No acabo de entender la razón por la que los documentos papales mantengan una denominación principal en latín; si el Concilio Vaticano II inculturizó la liturgia en favor de las lenguas vernáculas, parecería lógico que las exhortaciones papales primasen los titulares en la lengua de a quienes va dirigido el mensaje. No se puede comparar la sonoridad que tiene La alegría del amor respecto a Amoris laetitia, por ejemplo, cuando además se trata de una exhortación universal con un calado del que no sé si nos hemos percatado en la práctica los católicos. Han pasado dos años desde su publicación y creo que tampoco los obispos, en un número significativo, han hecho demasiado para que todos captemos lo que puede suponer en la práctica su significado profundo. Y eso que son directos destinatarios.
He releído el documento esta semana pasada y lo principal para mí es la exhortación a fomentar la madurez de conciencia sobre todo en los casos complicados como ocurre en la vida misma, y hacerlo desde la pregunta que Pagola formuló hace un tiempo para cualquier actuación: ¿Qué haría Jesús en mi lugar? Solo que en este caso Francisco se centra en el campo de la familia. A partir de aquí, las actitudes deben cambiar y ahora, las recetas y las normas deben complementarse con un ejercicio de discernimiento en cada caso (muy jesuítico), al que no es ajeno el obispo, de manera que las reglas y códigos no sean un parapeto para el paternalismo clerical que todavía mantiene muchas conciencias infantiles. Esto, sin duda que supone una revolución en la manera de tratar la realidad de los divorciados, los conflictos éticos y las situaciones complejas de la convivencia familiar: es el amor el que debe presidirlo todo y el que todo lo alienta, acogiendo más que juzgando, acompañando más que rechazando, discerniendo en cada caso más que imponiendo, e integrando en lugar de excluyendo a las personas. Lo segundo que resaltaría como esencial es que el Papa pide centrarnos en un camino de permanente crecimiento dentro del matrimonio como una concreta manera de vivir el amor: “El amor que no crece comienza a correr riesgos, y sólo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres" integrando la sexualidad y el erotismo, ya que "Dios mismo creó la sexualidad, que es un regalo maravilloso" que “embellece el encuentro de los esposos". Francisco va más allá afirmando que la unión sexual es "camino de crecimiento en la vida de la gracia para los esposos". Por lo tanto, la educación y maduración de la sexualidad conyugal "no es la negación o destrucción del deseo sino su dilatación y su perfeccionamiento". Se trata de una exhortación práctica, no en vano, exhortar significa la acción de animar a una persona para que haga algo. No estamos ante una reflexión más o menos importante, sino ante un documento esencial para re-vivir cada día al llamarnos al compromiso del amor sin arrinconar a las situaciones más dolorosas en la familia. Tampoco cabe un seguimiento evangélico desde la exclusión de sensibilidades y experiencias diferentes a la nuestra; lo que el Papa quiere es invitarnos a la común unión desde la escucha y el servicio a las familias más frágiles y a quienes padecen situaciones de rupturas traumáticas abriendo espacios de amor y acogida. Iglesia entendida como comunidad por encima de rigideces que deshumanizan en la práctica, como les pasó a aquellos fariseos por su visión rígida y fría de las normas religiosas. La propia actitud del Papa ante las cada vez más duras críticas y silencios nada cómplices, indica que ha optado por aplicarse su propia medicina de escucha, mansedumbre, acogida. Y que esta exhortación, a diferencia de otras anteriores similares en el tema, está basada en un amplio consenso sinodal que él ha trabajado con especial dedicación. La alegría del amor papal abre la posibilidad del acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, siguiendo la actitud de Jesús, que primaba su acción amorosa con quienes sufrían o eran pasto de la exclusión. El amor, de esta manera, se reconoce como el lugar especial en la existencia humana que actúa como motor de la vida, si creemos que Dios es Amor nosotros los que hemos adquirido el compromiso de infundirlo desde el ejemplo.
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Porque nuestra fe va sustancialmente unida a la esperanza y a la caridad, no somos creyentes que buscamos ahogar nuestra frustración, ni lo somos alentando un fanatismo que nos permita despreciar a quienes no comparten el significado último que damos a la vida humana.
¿De dónde procede nuestra fe? Desde luego, no surge del miedo a la naturaleza, del temor a la muerte, del espanto ante nuestra insignificancia individual. A pesar de ello, el catolicismo es presentado, por muchos militantes del ateísmo más sectario, como el estuario acogedor de un largo curso fluvial de ignorancia y represión. A estos ojos adversos y burlones, nuestra fe solo responde a la indigencia de una humanidad adolescente, antes de que se divulgara el "sapere aude" ilustrado. "Atrévete a saber", ten el valor de usar tu propia razón, es, según esta arrogante consigna de un mal entendido progresismo, el rechazo aliviado y moderno del "resígnate a creer" en el que el hombre vivió durante milenios. Poco parece importarles que los mismos filósofos que practicaron el pensamiento racionalista e idealista nunca abandonaran su confianza en el mensaje de Jesús. Menos parece interesarles que el propio desarrollo de la Ilustración resulte del todo incomprensible sin el marco histórico y el ancho surco cultural que proporcionó la tradición humanista cristiana en Occidente. Lo que interesa, en los abrevaderos de la crisis intelectual de hoy, es tergiversar el auténtico fundamento de nuestra existencia como civilización y de una vida inspirada en la esperanza y el amor. Porque nosotros nos atrevemos a creer: "credere aude!" Creer no es un acto regido por el miedo, sino un ejercicio espiritual impulsado por el coraje y la osadía de quien desea verificar su libertad. En momentos de incertidumbre, de penalidad, de duras pruebas personales, agradecemos nuestra fe. Y no lo hacemos bajo los efectos de un opio anímico que trastorna la mente. Nuestra fe golpea las tinieblas cuando el infortunio nos amenaza, pero no nos agarramos a la penumbra indolora de una entrega servil, ni al silencio sostenido de la humillación. Rezamos. Alzamos la oración, en la que toma cuerpo el diálogo con el Creador. Nos escuchamos pronunciando la plegaria, nos vemos descendiendo hasta el fondo del corazón, siguiendo el eco de nuestra voz despeñada en busca del alma inmortal. No, no es el miedo, ni la ignorancia, ni la desesperación lo que nos embarga cuando acudimos en busca de refugio. Es la valentía espiritual, es el saber de una tradición, es la confianza en nuestro destino. Nuestra fe procede del milagro diario del mundo y se ha desarrollado moldeando una cultura. A lo largo de la historia sostuvimos los valores permanentes del hombre que no admiten discusión ni pueden someterse a mayorías parlamentarias o decisiones del Estado. Aceptamos, no obstante, formas diversas de organización política y criterios diferentes respecto de sistemas sociales y económicos. Pero siempre empuñamos los derechos de las criaturas de Dios denunciando toda agresión a la integridad humana procedente de cualquier gobierno. Nuestra fe no se limita a ser la defensa de un orden moral. Es su fundamento, su razón última. Mas no acaba en una pura acción humanitaria protectora de la dignidad de todos los hombres. Nuestra fe se basa en que ese orden moral defendido tiene una raíz mucho más honda, por la que hay que empezar siempre: somos portadores de un alma capaz de salvarse. Somos personas dotadas de trascendencia, llamadas a la vida eterna, que en cada uno de nuestros instantes de existencia individual hemos de afirmar. El amor que nos hace preservar un orden moral no puede separarse de la fe ni de la esperanza. No se trata del humanismo fraterno que concluye en nuestra experiencia terrena y que convertiría a la Iglesia en una encomiable aunque insuficiente trabajadora por el bienestar de los hombres. Nuestro humanismo es el que procede de la fe en el acto de la creación y de la esperanza en la promesa de ser redimidos. Y, en esa medida, es mucho más intransigente con todo aquello que se refiera a la coherencia de la vida pública del cristiano. Porque no negociará nunca la dignidad del hombre, que no le pertenece solo a él, sino que es parte de la obra de Dios. Y el honor de Dios no se mercadea. Porque estamos empeñados en la obra de la salvación, hemos de sublevarnos contra la inmunda miseria a la que se somete a tantas personas. Porque creemos en la vida eterna, hemos de ser intolerantes en todo lo concerniente a la sagrada existencia de quienes a ella están destinados. Nosotros no pensamos que nuestra vida es casual ni que estamos destinados a ser ceniza mezclada con el polvo, el sudor y la descomposición inconsciente de la materia orgánica. Esta vida preciosa que sostenemos y que tendemos a Dios todos los días es, en sí misma, un acto de fe. Es una proclamación de nuestra existencia llena de significado. Es una ansiosa inclinación a la plenitud y a la perfección. Es una constante prueba para hacernos dignos de la eternidad. Tengamos el valor de mantener esa antigua promesa. Atrevámonos a creer. A esta edad a la que he ascendido, es inevitable que la consciencia de un humano final de la experiencia a la que llamamos “vivir” te envuelva, como luz clara, a veces, y otras veces, quizás con una luz sombría, “Saber que somos luz y sentir frío / humanamente esclavos de la muerte”, como en el verso desesperado del primer Blas de Otero...
Hoy he cogido al vuelo un pensamiento de Salvador Panniker, de su Segunda Memoria, donde dice que “las cosas separadas” son una ficción del lenguaje, y lo interpreto en cuanto que el lenguaje hace siempre un recorte conceptual y artificial de los aspectos distintos de una realidad total e inconsútil. La palabra “aspecto” deriva del término latino “aspicio” que significa ver: lo que veo de la realidad total en un momento determinado. Y viene a decir Paniker que esto que veo, estos aspectos, son recortes practicados en la totalidad, que se definen, se conceptualizan y se hacen distintos por obra y gracia del lenguaje. El Adán bíblico, instalado en la existencia, empieza a ordenar el mundo, la totalidad que le rodea, a clasificarlo en moldes lingüísticos, poniéndole, como dice la Biblia, un nombre a cada cosa. Esos recortes de la totalidad -que se concretizan y delimitan en cada palabra de los lenguajes- no son más que flashes pasajeros, efímeros, fugaces, caducos, temporales...Y eso es también el tiempo: el paso de nuestra visión -enmarcada en cada palabra del lenguaje- por esos múltiples y sucesivos aspectos de la totalidad. La Totalidad es atemporal, infinita, inagotable, perenne... como el mar. Mientras las olas sucesivas perecen desmayadas sobre la arena de las playas, el mar permanece eterno, inmutable, total. (Un día yo dejaré de ser ola, pero seguiré siendo mar, infinitamente). Cada ola es un presente perecedero, uno de los aspectos, captados sucesivamente, de esa totalidad infinita inabarcable. Por eso, el presente no es más que una franja de eternidad, un aspecto puntualmente constatado y delimitado dentro de la totalidad. Y cuando nombramos en las cosas presentes sus aspectos de único, bueno, bello, verdadero... estamos delimitando en la cosa y en su presente, la bondad total, la belleza total, la verdad sin límites, la totalidad única, atemporal, infinita y trascendente que se refleja en cada una de esas cosas. Porque la totalidad nos transciende: es la trascendencia, la trascendencia transparente, Dios, que envuelve todas las cosas, “La transparencia, Dios, la transparencia” del clamor juanramoniano. Lo contrario, la experiencia de lo que nombramos como maldad, falsedad, fealdad, desorden, caos... es el precio de nuestra imperfección esencial, que se pudre en la temporalidad de un presente limitado y sucesivo. Es la carencia de la Transcendencia, de Dios, de esa bondad, unidad, belleza, orden, que nos transciende en su totalidad, pero que podemos hacerlos presente en las cosas, por participación temporal y efímera (como las imágenes reflejadas en las paredes de la caverna de Platón) gracias a esa función divina, divinamente humana, del lenguaje y la palabra, el “Logos”. Palabra eterna, transpersonal, de la que derivan nuestras personales palabras delimitadoras de las cosas. Desde estas premisas conceptuales, la muerte no existe ni consiste. Sólo se esfuma eso que nombramos y delimitamos como Yo, mi Yo, y que los demás llaman Tú, y que no es más que un aspecto de la realidad recortado y elaborado por el lenguaje. Pero queda la Totalidad. Se diluye una ola, pero queda, eterno, el mar y el oleaje. La pregunta me la hizo una buena amiga, en una conversa telefónica. Ella, habiendo participado en instancias relevantes de la Iglesia, conoció por dentro demasiadas contradicciones. En su vida se dejó interpelar por esa propuesta de seguimiento de Jesucristo que implica ser Iglesia. De aquello quedó muy dañada.
Luego vino esa larga e interminable seguidilla de escándalos por abusos, encubrimiento e impunidad. Más tarde la visita del Papa, sus desconcertantes declaraciones, el Informe Sclicluna y su plan de enmienda expresado en su carta a los obispos chilenos. Y ahora con las expectativas del atrinque Pontificio a los obispos, los soplonajes curiales, la caza de brujos contra los engañadores del Papa y las supuestas bajas y ascensos episcopales que despiertan el carrerismo del clero. Con ese historial de sucesos, ella me declaraba solemnemente, "he dejado de ser católica". Luego, ella me preguntaba. "Y tú, ¿sigues siendo católico, en medio de toda esta mugre?" Yo, con la misma convicción que ella, le dije, "sí, sigo siendo católico". Agregué que, "es cierto que no hay muchos motivos para perseverar, pero creo que ésta es hora de la voluntad, no de los sentimientos ni de las emociones". La conversa me dio esa privilegiada oportunidad para dar razón de mi fe. Es cierto que el panorama es desolador, y en estos días lo ha sido de manera más patética. De hecho, luego de la carta del Papa a los obispos chilenos, la Iglesia ha quedado expuesta al más flagrante adulterio, nada menos que públicamente ante la sociedad. El espectáculo que brindan no pocos católicos ha sido evidente. Desde la más alta jerarquía, a la más subversiva resistencia laical han dejado expuestas sus motivaciones, poco evangélicas por cierto. Habiendo sido herida profundamente esa amistad espiritual que supone la eclesialidad, los hechos han dejado en evidencia esa verdad oculta que no aflora en tiempos de normalidad. Así, las declaraciones de algunos obispos han sido elocuentes. De hecho, hace unos días escribí una carta personal a un arzobispo que anhela ser Cardenal. Fue una honesta y estricta corrección fraterna. Su indiferencia, expresada en su falta de respuesta, revela que nada se ha aprendido de esta verdadera tragedia griega que vive la Iglesia chilena. En la alta jerarquía, las grandes decisiones eclesiales, como la elección de los Papas, se organizan a través de grupos de poder conocidos como “cordadas”. Así también, en algunos miembros de ese laicado chileno -supuestamente maduro y organizado- se han activado, con no poca impudicia, verdaderas cordadas de lobby eclesial, para conseguir ciertos nombramientos episcopales y para sepultar otros. Incluso algunos, queriendo conseguir obispos perfectos, han propuesto el nombramiento del ayudante de monseñor Scicluna para obispo de Osorno. Es una pérdida absoluta de la compostura eclesial, que deja un triste testimonio público de cara a la sociedad. Es lamentable que algunos representantes de ese laicado, así como se organizaron con justicia y con conciencia moral para denunciar y resistir la imposición de un obispo reprochable, se inmiscuyan ahora en las más bajas tretas del poder eclesial, para conseguir propósitos personales y de grupo. Da pena que mientras se critica a la “Iglesia poder”, se organicen para conseguir alguna cuota de ese mismo poder demonizado. Asimismo, aquellos que con refinados argumentos combaten a ese clericalismo ruin, terminen desvelándose en aquello que simboliza la esencia de ese mal rampante, como es la ascensión episcopal. Se trata de un panorama revelador de que la crisis de la Iglesia chilena es más profunda y compleja que la imaginada. Luego, caído el vetusto árbol de la Iglesia, tengo nuevas y poderosas razones para seguir siendo católico. Sí, porque más allá de ese bien silencioso que hace la Iglesia, y del que en otro momento fui beneficiario agradecido, hoy, estoy convencido que la Iglesia debe ser reconstruida, no desde Roma ni desde la jerarquía, sino desde ese pueblo de Dios, que movido por la fuerza de su Espíritu, se levante y asuma esa tremenda y trascendente responsabilidad de poner a esta derruida Iglesia por los edificantes y esperanzadores caminos del Evangelio. Esa es tarea de todos, de justos y pecadores, porque la misión última de ésta y de todas las iglesias, es alentar la esperanza. El año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, que es lo que celebramos el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Estamos preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la Trinidad. Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y fue el Papa Juan XII quien la instituyó. Quizá se pretendía (como ocurrió con la del Corpus) contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de Jesús o la del Espíritu Santo. Así se explica que el lenguaje usado en el Prefacio sea más propio de una clase de teología que de una celebración litúrgica. Cambiando el orden de las lecturas subrayo la relación especial de cada una de ellas con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Dios Padre (Deuteronomio 4, 32-34. 39-40) Como es lógico, un texto del Deuteronomio, escrito varios siglos antes de Jesús, no puede hablar de la Trinidad, se limita a hablar de Dios. Su autor pretende inculcar en los israelitas tres actitudes: 1) admiración ante lo que el Señor ha hecho por ellos, revelándose en el Sinaí y liberándolos previamente de la esclavitud egipcia; 2) reconocimiento de que Yahvé es el único Dios, no hay otro; cosa que parece normal en un mundo como el nuestro, con tres grandes religiones monoteístas, pero que suponía una gran novedad en aquel tiempo; 3) fidelidad a sus preceptos, que no son una carga insoportable, sino el único modo de conseguir la felicidad. Dios Hijo (Mateo 28, 16-20) El texto del evangelio, el más claro de todo el Nuevo Testamento en la formulación de la Trinidad, pero al mismo tiempo pone de especial relieve la importancia de Jesús. A lo largo de su evangelio, Mateo ha presentado a Jesús como el nuevo Moisés, muy superior a él. El contraste más fuerte se advierte comparando el final de Moisés y el de Jesús. Moisés muere solo, en lo alto del monte, y el autor del Deuteronomio entona su elogio fúnebre: no ha habido otro profeta como Moisés, «con quien el Señor trataba cara a cara, ni semejante a él en los signos y prodigios...» Pero ha muerto, y lo único que pueden hacer los israelitas es llorarlo durante treinta días. Jesús, en cambio, precisamente después de su muerte es cuando adquiere pleno poder en cielo y tierra, y puede garantizar a los discípulos que estará con ellos hasta el fin del mundo. A diferencia de los israelitas, los discípulos no tienen que llorar a Jesús sino lanzarse a la misión para hacer nuevos discípulos de todo el mundo. ¿Cómo se lleva a cabo esta tarea? Bautizando y enseñando. Bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo equivale a consagrar a esa persona a la Trinidad. Igual que al poner nuestro nombre en un libro indicamos que es nuestro, al bautizar en el nombre de la Trinidad indicamos que esa persona le pertenece por completo. En la primera lectura, Dios exigía a los israelitas: «guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo»; en el evangelio, Jesús subraya la importancia de «guardar todo lo que os he mandado». Dios Espíritu Santo (Romanos 8, 14-17) La formulación no es tan clara como en el evangelio, pero Pablo menciona expresamente al Espíritu de Dios, al Padre, y a Cristo. No lo hace de forma abstracta, como la teología posterior, sino poniendo de relieve la relación de cada una de las tres personas con nosotros. Lo que se subraya del Padre no es que sea Padre de Jesús, sino Padre de cada uno de nosotros, porque nos adopta como hijos. Lo que se dice del Espíritu Santo no es que «procede del Padre y del Hijo por generación intelectual», sino que nos libra del miedo a Dios, de sentirnos ante él como esclavos, y nos hace gritarle con entusiasmo: «Abba» (papá). Y del Hijo no se exalta su relación con el Padre y el Espíritu, sino su relación con nosotros: «coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados». Reflexión final La fiesta de la Trinidad provoca en muchos cristianos la sensación de enfrentarse a un misterio insoluble, no es la que más atrae del calendario litúrgico. Sin embargo, cuando se escuchan estas tres lecturas la perspectiva cambia mucho. El Deuteronomio nos invita a recordar los beneficios de Dios, empezando por el más grande de todos: su revelación como único Dios. (Esto no debemos interpretarlo como una condena o infravaloración de otras religiones). El evangelio nos recuerda el bautismo, por el que pasamos a pertenecer a Dios. La carta a los Romanos nos ofrece una visión mucho más personal y humana de la Trinidad. Finalmente, las tres lecturas insisten en el compromiso personal con estas verdades. La Trinidad no es sólo un misterio que se estudia en el catecismo o la Facultad de Teología. Implica observar lo que Jesús nos ha enseñado, y unirnos a él en el sufrimiento y la gloria. Es verdad que la Biblia dice que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero, en realidad, es el hombre el que está fabricando a cada instante un Dios a su medida. Es verdad que nunca podremos llegar a un concepto adecuado de lo que es Dios, pero no es menos cierto que muchas ideas de Dios pueden y deben ser superadas. Si ha cambiado nuestro conocimiento de la realidad, y del hombre, será lógico que cambie nuestra idea de Dios. El Dios antropomórfico tiene que dejar paso a un Dios-Espíritu, cada vez menos cosificado.
Decir que la Trinidad es un dogma, o un misterio, no hace más comprensible la formulación trinitaria. La verdad es que hoy no nos dice casi nada, y menos aún las explicaciones que se han dado a través de los siglos. Todas las teologías surgieron de una elaboración racional que siempre se hace desde una filosofía, determinada por un tiempo y una cultura. También la primitiva teología cristiana se desarrolló en el marco de una cultura y una filosofía, la griega. Pudo ser muy útil a través de la historia, pero no tenemos por qué atarnos a ella. Cada día se nos hace más difícil la comprensión del misterio, entre otras cosas porque no sabemos qué querían decir los que elaboraron el dogma. Aplicar hoy a las tres personas de la Trinidad la clásica definición de Boecio “individua sustantia, rationalis naturae”, se antoja un poco ridículo. Aplicar a Dios la individualidad y la racionalidad propia del hombre es ridículo. Dios no es un individuo, ni es una sustancia, ni es una naturaleza racional. La dificultad para hablar de Dios como tres personas, la encontramos en el mismo concepto de persona, que lejos de ser una constante a través de la historia, ha experimentado sucesivos cambios de sentido. Desde el "prosopon" griego, que era la máscara que se ponían en el teatro para que “resonara” la voz; pasando a significar el personaje que se representaba; al final terminó significando el individuo físico. El sentido moderno de persona, es el de yo individual, conciencia subjetiva, es decir, el núcleo íntimo del ser humano. En la raíz del significado está la limitación. Existe la persona porque existe la diferencia y la separación. Esto es imposible aplicárselo a Dios. En los últimos años se está hablando del ámbito transpersonal. Creo que va a ser uno de los temas más apasionantes de los próximos decenios. Si el hombre está anhelando lo transpersonal, es ridículo seguir encasillando a Dios en un concepto personal, que siempre supone la limitación del propio ser. Siempre que nos atrevemos a decir “Dios es…,” estamos expresando una idea, es decir, un ídolo. Ídolo no es solamente una escultura de dios. También es un ídolo cualquier concepto que le aplicamos. El ateo sincero está más cerca del verdadero Dios, que los teólogos que creen haberlo atrapado en conceptos. Dios no es nada que podamos nombrar. El “soy el que soy” del AT, tiene más miga de lo que parece. Dios es solo verbo, pero un verbo que no se conjuga, porque no tiene tiempos ni modos. Dios ES un inmenso presente que lo llena todo. Dios no se identifica con la creación, pero tampoco es nada separado de ella. De la misma manera que no podemos imaginar la Vida como algo separado del ser que está vivo, no podemos imaginar lo divino separado de todo ser creado que, por el mero hecho de existir, está traspasado de Dios. Tampoco podemos decir que está donde actúa, porque tampoco puede actuar de una manera causal a semejanza de las causas segundas. La acción de Dios no podemos percibirla por los sentidos ni ser objeto de ciencia. El Dios de Jesús no es el Dios de los buenos, de los piadosos, de los religiosos ni de los sabios, es también el Dios de los excluidos y marginados, de los enfermos y tarados; incluso de los irreligiosos inmorales y ateos. El evangelio no puede ser más claro: “las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el Reino de Dios”. El Dios de Jesús no nos interesa porque no aporta nada a los “buenos” que ya lo tienen todo. En cambio, llena de esperanza a los “malos” que se sienten perdidos. "No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores" El mensaje de Jesús escandalizó, porque hablaba de un Dios que se da a todos sin que tengamos que merecerlo. Para nosotros, es sobre todo la experiencia que Jesús tuvo de su Abba, la que nos debe orientar en nuestra búsqueda. Jesús no se propuso inventar una nueva religión ni un nuevo Dios. Lo que intentó con todas sus fuerzas, fue purificar la idea de Dios que tenía el pueblo judío en su época. Ese esfuerzo le costó la vida. Jesús en todo momento quiere dejar claro que su Dios es el mismo del AT. Eso sí, tan purificado y limpio de adherencias idolátricas, que da la impresión de ser una realidad completamente distinta. La forma en que Jesús habla de Dios, como amor-salvación para los hombres, se inspira directamente en su experiencia personal. Naturalmente esa vivencia no hubiera sido posible sin hacer suyo el bagaje religioso heredado de la tradición bíblica. En ella se encuentran ya claros chispazos de lo que iba ser la revelación de Jesús. La experiencia básica de Jesús fue la presencia de Dios en su propio ser. Descubrió que Dios lo era todo para él y decidió corresponder siendo él mismo todo para los demás. Tomó conciencia de la fidelidad de Dios y respondió siendo fiel a sí mismo. Al llamar a Dios "Abba", Jesús abre un horizonte completamente nuevo en las relaciones con el absoluto. La base de toda experiencia religiosa reside en la condición de criaturas. El hombre se descubre sustentado por la permanente acción creadora de Dios. El modo finito de ser uno mismo demuestra que no se da a sí mismo la existencia, por lo tanto, es más de Dios que de sí mismo. Sin Dios no sería posible nuestra existencia. El reconocimiento de nuestra limitación es el camino para llegar a la experiencia de Dios. Él es el único verdadero y sólido fundamento sin el cual, nada existe. Jesús descubre que el centro de su vida está en Dios. Pero eso no quiere decir que tenga que salir de sí para encontrar su centro. Descubrir a Dios como fundamento es fuente de una insospechada humanidad. Esta idea de Dios supone un salto sobre la idea del AT. Allí Dios era el Todopoderoso que hace un pacto al modo humano, y observa desde su atalaya a los hombres para ver si cumplen o no su “Alianza”, y reacciona en consecuencia. Si la cumplen, los ama y los premia, si no la cumplen, los reprueba y castiga. En Jesús Dios actúa de modo muy diferente. Él es don absoluto e incondicional. Él es agape y se da totalmente. Es el hombre el que tiene que reaccionar al descubrir lo que Dios es para él. La fidelidad de Dios es lo primero y el verdadero fundamento de una actitud humana. Dios no puede ser un "tú" en el mismo sentido que lo es otro ser humano. Dios sería más bien la realidad que posibilita el encuentro con un tú; es decir, sería como ese tú ilimitado que se experimenta en todo encuentro humano con el otro. Pero a Dios nunca se le puede experimentar directamente como tal tú, sin el rodeo del encuentro con un tú humano. No se trata pues, de evitar a toda costa el vocabulario teísta sino exponer con suficiente claridad el carácter analógico de todo lenguaje sobre Dios. Meditación La mejor pista nos la da Jesús: “yo y el Padre somos uno”. Bien entendido que esto lo dijo como ser humano. Jesús sigue siendo Jesús y Dios sigue siendo Dios, pero toda diferencia ha desaparecido. Solo si llego a descubrir lo que soy, puedo llegar, no a conocer, sino a vivir lo que es Dios. El relato con el que Mateo concluye su evangelio, nos permite asomarnos al proceso que la primera comunidad de seguidores y seguidoras tuvo que hacer para articular su fe y su praxis tras la resurrección de Jesús. Saberse continuadores/as de la misión de Jesús, sostenidos/as en la bondad y perdón del Abba e impulsados por la fuerza de la Ruah, fue una experiencia central en su nuevo camino tras la Pascua.
Mateo termina su evangelio narrando un breve encuentro entre Jesús Resucitado y el grupo de los once que había regresado a Galilea tras recibir el mensaje de las mujeres (Mt 28, 10). Este encuentro ocurre ya lejos de Jerusalén, del lugar en el que habían vivido la experiencia traumática de la pasión de Jesús. Esta distancia física es también existencial. Después de la crisis, del miedo, de la desesperanza que los había paralizado, el maestro les invita a volver a Galilea, a los orígenes, a recorrer de nuevo los caminos, a evocar las experiencias junto a Jesús y que ahora han de releer de forma diferente. Ya en Galilea, con el corazón preparado por la experiencia del regreso, se encuentran con Jesús, ahora resucitado. El breve relato de la aparición se centra en visibilizar la propuesta de futuro que Jesús les propone en este último encuentro. Esta propuesta tal como la expresa el autor de este evangelio se orienta en una doble dirección. Por un lado, les recuerda la necesidad de seguir haciendo posible el Reino, de seguir invitando a mas hombres y mujeres a formar parte de la comunidad de seguidores. Por otro define los pilares en los que han de sostener y proclamar su fe: la vida compartida en tantos lugares: el lago, la montaña, la casa, los caminos…y las enseñanzas que se hacían compromiso en los encuentros con los enfermos y enfermas, con los marginados y marginadas, con quienes estaban sedientos de esperanza, con las que no tenían un lugar en la historia…Todo eso es lo que han de guardar en su corazón, pero también en su actuar. De nuevo en Galilea Jesús resucitado les recuerda que la comunidad se construye en la comunión, en el compartir, en los proyectos comunes. Una comunidad que guiada por el Espíritu es capaz de salir de los pequeños espacios de Palestina para abrirse a gente de toda clase y lugar. Una comunidad que no teme arriesgarse, que no se resiste a lo nuevo porque se sabe sostenida en la santa Ruah. Los años vividos con Jesús recorriendo pueblos y ciudades, escuchándole hablar de un Dios Abba que solo quiere lo mejor para sus hijas e hijos, les permite comprender mejor las palabras que el Maestro les dirige. Un Dios que tiene rostro de mujer pobre, que no teme contaminarse abrazando con misericordia y bondad a quien ha errado el camino. Un Dios que no se siente cómodo “alabado y bendecido” en grandes liturgias excluyentes, sino que sueña con sentarse a la mesa de los pobres, acoger en su casa a pecadores y prostitutas. Un Dios, padre y madre que no es celoso de su gloria, sino de se bondad y perdón. Jesús es el perfecto hijo de un Padre así. Toda su vida, sus decisiones, su entrega final encarnaron la urgencia de ese Dios de ser también un padre y una madre para la humanidad. Sus encuentros, sus palabras, su alegría, sus comidas festivas…tenían sentido desde la fidelidad al Abba que lo sostenía en la oración, lo confirmaba en cada signo profético y sanador que podía realizar y lo impulsaba con la fuerza de su Ruah en cada paso que daba. La primera comunidad cristiana comprendió que tenía que dejarse convencer por ese Dios Abba y continuar abriendo espacios a su Reino. Junto a Jesús resucitado supo que necesitaba escuchar a la Ruah para construir el presente y proyectar el futuro. Por eso cualquier hombre o mujer que se incorporaba al grupo de seguidores y seguidoras de Jesús tenía que abrirse a ese impulso trinitario, por eso era invitados e invitadas a bautizarse en el nombre del Padre (Madre), de Hijo y del Espíritu Santo. El encuentro de Jesús resucitado en Galilea con el grupo que va a liderar a partir de ahora la comunidad es, para el autor del evangelio de Mateo, una oportunidad para recordar a todos sus destinatarios y destinatarias en qué y en quién han de sostener su fe. Y lo más importante: fortalecer en cada uno y en cada una la certeza de que el Maestro siempre estará con ell@s. Muchos siglos después seguimos escuchando este relato y quizá nos siga invitando a preguntarnos en quién ponemos nuestra esperanza, y si realmente el Dios en el que creemos es el que sostuvo la misión de Jesús y derramó su santa Ruah para impulsar su acción y compromiso. Bautizados y bautizadas estamos llamados y llamadas a encontramos también con Jesús resucitado en Galilea y recrear hoy sus palabras en nuestro concreto y a veces precario camino creyente. El próximo domingo celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. En el Catecismo que estudiábamos hace bastantes años se nos decía que en la Santísima Trinidad hay tres personas distintas y un solo Dios verdadero. De esto no entendíamos nada y hoy me parece que poco más, pues el Evangelio nada dice de tres personas distintas en un solo Dios verdadero.
Jesús sí nos habla reiteradamente de Dios como Padre lleno de misericordia, de bondad, de ternura y preocupación por nosotros, y que por eso mismo que lo invoquemos como Padre. Jesús nos habla de sí mismo como Hijo, enviado por el Padre, que en su forma de actuar nos trasluce a Dios y se compromete de tal manera que arriesga su vida hasta la muerte por nuestra causa, por nuestra vida y vida más que abundante en este mundo; y nos habla también de que Él mismo va a estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo por la fuerza del Espíritu que el Padre nos va a enviar. Hoy tenemos necesidad urgente de una nueva Teología que responda a los retos y necesidades de nuestro tiempo, no solo en cuanto a sus formulaciones doctrinales, sino también a su lenguaje porque el de la tradición de antaño se ha vuelto un idioma extraño para el hombre de hoy. Ejemplo: ¿tiene sentido decir "Señor ten piedad"? O ¿es que Dios solo tiene piedad cuando se lo decimos o está esperando a que se lo digamos para tener piedad? ¿Acaso está Dios despistado, y no se entera de lo que nos pasa hasta que se lo decimos? ¿Qué entendemos en la Misa cuando decimos en el Credo que Jesús “descendió a los infiernos”? ¿Qué son los infiernos? ¿A qué bajó Jesús a los infiernos? No es así: El Dios de Jesucristo tiene piedad siempre. Los que no tenemos piedad muchas veces somos los seres humanos unos con otros: basta ver lo mal que nos tratamos, cómo nos peleamos, cómo guerreamos, cómo abusamos unos de otros; cómo violentamos y maltratamos a las mujeres hasta matarlas, cómo abusamos de niños y niñas, incluso con la nefanda pederastia intrafamiliar y hasta eclesiástica, que obligó a los Obispos de Chile a poner sus cargos a disposición del Papa. El problema no es Dios, el problema es el hombre. Pensamos más en Dios que en el hombre. No vemos a Dios presente en el hombre. ¿Tiene sentido pedirle perdón a Dios? ¿Acaso podemos nosotros, simples criaturas, ofender a Dios? Todo eso no tiene sentido. Solo tiene sentido pedir perdón a quién o a qué hemos causado daño. A Dios no le causamos daño ninguno. Hay que reparar el daño a quién o qué se lo hemos causado: a los seres humanos y a la naturaleza, pues en todos y en todo está El presente, precisamente para que los tratemos como al mismo Dios, no para el bien de Dios, que no lo necesita, sino para el bien de todos y de todo: a los seres humanos y a la creación es quien hay que pedir perdón, y repararles el daño causado. A veces decimos que hay que hacerlo todo a mayor gloria de Dios. Esto es un disparate, pues nosotros, simples criaturas, ni le podemos aumentar ni quitar la más mínima gloria a Dios. A quien se la podemos dar o quitar es al hombre y a la naturaleza tan llena de maravillas que a veces destruimos sin justificación alguna. Volvemos a la misma conclusión: el problema no es Dios, el problema es el hombre. En el hombre es donde tenemos que poner todo nuestro compromiso como lo hizo Jesús. Ahí es donde necesita Dios del hombre, pero del hombre para el hombre, para todos los seres humanos, para toda la creación. Para dar de nosotros todo lo más posible para la vida, la dignidad, el amor, la fraternidad, la justicia, la amistad, la solidaridad con todos los hombres y con toda la creación, empezando por allí por donde más falta haga: los pobres, hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos, encarcelados, emigrantes, la Madre Tierra que ya es uno más entre ellos. Ahí nos espera Dios Padre. Para esto nos necesita y nos llama su Hijo Jesús. Para esto nos acompaña su Espíritu Santo. Así lo entiende el hermano Papa Francisco, pero no algunos Obispos españoles, porque “un sector nada desdeñable de la Iglesia española ha optado por la 'resistencia', por enfrentarse a los cambios que propugna el Papa Francisco no desde la oposición directa, sino desde el silencio, la inactividad y el bloqueo…Y, lo que es peor, utilizar frases del propio Papa para justificar actuaciones que van radicalmente en contra de los postulados de Bergoglio”. (Para más información ver Religión Digital 18/05/18). Se trata de unos 15 ó 20, entre los que figura el Arzobispo de Oviedo. Por el contrario, nosotros apoyemos incondicionalmente al hermano Francisco que aún le queda mucho por hacer para renovar la iglesia en coherencia con el mensaje del Evangelio de Jesús, y que nuestra mente y nuestro corazón estén siempre llenos de los más grandes deseos de amor, de bondad, de preocupación, de compromiso, de solicitud, de fraternidad con todos los seres humanos y con toda la creación, estando especialmente cerca de los que son víctimas injustas de los males de este mundo, tanto las personas como los demás seres de la creación: esta espiritualidad es la verdadera, la que podemos vivir todos, todos los días. ¿Una Utopía? Si todos fuéramos haciendo ese camino cada día, no sería una utopía, sería una realidad. Un abrazo muy cordial a tod@s y a la Madre Tierra. El Espíritu de todo ser humano, de todo hombre y mujer, es patrimonio de toda la humanidad. No pertenece en exclusiva a ninguna religión, a ninguna ideología. Es la fuerza de su dignidad, la energía de los Derechos humanos que anida en el interior de cada persona. Hemos de invocar su presencia humanizadora al mundo entero tan necesitado de humanización.
En este mundo no hay paz. Los hombres y mujeres se matan de manera ciega y cruel. No sabemos resolver nuestros conflictos sin acudir a la fuerza destructora de las armas. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo ensangrentado por las guerras. Que este espíritu, esta fuerza del ser humano, despierte en nosotros el respeto a toda persona. Debemos hacernos constructores de paz. No nos abandonemos al poder del mal. Muchos de nosotros y nosotras vivimos esclavos del dinero. Atrapados por un sistema que nos impide caminar juntos hacia un mundo más humano. Los poderosos son cada vez más ricos, los débiles cada vez más pobres. Este espíritu humano liberará en nosotros la fuerza para trabajar por un mundo menos injusto, más solidario. Ojalá nos hagamos más responsables y solidarios. No caigamos en manos de nuestro egoísmo. La humanidad está rota y fragmentada. Una minoría de hombres y mujeres disfrutamos de un bienestar que nos está deshumanizando cada vez más. Una mayoría inmensa muere de hambre, miseria y desnutrición. Entre nosotros crece la desigualdad y la exclusión social. La fuerza del espíritu humano despertará en nosotros la compasión que lucha por la justicia. Nos enseñará a defender siempre a los últimos. No nos dejará vivir con un corazón enfermo. Muchos viven sin conocer el amor, el hogar o la amistad. Otros caminan perdidos y sin esperanza. No conocen una vida digna, sólo la incertidumbre, el miedo o la depresión. Esperamos que el espíritu humano reavive en nosotros la atención a los que viven sufriendo. Que nos enseñe a estar más cerca de quienes están más solos. Que nos cure de la indiferencia. Muchos entre nosotros y nosotras no conocen el amor ni la misericordia. Se alejan de la humanidad porque tienen miedo. Nuestros jóvenes ya no saben hablar otro lenguaje. Los valores éticos se van borrando de las conciencias. Queremos despertar en todos y todas, la fe y la confianza en la humanidad. La mayoría de nosotros, hombres y mujeres del mundo no sabemos cuidar de la vida. No acertamos a progresar sin destruir, no sabemos crecer sin acaparar. Estamos haciendo de este mundo un lugar cada vez más inseguro y peligroso. En muchos va creciendo el miedo y se va apagando la esperanza. No sabemos hacia dónde nos dirigimos. Esperamos que este espíritu humano nos haga caminar hacia una vida más sana, más justa y solidaria. Los domingos suelo ver el programa plurirreligioso de TV 2, con breves presentaciones a cargo de judíos, musulmanes, evangélicos y católicos. Si después le resumo a un amigo lo que se ha dicho en cada una de estas presentaciones, generalmente no sabrá a quién atribuir cada uno de estos resúmenes. Esto mismo pasaría si incluimos otras religiones, o filosofías, incluso las que se reconocen como ateas.
Es que en los resúmenes no vamos a los detalles sino al contenido del mensaje, y en el fondo, todos coincidimos en lo mismo. El programa ético lo traemos de fábrica. Recuerdo que en Filosofía decíamos que a mayor abstracción (generalidades) se abarca mayor número sujetos, y a mayor concreción se abarca menos. En nuestro caso, si entramos en detalles, si hablamos del sábado el domingo o el viernes, si hablamos de alimentos impuros o de indulgencias, si hablamos de tantos otros detalles, ya estaremos reduciéndonos a una sola religión. Las religiones concretan y socializan ese programa ético; yo lo llamaría simplemente la conciencia, la Presencia de Dios en todos nosotros. Lo mismo hace el lenguaje con los conceptos que nos va proporcionando la experiencia, los va expresando en el habla de cada pueblo. La conciencia no tiene una expresión concreta, es más bien un instinto, un olfato para detectar lo justo o injusto de un comportamiento o de una situación: “que nadie escupa sangre pa’ que otro viva mejor”. Este instinto ético entra a veces en conflicto -quizás frecuentemente- con el instinto de conservación (generosamente ampliado por nuestro egoísmo), y estos conflictos van sedimentando y dificultan, y opacan, la transparencia de esa visión ética. Las religiones tratan de ser una prótesis para facilitar la pureza de esa mirada ética, sin embargo la Historia nos enseña que paulatinamente esa prótesis va acumulando tanto o más sedimentos egoístas; y eso obliga a volver, lo más sinceramente posible, a la propia experiencia ética. Esto es lo que hizo Jesús: “Habéis oído que se dijo a los antepasados… pero yo os digo” (Mt 5,21). ¿Superan las religiones a la ética porque añaden una religación con Dios? Creo que añaden una explicación de Dios, conveniente, necesaria quizás para muchos, pero inevitablemente envuelta en el misterio, inexpresable en términos humanos (¿transpersonal?). La verdadera religación con Dios se da en el comportamiento ético basado en el amor. “Ubi caritas et amor, Deus ibi est”, donde hay amor desinteresado, allí está Dios. Jesús vivió a Dios como Padre y reconoció que amarle es nuestro primer deber, pero también reconoció que amar al prójimo ya es amar Dios, aunque no se le conozca expresamente, como explicó con las parábolas del buen samaritano y del juicio final, del ateo santo que fue solidario sin conocer a Dios. Me he permitido este juego de palabras para expresar que la conciencia es el Mínimo Común Ético, el denominador común que nos identifica a todos. Afortunadamente existen otras coincidencias concretas que abarcan grandes sectores de la humanidad; son deseables e incluso necesarias. Bienvenida sea la Declaración universal de los Derechos Humanos, aunque no sea tan universalmente aceptada. Bienvenido sea el intento de elaborar una Ética de mínimos, con suficiente concreción a situaciones reales. Bienvenidas sean las religiones o las instituciones civiles que estimulen un generoso programa de justicia y solidaridad. |
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