Existe una tendencia humana en todas las culturas a exagerar el papel de los signos y manifestaciones que las representan. No es que ocurra conscientemente otorgar a los signos una importancia por encima de la vivencia que representan, es que la praxis diaria suele derivar en dicha tendencia. Resulta necesario, por tanto, resituar dichas expresiones simbólicas en el contexto de lo que expresan. De lo contrario, existe un peligro real de que las liturgias y otras expresiones formales rituales se conviertan en lo esencial. De hecho, determinadas fallas en los formalismos establecidos llegan a considerarse faltas muy graves en la comunidad correspondiente, mucho más que algunas transgresiones a lo verdaderamente esencial que dichos formalismos y signos representan.
Es lo que nos pasa en las formas católicas, que hemos convertido en la práctica un medio en un fin ante el desvarío de algunas formas que empobrecen aspectos esenciales del Mensaje; un caso evidente es la actitud formal en la mayoría de las eucaristías. La palabra “celebración” indica una actitud que, ni por asomo se percibe entre la feligresía. Tampoco ayuda el excesivo peso litúrgico del celebrante. Cualquiera que entre en una Iglesia en plena misa sabe lo que estoy diciendo. Hay signos que evidencian una falta real de espíritu comunitario en la Eucaristía, comenzando por la disposición física de los fieles. Si el templo está lleno, no hay nada que decir. Si las normas de prevención del covid-19 nos obligan a estar separados, tampoco. Pero cuando en la misa se congrega la mitad del aforo o un tercio de gente o menos en circunstancias sanitarias normales, la mayoría de feligreses dan la imagen de aislarse físicamente del resto. No toman la iniciativa de arracimarse en torno al altar u ocupar los primeros bancos haciendo comunión física con el celebrante. En las pocas veces que el sacerdote se anima a pedir que los fieles se acerquen y compartan cercanos la Eucaristía, es una minoría la que se mueve desde los bancos de atrás. Solo es posible la imagen de comunidad reunida, de verdad, en torno al altar cuando la misa se celebra en una capilla lateral y el reducido espacio impide la dispersión. Algún lector o lectora se preguntará dónde está el grave problema. Bien; ¿se imaginan esto mismo en otro tipo de celebración, por ejemplo una boda o una entrega de premios? ¿Qué significa esta actitud? 1 – Que el espíritu con el que muchos católicos se acercan a la misa es individualista. No hemos asimilado el carácter esencialmente comunitario de esta liturgia. No lo vivimos como un signo de la presencia de Cristo rememorando la última Cena con el mensaje que allí se transmitió con claridad en una celebración -aquí sí- de amigos seguidores de Jesús. 2 – Que el espíritu celebrativo no es tal o es muy pobre. Al no vivirse como algo comunitario y participativo, se nos ha olvidado el significado profundo de “celebrativo”, de lo que debemos celebrar dentro del templo y fuera de él a lo largo de la semana. 3 – La propia liturgia de la misa pierde así su valor. No nos sentimos hermanos de quienes comparten la Eucaristía. Y pierde su valor también la comunión misma del pan y el vino. La “común-unión” con el amor de Cristo y con los hermanos se ha desvalorizado manteniendo la importancia litúrgica, ceremonial y fría. Aun así, hay quienes defienden y toleran las misas en latín con el celebrante de espaldas. ¿Qué tiene esto que ver con la Buena Noticia de Cristo? 4 – Ya no recordamos que el lavatorio de los pies que aparece solo en el evangelio de Juan tienen la altura teológica de compartir el pan y el vino. Es decir, que el servicio al hermano es lo esencial y el meollo de la Eucaristía por ser el resumen de todo el Mensaje en lo que hoy llamamos Jueves Santo o Día del amor fraterno. No se habla de esto en las parroquias aunque urge una revisión de nuestra actitud parroquial en torno a las formas de expresarnos por lo que ellas indican la importancia de lo que estamos viviendo. Creo que nuestras celebraciones no están a la altura de lo que celebramos realmente. Incluso me parece que algunos eclesiásticos y una parte del mermado laicado que acude regularmente a ellas, está contento con esta forma de expresar su fe. La responsabilidad de nuestros obispos y demás curiales es evidente, pero no es solo suya ante esta imagen clericalista poco evangélica. Los laicos nos hemos acomodado en la piadosa tibieza acrítica frente a reforzar el compromiso que exige nuestra fe. Muchos signos celebrativos católicos se han impuesto al Mensaje. Están vacíos para muchas personas. La consecuencia es cada vez menos sacerdotes, menos fieles en las misas y una sensación de que nuestra Iglesia es de viejos, aferrada al tradicionalismo formal como una seguridad mundana más. Signos que no son señales de liberación evangélica para la mayoría de personas que buscan a Dios, siendo como es la esencia de la evangelización que nos pidió el Maestro.
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Los humanos tenemos tendencia a absolutizar lo propio y utilizarlo como criterio para juzgar a los demás. Pueden ser nuestras ideas, creencias o costumbres: las colocamos en un pedestal y pretendemos que los otros comulguen con ellas.
Tal funcionamiento parece encerrar un sentimiento no confesado de inseguridad. Conseguir que los otros las acepten supone afianzarlas para repetirnos a nosotros mismos que estamos en la verdad. En el mismo movimiento, conseguimos desterrar las ideas o costumbres ajenas, cuya sola existencia es fuente de incertidumbre para quien ha absolutizado lo propio. La inseguridad que parece esconderse en ese modo de funcionar guarda estrechos lazos con el narcisismo. Debido a su característica auto-referencialidad, la personalidad narcisista es incapaz de ponerse en la piel del otro y de entender mapas mentales diferentes del propio. Eso explica su notable dificultad para convivir en la diferencia. Por el contrario, cuando somos capaces de ir desprendiéndonos del caparazón narcisista en el que buscábamos refugio, emerge la empatía -con la consiguiente capacidad de comprender otros mapas mentales-, el respeto, el no-juicio y la valoración de los otros. Comprendemos entonces que, como nosotros mismos, toda persona hace en todo momento lo mejor que sabe y puede, de acuerdo con su “mapa” mental, deudor a su vez de las experiencias vividas. Y sin tener que aprobar ni justificar lo que alguien hace en un momento determinado, podemos, sin embargo, entenderlo. Porque no miramos su acción desde nuestros propios esquemas, sino que ha crecido en nosotros la capacidad de “leer” su propio interior. Esto se llama madurez humana, que se manifiesta en amor. Por el contrario, la falta de comprensión de otras personas denota auto-referencialidad y, en consecuencia, incapacidad de salir del propio “mapa” mental. Es un síntoma claro de narcisismo. ¿Vivo más el juicio al otro o la empatía? Retomamos el evangelio de Marcos. Después de la multiplicación de los panes. Jesús se encuentra en los alrededores del lago de Genesaret, en la parte más alejada de Jerusalén, donde eran mucho menos estrictos a la hora de vigilar el cumplimiento de las normas de purificación. No se trata de una transgresión esporádica de los discípulos de Jesús. El problema lo suscitan los fariseos, llegados de Jerusalén, que venían precisamente a inspeccionar.
El texto contrapone la práctica de los discípulos con la enseñanza de los letrados y fariseos. Jesús se pone de parte de los discípulos, pero va mucho más lejos y nos advierte de que toda norma religiosa, escrita o no, tiene siempre un valor relativo. Cuando dice que nada que entra de fuera puede hacer al hombre impuro, está dejando muy claro que la voluntad de Dios no viene de fuera; solo se puede descubrir en el interior y está más allá de toda Ley. La Ley y la tradición como norma, pero sin darle el valor absoluto que le daban los fariseos. Hoy sabemos que Dios no ha dado directamente ninguna norma. Dios no tiene una voluntad que pueda comunicarnos por medio del lenguaje, porque no tiene nada que decir ni nada que dar. La Escritura es una experiencia personal sancionada por la aceptación de un pueblo. Las experiencias del Éxodo las vivió el pueblo en el s. XIII a. de C., pero se pusieron por escrito a partir del VII. Los evangelios se escribieron 50 años después de morir Jesús. Las normas que podemos meter en conceptos son preceptos humanos; no pueden tener valor absoluto. Un precepto, que fue adecuado para una época, puede perder su sentido en otra. Las normas morales tienen que estar cambiando siempre, porque el hombre va conociendo mejor su propio ser y la realidad en la que vive. El número de realidades que nos afectan está creciendo cada día. Las normas antiguas pueden no servir para resolver situaciones nuevas. En todas las religiones las normas se dan en nombre de Dios. Esto tiene consecuencias desastrosas si no se entiende bien. Todas las leyes son humanas. Cuando esas normas surgen de una experiencia auténtica y profunda de lo que debe ser un ser humano y nos ayudan a conseguir nuestra plenitud, podemos llamarlas divinas. La voluntad de Dios no es más que nuestro propio ser en cuanto perfeccionable. Eso que puedo llegar a ser y aun no soy, es la voluntad de Dios. Dios es un ser simple que no tiene partes. Todo lo que tiene lo es, todo lo que hace lo es. No existe nada fuera de Él y nada puede darnos que no sea Él. El precepto de lavarse las manos antes de comer, no era más que una norma elemental de higiene, para que las enfermedades infecciosas no hicieran estragos entre aquella población que vivía en contacto con la tierra y los animales. Si la prohibición no se hacía en nombre de Dios, nadie hubiera hecho puñetero caso. Esto no deja de tener su sentido. Si comer carne de cerdo producía la triquinosis, y por lo tanto la muerte, Dios no podía querer que comieras esa carne, y además si lo comías, te castigaba con la muerte. Lo que critica Jesús no es la Ley sino la interpretación que hacían de ella. En nombre de esa Ley oprimían a la gente y le imponían verdaderas torturas con la promesa o la amenaza de que solo así, Dios estaría de su parte. Para ellos todas las normas tenían la misma importancia, porque su único valor era que estaban dadas por Dios. Esto es lo que Jesús no puede aceptar. Toda norma, tanto al ser formulada como al ser cumplida, tiene como fin el bien del hombre. No podemos poner por delante a Dios, porque el único bien es el hombre. Las normas de la religión son normas en las que se recoge lo mejor de la experiencia humana, que buscan el bien del hombre. Los diez mandamientos intentan posibilitar la convivencia de una serie de tribus dispersas y con muy poca capacidad de hacer grupo. En aquella época, cada país, cada grupo, cada familia tenía su dios. Para hacer un pueblo unido, era imprescindible un dios único. De ahí los mandamientos de la primera tabla. Todos los de la segunda tabla van encaminados a hacer posible una convivencia, sin destruirse unos a otros. La segunda enseñanza es consecuencia de ésta: No hay una esfera sagrada en la que Dios se mueve, y otra profana de la que Dios está ausente. En la realidad creada no existe nada impuro. Tampoco tiene sentido la distinción entre ser humano puro y ser humano impuro, a partir de situaciones ajenas a su voluntad. Por eso la pureza nunca puede ser consecuencia de prácticas rituales ni sacramentales. La única impureza que existe la pone una persona cuando busca su propio interés a costa de los demás. Las tradiciones son la riqueza de un pueblo. Hay que valorarlas y respetarlas. La tradición es la cristalización de las experiencias ancestrales de los que nos han precedido. Sin esa experiencia acumulada, ninguno de nosotros hubiéramos alcanzado el nivel de humanidad que tenemos. No podemos dar valor absoluto a ese bagaje, porque lo convertiremos en un lastre que nos impide avanzar hacia mayor humanidad. En el instante en que nos impida ser más humanos, debemos abandonarla. “Dejáis a un lado la voluntad de Dios por aferraros a las tradiciones humanas”. Todo el que dé leyes en nombre de Dios, os está engañando. La voluntad de Dios, o la encuentras dentro de ti, o no la encontrarás nunca. Lo que Dios quiere de ti está inscrito en tu mismo ser y en él tienes que descubrirlo. Es muy difícil entrar dentro de uno mismo y descubrir las exigencias de mi verdadero ser. Por eso hacemos muy bien en aprovechar la experiencia de otros seres humanos que se distinguieron por su vivencia y nos han trasmitido lo que descubrieron. Gracias a esos pioneros del Espíritu, la humanidad va avanzando. Todo lo que nos enseñó Jesús fue manifestación de su ser más profundo. “Todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”. Esa experiencia original hizo que muchas normas de su religión se tambaleasen. La Ley hay que cumplirla porque me lleva a la plenitud humana. Para los fariseos, el precepto hay que cumplirlo por ser precepto no porque ayude a ser humano. En la medida que hoy seguimos en esta postura “farisaica”, nos apartamos del evangelio. El obrar sigue al ser, decían los escolásticos. Lo que haya dentro de ti es lo que se manifestará en tus obras. Es lo que sale de dentro lo que determina la calidad de una persona. Yo diría: lo que hay dentro de ti, aunque no salga, porque lo que sale puede ser una pura programación. Lo que comas te puede sentar bien o hacerte daño, pero no afecta a tu espíritu. La trampa está en confiar más en la práctica externa que en la actitud interna. Meditación-contemplación Todo culto que no proceda del corazón, y no lleve a descubrir la cercanía de Dios, es inútil. Los ritos, ceremonias, sacramentos y oraciones son útiles en la medida que me llevan al interior de mí mismo, y me hagan descubrir lo que Dios es en mí. Después de cinco domingos leyendo el evangelio de Juan, volvemos al de Marcos, base de este ciclo B. Durante un mes nos ha ocupado el tema de comer el pan de vida. Este domingo el problema no será comer el pan, sino comer con las manos sucias. Una pregunta malintencionada de los fariseos y de los doctores de la ley (los escribas) provoca la respuesta airada de Jesús, una enseñanza algo misteriosa a la gente, y la explicación posterior a los discípulos. El texto de la liturgia ha suprimido algunos versículos, empobreciendo la acusación de Jesús y uniendo lo que dice a la gente con la explicación a los discípulos.
La tradición de los mayores y el mandamiento de Dios (Marcos 7,1-8.14-15.21-23) Antes de dar la palabra a los fariseos y escribas es interesante recordar lo que cuenta Marcos inmediatamente antes. Después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús ha cruzado a la región de Genesaret, recorriendo pueblos, aldeas y campos, acogido con enorme entusiasmo por gente sencilla, que busca y encuentra en él la curación de sus enfermedades. La intervención de los fariseos y escribas De repente, el idilio se rompe con la llegada desde Jerusalén de fariseos (seglares super piadosos) y de algunos escribas (doctores de la ley de Moisés). No todos los escribas pertenecían al grupo fariseo, pero sí algunos de ellos, como aquí se advierte. Para ellos, lo importante es cumplir la voluntad de Dios, observando no solo los mandamientos, sino también las normas más pequeñas transmitidas por sus mayores. Lo esencial no es la misericordia, sino el cumplimiento estricto de lo que siempre se ha hecho. Por eso, no les conmueve que Jesús cure a un enfermo; pero les irrita que lo haga en sábado. Con esta mentalidad, cuando se acercan al lugar donde está Jesús, advierten, escandalizados, que algunos de los discípulos están comiendo con las manos sucias. El lector moderno, instintivamente, se pone de su parte. Le parece lógico, incluso necesario, que una persona se lave las manos antes de comer, y que se lave la vajilla después de usarla. Es cuestión elemental de higiene. Sin embargo, aunque en su origen quizá también fuese cuestión de higiene entre los judíos, los grupos más estrictos terminaron convirtiéndola en una cuestión religiosa. Lo que está en juego es la pureza ritual. Por eso, los fariseos no se quejan de que los discípulos coman con las manos sucias, sino con las manos impuras, saltándose con ello la tradición de los mayores. Aunque el Antiguo Testamento contiene numerosas normas, algunas de carácter higiénico, nunca menciona la obligación de lavarse las manos, ni de lavar vasos, jarras y ollas; esto forma parte de «las tradiciones de los mayores», tan sagradas para los fariseos como las costumbres de la madre fundadora o del padre fundador para algunas congregaciones religiosas, o de cualquier minucia litúrgica para algunos ritualistas. La respuesta airada de Jesús La reacción de Jesús es durísima. Tras llamarlos hipócritas, les hace tres acusaciones: 1) su corazón está lejos de Dios; 2) enseñan como doctrina divina lo que son preceptos humanos; 3) dejan de observar los mandamientos de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres. Estas acusaciones resultan durísimas a cualquier persona, pero especialmente a un fariseo, que desea con todas sus fuerzas estar cerca de Dios, agradarle cumpliendo su voluntad. El problema, según Jesús, es que el fariseo termina dando a esas tradiciones más importancia que a los mandamientos de Dios. Incluso las utiliza para dejar de hacer lo que Dios quiere y quedarse con la conciencia tranquila. Para demostrarlo, Jesús cita un ejemplo que la liturgia ha suprimido. [También nuestro Señor ha sido víctima de la censura eclesiástica.] Dios ordena honrar a los padres, es decir, sustentarlos en caso de necesidad. Imaginemos un fariseo con suficientes bienes materiales. Puede atender a sus padres económicamente. Pero su comunidad le dice que esos bienes los declare qorbán, consagrados al Señor. A partir de ese momento, no puede emplearlos en beneficio de sus padres, pero sí de su grupo. «Y así invalidáis el precepto de Dios en nombre de vuestra tradición. Y de ésas hacéis otras muchas». Un lector crítico podría acusar a Marcos de tratar un tema tan complejo de forma ligera y demagógica. Conociendo a los fariseos de aquel tiempo (bastante parecidos a los de ahora), la reacción de Jesús es comprensible y su acusación justificada. Sobre todo, para los primeros cristianos, que sufrían los continuos ataques de estos que presumían de religiosos. Enseñanza a la gente Como los fariseos y escribas no responden, aquí podría haber terminado todo. Sin embargo, Jesús aprovecha la ocasión para enseñar algo a la gente a propósito de la pureza e impureza: «Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace al hombre impuro.» La explicación a los discípulos No sabemos si Jesús se quedó contento con esta breve enseñanza. Lo que es seguro es que la gente no la entendió, y los discípulos tampoco. Por eso, cuando llegan a la casa (nuevo detalle suprimido por la liturgia), le preguntan qué ha querido decir. Y él responde que lo que entra por la boca no llega al corazón, sino al vientre, y termina en el retrete. Entra y sale sin contaminar a la persona. Lo que la contamina no es lo que entra en el vientre, sino lo que sale del corazón. Para aclararlo, enumera trece realidades que brotan del corazón. [Resulta raro que Marcos no cite catorce, número de plenitud (2 x 7), pero ningún asistente a misa va a notarlo, y el predicador probablemente tampoco]. Esta enseñanza de que el peligro no viene de fuera, sino de dentro, resultará a algunos muy discutible. ¿No vienen de fuera la pornografía, la droga, las invitaciones a la violencia terrorista? ¿No nos influyen de forma perniciosa el cine, la televisión, la literatura? Lo anterior es cierto. Pero Jesús no entra en estas cuestiones, se refiere al caso concreto de los alimentos. Otra de las frases del evangelio suprimidas en la liturgia de hoy dice que Jesús, con su enseñanza de que lo que entra en el vientre no contamina al hombre, «declaró puros todos los alimentos». Por eso los cristianos podemos comer carne de cerdo, de liebre, de avestruz, gambas (camarones en ciertos países de América Latina), cigalas, langostinos y cualquier alimento que nos apetezca, según nuestra costumbre y nuestra economía. Un cambio revolucionario, porque todas las religiones obligan a observar una serie de normas dietéticas. Por otra parte, aunque Jesús se centre en los alimentos, su enseñanza tiene un valor más general y desvela nuestra comodidad e hipocresía. El Papa Francisco habría caído en el error de los fariseos si hubiera culpado de la pederastia y los abusos sexuales en la Iglesia a los influjos externos, a la cultura del goce y del libertinaje. El mal no viene de fuera, sale de dentro. Y con el mismo criterio debe enjuiciar cada uno de nosotros su realidad. Nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos. No echemos la culpa a los demás. Los mandamientos de Dios (Deuteronomio 4,1-2.6-8) La importancia que concede Jesús a la ley de Dios frente a las tradiciones humanas ha animado a elegir este texto del Deuteronomio como paralelo al evangelio. Los responsables de la elección no han caído en la cuenta de un problema. Moisés ordena: «No añadiréis ni suprimiréis nada de las prescripciones que os doy». Jesús, sin embargo, añadió y suprimió. Por ejemplo, a propósito de los alimentos puros e impuros, como acabo de indicar; tanto el Levítico como el Deuteronomio contienen una extensa lista de animales impuros, que no se pueden comer (Lv 11; Dt 14,3-21). Esta primera lectura no debe interpretarse como una aceptación radical y absoluta de la ley mosaica, porque Jesús se encargó de interpretarla y modificarla. La religiosidad verdadera (Santiago 1,17-18.21-27) Los cristianos tenemos el mismo peligro que los fariseos de engañarnos, dando más valor a cosas menos importantes. El final de esta breve lectura ofrece un ejemplo muy interesante. ¿En qué consiste la religión verdadera, la que agrada a Dios? ¿En oír misa diaria, rezar el rosario, hacer media hora de lectura espiritual? Eso es bueno. Pero lo más importante es preocuparse por las personas más necesitadas; el autor, siguiendo una antigua tradición, las simboliza en los huérfanos y las viudas. Cuando recordamos la parábola del Juicio Final («porque tuve hambre…») se advierte que el autor de esta carta piensa igual que Jesús. Hoy en día no resulta demasiado difícil entender el porqué de algunos ritos de purificación que hacían los judíos: lavarse las manos antes de comer, bañarse después de venir de un lugar público como la plaza o lavar a fondo los utensilios de la cocina… Con la explosión vírica que vivimos la actualidad, estos ritos se han vuelto parte de nuestra cotidianidad y hasta muchas veces se han vuelto actos cotidianos que realizamos con mayor o menor periodicidad pero que se han extendido y universalizado.
En el evangelio, Jesús se muestra contrario de ciertos ritos que venían de la tradición judía. ¿Por qué? Tal vez porque se confunden los ritos que eran necesarios para la salud y el bienestar físico de la sociedad con aquellos que son los propiamente religiosos. El problema no es la acción de lavarse (que puede ser ciertamente acertada) sino el convertir en impureza la no realización de este ejercicio. De hecho, Jesus lo explica: “sus doctrinas son preceptos humanos y tradiciones de los hombres”. Se trata de cuestiones prácticas y útiles, pero no propiamente religiosas; por eso dice “dejáis de lado el mandamiento de Dios”. Y Jesús desarrolla, no para los escribas sino para el resto de la gente, lo que es la impureza. No se trata de lo que se hace, siguiendo o no la tradición humana, sino de lo que brota del corazón. Desautoriza así la moral social de impureza en pos de una moral personal e interior de las intenciones del corazón. De hecho, no elimina la categoría de impureza, sino que la vuelve personal y sobre todo aquello que tienen sus raíces en el corazón. Este giro en la comprensión de impureza es altamente significativo porque el judaísmo estaba asentado sobre muchas categorizaciones sociales de impureza ritual y por tanto de los continuos ritos de purificación. Así la religión estaba plagada de estos ritos al punto de opacar la importancia de las intenciones y propósitos personales y lo más importante de excluir a aquellos que no las cumplían, como será el caso de los discípulos de Jesús. Las categorías de impureza marcaban inclusión y exclusión tanto ritual como social y muchos no podían participar en la vida religiosa y social por lo menos por algún tiempo. Jesús elimina estas exclusiones y refuerza la conversión personal. En nuestra situación actual debemos volver a diferenciar entre ritos de salud y bienestar general y aquellos que dan el culto a Dios que tiene que ver con aquello que está en nuestro interior y que es el motor de nuestras acciones. No está demás advertir que no podemos convertir los ritos cotidianos de higiene en ritos religiosos de modo que oculten o disminuyan el verdadero culto a Dios. La importancia y la significatividad que hoy han adquirido estos ritos han llegado a niveles cuasi religiosos en el sentido de que pueden ocupar tanto nuestra atención que se disminuya la curiosidad y la vigilancia del verdadero culto a Dios y el cuidado interior y de las relaciones propias de un corazón cercano a Dios. Los ritos efectivamente tienen la fuerza de traer a nuestra atención aquello que es importante, aquello que puede orientarnos en la búsqueda de sentido y aquello que puede configurar políticamente nuestras acciones. Por ello, volver a poner a Dios en el centro de nuestras acciones simbólicas y rituales puede también reorganizarnos en torno al Dios de la vida y no dejarnos llevar por acciones que tiendan a la autorreferencialidad o que aumenten el miedo. Lavarse las manos y ponerse gel hidroalcóholico es necesario. Adorar al Dios que da la vida es más que necesario… Los cristianos podemos seguir discutiendo entre nosotros y con quienes nos miran con indiferencia o desprecio (en algo hay que entretenerse y, en última instancia, de algo hay que vivir) si son galgos o podencos; de personas y naturalezas; de símbolos y transubstanciaciones; de si los obispos, tal como he oído decir, son realmente “personificaciones” e incluso nuevas encarnaciones de Dios; de si todo lo que dice el papa va a misa y de si su exposición “ex cathedra” engorda el dogma; de si hay que ponerse de rodillas ante el Santísimo confinado en los sagrarios o, más bien, de si hay que salir a las afueras, a las periferias, donde hace estragos el imperio del hambre y del frío, donde se asienta un chabolismo superpoblado y donde hay pústulas infectas que requieren atención. En resumen, de si es preciso armonizar fe y razón, como si la primera, apuntando al norte, marcara el rumbo hacia Dios, y la segunda, haciéndolo en dirección contraria, tratara de adentrarnos en los dominios del Diablo.
Frente a tan descomunal despropósito o diletante pérdida de tiempo, san Pablo nos sale al paso en la segunda lectura de hoy con el programa de vida cristiana que ofrece a sus seguidores de Éfeso: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó”. Pablo emplaza a los efesios frente a un listado de contravalores, que es preciso achicar y desterrar, y otro de valores a cultivar. Aberración o fructificación. El cristianismo es valor, por más que lleve adosados los contravalores de la mediocridad y del desistimiento. Una bondad creciente, una comprensión abierta, un perdón magnánimo y un amor efectivo e incondicional son valores que agrandan nuestra entidad y nos abren caminos panorámicos de sorprendente belleza. De ahí que ni la amargura, ni la ira, ni el enfado, ni el insulto, ni la maldad, por muy presentes que estén en el decurso de nuestra vida, puedan caracterizar a los cristianos, pues para ellos solo son sombras a iluminar, retos a superar, invitación a desechar mediocridades y oportunidades para agrandar sus propios valores. Frente a tan trascendental reto, no cabe alegar fatiga y desesperanza, tal como le sucedió al profeta Elías, cansado de caminar por el desierto, según el relato del primer libro de los Reyes, recogido en la primera lectura de hoy. Un ángel, o más bien su propia conciencia, le sale al paso, lo despierta de su sueño y lo empuja, una y otra vez, a comer para recuperar fuerzas y ponerse de nuevo en camino hacia el monte de Dios. Los cristianos tenemos a nuestra disposición no solo el pan de vida y la bebida de salvación, que es Jesús, sino también la fuerza nutritiva que nos viene de los hermanos con los que formamos comunidad. Por muy débiles que nos sintamos, poderosas fuerzas sobrevenidas nos acompañan. El evangelista Juan pone en boca de Jesús, en el evangelio de hoy, palabras que no tienen vuelta de hoja: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”. Jesús da en la diana al clavar su mensaje en la energía que nos procura la comida, y más en concreto en la del pan como símbolo del alimento global. Jesús hace del pan partido y compartido el meollo de su predicación, el cimiento de su misión. Y lo hace con tal brío y convicción que se ofrece a sí mismo como pan de vida y bebida de salvación, al tiempo que proyecta sobre nuestras conciencias atónitas la imagen de un Dios que, lejos de ser un mal compañero, un ogro o un tirano sediento de venganza, se ocupa minuciosa y esplendorosamente no solo de todas y cada una de sus criaturas, sino también de cuanto las rodea. ¡Qué bueno es el Señor! Frente a tal estampa, seguramente el mayor de los problemas de los creyentes de nuestro tiempo, tan desorientados y desbordados, es que no se toman en serio tan reconfortante verdad. Y no lo hacen porque, tras situarse en otras coordenadas, nada significan ni cuentan en su vida la alegría y la fuerza del Evangelio de Jesús. Tras reducir el valor del dinero y del placer a su legítima misión y siendo consecuentes, los cristianos deberíamos desterrar de nuestra mente todo temor irracional a un posible más allá de reprobación y tortura. La cosa es tan seria y determinante que no se puede situar en el infierno a un solo ser humano sin renegar del Dios en quien se dice creer. De encontrarme ante tan irracional dilema, el de Dios en su gloria con sus "elegidos" y el de un solo condenado a penas eternas en el Infierno, no dudaría ni un segundo en decantarme por el condenado y darle la espalda a un Dios inoperante, incapaz y derrotado. La verdad es que el Dios de mi fe es señor de principio a fin, de eternidad en eternidad. Que su señorío lo haga dueño de todo significa que está siempre presente en toda su creación con una presencia que expande en su derredor gloria y felicidad. El Infierno, concebido como ausencia radical de Dios, aunque así lo digan conspicuos teólogos católicos imaginativos, es entitativamente impensable, una vulgar tontería inconsistente, pues, de existir el Infierno, también Dios estaría en él. Con semejante carga ideológica, es decir, con semejante hatijo de verdades a la espalda, el cristiano no debería tener más preocupación que la de reajustar su conducta para comenzar a gozar del cielo en esta vida, es decir, para rescatar la vida humana del infierno en que nosotros mismos nos empecinamos en encerrarla en la práctica. ¿Acaso no viven ya en el cielo cuantos creen de verdad, quienes se entregan por completo a sus semejantes, los voluntarios que dan a los demás su tiempo y sus haberes, los religiosos que pronuncian y cumplen unos votos que los obligan a darse por completo a Dios y a sus semejantes? Ya sé que la mayoría de los seres humanos hacen del dinero y del placer un cielo que es puro artificio y, por lo tanto, pura apariencia de felicidad, un espejismo en el desierto que atravesamos. Más bien pronto que tarde, cuantos así obran terminarán despertándose a la cruda realidad de la más absoluta impotencia y desolación. A Elías no le está permitido echarse a dormir, por decepcionado y desesperado que esté. A San Pablo le urge la imitación de un Dios del que todos somos “hijos queridos” y que en Cristo se nos ha entregado como oblación y víctima. Y Jesús, por su parte, se nos entrega en el evangelio como pan de vida y nos promete nada menos que la resurrección, es decir, la supervivencia más allá de la muerte de nuestra personalidad. Frente a esto, que los prebostes eclesiales se entreguen a luchas intestinas, tratando de acaparar prebendas e influencias; que las cabezas pensantes especulen sobre la naturaleza divina; que no pocos de los clérigos visiten más los prostíbulos que las chabolas de la miseria o que se aprovechen de cuerpos imberbes en vez de curar las llagas de tantos espíritus heridos, y que otros muchos, capaces de discernir las cosas y las situaciones como es debido, se empleen a fondo para un quítate tú para ponerme yo son cosas que no tienen nada que ver en absoluto con la misión y la predicación del Jesús en el que creemos los cristianos y en cuyo comportamiento reconocemos el modelo de la forma de vida humana que debemos llevar. Quedémonos hoy con la orden imperiosa que recibe Elías: ¡despiértate, remolón, repón fuerzas y camina hacia el monte de Dios para gustar qué bueno es el Señor! Hoy existe un pequeño aparato, el Ipad, que muchísimas personas usan: No lo tiene todo, ni todo lo que tiene es verdad. Y esto nos conduce a dos consideraciones.
La primera, y de suma importancia, es ejercer la capacidad crítica que nos debe llevar a buscar fuentes, causas etc. para no tragárnoslo todo, porque hoy en día algo normal y tan viejo como la humanidad es mentir, difamar, engañar, manipular, pervertir, tergiversar las informaciones en beneficio de algunos, sin hacer mención de la verdad o el bien del otro. Dicho de otra forma: Dejar de tener presente la dignidad del otro, que es un derecho. Amar es respetar esta dignidad. El cuodlibeto: ¿Quién no quiere ser respetado? Y entonces hay la gran ley de oro: No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Muy fácil de decir, pero no tan fácil de llevar a cabo. Y enigmáticamente, ¿Por qué es tan difícil empezar por uno mismo? La segunda, hay que leer. La cuestión es si se sabrá hacer un uso de los aparatos técnicos para aprender a leer. Una lectura comprensiva, no sólo técnica o de normas u ordenanzas o un algoritmo. No una lectura material o fundamentalista. Éste, en mi opinión, es el gran reto que nos interpelan las nuevas tecnologías. ¿Libres para aprender o esclavos para someternos? Y por suerte no es responsabilidad sólo de la escuela sino de la sociedad. El núcleo de la sociedad continuará siendo el entorno donde nace todo ser humano. ¿Cómo es este entorno? Sin perder una visión global y en esta pluralidad, el fundamento debe ser la confianza básica, generada por el entorno y para el entorno El primario, la familia, ha de inocular, inyectar: paz y serenidad. Y por eso, una vez más, hay que recordar la escala de valores, la pirámide de Abraham Maslow. El primer peldaño para vivir, no únicamente sobrevivir, es la estabilidad económica que implica: hábitat, comida y trabajo. Esto que es tan fácil de escribir o decir, no está al alcance de todos. Y el saber leer nos permite emplearlo como arma para avanzar en nuestra "humanización" y no únicamente en la "hominización". Las llamadas "vacaciones" es un momento de poder leer y escribir con placer. Comunicarnos para hacer florecer el gusano de la inquietud por leer. Me decía una persona: Un día me di cuenta, cuando tenía 19 años, que si no leía, me moriría. El leer, y si va acompañado de escribir tanto mejor, es vida. Así tenemos nuestros grandes escritores que es una larga lista. Hay que entrar en una librería y la ansiedad emerge ante la cantidad de publicaciones de todo tipo y "no andarse por las ramas”. Hay que saber escoger. ¿Qué función tan magnífica la de padres, maestros y libreros en introducir a la lectura a través de estos aparatos que no tenemos aún la pedagogía: ¿cómo enseñar y aprender? La paremiología es el estudio de las paremias, es decir, proverbios, dichos y refranes. La intención es transmitir algún conocimiento tradicional basado en la experiencia. ¿Qué es lo esencial?: "No irse por los cerros de Úbeda". O como se expresa en latín: Non multa, sed multum, es decir, no muchas cosas sino poco y selecto. Y este dicho se puede aplicar razonablemente a muchos ámbitos de nuestra vida. La escritura, tiene lugar hace unos 5.300 años, fue el inicio de una gran revolución para pocas personas y mantenida en el mundo occidental por el gran papel de los monjes con los manuscritos en los monasterios. En 1440 hay otra gran revolución: la imprenta. La cultura al alcance de todos, lo que aún continúa. Y ahora se añade la revolución digital en un mundo global. Disfrutar sí, pero que lo inmediato o lo urgente no nos haga perder lo que es importante. ¿Qué criterio? Un sentido común o cordura personal, familiar, escolar y social, pero siempre abierta a la pluralidad. La lucha permanente contra el pensamiento único que nos quieren imponer tanto la plutocracia como la oligocracia o el poder de turno. Se impulsa un solo lenguaje técnico, una inteligencia artificial, un convertir al ser humano en un algoritmo. Existe la intención de controlarlo todo. Esto es un hecho, no una fantasía. Y de todos los autores y autoras que he leído cuando nos presentan un panorama real pero muy oscuro, todos terminan diciendo que hay que combatirlo con la capacidad de crítica, hablar y dialogar. Construir un nuevo discurso. Y no hay que olvidar que el método de lectura es como conducir un coche: Según por dónde vamos tenemos que usar el cambio de marchas. Por el contenido del texto iremos más deprisa o valoraremos que hay que ir poco a poco para comprender… Y eso hoy, con la inmediatez, no es tan fácil. Comprender todo a la primera es pedir un imposible cognitivo, un peligro. Y peligro que puede ser aprovechado para manipular, imponer el pensamiento único y creer que pensar es fácil. No. El verdadero pensar, no el técnico-matemático, implica dolores de cabeza, ansiedades, momentos de crisis, de esfuerzo como depresivos; pero no pensar es muchísimo peor. Es la cultura de la ignorancia. Toca elegir: ¡Pensar o morir! “La fe, la hemos recibido, ha sido un regalo que nos ha llegado en muchos casos de las manos de nuestras madres, de nuestras abuelas. Ellas han sido, la memoria viva de Jesucristo en el seno de nuestros hogares” (Carta del santo padre Francisco al cardenal Marc Ouellet, presidente de la pontificia comisión para américa latina).
El texto de esta carta de Francisco, presentándonos a las mujeres, las madres y las abuelas, como transmisoras de la fe y memoria de Jesús, nos invitan a descubrir esta realidad también en los textos bíblicos y especialmente en los relatos evangélicos. Para esto es necesario recuperar la situación de las mujeres en el contexto de Jesús; la presencia de las mujeres en el movimiento de Jesús y la actitud de Jesús hacia ellas. Ahora, que esto ya está siendo más estudiado, nuestra tarea es terminar de descubrir y construir los significados de esto y sus consecuencias para la vida de tantas mujeres (especialmente) y de tantos varones (también afectados). Los textos, como nos los han contado, han estado sometidos a producciones y lecturas masculinas y patriarcales. Un paso enorme consiste en comenzar a hacerse la pregunta: “Oye, ¿y las mujeres?”, para comenzar a descubrirlas y encontrarlas presentes donde siempre fueron invisibilizadas y silenciadas. ¡Ahí están y tienen mucho que decir! Situación de las mujeres La situación de las mujeres, la descubrimos como una situación de exclusión y opresión sacralizadas. La pertenencia al pueblo de Israel se determina por la circuncisión; este es el rito de iniciación e incorporación a este pueblo (como el bautismo lo es para el nuevo pueblo de Dios). Sólo los circuncidados pertenecen al pueblo de Dios. ¿Qué pasa con las mujeres? ¡Quedaron fuera! No forman parte del pueblo de Dios… No tienen un pene y no pueden ser circuncidadas… (Algo ha dicho Freud de la ambición del pene en la mujer en nuestras sociedades patriarcales). Su pertenencia al pueblo se define, entonces, en función del varón al que pertenecen: hija de…, esposa de…, madre de… (todavía hay grupos donde a partir del matrimonio la mujer cambia su apellido y se pone “de” …) sin olvidar que el “de” indica propiedad. La mujer, en sí y por sí misma, no es ni vale; todo su valor y su identidad le viene del varón del que es propiedad. Hay que recordar lo que dice tan feamente el 9° mandamiento en la primera versión del decálogo. Las consecuencias de esto son muchas y de muchos órdenes: la mujer no puede poseer tierras (es el problema de las viudas sin hijos; de ahí viene la ley del levirato) la mujer no dispone de nada de los bienes de la familia; son del varón; la descendencia es masculina, no femenina (son hijos del zebedeo, no de la zebedea); no participa de la vida pública; incluso el tema del divorcio que se maneja de una manera terriblemente masculina, el texto de Mateo nos lo han leído pésimo, Jesús no va contra el divorcio sino contra la desigualdad dentro del modelo familiar vigente; la mujer no puede tener y tomar iniciativa en ningún campo; su único ámbito es la cocina y la lavandería… y atender al marido, claro… Cuántos de nuestros roles de género están todavía marcados por esta construcción patriarcal… Por eso les da tanta cólera y reaccionan tan rabiosamente cuando queremos trabajar la perspectiva de género desde la educación para combatir y cambiar esta construcción social que genera tanta desigualdad y sometimiento. Además, el contacto con la sangre es causa de impureza (por supuesto que no cuando es el sacerdote quien queda bañado en sangre en los sacrificios); la mujer queda impura cada mes por la menstruación. En muchos de nuestros pueblos todavía se habla de la menstruación como “se enfermó”, “está sucia” … y se limitan muchas actividades de la mujer en esos días. Nunca va a tener un pene para ser circuncidada y hasta los 50 años no va a dejar de menstruar… No importa si es buena o mala, ¡es mujer! La exclusión y la opresión están en su carne para siempre… Por ser mujer… Una mujer, en los días de su menstruación, impura, se sienta en una silla… ¡la contamina!, la vuelve impura; si un varón se sienta en esa silla, se contamina, se vuelve impuro ¡por culpa de la mujer impura que se atrevió a sentarse ahí! La consecuencia es lógica: ¡Que no se siente! ¡Que se quede parada allá atrás! ¡Mejor afuera! La exclusión religiosa (¡impura!) se vuelve exclusión social (¡allá afuera!). Esto repercute hasta económicamente en las condiciones de vida, ya que el pecado se paga con sacrificio. Menstruaste = impura = paga; ¿y el próximo mes? ¡Paga!, ¿Y el próximo mes? ¡Paga! y así hasta los 50… Dar a luz es impureza (para la mujer, claro) por el contacto de sangre. ¡Hasta dar vida es pecado! Esto sucede también con los y las otras excluidos: hay razas puras e impuras, clases sociales puras e impuras, profesiones puras e impuras, lugares puros e impuros, etc. Por eso es fundamental para la comunidad cristiana la experiencia de Pedro en la casa de Cornelio: ¿Quién eres tú para calificar como impuro a nadie? Y, sobre todo, porque Dios no lo ha calificado así. Cuando comenzamos a calificar como puro e impuro es terrible; es lo grave de ciertos grupos. Jesús no se maneja por puro e impuro sino por justo e injusto; misericordia, ternura, vida posible o vida amenazada… Lo peor es que esto se hace en nombre de Dios; en nombre de una supuesta “ley de Dios”. En tiempo de Jesús los fariseos y sacerdotes decían que había 673 mandamientos; todo es pecado… Al multiplicar la ley, multiplicamos el pecado y al multiplicar el pecado, multiplicamos el sacrificio. Para Jesús no hay más que 1 mandamiento, y no es amar a Dios sino querernos unos a otros. La gran “novedad” o “recuperación” que presenta Jesús y que influye definitivamente en su relación con las mujeres, es su experiencia de Dios “Abba”: papi, papito de todos y todas. Para su tiempo es una novedad muy grande y conflictiva; rompe los esquemas vigentes en la sociedad y en la religión. Hay que recordar que la muerte de Jesús tiene causas históricas: Jesús muere condenado a muerte como hereje y como subversivo. Su praxis; lo que hacía y decía fue considerado herético y subversivo por los poderes político y religioso de su tiempo. Jesús no cree en el dios de la ley (nos da un solo mandamiento: querernos), no cree en el dios de la pureza (se mezcla con la peor gente y es considerado el amigo de los borrachos y las putas), no cree en el dios del templo (sólo fue dos veces y salió peleado las dos veces), no cree en el dios del sacrificio (le importa la misericordia y la justicia); no cree o deja de creer en el dios en el que seguramente fue educado por la sociedad de su tiempo. Teniendo en cuenta lo que dice Lucas: “el niño crecía en sabiduría y entendimiento” (Lc 2,51), Jesús fue viviendo un proceso de ruptura con la fe y el modelo religioso que recibió y vivió en su sociedad. Sin embargo, y aunque Jesús lleva esta experiencia a una radicalidad total; en realidad es una “recuperación” y no una “novedad”. En la perspectiva presentada por Lucas, “un día en que todo el pueblo se bautizaba, Jesús también” (LC 3,21). ¡Jesús aparece no como el que inicia sino como el que sigue! Jesús se incorpora, asume, algo que ya está haciendo el pueblo. La iniciativa profética vino de Juan y el pueblo encontró en su propuesta una respuesta a sus propias expectativas, esperanzas y experiencias. Cuando Jesús ve lo que está proponiendo Juan y lo que está haciendo el pueblo dice: ¡Yo también! Descubre que la presencia y la acción histórica de Dios en medio de su pueblo está ahí. De hecho, la acción histórica de Dios con su pueblo no comenzó con Jesús. Dios siempre ha estado y actuado con su pueblo; ahora hay una nueva presencia y una nueva acción como respuesta a este nuevo momento histórico, a través de Juan y el pueblo; Jesús la descubre, la experimenta y la asume; se incorpora a ella. La primera experiencia de este Dios para el pueblo de Israel se dio con el éxodo: frente al sistema de opresión de Egipto y de Canaán, el pueblo vive la experiencia del Dios que ve la humillación del pueblo, conoce sus sufrimientos en la opresión, escucha sus clamores cuando son maltratados por los capataces y, por eso, baja y actúa para liberar de esa opresión. Moisés es enviado a sacar del dominio del faraón y a llevar al pueblo a una tierra sin el dominio del régimen faraónico y con condiciones reales que hagan la vida posible para todos y todas (“otro mundo es posible”). Y no hay que olvidar el papel definitorio que jugaron las mujeres en esto (las mujeres que esconden a Moisés; la hija del faraón; las parteras; Miriam, la hermana de Moisés). De esta experiencia del Dios único de todos y todas surge un nuevo modelo de sociedad, lo que llamamos la confederación de tribus o el tiempo de los jueces. En esta sociedad más igualitaria y libre, las mujeres tenían otro estatus y otra presencia; juegan un papel importantísimo en la construcción de este nuevo modelo social. Débora y Jael son personajes principales en el libro de los jueces y si Abrahám es llamado padre del pueblo, Débora es llamada madre del pueblo. 200 años de un modelo social diferente. El problema fuerte viene con la instauración de la monarquía. Es la instauración del modelo patriarcal, piramidal y excluyente que necesita legitimarse también religiosamente. ¡La monarquía no es querida por Dios, se instaura en oposición a Dios!; queda muy claro en el texto de Samuel (1 Samuel 8). La monarquía no es progreso; es retroceso. Es volver a Egipto, al modelo piramidal del que Dios nos invitó a salir. Con el Dios del éxodo no es posible volver a instaurar la pirámide; por eso la monarquía necesita promover otro dios y otro modelo religioso. Con la monarquía aparecen el templo y el sacerdocio; la ley y el sacrificio. ¡El templo no es querido por Dios!, es iniciativa de David y Salomón para legitimar su modelo monárquico (2 Samuel 7). De hecho, recibe la oposición del profeta Natán. Procesos parecidos se encuentran también en otras experiencias religiosas (el cambio de Quetzalcóatl, un dios genial, por Huitzilopochtli, un dios sanguinario que exige sacrificios humanos). Históricamente es el paso de sociedades matriarcales a patriarcales. La monarquía se impuso (generalmente los poderosos logran salirse con la suya), pero la resistencia permaneció y se mantuvo siempre a través de los campesinos y las mujeres. Por eso surge la profecía; los y las profetas fueron siempre los grandes enemigos del palacio y del templo (Raúl Vera, Samuel Ruíz, Méndez Arceo, Rigoberta Menchu, Máxima Acuña). El profeta Isaías estuvo casado con una profetisa; la reforma de la monarquía que intentó Josías, el único rey del que habla bien la biblia, fue inspirada y animada por la profetisa Hulda… ¿Por qué nunca nos hablan de ellas? La profecía, más tarde la apocalíptica y los sapienciales, la resistencia a los modelos de dominación, tuvieron como protagonistas a mujeres. El II y III Isaías (cap. 42 en adelante) es muy probablemente un texto producido por mujeres y son textos en los que se habla muy frecuente de un Dios con características femeninas y donde por primera vez se le da a Dios el título de “Papá”. El Qoelet o Eclesiastés, “cómo vivir en tiempos de porquería”, Ruth, Judith, Ester, cantar, textos femeninos que muestran la resistencia frente a los modelos de dominación. De esta tradición bebió Jesús. En los textos del nuevo testamento hay muchísimas referencias y citas de estos textos. Esta es la tradición viva que encontró en muchas mujeres y probablemente en María. El canto del magníficat es el canto más revolucionario que puede haber (¡cómo lo hemos domesticado!) y aunque Lucas lo pone en boca de María, ya aparece como el cántico de Ana en el antiguo testamento. Es el cántico de las mujeres que creen en este otro Dios y en su nombre exigen y realizan la transformación de la sociedad. Jesús no se casó; probablemente como rechazo al modelo familiar patriarcal; no como rechazo a la mujer ni a la sexualidad. Jesús no se casó, pero tuvo muchas amigas cariñosas y su movimiento está compuesto por muchas mujeres que rompen el esquema. La actitud de las mujeres Es importante y atractivo pensar en la actitud de Jesús hacia las mujeres. Si, como decimos, Jesús es el revelador de Dios, entonces, su actitud hacia ellas es fundamental porque muestra, revela, la actitud de Dios. Sin embargo, nos parece que hay un paso previo que es fundamental, sin el que no entendemos plenamente la actitud de Jesús y su significado, y al que se le ha puesto poca atención: la actitud de las mujeres. Si no, corremos el riesgo de volver a silenciarlas e invisibilizarlas, aunque sea para ver y oír a Jesús. Hay algunas especialmente impactantes; -María en la boda de Caná, atenta a las necesidades de la gente (Jn 2, 1-11). Impulsa a Jesús a iniciar su acción. -La mujer con hemorragia y la niña (Mc 5,21-34). Se atreve a tocar y enseña a Jesús a tocar. -La mujer de Siquem dialoga con Jesús sobre Dios y la vida (Jn 4,1-42). Se vuelve evangelizadora de Samaria. -Una “pagana” nos enseñan a creer (Mt 15,21-28). Enseña a Jesús que todos y todas tenemos derechos; hasta los perritos. -Marta habla con Jesús sobre Lázaro (Jn 11,21-27). Hace la profesión de fe en Jesús. -María, la irresponsable (Lucas 10:38-42). -María unge a Jesús (Jn 12,1-3). Reconoce la presencia de Dios en el perseguido por subversivo y hereje. -La viuda exigente (Lc 18:1-8). Exige justicia frente a los derechos negados. -Magdalena, primera testigo del Resucitado (Jn 20,11-18). La apóstol de los apóstoles. En algunas ocasiones, Jesús reconoce la fe de esas mujeres y como esa fe es la que las ha movido para acudir a él y conseguir la respuesta a sus necesidades. Jesús, al reconocer esa fe, ofrece consuelo, paz, ternura, a las mujeres además de la solución a las necesidades expresadas. “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado” (Mt 9,22); “Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz” (Lc 8,48). Pero hay también una alabanza explícita a la fe de otras mujeres. Ese es el caso de la viuda cuya fe se convierte en generosidad y solidaridad. Esa fe convertida en solidaridad hacia otros necesitados provoca en Jesús la necesidad de reconocerla y afirmarla delante de todos. “Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir” (Mc 12, 43; Lc 21,3). La mujer sirio-fenicia, una extranjera como el centurión, va a provocar el entusiasmo y el cambio de mentalidad en Jesús: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!” (Mt 15,28). Entre Jesús y la mujer se desarrolla un diálogo duro y difícil que culmina en ese reconocimiento y en un cambio de actitudes por parte de Jesús; nunca más vuelve a decir, como lo hace con ella, que él vino sólo para los judíos. En otras ocasiones, la fe de las mujeres va incluso a provocar que Jesús tome partido por ellas y las defienda frente a los ataques que reciben por parte de algún varón. La fe amorosa de la prostituta va a despertar la ternura de Jesús frente a la actitud discriminadora del fariseo: “Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha amado mucho” (Lc 7, 47). Esta misma toma de postura a favor de ellas la encontramos cuando la rebeldía de María es apoyada por Jesús. Ella rompe todos los esquemas sociales y religiosos de la época y, frente a los cuestionamientos y críticas, Jesús se pone de su parte y la alaba. “María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (Lc 10,42). Frente a otra mujer y su manifestación de fe, Jesús incluso la propone como modelo para todos y todas nosotros. Su memoria estará siempre ligada a la memoria de Jesús. “Les aseguro que allí donde se proclame la Buena Noticia, en todo el mundo, se contará también en su memoria lo que ella hizo” (Mc 14,9). Así pues, en los textos que narran estos encuentros, aparece claramente como Jesús reconoce y valora la fe de las mujeres a las que propone como modelo para todas y todos. Con un agravante… ¡Todas estas mujeres son mujeres transgresoras de la fe y el orden institucional! Queremos encontrarnos con algunas de ellas… -María, la irresponsable (Lc 10,38-42) -Una mujer atrevida (Mc 5,21-43) -Una “pagana” nos enseña a creer (Mt 15,21-43) -Una viuda exige justicia (Lc 18,1-8) -Una mujer lúcida, valiente y decidida (Jn 11,53 – 12,11) -Una mujer que vive y sufre su realidad (Jn 4,1-43) -Las mujeres que cantan y danzan (Lc 1,46-56) Son seis sesiones diseñadas para encuentros o reuniones de comunidades, en la dinámica de la lectura pastoral de la biblia, con una metodología popular Cada uno vemos lo que podemos ver. Eso explica que personas que han podido ver un poco más lejos —o, sencillamente, desde “otro lugar”, como ejemplificó magistralmente la “alegoría de la caverna”, de Platón— hayan sido incomprendidas y, en los peores casos, perseguidas o incluso eliminadas.
A lo largo de la historia han existido visionarios de todo tipo: desde los falsarios más burdos hasta quienes han vivido en un nivel de consciencia expandido. En cualquier caso, no parece sano aceptar lo que pueda decir una persona sin haberlo experimentado uno mismo. De hecho, el verdadero maestro no exige nunca sumisión, sino que indica pautas con las que cada cual pueda verificar la verdad de lo que dice. Por eso, su palabra es fuente de crecimiento y de liberación, de indagación y de autonomía. En principio, es verdadera aquella palabra que favorece la vida. Y lo notamos porque nos abre el horizonte, nos hace sentir más vivos, manifiesta la unidad y potencia el amor. Una palabra de ese tipo conecta fácilmente con lo mejor de nosotros mismos, porque resuena en nuestro interior como un “eco” de los más profundos anhelos y aspiraciones. En todos nosotros hay “Algo” que sabe. Puede suceder que ese centro de sabiduría se halle cegado por distintos motivos o incluso que permanezca ignorado. Con todo, basta que la persona potencie en ella el amor por la verdad para que su capacidad de comprensión se expanda mucho más allá de lo que hubiera imaginado. Amar la verdad implica vivir en actitud humilde de apertura, asumiendo el riesgo de quedar desnudos de nuestras posturas previas, de creencias antiguas y de las “verdades” con las que nos habíamos venido manejando. Se trata de una travesía en ocasiones difícil y exigente, porque casi de manera instintiva nos negamos a ser desinstalados. Se requiere humildad y toma de distancia del ego que siempre pretende tener razón. Pero el “premio” habrá valido la pena: la verdad es portadora de luz, de vida, de paz y de amor. La verdad es nuestra “casa”. ¿Busco honesta y apasionadamente la verdad? Llegamos al final del c. 6 de Juan. Llega la hora del desenlace. La disyuntiva es clara: o acceder a la verdadera Vida, o permanecer enredados en la pura materialidad. Recordar lo que decíamos el primer día: no tomar ninguna decisión es mantener el camino fácil del hedonismo, en el que estamos. ¿Qué resultado tiene hoy la oferta de Jesús?
Este modo de hablar es inaceptable. Son inaceptables estas propuestas, para ellos y para nosotros, pues contradicen nuestras apetencias más íntimas. Quieren llevarnos más allá de lo razonable. Todo aquel que se deje guiar por el sentido común, se escandalizará. Lo que nos pide Jesús es salir del egoísmo y entregarse a los demás. Se trata de sustituir a Dios por el hombre. ¿Cómo podemos dejar de servir a Dios para dedicarnos a los demás? ¿No es el primer deber de todo ser humano dar “gloria” a Dios? La incapacidad de comprender es consecuencia de entender desde la carne. No se trata de despreciar y machacar la carne. Entendido de esa manera maniquea, tampoco tiene ninguna salida el mensaje de Jesús. Se trata de descubrir que el verdadero sentido de la vida fisiológica y terrena, para un ser humano, el verdadero sentido de la carne está en la trascendencia; es decir desplegar las posibilidades más sublimes que el ser humano tiene por ser más que simple biología. La vida terrena no puede ser meta para el hombre. El espíritu es el que da Vida, la carne no sirve para nada. Aquí, carne y espíritu no se refieren a dos realidades concretas y opuestas, sino a dos maneras de afrontar la existencia. Solo la actitud espiritual puede dar sentido a una vida humana. Vivir desde las exigencias de la carne cercena la meta del ser humano. En teoría no se entiende y en la práctica tampoco, ¿quién cree que la carne no vale para nada? ¿Por qué luchamos? ¿Cuál es nuestra mayor preocupación? ¿Cuánto tiempo dedicamos al cuerpo y cuánto al Espíritu? Después de repetir por activa y por pasiva que había que comer su carne, ahora nos dice que la carne no vale para nada. Estas palabras nos obligan a hacer un esfuerzo para poder comprender el mensaje. No es ninguna contradicción. Se trata de descubrir que el valor de la “carne” le viene de estar informada por el espíritu. Con el espíritu, la carne lo es todo. Sin el espíritu, la carne no es nada. Queda claro el sentido que da Juan a la encarnación. Las propuestas que os he hecho son Espíritu y son Vida. Las palabras no tienen valor por sí mismas, debemos descubrir en ellas el Espíritu. La referencia al Espíritu es clave para entender a Jesús. “Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es espíritu”. “Dios es espíritu, y hay que acercarse a Él en espíritu y en verdad”. Todo el capítulo viene diciendo que él es el pan… Ahora nos dice que son sus palabras las que dan la Vida. La única propuesta que llevará a plenitud al hombre es la de Jesús. Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. En este proceso de alejamiento entre Jesús y los que le siguen se da el último paso, el abandono. Hasta ahora los que le criticaban eran los judíos, ahora son los discípulos los que deciden abandonarle. Recordemos que todo el capítulo se ha planteado como un proceso de iniciación. Al final, hay que tomar una decisión. ¿También vosotros queréis marcharos? Jesús no busca la aprobación general. Tanto los políticos como los medios lo condicionan todo a la audiencia. Lo importante es vender. Jesús acepta el reto que su doctrina provoca. Está dispuesto a quedarse solo antes que ceder en la radicalidad de su mensaje. La pregunta manifiesta una profunda amargura. Pero también deja muy clara la convicción que tiene en lo que está proponiendo. ¿Con quién nos vamos a ir? Tus exigencias comunican Vida definitiva. Pedro da la única respuesta adecuada: “Nosotros creemos”. Los que escuchan a Jesús se sienten más seguros con el cumplimiento de la Ley. A la hora de comer eran cinco mil. Quedan doce. Pronto demostrarían que ellos tampoco lo entendieron hasta la experiencia pascual. Queda claro que el fundamento de la comunidad son los doce, y que Pedro es la cabeza. También en los sinópticos, Jesús empieza siendo aclamado por la multitud, pero termina siendo abandonado por todos. Si hoy nos declaramos cristianos dos mil millones de personas se debe a que no se exige la radicalidad de su mensaje y seguimos en el engaño de lo que puede darnos, no en la conciencia de lo que nos exige. Si descubriéramos que la médula del mensaje de Jesús es que tenemos que dejarnos comer, ¿cuántos quedarían? Juan intenta aclarar las condiciones de pertenencia a la comunidad de Jesús: La adhesión a Jesús y la asimilación de su propuesta de amor. Su ‘exigencia’ es una dedicación al bien del hombre a través de la entrega personal. El mesianismo triunfal queda definitivamente excluido. En contra de lo que se nos sigue diciendo, Jesús ni busca gloria humana o divina ni la promete a los que le sigan. Seguirlo significa renunciar a toda ambición personal. Hoy seguimos ignorando la propuesta de Jesús. En su nombre seguimos ofreciendo unas seguridades derivadas del cumplimiento de unas normas. No se invita a los fieles a hacer una elección de la oferta de Jesús, porque no se les presenta dicha oferta. Hemos manipulado el evangelio para salirnos con la nuestra. No nos interesa el mensaje de Jesús, sino nuestros propios anhelos de salvación que no van más allá de la sola carne. No es casualidad que en el evangelio se hable de Vida al tratar de expresar la realidad espiritual que descubrió Jesús más allá de la vida. El paralelismo nos puede llevar a comprender que no existe una VIDA separada de la materia; ni en el orden espiritual ni en el biológico la vida puede andar por ahí separada de la materia sensible. Dios es Vida, pero no significa que está en algún lugar del universo y desde allí nos hace partícipes de ella. A la hora de definir la vida biológica, tenemos que recurrir a su manifestación. Nunca nos encontramos con la vida, sino con un ser vivo. Lo mismo en el orden espiritual, nunca nos encontraremos con el Espíritu pero sí un ser atravesado por el Espíritu. ¿Cómo lo sabremos? Solo a través de sus relaciones con los demás. Si es capaz de descentrarse y descubrir en los demás aquello que le identifica con ellos, tiene Vida espiritual. Meditación Jesús manifiesta, en su vida, esa Vida plena y definitiva. La experiencia pascual llevó a los discípulos a hacer suya esa Vida. No fue fácil superar el apego a las seguridades de su religión. Nosotros, con una religión tan anclada en la Ley como la judía, tenemos que arriesgarnos si no queremos caminar hacia la nada. |
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