. Y sería una buena reflexión para los momentos actuales de la iglesia. Algunos quizá crean que saben hacia dónde hay que ir. Pero sería mejor pensar en si vamos por buen camino. Si vamos por el camino de Jesús. Me permito sugerir algunos puntos de test para diagnosticar si vamos por buen camino. · Nuestra teología: ¿vamos por el camino de las parábolas o por el camino de la metafísica? ¿Vamos por el camino de la sencillez de Jesús o de la complicada filosofía? · Nuestra presencia en el mundo. ¿Levadura o espectáculo? La levadura se esconde, se confunde en la masa, no se ve, actúa desde dentro y en silencio. El espectáculo son fuegos artificiales que meten gran estrépito y pasan sin que nada quede de ellos. Jesús no dio espectáculos. · Estar con la gente normal, más cuanto más pobres, ser gente normal, vivir habitualmente en sencillez, en familiaridad, en colaboración, o subirse a los dorados esplendores del Templo para impartir doctrina desde la riqueza y la seguridad. Hacer de la vida cotidiana una ofrenda a los hermanos o delegar en una pomposa casta sacerdotal los sacrificios sagrados. · Celebrar la eucaristía fraternalmente, alrededor de la mesa, entender y compartir la Palabra, entenderse como grano de trigo molido y granos de uva estrujados para ser pan y vino para el mundo, comulgar con los demás al comulgar con Jesús el Pan y el Vino entregado por todos… o asistir a ceremonias semejantes a los sacrificios de Caifás en el Templo de Jerusalén. · Ser aplaudido o ser hostigado. ¡Ay de vosotros cuando todo el mundo os alabe y hable bien de vosotros! Así trataron vuestros padres a los falsos profetas. La señal de Jesús no es el aplauso de las naciones, sino la persecución. Si nos aplauden las naciones, es que somos de su cuerda, que no molestamos. Por eso sabemos que en la Iglesia hay mucha gente en el buen camino, en el camino de Jesús, porque son perseguidos, marginados, silenciados, asesinados, no canonizados…. Es una buena señal, hay Espíritu de Jesús en la Iglesia. Aunque no en todas partes. No se puede estar con el crucificado y con los crucificadores. S A L M O 4 0Oramos al Señor juntos, como iglesia;recitamos este salmo sintiéndonos la voz de la iglesiaque clama al Señor. En Dios pongo mi esperanza. El se inclina hacia mí y escucha mi oración. El salva mi vida de la oscuridad, afirma mis pies sobre roca y asegura mis pasos. Dichoso el que pone en Dios su confianza. No quieres sacrificios ni oblaciones pero me has abierto los ojos, no exiges cultos ni holocaustos, y yo te digo : aquí me tienes, para hacer, Señor, tu voluntad. Tú, Señor, haznos sentir tu cariño, que tu amor y tu verdad nos guarden siempre. Porque nuestros errores recaen sobre nosotros y no nos dejan ver. ¡Socórrenos, Señor, ven en nuestra ayuda! Que sientan tu alegría los que te buscan. Somos pobres, Señor, socórrenos, Tú, nuestro Salvador, nuestro Dios, no tardes tanto. En los llamados “discursos de despedida” (o “testamento espiritual” de Jesús), que abarcan los capítulos 13-17, el autor del cuarto evangelio, recogiendo tradiciones anteriores y añadidos que provenían de diferentes manos, sintetiza, con tanta hondura como belleza, el núcleo del mensaje. Un mensaje que, como el resto del escrito, va a centrarse en el Padre, objeto de la revelación de Jesús.
Uno de los aspectos más llamativos del texto concreto que nos ocupa es la estrecha e inseparable relación que manifiesta Jesús con el Padre, desde el principio hasta el final, y que se subraya con uno de los verbos preferidos para nuestro autor: menein, que puede traducirse como “permanecer” o “morar”. Jesús es, antes que nada, quien permanece en el Padre, secreto y raíz de toda su existencia. Por eso, vive también su propia muerte como una “ida al Padre”. “Padre” (o “Madre”) es una metáfora –entrañable, por otro lado, para los discípulos de Jesús- para referirse a la Fuente de la vida, al Fundamento originario de todo lo que es, a la Presencia atemporal, luminosa y amorosa de donde todo procede y de la que todo está naciendo en permanencia. “Permanecer en el Padre” es vivirse conectado conscientemente a esa Fuente de la que estamos naciendo y que, en último término, constituye la Mismidad última –el núcleo definitivo- de todo lo que somos. Jesús vivió esa “conexión” de una manera tal que constituyó el secreto que explica toda su vida. Esa “conexión consciente” nos introduce –como introdujo a Jesús- en un nivel de conciencia que trasciende lo mental y egoico, nos permite ver la realidad de un modo radicalmente nuevo y genera actitudes y comportamientos marcados por la paz, la bondad, la compasión y la sabiduría. Se comprende que el texto empiece con una llamada a la confianza, que proviene de alguien que habla “con autoridad”: “No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí”. Perdemos la calma siempre que nos identificamos con lo impermanente, en cualquiera de sus formas. En definitiva, siempre que tomamos el yo como nuestra identidad definitiva. En cuanto éste se sienta amenazado, caerá la calma y aparecerá la turbación o la inquietud. Y sabemos que el yo necesita poco para sentirse mal. Porque, como decía Tony de Mello, “todo lo que hace falta para descubrir al ego es una palabra de adulación o de crítica”. Hasta ese punto es inestable la “calma” del yo. Creer en Dios y en Jesús significa apoyarse firmemente o, por volver a la imagen usada anteriormente, vivirse conscientemente conectado, en todo momento, con la Presencia atemporal, la Fuente de Vida o la Identidad última que compartimos. Se trata, realmente, de una “Identidad compartida”, que no niega las diferencias individuales ni la infinidad de “formas” existentes, pero que las abraza y las trasciende, en una admirable No-dualidad. No otra cosa parecen significar las palabras de Jesús: “Donde esté yo, estéis también vosotros”. Estamos, con él, en el Padre, es decir, compartiendo un mismo “Territorio”, la Mismidad de todo lo que es. Las “muchas estancias” (o moradas) parecen hacer referencia –por el sentido semita de “muchos” como “todos”- a abundancia y totalidad: se trata de una “inmensa estancia” –ésa es la Identidad ltima- en la que hay lugar para todos. Percibirlo y vivirlo así es ya permanecer en el Padre. Para percibirlo, el autor nos presenta a Jesús en una proclamación excelsa –“Yo soy el camino y la verdad y la vida”-, que con frecuencia ha sido mal entendida. Desde una perspectiva mental, se hacía una lectura mítica: Jesús es la verdad y quienes creemos en él estamos también en la verdad. Con lo cual, se caía, inadvertidamente, en un doble error de consecuencias funestas: creer que la verdad podía atraparse con la mente, confundiéndola con una creencia, creerse en posesión de la verdad, a diferencia de quienes no tenían la misma convicción, cayendo en el característico etnocentrismo mítico, según el cual, el propio grupo es portador de la verdad, frente al error de los de “fuera”. Todo lo humano es relativo –lo cual no significa, como afirma el relativismo, que todo sea “igual”: hay cosas más ciertas y mejores que otras-; también lo que Jesús dijo no pueden ser sino afirmaciones relativas, hijas de un tiempo y espacio determinado. No puede ser de otro modo, ya que nuestra mente es siempre “situada”, “dice relación” (eso es la relatividad) a unas coordenadas espaciotemporales. Para aproximarnos a esta expresión, quizás sea bueno recordar que, según los mejores exegetas, el acento de la misma está puesto en el término “camino”. De modo que podría sonar así: “Yo soy el camino que, por la verdad, conduce a la vida”. Sabemos ya que la vida es el objetivo último de la misión de Jesús (“he venido para que tengan vida”: Jn 10,10). Pero, en cualquier caso, la afirmación que el evangelista pone en boca de Jesús se revela completamente sabia si caemos en la cuenta de que el sujeto de la misma es el “Yo soy” universal, la identidad última de todo lo que es. Ese “Yo soy” es la verdad de lo que es; por eso mismo, es también la vida. Y es al percibirlo así cuando encontramos el camino. En esta lectura es claro que trascendemos el nivel mental, adoptando una perspectiva no-dual (desde un nivel conciencia transpersonal). Pero lo más significativo es que el propio Jesús se vivió en ese nivel conciencia, desidentificado del yo, como Conciencia unitaria. Parecía ser consciente de que su identidad última no era “yo soy esto”, sino sencillamente “Yo soy”, sin otro añadido: ésta es, de nuevo, la Identidad que comparte todo lo que es. Al acceder a ella hemos encontrado el camino, nos reconocemos en la verdad de lo que somos –aunque luego nuestra mente no la pueda nombrar adecuadamente- y saboreamos la vida, más allá de la impermanencia de las formas. Precisamente por eso, porque Jesús se percibe como el “Yo soy” universal, puede afirmar con rotundidad: “Quien me ve a mí, ha visto al Padre”. ¿Qué es el “Padre”, sino el “Yo Soy” universal y originario? Porque no se trata sólo de que, al ver a Jesús, podemos “imaginar” como será el Dios separado; la afirmación es mucho más contundente: al ver a Jesús, estamos viendo ya al Padre. Sólo hace falta saber mirar. Pero eso es así, no porque Jesús sea la “excepción” –aunque fue realmente alguien “excepcional”-, sino que es en todo lo real donde podemos ver al Padre… a condición de que no nos hayamos quedado encerrados en la prisión de la mente (y del yo). Dicho más claramente: toda la realidad participa de la identidad del “Yo soy” y, en ese sentido, es manifestación y expresión de Dios. Esto no es panteísmo, sino no-dualidad. Es cierto que todo esto no puede alcanzarse por la mente (ni está al alcance del yo), porque la mente es inevitablemente dual. Hace falta acallar la mente, sin renunciar a ella –de otro modo caeríamos en la irracionalidad-, para experimentarnos como el “Yo soy”, sin añadidos de pensamientos, recuerdos ni imágenes. Y déjate permanecer ahí… Nota cómo sales de la cárcel del yo (de la mente) y vives un “estar” o “ser”, que es plenitud. |
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