En artículos anteriores hemos descrito la indignación expresada en toda su radicalidad por Jesús de Nazaret contra cuatro fenómenos patológicos de la religión judía y de la política opresora del Imperio romano: las autoridades religiosas, el poder político, el
poder económico y el patriarcado. Hay todavía un quinto escenario en el que Jesús se declara indignado: el de las relaciones con Dios. Se trata, quizá, de la indignación más dramática y dolorosa, la que más desgarro provocó en su vida, y la que puso a prueba su fe y su esperanza. La indignación con Dios aparece en la tradición religiosa de Israel de varias formas. La fe de los creyentes judíos en Yahvé no se quedaba en un asentimiento pasivo o en un amén conformista. Implicaba discusión, enfrentamiento con Dios, a quien se le pide cuentas por su comportamiento a veces despótico, y dudas sobre su misericordia, justicia y equidad. Es el caso de Job, que interroga a Dios, desafi ante: “Si he pecado, ¿qué te he hecho? Centinela del hombre, ¿por qué me has tomado como blanco y me has convertido en carga para ti?… Hazme saber qué tienes contra mí” (Job 7,20; 10,2). En un acto de desesperación el jeque idumeo llega a decir: “Llevo clavadas las flechas del Todopoderoso y siento cómo absorbo su veneno, los terrores de Dios se han desplegado contra mí” (Job 6,4). Es también el caso de los salmistas que creen sufrir injustamente y preguntan a Dios, entre angustiados e impotentes, por la razón de sus dolores. Igualmente el pueblo entra en conflicto con Dios y protesta, porque no entiende lo que quiere de él ni sabe adónde lo lleva. Efectivamente, los caminos de Dios no coinciden con los de los seres humanos, ni siquiera con los de sus más fieles seguidores. Lleva razón Saramago cuando en su novela Caín afi rma: “La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros, ni nosotros lo entendemos a él”. ¡Excelente lección de contra-teología en tiempos de fundamentalismos religiosos! Jesús se había dirigido a Dios con plena confianza y familiaridad llamándole cariñosamente abbá: padre-madre, o mejor, papá-mamá. Lo experimentaba como una persona de la que podía fiarse plenamente. Dios constituía el centro de su vida, el horizonte de su proyecto y el sentido de su existencia. Nada había que lo separara de él, como ninguna prueba es capaz de hacer dudar a un niño de la confianza en su papá o su mamá. Sabe, experimenta que siempre va a estar de su lado y que no le va a fallar. Llegado el momento de la persecución, en Getsemaní, Jesús siente pavor, angustia, tristeza, y vuelve a dirigirse a Dios con la misma confianza y familiaridad con que lo había hecho a lo largo de su vida, le comunica el terrible trance por el que estaba pasando y la crisis de sentido que le rondaba, y le pide ayuda: “¡Abbá, todo es posible para ti; aparta de mí esta copa” (Mc 14,14; Mt 26, 39; Lc 22,42). Pero Jesús no quiere forzar las cosas y, en la segunda parte de la súplica, se muestra comedido y renuncia a utilizar a Dios como “tapaagujeros”, que dijera el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer. Según las investigaciones de Joachim Jeremias, uno de los grandes especialistas en el Nuevo Testamento, la escena de Getsemaní parece auténtica, si bien ha sido reelaborada teológicamente por Marcos, de quien dependen Mateo y Lucas (J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento I, Sígueme, Salamanca 1974, p. 166). El confl icto con Dios se muestra con toda su radicalidad en el Gólgota. Cuando Jesús está colgado en la cruz, no siente a Dios a su lado ni de su parte y le expresa su más profunda decepción. Y lo hace gritando, con las palabras del Salmo 22, 2: “Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní”, que quiere decir: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). El grito es de angustia y de protesta. Jesús pide cuentas a Dios por haberlo abandonado. La crisis de fe y de esperanza había tocado fondo. En ese momento, al decir de Moltmann, “sintió desesperación”. Esa es la paradoja del Dios de Jesús de Nazaret, que ha llevado a no pocas personas a negarle: cuando se le siente cerca, parece alejarse; cuando se recurre a él, parece no escuchar; cuando se le necesita, parece que nunca se le encuentra; cuando se le pide ayuda, parece decir “arréglatelas tú solo”. Estas es la razón por la que no pocas personas han renunciado a creer en Dios. Quien mejor ha sabido expresar dicha paradoja ha sido el ya citado Dietrich Bonhoeffer, mártir del nazismo, en un texto igualmente paradójico, como no podía ser de otra manera: “El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 14, 34). El Dios que nos deja vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el mismo ante el que nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios… Dios es impotente y débil, y solo así está Dios con nosotros y nos ayuda” (D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, Ariel, Esplugues de Llobregat, 1969, p. 212). Las cinco manifestaciones de la indignación de Jesús que he analizado en los artículos aparecidos en ESCUELA de febrero a junio de este año constituyen un desafío para los cristianos y las cristianas de hoy, que, como dijera Bernanos, “tienden a instalarse cómodamente, inclusobajo la cruz de Cristo”. Pero también para los ciudadanos y ciudadanas indignados con causa. Y no para sacralizar la lucha de los Indignados. En absoluto, sino para sumar fuerzas y razones a favor de la indignación contra las injusticias de nuestro mundo, generadas por la religión del mercado, que ha sometido a su tiranía la política, la economía, la ética y hasta las conciencias de no pocos ciudadanos y ciudadanas.
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