Las dos mujeres, que Marcos ha unido en este relato, son imagen del pueblo y, por extensión, de toda la humanidad.
Para el autor del evangelio, Israel llevaba tiempo "perdiendo la vida" –la sangre- y, a pesar de los remedios "costosos", en lugar de mejorar, "iba cada vez peor". Hasta el punto de que, como en el caso de la niña, todos lo dan por muerto. En ese contexto, Jesús es presentado como el hombre sabio, compasivo, fuente de salud y de vida. Es sabio: consciente de la fuerza que "sale" de él y de que la muerte es solo un "sueño"; aleja el miedo y sabe de la fuerza de la confianza: "No temas; basta que tengas fe". Es compasivo: se siente "tocado", se acerca a quien se halla postrado y se preocupa porque la niña sea alimentada. Es fuente de salud y de vida: de él sale una fuerza que cura, restablece y comunica vida. Desde un nivel mítico de conciencia, la acción de Jesús se percibe como la obra de un "salvador" separado, dotado de poderes sobrenaturales, capaz de otorgar salud, venciendo la enfermedad y la muerte. Desde una perspectiva no-dual, la percepción se modifica. Jesús, la enfermedad, la muerte: todo es visto de un modo nuevo. Jesús se nos muestra como la expresión nítida de lo que somos todos. Eso nos hace comprender la "atracción" que ejerce sobre nosotros. Al principio, desde la mente, la tendencia primera lleva a "idealizar" a Jesús, convirtiéndolo en un "objeto de culto" y viéndolo como "el hijo de Dios" separado, que hace de mediación salvadora entre la Divinidad y nosotros. Para quien se halla en el nivel mental (en el modelo dual de conocer), no cabe otra manera de leer la "fe" en Jesús. Y, dentro de ese "idioma", tal lectura es legítima, por lo que carece de sentido el enfrentamiento. Sin embargo, hay otro nivel de lectura, posible cuando nos situamos en el modelo no-dual. Desde este lugar, podría expresarse así: el Fondo de Jesús, el nuestro y el de Dios –el Fondo de todo lo Real- es uno y el mismo Fondo. Todas las diferencias aparentes quedan abrazadas en la Unidad común. Jesús y nosotros nos reconocemos entonces como no-dos. Dejamos de percibirlo como un "objeto de culto", o un "dios separado" –de una naturaleza supuestamente distinta a la nuestra, a la de toda la realidad-, y venimos a caer en la cuenta de que nos encontramos compartiendo una Identidad común. Es la identidad a la que accedemos al acallar la mente: lo que ahí se hace presente es el Fondo que a todo y a todos nos constituye. Ese Fondo original y originante, núcleo constitutivo de todo lo que es, se manifestó de una manera radiante y luminosa en Jesús, porque fue capaz de no ponerle ningún obstáculo. Esto es lo que nos hace decir a los cristianos que en Jesús vemos a Dios. Pero esa afirmación no es excluyente –dado que a Dios lo vemos en todo lo que es-, sino "referencial": en Jesús lo percibimos de una manera nítida, por la propia "luminosidad" de su forma de vivirse, propia de quien se halla conectado permanentemente al mismo y único Fondo que nos constituye a todos, a pesar de que seamos ignorantes o nos creamos "desconectados" del mismo. En esta perspectiva no-dual, la "intimidad" vivida con Jesús trasciende infinitamente cualquier otro tipo de "relación", leída tanto en clave de "amistad" como de "seguimiento". El y nosotros somos, simplemente, no-dos. En esta misma perspectiva, la enfermedad puede verse también de un modo diferente. Es algo que tenemos, pero que no somos. Quienes somos, en nuestra identidad profunda, no se ve afectado por ella. Es solo cuando nos reducimos a ella, cuando sentimos –como la mujer del relato- que nuestra vida se escapa. Se comprende que aparezca la ansiedad y la desesperación. Sin embargo, al encontrarnos con Jesús, la hemorragia se detiene. Encontrarse con Jesús significa hacer pie en esa Identidad que compartimos con él, es decir, en el Fondo que somos, y que constituye nuestra identidad última. Ahí, descubrimos que la Vida no se ve afectada. Tras la apariencia de enfermedad incurable, lo que hay es Vida permanente. La muerte misma es vista como un sueño: "la niña no está muerta, sino dormida". Quienes se hallan identificados con su ego se ríen. Es la ignorancia de nuestra verdadera identidad la que nos hace percibirnos como un mero objeto, siempre amenazado. Al reducirnos a nuestro cuerpo/mente, a la estructura psicosomática que nuestra mente piensa que somos, no vemos otro horizonte que la muerte. Cuando, por el contrario, hemos experimentado que somos el Fondo de lo que es, sabemos que la Vida no muere jamás. La muerte no es sino el "paso" –otra palabra que en el cuarto evangelio se pone en boca de Jesús para hablar de ella- a "otra forma" de vida. Ya la mitología griega había visto que Muerte (Thánatos) era la hermana gemela de Hypnos (Sueño). Y seguramente no hay analogía mejor. Del mismo modo que, mientras estamos dormidos, tomamos como real lo que ocurre en nuestros sueños, en el estado de vigilia tomamos como real lo que nuestra mente piensa. Sin embargo, sigue tratándose de un "sueño". Tienen razón los místicos sufíes: "Todos estamos dormidos. Solo cuando morimos, despertamos". Jesús también lo sabía.
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Un documento del Vaticano, con reflexión de fondo.
Estos días, con ocasión de la renuncia de Monseñor F. M. Bargalló, obispo argentino, por cuestiones vinculadas con el celibato, ha vuelto a plantearse en mi blog el tema con mucha insistencia. Respondiendo a las preguntas que algunos me han planteado, quiero ofrecer cinco reflexiones de principio y un desarrollo de fondo sobre los ministerios cristianos (católicos) en su vinculación con el celibato y la vida afectiva. El tema está motivado además por otro dato. El Cardenal Zenon Grocholewski, que dirige la Congregación para la Educación Católica del Vaticano, presentó ayer (25, VI, 2012) un documento titulado “Orientaciones pastorales para la promoción de las vocaciones al ministerio sacerdotal” (cf. RD) donde ofrece sabias consideraciones sobre la situación, sentido y finalidad de los ministerios eclesiales. Dos temas quiero matizar, uno de pasada, otro de fondo: [cardenal] a. Reflexión de paso. El texto habla de vocaciones al ministerio sacerdotal… que es de la Iglesia entera . En ese sentido quiero repetir, una vez más, que el sacerdocio cristiano es de Jesús y de la Iglesia entera (como sabe el NT). Los ministros de la iglesia (obispos, presbíteros) no son sacerdotes por sí mismos, sino en cuanto participan del sacerdocio universal de la Iglesia. Desde ese fondo pueden y deben matizase muchas consideraciones del sabio documento. b. Reflexión de fondo… sobre el celibato. El texto tiende a suponer (al menos implicitamente) que el celibato pertenece a la entraña de los ministerios católicos, cosa que no es cierta. El celibato de los ministros vale en la medida en que está al servicio del ministerio sacerdotal de la Iglesia… Es un medio no un fin. Al convertirlo de hecho en fin (al menos implícitamente, repito), este documento sigue confundiendo planos y niveles. Lo que importa no son los ministros “ordenados”, sino el Evangelio y la Iglesia entera, al servicio del Reino. Para iluminar ese tema quiero ofrecer las reflexiones que siguen. REFLEXIONES DE PRINCIPIO 1. El celibato no es un elemento esencial de los ministerios, pero es una norma importante, que ha marcado la vida de los ministros católicos en los últimos mil años. No se puede echar por la borda sin más, como algunos quieren, sino que requiere un estudio más hondo del sentido y tarea de la Iglesia en este momento. 2. Fue, a mi juicio, una desgracia para la Iglesia Católica que, recién acabado el concilio (el 24 VI 1967), el Pablo VI sintiera miedo y cerrara la puerta que muchos pedían que abriera, publicando un documento titulado Sacerdotalis caelibatus, donde exigía de nuevo el celibato para los clérigos mayores de la Iglesia Católica. Aquella fue una gran ocasión perdida (uno de los tres grandes errores de Pablo: con la Humanae Vitae y la prohibición del ministerio de las mujeres). Aquel era el momento de abrir caminos, de hacer experiencias… La Iglesia posterior sería distinta, pero Pablo VI era indeciso y empezó cerrando la puerta abierta por el Concilio. 3. Los ministerios cristianos no van vinculados con matrimonio ni celibato, sino con una vida afectiva madura, es decir, con una gran capacidad de amor. El celibato vale en la medida en que sirve para el despliegue del amor… Es una tragedia inmensa (un pecado eclesial…) que la Iglesia haya perdido miles y miles de servidores del evangelio por una cuestión muy secundaria como es el celibato… Es un pecado eclesial que por ley de celibato haya actualmente miles y miles de comunidades sin que puedan celebrar la eucaristía. Éste es un tema de fondo, no es de simple celibato. Está en juego la credibilidad del evangelio, la extensión de la Iglesia, el diálogo con el mundo, la igualdad hombre-mujer etc. 4. El tema no es abolir el celibato, sino redescubrir el potencial de amor de los ministerios cristianos… Desde ese convencimiento plantearé la cuestión de fondo que forma el cuerpo de este post. Éste es un tema de la iglesia Universal, pero probablemente no tiene que resolverlo el papa, sino las diversas iglesias, que pueden crear normas y abrir caminos diferentes, en fraternidad, pero sin imposiciones externas, desde la raíz del evangelio. 5. No se trata de suprimir el celibato, sino de romper tabúes y abrir puertas… Actualmente vivimos en un clima de miedo… Sin miles y miles los ministros casados o en “situación irregular”. Todo el mundo los conoce… pero siguen ejerciendo, muchas veces con amor evangélico, a no ser que venga alguien como el inquisidor de turno que publica la fotos del monseñor de Argentina… No, no es que apruebe la actitud de ese Monseñor. Quizá tendría que haber renunciado él mismo, antes del asunto de las fotos… Pero, al mismo tiempo, deberían darse pasos para abrir este tema tabú de la Iglesia Católica, por evangelio, por salud mental, por santidad cristiana. En esa línea van las consideraciones más extensan que siguen. CUESTIÓN DE FONDO 1. Ministerios fundantes. Una pequeña teología. El Nuevo Testamento no ha fijado una tabla de ministros permanentes, de manera que las primeras comunidades tuvieron formas diferentes de entender y realizar la tarea ministerial de Cristo. Mateo alude, por ejemplo, a profetas, escribas y maestros. Pablo destaca a los apóstoles, profetas y doctores, en unas comunidades en las que todos son ministros (diáconos) de la obra de Jesús. El libros de los Hechos habla de presbíteros y diáconos, pero sin darles un valor permanente, de manera que el abanico de ministerios varía según las necesidades de las iglesias. Sin embargo, en un proceso bastante rápido (en la 2ª mitad del siglo 2 d. C.), ellos se ha conformado en torno a la predicación de la palabra, la organización de la vida y la celebración del misterio, desembocando en tres funciones: Episcopado, diaconado, presbiterado. En el contexto posterior, el diaconado perdió pronto su valor y fue absorbido por los otros ministerios, que han ido ganando en importancia. Las formas de realización concreta de los ministerios ha variado a lo largo de los siglos, tomando elementos jerárquicos y de poder que no parecen derivar del evangelio, pero que han sido muy importantes, y que lo serán en el futuro cambiando su articulación externa. Así será distinta la figura del obispo o de quien ejerza sus funciones, diverso el rol de los presbíteros. Pero tengo la certeza de que el servicio evangélico seguirá adelante y habrá personas que dedicarán su vida a la extensión del evangelio. Los elementos de su vocación seguirán siendo los antiguos: llamada de Jesús, encargo de la iglesia y el compromiso personal: 1. El ministerio proviene de Jesús, quien ha invitado y quien invita a los discípulos: Les dice que le sigan, les confía la palabra de su reino. Por eso, los ministros son, antes que nada, enviados de Jesús; predican a partir de su palabra, animan con su fuerza, presiden en su nombre. Puedes preguntarme: Pero ¿no es acaso la comunidad la que custodia la herencia de Jesús y extiende su mensaje? ¡Evidentemente, Jesús ha confiado su misión al cuerpo de los fieles, a la totalidad de la iglesia, reunida por su Espíritu! Pero, dentro de la iglesia, cada uno recibe una función diferenciada, que proviene no sólo de la comunidad, sino del mismo Jesús. No lo olvides: Aunque reciba el encargo de la Iglesia, el ministro es un testigo, un enviado de Jesús, y sólo puede realizar su función porque se sabe amado por Jesús y le responde amando (cf. Jn 21). El ministro sabe que la vida, siendo suya, no le pertenece. Jesús le ha salido al encuentro, le ha llamado por su nombre, le ha ofrecido el secreto de su amor y le ha invitado: ¿Por qué no vendes lo que tienes y empiezas a extender mi reino? Todos los cristianos son de algún modo testigos, portadores del evangelio, pero no todos tendrán la libertad, ni el tiempo, ni los medios para realizar una tarea ministerial intensa, como supo Pablo al plantear el tema de los diversos ministerios en 1 Cor 12-14. 2. El ministerio deriva la comunidad. Sabes que Jesús no ha seguido llamando externamente, de un modo inmediato a los portadores de su evangelio, sino que ha debido hacerlo a través de la comunidad, por la que convoca a sus ministros, que son delegados de Jesús siendo representantes de los otros fieles, a cuyo servicio actúan. Si alguien afirma que es un enviado de Jesús y no explicita su misión desde la comunidad, si alguien predica el evangelio y no se encuentra dentro de la vida de la iglesia, su encargo y su misión acabarán siendo baldíos. Esto significa que el ministro, recibiendo un encargo de Jesús, lo asume y concretiza desde dentro de la comunidad. Ya no puede presentarse sólo como delegado de Cristo, sino que ha de ser representante de la Iglesia, que le convoca, le encarga una misión, le confía su palabra. No todos pueden tener en la iglesia las mismas tareas (aunque cada uno tiene la suya, que es muy importante). Sólo algunos son representantes oficiales de la comunidad, en cuyo nombre actúan, como misioneros, predicadores o celebrantes. 3. Finalmente, el ministerio implica una decisión personal. Un cristiano puede y debe ser convocado por la comunidad, representada por su obispo. Pero sólo podrá ser ministro si asume la invitación y quiere (decide) poner su vida al servicio del evangelio. La Iglesia es un espacio de libertad, por eso ella no puede imponer una tarea a los ministros, a no ser que ellos la acepten. Me han ofrecido un encargo que me transciende y yo puedo responder de manera afirmativa, poniendo mi persona y mi trabajo, lo que soy y lo que puedo, en manos de la comunidad. Pero sé también que ella puede retirarme ese encargo, de manera que vuelvo a ser como el resto de de la comunidad, compartiendo el sacerdocio común de los fieles. Sabes que también otros funcionarios (administrativos, docentes, médicos cumplen su misión de servicio en favor de los demás. Sin embargo, suele haber en su persona un nivel (un momento) que no se halla implicado en la función. Por el contrario, los ministros de la Iglesia no son en principio funcionarios, sino testigos; no son representantes de ningún partido, fábrica o negocio, sino amigos/representantes de Jesús y de la iglesia, de manera que su misma vida ha de ser signo del evangelio. Sólo puede ser ministro de la iglesia alguien se deja transformar por el amor de Jesucristo: «Simón: ¿me amas?» (cf. Jn 21). Así pregunta Jesús, y Simón Pedro respondió “te amo”, escuchando después la palabra de encargo de Jesús: “Cuida mis ovejas”. La tarea ministerial tiene otros rasgos que aquí no puedo destacar, pero ella se define básicamente en términos de amor, como todo en la Iglesia cristiana. Sólo puede ser ministro de la Iglesia alguien que se sepa amado por Jesús, recibiendo, al mismo tiempo, el encargo de la comunidad que le ofrece una tarea al servicio de la misma Iglesia, como indicaré insistiendo en la importancia de su madurez y entrega afectiva, en clave de celibato o matrimonio por el Reino. En un momento dado, al ponerse al servicio de la obra de Jesús, el ministro de la Iglesia puede descubrir que le resulta difícil tener vida privada, entendida en el sentido ordinario. No le queda tiempo para las ocupaciones normales, pues debe entregarlo todo al servicio del evangelio. A partir de aquí pueden distinguirse en sentido general dos perspectivas. (1) Los protestantes acentúan la trascendencia de la palabra de Dios sobre la vida del ministro y de la iglesia, de forma que tienden a establecer cierta dicotomía entre el servicio eclesial, centrado en la predicación del mensaje, y la vida personal o familiar de los ministros, aunque en general suponen que para ser buen ministro de Jesús y de la iglesia el presbítero u obispo ha de estar bien arraigado en la vida de la comunidad, a través de una familia. ( (b) Los católicos ponen más de relieve un tipo de encarnación de la palabra y piensan, de un modo paradójico, que para ejercer bien su función los ministros tienen que renunciar a una forma de vida matrimonial (y familiar), de manera que, por ley (no por evangelio) han de ser célibes. Hemos evocado alguna vez estas perspectivas, ahora las presento de manera algo más extensa. 2. Tradición católica. Amor de celibato. Dentro de la iglesia católica hay servicios que no exigen celibato: Trabajos catequéticos, organizativos o de caridad. Sin embargo, episcopado y presbiterado han tendido a vincularse jurídica y vitalmente al celibato, por razones sacrales (se pensaba que el amor sexual creaba “mancha” en los ministros) y por la libertad social que presuponía: Los ministros casados tendían a transmitir en herencia su “orden” a los hijos, creando así una situación de nobleza religiosa hereditaria, de tipo feudal. Quede claro, desde el principio, que lo importante no es en el celibato, sino el encargo de extender el evangelio y de animar la vida de los fieles, pero la jerarquía de la iglesia latina, en todo el segundo milenio, ha pensado que el celibato ofrecía una ayuda a los ministerios, y así lo ha impuesto. Sin duda, en un sentido, el celibato ha cumplido un servicio, y puede hacerlo en el futuro, siempre que no se imponga como ley obligatoria. Por otra parte, las condiciones de la vida cristiana y de la sociedad han cambiado (tanto en la visión de la pureza sacral como en la visión de un orden clerical hereditario). Estoy convencido de que, en un tiempo no lejano, la iglesia establecerá ministerios de presidencia eucarística y predicación que no estén ligados al celibato que, a mi juicio, debe ya abrogarse como ley, potenciando en otro sentido su valor carismático (cf. cap. 33, en relación a la vida religiosa). Como he insinuado ya en la introducción, no es el ministe¬rio para el celibato sino el celibato para el ministerio. Por eso, en determinadas circunstancias personales y sociales, para bien de los ministerios y de la Iglesia en su conjunto, para que pueda celebrarse la eucaristía en todas las comunidades, resultará conve¬niente y quizá necesario que la iglesia “ordene” a cristianos (varones o mujeres), sin obligación de celibato. Así lo supone y exige la praxis antigua, el diálogo ecuménico y la situación actual de las comunidades, pues lo que importa no es el celibato ni el matrimonio, sino la madurez en el amor, para un servicio de Iglesia. – El celibato es expresión de amor a Jesucristo. Ya sé que a Jesucristo se le puede amar partiendo de caminos muy diversos y he dicho ya que el matrimonio cristiano es sacramento de ese amor. Pero el ministro célibe entiende y concretiza el amor de otra manera, en soledad afectiva, desde el centro de una comunidad a la que descubre como su familia. – El celibato es expresión de amor comunitario. Los ministros renuncian al matrimonio porque saben que todos los cristianos forman su familia (cf. Mt 19, 27-30 y par); en ese sentido podemos afirmar que están “casados” con su diócesis o su parroquia (más difícil es entender el celibato como condición general, para ministros sin diócesis o parroquia. Sin duda, el celibato entendido en línea de imposición puede crear estrechamiento personal, sequedad afectiva, dureza desencarnada y, a veces un tipo de resentimiento que se expresa en forma de apego al “poder”. Más aún, en algunos momentos ha podido suscitar o potenciar (al menos indirectamente) un posible riesgo de “pedofilia”, vinculado al perfil psicológico y a la situación personal y social de de los ministros. De todas formas, ese riesgo no es lo principal, pues el celibato bien vivido ha sido y puede sr en el futuro signo y causa de madurez humana y cristiana en miles de ministros de la Iglesia. Sea como fuere, la ley de celibato como condición para ser ministro católico de la Iglesia ha de ser replanteada, desde una visión más profunda de la madurez afectiva. Por otra parte, en un momento en que muchas comunidades no pueden celebrar la eucaristía por falta de ministros célibes, parece que esa ley se opone a un derecho fundamental de los cristianos, el de compartir los sacramentos, y en especial le eucaristía. El hecho de que muchas comunidades malvivan (no puedan celebrar en comunidad su fe) por falta de ministros célibes parece un “pecado de Iglesia”. El celibato sólo tiene sentido en la medida en que capacita al ministro para una mayor entrega servicial y comunitaria: Si la entrega no es honda, si desaparecen los lazos de unión con la comunidad… el celibato acabará estando vacío. Lo determinante en la vida de las iglesias (y en la vida de sus ministros) no es el celibato, ni el matrimonio de los “clérigos”, sino su madurez en el amor, como supone desde el principio la tradición cristiana. Lo esencial en la vida de las iglesias es que ellas puedan proclamar la fe y celebrar la fiesta de Jesús. Si la ley del celibato no deja que muchas comunidades celebren la eucaristía, esa ley (y la misma reducción del celibato a los varones) va en contra del principio básico de la vida de la Iglesia. 3. Tradición antigua: Los ministros de la Iglesia han de ser casados. En el contexto que acabo de indicar parece absolutamente necesario abrir caminos nuevos de amor en el ministerio cristiano, no sólo para varones que tengan compromiso de celibato, sino también para mujeres y varones que puedan (deban) ser ministros de la Iglesia sin ser célibes. En ese contexto son fundamentales las disposiciones de la Cartas Pastorales, integradas en el “Corpus” de las obras de San Pablo. Quien aspira al episcopado, desea hermosa tarea. Pues el obispo debe ser irreprochable, marido de una mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospitalario, capaz de enseñar, no bebedor ni pendenciero, sino amable, no contencioso, no avaricioso. Buen gobernante de su casa, con hijos sumisos en toda dignidad, pues si no sabe presidir su propia casa ¿cómo cuidará la Iglesia de Dios? No sea neófito: no se envanezca y caiga en condena del diablo. Tenga buena reputación entre los de fuera, para que no caiga en descrédito y lazo del diablo (1 Tim 3, 1-7). El obispo del que aquí se habla es un funcionario encargado de la supervisión eclesial, como padre de familia del conjunto de los fieles. Esta primera norma eclesial supone que en cada iglesia (y comunidad doméstica) debe haber alguien que anime, enseñe y represente a los cristianos. Quizá en ese tiempo no había una estructura monárquica estricta (con un obispo en cada comunidad), pero entre el grupo de “ancianos” (cf. 1 Tim 5, 17-19) que presiden normalmente la comunidad destacan algunos como obispos, es decir, como ministros especiales al servicio de la Iglesia. Éstas son, significativamente, las cualidades que ha de tener: − Quien aspira al episcopado… El ministerio se ha vuelto apetecible, pues confiere honor a quien lo obtiene. Estamos lejos de la tradición mesiánico-profética de Mt 8, 18-22 par: “Las aves tienen nidos, las zorras madrigueras, pero el Hijo del humano no tiene donde reclinar la cabeza”, “que los muertos entierren a sus muertos”. Estamos igualmente lejos de Pablo, para quien el ministerio no es honor, sino tarea difícil, comprometida. El obispo se vuelve personaje honorable, y lógicamente ha de ser un hombre ejemplar: Buen padre de una familia extensa, bien jerarquizada. Es normal que surjan candidatos. − Desea una tarea hermosa: nombramiento ¿Quién lo elige? ¿Hay un rito especial de investidura? No sabemos. Es probable que intervenga un profeta o carismático eclesial, escogiendo “en Espíritu” al más adecuado (cf. Hech 13, 1). Ha de haber asentimiento de la comunidad, que acepta a su “obispo”. El rito de institución re realiza a través de la imposición de manos del presbiterio, que tiene una autoridad propia, colegiada (sus miembros son presbíteros por edad y situación en la iglesia, no por elección) y que la delega en el obispo (1 Tim 1, 18; 4, 14). Todo se realiza en contexto de plegaria. Poco más podemos añadir, aunque el mismo “Pablo” añade a Timoteo “no te apresures a imponer las manos ” (1 Tim 5, 22), suponiendo que tiene (o confiriéndole) autoridad para establecer la jerarquía (cf. Tit 1, 5). − Obispo, buen patriarca. La tradición sinóptica exigía ruptura familiar para seguir a Jesús. Ahora exige lo contrario: Una buena familia, un buen matrimonio, constituyen el mejor “seminario” de formación episcopal. En contra de una tendencia ascética (propia de un tipo de celibato posterior), este Pablo de 1 Tim supone que sólo puede ser “obispo” (y presbítero o diácono) un buen padre de familia: Varón probado, capaz de educar y dirigir a los suyos, pues sólo quien “ama” en su hogar puede amar en la comunidad, que es la casa grande de los cristianos. Lógicamente, el texto aplica al obispo los códigos domésticos (patriarcales) que aparecían ya en las Cartas de la Cautividad (Col y Ef). La iglesia ha querido dialogar con la cultura del ambiente y una forma de hacerlo ha sido asumir su esquema patriarcal, de manera que los cristianos aparezcan como institución honorable… presidida por varones. De esa forma, parece olvidarse la libertad e igualdad evangélica de las mujeres, que parecía importante en el mensaje de Jesús y en el ministerio de Pablo. – Marido de una mujer, que haya enseñado bien a sus hijos… Quizá se está indicando aquí que el obispo sólo puede haberse casado una vez, permaneciendo soltero tras su posible viudez; de esa manera se pondría de relieve la importancia del amor único, de la fidelidad al matrimonio establecido. Pero es muy posible que esta norma haya surgido en un contexto donde aún era posible la poligamia (como sucedía entonces en algunos ambientes del judaísmo). En ese caso, esta ley exige que los ministros de la Iglesia sean monógamos, hombres fieles a su única mujer, buenos educadores de sus hijos. El redactor de este pasaje, con la Iglesia que está en su fondo, habría visto que era difícil vincular la poligamia con el amor hacia la iglesia que han de mostrar los ministros. − Capaz de enseñar. El obispo ha de ser hombre de palabra. Eso supone que debe tener conocimientos, no ya sólo por experiencia pascual (¡ha visto al Señor!: cf. 1 Cor 15, 3 ss), sino por un aprendizaje establecido dentro de la iglesia. No se manda expresamente que sepa saber leer o que conozca de manera directa la Escritura, pero el contexto lo supone, como muestra 2 Tim 3, 15-16 al decir que el trabajador del evangelio ha de estar afianzado en la Escritura, para oponerse a las novedades de “los últimos días, enseñando bien la verdad. El texto supone aquí que el ministro (hombre maduro en amor familiar) ha de ejercer su ministerio a través de la palabra. − Hospitalario, hombre de paz. La iglesia es una casa que acoge a los que llaman y, de un modo especial, a los cristianos del entorno. Por eso, el obispo ha de ser hospitalario: Más que el mensaje hacia fuera (misión paulina) importa aquí el testimonio de vida y acogida personal. Esta función ha de realizarla no sólo en la “gran casa” de la Iglesia, que él dirige (una iglesia que acoge a peregrinos, enfermos, marginados…), sino en su propia casa, lo que implica que su esposa (toda su familia) ha de ser igualmente hospitalaria. Esto nos sitúa ante el estilo de vida que ha de mantener el obispo, en el centro de una familia, que ha de ser ejemplar para el conjunto de la comunidad. En esa línea, el texto habla de las dotes de las “mujeres” (1 Cor 3, 11), que pueden ser esposas de los obispos (que comparten de algún modo el misterio de sus maridos) o diaconisas de la Iglesia (que tienen su propio ministerio femenino). Conforme al primer sentido, nos hallamos ante un ministerio que está representado por un obispo varón, pero con un apostolado extendido a toda su familia, que así aparece como “familia ministerial”, al servicio de del evangelio. Ciertamente, hay un obispo que realiza la tarea básica, pero es un “obispo en familia”, de manera que sus dotes y funciones han de extenderse de un modo particular a su esposa, que ha de ponerse y se pone al servicio de la tarea del evangelio, en sobriedad, en ejemplo de amor, en acogida. Como has visto, faltan en esta descripción cualidades exigidas más tarde por la iglesia: No se dice que el obispo sea un digno presidente de la eucaristía (esa no parece una función episcopal); tampoco se le atribuye la disciplina penitencial (que quizá pertenece al conjunto de la comunidad), ni se le exige celibato, sino todo lo contrario, pues se dice expresamente que sólo puede ser ministro “especial” de la Iglesia un hombre casado, que tenga una familia digna del evangelio. El “obispo” de 1Tim es un servidor comunitario y un hombre de palabra (capaz de enseñar). Aún no aparece como jerarca; pero ha de ser un “hombre de familia”, de manera que su ministerio eclesial resulta inseparable de su testimonio de amor intimo (de la vida de su familia). La función del obispo (varón casado, responsable de una pequeña familia ejemplar y animador de la casa grande de la iglesia) es más individual (aunque, como he dicho, su función está muy vinculada a la vida del conjunto de su familia). En otra línea, los presbíteros forman un cuerpo (senado, gerousía) de ancianos que dirigen en conjunto la vida de la iglesia (como suponía 1 Tim 4, 14). La distinción entre presbíteros y obispos no parece aún fijada en estas iglesias (hacia el 120 d. C). Había posiblemente comunidades más “judías”, presididas por un grupo de presbíteros varones, y otras más helenistas, dirigidas por un obispo-supervisor, y otras mixtas (con obispos-presbíteros, como en nuestro caso). Pues bien, en ningún caso se pide a los ministros de la Iglesia que sean “célibes”, sino todo lo contrario, pues se supone que han de ser casados, de manera que su “buen matrimonio” aparece como signo y garantía de su ministerio eclesial, como sigue suponiendo el nuevo texto que me limito a citar y comentar muy brevemente: Te dejé en Creta, para que organizaras rectamente lo restante y designaras presbíteros en cada ciudad, como te mandé: alguien que sea irreprensible, marido de una mujer, con hijos creyentes, no acusados de disolución ni rebeldía. Porque el obispo debe ser irreprensible como ecónomo de Dios, no soberbio ni iracundo, no borracho, pendenciero ni deseoso de dinero injusto, sino hospitalario, hombre de bien, prudente, justo, santo, continente, que acoge la palabra hermosa de enseñanza, pudiendo así exhortar con sana doctrina y refutar a los contradictores (Tit 1, 5-9). No queda clara la distinción entre presbíteros y obispo, pues el texto pasa de presbíteros (en plural) a obispo (en singular). Estrictamente hablando, ambas funciones pueden identificarse: los presbíteros aparecen en plural por su función y sentido colegiado; el obispo en singular, aunque esa forma puede tener un carácter genérico y referirse a uno o muchos, en general. Sea como fuere, también en este caso, esta primera “ley eclesial sobre los ministerios” supone que la buena función de los ministros exige que ellos sean casados, buenos padres de familia, maridos de una sola mujer. En ese sentido, el amor eclesial (la entrega al ministerio del evangelio) se funda en un buen amor familiar. Como sabes, y como he dicho en la primera parte de este capítulo, la iglesia católica posterior se ha sentido capacitad para arrinconar esta primera “ley paulina”. Eso indica que la concreción del “amor ministerial” y su relación con el celibato puede cambiar, ha cambiado, y cambiará en el futuro de la Iglesia. Es evidente que, partiendo de esas bases, desde las circunstancias actuales, la norma del celibato (y del ministerio reservado a los varones) puede y debe revisarse en el futuro de la Iglesia. Quedan solo unos días para su fiesta y me decido por incorporar a su celebración un elemento que complete su imagen dominada por lo anti-fashion de su vestimenta y de su dieta "nouvelle cuisine" de saltamontes aromatizados a la jalea real silvestre.
Y lo que quiero recordar son sus brincos de alegría en el vientre de su madre, dato de su etapa fetal que dice tanto de su personalidad como el de su actividad de bautizador. Leo una frase del Maestro Eckart con la que presiento hubiera estado muy de acuerdo Juan de haberla conocido: "Hablando en hipérbole, cuando el Padre le ríe al Hijo, y el Hijo le responde riendo al Padre, esa risa causa placer, ese placer causa gozo, ese gozo engendra amor y ese amor da origen a las personas de la Trinidad de las cuales una es el Espíritu Santo". Asociamos con total naturalidad al comportamiento eclesial lo serio, lo grave, lo solemne y lo circunspecto y se nos llena la boca (bueno, a quien se le llene) con los términos "sacrosanto", "sagrado", "digno" y "venerable" , como si se diera por descontado que todo eso le es más agradable a Dios que la alegría, la jovialidad, la frescura, la risa y el humor. Y sin embargo, de alguien tan respetable en la tradición cristiana como Juan, lo primero que sabemos es que hacía algo tan gozoso, libre y espontáneo como bailotear en el poco espacio que tenía disponible en aquel momento. ¿No podríamos deducir que era "Precursor" de Jesús también en esto? ¿No estaba abriendo el espacio para que irrumpiera por los caminos de Galilea la ráfaga de su libertad, su alegría de vivir en la presencia de su Padre, su capacidad de demostrar ternura, de hacerse amigos, de disfrutar comiendo y bebiendo en compañía? Juan el Saltarín, por favor, ruega un poco por nosotros. Este día, al atardecer, les dice: « Pasemos a la otra orilla. » Despiden a la gente y le llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con él. En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. El estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: « Maestro, ¿no te importa que perezcamos? » El, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: « ¡Calla, enmudece! » El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: « ¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe? . Se quedaron espantados, y se decían unos a otros: "Pero, ¿quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!"
Mt 8, 23-27 Cuando Jesús terminó estas parábolas, partió de allí. Como veía que la muchedumbre lo cercaba, mandó pasar a la otra orilla. Subió a una barca y le acompañaron sus discípulos. Y he aquí que se levantó una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca. Pero Él dormía. Se acercaron para despertarle y dijeron: "Salva, Señor, que perecemos". Y les respondió: "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?" Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar y se produjo una gran calma. Y ellos decían admirados: "¿Quién es éste? Porque aun los vientos y el mar le obedecen". Lc 8, 22-25 Un día subió a una barca con sus discípulos y les dijo: "Pasemos ala otra orilla del Lago". Y navegaron hacia dentro. Mientras navegaban, se durmió. Y bajó sobre el lago tal torbellino de viento que empezaron a inundarse y a peligrar. Se acercaron para despertarle y le dijeron: "Maestro, que perecemos". Él se levantó, increpó al viento y a las olas del mar, que cesaron, y sobrevino la calma. Entonces les dijo: "¿Dónde está vuestra fe?". Ellos, admirados y temerosos, decían entre sí: "Pues ¿quién es Éste? Porque manda a los vientos y al mar y le obedecen". El relato de Marcos es el más antiguo, probablemente el más cercano a las fuentes, y el que conserva más elementos que revelan al "testigo presencial", presumiblemente, Pedro. Todos los comentaristas están de acuerdo en que es incuestionable el aspecto de "crónica de un suceso sorprendente". En este sentido, no podemos dudar de que nos encontramos ante un relato basado claramente en un acontecimiento sorprendente, que causó asombro y mereció ser recogido por los cuatro evangelistas. El género histórico básico del relato no excluye sin embargo la elaboración teológico/simbólica a la que fue sometido, de modo que es el significado del suceso lo que prima sobre el suceso mismo, sea cual fuere. Este relato está incluido en los evangelios con intención evidente: se trata de mostrar, después de las enseñanzas de las parábolas, quién es éste. Y se nos cuenta cómo los discípulos fueron descubriéndolo. Es importante señalar cómo los discípulos no oran a Dios para que les libre, sino a Jesús; y cómo Jesús no invoca a su Padre como en otras ocasiones, sino que actúa "por su propio poder". Esto es aún más significativo si tenemos en cuenta la poderosa tradición del AT por la que "solo Yahvé" es dueño de los elementos naturales. Todo ello explica el final del Evangelio: el terror de los discípulos, no por la tempestad, sino ante el poder que ha mostrado Jesús. Por consiguiente, es igualmente claro que el texto plantea la pregunta "¿quién es éste?", que es la que se hicieron los discípulos que contemplaron el suceso (sea cual fuere tal suceso), y ofrecen también implícitamente la respuesta, la que no encontraron enteramente entonces sino después de la resurrección, y que se expresa plenamente en Hechos 10, cuando en el sermón de Cesarea Pedro afirma "... porque Dios estaba con él". Nuestra mentalidad del siglo XX no gusta de milagros. Se ha dicho que, en otras épocas, los hombres creían por los milagros y que nosotros creemos a pesar de los milagros. Pero es necesario ser consecuentes: no aceptamos de la Palabra lo que nos gusta. Aceptamos la Palabra entera, como es: y en este caso es preciso señalar claramente lo siguiente : - Es claro que el milagro ocupa un lugar preferente en el Evangelio, hasta el punto de que se presenta a Jesús como un gran taumaturgo. El milagro se presenta en el Evangelio como un "signo", como una manera de autentificar las palabras de Jesús. En el evangelio de Marcos, y refiriéndonos a los textos que hablan de la vida pública de Jesús, hasta el relato de la Pasión, las narraciones de milagros ocupan el 47% de los versículos. Los doce primeros capítulos de Juan han sido llamados "el libro de los signos", porque la mayor parte del relato está estructurado en torno a los milagros. Hasta los enemigos de Jesús hablan de su poder milagroso, hasta Herodes en su tribunal le pide que haga un "milagrito" para él.... - Es claro que en algunos de los milagros del Evangelio encontramos un predominio de lo simbólico: en ellos predomina el significado sobre el hecho, aunque un análisis serio no nos permitiría dudar de que se fundan en algo sucedido realmente. Tal, por ejemplo, el caso de las bodas de Caná o la multiplicación de los panes y los peces. - Es claro que en otros casos es muy evidente la intención del Evangelista de relatarnos un suceso del que fue testigo o del que recibió noticia de testigos oculares. Sigue siendo más importante el significado que el mero hecho en sí, pero es indudable el género histórico que subsiste en el fondo del relato. Ante estos relatos, nuestra postura es clara, aunque nos cueste: - Dios es Señor: su irrupción en el mundo físico es posible, y es muy dueño de hacerlo. Si nos encontramos ante esto, nos encontramos ante una interpelación a nuestra fe, de la misma manera que al enfrentarnos a la Palabra. No se trata sin más de un conocimiento nuevo, o de un hecho maravilloso. Se trata de una presencia de Dios que interpela nuestra vida. - Nosotros tendemos a ver en el milagro casualidad o magia, queremos explicarnos el cómo o renunciamos a entender pensando "alguna manera habrá de explicarlo que aún no conocemos". Sin embargo, la acción de Dios por encima de nuestros conocimientos es parte del Mensaje, nos guste o no. - El milagro es una presencia de Salvación. Es el signo de Dios libertador. Nunca su finalidad es el espectáculo, deslumbrar al "espectador", provocar el seguimiento masivo a Jesús de una multitud enfervorizada... Jesús evita todo esto. Pero sí es una manifestación de que en Jesús actúa Dios en favor de los hombres, para provocar al fe y el seguimiento. No el seguimiento externo de un jefe, sino el seguimiento interior, la aceptación de la Palabra y el cambio de vida. En el caso concreto de la tempestad calmada, Jesús inicia a sus discípulos en un conocimiento más íntimo. No es simplemente un predicador extraordinario ni un sabio digno de asentimiento. Es una presencia de Dios. Los dos textos, el de Job y el de Marcos, nos enfrentan, por tanto, al mundo de la fe en un Dios aparentemente ausente, "dormido" ante el mal del mundo. Precisamente el núcleo de nuestra fe es creer lo contrario, creer en el poder salvador de Dios. El milagro de la vida cristiana consiste en ver detrás de lo visible, dentro de lo visible, a Dios Salvador; ver en la trivialidad de la vida el plan de Dios. Ver en los hombres, Hijos. Ver en el trabajo colaboración en la obra salvadora de Dios. Jesús, quien ha visto, invita y anima a ir "más allá" de lo conocido y de lo trillado, hacia "la otra orilla".
El ser humano tiende a instalarse, acomodándose a aquello que va consiguiendo. Fácilmente nos acostumbramos a lo conocido y nos dejamos mecer por la rutina que evita sobresaltos y nos otorga una cierta sensación de seguridad. Y esto suele ocurrir también con nuestras ideas, creencias o cosmovisiones. Acostumbrados a ver la realidad desde una determinada perspectiva, nos cuesta abrirnos a otros ángulos nuevos o desconocidos. Preferimos, aun sin darnos cuenta, quedarnos instalados en "esta orilla", la conocida, habitual, acostumbrada. Es la preferida de nuestra mente y de nuestra sensibilidad, por la sencilla razón de que les resulta familiar y les aporta tranquilidad. Es una actitud en principio comprensible, aunque comporta un riesgo importante: quedar reducidos a una visión estrecha y ahogados en una vida mortecina, una vez que nos hemos cerrado a cualquier posible salida..., sobre todo cuando hemos logrado un "bienestar" que se prolonga. En realidad, cuando todo en la vida nos resulta fácil, es más probable que nos instalemos en nuestras seguridades. En ocasiones, solo cuando estas se conmueven, la persona conecta con otro anhelo más profundo. Porque, si bien en los niveles mental y emocional, tendemos a instalarnos, en lo más profundo de nosotros, sin embargo, nos habita un Anhelo de "más", que nos empuja desde dentro en un despliegue abierto a horizontes cada vez mayores. Tal anhelo podemos verlo también como la voz de nuestro "maestro interior" que nos da paz, pero que no nos deja en paz. Si no lo ahogamos con compensaciones ni lo acallamos con nuestro ruido, escucharemos su voz que nos anima a cruzar a "la otra orilla". Por eso, al escuchar estas palabras de Jesús, es probable que reconozcamos el "eco" que producen en nuestro interior, y que la invitación nos resulte conocida. La "otra orilla" es la novedad del presente, el descubrimiento incesante, la amplitud sin límites. Pero solo podremos empezar a cruzarla si estamos dispuestos a dejar nuestros caminos trillados y nos entregamos con docilidad a la Vida –otro nombre de nuestro "maestro interior"-, en todo lo que tenga que enseñarnos. Si "esta orilla" es la del yo –al identificarnos con la mente, nos habíamos reducido a él-, la otra es la de nuestra identidad profunda. Por eso, la primera es "cerrada" –tiene los mismos límites que el yo-, mientras que la segunda es ilimitada. En aquella, pretendemos controlar todo desde la primacía del yo; en esta, nos reconocemos en la Vida misma que fluye y que se expresa en todo, incluido el propio yo, que ha "cedido" su protagonismo anterior. Pero, aun oyendo la invitación y reconociendo la resonancia que produce en nuestro interior, el tránsito no suele ser fácil. Debido a nuestra identificación con la mente, que nos ha hecho creer que éramos el "yo individual" que ella misma ha plasmado, nos cuesta mirar la realidad desde otra perspectiva que no sea la del yo. La dificultad del tránsito queda magníficamente expresada en el relato evangélico que estamos comentando. El yo (la barca), aun atreviéndose a salir de su mundo habitual, experimenta un oleaje (mental y emocional) amenazador en el que teme hundirse sin remedio. Sin embargo, dentro de esa misma tempestad, hay alguien que duerme serenamente. No solo eso: es alguien que impone la calma con su sola palabra. De pronto, ante tal calidad de presencia, el mar (todo aquello que nuestra mente percibe y etiqueta como "mal") se torna apacible, y el miedo angustiante se convierte en confianza admirada y agradecida. ¿Ante quién estamos? Jesús, de quien había partido la invitación a cruzar a "la otra orilla" (nuestro maestro interior), es la expresión de quien "ha visto", conoce y vive su identidad profunda. No se halla reducido a su "yo individual", sino que se sabe Consciencia y Vida sin límites, Presencia consciente y amorosa, que se nombra como "Yo Soy", sin otros añadidos. Esa Presencia –otro nombre de nuestra identidad profunda- es paz, ecuanimidad y fuerza. Calma el mar embravecido y nos introduce en la paz que supera todo lo que podemos pensar. En los niveles mágico o mítico de consciencia, Jesús era visto como alguien "exterior" o separado, cuya fuerza podía liberarnos "milagrosamente" de todos los males. La oración consistía, precisamente, en implorar su poder para sortear las dificultades. En el nivel transpersonal, de la mano de la perspectiva no-dual, la liberación sigue ocurriendo, pero la explicación es distinta: Jesús es el "espejo" de lo que somos todos; en él nos vemos reflejados y en él podemos percibir y reconocer nuestra misma identidad. Se trata de una identidad "compartida" (no-dual) que, sin negar las diferencias, reconoce que su fondo y nuestro fondo es uno y el mismo. En realidad, todo lo que existe "comparte" o participa de ese mismo Núcleo que constituye la Mismidad de todo lo que es. Desde esta nueva perspectiva, por tanto, Jesús no aparece como un salvador "externo", sino como la referencia que, al abrirnos los ojos, nos hace tomar consciencia de que estamos ya salvados, en la Identidad que somos. El engaño consistía en nuestra propia ceguera, que nos había reducido a las dimensiones del yo mental. De modo que las palabras del relato –"¿por qué sois tan cobardes?; ¿aún no tenéis fe?"- podrían "traducirse" por estas otras: ¿por qué estáis tan ciegos?, ¿todavía no veis? Despertad a vuestra verdadera identidad... Todo lo demás –la calma, la fuerza, el coraje...- se os dará por añadidura. Necesitamos, para ello, activar nuestra "inteligencia espiritual", como la capacidad que nos permite acceder y conectar con esa dimensión profunda de lo real, a la que nos referimos con el término "espiritualidad". Leemos hoy el final del capítulo 4. Si no explicamos un poco de qué va, da la sensación de tomar un tren en marcha sin saber de dónde viene ni a dónde va.
Después de enseñar en Cafarnaúm y sus alrededores, dejando bien clara la reacción de los jefes religiosos, de los que le siguen e incluso de sus familiares, narra Marcos en el cap.4 varias parábolas y termina con el relato de la tempestad calmada, que acabamos de leer. Se trata de un milagro muy complicado. Los milagros, llamados de naturaleza, son los que menos visos tienen de responder a hechos reales. Están tan cargados de simbolismos que no es preciso que partan de un suceso concreto para justificar la narración. La Biblia utiliza varias palabras griegas para expresar lo que nosotros denominamos milagro: "thauma" = maravilla, "dynameis" = portento, "teras" = prodigio, "semeion" = signo. El concepto de milagro que manejamos hoy, es relativamente reciente. No tiene ningún sentido preguntarnos hoy si los evangelios nos hablan de milagros (tal como los entendemos hoy), Pero tampoco tiene sentido poner en duda que Jesús hizo milagros, (tal como lo entendían entonces). Lo que nos importa hoy, es descubrir el verdadero sentido de esa manera de hablar. El milagro era un modo de expresarse, comprensible para todos los que vivían en tiempos de Jesús. Decía Evely: "Nuestros mayores creyeron a causa de los milagros, nosotros creemos a pesar de ellos". EXPLICACIÓN El significado general del relato está en la apertura del mensaje de Jesús a todas las gentes. Jesús pide a los discípulos que vayan a laotra orilla. Ya tenemos el primer simbolismo. Está haciendo referencia al paso del mar Rojo y la travesía del desierto. Aquellos pasos, a pesar de los peligros que supusieron, les llevaron a la tierra prometida. Están en el mar de Galilea y la otra orilla era tierra de gentiles. Es una invitación a la universalidad del mensaje, más allá del ámbito Judío, que se opone a la apertura. La primera "tormenta" que se desató en el seno de la primera comunidad cristiana, que nos narra el NT, fue precisamente por el intento de apertura a los paganos. Al hablar de la tempestad, está haciendo referencia a Jonás. Por cierto, también Jonás se echó a dormir cuando empezó la tormenta, y también fue increpado por el capitán por estar durmiendo mientras ellos estaban muertos de miedo. Por otra parte, el mar es en la Biblia, símbolo del caos, lugar tenebroso de constantes peligros. Dominar el mar era exclusivo de Dios. Con estos elementos, podemos sacar la enseñanza simbólica. El mensaje de Jesús tiene que llegar a todos los hombres, pero no se conseguirá si no se abandona la falsa seguridad de pertenecer a un pueblo elegido; y a través de constantes luchas con las fuerzas del mal. Jesús manifiesta su poder sobre la tempestad como símbolo del mal. El verdadero mensaje del relato es la tranquilidad de Jesús en medio de la tormenta. Mientras todos estaban muertos de miedo, él dormía tranquilamente... Hay que tener en cuenta que se llamaba también "cabezal" a la especie de almohada, donde se colocaba la cabeza de un muerto. "Dormir" y "cabezal" están haciendo clara referencia a una situación post-pascual. La primera comunidad tiene claro que Jesús está con ellos pero de una manera muy distinta a cuando vivía. Aunque no lo vean, tienen que seguir confiando en él. ¿No te importa que nos hundamos? La necesidad extrema les obliga a pedir ayuda a Jesús como último recurso. Las palabras que le dirigen nos indican su estado de ánimo. No dudan que Jesús pueda salvarlos, dudan que esté interesado en hacerlo, lo cual es el colmo de la desconfianza. Es dudar de su amor. Esta actitud es la que Jesús reprocha a los discípulos. Siguen necesitando de la acción externa para encontrar la seguridad. Increpó al viento y dijo al mar: ¡Cállate! Son las mismas palabras que Jesús dirige a los espíritus inmundos cuando los expulsa. Además en singular, como queriendo personalizar al viento. Recordad que la palabra "ruah" (viento) es la misma que significa espíritu. Viento que perjudica, equivale a mal espíritu. El "poder" de Jesús se dirige contra la fuerza del mal, no contra los elementos, que aunque sean hostiles, nunca son malos. ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? No son preguntas, sino constataciones de una evidencia palpable. Ni confiaban en sí mismos ni confiaban en él. Aquí tenemos otra clave para la reflexión. Confiar en un Dios que está fuera y actuará desde allí, nos ha llevado siempre al callejón sin salida del infantilismo religioso. Una vez más queda manifiesto que, en la Biblia, la fe no es la aceptación de unas verdades teóricas, sino la adhesión confiada a una persona. Jesús les acusa de no confiar, ni en Dios ni en él. ¿Quién es este? El miedo y la pregunta final de los apóstoles, deja bien a las claras que no habían entendido quién era Jesús. El relato no tiene en cuenta varios títulos divinos aplicados a Jesús, que Marcos ya había adelantado desde la primera línea de su evangelio: "Orígenes de la buena noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios". Queda demostrado que no vale una respuesta intelectual. Lo que es Jesús, no hay manera de mostrarlo ni demostrarlo. El descubri¬miento tiene que ser experiencia personal de la cercanía de Jesús. APLICACIÓN A todos nosotros nos invita hoy el evangelio a cruzar a la otra orilla. Estamos tan seguros en nuestra orilla que no será fácil que nos arriesguemos a cruzar el mar. Ni siquiera estamos convencidos de que exista otra Orilla, más allá de las comodidades y las seguridades que tenemos. Sin embargo, nuestra meta está al otro lado del riesgo y del peligro. La falta de confianza sigue siendo la causa de que no nos atrevamos a dar el paso. No terminamos de creernos que Él va en nuestra propia barca. El verdadero mensaje de Jesús es que debemos confiar siempre, aunque nos parezca que Dios se ha ausentado y no se preocupa de nosotros. Para Jesús, el enemigo del ser humano no es la naturaleza, sino una falsa visión de la misma. La naturaleza y todas sus leyes son siempre buenas. No tiene sentido que Dios tenga que rectificar su propia obra para hacer que los hombres le descubran y confíen en Él. Flaco favor haría Jesús a sus discípulos si accediera a entrar en la dinámica del dios que pone su poder al servicio de los buenos. Jesús les habla de un Dios que se identifica con ellos en todas las circunstancias. El libro de Job planteó una cuestión muy seria, pero la solución que le da, está muy lejos de ser la adecuada. Dios tiene que devolver a Job todo lo que le había quitado para que su fidelidad sea creíble. Ese Dios materialmente útil, sigue siendo el poderoso que tratamos de poner a nuestro servicio. El Dios en quien Jesús confió, no fue el que se manifiesta en acciones espectaculares a favor de los buenos, sino el Dios escondido, en quien hay que confiar aunque no lo veamos. Dios está siempre dormido. Su silencio será siempre absoluto. Ni tiene palabras ni tiene instrumentos para hacer ruido. Mientras no busquemos a Dios en el silencio, nos encontraremos con un ídolo fabricado por nosotros. No son las acciones espectaculares de Dios, las que nos tienen que llevar a confiar en Él. Cuando una persona dice: Yo amo mucho en Dios porque me ha concedido todo lo que le he pedido, estamos ante un autoengaño nefasto para la vida espiritual. El maestro Eckhart decía que tomamos a Dios por una vaca de la que podemos sacar leche y queso. Pero también decía que utilizamos a Dios como una vela para buscar algo; y cuando lo encontramos, tiramos la vela. La idea de un Dios poderoso que pone su poder a mi servicio si me porto bien, es nefasta para la vida espiritual. No se trata de confiar en otro, si no de confiar en que Él está más cerca de mí que yo mismo. Recordad lo que hemos dicho sobre el ágape. Solo si nos sentimos embebidos en Dios podremos sentirnos seguros. Meditación-contemplación "¿Quién es este?" Lo importante no es encontrar respuestas. Lo verdaderamente importante es hacerte la pregunta adecuada. La respuesta debe ser tu vida entera. ............... Lo que es Jesús, es lo que tú eres en el fondo. Jesús ha desplegados sus posibilidades de ser. Tú tienes esa tarea aún por hacer. Sin ningún miedo tienes que bregar en esa dirección. ............... Desde la orilla de tu falso yo, Debes embarcarte en la tarea de atravesar el mar. Sin apegarte a la comodidad de lo ya adquirido, debes lanzarte, si miedo, a la consecución de lo que ya eres, pero no has descubierto y vivido. En artículos anteriores hemos descrito la indignación expresada en toda su radicalidad por Jesús de Nazaret contra cuatro fenómenos patológicos de la religión judía y de la política opresora del Imperio romano: las autoridades religiosas, el poder político, el
poder económico y el patriarcado. Hay todavía un quinto escenario en el que Jesús se declara indignado: el de las relaciones con Dios. Se trata, quizá, de la indignación más dramática y dolorosa, la que más desgarro provocó en su vida, y la que puso a prueba su fe y su esperanza. La indignación con Dios aparece en la tradición religiosa de Israel de varias formas. La fe de los creyentes judíos en Yahvé no se quedaba en un asentimiento pasivo o en un amén conformista. Implicaba discusión, enfrentamiento con Dios, a quien se le pide cuentas por su comportamiento a veces despótico, y dudas sobre su misericordia, justicia y equidad. Es el caso de Job, que interroga a Dios, desafi ante: “Si he pecado, ¿qué te he hecho? Centinela del hombre, ¿por qué me has tomado como blanco y me has convertido en carga para ti?… Hazme saber qué tienes contra mí” (Job 7,20; 10,2). En un acto de desesperación el jeque idumeo llega a decir: “Llevo clavadas las flechas del Todopoderoso y siento cómo absorbo su veneno, los terrores de Dios se han desplegado contra mí” (Job 6,4). Es también el caso de los salmistas que creen sufrir injustamente y preguntan a Dios, entre angustiados e impotentes, por la razón de sus dolores. Igualmente el pueblo entra en conflicto con Dios y protesta, porque no entiende lo que quiere de él ni sabe adónde lo lleva. Efectivamente, los caminos de Dios no coinciden con los de los seres humanos, ni siquiera con los de sus más fieles seguidores. Lleva razón Saramago cuando en su novela Caín afi rma: “La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros, ni nosotros lo entendemos a él”. ¡Excelente lección de contra-teología en tiempos de fundamentalismos religiosos! Jesús se había dirigido a Dios con plena confianza y familiaridad llamándole cariñosamente abbá: padre-madre, o mejor, papá-mamá. Lo experimentaba como una persona de la que podía fiarse plenamente. Dios constituía el centro de su vida, el horizonte de su proyecto y el sentido de su existencia. Nada había que lo separara de él, como ninguna prueba es capaz de hacer dudar a un niño de la confianza en su papá o su mamá. Sabe, experimenta que siempre va a estar de su lado y que no le va a fallar. Llegado el momento de la persecución, en Getsemaní, Jesús siente pavor, angustia, tristeza, y vuelve a dirigirse a Dios con la misma confianza y familiaridad con que lo había hecho a lo largo de su vida, le comunica el terrible trance por el que estaba pasando y la crisis de sentido que le rondaba, y le pide ayuda: “¡Abbá, todo es posible para ti; aparta de mí esta copa” (Mc 14,14; Mt 26, 39; Lc 22,42). Pero Jesús no quiere forzar las cosas y, en la segunda parte de la súplica, se muestra comedido y renuncia a utilizar a Dios como “tapaagujeros”, que dijera el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer. Según las investigaciones de Joachim Jeremias, uno de los grandes especialistas en el Nuevo Testamento, la escena de Getsemaní parece auténtica, si bien ha sido reelaborada teológicamente por Marcos, de quien dependen Mateo y Lucas (J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento I, Sígueme, Salamanca 1974, p. 166). El confl icto con Dios se muestra con toda su radicalidad en el Gólgota. Cuando Jesús está colgado en la cruz, no siente a Dios a su lado ni de su parte y le expresa su más profunda decepción. Y lo hace gritando, con las palabras del Salmo 22, 2: “Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní”, que quiere decir: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). El grito es de angustia y de protesta. Jesús pide cuentas a Dios por haberlo abandonado. La crisis de fe y de esperanza había tocado fondo. En ese momento, al decir de Moltmann, “sintió desesperación”. Esa es la paradoja del Dios de Jesús de Nazaret, que ha llevado a no pocas personas a negarle: cuando se le siente cerca, parece alejarse; cuando se recurre a él, parece no escuchar; cuando se le necesita, parece que nunca se le encuentra; cuando se le pide ayuda, parece decir “arréglatelas tú solo”. Estas es la razón por la que no pocas personas han renunciado a creer en Dios. Quien mejor ha sabido expresar dicha paradoja ha sido el ya citado Dietrich Bonhoeffer, mártir del nazismo, en un texto igualmente paradójico, como no podía ser de otra manera: “El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 14, 34). El Dios que nos deja vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el mismo ante el que nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios… Dios es impotente y débil, y solo así está Dios con nosotros y nos ayuda” (D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, Ariel, Esplugues de Llobregat, 1969, p. 212). Las cinco manifestaciones de la indignación de Jesús que he analizado en los artículos aparecidos en ESCUELA de febrero a junio de este año constituyen un desafío para los cristianos y las cristianas de hoy, que, como dijera Bernanos, “tienden a instalarse cómodamente, inclusobajo la cruz de Cristo”. Pero también para los ciudadanos y ciudadanas indignados con causa. Y no para sacralizar la lucha de los Indignados. En absoluto, sino para sumar fuerzas y razones a favor de la indignación contra las injusticias de nuestro mundo, generadas por la religión del mercado, que ha sometido a su tiranía la política, la economía, la ética y hasta las conciencias de no pocos ciudadanos y ciudadanas. Paolo Gabriele sigue incomunicado un mes después del escándalo y Benedicto XVI pide ayuda a los cardenales
Hace un mes justo, 31 días con sus noches, que Paolo Gabriele, el mayordomo del Papa, permanece encerrado, incomunicado, sometido por la Santa Sede a un régimen tan garantista como el de Cuba o el de la base de Guantánamo. Se le acusa de haber robado y filtrado la correspondencia secreta de Benedicto XVI -quien según dicen lo quería como a un hijo–, pero no se ha aportado ninguna prueba de su supuesta felonía. A la misma hora en que el Sumo Pontífice, vestido de blanco, se lamenta ante los obispos italianos de que Dios se ha convertido en “el gran Desconocido”, el Estado que dirige sigue ocultando la verdad bajo “un sombrero grande y negro como las alas extendidas de un cuervo”. Así era el sombrero que usaba el gitano Melquíades de Cien años de soledad y así es, según se puede comprobar día a día, el compromiso de la Santa Sede con la transparencia. Los días 23 y 24 de mayo, dos colaboradores íntimos del Papa -el mayordomo que lo ayudaba a desvestirse antes de irse a la cama y Ettore Gotti Tedeschi, el banquero que regía los dineros de la Iglesia- fueron expulsados del círculo divino y su honra arrojada a los leones. De Paolo Gabriele se dijo que era un traidor, un topo, un cuervo. Del segundo -mediante un comunicado de inusitada violencia-, que había hecho dejación de sus funciones y, prácticamente, perdido la cordura. Sin pruebas en ninguno de los casos. Sin capacidad de defensa -los abogados del mayordomo solo pueden comunicarse a través del portavoz del Vaticano-. Y hasta con amenazas: la Santa Sede ha advertido a policías, jueces y periodistas que cualquier filtración será perseguida en los tribunales. Lo siguiente fue negar la mayor. Aunque los documentos robados ponen en evidencia que el Vaticano es un campo de batalla entre facciones de la Curia con el secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, como principal objeto de discordia, la primera reacción fue quitar hierro al asunto. A la manera habitual. Hace unos días, el cardenal Bertone se despachó a gusto en la revista Famiglia Cristiana. Dijo que los periodistas son los responsables del “clima de mezquindad, mentiras y calumnias” y, ya puesto, se adornó en la suerte: “Juegan a imitar a Dan Brown (autor de El Código da Vinci). Se inventan fábulas y leyendas. Todo es falso. Hay una voluntad de dividir que viene del diablo…”. El que faltaba. Una vez apagada la hoguera del Campo dei Fiori -la estatua de Giordano Bruno reina de día entre las verduras y de noche entre los adolescentes–, la alusión al maligno preocupa menos. Bertone, sin embargo, sí tiene de qué preocuparse. El sábado por la tarde, Benedicto XVI invitó a cinco cardenales a un café en su apartamento. Quería conocer su opinión sobre el escándalo de las filtraciones. De primera mano. Sin intermediarios. Es la imagen más gráfica de que Joseph Ratzinger, al menos en la tierra, ya no se fía de nadie. Este día, al atardecer, les dice: « Pasemos a la otra orilla. » Despiden a la gente y le llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con él. En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. El estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: « Maestro, ¿no te importa que perezcamos? » El, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: « ¡Calla, enmudece! » El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: « ¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe? . Se quedaron espantados, y se decían unos a otros: "Pero, ¿quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!"
Mt 8, 23-27 Cuando Jesús terminó estas parábolas, partió de allí. Como veía que la muchedumbre lo cercaba, mandó pasar a la otra orilla. Subió a una barca y le acompañaron sus discípulos. Y he aquí que se levantó una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca. Pero Él dormía. Se acercaron para despertarle y dijeron: "Salva, Señor, que perecemos". Y les respondió: "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?" Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar y se produjo una gran calma. Y ellos decían admirados: "¿Quién es éste? Porque aun los vientos y el mar le obedecen". Lc 8, 22-25 Un día subió a una barca con sus discípulos y les dijo: "Pasemos ala otra orilla del Lago". Y navegaron hacia dentro. Mientras navegaban, se durmió. Y bajó sobre el lago tal torbellino de viento que empezaron a inundarse y a peligrar. Se acercaron para despertarle y le dijeron: "Maestro, que perecemos". Él se levantó, increpó al viento y a las olas del mar, que cesaron, y sobrevino la calma. Entonces les dijo: "¿Dónde está vuestra fe?". Ellos, admirados y temerosos, decían entre sí: "Pues ¿quién es Éste? Porque manda a los vientos y al mar y le obedecen". El relato de Marcos es el más antiguo, probablemente el más cercano a las fuentes, y el que conserva más elementos que revelan al "testigo presencial", presumiblemente, Pedro. Todos los comentaristas están de acuerdo en que es incuestionable el aspecto de "crónica de un suceso sorprendente". En este sentido, no podemos dudar de que nos encontramos ante un relato basado claramente en un acontecimiento sorprendente, que causó asombro y mereció ser recogido por los cuatro evangelistas. El género histórico básico del relato no excluye sin embargo la elaboración teológico/simbólica a la que fue sometido, de modo que es el significado del suceso lo que prima sobre el suceso mismo, sea cual fuere. Este relato está incluido en los evangelios con intención evidente: se trata de mostrar, después de las enseñanzas de las parábolas, quién es éste. Y se nos cuenta cómo los discípulos fueron descubriéndolo. Es importante señalar cómo los discípulos no oran a Dios para que les libre, sino a Jesús; y cómo Jesús no invoca a su Padre como en otras ocasiones, sino que actúa "por su propio poder". Esto es aún más significativo si tenemos en cuenta la poderosa tradición del AT por la que "solo Yahvé" es dueño de los elementos naturales. Todo ello explica el final del Evangelio: el terror de los discípulos, no por la tempestad, sino ante el poder que ha mostrado Jesús. Por consiguiente, es igualmente claro que el texto plantea la pregunta "¿quién es éste?", que es la que se hicieron los discípulos que contemplaron el suceso (sea cual fuere tal suceso), y ofrecen también implícitamente la respuesta, la que no encontraron enteramente entonces sino después de la resurrección, y que se expresa plenamente en Hechos 10, cuando en el sermón de Cesarea Pedro afirma "... porque Dios estaba con él". Nuestra mentalidad del siglo XX no gusta de milagros. Se ha dicho que, en otras épocas, los hombres creían por los milagros y que nosotros creemos a pesar de los milagros. Pero es necesario ser consecuentes: no aceptamos de la Palabra lo que nos gusta. Aceptamos la Palabra entera, como es: y en este caso es preciso señalar claramente lo siguiente : - Es claro que el milagro ocupa un lugar preferente en el Evangelio, hasta el punto de que se presenta a Jesús como un gran taumaturgo. El milagro se presenta en el Evangelio como un "signo", como una manera de autentificar las palabras de Jesús. En el evangelio de Marcos, y refiriéndonos a los textos que hablan de la vida pública de Jesús, hasta el relato de la Pasión, las narraciones de milagros ocupan el 47% de los versículos. Los doce primeros capítulos de Juan han sido llamados "el libro de los signos", porque la mayor parte del relato está estructurado en torno a los milagros. Hasta los enemigos de Jesús hablan de su poder milagroso, hasta Herodes en su tribunal le pide que haga un "milagrito" para él.... - Es claro que en algunos de los milagros del Evangelio encontramos un predominio de lo simbólico: en ellos predomina el significado sobre el hecho, aunque un análisis serio no nos permitiría dudar de que se fundan en algo sucedido realmente. Tal, por ejemplo, el caso de las bodas de Caná o la multiplicación de los panes y los peces. - Es claro que en otros casos es muy evidente la intención del Evangelista de relatarnos un suceso del que fue testigo o del que recibió noticia de testigos oculares. Sigue siendo más importante el significado que el mero hecho en sí, pero es indudable el género histórico que subsiste en el fondo del relato. Ante estos relatos, nuestra postura es clara, aunque nos cueste: - Dios es Señor: su irrupción en el mundo físico es posible, y es muy dueño de hacerlo. Si nos encontramos ante esto, nos encontramos ante una interpelación a nuestra fe, de la misma manera que al enfrentarnos a la Palabra. No se trata sin más de un conocimiento nuevo, o de un hecho maravilloso. Se trata de una presencia de Dios que interpela nuestra vida. - Nosotros tendemos a ver en el milagro casualidad o magia, queremos explicarnos el cómo o renunciamos a entender pensando "alguna manera habrá de explicarlo que aún no conocemos". Sin embargo, la acción de Dios por encima de nuestros conocimientos es parte del Mensaje, nos guste o no. - El milagro es una presencia de Salvación. Es el signo de Dios libertador. Nunca su finalidad es el espectáculo, deslumbrar al "espectador", provocar el seguimiento masivo a Jesús de una multitud enfervorizada... Jesús evita todo esto. Pero sí es una manifestación de que en Jesús actúa Dios en favor de los hombres, para provocar al fe y el seguimiento. No el seguimiento externo de un jefe, sino el seguimiento interior, la aceptación de la Palabra y el cambio de vida. En el caso concreto de la tempestad calmada, Jesús inicia a sus discípulos en un conocimiento más íntimo. No es simplemente un predicador extraordinario ni un sabio digno de asentimiento. Es una presencia de Dios. Los dos textos, el de Job y el de Marcos, nos enfrentan, por tanto, al mundo de la fe en un Dios aparentemente ausente, "dormido" ante el mal del mundo. Precisamente el núcleo de nuestra fe es creer lo contrario, creer en el poder salvador de Dios. El milagro de la vida cristiana consiste en ver detrás de lo visible, dentro de lo visible, a Dios Salvador; ver en la trivialidad de la vida el plan de Dios. Ver en los hombres, Hijos. Ver en el trabajo colaboración en la obra salvadora de Dios. Querría dedicar esta breve reflexión a un hecho de la variopinta vida eclesial española actual, que, en cuanto yo conozco, no ha sido señalado suficientemente. Es una propuesta hecha “con temor y temblor”, más como sugerencia de debate que como afirmación apodíctica y del todo segura. Las hago, además, desde la libertad de quien no pertenece en este momento a ninguna organización determinada sino al Pueblo de Dios/Iglesia en general. Y es libre, también, para decir ciertas cosas que, como más abajo se verá, es fácil que los propios religiosos no quieran, puedan o les dé un cierto pudor ponerlas en negro sobre blanco.
Es curioso que en los movimientos más fundamentalistas en la Iglesia actual no se vean demasiados religiosos y religiosas de los llamados “de vida activa y/o apostólica”. Si tomamos en conjunto a las organizaciones de religiosos y religiosas “clásicas” en nuestro ambiente no son comparables en su mentalidad a otras como el Opus Dei, Comunión y Liberación, Focolares, Neocatecumenales, etc. Estos movimientos se han desarrollado al margen de las instituciones religiosas ya existentes, pero han seguido sus propias vías y, en ellas, está muy acentuado lo conservador y tradicional en el peor sentido de los términos. No que no existan entre los miembros de las órdenes y congregaciones religiosas talantes conservadores o neoconservadores, pero no dan la tónica de la respectiva institución ni son tan militantes como algunos de las mencionadas. La Confer o la Fere no son nidos de progresismo, pero tampoco de inmovilismo o tradicionalismo. De alguna manera se distancian de las posturas más integristas. Evidentemente tampoco provocan polémicas ni actúan como oposición a lo más conservador. Simplemente parecen limitarse a no participar activamente en esa marea. Por otro lado -y en la medida en que me resulta conocido- entre los centros de formación de religiosos y religiosas jóvenes -¡tan pocos ellos y ellas!- no hay lugares destacados por sus actitudes cerradas y hasta integristas aunque, por razones no incomprensibles, no pocos de ellos y ellas se vean participando en eventos como la JMJ, no sé si por convencimientos personales o por obligaciones institucionales. Algo semejante ocurre con las publicaciones procedentes del mundo de los religiosos, tanto las periódicas como los libros y aun editoriales enteras, que se atreven a publicar obras que les han procurado presiones externas. No quiero señalar concretamente ejemplos, pero sería fácil hacerlo y están en la mente de muchas personas. Podría decirse, sintetizando no poco, que los religiosos y religiosas y sus respectivas instituciones, en especial las más antiguas, están funcionando aquí y ahora como una punta de lanza para evitar que la rampante involución que asola la Iglesia la acabe devorando por completo con las nefastas consecuencias que tendría para la predicación del Evangelio en el mundo de hoy y para las gentes de hoy. Todo ello sin menoscabar ni olvidar ninguna de las misiones y sentidos que, desde los tiempos de los monjes del desierto egipcio, hasta el día de hoy han tenido las religiosas y religiosos en la vida eclesial. El fenómeno se refiere principalmente a las órdenes y congregaciones de vida apostólica activa, aunque también las contemplativas probablemente participen de ella vg. monjes de Montserrat. Si es cierta esta apreciación, las causas de ese hecho no me resultan del todo patentes ni las que barrunto me explican el fenómeno. Quizá se pueda decir que lo que representaron muchas de esas organizaciones en siglos pasados, dentro de la Iglesia, para llevar adelante movimientos de reformas, es lo que mutatis mutandis están haciendo los religiosos y religiosas actualmente. Piénsese en lo que fueron los cluniacenses, cistercienses, franciscanos y dominicos, jesuitas… en sus respectivas situaciones históricas para hacer presente en Evangelio en sus distintos ambientes innovando los modelos entonces existentes. |
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