La liturgia propone este relato, con la intención de que nos identifiquemos con el hijo menor. Pretende que tomemos conciencia de nuestros pecados y nos convirtamos. Es una propuesta insuficiente, porque la parábola no va dirigida a los pecadores, sino a los fariseos que murmuraban de Jesús que acogía a los pecadores. Se trata de un relato ancestral presente en muchas culturas. Se trata de tres arquetipos del subconsciente colectivo, realidades escondidas de todo ser humano. Es un prodigio de conocimiento psicológico y experiencia religiosa. Los tres personajes representan distintos aspectos de nosotros mismos.
La comprensión de esta parábola ha sido para mí una verdadera iluminación. He visto reflejado en ella, de manera sublime, todo lo que debemos aprender sobre el falso yo y nuestro verdadero ser. Pero también, la necesidad de interpretar la parábola, no desde la perspectiva de un Dios externo a nosotros sino desde la perspectiva de un Dios que se revela dentro de nosotros mismos. Yo mismo tengo que ser el Padre que tiene que perdonar, acoger e integrar todo lo que hay en mí de imperfecto y engañoso. Ser verdadero hijo no es vivir sometido al padre o alejado de él, sino llegar a identificarse en él. El padre es nuestro verdadero ser, nuestra naturaleza esencial, lo divino que hay en nosotros. Es la realidad que tenemos que descubrir en lo hondo de nuestro ser y de la que tanto hemos hablado últimamente. No hace referencia a un Dios que nos ama desde fuera, sino a lo que hay de Dios en nosotros, formando parte de nosotros mismos. Esa verdadera realidad que somos está siempre esperando abrazar todo lo que hay en nosotros. Es el fuego del amor que espera fundir todo el hielo que hay en nosotros. Esa realidad fundante, nunca lucha contra nada sino que lo intenta abarcar todo e integrarlo en ella misma. El hijo menor simboliza nuestra naturaleza egocéntrica y narcisista que nos domina mientras no descubramos lo que realmente somos. Es la ola que se siente capaz de vivir sin el océano, porque lo considera una cárcel. Quiere seguir siendo "yo". Opone resistencia a todo lo que no es ella y cree que lo que no es ella la puede aniquilar. De ahí, tarde o temprano, surge la inseguridad. Tiene que retornar a su verdadero ser, porque lo que alcanza por ese camino nunca podrá satisfacerle. Ser hijo menor es un trago inevitable. El hijo mayor representa también nuestro “ego”, pero un yo que ya ha experimentado su verdadero ser; aunque no se ha identificado todavía con él. Vive al lado de su naturaleza esencial (el Padre), pero sigue aún apegado a su naturaleza egocéntrica. De ahí que permanezca en la dualidad que le parte por medio. Sigue creyendo que la individualidad es imprescindible y no puede aceptar el verdadero ser de los demás, porque no se ha identificado con su verdadero ser. El “yo” y el “ser verdadero” aún siguen separados. El Padre, que ya ha descubierto y acepta en el exterior, lo tendrá que descubrir en su interior y en los demás (el hermano). El aparente buen comportamiento está motivado por el miedo a perder Al Padre externo. No es ninguna virtud sino una manifestación más de su egoísmo y falta de seguridad en sí mismo. Le falta dar el último paso de desprendimiento del ego e identificarse con lo que hay de divino en él, el Padre. Todos tenemos que dejar de ser “hermano menor”, y “hermano mayor”, para convertirnos finalmente en “Padre”. La insistencia maniquea de nuestra religión en el pecado, nos ha hecho interpretar la parábola de una manera unilateral. Es un error llamar a este relato la parábola del “hijo pródigo”. No va dirigida a los pecadores para que se arrepientan, sino a los fariseos para que cambien su idea de Dios. Se trata de defender la postura de Jesús para con los publicanos y pecadores, que manifiesta lo que es Dios para todos nosotros, seamos “buenos” o “malos”. En la manera de actuar con los dos hijos, el Padre de la parábola hace presente a Dios. Hemos considerado la parábola como dirigida los “hijos pródigos”. Da por supuesto que todos tenemos mucho de hijo menor, que es el malo. La verdad es que el mayor no sale mejor parado que el menor y debía de ser objeto de una atención más cuidada. Es relativamente fácil sentirse hijo pródigo. Es fácil tomar conciencia de haber dilapidado un capital que se nos ha entregado sin haberlo merecido. Es fácil tomar conciencia de que hemos renunciado al padre y a la casa, hemos deseado que estuviera muerto para heredar. Todo para potenciar nuestro egoísmo, para satisfacer nuestro hedonismo a costa de lo que se nos había entregado con amor. La desesperada situación facilita la toma de conciencia. Es más difícil descubrir en nosotros al hermano mayor, y sin embargo, todos tenemos más rasgos de éste que del menor. No entendemos el perdón del Padre, nos irrita que otra persona que se han portado mal, sean tan queridas como nosotros. No percibimos que rechazar al hermano es rechazar al Padre. No solo no nos sentimos identificados con el Padre, sino que intentamos que el Padre se identifique con nosotros; cosa que no le pasa por la cabeza al hermano menor. Tampoco descubrimos que tenemos que regresar al Padre. Por eso la parábola deja en un suspense la respuesta del hermano mayor. El padre espera a uno con paciencia durante mucho tiempo, sin dejar de amarle en ningún momento; pero también sale a convencer al otro de que debe entrar y debe alegrarse; demuestra así, en contra de lo que piensa y espera el hermano mayor, que su amor es idéntico para uno y para otro. El Padre espera y confía que los dos se den cuenta de su amor incondicional. Ese amor debía ser el motivo de alegría para uno y para otro. Aspirar a ser Padre no supone el ignorar nuestra condición de hermano menor y mayor, hay que aceptarlo. Debemos intentar superarlo, pero mientras ese momento llega, hay que aceptarlo y sobrellevarlo desplegando el amor incondicional del Padre. Tanto el hermano menor como el hermano mayor, que hay en cada uno de nosotros, deben ser objeto del mismo amor. La parábola no exige de nosotros una perfección absoluta, sino que nos demos cuenta de que nos queda un largo camino por recorrer. Lo que pretende es ponernos en el camino de la verdadera conversión: la superación de todo egoísmo e individualismo. El descubrimiento de que somos el hermano menor y a la vez, el hermano mayor, nos tiene que hacer ver el objetivo de la parábola, que es llevarnos al Padre. Todos estamos llamados a dejar de ser hermanos e identificarnos con el Padre como Jesús. (“Yo y el Padre somos Uno”). Nuestra maduración tiene que encaminarse a reproducir en nosotros al Padre. No se trata de imitarle. No hay por ahí fuera alguien a quien imitar. Yo tengo que convertirme en Padre. Dios necesita de mí para existir y hacerse presente entre los seres humanos. Permanecer alejados de nuestro verdadero ser es impedir que Dios exista para mí. Si seguimos necesitando al Dios de fuera, (como el hermano mayor) es que no nos hemos enterado de lo que somos. Pero vivir junto a Dios sin conocerlo es hacer de Él un ídolo y alejarse también de la meta. Lo malo de esta opción es que seguiremos creyendo que caminamos en la verdadera dirección, lo que hace mucho más difícil que podamos rectificar. Meditación Yo y el Padre somos UNO. Tú también eres UNO con Dios, pero todavía no te has enterado. Si lo descubres, esa frase saldrá de lo más hondo de tu ser. Descubre lo que hay en ti de hermano menor: No tienes que imitar a alguien que está “en los cielos” sino ser lo que eres en lo más hondo de tu ser.
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El domingo pasado, a propósito de la conversión, Jesús contaba cómo un viñador intenta salvar a la higuera infructuosa pidiendo un año de plazo al propietario. Nosotros debíamos identificarnos con la higuera y agradecer los esfuerzos del viñador por impedir que nos cortasen. El evangelio de este domingo sigue centrado en la conversión, pero con un enfoque muy distinto: el propietario se convierte en padre, y no tiene una higuera sino dos hijos. Conociendo la historia de la parábola, y teniendo en cuenta la lectura de la carta de Pablo, podemos hablar de cuatro padres y distintos hijos.
El hijo que presenta Oseas se parece bastante al de la parábola de Lucas: los dos se alejan de su padre, aunque por motivos muy distintos: el de Oseas para practicar cultos paganos, el de Lucas para vivir como un libertino. Mayor diferencia hay entre los padres. El de Oseas reacciona dejándose llevar por la indignación y el deseo de castigar, como le ocurriría a la mayoría de los padres. Si no lo hace es “porque soy Dios, y no hombre”, y lo típico de Dios es perdonar. Lucas no dice qué siente el padre cuando el hijo le comunica que ha decidido irse de casa y le pide su parte de la herencia; se la da sin poner objeción, ni siquiera le dirige un discurso lleno de buenos consejos.
¿Cómo se le ocurrió a Lucas hablar de la conversión del hijo? Oseas no dice nada de ello, pero sí lo dice Jeremías. A este profeta de finales del siglo VII a.C. le gustaban mucho los poemas de Oseas y a veces los adaptaba en su predicación. Para entonces, el Reino Norte ha sufrido el terrible castigo de los asirios. El pueblo piensa que el perdón anunciado por Oseas no se ha cumplido, pero no por culpa de Dios, sino por culpa de sus pecados. Y le pide: “Vuélveme y me volveré, que tú eres mi Señor, mi Dios; si me alejé, después me arrepentí, y al comprenderlo me di golpes de pecho; me sentía corrido y avergonzado de soportar el oprobio de mi juventud”. Y Dios responde: “Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto. Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión” (Jeremías 31,18-28). En estas palabras, que reflejan el arrepentimiento del pueblo y su confesión de los pecados, se basa la reacción del hijo en Lucas.
Entonces Lucas saca un as de la manga y depara la mayor sorpresa. Introduce en la parábola un nuevo personaje que no estaba en Oseas ni Jeremías: un hermano mayor, que nunca ha abandonado a su padre y ha sido modelo de buena conducta. Representa a los escribas y fariseos, a los buenos. Y se permite dirigirse a su padre como ellos se dirigen a Jesús: con insolencia, reprochándole su conducta. El padre responde con suavidad, haciéndole caer en la cuenta de que ese a quien condena es hermano suyo. “Estaba muerto y ha revivido. Estaba perdido y ha sido encontrado”. ¿Sirve de algo esta instrucción? La mayoría de los escribas y fariseos responderían: “Bien muerto estaba, ¡qué pena que haya vuelto!” Y no podríamos condenar su reacción porque sería la de la mayoría de nosotros ante las personas que no se comportan como nosotros consideramos adecuado. El mundo sería mucho mejor sin ladrones, asesinos, terroristas, adúlteros… y cada cual puede completar la lista según sus gustos e ideología… banqueros, políticos, abortistas, personas con diferente orientación sexual, etc. La diferencia entre el padre y el hermano mayor es que el hermano mayor solo se fija en la conducta de su hermano pequeño: “se ha comido tu fortuna con prostitutas”. En cambio, el padre se fija en lo profundo: “este hermano tuyo”. Cuando Jesús come con publicanos y pecadores no los ve como personas de mala conducta, los ve como hijos de Dios y hermanos suyos. Pero esto es muy difícil. Para llegar ahí hace falta mucha fe y mucho amor.
Nota sobre la 1ª lectura La primera lectura de los domingos de Cuaresma recoge momentos capitales de la Historia de la Salvación. Después de Abraham (2º domingo) y Moisés (3º), se recuerda el momento en que el pueblo celebra por primera vez la Pascua desde que salió de Egipto y goza de los frutos de la Tierra Prometida. Ha sido una gozada leer y publicar este artículo de José María, empedernido aprendiz de joven. Creo que aporta una gran sabiduría, nacida más de su experiencia que de los libros, muy provechosa a quienes estamos empeñados en conseguir ese ideal: morir mayor siendo joven. ¡Gracias, José María, por esta reflexión-testimonio! AD.
1- Introducción: sociología de la vejez Hay culturas en las que cuidar de los mayores representa «un honor y una bendición», como ocurre en el mundo islámico o en el gitano. Pero, también hay testimonios de maltrato a las personas mayores desde la antigüedad, cuando los individuos que ya no podían valerse por sí mismos eran abandonados por la tribu. El maltrato puede ser físico, psíquico e incluso sexual, el tipo más frecuente es «la negligencia o el abandono», que tiene en el anciano consecuencias tales como deshidratación, desnutrición, ropa inadecuada o falta de cuidados médicos. Un ejemplo extremo, pero desgraciadamente habitual, se produce cada 31 de julio en las urgencias: algunas familias, deseosas de irse a la playa sin cargas molestas, dejan al abuelo o la abuela en el hospital y se marchan, en la confianza de que alguien se ocupará de cuidarlo. El trato inadecuado a las personas mayores procede, muy a menudo, de la sociedad en general. Se trata de la «violencia estructural» que generan las viviendas no adaptadas, las barreras arquitectónicas en las calles, las dificultades de acceso al transporte urbano o los semáforos que se ponen rojos sin dar tiempo a pasar a los peatones más lentos. «¿En qué quedamos? Llegar a viejo ¿es un éxito o un fracaso? –se preguntó la psicóloga del Hospital de San Rafael de Madrid– Las personas mayores tienen una vida previa riquísima: han superado enfermedades, accidentes, guerras, malnutrición, pérdidas de seres queridos, problemas…». En ese aspecto, la Doctora Triviño reivindicó la madurez emocional de los ancianos, su capacidad para aceptar las dificultades de la vida, asumir las decisiones tomadas y superar miedos y convencionalismos sociales. Y sin embargo, recordó, los mayores son castigados porque, para la sociedad, resultan un recordatorio de la muerte: “Envejecer conlleva un declive biológica que podemos retrasar, pero seguiremos envejeciendo”. La mayoría de las personas ancianas se sienten bien, están a gusto, y mantienen una vida activa, dice la Doctora: viajan, asisten a espectáculos, hacen ejercicio físico, realizan labores de voluntariado y utilizan las nuevas tecnologías. Y, por si fuera poco, con la crisis se han convertido también en el sostén económico fundamental de muchísimas familias: según una reciente encuesta de la Unión Democrática de Pensionistas, el porcentaje de mayores que ayudan económicamente a sus hijos y nietos ha pasado del 10% en 2010 al 60% en 2014. Y mientras tanto, las pensiones pierden poder adquisitivo, el copago obliga a muchos enfermos y enfermas a renunciar a sus tratamientos y las personas solicitantes de la Ley de Dependencia se mueren aguardando ayuda en la lista de espera. «En muchos aspectos, los mayores están muy por encima de nuestra sociedad», concluyó un médico. 2.- Qué significa ser Mayores: Todo el mundo quiere llegar a viejo, pero nadie quiere serlo. No es cuestión solamente de años, es un talante del espíritu, además de tener cierta edad. Hay que añadir Vida a la edad, no lo contrario, añadir años a la propia vida. Para no querer serlo conviene mirar un poco en qué consiste ese talante.
Adjunto ejemplos de vida: Generar más recursos para mejorar la calidad de vida de las personas mayores es un gran reto. Pero no nos olvidemos que existe otro reto, más relacionado con los valores de la sociedad, y que supone la revalorización de la vejez: envejecer es positivo y morir mayor siendo joven es todo un éxito. A mis 86 me ha costado muchos años y mucho trabajo, llegar a ser joven. Esperamos que todas y todos podamos disfrutar de ese triunfo. Hablamos y nos comunicamos con los demás y con Dios, no solo con las palabras. Lo hacemos además con los gestos y, por supuesto, y por encima de todo, con los ejemplos de vida. A las palabras –todas las palabras– “se las lleva el viento”, de modo especial si de ellas se dice que son “religiosas”. Pero el eje- justificación de mi reflexión aquí y ahora se halla en las manos, y más concretamente en uno de sus dedos.
Las manos hablan en todos los idiomas. Y sin necesidad de intérpretes, por raros y dificultosos que sean el discurso y el aprendizaje de algunos de ellos. De las propias manos de Dios –“ópera manuum tuarum” –, refieren los Libros Sagrados -la Biblia- que las mismas personas- “la obra creada”- fue y es inconfundible palabra divina. Es decir, todos y todo somos “palabras o sílaba de Dios” en trinitaria conversación salvadora, libre y comunitaria. Las manos –las de Dios y las nuestras- crean y re-crean. Afirmación como esta, es poseedora, y distribuidora, de mucha y buena teología. Fotografiar las manos equivale a tener que comprometerse con ser perfectamente coherentes con Dios y con la misión que por Él se nos encomendara, en acto permanente de adoración, mediante el servicio al prójimo. Una fotografía de las manos de Dios y de su obra, es un manual adoctrinador e inteligible, con idéntica y aún mayor capacidad de evangelio que lo son los catecismos, las Cartas Pastorales de los obispos y hasta las encíclicas de los papas. La asignatura de la hospitalidad, de la cercanía, de la caricia, de la acogida y del entendimiento, se descubre y ejercita cristianamente gracias, y mediante, las manos… Y con especial y escalofriante mención para uno de los dedos, concretamente el índice –el segundo después del gordo o pulgar–, del uso y concreción de sus fotos, las “palabras” son multitud. El que pintara Miguel Ángel es dedo creador por antonomasia. Es Dios mismo. Es el mejor tratado de teología que haya podido ejecutarse. Es capítulo que ni cabe, ni encaja, en los manuales de la técnica pictórica. Rebasa sus límites y se torna y convierte en Ciencia Sagrada. Adoctrina y enseña con mayor relevancia y capacidad de convicción que las tesis doctorales. Censura y recriminación Pero hay un dedo de los más fotografiados de los tiempos modernos, que merece y justifica multitud de consideraciones religiosas, y no religiosas. Me refiero al dedo índice pontificio de Juan Pablo II que, recriminatorio y censurante, extendiera infinitamente sobre la figura arrodillada de Ernesto Cardenal, a quien desde la difusión de tal escena se le conoció y conoce en el mundo como el “cura poeta, maldecido y hereje”, por aquello de la “teología de la liberación”, en conformidad con el sentir de parte de la Iglesia oficial anti- conciliar, retrógrada y compadreada con el poder y el dinero, al margen, o en contra, de la pobreza, y al dictado de por sí super blasfemo de que “Dios solo está, y se le encuentra, en donde está el dinero…” Y pasó el tiempo, y el dedo de Woytila perdió rigidez, pedagogía y actualidad evangelizadora y el papa Francisco comenzó a dar los pasos precisos para reintegrar al teólogo entre quienes mejores y más cristianos servicios le prestó y le presta a la Iglesia, en los tiempos inclementes por los que ésta actualmente pasa, y le hacen pasar, quienes protagonizaron, justificaron y alargaron, hasta no poder más, la rigidez, hipócrita a veces, del condenador dedo pontificio. A quienes reaccionen ante esta aseveración y comprobación de los hechos, arguyendo que tal papa, con tanta precipitación y presteza, alcanzó el honor de ascender a los altares de la Iglesia universal, les bastará con recordar algunos principios teológicos muy elementales. De entre ellos destaca el de que, también los santos canonizados, fueron pecadores, tanto por exceso como por defecto. Que no es de fe, ni exigencia dogmática, el dato de que todos los canonizados oficialmente, son santos, según el sentir de la mayoría de los miembros de la Iglesia, en la que también existen recomendaciones “non sanctas”. Que la infalibilidad pontificia se extienda a tales menesteres es un atrevimiento impropio de los estudiosos de la doctrina cristiana. Conocer los entresijos de gestos, gestiones y gastos “canonizadores” es hoy fácil y asequible, gracias a Dios, con lo que, permanecer en la inopia impuesta por curiales, resulta difícil, aun cuando algunos tilden de blasfemo e irreverente desvelar “secretos” y seguir burdas y escandalosas situaciones de tenebrosas faltas de verdad y de transparencia. De todas maneras, como las prisas, por santas que sean, jamás son buenas consejeras, lo del “¡santo, súbito!” no debiera habérsele aplicado tampoco a Juan Pablo II. ¡Felicidades al papa Francisco, al teólogo Ernesto Cardenal y a la Iglesia universal, en la que se interpretará el gesto condenador pontificio, al menos como fuera de lugar y de tiempo…! No presento una contradicción entre estos dos términos, que son complementarios, sino un matiz en la interpretación de algunos textos de los evangelios, matiz que puede haber facilitado una desviación del mensaje de Jesús, de lo concreto a lo abstracto, de la ortopraxis a la ortodoxia, de una religión profética a una religión sapiencial, del Jesús Mesías a la Palabra encarnada. Y para mí es muy importante conocer lo mejor posible el ejemplo y el mensaje de Jesús, que es el principal referente de mi vida, y el que conecta mejor con los atisbos de mi conciencia.
Me refiero aquí al término griego alêtheia. Se menciona más de cien veces en el Nuevo Testamento (sin contar sus correspondientes adjetivos) y se ha traducido generalmente como “verdad”. Planteamiento Vicente Haya ha estudiado detenidamente el texto arameo de la Peshitta, tratando de aproximarse a las “Palabras originales… de Jesús”, porque Jesús hablaba en arameo y, sobre todo, su pensamiento, y su sensibilidad, era oriental. Aunque la Peshitta es una traducción de los originales griegos, sin embargo muestra cómo unos arameoparlantes tuvieron que readaptar algunos conceptos griegos empleados por los evangelistas, porque eran impropios de una mentalidad oriental. Y parece razonable admitir que fueron los redactores griegos los que habían matizado, o desviado, lo que Jesús podría haber dicho; aunque tengamos en cuenta que ni unos ni otros nos han transmitido las palabras auténticas de Jesús. Evidentemente este tema merecería y desbordaría no una sino varias tesis doctorales pero, una vez planteado, no puedo eludir una primera aproximación como cristiano adulto. Dicho esto, vamos al término griego alêtheia. De las más de cien menciones de este sustantivo griego en el Nuevo Testamento, 3 corresponden a Marcos, 1 a Mateo, 2 a Lucas, y 22 a Juan. Algo semejante encontramos con el uso de los adjetivos correspondientes: 9 en los sinópticos y 32 en Juan. De las 6 veces que aparece el sustantivo en los sinópticos, sólo una está puesta en boca de Jesús, y es como una forma de juramento: “en verdad os digo”. De las 22 del evangelio de Juan, 19 son atribuidas a Jesús, 1 a Pilato, y 2 en el Prólogo de Juan. De ello parece deducirse que el sustantivo “verdad” no era frecuente en Jesús, ni en los sinópticos, aunque sí empleaban algo más los adjetivos correspondientes. Por el contrario, la frecuencia con la que lo encontramos en Juan (mejor dicho, en la Escuela de Juan, que muestra influencias gnósticas) y en Pablo, parece indicar un desplazamiento del pensamiento cristiano hacia la mentalidad griega. El pensamiento cristiano comienza con unos adjetivos, que expresan su experiencia directa de una persona como auténtica o verdadera (o dan testimonio algo concreto, como la narración de un hecho). Posteriormente pasa a hablar de la verdad proclama por una persona o grupo, y emplea un sustantivo que constituye una categoría conceptual. Igualmente el concepto “fe” (pistis, en griego) pasó de lo concreto a lo abstracto; comenzó designando confianza, continuó como testimonio sobre la muerte y resurrección de Jesús, y ha terminado como un Credo conceptual. “La verdad bíblica (cristiana) es verdad de testimonio, no de razonamiento, como puede ser la de la filosofía griega” (Xabier Pikaza, “Palabras originarias para entender a Jesús”, en colaboración de Xabier Pikaza y Vicente Haya). Y considero que este desplazamiento de lo verdadero hacia la verdad -de la experiencia directa hacia el concepto abstracto- es muy importante para aproximarnos a Jesús, porque la Escuela de Juan no lo presenta como interpretación propia sino que lo ha atribuido a Jesús introduciéndolo en sus discursos. Un preso verdadero “Un preso verdadero” es el título que un amigo puso al poema que narra su prisión y torturas en tiempos de Pinochet. Mi amigo es un hombre sencillo, era estibador del Puerto, representante sindical, y miembro desde sus comienzos de “Cristianos por el socialismo”. ¿Qué significaba para él “un preso verdadero”? Parece que todos los presos son verdaderos presos, a no ser esos policías infiltrados en las cárceles que vemos en las series policíacas. Creo que mi amigo sentía con orgullo su resistencia política y cristiana, su lealtad a los compañeros del sindicato, sin claudicar en sus ideales, a pesar de las torturas en la cárcel. “Verdadero” no significa aquí “la conformidad de su relato con la realidad “que sufrió; significa “la conformidad de su comportamiento con su conciencia social y cristiana”. Y creo que éste es el sentido más espontáneo y profundo de lo que llamamos “verdadero”. Conclusión La consecuencia, a mi parecer, podría ser que, como afirma Vicente Haya, el pensamiento de Jesús se ajustaría más a la “shërârâ” aramea que a la “alêtheia” griega. Y que en los sinópticos el término “alêtheia” y sus afines se refieren a la credibilidad que merece la autenticidad de una persona, o de un testimonio sobre un hecho concreto, aunque en Juan se corresponda más con la idea de “verdad”. Con nuestra mentalidad occidental podemos extasiarnos al leer estas palabras atribuidas a Jesús en el evangelio de Juan: “Yo soy el camino, la verdad, y la vida”; pero no creo que Jesús pronunciara esas palabras. Tal vez me valdrían, en sentido ponderativo, dichas por alguien sobre Jesús: ¡es tan tan auténtico que es la misma verdad! Me temo que la sublimación de la verdad abstracta haya desviado nuestra atención y haya marginado al comportamiento verdadero. Obras son amores, que no buenas razones”. Yo conecto mejor con el Jesús de los sinópticos. INTRODUCCIÓN
La madre es la primera diferencia, el signo más antiguo que emerge del uróboros o espacio de sacralidad indiferenciada. Ella aparece de algún modo como clave de sentido de la humanidad, por lo menos en un plano religioso. La historia que nosotros conocemos ha tenido y tiene una estructura patriarcal y en ella adquieren precedencia los varones. Pero antes parece adivinarse en muchos lugares una especie de prehistoria (permítase la palabra) o suprahistoria de tipo igualitario y no violento. Esta sería la fase matriarcal, un tiempo en que las madres (simbolizadas por la Gran Diosa) ofrecían sentido y marcaban un camino para el conjunto de la humanidad, como dice R. Eisler, El cáliz y la espada, Cuatro Vientos, Santiago 1989. En esa fase matriarcal el ser humano se hallaría en contacto más profundo con la naturaleza (de natura, nascere = nacer), interpretada como materia o mater (=madre). La madre sería la gran diosa: el signo del poder originario expresado como donación de vida. ella estaría vinculada a los poderes pacíficos e igualitarios del cosmos, expresados por la agricultura. Esta sería la gran aportación del neolítico cuando los humanos empezaron a labrar la tierra concebida en forma generante, femenina, materna; de ella viven, en ella se realizan. La tierra es la más antigua madre, vista como fuente de fecundidad y vida; ella sería el símbolo primero, el arquetipo de toda realidad. A su lado el varón vendría a mostrarse como un ser derivado. Evidentemente, la divinidad vendría a estar simbolizada por la madre. Mujer: Madre de todos los vivientes Pero nuestra humanidad actual (2019) tiene estructura patriarcal: está dirigida y dominada por varones. Ellos han sido los fundadores de eso que llamamos actualmente la historia: orden político expresado en formas de poder, despliegue estructurado de acontecimientos que se cuentan de una forma progresiva. Pero antes de esa historia parece adivinarse en muchas partes una especie de prehistoria (¿o suprahistoria?) dirigida y fecundada por mujeres (madres). Algunos movimientos feministas (de tipo religioso y social) muestran una especie de nostalgia por el matriarcado: superando el patriarcalismo actual, donde las mujeres se encuentran dominadas por varones; se dice que las mujeres querrían recuperar su importancia en el conjunto de lo humano. No quiero entrar en la polémica social, pero pienso que esos movimientos tienen por lo menos un valor religioso muy grande: nos ayudan a entender el surgimiento de los símbolos sacrales dentro del conjunto de lo humano. El primer continente que los hombres han logrado descubrir, la primera experiencia que ha captado es la experiencia de la fuerza germinante de vida de la madre. Ella es la primera percepción, la primera realidad concretizada que los hombres descubren y formulan con gozo sobre el mundo. La madre es el signo primero de lo humano, es la imagen privilegiada de lo divino en cuanto tiene poder sobre la vida. Pero debemos recordar que ella se encuentra todavía (muchas veces) cerca de la serpiente que muerde su cola: por un lado se encuentra cerca de la naturaleza englobante de forma que aún no tiene aspectos precisos de personalidad individual; pero, al mismo tiempo, empieza a diferenciarse pues da a luz a los hijos y les ofrece un tipo de distinción humana. Ella es principio y fin, crea y destruye lo creado, engendra y desengendra, en una especie de inmersión sagrada donde todos los seres nacen y perecen (sin individualidad o sentido propio). Ciertamente, en un sentido esta gran madre no debería llamarse aún mujer pues no es femenina, ni persona, en el sentido posterior (actual) de la palabra. Ella es por ahora el signo de la vida germinante y vivificadora (si se permite el término). En el gran caos sin distinciones ha surgido (o se ha encontrado) una primera distinción: los seres nacen y mueren y es sagrado el principio de engendramiento, la gran madre. Ella está cerca de la physis primigenia de los griegos (de la naturaleza, de natura/nascere, nacer); ella es la materia como mater, madre, de las cosas. Debemos recordar que aquí tenemos una madre sin padre (sin pareja complementaria); esta es una materia donde la engendradora de la vida se presenta, al mismo tiempo, como potencial de muerte de los seres que ella misma ha suscitado. Lo divino es, según eso, fuerza germinante y pereciente de la vida: es principio y fin, lo que nos hace brotar y lo que, luego, nos recoge al terminar nuestro camino. Estrictamente hablando no vivimos (no somos realidad individual): la naturaleza nos vive y nos muere. Ella es madre más que mujer, fuerza natural más que persona. La primera religión (y filosofía) recoge esa experiencia. Esto es lo que ha entrevisto y dicho de forma genial Gén 2-3 al sostener que en el principio, en la culminación original del ser humano se encuentra Javah, es decir Eva, madre de todos los vivientes (Gen 3,20). Estrictamente hablando, Eva sólo puede realizar esa función y ser ´em kol jai (= madre de todo lo que vive) siendo signo antropológico de Dios y expresión humana de su maternidad sagrada. El Adán precedente (humanidad sin diferencias de varón y mujer) carecía de individualidad. El primer individuo (agente) de la historia es Eva, la mujer, la madre de todos los vivientes. Mujer, diosa Quizá podamos añadir que en el principio el todo (Todo=Dios) aparece con rasgos de madre. En esa línea, debemos recordar que el ser humano nace "prematuro": es un viviente que en sí mismo carece de futuro: es frágil, le hacen falta largos meses (años) de cuidado materno (alimento, calor, limpieza, aprendizaje en el plano del afecto y la palabra) para realizarse: le hace falta madre. Según eso, la madre es más que una estructura biológica: ella es sentido fundante de la vida, es hierofanía o manifestación del poder sagrado, principio y sentido de toda realidad para los hombres. Vendrán después otras manifestaciones de lo divino; se podrá ver como sagrado el bosque o la montaña, el mar o la llanura, los astros o los muchos animales. Pero ellos sólo han podido recibir rasgos sagrados y tomarse como manifestación de lo divino porque antes ha estado allí la madre. Así lo muestran muchos signos religiosos antiguos a través de la figura de la Diosa-Madre, engañosamente llamada a veces Venus (signo de atracción erótica), pero que debe tomarse más bien como gran madre no es eros sino fuente de vida, una mujer de fuertes pechos y de vientre extenso. Ella es el signo de la maternidad, el don de vida que se expande (vientre) y el cuidado por aquella que ha nacido (pechos). Ella es la vida especializada en clave de maternidad humana: es madre porque cuida, acompaña, alimenta, ofrece la palabra. El ser humano ha descubierto su existencia peculiar por medio de la madre: ella es la diosa originaria, el símbolo fundante de eso que en palabra posterior pudiéramos llamar la gracia de lo humano. Tanto los restos arqueológicos (estatuas o amuletos...) como la experiencia antropológica nos hacen descubrir (y postular) el influjo de la madre: el ser humano no se hace por violencia, como muchos dijeron y otros dicen todavía, al afirmar que nuestra cuna es la batalla. No nacemos de la guerra de los dioses (teomaquia) ni tampoco de la guerra interhumana (antropogonía como antropomaquia) sino de la ternura engendradora de la madre que nos hace crecer y realizarnos desde la debilidad primera. Ciertamente, el símbolo madre reasume elementos de la tierra, interpretada ya como "materia" (de mater, madre) y fuente de existencia. Por eso, la religiosidad matriarcalista está profundamente vinculada a los cultos telúricos (de tellus, tierra o suelo). Ella está unida al proceso de la vegetación y también a los ciclos de las estaciones, tan ligados en su entraña con la tierra. En esta línea puede hablarse también de madre/physis (de phyein, brotar o germinar) o de madre/naturaleza (de nascere, nacer): la misma realidad del cosmos (totalidad armónica) se entiende así como proceso vital de surgimiento. En un nivel humano, la madre ya no es simplemente el poder preconsciente de la generación animal. Quizá pudiéramos decir que la generación toma en ella conciencia, se vuelve persona: la physis/naturaleza se hace madre. Esto es lo que hemos indicado ya diciendo que Eva, mujer y madre original, es el principio de todos los vivientes (cf Gen 3,20). En esta perspectiva, el Adán/varón (que Gen 2 presentaba al parecer como importante) viene a presentarse en realidad como subordinado. Sobre ese fondo viene a explicitarse ya la primera dualidad o diferencia: la madre con el hijo. Esta es una relación polar de carácter jerárquico. La madre tiene ahora sentido prioritario: ella se despliega y existe para suscitar al hijo. El hijo, en cambio, existe por la madre, como expresión de su fecundidad y resultado de su acción educadora. Antes que la relación varón/mujer, en las raíces de lo humano, parece haberse desplegado la díada simbólica de la madre con el hijo. Este es uno de los signos fundantes de lo religioso. La madre acoge, troquela y madura al indefenso niño en un proceso de creatividad que rompe el plano del instinto (equilibrio con los otros seres del medio) y le conduce al nivel de la autonomía personal, ofreciéndole símbolos, palabras, experiencias que le capacitan para realizarse como persona. De esa forma es lógico que ella aparezca como el primero de los grandes signos religiosos: educa al niño par que se vuelva independiente; así es matriz y contenido fundante de toda la cultura. A este nivel, la religión puede entenderse como evocación materna: es recuerdo, memoria actualizada y permanente de esta intensa experiencia positiva en el origen de lo humano. Reconocer a la madre, eso es religión; proyectarla como símbolo primero en el origen y sentido de todo lo que existe, eso es experiencia de misterio para el ser humano. Conforme a esto la primera demostración (o mostración) humana de Dios es la existencia de la madre. Ella es el punto de partida más significativo, el campo de inflexión y cambio más profundo en la experiencia de los hombres. Por medio de ella, la misma realidad originaria se explicita como fuerza creadora, ofrece rasgos maternales, como potencia cariñosa que nos hace realizarnos como humanos. En el principio de todo no se encuentra la lucha ni la angustia; en el principio está el cuidado fundante de la madre. Ella aparece así como signo original de lo divino: es clave que nos capacita para aceptar, comprender, asumir y recrear todo lo que existe. En el principio no está el ser como han pensado algunos metafísicos. Tampoco está la nada o las ideas eternas, generales. Al principio, como signo fundador y garantía de toda realidad, viene a mostrarse ya la madre. Ella es el símbolo más alto, es la imagen (llave significadora) que nos capacita para situarnos ante el mundo como seres que pueden entender lo originario. Partiendo de ella (visto en su trasfondo) Dios se viene a desvelar como la hondura y verdad, la garantía y sentido de aquello que encontramos en la madre. En esta visión de la "primera madre" falta todavía la dualidad personal: la visión del hijo ya crecido que se pone frente a ella como independiente y capaz de responderle; falta igualmente la figura del varón esposo que dialoga con la esposa en gesto de relación personal. Y falta, sobre todo, la individualidad de la misma mujer/madre, como viviente con autonomía que aparece, se realiza, libremente en un proceso en el que ofrece personalidad y vida al niño (al hijo). Madre en compañía La historia simbólica (mítica) de la madre (de la diosa) ha pasado por varias etapas que, en un sentido general, pueden condensarse así: ‒ Gran Madre, pura maternidad. Es un símbolo clave de la historia que ha representado a Dios desde el neolítico como mujer en gestación, “gran Venus”, amplio seno, caderas abundantes, vientre y pechos, casi sin rostro (identidad) y sin manos (no importa lo que hace). Es la Divinidad generadora, madre-materia, gestando y alimentado a los hijos. Esta imagen de la mujer-madre-diosa no representa todo lo divino (como seguiré indicando), pero está en el fondo de una exaltación del proceso de la vida, que nos vincula al cósmico del que procedemos y en el que nacemos y morimos, apareciendo como así como absoluto originario. ‒ Madre Asesinada. Esta imagen aparece después de la anterior, para indicar el rechazo que ha podido suscitar una figura dominante, a la que sus mismos hijos matan, como evoca la “historia” de Tiamat, Gran Madre de Mesopotamia, cuyos hijos estaban encerrados en su seno engendrador. Pues bien, en un momento dado, ellos se sintieron oprimidos y se alzaron, y el más audaz, Marduk, derrotó y descuartizó a su madre, y con su cadáver construyó este mundo. La nueva cultura humana habría nacido, según eso, cuando los hijos mataron a la madre, en asesinato/matricidio, que ellos interpretaron como un acto libertador, independizándose de ella, para organizarse como “fratría” en libertad, o para caer de nuevo bajo el poder de un padre aún más violento que la madre. ‒ Madre desposada, matrimonio y fraternidad. Diversas culturas vinculan al Padre con la Madre, como símbolos complementarios, Señor y Señora de la dualidad (cultura náhuatl de México). Pero, normalmente esa primera pareja suele aparecer en muchas religiones como divinidad “jubilada” y ociosa, que ha perdido su poder y permanece arriba, separada del conflicto y batallas de la historia. Éste símbolo es antiguo (y parece superado), pero ha seguido influyendo de varias maneras, a veces con predominio del esposo, pero a veces también con igualdad entre ambos. Es un símbolo muy positivo, pero debe precisarse con cuidado, pues puede faltarle hondura personal, ya que tomados en sentido radical (como pura pareja), dios y diosa son sólo engendradores, “en el principio de las aguas”, es decir, del proceso de la vida, como muestra el mito cananeo al hablar de Él y Ashera. En este contexto de dualidad (dios y diosa) pueden introducirse también otras variantes en una línea de comunión interpersonal, como la Trinidad, donde hay comunión originaria entre Padre e Hijo (no entre padre y madre). ‒ Madre con Hijo, mujer Reina (Isis). Este signo aparece también en muchos pueblos, tanto en el cercano oriente como en Egipto, donde emerge Isis (o una diosa equivalente) con el hijo divino. El padre (Osiris) ha desaparecido o está bajo tierra, de manera que ella ocupa el centro divino, con signos lunares (es diosa de la noche), con el niño en brazos o sobre sus rodillas, ofreciendo un testimonio persistente del valor de la mujer sagrada, que se hace importante por ser madre, Señora y Diosa (en hebreo Gebîra). La mujer no importa como esposa (las esposas pueden ser intercambiables), sino como Madre de un Hijo importante. En esta perspectiva, aún vigente en ciertas culturas patriarcales (en especial entre los árabes), la mujer carece en sí de identidad, pero se vuelve grande por su hijo... De todas formas, en el principio y centro de la comunión trinitaria cristiana no está una madre divina con hijo, sino el Padre con el Hijo Jesucristo, rompiendo así el modelo tradicional. Resultado de imagen de DEMÃTER ‒ Madre con Hija, Deméter sufriente. Este signo puede unirse al anterior, pero en una perspectiva exclusivamente femenina: La culminación o plenitud de la Gran Diosa no es aquí un Hijo rey, sino otra mujer, hija suya. Deméter, reina y diosa de la tierra, ha engendrado con Zeus, su esposo y hermano, una hija querida, Perséfone, a la que Hades, dios del subsuelo, ha raptado para hacerla suya. Deméter la busca, llora por ella y lucha incansable hasta encontrarla y llevarla consigo. Las dos mujeres forman una preciosa pareja divina, madre e hija, unidas y defendiéndose, en un mundo de duros varones, entre los que destaca el padre Zeus que desoye el gemido de Deméter, y el tío Hades que rapta a su sobrina. Pero ellas luchan y consiguen “liberarse” al menos por un tiempo del año: La madre podrá disfrutar con su hija seis meses, mientras que los otros seis meses tendrá que dejarla en manos del raptor-esposo. Frente al Padre y el Hijo de la Trinidad se eleva aquí la madre con su hija, marcando el itinerario de una historia de mujeres. ‒ ¿Simple mujer? Diosa sin niño ni esposo. En principio, la religión más antigua de Grecia habría tenido un carácter materno, como la de Egipto (su figura dominante sería Deméter, gran madre).Pero en un momento dado, superando ese nivel, los creadores de la religión olímpica, habrían venerado la belleza y vida femenina, simbolizada en una serie de diosas sin consorte estricto, en la línea de Anat (diosa cananea) y de Isthar de Babilonia. Así aparecen en Grecia Atenea, Artemisa y Afrodita, una trinidad femenina, en la que cada una simboliza y preside un campo de la realidad: Atenea es la sabiduría y el orden ciudadano; Artemisa es la naturaleza; Afrodita, el amor... Ellas son independientes, sin un marido que las domine, en un mundo dominado por varones. En esta línea, algunos teólogos modernos han querido presentar al Espíritu Santo como mujer en general, o con rasgos de María, la Virgen inmaculada. TEMA CENTRAL: ISRAEL, LAS DIOSAS BORRADAS Yahvé y el recuerdo de las diosas [1] En general, la mayoría de los pueblos empiezan recordando a las diosas, vinculando de esa forma lo divino con lo humano. Pues bien, en contra de eso, la Biblia Judía ha tendido a borrar la figura de las diosas, elaborando, en cambio, el recuerdo de las madres (matriarcas) del pueblo, para indicar así que lo que importa de verdad no son las realidades “divinas”, sino las humanas. Por eso hay en la Biblia narraciones extensas sobre Sara o Rebeca, con Lía y Raquel, pero no sobre Ashera o Astarte (o sus equivalentes), en contra de lo que sucede en Mesopotamia o en Grecia. A pesar de ello, las diosas están en la Biblia (¡no podía ser de otra manera!), aunque hayan sido en gran parte tachadas. Ciertamente, las matriarcas humanas han crecido en el recuerdo de Israel, mientras que las diosas han tendido a ser borradas, pero esa “tachadura” no ha podido ser total, de manera que las diosas han dejado su sombra en diversos pasajes de la historia israelita. Esta particularidad israelita (¡apenas queda el recuerdo de la diosa!) se debe al hecho de que, junto al politeísmo dominante en el entorno, ha influido un factor revolucionario: la figura de Yahvé, Dios sin imagen ni rasgos sexuales, un Dios monólatra (sólo él recibe adoración), trascendente y celoso (guerrero), propio de grupos nómadas, que fueron entrando en Canaán (hoy Palestina) entre el siglo XII y el X a.C., terminando por adueñándose de la tierra, tras siglos de dura convivencia con los cananeos. En el surgimiento del Israel bíblico influyeron por lo tanto (al menos) dos rasgos principales. (a) Los cananeos autóctonos, básicamente pastores marginales, partidarios de la Diosa (el Dios/Diosa), con imágenes y lugares sagrados (templos), que habitaban en la tierra de Palestina. (b) Los defensores de Yahvé, un Dios guerrero, sin imagen ni sexo, más propio de grupos nómadas que vienen del desierto. Del enfrentamiento y fusión de esos grupos (a los que uniremos el recuerdo de los patriarcas/matriarcas trashumantes) ha surgido el monoteísmo judío posterior, propio de aquellos que terminaron expulsando (o recreando de otra manera) a la diosa, que se hallaba en el principio del proceso religioso de Israel, pero que después ha sido rechazada y borrada por los partidarios de “sólo Yahvé”, sin figura femenina [2]. Quizá podamos decir que la Biblia, en su forma actual (en su redacción postexílica), ha nacido del rechazo de la diosa, partiendo de la crítica de los profetas oficiales (de los siglos VIII al VI a.C.), tal como se expresa en el culto oficial del templo de Jerusalén, tras la reforma deuteronomista (a finales del siglo VII a.C.) y, sobre todo, después del exilio (desde el siglo V a.C.). Pues bien, a pesar de eso, ella (la Ashera) ha sido, con el Toro/Baal, la representación religiosa más frecuente de Israel, entre el siglo X y el VI a.C., según las excavaciones arqueológicas. Eso significa que la ortodoxia yahvista tardó en imponerse, de manera que hasta el siglo VI dominaba en Israel la figura de la diosa. Según eso, la figura de la diosa no era “extranjera”, ni ajena al conjunto del pueblo que habitaba en Palestina, sino que se oponía sólo al grupo del «sólo Yahvé». Ella no provenía de fuera, es decir, de cultos extranjeros, sino que estaba arraigada en la experiencia de los cananeos autóctonos, integrados casi desde el principio (al menos desde el siglo XI a. C.) en la religión israelita. La Biblia Judía posterior ha querido reprimir ese recuerdo, para reescribir la historia desde la perspectiva del Yahvé guerrero exclusivista y esa “erasio memoriae” ha marcado la visión de posterior del judaísmo. Pero ella no ha sido total y ha terminado siendo en parte inútil, pues la huella de la diosa ha vuelto. En este contexto podemos aludir a las excavaciones arqueológicas. Lo que la Biblia había querido ocultar ha vuelto en forma de cientos de estatuillas, que recogen y recuerdan el culto de la diosa, no sólo en los tiempos anteriores a la conquista israelita (en torno al siglo XI d.C.), sino incluso más tarde. Ella, la diosa materna y/o femenina, aparece con mucha frecuencia y refleja la religiosidad personal o familiar y grupal de la mayor parte de los habitantes de la tierra (junto al toro de Baal, que es signo masculino de la fecundidad) [3]. Podríamos suponer que en el principio, cuando vino del desierto para instalarse en la tierra de Canaán y conquistarla con sus fieles guerreros, Yahvé no tenía esposas (Ashera), sino que aparecía como Dios solitario y celoso, incapaz de compartir su poder con una diosa. Pero con el tiempo, una vez instalado en Canaán, ese Dios de la furia del desierto (originario quizá de los madianitas), tendió a tomar esposa, como muestran dos famosas fórmulas de bendición que le asocian con su Ashera: Resultado de imagen de KUNTILLET AJRUD Una se ha encontrado en Kuntillet Ajrud, cerca de Kades Barne, en el desierto sur de Judea, zona de cruce de caravanas, donde ha aparecido una vasija con un texto del siglo VIII a. C. (en pleno período profético) que se dice: “Yo te bendigo por Yahvé de Samaría y por su Ashera”. Así aparecen unidos, dios y diosa, como fuente de única bendición, de manera que el Yahvé solitario (Señor la guerra) aparece integrado con una pareja divina: él y su consorte (la Ashera) constituyen un único principio divino de bendición. Otra fórmula semejante, aunque algo posterior (siglo VI a.C.), ha aparecido en Khirbet El-Qom, cerca de Hebrón, sobre el pilar de una cueva funeraria, lo que prueba la importancia de la diosa, asociada a Yahvé, en pleno período monárquico, en un momento en que iban a iniciarse las “reformas yahvistas”: “Bendito sea Uriyahu por Yahvé y por su Ashera”. Eso significa que en un plano popular, en la religión de la vida, por lo menos hasta el exilio, muchos israelitas han venerado a un Dios dual, masculino y femenino, sin que la religión “más oficial” del “sólo Yahvé” haya logrado imponerse [4]. Según eso, el culto a la Ashera pertenecía a un estrato antiguo de la religión judía, en la que aparece asociada como consorte del Dios supremo, definiendo un tipo de dualismo que podía haber determinado toda la religión judía posterior. En el origen de la realidad se encuentran, según eso, Dios y diosa, lo masculino y lo femenino, bendiciendo a sus devotos. Sólo tras el exilio, rechazando (o borrando) esa dualidad y queriendo recuperar, en circunstancias distintas, la figura del «sólo Yahvé», que va más allá de lo masculino y femenino (que no es Dios ni Diosa, sino Señor sin imagen, ni forma), la religión israelita se centrará en un Dios trascendente, aunque con rasgos que parecen más masculinos [5]. En un sentido, se podría hablar de simbiosis, como si la unión de las dos figuras (Yahvé y Ashera) desembocara en el surgimiento de un Dios único, con el nombre de Yahvé (que tiende a mostrarse en forma masculina), pero que conserva rasgos femeninos de Ashera, es decir, de maternidad, de ternura y amor, como destacaremos al hablar de los profetas y los libros sapienciales (caps. 14, 18). Eso significaría que Yahvé recibirá propiedades que femeninas y maternas. Pero, en otro sentido, debemos afirmar que, más que una simbiosis ha existido, un rechazo y una condena. Ciertamente, Yahvé tendrá rasgos femeninos, pero en su estructura básica dominan los masculinos; más aún, él pierde su carácter relacional y tiende a presentarse como un “solitario” (sin imagen, ni compañía), en trascendencia pura, dejando así que los hombres y mujeres de la tierra (de la historia) tengan que definirse desde sí mismo, sin referencia a un dios-relación, masculino-femenino. Desde ese fondo quiero ocuparme las diosas borradas, en especial de Ashera y Astarté, que, de alguna forma, se identifican (sus rasgos se confunden en varios momentos). A pesar de ello, he querido estudiarlas por separado, pues tienen raíces y formas (funciones) distintas. Ashera, la madre [6] Resultado de imagen de diosa asherah Como vengo diciendo, en el principio de Israel había dos grupos más significativos: el grupo del «solo Yahvé», vinculada con los invasores, que vinieron del desierto del Sur (y/o de Egipto), y el conjunto de los habitantes de Canaán, que tendían a divinizar la tierra y el proceso de la vida. En el primer caso Dios era Yahvé, poder superior, sin forma ni imagen. En el segundo, era la pareja formada por Ilu-Elohim (Padre, masculino) e Ilat-Ashera (Madre, femenina), formando una hierogamia engendradora. Para iluminar el trasfondo de esta segunda visión de lo divino podemos acudir a los textos prebíblicos de Ugarit (cultura cananea del norte de Fenicia, del siglo XII-XI a. C.) donde aparecen El/Ilu y Athiratu/Ashera, aunque más tarde, en el contexto de la Biblia, esa pareja ha sido relegada y en parte suplantada por Baal y Anat-Ashtarte.
Se dirigió Ilu a la orilla del Mar, y marchó a la orilla del océano. Tomó Ilu a las dos consagradas... Mira, una se agachaba, la otra se alzaba. Mira, una gritaba ¡padre, padre!, la otra ¡madre, madre! Se alargaba la mano (=miembro) de Ilu como el mar, la mano de Ilu como la marea...Tomó Ilu a dos consagradas... (KTU 1.23, 30-36). El ritual nos sitúa ante las grandes aguas, lugar del que proviene Ashera y donde están sus consagradas, ante las que Ilu muestra su potencia y engendra todo lo que existe, en gesto de fecundidad y deseo, que sus fieles celebran en el rito hierogámico del templo donde las hieródulas o sacerdotisas (representantes de Ashera) vuelven a ser poseídas (fecundadas) por el Dios de gran potencia. Ilu se define por su miembro, Athiratu por sus pechos. Los dos unidos forman el principio de la vida y así de su unión brotan los dioses apuestos: Sahru, la Aurora (hebreo sahar), y Salimu, el Ocaso (hebreo salem), es decir, el día entero, principio y fin de la existencia. Este culto a la diosa madre aparece bien atestiguado en la vida y religión de Israel por lo menos hasta la reforma de Josías y el exilio (finales del siglo VII y principios del VI a. C.). Ciertamente, al cumplirse ese período se fue imponiendo Yahvé, como Dios único, asexuado y sin imagen, el Dios del desierto y la conquista de la tierra, que se vincula al fin, de un modo especial, con la ciudad y templo de Jerusalén. Pero seguían venerándose a su lado otros dioses y en especial Ashera, madre divina engendradora. De todas formas, la palabra ashera puede significar tanto la diosa como su imagen o lugar de culto, vinculado en especial a los árboles y a las fuentes, pero también a las figuras de las diosas-madres (de grandes pechos). Pues bien, los partidarios de “sólo Yahvé” han condenado de un modo tajante no sólo a la Ashera-Diosa, sino también a sus signos, como muestran una serie de textos que parecen vinculados a un «pacto de conquista» entre Yahvé y sus fieles, a quienes él promete la tierra, exigiendo que destruyan el culto de la diosa: «Destruiréis sus altares, quebraréis sus estelas sagradas, destruiréis sus imágenes de Ashera y quemaréis sus esculturas en el fuego» (Ex 34, 5). «Derribaréis sus altares, quebraréis sus estelas sagradas y destruiréis sus imágenes de Ashera» (Dt 7, 5). «Derribaréis sus altares, quebraréis sus estatuas, quemaréis sus imágenes de Ashera, destruiréis las esculturas de sus dioses y borraréis su nombre de aquel lugar» (Dt 12, 3). «No plantarás ningún árbol para Ashera cerca del altar de Yahvé, tu Dios, que hayas edificado» (Dt 16, 21). Este culto a la Ashera, que los yahvistas más fieles querían erradicar, formaba parte de la religión normal de los israelitas que, conforme a la tradición constante de los libros históricos (1 y 2 Rey), se celebraba en los “bamot”, “lugares altos”, pequeñas cumbres de colinas, al aire libre, donde solía reunirse la familia o el clan. Esos “lugares altos” constaban básicamente de una estela/estatua, es decir, de un monolito que era signo masculino de Dios, y de una “ashera”, signo femenino, representado básicamente por un árbol sagrado (o por una fuente de la diosa). Lo divino aparecía de esa forma como expresión de totalidad cósmica y vital, que podía hallarse vinculada con la memoria del mismo Yahvé (vinculado a su Ashera). La mayor parte de los israelitas no vieron contradicción entre este culto de los “altozanos”, donde lo divino podía aparecer como masculino-femenino (con sus signos especiales), y la soberanía de Yahvé, Dios único, venerado de un modo especial en Jerusalén (como Dios único, sin imagen ninguna). Pero, en un momento dado, desde el reinado de Ezequías (727-698 a. C.; cf. 2 Rey 18, 4) y especialmente con la reforma deuteronomista de Josías (640-609), los partidarios del “sólo Yahvé” lograron imponerse y desacralizaron estos “altozanos” con sus estelas/monolitos y sus árboles sagrados, para imponer la religión de «sólo Yahvé» desde el templo de Jerusalén. En un sentido, esta supresión de los “altozanos” con sus signos de Dios y su Ashera puede interpretarse como un avance en el proceso de profundización de la religión israelita. Pero en otro ha supuesto una perdida, pues ha conducido a un empobrecimiento en la visión de Dios, que pierde su aspecto femenino y su vinculación concreta con la tierra. Astarté y Baal. La nueva diosa [8] Astarté/Anat es con Ashera la diosa más importante de la tradición israelita y una de las figuras más significativas de la mitología semita, que ha tenido un gran influjo en la religiosidad de oriente (con Ishtar/Attargatis e incluso Afrodita). En algunos momentos, Astarté puede identificarse con Ashera y así aparece relacionada con Baal, en la ordalía del Carmelo (donde se habla de profetas de Baal y Ashera: cf. 1 Rey 18). Pero, en principio, Ashera y Astarté son diferentes. Ashera es la Madre y su pareja es Ilu/Elohim/Allah. Astarté, en cambio, es “Diosa activa” (fundadora del orden social) y suele estar asociada con Baal, como indicaré en tres momentos. (a) Entorno semita, Ishtar, la gran diosa semita. (b) Trasfondo palestino, Anat. (c) Presencia bíblica: Astarté. Entorno semita: Isthar [9]. Es la diosa central de Mesopotamia, expresión suprema de la divinidad en el oriente antiguo, uno de los símbolos femeninos principales de la historia de las religiones. Ella sobresale en Babilonia, como signo de armonía femenina en la que todos (hombres y mujeres) pueden integrarse. De esa forma actúa a modo de contrapeso de Marduk, Señor violento y guerrero. Ishtar (Astarté) es femenina, pero tiende a presentarse como diosa total y así aparece con funciones y poderes más extensos que los vinculados a los dioses masculinos. Ella conserva todavía rasgos de gran madre y recuerda, al mismo tiempo, el lado acogedor y creativo de la vida y de la muerte. (1) Es Venus, lucero matutino, amor como principio de la vida, la fuerza creadora que penetra y lo produce todo. (2) Es Marte, estrella vespertina que se esconde en las regiones inferiores, como principio de muerte que amenaza, para convertirse nuevamente, cada día, en amor que vuelve. (3) Ella es, en fin, el signo del orden de la tierra, apareciendo como garantía de un amor que lo vincula y lo sostiene todo [10]. Así aparece vinculada al cielo y al infierno, al nacimiento y a la destrucción, a la maternidad y al crecimiento de los seres, como indica su himno: Alabada sea Ishtar, la más temible de las diosas, reina de las mujeres, llena de vida, encanto y deseo… De labios es dulce, hay vida en su boca... Es gloriosa; hay velos echados sobre su cabeza. Su cuerpo es bello, sus ojos brillantes. Es la diosa: ¡en ella hay consejo! El hado de todo tiene ella en su mano. A su mirada surge la alegría, es poder, magnificencia, deidad protectora y espíritu guardián... Fuertes, exaltados, espléndidos son sus decretos…. Respetada es su palabra: es suprema ente los dioses (SAO 274-274) Es la diosa total, que simboliza y desvela los tres aspectos fundamentales de vida-amor, orden social y muerte, que aparecen así como expresiones de un mismo principio divino. Frente a la lógica masculina de tipo más racionalista o unilateral (que actúa por exclusión y violencia) se eleva aquí la lógica de la totalidad femenina. El Dios patriarcal masculino tiende a imponerse por exclusiones, como Marduk, que mata a su madre (Tiamat) para reinar en su lugar. Isthar, en cambio, vincula los diversos aspectos de la vida y actúa por inclusiones; en su divinidad pueden vincularse todos.
Baal (¡el Señor!) es un dios paradójico: tiene gran poder sobre el cielo y así lo muestra a través del rayo y la tormenta, fecundando la tierra; pero, al mismo tiempo, muere cada año, cayendo bajo dominio de Môtu, en los espacios inferiores de la misma tierra (como signo del ciclo de vegetación). Es un dios cambiante, vencedor y vencido, destructor y destruido y sólo puede mantenerse si le sostiene su hermana/amante, ‘Anatu, que así aparece como principio de poder y de estabilidad sagrada: mientras el Dios varón varía (muere y resucita, domina y es dominado), ella se mantiene firme y permanece como signo de estabilidad por encima de los cambios de la vida y de la muerte. Ambos son dioses de la realidad concreta en la que varón y mujer se unen para expandir la vida, asumiendo y superando así la muerte. Pero vengamos al mito. Baal ha vencido al Mar, ha destruido a Lôtanu (Leviatán), la serpiente tortuosa del caos (cf. Sal 74, 14; 94, 26; Is 27, 1; Ez 29, 3-5; Job 41), pero no puede superar a Môtu, la muerte (cf. KTU 1.5.I,24-30) y así dice, cuando cae derrotado: «Mensaje de Ba’lu, el victorioso, palabra del héroe poderoso: ¡Salve, oh divino Môtu, siervo tuyo soy para siempre!» (1.5.II, 10-11). Baal, señor de las nubes, dueño del agua, se convierte de esa forma en siervo (‘bd) de Môtu, bajando a la morada inferior de la tierra (1.5.V, 15). Pero él no ha muerto del todo porque antes de bajar al fondo de la tierra ha dejado en ella su semen de vida: Ba’lu, el Victorioso, amó a una Novilla en la Tierra de la enfermedad, a una vaca en los campos de la Orilla de la mortandad. Yació con ella setenta y siete veces, la montó ochenta y ocho; y ella concibió y parió a un muchacho» (1.5.V, 17-21). Éste es Baal/Ba’lu, Dios Toro (recuérdese el Becerro de Oro en Ex 32), que, antes de bajar al abismo, fecunda a la novilla sagrada (‘Anatu, su hermana/amante), signo de la tierra que acoge la vida de su esposo. De esa forma se vinculan vida y muerte, en un proceso en el que la misma divinidad se encuentra inmersa en el ciclo cósmico. Lógicamente, la muerte de Ba’lu se expresa una intensa liturgia de duelo: «¡Ha perecido Ba’lu! ¡Qué será del pueblo? ¡Está muerto el hijo de Daganu (=de Ilu)! ¿Qué será de la multitud? ¡En pos de Ba’lu hemos de bajar a la tierra!» (1.6.I, 6-8). En esa liturgia que vincula al hombre con el llanto de los dioses, destaca la acción ‘Anatu: (Le tomó en sus hombros), le subió a las cumbres del Safón, le lloró y le sepultó, le puso en las cavernas de los dioses de la tierra» (1.6.I, 15-18). Ha muerto Ba’lu y nadie puede ocupar su trono ni reinar en su lugar. Está triste la tierra, postrados los dioses. Sólo ‘Anatu, la Doncella, se mantiene vigilante, después de haberle enterrado en la cueva de la montaña. «Un día y más días pasaron, y ‘Anatu, la Doncella, le buscó. Como el corazón de la vaca por su ternero, como el de la oveja por su cordero, así batía el corazón de ‘Anatu por Ba’lu. Agarró a Môtu por el borde del vestido, por el extremo del manto: alzó su voz y exclamó: ¡Venga, Môtu, dame a mi hermano! (1,6.II, 4-11). ‘Anatu, tierra amante, mantiene la memoria de Ba’lu, luchando contra Motu «Un día y más pasaron, los días se hicieron meses; ‘Anatu la Doncella (Virgen, siempre joven), le buscó.... Agarró al divino Môtu, con el cuchillo le partió; con el bieldo le bieldó, en el fuego le quemó, con piedras de molienda le trituró, en el campo lo diseminó» (1.6.II, 26-34). Ésta es una clara escena de siega y de trilla. La Virgen ‘Anatu, divina trilladora, corta y aventa, quema y tritura a Môtu, que así aparece como la otra cara de Ba’lu, pues ambos vienen a mostrarse como signo de una misma alternancia de muerte y vida, invierno y verano. En este contexto, Ba’lu es signo divino de vida, pero sólo con su amante/hermana ‘Anatu. Muere el varón, que es signo del agua y del trigo (es la cosecha), perece el triunfador del rayo. Pero su hermana/amante está firme y le busca de nuevo, venciendo a la muerte y haciendo que resucite en Señor de la Vida. Desde ese fondo se entiende el final del gran drama, que el texto presenta como “sueño” del Dios Ilu: «¡Pero está vivo Ba’lu, el Victorioso, está en su ser el Príncipe, Señor de la tierra! Los cielos lluevan aceite, los torrentes fluyan miel! Yo lo sé: está vivo Ba’lu, el Victorioso, está en su ser el Príncipe, Señor de la tierra» (1.6.III, 2-8). Ha estado seca la gleba, resecos los surcos del sembrado, abandonado el campo, turbado el mar (cf 1.6. IV-V), pero ahora que ‘Anatu ha vencido a Môtu, puede alzarse Ba’lu victorioso. Junto a la primera pareja de dioses (Ilu/Ashera), con una función básicamente engendradora, viene a desvelarse así esta nueva pareja (Ba’lu y ‘Anatu), que preside y define el sentido actual del mundo [12]. Astarté, una diosa en el entorno de la Biblia. La figura de Baal ha crecido en importancia, de tal forma que en los siglos IX-VIII a. C. vino a presentarse como antagonista principal del Dios Yahvé para los hebreos, mientras El-Ilu casi desaparece de la Biblia, absorbido por Yahvé-Elohim. Pues bien, en el contexto bíblico, al lado de Ba’lu no suele encontrarse ya Astarté (Ashtartu-Anatu), como en los textos de Ugarit, sino la misma Ashera, que asume ahora los rasgos y funciones de Astarté, mostrándose así como gran diosa femenina abarcadora. Pero Astarté (=Astarot, Astoret) no se esfuma del todo, como muestra no sólo su pervivencia en diversos toponímicos (cf. Gen 14, 15; Dt 1, 4; Jos 9, 10; 12, 4; 13, 12), sino el hecho de que la Biblia critique su culto. Parece menos popular que Ashera, pero tiene también mucha importancia: Astarté aparece en el libro de los Jueces, como causante de la caída e idolatría de los israelitas, que «dejaron a Yahvé, y adoraron a Baal y a Astarot» (Jc 2, 13). «Pero los hijos de Israel volvieron a hacer lo malo ante los ojos de Yahvé y sirvieron a los Baales y a Astarot, a los dioses de Siria, a los dioses de Sidón, a los dioses de Moab, a los dioses de los hijos de Amón y a los dioses de los filisteos. Abandonaron a Yahvé y no lo sirvieron» (Jc 10, 6). En el primer pasaje Baal y Astarté forman una pareja, como en los textos de Ugarit. Pero en el segundo Astarté aparece como figura independiente, vinculada a los dioses de los países del entorno. Está relacionada a la memoria de Samuel y su reforma religiosa: «Habló entonces Samuel a toda la casa de Israel, diciendo: Si de todo vuestro corazón os volvéis a Yahvé, quitad de entre vosotros los dioses ajenos y a Astarot, dedicad vuestro corazón a Yahvé y servidle solo a él, y él os librará de manos de los filisteos. Entonces los hijos de Israel quitaron a los baales y a Astarot, y sirvieron solo a Yahvé» (1 Sam 7, 3-4). Este pasaje, lo mismo que el correspondiente de 1 Sam 12, 10, habla de los baales en general (como poderes divinos de tipo masculino), mientras presenta a Astarté como diosa única. En ese mismo contexto de lucha contra el baalismo y el culto de Astarté se sitúa la noticia de que los filisteos, tras vencer al rey Saúl (apoyado por Samuel), «pusieron sus armas en el templo de Astarot y colgaron su cuerpo en el muro de Bet-sheán», (1 Sam 12, 10); es evidente que ellos consideran a Astarté como la vencedora. Es diosa de los sidonios. En esa línea, y a pesar de los textos que la vinculan a Baal, figura venerada por los israelitas, Astarté aparece en la Biblia más relacionada con los cultos extranjeros y especialmente con la ciudad fenicia de Sidón: «Cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres le inclinaron el corazón tras dioses ajenos… y siguió a Astoret, diosa de los sidonios, y a Molok, ídolo abominable de los amonitas... y a Qamós, dios de Moab…» (cf. 1. Rey 11, 5; 5, 33). Lo mismo se dice al evocar la reforma de Josías, que profanó y destruyó los lugares de Salomón había construido en un colina, frente a Jerusalén, en honor de Astoret, «ídolo abominable de los sidonios» y de Molok y Qamós (cf. 2 Rey 3, 11). Astarté (Ishtar, Anat, Afrodita…) recoge así elementos de Ashera y aparece como figura femenina de Dios, vinculada a la fertilidad y a la vida, al amor (fraterno/esponsal) y a la victoria sobre la muerte. Significativamente en el centro parece estar Baal, que resucita, pero lo hace por impulso de ella, que es el signo de la vida que vence a la muerte, integrada en el círculo de la naturaleza, donde todo se repite sin fin, sin verdadera trascendencia ni futuro de salvación. Por eso, al final de su camino, tanto el judaísmo como el cristianismo has descubierto y han dicho que Ishtar/Astarté no eran garantía ni signo de salvación. Otras figuras divinas Al lado de las ya citadas, en el fondo de la Biblia judía aparecen, a menudo en formas veladas, otras diosas o potencias femeninas, que pueden entenderse como resto de religiones anteriores o como figuras de folklore. Yahvé tiende a llenar todo el espacio religioso, pero no ha podido impedir el influjo y presencia de esas diosas. La Reina de los Cielos [13]. El profeta Jeremías (cf. cap. 12) muestra la importancia que la Gran Madre del Cielo (un tipo de Ashera) ha tenido, junto al culto del templo de Jerusalén, hasta el momento de su destrucción por los babilonios, el 587 a.C. Al lado del culto más oficial al Rey Yahvé, sin imagen ni pareja, impuesto en el templo de Jerusalén, por Josías (en torno al 621 a C.), mujeres y hombres siguieron adorando a la Reina Celeste, como responden las mujeres diciendo que ellas y sus maridos seguirán ofreciendo libaciones y quemando incienso a la Reina del Cielo (Jer 44, 16-19). Éstas mujeres se oponen a la reforma de Josías (639-609 a. C.), que quiso “refundar” la religión de Israel de un modo estrictamente monoteísta, centralizando el culto y rechazando a las diosas de Jerusalén y de los santuarios de Judá. Esa reforma está en la base de los monoteísmos posteriores (judío, cristiano y musulmán) y tiene, sin duda, elementos positivos, pero ella aparece aquí vinculada también con un tipo de “fracaso” israelita, pues estas mujeres dicen que «tras dejar de adorar a la Diosa les han llegado todos los males…». Es evidente que, desde la muerte Josías (609 a. C.), en el campo de batalla de Meguido (abandonado al parecer por el Dios al que quería defender), los habitantes de Jerusalén han sufrido infinidad de males. El tema es saber si el culto de la Diosa les podía haber liberado de esos males… y, sobre todo, si ese culto les hubiera ayudado a entender y reinterpretar su experiencia de fracaso, como harán los profetas del exilio y del primer post-exilio apelando al Dios que les ayuda precisamente en la derrota. Se ha dicho que esta Reina del Cielo ha sido importada en Israel (Jerusalén) desde Mesopotamia y que ella se identifica sin más con Istar. Ciertamente, sus relaciones con Istar parecen claras, pero todo nos permite suponer que ella y su culto (libaciones, tortas de pan dulce: Jer 7,18; 44,17. 18. 19) tienen un origen cananeo y pueden vincularse con la figuras de Anat/Astarté. En este contexto, resulta significativo el hecho de que este culto a la Reina del Cielo se encuentre vinculado con mujeres (y quizá con mujeres de cierto estatus social), lo que podría indicar la poca importancia que ellas tenían en el culto yahvista oficial. Lilit[14]. Figura femenina de carácter ambiguo, que la Biblia cita solamente una vez (Is 34, 14), vinculándola con la destrucción de la ciudad principal de Edom, de la que se dice: “Los sátiros habitarán en ella… En sus alcázares crecerán espinos, ortigas y cardos en sus fortalezas; será morada de chacales y dominio de avestruces. Los gatos salvajes se juntarán con hienas y un sátiro llamará al otro; también allí reposará Lilit y en él encontrará descanso” (Is 34, 12.14). Resultado de imagen de imagenes de diosa lilith de Babilonia En este contexto, ella aparece como un signo de destrucción y muerte, vinculada al desierto y a las ruinas, reina de la noche (Layla), nombre con el que parece etimológicamente vinculada. Sin embargo, en su origen, ella ha cumplido una función más positiva y se conoce desde antiguo, en Babilonia, como una especie de genio sagrado, divinidad femenina del origen y el misterio de la vida, atrayente, enigmática. Es una bellísima mujer, en la flor de su edad, pero con alas y extremidades inferiores de pájaro rapaz. Está de pie sobre dos leones que están a su servicio (son signo de su fuerza), flanqueada por dos grandes búhos que exploran en la noche. Lleva un tocado de diosa y sostiene en sus manos un tipo de argolla, que parece evocar el círculo de eterno retorno de la vida. Ella es el principio de la existencia, es la expresión del enigma insondable de la realidad, en forma de mujer que fascina, desde el centro de una naturaleza sagrada, que es fuerza, principio de amor y de muerte. Se trata, evidentemente, de una diosa de la noche sagrada y del amor misterioso, oscuro y atrayente. Como buen israelita, Isaías condena y rechaza su figura, arrojándola fuera del espacio en que habitan los buenos creyentes, resguardados por Dios, para que se pierda sin fin en las ruinas de Edom, reino maldito. En ese contexto resulta muy significativa la traducción de San Jerónimo, que identifica a Lilith con un tipo de daimon femenino, llamado Lamia (“ibi cubavit Lamia et invenit sibi réquiem”: allí habitó la Lamia y encontró su descanso), figura que ha estado presente en la mitología y folklore de muchos pueblos, hasta tiempos muy recientes. Lilit y la gran Lamia (todas las lamias), han sido una expresión del riesgo demoníaco de la atracción y la fecundidad femenina, visto desde la perspectiva del varón al que pueden atraer, engañar y destruir. Pero es evidente que en el fondo de muchas tradiciones antiguas, Lilit y las lamias han cumplido funciones más positivas, presentándose como aspecto femenino de Dios o como esposa sagrada (más sagrada) de los hombres. En esa línea avanza la tradición de la Cábala, que ha recibido su forma clásica en el libro del Zohar (escrito a finales del siglo XIII por Moisés de León), donde Lilit aparece como la primera esposa “divina” de Adán, más sagrada y misteriosa que Eva, su segunda esposa, que es humana, después de la caída. Más que una mujer mortal, concreta, esta Lilit es la diosa de la noche (del origen y fin de la vida), la energía creadora y destructora con la que Adán no logra nunca acostarse (vincularse) del todo, porque le sobrepasa. Por eso, en su lugar, ha tenido que surgir Eva, la mujer concreta, que ofrece también rasgos negativos (sigue siendo tentadora), pero que cumple ya una función histórica, de mujer sometida y madre de los hijos de Adán. Eva sería la mujer sumisa, al servicio del mundo patriarcal. Lilit, en cambio, nunca ha podido ser sometida y así sigue mostrándose no sólo en los textos más enigmáticos del Zohar, sino en muchas representaciones literarias y artísticas de la historia de occidente, como signo de un amor que sobrepasa a los varones concretos. Ella no aparece casi nunca como el eterno femenino positivo, simplemente amoroso (al servicio de los varones), sino como expresión de la independencia femenina (mirada siempre desde la perspectiva masculina): es la mujer fatal, el amor más hondo y el riesgo de la destrucción. Es bruja y amiga, es diablo y es diosa. Quizá es la expresión del riesgo del amor femenino, mirado desde el hombre. «Lilith representa el arquetipo de lo femenino negado por una cultura patriarcal y ha servido como estandarte del feminismo. Ella fue la única capaz de articular el impronunciable y verdadero nombre de Dios. Es la efigie del erotismo femenino, de la sexualidad desbordante y natural de la mujer que aparece intensamente atractiva, y a la vez, potencialmente peligrosa en los sueños de los hombres solos. «Lilith comparte la misma historia de las sirenas, las amazonas, las hetairas, todas ellas figuras femeninas que han intentado asumirse como mujeres libres, sin ninguna necesidad de someterse a los hombres» [15]. Rahab [16] es un monstruo femenino y aparece como serpiente de las aguas primigenias. Conforme al sentido hebreo del término (acosar, amotinarse, avasallar), ella es la Amenazadora y puede tomarse como personificación del caos, que se eleva contra el Dios bueno y pretende dominarlo todo. Así aparece vinculada a la batalla primigenia en la que Yahvé, Dios bueno, creador del orden, ha vencido y dominado a la divinidad femenina del caos, como dice el libro Isaías: Despiértate, despiértate, vístete de poder, oh brazo de Yahvé; despiértate como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab, y el que hirió a Tanin? ¿No eres tú el que secó el mar, las aguas del gran abismo; el que transformó en camino las profundidades del mar para que pasaran los redimidos? (Is 51, 9-10) El texto ha vinculado las «tres aguas enemigas»: las del Caos primero (Rahab-Tanín), las del Mar Rojo en el Éxodo de Egipto (cuando Yahvé lo secó para que salieran los hebreos) y las aguas que los rescatados de Dios deberán vencer al final de los tiempos. En este contexto se sitúa la victoria de Yahvé sobre Rahab, una imagen femenina del caos. Siguiendo en esa línea, el nombre de Rahab se evoca también en varios textos poéticos, donde el mar se personifica como poder que se opone a Dios (cf. Job 26, 12; Sal 89, 11). Con ese nombre se designa a Egipto (cf. Sal 87, 4; Is 30, 7), como monstruo maléfico de las aguas. En el Sal 40, 5 se hable de unos misteriosos rehabim, que pueden interpretarse como poderes mítico-simbólicos que ayudan a Rahab. Tehom [17], nombre hebreo que significa aguas subterráneas y alude al caos de las corrientes primitivas de las que brotó la creación (cf. Gen 1, 2). Se relaciona etimológicamente con Tiamat, Diosa madre acádica de las aguas primigenias, vencidas por Marduk, a través de un proceso civilizador violento que marca el surgimiento de la cultura (como en Gen 1,1-2). La palabra Tehom aparece unas veinte en la Biblia hebrea (cf. Gen 1, 2; 7, 11; 8, 2; Job 38, 14.16.30; Sal 42, 8; 104, 6 etc) y suele traducirse casi siempre como «abismo»: inmensidad de las aguas primordiales de las que todo ha brotado. A veces se compara con el Sheol o con los grandes monstruos de las aguas (Tannin, Leviatán) e incluso se le atribuye un carácter divino personal. No es imposible que el Tejom haya sido divinizado en el entorno de Israel, (como la Tiamat acádica) pero en los textos actualmente conservados no aparece como diosa, sino como expresión poética y simbólica de la hondura misteriosa de la realidad, que no puede comprenderse ni interpretarse en términos racionales. Para la Biblia, el misterio es Dios, pero la realidad es también abismal y misteriosa, como lo muestra Tehom [18].
El orden o nivel masculino acaba siendo dominante. Los dioses varones son ahora creadores y guías, son los jefes primeros de los hombres (varones y mujeres). De esa forma se proyecta en lo sagrado la misma jerarquía social que hallamos en el mundo: los varones son la inteligencia creadora, el signo del poder del cielo; por el contrario las diosas (femeninas) son expresión de la materia, seres sometidos dentro del mismo círculo divino. Ha nacido así el patriarcalismo como forma de realización violenta en lucha fratricida (entre varones) Hasta ahora, los humanos se hallaban protegidos (como dominados) por la potencia reproductora, vital (natural) de "las madres". Desde ahora ellos quieren realizar su propio ideal de existencia y para ello deben controlar a las mujeres (poner a las madres bajo su ley, tanto en plano sexual como social). Así empieza el período del patriarcalismo violento cuyas leyes estudian S. Freud y R. Girard, cada uno en su propia perspectiva. Más allá de la madre, más vinculada al ritmo cósmico, centrada en el poder de la vida, emerge el individuo humano en forma de varón violento, como aquel que debe descubrir y forjar su identidad en una acción arriesgada, en caminos sacrificiales de ofrenda y pérdida de la propia vida. En este camino de realización violenta han avanzado de una forma propia y dominante los varones, descubriendo así lo que pudiéramos llamar su "peculiaridad" como seres personales. Ese dominio social y religioso de los varones puede explicarse de diversas formas: -La mayor fuerza muscular del varón. En el estadio anterior (matriarcado) resultaba decisivo el poder de generación. La mujer gozaba de mayor importancia simbólica por aparecer como dadora (guardadora) de la vida. Pues bien, en un momento determinado, los varones han aprovechado su mayor envergadura corporal para luchar entre sí y dominar juntos a las mujeres. - La misma condición fisiológica de la mujer, más vinculada a los ritmos de la maternidad (gestación, cuidado de los niños). El varón, libre de esos ritmos, aprovecha su propia independencia poniéndola al servicio de su propio poder, dominando así a las mujeres. - La envidia del varón, empeñado en buscar con violencia su propia individualidad. El varón no sabe bien quién es, desconoce su función y su sentido sobre el mundo; por eso tiene que buscarlo y lo hace del único modo que conoce: trabajando con violencia, imponiéndose por fuerza a los demás y en especial a las mujeres. Patriarcal ha sido, por un lado, la filosofía triunfadora, representada en occidente por Aristóteles. También resulta patriarcal el camino de la mística, tal como está expresado por las grandes religiones de la interioridad (hinduismo y budismo). Finalmente, las religiones de occidente (judaísmo, islam y cristianismo) parecen también más adecuadas a una mente masculina: ellas ratifican la supremacía del varón sobre la mujer en el plano de la creatividad religiosa y si hacen más piadosa a la mujer es para mantenerla más sometida a los maridos. Sin embargo, junto a esos posibles valores, la polaridad sexual divide a los humanos - Dios se encuentra vinculado con el cielo (el principio superior y masculino): de esa forma se resalta su poder y transcendencia; así aparece casi exclusivamente como varón, ratificando con su simbolismo sexual y paterno el poder y superioridad de los varones. - Por otra parte, el ser humano tiende a vincularse con la tierra (el principio inferior y femenino). En esa línea, la humanidad aparece como mujer, confirmando así la inferioridad de las mujeres (que ya no son directamente signo de Dios sino expresión directa de la tierra). Este es el esquema que está al fondo de gran parte de las reflexiones de este libro, centradas en los mitos de las religiones patriarcaliastas antiguas (de America, Cercano Oriente y Grecia). Esos mitos expresan en forma simbólica aquello que acontece en la existencia profunda de los hombres, tanto a nivel individual como social. Son como arquetipos, pero no en el sentido de que broten del principio original de la conciencia humana sino en sentido mucho más concreto: surgen de nuestra propia conciencia histórica y marcan un tipo de pensamiento y realidad social que ha ido triunfando en los últimos milenios de nuestra historia. Ellos implican una doble proyección. Las "razones" y formas del patriarcalismo El patriarcalismo resulta un fenómeno complejo donde pueden distinguirse diversas perspectivas. Desde un punto de vista teórico quiero señalar tres que son fundamentales y que siguen influyendo poderosamente en nuestro tiempo. En todas ellas se asume la superioridad sagrada del varón como un hecho evidente de la naturaleza y como algo que refleja el orden de Dios y de la historia. Pero hay más: no sólo se asume el patriarcalismo sino que se quiere justificar con razones de tipo ideológico, que intentan fundar el orden existente desde el plano de la filosofía (Aristóteles), de la interioridad (religiones místicas) o de la creatividad histórica (religiones proféticas): - En clave filosófica, Aristóteles ha popularizado en occidente un esquema mítico-religioso que hallamos repetido en casi todas las culturas patriarcales de la tierra: el varón representa los aspectos positivos de la vida (luz, actividad, inteligencia); la mujer, por el contrario, encarna los aspectos negativos (oscuridad, pasividad, sentimiento). De esta forma, la polaridad sexual se entiende ya en clave jerárquica: hay un elemento superior y positivo, que está represento en el varón (es como forma que define el sentido de lo humano); y hay un polo inferior y negativo, que está representado en la mujer (que es la materia).De este modo se legitima en occidente, con ropaje de ciencia (de filosofía) una visión desigual de los dos sexos, que legitima el sometimiento de las mujeres al varón. - En clave de religiosidad mística (o de interioridad) viene a justificarse la misma actitud de (pretendida) superioridad del varón a partir de su (¿aparente? ¿real?) mayor capacidad en el campo de la introspección. La mujer parece más ligada a los ritmos de la vida sobre el mundo, a las tareas "materiales" de la casa, al nivel de los afectos, sentimientos o deseos inmediatos. El varón, por el contrario, estando más abierto a las acciones exteriores (en creatividad mundana), se halla también mejor capacitado para entrar en la verdad objetiva y superar con su mente los deseos inmediatos de la vida. De esta forma se vinculan (al menos de manera general) una situación de ventaja sociológica y una pretendida superioridad religiosa, en clave de experiencia interior. El tema resulta complejo y debemos matizarlo más tarde, sobre todo en relación con el budismo - Las religiones que llamamos de la historia (judaísmo, islamismo y cristianismo) son típicamente patriarcales. Para defender mejor su transcendencia y personalidad, ellas han reprimido el aspecto que pudiera parecer materno y femenino dentro de la manifestación de Dios. De esa forma han proyectado sobre el Dios transcendente (al que conciben como suprasexual) rasgos que son típicamente masculinos - Proyección teológica: los hombres configuran y expresan en fondo sacral y figura de dioses aquello que descubren y valoran en la tierra. De esa forma aplican a "dios" o a los dioses los principios que conforman su forma de vivir sobre la tierra. - Proyección social. Una vez que la religión se estabiliza en formas culturales (creando figuras de dioses), ella influye en la vida de los hombres, ratificando y sacralizando de alguna forma aquellas condiciones sociales que responden al esquema transmitido por el mito. Estos mitos patriarcalistas, que rápidamente presentamos en las páginas que siguen, definen de manera poderosa nuestra historia. Los antiguos indoeuropeos y semitas han venido a reflejar en ellos su propia concepción de la realidad. Es cierto que después han irrumpido y triunfado nuevas visiones religiosas, tanto en oriente (hinduismo, budismo), como en occidente (judaísmo, cristianismo, islam), superando de algún modo las antiguas concepciones machistas y violentas de la divinidad. Pienso, sin embargo, que el sustrato de tipo patriarcal ha pervivido de algún modo en las nuevas estructuras religiosas. Teniendo esto en cuanto podemos desarrollar algunos rasgos convergentes de la visión patriarcalista de Dios en las grandes cultura paganas de los pueblos triunfadores dentro de eso que pudiéramos llamar la historia común asiático/ europea. Mitos de este tipo aparecen en el fondo de la historia de persas e hindúes, griegos y romanos, celtas y germanos (todos indoeuropeos), lo mismo que en la historia de los babilonios, sirios, cananeos (semitas), en una impresionante convergencia significativa. En la mayoría de los casos, la figura de la diosa madre ha pasado a segundo lugar; también pierde importancia el equilibrio precedente de lo masculino y femenin, en sus diversas formas sacrales o sexuales. Ha triunfado un Dios de fuerza que se expresa en símbolos de padre, cielo, trueno, rey, poder engendrador, etc. Aquí resumimos algunos de sus rasgos principales. Los “poderes” del Dios patriarcal
Un fenómeno religioso y social de este tipo (triunfo del padre) parece haberse impuesto en casi todos los pueblos de la tierra después del neolítico: se ha roto el equilibrio entre los sexos; la mujer viene a quedar subordinada; la vida se concibe como lucha-dominio y de esa forma queda dirigida por los "fuertes" es decir, por los varones. Lógicamente, la figura del padre de familia y del señor del grupo se proyecta sacralmente sobre el cielo, donde un Dios paterno domina sobre el resto de los dioses.
Quizá pudiéramos decir que en este plano la religión se identifica con el triunfo sacralizado de los grandes poderes celestes. La veneración sacral (experiencia de la fuerza creadora del sol y de los cielos) viene a explicitarse luego en forma masculina, avalando así el poder de los varones: la misma religión les hace superiores. Apoyándose en un orden celeste de tipo patriarcalista, como señores de violencia y racionalidad (o irracionalidad) política, los varones se adueñan del sentido y proceso de la realidad. En el fondo, ellos construyen una religión para su servicio.
Es evidente que en esta perspectiva lo divino viene a presentarse antes que nada como principio y contenido del poder en el doble sentido de majestad (lo que es superior) y de imperio (aquello que se impone). Se trata, como veíamos en el caso anterior, de un poder ambivalente. Por un lado garantiza el orden y sentido de este mundo (el Dios rey ha vencido al caos). Por otro lado sigue conservando un tipo de fuerza imprevisible: somete a los seres humanos con su miedo. Es como si sólo a base de terror pudiera conseguirse orden y vida.
También Israel ha comenzado sacralizando al Dios de la guerra, Yahvé, en gran parte de sus himnos y relatos religiosos. Pero, en un momento determinado, la nueva evolución religiosa de los profetas ha invertido esta visión y ha explicado el triunfo de los dioses de la guerra en clave de "victoria demoníaca". Gran parte de los libros apocalípticos (de 1Enoc a 4Esdras) han querido mostrar y han mostrado que en el fondo de los grandes imperios triunfadores (Babilonia y Persia, Siria y Roma) no se encuentran ya los dioses de la vida sino "bestias destructoras" (cf Dan 7). De esa forma, lo que antes era señal de presencia divina (triunfo en la guerra) viene a convertirse en expresión de la maldad y violencia de la historia (de lo diabólico). En este mundo duro en que vivimos ya no triunfa Dios, triunfan los malos, los demonios. Israel ha realizado de esa forma una inversión radical de los valores masculinos, al menos en el sentido normal en que se suele utilizar esa palabra. Los mismos dioses de los pueblos triunfadores, concebidos como padres-reyes-guerreros que pretenden mantener el orden del mundo por la fuerza, vienen a entenderse ahora como demonios y enemigos de lo humano. De esa forma interpretaron los apocalípticos judíos el despliegue o destino religioso y social, político y guerrero de los pueblos del entorno: allí donde los hombres alcanzan el poder por la violencia, allí donde se dejan dirigir por los señores-dioses de la guerra y llegan a triunfar sobre otros pueblos de este mundo, ellos se vuelven bestias malas, expresión de lo diabólico. En otras palabras, en el mismo lugar donde culmina la divinización del poder (que quiere presentarse a sí mismo como el único o gran dios sobre este mundo) los judíos piadosos de ese tiempo (entre el siglo IV y I a. d C.) han visto el triunfo del poder antidivino. Esto nos puede llevar a una demonización de los rasgos masculino. En el fondo, el poder de los varones guerreros de interpreta como una expresión del diablo.
Desde este fondo, en perspectiva social y religiosa ya no puede hablarse de una "dualidad sagrada" en que varón y mujer son complementarios. La mujer se ha convertido en figura subordinada. Ya no influye activamente, no es siquiera un elemento de la dualidad sagrada. Ella se limita a esperar, a recibir, dejando que el dios-macho sea quien actúe. De la guerra social (el Dios que vence a los poderes enemigos) hemos venido a la guerra sexual: el Dios varón debe conquistar y dominar a la mujer para poseerla. La misma religión, centrada en la figura de los dioses garantiza ya el dominio de los varones que mantienen sometidas a las mujeres (a las diosas); podemos decir que las violentan o las "violan". Son numerosas las figuras y los gestos que reflejan esta perspectiva religiosa. Conocemos bien las aventuras, raptos y violencias sexuales de Zeu: el Dios supremo de los cielos, el jefe del panteón de los olímpicos, impone su dominio a las hembras, en gesto que la mitología ha recogido y repetido sin protesta. Baste recordar aquí la historia y nacimiento del más grande de los héroes de Grecia: Hércules o Heracles. El mismo Zeus, Dios supremo, engañó a la madre Alcmena, seduciéndola de forma mentirosa (tomando la apariencia de Anfitrión, marido ausente). Así, de un Dios sexualmente perverso y de una mujer violada nace la estirpe triunfadora y violenta de los hombres. Recordemos la extraordinaria influencia de la figura de San José en nuestra religión durante siglos. Si echamos un vistazo a la iconografía religiosa que ha llegado hasta nosotros, veremos que es, con mucho, la figura religiosa más representada después de Jesús y de María. Hace medio siglo, todavía la fiesta de San José era el día en que más gente iba a Misa, más gente confesaba y más gente comulgaba. Esa devoción se perdió porque la Iglesia no ha sabido actualizar un discurso que hoy no se creen ni los que lo siguen predicando.
Hoy día, todos los exégetas están de acuerdo en que los, así llamados, “relatos de la infancia” de Mt y Lc, no son historia, sino relatos fantásticos que tratan de asumir unos mitos ancestrales, cristianizándolos en el primer cristianismo. Pero también es verdad que, aunque se coincida en las premisas, son pocos los que se atreven a sacar las conclusiones. Seguimos teniendo miedo a la verdad. El evangelio nos dice: la verdad os hará libres. ¿Será que no interesa que la gente se libere? Con ello descubriríamos que el mensaje, que quiere trasmitirnos el evangelio, es más profundo de lo que estamos acostumbrados a pensar. En aquella sociedad el cabeza de familia era el padre. Seguir diciendo de José que era el esposo de María, no tiene ni pies ni cabeza. Ni las mujeres ni los niños eran tenidos en cuenta. El mismo evangelio nos dice: “eran unos cinco mil, sin contar mujeres y niños”. Tampoco tiene sentido seguir diciendo que Jesús es hijo de María, porque sería no decir absolutamente nada de Jesús. Era precisamente la madre la que llegaba a ser alguien si un hijo llegaba a ser una persona importante. Solo tenía sentido decir: “Es la madre de Fulano”. Seguir entendiendo la paternidad de Dios sobre Jesús de manera biológica es distorsionar el mensaje hasta el ridículo. Atribuir a seres humanos una procedencia divina no es, ni mucho menos, original del cristianismo. De más de 40 personajes anteriores a Jesús se ha dicho que nacieron de madre virgen. Era un intento de explicar lo extraordinario de un ser humano que sobrepasaba la condición humana. Si un ser humano tenía capacidades que los demás no tenían, se debía a la acción de Dios. Claro que esa afirmación solo se hacía después de comprobar su vida y milagros, es decir o al final de su vida o después de su muerte. Es un poco ridículo pensar que todos estaban equivocados y que solo en el caso de Jesús era verdad. Es mucho más lógico pensar que fue precisamente esa tradición mítica la que indujo a los primeros cristianos a decir lo mismo de Jesús. En la experiencia pascual, y no antes, descubrieron los seguidores de Jesús el verdadero significado de su Maestro. Esa vivencia no se podía describir con palabras, pero encontraron en el imaginario colectivo las ideas que les permitieron expresar lo que descubrieron en Jesús. Una vez que fueron conscientes de lo que era Jesús, tenían más motivos que nadie para proclamarlo Hijo de Dios. Los prejuicios al acercarnos a la figura de Jesús son un obstáculo para conocerle. Que en Jesús reside la plenitud de la divinidad y la plenitud de humanidad no se puede comprender racionalmente. La razón solo conoce a base de contrarios. Sabemos lo que es el día por oposición a la noche. La mente no puede concebir una realidad compuesta de contrarios. Para conocer que Jesús es, a la vez, humano y divino, tenemos que ir por el camino de la vivencia, donde los contrarios dejan de serlo. Ahora bien, Jesús es humano y divino. Aquí tenemos el secreto para desvelar la verdadera grandeza de José. Él fue el responsable de esa humanidad. José enseñó a Jesús el camino de su plena humanidad y de esa manera hizo posible la plenitud de divinidad. En aquella sociedad, los niños eran un estorbo y dependían absolutamente de la madre mientras lo eran. A los doce o trece años, el padre los tomaba por su cuenta y les enseñaba a ser hombres. La madre no podía cumplir esa tarea, porque ella misma era ignorante. Ni siquiera se les enseñaba la Torá. Que José cumplió perfectamente esa misión lo descubrimos por qué Jesús fue capaz de llegar a donde llegó. Recordemos que en aquella cultura, la relación padre-hijo se establecía, sobre todo, por la capacidad de imitación del hijo. Era buen hijo el que salía al padre, el que imitaba en todo al padre. Ahora bien, si el padre de Jesús era José, tendría la obligación de tenerle como modelo. Pero si su Padre era solo Dios, su única obligación sería imitar a Dios. El descubrir su absoluta identificación con Dios, le llevó a la conclusión de que su único padre era Dios. Sus paisanos llegaron a decir: ¿no es este el hijo de José? ¿De dónde saca todo eso? Jesús se atrevió a llamar a Dios “Abba”. Al llamarle Abba, utiliza la relación más entrañable que un ser humano puede experimentar, para aplicarla a Dios. Pero si Jesús no tenía experiencia de lo que significa esa relación humana, puesto que José no era su padre, lo que nos dice de Dios como Padre tendría muy poco valor. Sin una experiencia de padre terreno, nunca hubiera tenido elementos de juicio para expresar, con esa idea, lo que era Dios para él. Solo en José pudo encontrar Jesús el modelo de padre para aplicárselo a Dios. Jesús es obra del Espíritu Santo. Lo dice el evangelio, y no solo en los relatos de la infancia. Pero el verdadero ser de Jesús no está en lo biológico. En Jn, Jesús dice: Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es Espíritu”. Nosotros, empeñados en seguir diciendo que del Espíritu nació la carne. Pero no basta nacer de la carne, sino que “hay que nacer de nuevo”. Como todo ser humano, Jesús tiene una vida biológica y una Vida espiritual. La vida espiritual es la misma Vida de Dios. En ese ámbito, Jesús es plenamente Hijo de Dios. Para descubrir la de José debemos aceptar que todos somos únicos e irrepetibles. Todos tenemos una misión que cumplir. Dios está involucrado en esa misión. Si pongo mi parte alcanzaré el objetivo. José cumplió esa misión. La prueba está en lo que fue Jesús. Nada de pensar en fenómenos extraordinarios. Ni ángeles ni sueños que puedan hacer pensar en especial trato por parte de Dios. Dios no puede tener privilegios de ningún género con nadie. Dios no tiene nada que dar excepto él mismo. Se da a todos infinitamente, totalmente. Cuando la realidad sobrepasa nuestras expectativas, tendemos a explicarla acudiendo a la intervención divina. Pero esa intervención de Dios nunca viene de fuera sino desde dentro y acomodándose a la manera de ser de cada criatura. Esa acción de Dios nunca puede ser percibida por los sentidos. Ni José, ni María, ni Jesús jugaron su partida con un comodín en la chistera. Además, la persona sometida a esa intervención espectacular nunca podría ser modelo para el resto de los mortales. Por eso es tan importante recuperar la normalidad de María y de José, y descubrir lo que tienen de extraordinario en la manera de ser fieles a Dios. Volviendo a la figura de José, lo único que nos dice el evangelio de José, es que era justo. Este adjetivo, de profundas raíces bíblicas, nos quiere decir que era recto, íntegro, auténtico, bueno, etc.; todo lo que podemos encontrar de positivo en una persona humana. Pero todo dentro de la más absoluta normalidad. Todas las tonterías que se han dicho, acerca de su elección para una misión extraordinaria, no tienen ni pies ni cabeza. La misión de José ni es más ni es menos importante que la de cualquier ser humano. Lo verdaderamente importante es que cumplió su misión. Eso es lo que quieren decirnos los relatos del evangelio. Recordar a un padre modelo de sencillez de entrega, es siempre motivo de alegría para todos los miembros de la familia. Fijaos que estamos hablando de “relaciones”. No puede haber padre sin no hay hijo y no habría hijo si no hay padre. Esto es más importante de lo que parece. En esa interrelación vamos forjando nuestra humanidad. La familia es el marco privilegiado de esas relaciones. Debemos aprovechar al máximo las oportunidades que nos da ese marco familiar para que todos los “enmarcados” podamos crecer en humanidad. El mensaje de hoy es muy sencillo de formular, pero muy difícil de asimilar. Con demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica expresión: ¡Castigo de Dios! El domingo pasado decíamos que no teníamos que esperar ningún premio de Dios. Hoy se nos aclara que no tenemos que temer ningún castigo. Premio y castigo son dos realidades correlativas, si se da una, se da la otra. Si Dios es el que manda la lluvia, la sequía es necesariamente un castigo. Es difícil superar la idea de “el Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”. La dinámica en la que hemos metido a Dios, es un callejón sin salida, para Él y para nosotros.
La gran teofanía de Yahvé a Moisés, indica el principio de la liberación. Debemos tener mucho cuidado al leer estos textos. No son relatos históricos tal como entendemos hoy la historia. Hace referencia a acontecimientos del s. XIII a. de C. y se escribieron entre el VII y el IV. Los primeros relatos fueron orales. La última fijación de la Biblia se produjo en el siglo V a. de C. en tiempos de Esdras y Nehemías. Su único objetivo era afianzar la fe del pueblo. Dios salva a su pueblo y en esa salvación, se reconoce como elegido por Dios. Fíjate bien: Dios responde a las quejas del pueblo. No es un Dios impasible, trascendente, que le importa muy poco la suerte de los seres humanos. Es un Dios que interviene en la historia a favor del pueblo oprimido. Así lo creían ellos, desde una visión mítica de la historia. Dios se sirve de los seres humanos para llevar a cabo la obra de salvación. Esto es muy importante a la hora de pensar la liberación. Somos nosotros los responsables de que la humanidad camine hacia una liberación o que siga hundiendo en la miseria a la mayoría de los seres humanos. “Yo soy el que soy”. Estamos ante la intuición más sublime de toda la Biblia, y seguramente de todo el pensamiento religioso: Dios no tiene nombre, simplemente, ES. El nombre de Dios es una expresión verbal: “El que es y será”. En aquella cultura, conocer el nombre de alguien era dominarlo. La enseñanza es que Dios es inabarcable y nadie puede conocerle ni manipularle. Es una pena que hayamos intentado durante dos mil años, meterlo en conceptos y explicarlo. Todos sabemos que el discurso sobre Dios es siempre analógico, es decir: sencillamente inadecuado, y solo “sequndum quid” acertado. Pero a la hora de la verdad, lo olvidamos y defendemos esos conceptos como si fueran la realidad de Dios. Partiendo de la experiencia de Israel, Pablo advierte a los cristianos de Corinto que no basta pertenecer a una comunidad para estar seguro. Nada podrá suplir la respuesta personal a las exigencias de tu ser. El ampararse en seguridades de grupo, puede ser una trampa. Esta recomendación de Pablo está muy de acuerdo con el evangelio. Pablo dice: “El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga.” Y Jesús dice por dos veces: “si no os convertís, todos pereceréis”. La vida humana es camino hacia la plenitud, que necesita de constantes rectificaciones. Si no corregimos el rumbo equivocado, nos precipitaremos al abismo. El evangelio de hoy nos plantea el eterno problema: ¿Es el mal consecuencia del pecado? Así lo creían los judíos del tiempo de Jesús y así lo siguen creyendo la mayoría de los cristianos de hoy. Desde una visión mágica de Dios, se creía que todo lo que sucedía era fruto de su voluntad. Los males se consideraban castigos y los bienes premios. Incluso la lectura de Pablo que acabamos de leer se pude interpretar en esa dirección. Jesús se declara completamente en contra de esa manera de pensar. Lo expresa claramente el evangelio de hoy, pero lo encontramos en otros muchos pasajes; el más claro, el del ciego de nacimiento, en el evangelio de Jn, donde preguntan a Jesús, ¿Quién peco, éste o sus padres? Debemos dejar de interpretar como actuación de Dios lo que no son más que fuerzas de la naturaleza o consecuencia de atropellos humanos. Ninguna desgracia que nos pueda alcanzar, debemos atribuirla a un castigo de Dios; de la misma manera que no podemos creer que somos buenos porque las cosas nos salen bien. El evangelio de hoy no puede estar más claro pero, como decíamos el domingo pasado, estamos incapacitados para oír lo que nos dice. Solo oímos lo que nos permiten escuchar nuestros prejuicios. Insisto, debemos salir de esa idea de Dios Señor o patrón soberano que desde fuera nos vigila y exige su tributo. De nada sirve camuflarla con sutilezas. Por ejemplo: Dios, puede que no castigue aquí abajo, pero castiga en la otra vida... O, Dios nos castiga, pero es por amor y para salvarnos... O Dios castiga solo a los malos... O merecemos castigo, pero Cristo, con su muerte, nos libró de él. Pensar que Dios nos trata como tratamos nosotros al asno, que solo funciona a base de palo o zanahoria, es ridiculizar a Dios y al ser humano. Claro que estamos constantemente en manos de Dios, pero su acción no tiene nada que ver con las causas segundas. La acción de Dios es de distinta naturaleza que la acción del hombre, por eso la acción de Dios, ni se suma ni se resta ni se interfiere con la acción de las causas físicas. Desde el Paleolítico, se ha creído que todos los acontecimientos eran queridos por un dios todopoderoso. Pero resulta que Dios, por estar haciéndolo todo en todo instante, no puede hacer nada en concreto. No puede empezar a hacer nada, porque una acción es enriquecimiento del ser que actúa, y si Dios pudiera ser más, antes no sería Dios. No puede dejar de hacer nada de lo que hace, porque perdería algo y dejaría de ser Dios. Si no os convertís, todos pereceréis. La expresión no traduce adecuadamente el griego metanohte, que significa cambiar de mentalidad, ver la realidad desde otra perspectiva. Perecer no es desaparecer sino malograr la existencia. No dice Jesús que los que murieron no eran pecadores, sino que todos somos igualmente pecadores y tenemos que cambiar de rumbo. Sin una toma de conciencia de que el camino que llevamos termina en el abismo, nunca estaremos motivados para evitar el desastre. Si soy yo el que voy caminando hacia el abismo, solo yo puedo cambiar de rumbo. Cada uno es responsable de sus actos. No somos marionetas, sino personas autónomas que debemos apechugar con nuestra responsabilidad. La parábola de la higuera es esclarecedora. La higuera era símbolo del pueblo de Israel. El número tres es símbolo de plenitud. Es como si dijera: Dios me da todo el tiempo del mundo y un año más. Pero el tiempo para dar fruto es limitado. Dios es don incondicional, pero no puede suplir lo que tengo que hacer yo. Soy único, irrepetible. Tengo una tarea asignada; si no la llevo a cabo, esa tarea se quedará sin realizar y la culpa será solo mía. No tiene que venir nadie a premiarme o castigarme. El cumplir la tarea y alcanzar mi plenitud, será el premio, no alcanzarla el castigo. La tarea del ser humano no es hacer cosas sino hacerse, es decir, tomar conciencia de su verdadero ser y vivir esa realidad a tope. ¿Qué significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para nosotros aquí y ahora? Tal vez sea esta la cuestión más importante que nos debemos plantear. No se trata de hacer o dejar de hacer esto o aquello para alcanzar la salvación. Se trata de alcanzar una liberación interior que me lleve a hacer esto o dejar de hacer lo otro porque me lo pide mi auténtico ser. La salvación no es alcanzar nada ni conseguir nada. Es tu verdadero ser, estar identificado con Dios. Descubrir y vivir esa realidad es tu verdadera salvación. Meditación No tienes que esperar nada de fuera. Dios ya te lo ha dado todo, lo que falta lo tienes que hacer tú. La tarea fundamental está dentro de ti mismo. Es un proceso de iluminación, de toma de conciencia de lo que eres. Convertirse es centrarse, bajar al centro. La única meta que te puede saciar está dentro. El evangelio de hoy es exclusivo de Lucas, sin correspondencias en Mateo y Marcos. Y las tres breves partes en que podemos dividirlo se centran en el mismo tema, muy apropiado a la Cuaresma: la conversión.
Tres maneras de morir 1) Asesinado por Pilato; 2) Aplastado por una torre; 3) Negándonos a convertirnos. Todo comienza con el aparente deseo de informar a Jesús, galileo, de lo que ha hecho el procurador romano a otros galileos: matarlos mientras ofrecían sacrificios en el templo[1]. Parece un informe imparcial, pero es una trampa muy astuta: nadie le pregunta qué piensa de este hecho; se limitan a contarle el caso. Si responde airadamente, se enemistará con las autoridades; si se calla la boca, se revelará como un mal galileo y un mal israelita. Para quienes han venido a contarle el caso, todo se juega entre unos galileos muertos, Pilato y Jesús. Ellos se limitan a informar, como la prensa; el caso no les afecta personalmente. Y aquí es donde Jesús va a cazarlos en su propia trampa. Con una ironía muy sutil da por supuesto que sus informadores no le piden una declaración de tipo político (Pilato es un asesino, muerte a los romanos) sino de tipo religioso (esos galileos han muerto por ser pecadores). De hecho, la mayoría de los judíos de la época (y muchos cristianos actuales), consideran que una desgracia es consecuencia de un pecado. Pero Jesús toma un rumbo completamente distinto. Los importantes no son los galileos muertos, Pilato y Jesús. Los importantes son ellos, los que preguntan, que no pueden considerarse al margen de los acontecimientos. Si piensan que esos galileos eran más pecadores que ellos, se equivocan. También se equivocaron quienes pensaron que los dieciocho aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé eran más pecadores que los demás. La muerte no solo la provocan políticos injustos y criminales (Pilato) o desgracias naturales evitables (la torre). Hay otra amenaza mucho más grave: la que tramamos contra nosotros mismos cuando nos negamos a convertirnos. Dios pide higos a la higuera, no pide peras al olmo La historia de los galileos y de la torre la ha utilizado Jesús para avisar seriamente, y por dos veces: “Si no os convertís, todos pereceréis”. Este tono tan amenazador recuerda al de Juan Bautista, cuando clama: «¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar de la condena que se avecina? (…) El hacha está ya aplicada a la cepa del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego» (Lc 3,7-9). Quienes conciben a Jesús como un hippy de los años 80 del siglo pasado, repartiendo flores y besos, no han leído nunca el evangelio. Él no hay traído paz, sino espada. Pero la invitación tan seria a convertirse, con la amenaza de perecer en caso contrario, no debe interpretarse de forma equivocada. Dios no va a caer sobre nosotros como una torre, ni va a mandar a sus ángeles con espadas desenvainadas. Mediante un breve parábola Lucas cuenta cómo nos va a tratar: como un agricultor sensato, realista y paciente. Sensato, porque solo nos pide lo que podemos dar naturalmente, sin especial esfuerzo. De la higuera solo espera que dé higos, no plátanos ni melones. Lo que espera de nosotros es algo que cada uno debe pensar teniendo en cuenta sus circunstancias familiares y laborales, pero nunca esperará nada que exceda nuestra capacidad. Realista, porque no se deja engañar. La higuera lleva tres años sin dar fruto. Con él no valen las excusas del mal estudiante que asegura haber trabajado mucho cuando no ha dado golpe en todo el curso. A nosotros podemos engañarnos diciendo que damos fruto; a Dios, no. Paciente, porque ha esperado ya tres años, y todavía está dispuesto a conceder uno más. Pero la parábola no habla solo del dueño de la viña. El gran protagonista es el viñador, el que intercede por la higuera y se compromete a cavarla y echarle estiércol. Ya que la higuera nos representa a cada uno de nosotros, el viñador tiene que ser Jesús. Se espera que la higuera produzca fruto no solo por ella misma sino también gracias a su acción. En definitiva, la parabolita final matiza bastante la dureza de la primera parte del evangelio. Pero matizar no significa anular. Si nos empeñamos en no dar fruto, si no mejora nuestra relación con Dios y con el prójimo, por más que Jesús cave y trabaje, la higuera será cortada. 2ª lectura: Nosotros no somos distintos ni mejores (1 Cor 10,1-6.10-12) En el evangelio, Jesús advierte a los presentes que no deben considerarse mejores que los asesinados por Pilato o muertos por el derrumbe de la torre. La segunda lectura nos recuerdan que nosotros no somos mejores que el pueblo de Israel. A pesar de tantos beneficios divinos (paso del Mar, maná, agua que brota de la roca), muchos israelitas no agradaron a Dios y terminaron pereciendo en el desierto. Esto debe servirnos de ejemplo y escarmiento. Nos puede ocurrir lo mismo si nos comportamos igual que ellos. Dicho con las palabras del evangelio. “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.” 1ª lectura: Moisés (Ex 3,1-8.13-15) Tras recordar a Abrahán el domingo pasado, hoy se cuenta la vocación de Moisés. La lectura del Éxodo nos habla de la preocupación de Dios por su pueblo esclavizado en Egipto. La vocación de Moisés será el primer acto de su liberación. Por eso, el estribillo del Salmo repite: “El Señor es compasivo y misericordioso”. Nos encontramos en el tercer tramo del tiempo de Cuaresma. Siempre se ha recibido este tiempo como un momento de conversión, de interiorización, de revisión de vida. Cada comunidad cristiana ha ido interpretando este significado a partir de las recomendaciones eclesiales y desde la realidad de cada una. Ahora bien, este texto de hoy puede ayudarnos a dar un paso más y adentrarnos en el significado de la CONVERSIÓN desde lo que plantea Jesús. Sería interesante no quedarnos en los gestos propios y sí tocar fondo en lo que supone esta palabra tan nuclear en nuestro itinerario creyente. Ser creyente es un proceso personal y comunitario de experimentar la unidad con la Trascendencia, no a golpe de pecho sino a golpe crecimiento. Este parece ser el planteamiento que nos hace Jesús en esta narración recogida por Lucas.
El texto de hoy tiene dos partes con dos enseñanzas de Jesús tremendamente importantes. Por un lado, le plantean a Jesús el tema del pecado como el no cumplimiento de la ley judía. La respuesta de Jesús puede resultar confusa. Sin embargo, por coherencia con toda la posición de Jesús posterior, se puede entender que la conversión tiene mucho que ver con esa invitación a liberarse de la ley cerrada en contra del cumplimiento absurdo. Jesús hace notar que “el pecado” no es una cuestión de grados, de juicio sobre quién peca más y las consecuencias de éste. Es más bien una cuestión de no tomarse en serio la conversión de corazón, de ser conscientes de lo que se hace, sin duda, pero también de decidir cambiar la posición ante la vida. Lo uno sin lo otro no parece que ayude a dejar fluir el verdadero sentido de la existencia. Existe el riesgo de quedarnos en sumar o restar actos puros o impuros y vivir convencidos de que lo que no son cuentas son cuentos. Quizá no sea este el paradigma que Jesús plantea sobre la conversión; no es un problema de malas obras sino de encontrar un espacio interior de conexión con nuestro origen divino y que toda nuestra vida gire en torno a ello. Tampoco quiere Jesús compensar estas salidas del camino con gestos puntuales que sólo nos engañan y tranquilizan nuestra conciencia. Conversión tiene tres componentes léxicos que pueden ayudarnos a una interpretación más vital de la palabra: CON (junto, completamente) VERSUS (dado vuelta, girado) SIÓN (acción y efecto). Estos tres componentes nos hablan, sin duda, de un movimiento que conduce más a una transformación que puede llegar a dar la vuelta a nuestra vida que a un cambio de actitudes. Sería una búsqueda completa de nuestra VERSIÓN original y dejar ya de vivir haciendo doblajes que nos alejan mucho de nuestra esencia y de nuestra verdad más honda. Por eso, la parábola con la que concluye el texto de este domingo nos plantea la aridez e infertilidad de la vida cuando nos dejamos llevar por la inercia de los acontecimientos, de las situaciones, por sentir la seguridad que nos da hacer lo de siempre, por no afrontar el miedo que supone entrar en nuestra realidad y “abonar y cavar” nuestra tierra personal para tocar las raíces donde está la verdadera esencia de nuestra savia vital. Y esto que ocurre a nivel personal es también el drama de nuestras comunidades y de nuestra Iglesia; No existe mala voluntad sino poca voluntad para arriesgarse y buscar alternativas. Esta parábola es muy clara, si la higuera no da fruto no tiene sentido que siga ocupando un espacio que “otros” pueden ocupar. El planteamiento, quizá, sea ponernos de acuerdo en cómo cavar, qué abono echar y qué frutos esperamos obtener. Es importante cavar para sanear las raíces, nuestras raíces más hondas dónde está la fuerza de Dios vitalizando nuestra existencia; el abono, tal vez, sea conectar más con el mensaje de Jesús, con el Evangelio y amasarnos en el Dios de la Vida: los frutos, sin duda, tendrán más el color y el sabor de la visibilidad, de la osadía, de la libertad, de la denuncia de aquello que atenta contra la dignidad humana, de atrevernos a soltar lo de siempre y generar nuevas formas de vivir el Evangelio en el siglo XXI. |
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