En la iglesia católica, el año litúrgico empieza con el tiempo de Adviento, unas cuatro semanas antes de la celebración de la Navidad.
Literalmente, “adviento” (adventus) significa “venida”. Y aunque hace alusión directa al nacimiento de Jesús en Belén –él fue quien “vino” de los cielos-, siempre se ha solido presentar como una invitación a fortalecer la esperanza en aquel que “va a venir” en gloria al final de los tiempos. El lenguaje de la mente oscila siempre entre el pasado y el futuro. Y eso hace que vivamos permanentemente vueltos hacia atrás, para apoyarnos en lo que fue, o proyectados hacia adelante, para consolarnos con la expectativa de algo mejor de lo que ahora tenemos. La mente religiosa no escapa a esa dinámica: fácilmente se queda celebrando el pasado o esperando el futuro. Es necesario acallar la mente para poder ver con claridad. Y ahí es donde percibimos que el único lugar de la vida es el presente. Y que el presente, en el plano profundo, es pleno. Por eso, lo que llamamos “venida” es ya “llegada”: todo es Ahora. Ese “Ahora” no es un lapso de tiempo, efímero, entre el que se fue y el que está llegando. Es, más bien, el no-tiempo, la atemporalidad. Porque el Presente no es algo cronológico, sino aquello que contiene al tiempo. Ahora bien, la Realidad es multidimensional: se nos hace presente, como aprecia incluso la misma física moderna, en diferentes niveles o dimensiones. Eso explica que afirmaciones aparentemente contradictorias puedan ser todas verdaderas…, cada una en su propio nivel. En lo que se refiere al tema que nos ocupa, para la mente –en el nivel mental, aparente, del mundo de las formas- todo es lineal y secuencial: pasado, presente y futuro constituyen momentos diferentes que se suceden sin cesar. En ese mismo nivel, todo se percibe como separado: la mente es dual porque es separadora por su propia naturaleza. Se comprende que, desde ella, el “Adviento” se viva en clave de pasado y de futuro: Jesús vino y otra vez vendrá… Para quien se halla identificado con lo que ocurre, puede sonar ridículo, sarcástico o incluso injuriante afirmar que “todo es ahora”. Porque, en el nivel mental –de las apariencias- todo es secuencial: la mente lee todo como una sucesión de eventos, a la vez que espera que el próximo sea más agradable que el actual. En ese nivel no es posible otro modo de ver. Sin embargo, la trampa reside precisamente en la identificación con lo que ocurre. Porque, en realidad, no somos nada de lo que ocurre, sino la Consciencia en la que todo ocurre. Quien se identifica con las nubes sentirá que se mueve con ellas; quien se reconoce como “cielo” verá que lo que se mueve es solo aparente. Las nubes pasan secuencialmente; el cielo permanece siempre en un ahora atemporal. Ciertamente, para quien vive, no identificado con lo que sucede, sino en la consciencia de lo que sucede, todo es Ahora. La imagen de la nube queda magníficamente expresada en estas palabras sabias de Nisargadatta: “Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”. En ese nivel profundo en el que vive el sabio, más allá de la mente, se percibe que todo lo que nos llega por los sentidos es solo una “representación” –el “sueño” o el “teatro del mundo”, de que hablaba Calderón de la Barca-, un despliegue admirable y complejo de formas que están brotando de la Consciencia una. En el nivel profundo, Todo es Ahora. Lo que somos, no es la “forma” (yo, ego, personalidad, personaje) que nuestra mente piensa, sino aquella Consciencia, que es la identidad última de todo lo que es. No somos un “objeto” de la consciencia (yo), sino la Consciencia que contiene y abraza –y de la que están surgiendo- todos los objetos. Desde esta perspectiva, cambia el modo de comprender el “Adviento”, porque “venida” y “llegada” son lo mismo –solo eran distintas para la mente-. Y por más que el pensamiento siga haciendo una lectura secuencial –pasado, presente, futuro-, sabemos que basta silenciar la mente para que emerja la Presencia –otro nombre de la Consciencia- en la que reconocemos nuestra verdadera identidad. ¿Y Jesús? Para los cristianos, es el “centro de la historia”. Eso significa, más allá de una lectura literalista que sería fuente de fanatismo, que en él reconocemos lo que somos todos –cristianos o no, creyentes o ateos-, porque lo percibimos como la plenitud del Ser (“Hijo de Dios”). “Adviento”, por tanto, es una invitación a “volver a casa”, es decir, a salir de cavilaciones mentales y movimientos egoicos, para reconocernos en la Consciencia o Presencia que tiene sabor a Comunión y Plenitud. Y esto no obedece solo a un recuerdo –el nacimiento de Jesús-, ni es una nueva creencia a la que aferrarnos. Se trata de algo que toda persona puede experimentar como certeza o evidencia en cuanto, acallando la mente, en este mismo momento, conecta con Aquello que no tiene nombre, que no puede ser pensado, pero que, sin embargo, es lo único que permanece, el Fondo que abraza todo lo demás, el “Padre” (Abba) del que hablaba Jesús. Esa es nuestra casa. La sabiduría consiste en experimentarla y vivir en y desde ella. En el caso cristiano, Jesús es la referencia íntima de aquella misma y única identidad. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Dicho desde el nivel profundo: dejad de identificaros con la mente, aquietad el pensamiento egocentrado, venid a la Presencia –a “casa”- y experimentaréis la Plenitud. Poned presencia en todo lo que hacéis, vivid en conexión con Aquello que es estable y se halla siempre a salvo. Y, en cualquier caso, no olvides que, como dice Pema Chödrön, “tú eres el cielo; todo lo demás es el clima”. De ahí la sabiduría que encierra esta clave pedagógica: “Deja de buscar y déjate encontrar”. ¡Feliz tiempo de “Adviento”, es decir, de Presencia, que es Paz y Gozo!
0 Comentarios
Con el primer Domingo de Adviento, comenzamos el nuevo año litúrgico que es una puesta en escena de los acontecimientos que dieron lugar al cristianismo. De la misma manera que en la vida normal, se inventó el teatro para escenificar las relaciones sociales y así poder comprenderlas mejor, así en el ámbito religioso, escenificamos las experiencias religiosas de nuestros antepasados. Para nosotros la figura clave es Jesús, por eso el año litúrgico se desarrolla en torno a su vida. No tiene mayor importancia que Jesús haya nacido el 25 de diciembre o en cualquier otro día del año. Como tampoco la tiene que haya nacido en el año 1 ó en el año 5 antes de Cristo. Lo importante es descubrir que la esencia de nuestra religión tuvo su origen en la experiencia humana del hombre Jesús.
No nos debe extrañar la increíble riqueza de los textos litúrgicos de este tiempo de Adviento. Ello se debe a que el pueblo de Israel vivió toda su historia como tiempo de adviento, es decir, como una continua espera. Pero también el pueblo cristiano, vive las expectativas de la llegada definitiva del Reino de Dios. Por eso, tanto el AT, como el NT, están plagados de textos bellísimos sobre este tema fundamental en toda la Escritura. Nosotros encontramos una dificultad a la hora de entender estos textos, porque están escritos desde unas expectativas diferentes y en un lenguaje extraño. Sin embargo el mensaje es simple: Pase lo que pase, debemos tener total confianza en Dios que salva siempre. Tal vez nos produzca una cierta confusión el hecho de que la liturgia apunta en una doble dirección. Por una parte, nos invita a estar en vela para la venida futura y definitiva de Cristo. Por otra, nos invita a prepararnos a celebrar dignamente la primera venida de Jesús, es decir, su nacimiento como ser humano. Ambas perspectivas son hoy problemáticas. Celebrar el nacimiento de Jesús como acontecimiento histórico no servirá de nada si no nos sentimos implicados en lo que significó su propia vida. Entender literalmente la segunda venida, será echar balones fuera por el otro extremo. Esos dos extremos serán referencias importantes solo si nos llevan a afrontar adecuadamente el presente. No tiene sentido hablar hoy del fin del mundo ni de catástrofes futuras. Ni siquiera de la “futura venida de Cristo”. Lo importante no es que vino, ni que vendrá, sino que viene en este instante. Hablar hoy del futuro en cualquier aspecto es ponerse fuera de juego y no aceptar el verdadero mensaje de las lecturas. Quedarse en la celebración de un hecho histórico, no cambiará nada en mi vida. Los Judíos esperaron durante XVIII siglos la liberación. Y cuando llegó Jesús con su oferta de salvación, la rechazaron porque no era lo que ellos esperaban. La venida del Mesías no fue suficiente para los judíos, porque no esperaban esa salvación, pero tampoco fue suficiente para los primeros cristianos, también judíos, que siguieron esperando la "segunda venida" en la que sí se realizará la verdadera salvación, porque entonces vendrá “con gran poder y gloria”. Aún hoy, seguimos esperando una salvación desde fuera y a nuestra medida, no la que realmente trajo Jesús. Si comprendiéramos que Dios ya nos ha dado todo lo que puede darnos, dejaríamos de esperar que Dios venga a “hacer” algo para salvarnos. A todos nos resulta muy complicado abandonar una manera de ver a Dios que nos da seguridades, que es lo único que nos importa de verdad. Preferimos seguir pensando en el Dios todopoderoso que actúa a capricho, donde quiere, cuando quiere, y desde fuera. Solo requiere de nosotros que cumplamos, también externamente, sus mandamientos. Desde esta perspectiva nos sentimos forzados a hacer, por una parte, lo que nos parece que le agrada y de otra, a esperar con miedo a que en el momento último nos coja confesados. De esa manera no hay forma de hacer presente el Reino de Dios que está dentro de nosotros. Y además, nos quedamos tan frescos, echando la culpa de que no estemos salvados, a Dios que es demasiado cicatero a la hora de concedernos lo que tanto deseamos. Dios está viniendo siempre. Si el encuentro no se produce es porque estamos dormidos o, lo que es peor, con la atención puesta en otra parte. La falta de salvación se debe a que nuestras expectativas van en una dirección equivocada. Esperamos actuaciones espectaculares por parte de Dios. Esperamos una salvación que se me conceda como un salvoconducto, y eso no puede funcionar. Da lo mismo que la esperemos aquí o para el más allá. Lo que depende de mí no lo puede hacer Dios ni lo puede hacer Jesús. Esta es la causa de nuestro fracaso. Esperamos que otro haga lo que solamente yo puedo hacer. Dios es salvación y ya está en mí. Lo que de Dios hay en mí es mi verdadero ser. No tengo que conseguir nada ni cambiar nada en mí. Simplemente tengo que despertar y descubrirlo. Tengo que salir del engaño de creer que soy lo que no soy. Esta vivencia me descentraría de mí mismo y me proyectaría hacia los demás; me identificaría con todo y con todos. Mi falso ser, mi ego, mi individualidad se disolvería. Esa experiencia de salvación tendrá consecuencias irreversibles en mi comportamiento con los demás y con las cosas, que ahora, hecho el descubrimiento, forman parte de mí mismo. Dios no me salva como recompensa a mis actos. Mis obras serán la consecuencia de la salvación que Dios me da. En las primeras comunidades cristianas se acuñó una frase, repetida hasta la saciedad en la liturgia: “Marañatha” = ¡Ven Señor Jesús! Vivieron en la contradicción de una escatología realizada y una escatología futura. “Ya, pero todavía no”. Hay que tener mucho cuidado a la hora de entender estas expresiones. “Ya”, por parte de Dios, que nos ha dado ya todo lo que necesitamos para esa salvación. Si no fuera así, se convertiría en un tirano. “Todavía no”, por nuestra parte, porque seguimos esperando una salvación a nuestra medida y no hemos descubierto el alcance de la verdadera salvación, que ya poseemos. Aquí radica el sentido del Adviento. Porque “todavía no” estamos salvados, tenemos que tratar de vivir el “ya”. Eso nunca lo conseguiremos si nos dormimos en los laureles. Jesús apunta hacia una salvación muy distinta de la que esperamos. "He venido para que tengan vida y la tengan abundante." ¿Cuál es la tierra prometida que nosotros esperamos hoy? Como los judíos, ¿esperamos una tierra que mane leche y miel, es decir mayor bienestar material, más riquezas, más seguridades de todo tipo, poder consumir más? Seguimos apegados a lo caduco, a lo transitorio, a lo terreno. Seguimos convencidos de que la felicidad está en el consumo. La liturgia nos propone cuatro domingos para prepararnos. Los comercios adelantan más cada año la oferta de productos navideños... La confianza, la esperanza, la paz, la ilusión la tengo que mantener aquí y ahora, a pesar de todas las apariencias. No debemos esperar que el mundo cambie para alcanzar la verdadera salvación. Confiar, creer es ya cambiar el mundo. Si no es así, estoy confiando en el ídolo. Siempre tendemos a ver la presencia de Dios en los acontecimientos favorables, y pensar que Dios está alejado de nosotros cuando las cosas no van bien. Esa es la interpretación de la historia que hizo el pueblo judío. Jesús dejó muy claro que Dios está siempre ahí, pero se manifiesta con rotundidad en la cruz, aunque sea difícil descubrirlo. El Adviento no me invita a mirar hacia fuera: pasado y futuro, sino a mirar hacia dentro. Si consigo que nada de lo que tengo me ate y me desligo de lo que creo ser, aparecerá mondo y lirondo mi verdadero SER. Solo ahí puedo encontrar la auténtica felicidad. ¡Qué nos está pasando! Celebramos con inmensa alegría el nacimiento de una nueva vida, pero seguimos despidiendo a nuestros muertos con un “funeral”. Debemos atrevernos a no ver el fin de una vida como un fracaso. Al final del camino, nada de lo que eres en tu esencia, se ha truncado. Eso es lo que se desprende del evangelio. Eso es lo que Jesús predicó y vivió. meditación-contemplación Dios viene, pero no de fuera. Jesús vuelve, pero no se ha ido. Hay que superar los conceptos de pasado y de futuro. Solo así entrarás en la dinámica de una auténtica revelación. …………… Dios es siempre el mismo, no puede cambiar. Está en la historia, y a la vez, más allá de la historia. Descúbrelo en lo hondo de tu ser y aparecerá a través de ti. No tienes nada que esperar de fuera. …………… No tiene nadie que venir a salvarte. Tienes que descubrir que estás salvado desde siempre y para siempre. Lo que te llegue de fuera ni aumenta ni disminuye esa salvación. Pero puede ayudarte o impedir que la descubras y la vivas. Comenzamos un nuevo año litúrgico, preparándonos, como siempre, para celebrar la Navidad. La primera lectura promete la venida de un descendiente de David que reinará practicando el derecho y la justicia y traerá para Judá una época de paz y seguridad. El evangelio anuncia la vuelta de Jesús con pleno poder y gloria, el momento de nuestra liberación. ¿Cómo se explica la unión de estas dos venidas tan distintas? Lo intentaré con la siguiente historia.
La esposa del astronauta y la Iglesia Un día la NASA decidió una misión espacial fuera de los límites de nuestro sistema solar. Una empresa arriesgada y larga que encomendaron al comandante más experimentado que poseía. Cuando se despidió de su mujer y sus hijos, la familia pasó horas ante el televisor viendo como la nave se alejaba de la tierra. Los niños, pequeños todos ellos, preguntaban continuamente: “¿Cuándo vuelve papá?” Y la madre les respondía: “Vuelve pronto, no os preocupéis”. Al cabo de unos meses, cansada de escuchar siempre la misma pregunta, decidió organizar una fiesta para celebrar la vuelta de papá. Fue la fiesta más grande que los niños recordaban. Tanto que la repitieron con frecuencia. La llamaban “la fiesta de la vuelta de papá”. Pero la inconsciencia de los niños creaba una sensación de angustia en la madre. ¿Cuándo volvería su marido? ¿El mes próximo? ¿Dentro de un año? “La fiesta de papá”, que podía celebrarse en cualquier día del mes y en cualquier mes del año, se le convirtió en una tortura. Hasta que se le ocurrió una idea: “En vez de celebrar la vuelta de papá ‒dijo a los niños‒ vamos a celebrar su cumpleaños. Sabéis perfectamente qué día nació, así que no me preguntéis más cuándo vamos a celebrar su fiesta. A la iglesia le ocurrió algo parecido. Al principio hablaba era de la pronta vuelta de Jesús, la que menciona el evangelio de este domingo. Pero esa esperanza no se cumplía, y la iglesia pasó de celebrar su última venida a celebrar la primera, el nacimiento. Sin embargo, no ha querido olvidar la estrecha relación entre ambas venidas, y así se explica que encontremos textos tan distintos. Justicia, paz y seguridad: Jeremías 33, 14-16 Se discute cuando fue pronunciada esta promesa. Caben dos hipótesis: a) La formuló Jeremías, criticando al último rey de Judá, Sedecías, que propiamente se llamaba Matanías. Cuando el rey babilonio Nabucodonosor conquistó Jerusalén y deportó al monarca vigente (año 598 a.C.), lo nombró rey cambiándole el nombre por el de Sedecías, que significa ”Yahvé es mi justicia”. Jeremías anuncia un rey futuro que tendrá por nombre “Yahvé es nuestra justicia”. Un monarca cuyo mismo nombre expresa la estrecha relación de Dios con todo el pueblo, y que salvará a Judá y Jerusalén mediante un gobierno justo. b) La formuló un profeta posterior, durante el destierro de Babilonia o incluso algún siglo más tarde. Judá lleva un largo período sin rey. La promesa hecha por Dios a David de que siempre tendría un heredero en el trono, parece no cumplirse. En este contexto, el profeta anuncia que esa promesa se cumplirá, y que el futuro monarca descendiente de David será un rey maravilloso para el pueblo. En cualquiera de las dos hipótesis, lo fundamental es la idea de un monarca que procura el bienestar del pueblo. El Mesías esperado no se desentiende de los graves problemas políticos y sociales de Israel y de toda la humanidad. El amor como preparación a la Navidad: 1 Tesalonicenses 3, 12- 4,2 Lectura brevísima, pero muy importante: indica con qué espíritu debemos vivir siempre la vida cristiana, en especial estas semanas del Adviento: amor mutuo entre los cristianos y amor a todo el mundo. Esperar y preparar nuestra liberación: Lucas 21, 25-28. 34-36. El evangelio comienza con las señales típicas de la literatura apocalíptica a propósito del fin del mundo (portentos en el sol, la luna y las estrellas) que provocan en las gentes angustia, terror y ansiedad. Pero el evangelio sustituye el fin del mundo con algo muy distinto: la venida de Jesús con gran poder y gloria; y esto no debe suscitar en nosotros una reacción de miedo, sino todo lo contrario: “cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación”. A continuación nos dice el evangelio cómo debemos esperar esta venida de Jesús. Negativamente, no permitiendo que nos dominen el libertinaje, la embriaguez y las preocupaciones de la vida. Positivamente, con una actitud de vigilancia y oración. Cena de Gala de Fin de Año Camino de la Universidad de Sevilla para un congreso sobre “Adivinación y profecía en el Antiguo Oriente”, pasé por delante del Hotel Alfonso XIII. Me detuve a leer el anuncio de las fiestas que anunciaban para Navidad. Y me llamó la atención el precio de la Cena de Fin de Año: 365€ por persona. Un matrimonio gastará en pocas horas la mitad de lo que ganan la mayoría de los españoles en un mes. Me recordó lo que dice el evangelio de la embriaguez y el libertinaje. ¿Qué es el Pacto de las Catacumbas? Durante el concilio Vaticano II (1962-1965) un grupo de obispos, principalmente de América Latina, liderados por Helder Cámara, se reunían periódicamente para reflexionar sobre el lema de la Iglesia de los pobres que Juan XXIII había propuesto para el concilio. Les motivaba a ello un deseo de fidelidad al Jesús pobre de Nazaret y también el testimonio del sacerdote Paul Gauthier y de la carmelita Marie Thérèse Lescase que trabajaban como obreros en Nazaret.
Tras un largo tiempo de diálogo y discusiones, pocos días antes de la clausura del Vaticano II, el 16 de noviembre de 1965, 40 obispos se reunieron en las Catacumbas de Sta Domitila de Roma para celebrar la eucaristía y firmar un compromiso, el llamado Pacto de las Catacumbas, al que se adhirieron otros 500 obispos del concilio. En este Pacto, los obispos, conscientes de sus deficiencias en su vida de pobreza, con humildad pero también con toda determinación y toda la fuerza que Dios les quiere dar, se comprometen a 13 decisiones. Resumimos brevemente sus principales contenidos. Procurar vivir al modo ordinario de la población en lo que toca a casa, comida y medios de locomoción; renunciar a signos de riqueza en vestimentas y metales preciosos, ni oro ni plata; no poseer bienes muebles ni inmuebles ni cuentas en el banco a nombre propio, sino, si es necesario, todo a nombre de la diócesis y obras sociales; confiar la gestión financiera a laicos competentes y conscientes de su misión apostólica; rechazar ser llamados con títulos como Eminencia, Excelencia, Monseñor...preferir ser llamados Padres; evitar todo tipo de concesiones de privilegios y preferencias. A estas decisiones, más de tipo personal, se añaden una serie de opciones apostólicas: dar todo su tiempo, reflexión, corazón y medios al servicio de las personas, de los grupos trabajadores y económicamente débiles, apoyando a todos aquellos que se sienten llamados a evangelizar a los pobres; transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y la justicia; hacer lo posible para que los gobiernos decidan y pongan en práctica las leyes y estructuras necesarias para la justicia, igualdad y desarrollo armónico del hombre y de todos los hombres. Como obispos comprometerse a ayudar los proyectos de episcopados pobres y pedir a organismos internacionales estructuras que permitan a las mayorías pobres salir de su miseria; compartir la vida en caridad pastoral con sacerdotes, religiosos y laicos para que el ministerio sea un verdadero servicio, revisando la vida con ellos, procurando ser más animadores de la fe que jefes según el mundo. Al regresar a sus diócesis se comprometen a dar a conocer estas decisiones a sus diocesanos, pidiendo les ayuden con su colaboración y oraciones. Han pasado 50 años del Pacto de las Catacumbas, muchas de estas semillas evangélicas han florecido, pero todavía muchos de estos compromisos son tareas pendientes. Este Pacto de las Catacumbas ahora se actualiza con el Papa Francisco, quien con sus gestos simbólicos y sus exhortaciones nos invita a todos a vivir una vida sencilla y solidaria, donde los ministros no sean faraones, ni príncipes, ni capataces...sino servidores que huelan a oveja, para que toda la Iglesia sea pobre y para los pobres. Los 50 años del Pacto de las Catacumbas puede ser para todos una ocasión de examen y conversión a una Iglesia más evangélica, a la Iglesia de Jesús, el carpintero de Nazaret. Para ello podemos repetir la plegaria con la que concluye el Pacto: "Que Dios nos ayude a ser fieles" Qué terrible debe ser para un ser humano verse rodeado de otros que viven a cuerpo de rey sumido en la pobreza; y qué más terrible todavía no será la vida de una madre que no solo ella sufre la carencia de lo indispensable sino que, para alimentar y dar cobijo a sus hijos ha de recurrir a la generosidad, a la filantropía o a la prostitución del cuerpo, pues la prostitución de la conciencia no tiene que ver con la pobreza sino con la ambición y el desprecio de los demás.
La literatura mundial de todos los tiempos ha dedicado incontables páginas al trance. La pobreza fue un estigma explicado y aun justificado en todas las culturas, por retorcidos argumentos religiosos, teológicos o pseudofilosóficos o pseudocientíficos. La fortuna y disfortuna, el éxito y la desgracia forman parte de la leyenda que los razonamientos preñados de insensatez han atribuido a lo largo de la historia de la humanidad al merecimiento y al desmerecimiento. La enfermedad y la penuria fueron durante casi toda esa historia castigos llegados del cielo… Es cierto que la pobreza no viene por la disminución de las riquezas sino por la multiplicación de los deseos y que quien sabe cuánto basta, siempre tiene bastante, pero el sufrimiento que viene de la carencia se agrava por inevitable agravio comparativo. Pues, rodeado un ser humano de otros que viven sin sobresaltos ni esfuerzo alguno para merecer lo que poseen salvo por causa de su astucia y por la desaprensión hacia sus semejantes en la mayoría de los casos, aún aliviado por la resignación su vida ha de resultar necesariamente no sólo dura sino a menudo indeseada. En los estudios exhaustivos que hoy se hace de todo, se distingue la pobreza relativa de la pobreza absoluta. Sobre la pobreza relativa Adam Smith dice en “La riqueza de las naciones”: “por mercancías necesarias entiendo no sólo las indispensables para el sustento de la vida, sino todas aquellas cuya carencia es, según las costumbres de un país, algo indecoroso entre las personas de buena reputación, aun entre las de clase inferior. En rigor, una camisa de lino no es necesaria para vivir. Los griegos y los romanos vivieron de una manera muy confortable a pesar de que no conocieron el lino. Pero en nuestros días, en la mayor parte de Europa, un honrado jornalero se avergonzaría si tuviera que presentarse en público sin una camisa de lino. Su falta denotaría ese deshonroso grado de pobreza en el que se presume que nadie podría caer sino por una conducta en extremo disipada”. Y por pobreza absoluta se entiende desde tiempo inmemorial un estado de privación o falta de recursos para poder adquirir una “canasta de bienes y servicios” necesaria para vivir una vida mínimamente saludable. Pero no voy a elucubrar más sobre la pobreza. Lo que quiero resaltar es que si en el mundo se calcula que una sexta parte de la humanidad es pobre relativo o absoluto, en la sociedad española hay unos 3 millones de pobres cuya supervivencia depende del altruismo, y aún quedan oficialmente otros 5 millones que carecen de empleo y por tanto de recursos suficientes para una vida digna. Pero aún ahí están 16 millones que trabajan, para otros no para sí mismos, cuyas condiciones generales nos hacen suponer que viven temblando por el temor fundado a perderlo. Y, por otro lado, ¿qué clase de vida puede ser la de millones que aun empleados no pueden arriesgarse a formar una familia destinada a la privación? Pero aparte la desgracia de quien sufre ya de pobreza o ha caído en la pobreza, hay otro factor añadido que la hace en estos tiempos en España especialmente aguda. Y es el sentimiento de engaño que acompaña a la ficción de vivir en una sociedad libre, que conduce en demasiados casos a la desesperanza; desesperanza al percibir que dicha falsa libertad sólo sirve o es útil… para quitarse uno la vida. Y hoy no hay esperanza que no esté fabricada por el deseo o por la ilusión voluntaria, pues el planeta se agota, el mundo va a menos y la desigualdad entre los seres humanos, en lugar de estrecharse se agranda de manera exponencial. Ya el gran Anatole France decía que hurtar un panecillo es el mismo delito para el rico como para el pobre… Sea como fuere, me he prometido que de ahora en adelante no tendré en consideración idea o razonamiento que no sean válidos por igual, tanto para el ser feliz como para el desgraciado, para el afortunado como para el que se ha cebado en él el infortunio, para el rico como para el pobre. Pues, habida cuenta que por fin se ha esfumado la ya increíble justificación del privilegio y de la desigualdad una vez que ha quedado al descubierto que no es la inteligencia verdadera (que la repudia como premio material a la aptitud) la que crea la riqueza y los motores del trabajo sino la ominosa capacidad para explotar a otro y depredar, toda idea política, social o filosófica cuya interpretación y significado prescindan de la ineptitud de un solo ser humano y de sus circunstancias adversas, habrán de resultarme en absoluto retóricas (que es tanto como decir palabrería), inhumanas para lo que se espera de una sociedad desarrollada, y por esto mismo abominables… Me lo repetí muchas veces en estas pasadas tres semanas del Sínodo sobre la Familia para refrenar la rebelde impaciencia que me asaltaba: en el fondo, me han invitado, y hasta me han hecho hablar. Precisamente a mí, una “feminista histórica” (como he leído en un blog flamenco), no demasiado dotada de diplomacia y de paciencia –como seguramente se habrán dado cuenta–. Para una mujer como yo, que ha vivido el Mayo del 68 y el feminismo, que ha enseñado en una universidad pública y ha participado en comisiones y grupos de trabajo de todo tipo, esta es verdaderamente una experiencia inédita. Solo yo llevaba pantalones.
Porque, aunque me ha ocurrido anteriormente –cuando era joven y las mujeres eran todavía pocas en ciertos ambientes culturales y académicos– de encontrarme en alguna ocasión siendo la única mujer presente, se trataba siempre de hombres que tenían una cierta familiaridad con las mujeres: como mínimo, estaban casados y, tal vez, tenían hijas. Lo que más me impactó en el grupo de cardenales, obispos y sacerdotes que componían la Asamblea de los padres sinodales era su ajenidad a las mujeres, su poca familiaridad en el trato con mujeres consideradas inferiores, como las hermanas que suelen servirlos en casa. Naturalmente, no para todos –con alguno de ellos tenía también lazos de amistad previos al Sínodo–, pero, por lo que respecta a la inmensa mayoría, lo incómodo en el trato con una mujer como yo era palpable para mí, sobre todo al comienzo. Desde la entrada, todo parecía conjurarse para hacer que me sintiera una extraña: a pesar de mis acreditaciones sinodales, sufría controles sumamente rígidos, con la tentativa de requisarme el móvil y la tableta. En el mejor de los casos, me tomaban por una periodista, cuando no por una mujer de la limpieza. Después comenzaron a conocerme, y así, a tratarme con gentileza y respeto. Cuando, pasados tres o cuatro días, los guardias suizos en uniforme de gala que custodiaban la entrada adoptaron la postura de firmes cuando yo pasaba, me pareció estar tocando el cielo con las manos. Invisibilidad Pero, aun así, yo era una presencia solo tolerada: no “fichaba” al comienzo de los trabajos, como los padres sinodales, ni podía tampoco intervenir, como no fuese en el espacio final concedido a los auditores, ni tampoco votar. También en los círculos menores, aparte de no votar, no podía proponer modificaciones al texto en discusión y, en teoría, no habría podido ni siquiera hablar: gentilmente, de vez en cuando, se me preguntaba la opinión y yo, armándome de valor, comencé a levantar la mano y a hacerme valer un poco. ¡Durante la última reunión pude hasta proponer modificaciones! En síntesis, todo contribuía a hacerme sentir inexistente. He procurado intercambiar estas reflexiones mías con las otras pocas mujeres presentes: me miraron sorprendidas. Para ellas, este tratamiento era obvio. Por lo demás, la mayor parte de ellas había venido como miembro de una pareja y, en el momento de la intervención final, iba a escuchar improbables relatos de matrimonios irreales leídos a medias con el marido. Pero las mujeres son casi invisibles y, cuando en mi intervención hablo con fuerza de ello, lamentando su ausencia, también cuando se discute un tema como la familia, se me considera “muy valiente”. Muchos aplausos, hasta un buen número de padres que me da las gracias: quedo un poco sorprendida, pero después comprendo que, al hablar yo con claridad, les he evitado a ellos hacer otro tanto. La celebración del Sínodo Ordinario de obispos sobre la familia y unas históricas declaraciones de Francisco sobre la necesidad (y urgencia) de repensar tanto la organización y el gobierno de la Iglesia como el mismo papado, han marcado la información religiosa del pasado mes de octubre.
Dejando para otra ocasión las históricas declaraciones del Papa sobre la organización eclesial, es preciso reconocer que a la finalización de la Asamblea de obispos ha sido posible constatar cómo la apuesta de Francisco por acercarse a la familia y a la moral sexual desde la misericordia tiene las puertas abiertas, cierto que después de haber superado algunas resistencias que se han hecho notar mediante las filtraciones a la prensa de un infundio y de una acusación y, al parecer, después de un intenso debate. Según el infundio, el papa Francisco, al haber padecido un tumor cerebral, quirúrgica y felizmente superado, estaría impartiendo un magisterio inaudito y tomando decisiones sorprendentes. Una maquiavélica y burda filtración que buscaba desacreditar (y, con ello, incapacitar) al sucesor de Pedro y que provocó un desmentido, rotundo e inmediato, tanto del portavoz de la Santa Sede como del cirujano que supuestamente habría realizado dicha imaginaria intervención. Y según la acusación, firmada, después de muchos dimes y diretes, por media docena de cardenales, la metodología de los trabajos sinodales estaría teledirigida para reconducir (y plegar) el posible documento final del Sínodo a la voluntad papal de reforma. En realidad, era una imputación que, además, de remitir a una praxis desgraciadamente habitual en muchos de los sínodos celebrados en los pontificados anteriores, dejaba entrever el temor de la minoría sinodal a una derrota, como así ha sido. A pesar de lo denunciado, es evidente que los posicionamientos rigoristas (hasta ahora imperantes y, tras este Sínodo, minoritarios) han tenido la oportunidad de criticar ante el resto de los padres sinodales que la reforma propuesta por Francisco es, con su revestimiento misericordioso, un drástico cambio doctrinal a medio y largo plazo. Como también es evidente que su crítica ha sido acogida por muchos obispos del continente africano, por algunos estadounidenses y por bastantes de la Europa del Este. Sin embargo, la minoría rigorista no parece haber realizado una defensa suficientemente consistente de su postura. Prueba de ello es que no ha sido asumida por los padres sinodales, aunque -hay que decirlo todo- por una escasa, aunque suficiente, mayoría cualificada (dos tercios). Concretamente, por un voto en el número 85 del documento final dedicado (sin citarlos explícitamente) a la plena incorporación eclesial de los divorciados vueltos a casar civilmente. Y por algunos más, en los párrafos referidos a las parejas de hecho y a los casados solo civilmente (70 y 71), dos números sorprendentemente abiertos a un tratamiento misericordioso. En todo caso, tampoco se puede ignorar que la derrota sinodal del rigorismo en los puntos reseñados coexiste -a diferencia de lo adelantado en el Sínodo del año pasado- con una victoria suya en todo lo referente a la homosexualidad. No ha sido posible entendimiento alguno con ellos, manifestará el cardenal de Viena, Schönborn, sobre esta cuestión. Hay otros asuntos en los que no se ha entrado a fondo: revisar el magisterio, poco o nada creíble, por el que se condena el control artificial de la natalidad ('Humanae vitae', 1968); el papel de la mujer en la Iglesia (un asunto en el que Francisco tiene más recorrido de lo que cree. También doctrinal) y la procreación asistida (una cuestión percibida como compleja y sobre la que no hay posicionamiento). Hay temas como el aborto, el alquiler de úteros, el mercado de embriones, la eutanasia y el suicidio asistido en los que los obispos se limitan a repetir, sin más, la doctrina tradicional. Y existen, finalmente, dos cuestiones en las que parece faltarles la sensibilidad y el arrojo requeridos. Son las referidas a la pedofilia (se echa de menos una autocrítica mucho más contundente) y la tocante a la llamada ideología de género (en este asunto se ha impuesto la mentalidad de «los valores innegociables» que ha presidido los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI y de cuya beligerancia tenemos algunos ejemplos tristemente notables en el País Vasco). Ahora toca esperar la Encíclica que el papa Francisco publique teniendo presentes el texto aprobado y, probablemente también, algunas de las muchas intervenciones que ha escuchado. Visto el texto sinodal, el Papa tiene las puertas abiertas para iniciar una ciaboga de calado en todo lo referente a la moral sexual y familiar. Y, por lo adelantado, es voluntad suya posibilitar otra, de tanta o mayor relevancia, en lo referente a la conversión del Papado y la organización de la Iglesia. Esto parece que no ha hecho más que empezar. En “El gran inquisidor”, Dostoievski relata un encuentro entre Cristo y el cardenal inquisidor de Sevilla en el siglo XVI, cuando la ciudad era uno de los centros comerciales y políticos del Occidente cristiano de aquella época. Dostoievski refleja así su denuncia contra un sistema inmovilista, conservador y similar a las autoridades que mataron a Jesús.
En el relato, el cardenal sabe con certeza que se trata de Cristo, pues presencia una “demostración” (un milagro) al ver como resucita a una niña de apenas siete años, hija de un ilustre ciudadano y cuyo cuerpo estaba siendo transportado en un féretro para ser enterrado. El cardenal se presenta como alguien que ha dejado de creer en la conveniencia de lo que predicó Cristo para todos, ya que según él, esa doctrina no puede ser asumida por seres tan débiles como son los seres humanos, o por lo menos la mayoría de ellos. En definitiva, el rebaño que se mal educa en una fe infantil, es porque necesita que se le edulcore la realidad para que de ese modo puedan llegar a ser felices. Esta práctica conlleva la mentira que supone hacerles ver al pueblo que ellos (el clero y la iglesia) obedecen a Cristo y les dominan en nombre de Cristo, cuando en realidad es una perversión de la Verdad por quienes utilizan el poder como un anticristo. Tal vez la tesis principal de Dostoievski sea la de una defensa del retorno a la raíz del evangelio, más allá del poder político que la Iglesia pueda ejercer a través del Estado de la Ciudad del Vaticano. Pero lo peor de todo es la postura tomada por el inquisidor de la falta de fe que tiene en la humanidad, para él incapaz de ser feliz con libertad, en contraposición al mensaje de Cristo, quien por un lado reflejaba su gran fe en la humanidad y en su capacidad de amar, y por el otro, el cariz de universalidad del Mensaje, independientemente de sus condiciones y aptitudes. Y el inquisidor establece de antemano que el mensaje no puede ser asumido por los humanos por su debilidad, no son dignos de él, no los considera lo suficientemente capaces para asumirlo. Esta crítica de Dostoievski a una Iglesia que no cree verdaderamente en el mensaje de Cristo, se parece mucho a la que defienden algunos dirigentes eclesiales que demuestran su apego a vivir como príncipes renacentistas, curiales y ex curiales vaticanos que Francisco trata de extirpar con amor pero que va a ser difícil lograrlo viendo lo que le pasó a Jesús por conductas bien parecidas a su alrededor. Parece como si Dostoievsky hubiese vivido dos o tres años en el vaticano y otras sedes eclesiales que emulan a Roma en lo malo. Cristo, considerado como un estorbo primero, y un peligro después. Ojo, querido papa Francisco. Como la Iglesia siempre va por sus caminos, el próximo domingo termina el año litúrgico, con más de un mes de anticipación al año civil. Los domingos de diciembre los dedicaremos a preparar la Navidad (tiempo de Adviento) y a celebrarla. Pero ahora nos toca cerrar el año, y la Iglesia lo hace con la fiesta de Cristo Rey.
Motivo y sentido de la fiesta No se trata de una fiesta muy antigua, la instituyó Pío XI en 1925. Por eso, cuando se buscan imágenes de Cristo Rey en Internet, aparece una serie de estampitas horribles, de pésimo gusto, en las que siempre lleva una corona en la cabeza. En cambio, el arte románico y el gótico, cuando representan a Jesús en majestad lo hacen como Maestro, con la mano derecha levantada en señal de enseñar, no como Rey. ¿Por qué quiso Pío XI subrayar este aspecto? Para comprenderlo hay que recordar la fecha de la institución de la fiesta: 1925. La Primera Guerra Mundial ha terminado hace siete años. Alemania, Francia, Italia, Rusia, Inglaterra, Austria, incluso los Estados Unidos, han tenido millones de muertos. La crisis económica y social posterior fue tan dura que provocó la caída del zar y la instauración del régimen comunista en Rusia en 1917; la aparición del fascismo en Italia, con la marcha sobre Roma de Mussolini en 1922, y la del nazismo, con el Putsch de Hitler en 1923. Mientras en los Estados Unidos se vive una época de euforia económica, que llevará a la catástrofe de 1929, en Europa la situación de paro, hambre y tensiones sociales es terrible. Ante esta situación, Pío XI no hace un simple análisis socio-político-económico. Se remonta a un nivel más alto, y piensa que la causa de todos los males, de la guerra y de todo lo que siguió, fue el “haber alejado a Cristo y su ley de la propia vida, de la familia y de la sociedad”; y que “no podría haber esperanza de paz duradera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de Cristo Salvador”. Por eso, piensa que lo mejor que él puede hacer como Pontífice para renovar y reforzar la paz es “restaurar el Reino de Nuestro Señor”. Las palabras entre comillas las he tomado del comienzo de la encíclica Quas primascon la que instituye la fiesta. La posible objeción es evidente: ¿se pueden resolver tantos problemas con la simple instauración de una fiesta en honor de Cristo Rey?, ¿conseguirá una fiesta cambiar los corazones de la gente? Los noventa años que han pasado desde entonces demuestran que no. Por eso, en 1970 se cambió el sentido de la fiesta. Pío XI la había colocado en el mes de octubre, el domingo anterior a Todos los Santos. En 1970 fue trasladada al último domingo del año litúrgico, como culminación de lo que se ha venido recordando a propósito de la persona y el mensaje de Jesús. Ahora, la celebración no pretende primariamente restaurar ni reforzar la paz entre las naciones sino felicitar a Cristo por su triunfo. Como si después de su vida de esfuerzo y dedicación a los demás hasta la muerte le concedieran el mayor premio. Las lecturas La primera lectura, de Daniel, anuncia el triunfo del Hijo del Hombre, que recibe el poder y la gloria. La segunda, del Apocalipsis, nos recuerda que la realeza de Jesús repercute en todos nosotros: nos ha convertido en un reino de sacerdote. La tercera, del evangelio de Juan, ofrece una visión más crítica de la realeza. Jesús es rey, pero su reino no es de este mundo. Y no ha venido a recibir honor y gloria, sino a dar testimonio de la verdad. Un testimonio que le costará la vida. Reflexión personal Generalmente esperamos de la homilía que nos ilumine y nos anime a ser mejores, a vivir de acuerdo con la enseñanza y el ejemplo de Jesús. La fiesta de Cristo Rey exige una actitud distinta. Lo importante no es aprender, sino felicitar, dar la enhorabuena a quien tanto ha hecho por nosotros. Al mismo tiempo, el sentido primitivo de la fiesta encaja perfectamente con la situación que vivimos hoy de problemas sociales, políticos y económicos. No podemos ser ingenuos en las soluciones, pero tampoco podemos negarle la razón a Pío XI: si el mundo viviese de acuerdo con el evangelio, otro gallo nos cantaría. Es muy importante que tengamos una pequeña idea del momento y el por qué motivo se instituyó esta fiesta. Fue Pío XI en 1925, cuando la Iglesia estaba perdiendo su poder y su prestigio acosada por la modernidad. Con esta fiesta se intentó recuperar el terreno perdido ante un mundo secular, laicista y descreído. En la encíclica se dan las razones para instituir la fiesta: “recuperar el reinado de Cristo y de su Iglesia”. Para un Papa de aquella época, era inaceptable que las naciones hicieran sus leyes al margen de la Iglesia y sin tener en cuenta su poder y sus directrices.
Ha sido para mí una gran alegría y esperanza el descubrir en una homilía sobre esta fiesta del papa Francisco, una visión mucho más de acuerdo con el evangelio. Pio XI habla de recuperar el poder de Cristo y de su Iglesia. El papa Francisco habla, una y otra vez, de Jesús poniéndose al servicio de los más desfavorecidos. No se trata sólo de un cambio de lenguaje. Se trata de una superación de la idea de poder en el que la Iglesia ha vivido durante demasiados siglos. El cambio es radical y debía ser aceptado y promovido por todos los cristianos, desde los monaguillos a los cardenales. El contexto del evangelio que hemos leído, es el proceso ante Pilato, a continuación de las negaciones de Pedro, donde queda claro, que Pedro ni fue rey de sí mismo ni fue sincero. Es muy poco probable que el diálogo sea histórico, pero nos está transmitiendo lo que una comunidad muy avanzada de finales del s. I pensaba sobre Jesús. Dos breves frases puestas en boca de Jesús nos pueden dar la pauta de reflexión: “mi Reino no es de este mundo” y “yo para eso he venido, para ser testigo de la verdad. ¿Qué significa un Reino, que no es de este mundo? Se trata de una expresión que no podemos “comprender” porque todos los conceptos que podemos utilizar son de este mundo. ¿En qué estamos pensando los cristianos cuando, después de estas palabras, nombramos a Cristo rey, no solo del mundo sino del universo? Con el evangelio en la mano no es fácil justificar el poder absoluto que la Iglesia ha ejercido durante siglos. Tal vez encontremos una pista en la otra frase: “he venido para ser testigo de la verdad”. Pero sólo si no entendemos la verdad como verdad lógica (adecuación de una formulación racional a la realidad) sino entendiéndola como verdad ontológica, es decir, como la adecuación de un ser a lo que debe ser según su naturaleza. Jesús siendo auténtico, siendo verdad, es verdadero Rey. Pero lo que le pide su verdadero ser (Dios) es ponerse al servicio de todo aquel que le necesite, no imponer nada a los demás. No se trata de morir por defender una doctrina teórica. Se trata de morir por el hombre. Se trata de dar testimonio de lo que es el hombre en su verdadera realidad. El “Hijo de hombre” (único título que Jesús se aplica a sí mismo), nos da la clave para entender lo que pensaba de sí mismo. Se considera el hombre auténtico, el modelo de hombre, el hombre acabado, el hombre verdad. Su intención es que todos lleguen a identificarse con él. Jesús es la última referencia para todo el que quiera llegar a manifestar en su vida la verdadera calidad humana. Poco después del párrafo que hemos leído, Pilato saca afuera a Jesús, después de ser azotado, y dice a la multitud: “Este es el hombre”. Jesús no sólo es el modelo de hombre, sino que exige a sus seguidores que demuestren con su vida, que responden al modelo que ven en él. Jesús dice: “soy rey”, no: soy el rey. Indicando así que todo el que se identifique con él, será también rey. Esa es la meta que Dios quiere para todos los seres humanos. Rey de poder solo puede haber uno. Reyes servidores debemos ser todos. No se trata de que un hombre reine sobre otro, sino de un Reino donde todos se sientan reyes porque todos están al servicio de todos. Cuando los hebreos (nómadas) entran en contacto con la gente que vivía en ciudades, descubren las ventajas de aquella estructura social y piden a Dios un rey. Esto fue interpretado por los profetas como una traición (el único rey de Israel es Dios); pero al final tienen que ceder. El rey era el que cuidaba de una ciudad o un pequeño grupo de pueblos. Tenía la responsabilidad de que hubiera orden en las relaciones sociales. Les defendía de los enemigos, se preocupaba de los alimentos, impartía justicia, etc. A lo largo del AT, se va espiritualizando esa idea del rey, llegándose a identificar con la del Mesías. Sólo en este contexto podemos entender la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios. Sin embargo el contenido que él le da, es más profundo. En tiempo de Jesús, el futuro Reino de Dios se entendía como una victoria del pueblo judío sobre los gentiles y una victoria de los buenos sobre los malos. Jesús predica un Reino de Dios muy distinto; un Reino del que nadie va a quedar excluido, y del que forman parte las prostitutas, los pecadores, los marginados. También los gentiles están llamados, pero muchos judíos se quedarán fuera. El Reino que Jesús anuncia no tiene nada que ver con las expectativas de los judíos de la época. Por desgracia tampoco tiene nada que ver con las expectativas de los cristianos. Hay otros datos que pueden darnos luz. Jesús, en el desierto, percibió el poder como una tentación: “Te daré todo el poder de estos reinos y su gloria”. En Jn, después de la multiplicación de los panes, la multitud quiere proclamarle rey, pero él se escapa a la montaña, él solo. Toda la predicación de Jesús gira entorno al “Reino”; pero no se trata de un reino suyo, sino de “el Reino de Dios”. Jesús nunca se propuso él mismo como objeto de su predicación. Es un error confundir el “reino de Dios” con el reino de Jesús. La encíclica dice: “a Cristo le compete en sentido propio y estricto, como hombre, el título de Rey”. La característica fundamental del Reino predicado por Jesús es que ya está aquí, aunque no se identifica con las realidades mundanas. No hay que esperar a un tiempo escatológico, sino que ha comenzado ya. "No se dirá, está aquí o está allá, porque mirad: el reino de Dios está dentro de vosotros”. No se trata de preparar un reino para Dios, se trata de un reino que es Dios. Cuando decimos “reina la paz”, no estamos diciendo que la paz tenga un reino. Se trata de hacer presente a Dios entre nosotros, siendo lo que tenemos que ser. No es un reino de personas físicas, sino de actitudes vitales. Cuando me acerco al que me necesita y le ayudo a superar su situación de angustia, hago presente a Dios y su Reino. ¿Es éste el sentido que le damos a la fiesta? Cualquier connotación que el título tenga con el poder, tergiversa el mensaje de Jesús. Una corona de oro en la cabeza y un cetro de brillantes en las manos de Jesús, son mucho más denigrantes que la corona de espinas y la caña que le pusieron los soldados. Si no nos damos cuenta de esto, es que estamos proyectando sobre Dios y sobre Jesús nuestros propios anhelos de poder. Ni el “Dios todopoderoso” ni el “Cristo del Gran Poder” tienen absolutamente nada que ver con el evangelio. El Dios de Jesús es el “Abba”, padre y madre que cuida de nosotros entregándonos todo lo que Él es en cada instante. Ni se impone ni nos gobierna ni nos domina. Es esta realidad la que tenemos que descubrir y hacer presente en nuestra vida. Hace unos domingos nos decía Jesús que el que quiera ser primero, sea el último y el que quiera ser grande, sea el servidor. Ese afán de identificar a Jesús con el poder y la gloria, ¿no será una manera de justificar nuestro afán de poder y de estar por encima de los demás? Como no nos gusta lo que dice Jesús, tratamos por todos los medios de hacerle decir lo que a nosotros nos interesa y nos quedamos tan anchos. Meditación-contemplación Dijo Jesús: yo he venido para ser testigo de la verdad. Está hablando de la verdad ontológica. No se refiere a verdades doctrinales o científicas. Está hablando de la autenticidad de su ser, ………… Ser verdadero es lo contrario de ser falso. Falso es todo aquello que aparenta ser una cosa y en realidad es lo opuesto. Ser Verdad es ser lo que somos sin falsearlo. …………… Lo que los demás ven en mí, ¿es lo que soy en lo hondo del mi ser? El objetivo de tu vida, es descubrir tu verdadero ser y manifestarlo en todo momento. |
Ayuda al Blog que publica todos los días diferentes áreas, queremos seguir publicando
EL BLOGEl blog es uno dedicado al análisis en general de muchos puntos desde la ópica teológica. La meta es impulsar el estudio amplio y profundo de la fe y de la razón, siendo ambos elementos fundamentales de la vida. SABES QUE PUEDES HACER COMENTARIOS A LAS REFLEXIONES O ENSAYOS TEOLOGICOS QUE APARECEN EN EL BLOG, SI PUEDES INTENTALO...
Archivos
Febrero 2023
Categorias |