Como si de un rito sagrado se tratase, todas las tardes, a las 20:00 hs., me asomo a la ventana de casa para aplaudir a todo el personal sanitario que, una vez más en esta crisis, está mostrando toda su calidad humana y profesional. Y allí escucho aplausos que proceden de todas las direcciones. Aplausos que despiertan y movilizan en mí una corriente emocionada de comunión, solidaridad, confianza en el ser humano, gozo y gratitud.
Se comprueba en toda crisis: junto con el dolor y el miedo, la frustración y la rabia, el enfado y la impotencia, en las crisis afloran oleadas de solidaridad en favor de las personas más vulnerables. Emerge lo mejor de la condición humana: la capacidad de empatía y la práctica de la compasión. Tal capacidad está siempre ahí, pero con frecuencia adormecida porque nuestros intereses giran todavía demasiado en torno a nuestro pequeño mundo. En una crisis, al sentirnos removidos, parecen activarse dos detonadores que, al converger, nos mueven hacia los demás: por un lado, la experiencia de vulnerabilidad y, por otro, la capacidad de amar. La consciencia de la propia vulnerabilidad, sacándonos con fuerza de nuestra zona de confort y de las defensas tras las que nos habíamos acorazado, nos acerca a nuestra propia verdad de seres sumamente frágiles y necesitados. Y al caer el pedestal al que nos habíamos encaramado para, precisamente, huir de la propia vulnerabilidad, nos humaniza. De ese modo, el encuentro experiencial con la propia vulnerabilidad juega en una doble dirección: por una parte, nos hace encontrarnos con la vulnerabilidad ajena y vibrar ante ella –hemos entrado en el territorio común de la “vulnerabilidad compartida”–; por otra, al acercarnos a nuestra verdad, descubrimos que, además de muy vulnerables, somos amor que busca expresarse. Y aquí se nos regala un descubrimiento que parece desconcertante: el reconocimiento y la aceptación de la propia vulnerabilidad constituye, no solo la puerta de la auténtica compasión y solidaridad, sino también nuestra mayor fortaleza. Hemos abandonado nuestras “fortalezas fabricadas” –todas ellas ilusorias, tal como se pone de manifiesto en tiempos de crisis e incertidumbres– y hemos aprendido que nuestra única fortaleza solo puede ser aquella que se apoya en el reconocimiento y la aceptación de toda nuestra verdad, sin ocultarnos nuestros miedos y sin maquillar nuestras carencias. Entonces brilla aquella sorprendente paradoja paulina: “Cuando me siento débil [cuando reconozco y acepto mi vulnerabilidad], entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,10). No es extraño, por ello, que la compasión, la cercanía cálida, la ayuda servicial, el amor alegre, la servicialidad desinteresada, se den con tanta frecuencia como intensidad entre las personas –médicos/as, enfermeros/as, auxiliares, celadores/as, limpiadores/as– que conviven tan de cerca con la vulnerabilidad y la palpan a cada paso de su tarea. De esa constatación me brotan cuatro palabras que resumen mi vivencia hacia todas y cada una de esas personas: gratitud, aprendizaje, cuidado e invitación. ¡Gracias! Por todo el bien que estáis haciendo en los momentos más difíciles de la vida de una persona. Gracias porque vivís el mayor regalo que se puede hacer a un ser humano: ser presencia de calidad para él. Cuando aparentemente no podemos, por diferentes motivos, hacer nada por alguien, hay algo siempre a nuestro alcance y, curiosamente, es lo más importante: estar ahí para él. ¡Gracias! también porque estáis mostrando lo mejor del ser humano –ese es mi aprendizaje–, lo que en realidad somos todos y todas, aunque a veces lo mantengamos oculto o incluso lo ignoremos: somos, en otra bella paradoja –todo lo profundo es paradójico– vulnerabilidad y amor a la vez. Vulnerabilidad y amor que, cuando se encuentran, cuando se viven juntos, constituyen nuestra mayor fortaleza y se convierten en manantial vibrante de compasión y solidaridad. ¡Gracias! también porque sois vulnerables y no escondéis vuestra vulnerabilidad. Pero eso requiere que viváis un cuidado exquisito hacia vosotros y vosotras mismas. Somos siempre vulnerables pero, en momentos de riesgo –esfuerzo prolongado, cansancio, agotamiento, amenazas para la salud, estrés psicológico, saturación, impotencia…–, se acentúa extremadamente la consciencia de nuestra fragilidad y aparece el temor a rompernos. Por eso es imprescindible vivir el cuidado hacia sí mismo/a. Un cuidado hecho de amor incondicional hacia sí, de autoacogida, de autocomprensión, del descanso reparador que sea posible, de relaciones vitalizantes, de oxigenar nuestra sensibilidad, de humor, de tiempos de silencio y meditación… Y la invitación humilde: no dejéis que pase desapercibida a vuestros ojos toda la riqueza humana que estáis derrochando. Apreciad el caudal de humanidad que fluye y se moviliza, a través vuestro, en beneficio de las personas más vulnerables: reconocedlo, saboreadlo, integradlo… Ser conscientes de lo que somos y de lo mejor que brota en nosotros constituye un potente factor de transformación personal y social. Por todo ello, por vuestro servicio, vuestra sonrisa, vuestro gesto, vuestra presencia…, ¡gracias! Y gracias también por vuestro cansancio, vuestra pena, vuestra frustración, vuestro enfado, vuestro miedo, vuestros “bajones”… Todo ello forma parte de nuestra condición, con todo ello aprendemos a acogernos. Por eso, nos resulta fácil ver en vosotros y en vosotras –todo el “personal sanitario”, en el sentido más extenso de la palabra– como un “espejo” que estáis reflejando lo que somos todos y todas. ¡¡¡Gracias por tanto!!! Y recibid nuestro aplauso diario: quiere ser expresión de la gratitud y mensaje de ánimo para vuestra tarea. Postdata 1. Más allá de la gratitud, no puedo ofreceros mucho. Pero si deseáis escribir por correo electrónico en algún momento –me dirijo a las personas que trabajáis en la sanidad–, no dudéis en hacerlo. En todo lo que me sea posible, ahí estaré. Postdata 2. La gratitud es inclusiva. Y alcanza especialmente a profesionales y trabajadores de todos los ámbitos que siguen desarrollando su actividad, ahora con mayores dificultades y más esfuerzo. Gracias por vuestra entrega.
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En el siglo V se produjo un derrumbe generalizado en Europa a consecuencia de la decadencia del Imperio romano. San Agustín, gravemente enfermo, vio como toda la seguridad de su tiempo, basada en sólidos pilares religiosos y de todo tipo, se resquebrajaba. Falleció sitiado en Hipona por los bárbaros (extranjeros) germánicos, que fue conquistada poco después. A aquellos contemporáneos suyos les resultaba casi imposible de digerir el derrumbamiento del orden mundial de entonces. Algo similar ocurrió en Jerusalén cuando el Templo, signo esencial en la historia religiosa del pueblo judío, fue arrasado por Tito pocas decenas de años después de la muerte de Jesús.
Qué no decir de los milenarismos tenebrosos que auguraban el fin del mundo. Más cerca de nosotros la generación anterior a la mía fue coetánea de la Segunda Guerra Mundial, de Mao, Stalin y del Holocausto judío... Afortunadamente, la situación mundial causada por el coronavirus no es una situación equiparable, aunque haya puesto en jaque a buena parte del Planeta. Recordar la historia es importante porque nos muestra la realidad como algo complejo y desconcertante, incluso para bien, porque los humanos somos capaces de reinventarnos aun sintiendo la vida sin asideros sólidos donde agarrarse ante el miedo y la angustia que produce el sufrimiento añadido de lo que no podemos controlar o es desconocido. Si recordamos el significado del término griego crisis, no es otro que “decisión” en el sentido de oportunidad que nos emplaza a valorar posibles nuevos cambios de rumbo. Así ha ocurrido siempre; hasta de la desesperación han salido acicates para que renazca la esperanza, y con ella, nuevos sistemas de ideas y actualizaciones de creencias. Es una suerte que la vida permite renacer con esperanza después de tocar fondo, y vivir el presente con madurez para construir el futuro. La nube diaria de titulares negativos no deja ver los muchos signos y evidencias que destilan esperanza por los cuatro costados: miles de voluntarios afanados en aportar esperanza a los infectados por el coronavirus. Millones de pruebas de amistad, de compañerismo, de solidaridad... tanta gente que nos rodea tratando de hacer el día a día del confinamiento humanizado y alegre. El personal sanitario... solo nos acordamos de ellos cuando el dolor, como ahora, aprieta. La esperanza también viaja con ellos. Los que quieren destruir son más ruidosos, pero son menos. Para un cristiano, vivir la esperanza es mucho más que un estado de optimismo: es interpretar el futuro posible y deseable con los ojos de una vivencia anticipada que da sentido al momento presente mientras ponemos las bases para crear lo que todavía es una meta. La esperanza es la cualidad teologal que nunca defrauda. La esperanza verdadera construye, no espera; se vive más que se anhela. Es una disposición interior; es la que hace posible su gran objetivo: dar un sentido al presente construyendo sobre la realidad actual. No estéis tristes, exhorta el Evangelio, porque el plan de Dios insufla toneladas de esperanza para despertar el corazón hasta convertirlo en signos y hechos de esperanza para otros. En este contexto, me parece muy oportuna la reflexión del cardenal Omella, ahora al frente de la Conferencia Episcopal, recordando que las tecnologías de comunicación en este tiempo de reclusión no deben absorber y robar todo el tiempo. Nos pide que dediquemos espacios para repasar nuestra vida, para pensar con esperanza hacia dónde y cómo queremos orientar el resto de nuestras vidas en este mundo, a la espera del encuentro definitivo con Dios. Ahora tenemos más tiempo para todo, incluso para nuestra oración y para acordarnos del sufrimiento en torno a este dichoso virus, con graves y angustiosas consecuencias económicas para muchas personas. A pesar de la limitación, el mal y la muerte, algo hay en nuestro interior que nos impulsa a “esperar contra toda esperanza” (Rom 4,18) frente a las ganas de abandonarnos y dejar de luchar. Es un consuelo saber que cualquier cambio gigantesco, empieza siempre por algo inapreciable al ojo humano. Lo importante de verdad es recordar que Dios acude a nuestra llamada, cumple sus promesas y nos renueva la fe. Siempre. ¡Él es nuestra esperanza! Lázaro es un personaje simbólico que nos representa en nuestra condición de criaturas limitadas, invitadas a superar los límites. Con la misma palabra “vida”, se hace referencia a conceptos tan diferentes que es difícil interpretarlos bien. De hecho, se puede dar la muerte en una vida fisiológica sana y se puede dar la Vida con una salud deteriorada. No podemos tergiversar el texto hasta hacerle decir lo contrario de lo que quiere decir. Es indispensable que tratemos de dilucidar de qué Vida y de qué muerte estamos hablando.
En el relato de hoy, todo es simbólico. Los tres hermanos representan la nueva comunidad. Jesús está totalmente integrado en el grupo por su amor a cada uno. Unos miembros de la comunidad se preocupan por la salud de otro. La falta de lógica del relato nos obliga a salir de la literalidad. Cuando dice Jesús: “esta enfermedad no acabará en la muerte sino para revelar la gloria de Dios”; y al decir: “Lázaro está dormido: voy a despertarlo”, nos está indicando el verdadero sentido de todo el relato. Si seguimos preguntando si Lázaro resucitó o no, físicamente, es que seguimos muertos. La alternativa no es, esta vida, solamente aquí abajo u otra vida después, pero continuación de esta. La alternativa es: vida biológica sola, o Vida definitiva durante esta vida y más allá de ella. Que Lázaro resucite para volver a morir unos años después, no soluciona nada. Sería ridículo que ese fuese el objetivo de Jesús. Es realmente sorprendente, que ni los demás evangelistas, ni ningún otro escrito del NT, mencione un hecho tan espectacular como la resurrección de un cuerpo ya podrido. Jesús no viene a prolongar la vida física, viene a comunicar la Vidade Dios que él mismo posee. Esa Vida anula los efectos catastróficos de la muerte biológica. Es la misma Vida de Dios. Resurrección es un término relativo, supone un estado anterior de vida física. Ante el hecho de la muerte natural, la Vida que sigue, aparece como renovación de la vida que termina. “Yo soy la resurrección” está indicando que es algo presente, no futuro y lejano. No hay que esperar a la muerte para conseguir Vida. Para que esa Vida pueda llegar al hombre, se requiere la adhesión a Jesús. A esa adhesión responde él con el don del Espíritu-Vida, que nos sitúa más allá de la muerte física. El término “resurrección” expresa solamente su relación con la vida biológica que ya ha terminado. “Quién escucha mi mensaje y da fe al que me mandó, posee Vida definitiva” (5,24). Esto quiere decir que todo aquel que tenga una actitud como la que tuvo Jesús en su vida, participa de esa Vida. Esa Vida es la misma que vive Jesús. Jesús corrige la concepción tradicional de “resurrección del último día”, que Marta compartía con los fariseos. Para Jn, el último día es el día de la muerte de Jesús, en el cual, con el don del Espíritu, la creación del hombre queda completada. Esta es la fe que Jesús espera de Marta. No se trata de creer que Jesús puede resucitar muertos. Se trata de aceptar la Vida definitiva que Jesús posee y puede comunicar al que se adhiere a él. Hoy seguimos con la fe para el más allá de Marta, que Jesús declara insuficiente. ¿Dónde le habéis puesto? Esta pregunta, hecha antes de llegar al sepulcro, parece insinuar la esperanza de encontrar a Lázaro con Vida. Indica que son ellos los que colocaron a Lázaro en el sepulcro, lugar de muerte sin esperanza. El sepulcro no es el lugar propio de los que han dado su adhesión a Jesús. Al decirles: “Quitad la losa”. Jesús pide a la comunidad que se despoje de su creencia. Los muertos no tienen por qué estar separados de los vivos. Los muertos pueden estar vivos y los vivos, muertos. Ya huele mal. La trágica realidad de la muerte se impone. Marta sigue pensando que la muerte es el fin. Jesús quiere hacerle ver que no es el fin; pero también que sin muerte no se puede alcanzar la verdadera Vida. La muerte sólo deja de ser el horizonte último de la vida cuando se asume y se traspasa. “Si el grano de trigo no muere...” Nadie puede quedar dispensado de morir, ni el mismo Jesús. Jesús invita a Nicodemo a nacer de nuevo. Ese nacimiento es imposible sin morir antes a todo lo que creemos ser. Al quitar la losa, desaparece simbólicamente la frontera entre muertos y vivos. La losa no dejaba entrar ni salir. Era la señal del punto y final de la existencia. La pesada losa de piedra ocultaba la presencia de la Vida más allá de la muerte. Jesús sabe que Lázaro había aceptado la Vida antes de morir, por eso ahora está seguro de que sigue viviendo. Es más, solo ahora posee en plenitud la verdadera Vida. “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. La Vida es compatible con la muerte. Es muy importante la oración de Jesús en ese momento clave. Al levantar los ojos a “lo alto” y “dar gracias al Padre”, Jesús se coloca en la esfera divina. Jesús está en comunicación constante con Dios; su Vida es la misma Vida de Dios. No se dice que haya pedido nada. El sentido de la acción de gracias lo envuelve todo. Es consciente de que el Padre se lo ha dado todo, entregándose Él mismo. La acción de gracias se expresa en gestos y palabras, pero en Jesús manifiesta una actitud permanente. Al gritar: ¡Lázaro, ven fuera! está confirmando que el sepulcro, donde le habían colocado, no era el lugar donde debía estar. Han sido ellos los que le han colocado allí. El creyente no está destinado al sepulcro, porque aunque muere, sigue viviendo. Con su grito, Jesús quiere mostrar a Lázaro vivo. Los destinatarios del grito son ellos, no Lázaro. Ellos tienen que convencerse de que la muerte física no ha interrumpido la Vida. Entendido literalmente, sería absurdo gritar para que el muerto oyera. Salió el muerto con las piernas y los brazos atados. Las piernas y los brazos atados muestran al hombre incapaz de movimiento y actividad, por lo tanto, sin posibilidad de desarrollar su humanidad (ciego de nacimiento). El ser humano, que no nace a la nueva Vida, permanece atado de pies y manos, imposibilitado para crecer como tal ser humano. Una vez más es imposible entender la frase literalmente. ¿Cómo pudo salir, si tenía los pies atados? Parecía un cadáver, pero estaba vivo. Lázaro ostenta todos los atributos de la muerte, pero sale él mismo porque está vivo. La comunidad entera tiene que tomar conciencia de su nueva situación, que escapa a toda comprensión racional. Por eso se utiliza la gran metáfora “Desatadlo y dejadlo que se marche”. Son ellos los que lo han atado y ellos son los que deben soltarlo. No devuelve a Lázaro al ámbito de la comunidad, sino que le deja en libertad. También ellos tienen que desatarse del miedo a la muerte que paraliza. Ahora, sabiendo que morir no significa dejar de vivir, podrán entregar su vida con plena libertad como Jesús. Meditación El relato nos invita a pasar de la muerte a la Vida. Se trata de la Vida que no termina, la definitiva. Es la misma Vida de Dios, comunicada al hombre. Es la ÚNICA VIDA que lo inunda todo. No es algo que Dios nos da o deja de darnos. Es Dios comunicándonos su mismo ser. Su ser es el fundamento de nuestro verdadero ser. Jesús nos invita a descubrir y a vivir esa realidad. Para profundizar Todo discurso sobre Dios es analógico Entendido literalmente, te llevará al absurdo (piensa en el credo) “VIDA”, la gran metáfora para tocar al Dios incognoscible La vida biológica es pálido reflejo de la que a Dios atañe Confundirlas es arruinar el gigantesco esfuerzo Con todo, sigue siendo metáfora de aquella Realidad que no abarcamos La VIDA no es un ser, es movimiento, manifestado en borbotones múltiples Sin que podamos adivinar su esencia, esa VIDA nos lanza al infinito La VIDA (Dios) es total, sin fronteras y puede dar sentido a mi efímera vida Ni la vida biológica de Jesús ni la de Lázaro merecerían atención alguna Si no estuviera en juego la otra VIDA Se trata de la misma VIDA de Dios que es absoluta A la que ni la muerte puede afectar en nada El texto quiere decir que estará siempre en el vivo y el muerto El relato habla de mí, que vivo en la materia, Para que me esfuerce por descubrir la VIDA, Creer en Jesús es hacer mía esa VIDA Y asegurar la eternidad desde este instante. La palabra “resurrección” nos traicionó en seguida. Era una metáfora radical y profunda Y la tomamos en sentido literal biológico. Así nos alejamos del mensaje pascual Y nos enfrascamos en la visión carnal del acontecimiento. Lázaro muerto vive en la auténtica VIDA Jesús crucificado vive en la VIDA de Dios Que siempre desplego en su vida caduca. Decía Miguel de Unamuno: «Con razón, sin razón, o contra ella, lo que pasa es que no me da la gana de morirme». Palabras que estaría dispuesta a firmar la inmensa mayoría de la gente, sobre todo en esta época de pandemia. Y también el cuarto evangelio, aunque a su autor no le obsesiona la muerte sino la vida.
En el prólogo ha presentado a Jesús, Palabra de Dios, como poseedor de la vida. En un discurso programático afirma Jesús, anticipando la resurrección de Lázaro: «Os aseguro que llega la hora, ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán» (Juan 5,25). Y el evangelio termina: «Estas cosas quedan escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él» (Juan 20,31). Esta obsesión por la vida halla su punto culminante en la resurrección de Lázaro, que se encuentra en la mitad del evangelio (cap. 11 de 21). De nuestro corresponsal en Jerusalén Gran conmoción ha despertado la orden promulgada por las autoridades de que quien sepa el paradero de Jesús lo denuncie de inmediato para poder apresarlo. La causa no es la pretendida curación de un ciego de nacimiento realizada en sábado, sino un nuevo milagro que se le atribuye, esta vez más sorprendente: la resurrección de un hombre llamado Lázaro, natural de Betania, a quince estadios de la capital. Según dicen, llevaba ya cuatro días muerto cuando Jesús lo hizo salir del sepulcro y le devolvió la vida. Algo más grande que lo realizado por los profetas Elías y Eliseo. Aunque las opiniones sobre este hecho difieren, los fariseos consideran muy peligroso que se extienda la fama de este individuo, sobre todo estando próxima la fiesta de la Pascua, con el riesgo de manifestaciones contra Roma. Hasta el momento nadie ha denunciado su paradero y muchos creen que se ha ido de Jerusalén. Cinco facetas de Jesús El relato de la resurrección de Lázaro es otro ejemplo magnífico de narración, con un final tan seco como inesperado, y distintas facetas de la persona de Jesús. ¿Un mal amigo? El relato comienza hablando de Lázaro de Betania y de sus dos hermanas. No es un simple conocido de Jesús. Es alguien a quien Jesús «ama», como le recuerdan las hermanas. Sin embargo, su reacción ante la noticia no tiene la empatía de un amigo, sino la reacción, aparentemente fría, de un teólogo: «Esta enfermedad no provocará la muerte, sino la gloria de Dios, la gloria del hijo de Dios». La misma reacción que antes de curar al ciego de nacimiento: «Este no ha nacido ciego por culpa suya o de sus padres, sino para que se manifieste la obra de Dios en él». El evangelista añade de inmediato que no se trata de frialdad. «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». Pero no acude de inmediato a curarlo. Permanece donde está. Un amigo decidido y arriesgado. Al cabo de cuatro días decide subir a Jerusalén. Una decisión arriesgada, porque poco antes han intentado apedrearlo. La objeción de los discípulos no le hace cambiar: debe ir despertar a Lázaro. Expresión desconcertante, que le obliga a decir claramente: Lázaro ha muerto. Jesús piensa en resucitarlo, pero Tomás está convencido de lo contrario: no va a resucitar a nadie, sino que va a morir. Pero habla en nombre de todos: «Vamos también nosotros y muramos con él». Jesús y Marta: el teólogo Cuando llegan a Betania, Jesús no se dirige directamente a la casa, permanece en las afueras del pueblo. ¿Una más de sus rareza? No. Será allí, lejos de la multitud que ha acudido a dar el pésame, donde podrá entrevistarse a solas con Marta y transmitirle el mensaje fundamental para todos nosotros, y la reacción que debemos tener ante sus palabras. Marta debe de ser la hermana mayor, porque es a ella a quien dan la noticia de la llegada de Jesús. Marta comienza con un suave reproche («Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»), pero añade de inmediato la certeza de que cualquier cosa que pida a Dios, Dios se la concederá. ¿En qué piensa Marta? ¿Qué pedirá Jesús a Dios y este le concederá? ¿Qué su hermano vuelva a la vida, como el hijo de la viuda de Sarepta que resucitó Elías, o como el niño de la sunamita que revivió Eliseo? La respuesta de Jesús («Tu hermano resucitará») no parece satisfacerla. Aunque la idea de la resurrección no estaba muy extendida entre los judíos, Marta forma parte del grupo que cree en la resurrección al final de la historia, como profetizó Daniel. Pero eso no le sirve de consuelo en este momento. Ella no quiere oír hablar de resurrección futura sino de vida presente. Y eso es lo que le comunica Jesús en el momento clave del relato: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre». Jesús es resurrección futura y vida presente para los que creen en él. Los que hayan muerto, vivirán. Los que viven, no morirán para siempre. Algo rebuscado, muy típico del cuarto evangelio, pero que deja claro una cosa: quien ha creído o cree en Jesús tiene la vida futura y la presente aseguradas. Todo depende de la fe. Por eso, termina preguntando a Marta: «¿Crees eso?». Su respuesta nos sorprende, porque no tiene nada que ver con la pregunta: «Sí, Señor. Yo he creído que tú eres el Mesías, el hijo de Dios que ha venido al mundo». Esta falta de conexión entre pregunta y respuesta puede esconder un importante mensaje para nosotros. La idea de la resurrección y de la inmortalidad puede provocar dudas incluso en un buen cristiano. Quizá no se atreva a afirmarla con certeza plena. Pero puede confesar, como Marta: «Yo he creído que tú eres el Mesías, el hijo de Dios que ha venido al mundo». Jesús y María: el amigo profundamente humano Esta escena representa un fuerte contraste con la anterior. El encuentro de Jesús y María no será a solas. Ella acudirá acompañada de todos los que han ido a darle el pésame, y serán testigos de la reacción de Jesús. María dirige a Jesús el mismo suave reproche de Marta («Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»). Pero no añade ninguna petición, ni Jesús le enseña nada. El evangelista se centra en sus sentimientos. Dice que Jesús, al ver llorar a María y a los presentes, «se estremeció» (evnebrimh,sato), «se conmovió» (evta,raxen) y «lloró» (evda,krusen). Sorprende esta atención a los sentimientos de Jesús, porque los evangelios suelen ser muy sobrios en este sentido. Generalmente se explica como reacción a las tendencias gnósticas que comenzaban a difundirse en la Iglesia antigua, según las cuales Jesús era exclusivamente Dios y no tenía sentimientos humanos. Por eso el cuarto evangelio insiste en que Jesús, con poder absoluto sobre la muerte, es al mismo tiempo auténtico hombre que sufre con el dolor humano. Jesús, al llorar por Lázaro, llora por todos los que no podrá resucitar en esta vida. Al mismo tiempo, les ofrece el consuelo de participar en la vida futura. Jesús y Lázaro: la gloria del enviado de Dios Cuando llegan al sepulcro, Marta demuestra que, a pesar de lo que ha dicho, no cree que su hermano vaya a resucitar. Han pasado ya cuatro días, más vale no abrir la tumba. Jesús le insiste: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?». Cuando se compara este relato con las resurrecciones de la hija de Jairo o del hijo de la viuda de Naín se advierte una interesante diferencia. En esos dos casos, Jesús no reza; no necesita dirigirse al Padre para impetrar su ayuda, como hicieron Elías y Eliseo. En cambio, el cuarto evangelio introduce de forma solemne una oración de Jesús: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas. Pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Esta oración no pretende disminuir el poder de Jesús. Se inserta en la línea del cuarto evangelio, que subraya la estrecha relación de Jesús con el Padre y la idea de que ha sido enviado por él. De hecho, el milagro se produce con una orden tajante suya («¡Lázaro, sal fuera!»). El relato termina de forma sorprendente. No se cuenta la reacción de las hermanas, el asombro de la gente, la admiración de los discípulos. No vemos a Lázaro liberado de sus vendas, agradeciendo a Jesús su vuelta a la vida. Como si todo fuera un sueño y, al final, solo nos quedara la certeza de que Lázaro resucitó, de que todos resucitaremos un día, aunque ahora no tengamos la alegría de ver y abrazar a los seres queridos. Nota sobre la fe en la resurrección La idea de resucitar a otra vida no estaba muy extendida entre los judíos. En algunos salmos y textos proféticos se afirma claramente que, después de la muerte, el individuo baja al Abismo (sheol), donde sobrevive como una sombra, sin relación con Dios ni gozo de ningún tipo. Será en el siglo II a.C., con motivo de las persecuciones religiosas llevadas a cabo por el rey sirio Antíoco IV Epífanes, cuando comience a difundirse la esperanza de una recompensa futura, maravillosa, para quienes han dado su vida por la fe. En esta línea se orientan los fariseos, con la oposición radical de los saduceos (sacerdotes de clase alta). El pueblo, como los discípulos, cuando oyen hablar de la resurrección no entiende nada, y se pregunta qué es eso de resucitar de entre los muertos. Los cristianos compartirán con los fariseos la certeza de la resurrección. Pero no todos. En la comunidad de Corinto, aunque parezca raro (y san Pablo se admiraba de ello) algunos la negaban. Por eso no extraña que el evangelio de Juan insista en este tema. Aunque lo típico de él no es la simple afirmación de una vida futura, sino el que esa vida la conseguimos gracias a la fe en Jesús. «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.» Pero el tema de la vida en el cuarto evangelio requiere una aclaración. La «vida eterna» no se refiere solo a la vida después de la muerte. Es algo que ya se da ahora, en toda su plenitud. Porque, como dice Jesús en su discurso de despedida, «en esto consiste la vida eterna: en conocerte a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesús, el Mesías» (Juan 17,3). Primera lectura Ha sido elegida por la estrecha relación entre la promesa de Dios de abrir los sepulcros del pueblo y volver a darle la vida, y Jesús mandando abrir el sepulcro de Lázaro y dándole de nuevo la vida. Ambos relatos terminan con un acto de fe en Dios (Ezequiel) y en Jesús (Juan). Pero conviene recordar que el texto de Ezequiel no se refiere a una resurrección física. El pueblo, desterrado en Babilonia, se considera muerto. Babilonia es su sepulcro, y de esa tumba lo va a sacar Dios para hacer que viva de nuevo en la tierra de Israel. Resurreccion de Lazaro, signo del poder de Jesus para dar la vida plena por: África de la Cruz Tomé3/27/2020 Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Hoy Jesús nos pregunta a nosotros ¿Crees tu esto? ¿Vives esto? Para contestar positivamente a estas preguntas hay que realizar un largo recorrido espiritual y una profunda experiencia mística de Dios en nuestras vidas. Porque esto no lo revela la carne sino el Espíritu. Y la respuesta desde el corazón va a ser: Señor yo te creo porque tú has trasformado mi vida, “esto” da sentido a mi existencia y cumple mis anhelos más profundos, pero aumenta mi fe.
Último domingo de cuaresma. Nos preparamos para recorrer el trayecto final de la vida histórica de Jesús. Entramos en la Semana de Pasión. La Palabra de Dios hoy nos habla de muerte, resurrección y Vida. La primera lectura del profeta Ezequiel: “Dice el Señor Dios: Abriré vuestros sepulcros (destierros)... Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis” y Pablo “El que resucitó de entre los muertos a Cristo dará vida a vuestros cuerpos mortales por el mismo espíritu que habita en vosotros”. El evangelio, de Juan, nos presenta a Jesús como “la resurrección y la vida”. En los domingos anteriores, también Juan, nos ha dicho que Jesús es el agua que da vida, es el agua viva que salta hasta la vida eterna (la samaritana) y que es luz que ilumina a todo hombre (ciego de nacimiento). Hoy nos presenta a Jesús como resurrección y Vida. Para psicodramatizar este aserto, Juan cuenta el relato de la resurrección de Lázaro que leído literalmente es incomprensible. No tiene ninguna lógica. Pero estamos en el evangelio de Juan. Lenguaje simbólico. Habla con signos a los que hay descubrir su significado. Usa algo material para significar algo inmaterial, algo sensible para referirse a algo transcendente. Usa aquí, la palabra vida para significar Vida. Emplea la vida fisiológica como signo de la Vida espiritual, definitiva, la Vida de Dios, del Espíritu. ¡Cuánto nos sirve la ortografía: minúsculas y mayúsculas! Lázaro, muerto y resucitado, es un símbolo del hombre de manos y pies atados, nosotros (con límites, en finitud, creatura al fin) pero desatados, liberados. Como barro pero “soplado” por el Espíritu de Dios, estamos llamados a vivir la Vida en la vida o la vida en la Vida. Para decir esto, Juan y nosotros, necesitamos usar un relato simbólico porque la Vida definitiva y eterna ni se ve ni se palpa. Se vive. Tenemos que hablar de ella simbólicamente, con signos y señales. Contando con la experiencia pascual de la comunidad de Juan y su elaboración teológica, con los precedentes del AT y NT, podemos comprender el significado que el relato de la resurrección de Lázaro tiene para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI. Las tres lecturas de hoy hablan de liberación, resurrección y vida. Ezequiel y Pablo conjugan los verbos en futuro (abriré vuestros sepulcros. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis. El que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús dará vida a vuestros cuerpos mortales). Jesús habla en presente: Yo soy la resurrección y la Vida. Yo, aquí y ahora, en tu vida presente, soy tu resurrección y tu Vida. Aquí Juan utiliza vida como signo de la Vida y resurrección como signo de la plenitud de la vida y del bien, victoria de la vida sobre la muerte y el mal. Con la expresión: “Yo soy la resurrección y la Vida” Juan nos está hablando de la plenitud de la salvación, de Dios como fuerza vivificadora, liberadora y salvadora. Vida plena y definitiva en esta vida fisiológica, mientras vivimos aquí, ahora. Todo esto ya se ha cumplido en Jesús. Y si se ha cumplido en él, también se cumple en cada uno de nosotros. Él es nuestro referente. Porque él ha venido a darnos Vida. Y Vida en abundancia. Juan nos lo cuenta en el relato de la resurrección de Lázaro. La resurrección de Lázaro es un signo del poder de Jesús para dar la Vida plena y definitiva en esta vida finita, fisiológica, aquí y ahora. “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Cres tú esto?” Aquí está el mensaje que tenemos que desarrollar, comprender y vivir para comprender. Para creerlo necesitamos, en primer lugar, mejorar nuestra imagen tradicional de Dios y del hombre. Un dios que tiene que perdonar a su pueblo, un dios a quien hay que aplacar su ira, un dios que exige un alto precio por el rescate del hombre empecatado no casa con el relato de la resurrección de Lázaro. Ese no es el dios de Jesús. Frente al dios del AT el Dios de Jesús es nuestro Abba (origen, principio, fundamento), nuestra madrepadre (dependencia en nuestro verdadero ser), es Amor (entrega, donación), es ágape (Unión, fusión, no dualidad, no otro que yo). Esta imagen del Dios de Jesús, verdaderamente, es otra imagen. Yo me apunto a ésta porque aquélla no me convence, no me sirve. En ese dios no puedo ni quiero creer. Dios no puede ser peor que yo. Consecuentemente con esta nueva imagen de Dios, la imagen del hombre también cambia. En verdad no sé qué imagen, si la de Dios condiciona la del hombre o es viceversa. En este momento me da igual. La una condiciona a la otra. Frente al hombre nacido en pecado, carencial, el hombre encarnación de Dios, templos del Espíritu de Dios, morada de Dios (de este Dios de Jesús), hecho a su imagen y semejanza, imagen de Dios-amor, cocreador con él, el hombre abierto a su evolución y en desarrollo de sus potencialidades. En esa evolución y apertura, Dios es nuestra plenitud humana, nuestro plus. Dios es la Vida de los hombres. En Dios encontramos el sentido de nuestro vivir y existir. El hombre, como su Dios, es don gratuito para los otros. Todos necesarios y necesitados. Ser con y para los otros. Como Dios es relación, somos relación, Dios es amor, nosotros también. Dios es comunión, nosotros también. Dios es ágape nosotros también. En nuestro recorrido vital, tenemos un modelo, un guía, Jesús de Nazaret. Jesús ha venido para dar ejemplo de cómo se debe vivir la Vida definitiva, la Vida de Dios. La que no acaba, la eterna. Y el evangelio de hoy nos presenta a Jesús como nuestra resurrección y nuestra Vida. Y nos afirma que creer en él es el camino, la luz y la fuerza para nuestra resurrección (plenitud y salvación). La pregunta ¿Crees esto? nos exige, como a Marta, una respuesta personal. Mi respuesta a la pregunta es una oración: Señor, yo quiero creer que tú eres mi resurrección y mi Vida, porque lo experimento en mi vida desde que creo en ti. Pero, no obstante, aumenta mi fe (confianza) en tu palabra. Porque creerte me plenifica, da sentido a mi vida, me hace mejor persona, me enseña a disfrutar de Dios como fundamento de mi verdadero ser y plenitud o cumplimiento de mis anhelos más profundos. Dios me da fuerza, alegría y esperanza para vivir. Dios es mi plenitud humana. ¡Que así sea! Leo el periódico y un poco saturada del tema que ocupa en estos momentos y que no quiero ni nombrar para no cederle más espacio, encuentro un artículo que me fascina.
Leo en diagonal y comparto alguna frase: “…el charrán ártico es capaz de recorrer 90.000 kms, pasar 273 días lejos de sus colonias y, pese a encontrarse a miles de kms de su casa, encontrar siempre su camino de vuelta. El ser humano, si pierde de vista su meta, no es capaz de mantener un rumbo estable más de 8 segundos. Los inuits, distintos pueblos que habitan las regiones árticas, establecen puntos de referencia terrestres para guiarse y componen canciones para acordarse del paisaje. Al cantar, la letra les dibuja el camino en la cabeza. Los vencejos no necesitan descansar y se pueden pasar hasta 10 meses en el aire comiendo lo que el viento les trae. El cascanueces americano esconde semillas en lugares esparcidos sobre unos 260 kms cuadrados para sobrevivir al invierno. Un solo pájaro puede esconder más de 30.000 semillas en unos 6.000 escondites distintos. Cada riachuelo tiene un particular buqué de fragancias que produce en el salmón una impronta antes de emigrar al océano y que luego utiliza como señal para identificar su afluente natal… No voy a seguir para no agobiar con datos. Simplemente, te invito a hacer Lectura Orante de esta información de la Palabra de Dios, creada, maravillosamente extendida a lo largo, ancho, alto y profundo del Planeta, que estos días, con todo lo que publican, con el pánico que infunden, consiguen que olvidemos. Ellos, los arriba citados, y miles más, saben encontrar el camino de vuelta a casa. Estén donde estén, pasen lo que pasen, vivan lo que vivan en el camino. El retorno está asegurado, está grabado dentro de ellos mismos. Utilizan todos sus sentidos para volver a casa. El objetivo no es volver, es vivir, pero de tal modo, que jamás se olviden de como volver. Para mí esta Cuaresma, que la vivo con gozo pascual, porque no siempre los tiempos litúrgicos coinciden con el Kairós o tiempo de Dios en nuestra vida, está siendo esa brújula interior que me reorienta a casa. ¿Qué es casa? Desde luego, más que unas paredes, que puede o no ser, volver a casa es estar en contacto con tus raíces profundas, más allá de tu apellido y lugar de origen. Raíces de Dios mismo en nosotras y nosotros. Volver para nutrirlas, cuidarlas, porque en esta casa soy libre y estoy feliz y cómoda en todas las dimensiones de la vida: física, intelectual, espiritualmente. Volver a casa, es saber descubrir las semillitas, las canciones, los vientos, los aromas y colores que al percibirlos, sabes hablan de tu camino, de lo tuyo. Sabes que gracias a todo ello eres quien eres, y estás en casa, y sabes volver a ella, a esa casa, que es tu vida, tu Vida, y que tú y sólo tú diseñas y construyes y reparas y decoras y quitas alarmas y cerrojos para convertirla en esa Tienda de acogida en tu desierto y de tantas personas en desiertos inhóspitos. Tu casa, tu nido, tu espacio donde convocas a los que quieres, a los que mimas, cuidas, curas. Porque este lugar a ti te mima, cuida, cura, estés donde estés. Deseo visualices tu casa, tu tienda y tu camino de vuelta al espacio sagrado donde el Amor es carne de tu carne, donde gestas vida y la das. Y no te olvides de las flores que empiezan a brotar, y que colorean hasta los boxes de hospital y no te olvides ni del aroma del pan en tu horno, ni de invitar a los que añoras. Tal vez alguno ya no está, invítale a tu casa, dile lo que no le dijiste suficientes veces. Se llama hospitalidad contigo misma. Muchos y muchas, estas semanas estaremos recluidos en casa por un bichito. Dentro de lo tristísimo de la situación, crónica en Africa... cuando nos toca a los Occidentales, el mundo se viene abajo. Recuerda, nunca se viene abajo nuestra casa. Ahí nos remiten los sanitarios. Sabiduría de siglos, evitar contagios y sobre todo, interpreto yo, desde mis claves, sabiduría del Planeta que nos descubre desplazados y nos obliga a volver a casa. Como los insectos, las aves, los inuits o esquimales…con cantos, con semillas, con tiempo para estar en familia, cocinar, orar, dialogar, porque, si soltamos todos los aparatejos, algún ratito encontraremos para “estar”. Y también con tiempo para, con inteligencia intuitiva, preguntarnos, si algo chirría: ¿No estoy cómoda en casa? Si no logras encontrar ese hueco, sigue el cosquilleo, sigue el rastro a la tristeza, a la añoranza. Sácalo al sol, a la luz, míralo despacito, a la cara. Ponle nombre, y sigue para casa. Y de camino de regreso, recupera las semillas, ábrete a los vientos que te nutren, y como el salmón recuerda la impronta que te dejó tu riachuelo natal. Acoge ese momento de volver a casa como una bendición. Tú decides el sendero de vuelta. Prueba a decir “sí” a lo que hay. Nota la paz que nace de la aceptación profunda. Y deja que ese “sí” te alinee con la vida y que su dinamismo te mueva a la acción adecuada.
Tiendo a ver las crisis –como esta que ahora nos afecta– como un escenario y una oportunidad, contando con algunas herramientas que ayuden a vivir la dificultad de manera constructiva. Un escenario en el que aparecen: consejos e interpretaciones, llegando a decir que el coronavirus es un “castigo de Dios”, una “represalia de la naturaleza” o incluso una “fabricación intencionada por parte de grupos de poder económico”; reacciones histéricas: desde compras excesivas hasta bulos que fomentan el pánico; nuestros miedos, que saltan a escena en cuanto algo descoloca nuestros planes; nuestro apego, y el consiguiente miedo a todo lo que sea pérdida: de salud, de dinero, de hábitos, de seguridad…, detrás de los cuales late siempre el miedo a la muerte; suelen ser miedos a los que habitualmente –en condiciones “normales”– intentamos mantener bajo control, ignorándolos o compensándolos, pero que afloran cuando las circunstancias nos ponen ante lo que percibimos como amenaza grave; el hecho evidente de que no tenemos el control del que nos gusta presumir; y la realidad igualmente evidente de la impermanencia: en el mundo de las formas –el mundo manifiesto– no hay ni puede haber nada estable; lo único permanente es que todo cambia. Una oportunidad: para replantearnos y reajustar nuestro modo de ver la vida y nuestro modo de vivirnos; al descolocarnos, las crisis –si sabemos aprovecharlas– nos obligan a preguntarnos para qué, cómo y desde dónde vivimos; para reconciliarnos con nuestros límites y nuestra vulnerabilidad; para crecer en solidaridad, ayudando especialmente a quienes se sienten más frágiles ante esta situación o, al menos, no tener comportamientos que aumenten la amenaza de contagio, aunque ello implique negarnos acciones que desearíamos, pero que pueden conllevar riesgos para otras personas; para crecer en empatía y en compasión, que implica ponerse en el lugar de los otros, sobre todo de los más frágiles, y no girar únicamente en torno al miedo o malestar propio; para alinearnos con la vida y todos los seres: somos uno; para reconocer que el camino de la sabiduría y de la paz es la aceptación; aceptar no es resignarse ni aprobar lo que ocurre, sino sencillamente reconocerlo hasta, en el buen sentido de la palabra, rendirnos a la Vida y a lo que esta nos trae en cada momento; para comprender lo que realmente somos: aquello que no cambia cuando todo cambia; aquello que permanece y es consciente de los cambios; aquello que no puede ser dañado por ninguna crisis, ningún miedo, ninguna pérdida y ninguna muerte. Somos el Silencio del que nacen las formas y los ruidos, Aquello estable y permanente donde todo está bien. Unas herramientas para el aprendizaje: compartir los miedos con alguna persona sensata y de confianza; es importante que reúna esa doble condición: al verbalizar los miedos, tomamos distancia de ellos, pierden su poder de atraparnos, al tiempo que experimentamos el regalo de la comprensión y de la solidaridad ajena; aceptar la impermanencia: no hay nada que no sea impermanente, todo es cambio constante: al ganar le sigue el perder, al reír el llorar, al aferrar el soltar, a la tranquilidad la inquietud…, al nacer el morir; cuidar el amor incondicional hacia sí: es el mayor poder del que disponemos en el nivel psicológico; se trata de cuidar la cercanía amorosa hacia sí y el diálogo interno constructivo para aprender a estar consigo mismo/a en todo momento; si siempre necesitamos el amor hacia nosotros, con más razón cuando aflora nuestra mayor vulnerabilidad; comprender el funcionamiento del cerebro: puede haber diferentes factores –marcadas conexiones neuronales, grabadas a fuego desde muy atrás– que explican el funcionamiento particularmente disfuncional del cerebro en circunstancias de crisis, que embarca a la persona en bucles sin salida de cavilación, rumiación obsesiva, dramatización, culpabilidad, inseguridad irracional, pánico…; en estos casos, es preciso ser paciente con el propio funcionamiento cerebral, sin entrar en los vericuetos que propone; soltar, consciente y voluntariamente, todos aquellos pensamientos que generan miedo obsesivo e inseguridad irracional: cada vez que aparecen –son involuntarios y pueden ser automáticos–, los dejamos caer, como si fueran una nube pasajera; no los “recibimos” en nuestra casa ni, mucho menos, los “alimentamos” dedicándoles tiempo; practicar el silencio, para tomar distancia de la mente pensante y anclarnos en la atención; experimentamos cómo, al atender la respiración, todo el movimiento mental y emocional puede ir acallándose; y al conectar con el Silencio, descubrimos que, en ese nivel, no hay crisis ni etiquetas, miedos ni juicios: el Silencio, al “bajar el volumen” del ego, reduce también sus gritos; la práctica puede conducirnos a comprender que somos precisamente ese Silencio, como fondo permanente y estable de todas las formas impermanentes; vivir la responsabilidad en todo lo que está en nuestra mano, como gesto de solidaridad y de amor: en situaciones de crisis colectivas, aparecerán reacciones de todo tipo, dependiendo de dónde –psicológica y espiritualmente– se encuentre cada persona; pero ese aspecto colectivo de la crisis requiere asumir con responsabilidad aquellos comportamientos que ayuden a las personas y favorezcan el buen funcionamiento de la vida social, desde evitar riesgos innecesarios hasta promover actitudes de servicio; y no es una cuestión meramente individual, sino que se trata, en el sentido más profundo, de un compromiso social; desdramatizar e incluso dejar lugar al humor; me envían por whatsapp –la aplicación tiene mucho “alimento” con estas cosas– una reflexión que se está compartiendo mucho en Italia: “A nuestros abuelos les pidieron que fueran a la guerra. A nosotros solo nos piden que nos quedemos en casa”. Conclusión: Si tuviera que resumir las actitudes básicas para vivir una situación de este tipo, lo haría con estas palabras: cuestionamiento, amor, aceptación, responsabilidad y solidaridad. Y para terminar: ¿También aquí es aplicable el principio de que “lo que viene conviene”? Algunas personas me lo han preguntado, entre la ironía y el enfado. La respuesta que me brota es la siguiente: Esa afirmación no significa en absoluto justificar lo que está sucediendo; tampoco aprobarlo ni resignarse. Más aún, tal afirmación no se refiere directamente a los acontecimientos que ocurren, sino a la actitud adecuada para vivirlos. Recordemos la máxima que establecía el gran místico cristiano del siglo XIII, el Maestro Eckhart, como principio de sabiduría cotidiana: “Que el hombre acepte todas las cosas como si él mismo las hubiese deseado”. Así entendida, me parece que aquella frase constituye la clave acertada para vivir todo lo que nos sucede. Aceptamos lo que hay –y si hay que pasar el coronavirus, lo pasaremos–, nos ejercitamos en decir “sí” a la Vida –aunque nuestra mente no lo entienda o incluso se resista– y comprendemos que, más allá de lo que percibimos en la superficie, la Vida es un proceso inteligente y sabe lo que hace: en lo más profundo de lo real, hay Algo que sabe. Una vez alineados o alineadas con la realidad, brotará de nosotros todo aquello que haya de hacerse. Pero eso nacerá, no desde la resistencia, la rabia, el enfado o el miedo, sino desde la aceptación profunda que permite que brote en cada caso, no la acción programada por el ego, sino aquella desapropiada que, por eso mismo, resulta adecuada en la situación concreta. En el pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro se presenta a Jesús de dos formas reveladoramente contrapuestas. Por una parte está el Jesús que, ante la noticia de la enfermedad de su amigo Lázaro, permanece aparentemente insensible -hasta el punto de dilatar su visita un par de días. El otro Jesús, por contrapartida, se echa a llorar hasta el sollozo cuando es informado de su enfermedad. Conmueve este Jesús que se deshace en lágrimas y sorprende, por el contrario, ese otro Jesús (naturalmente el mismo) que se mantiene entero ante una noticia tan grave. ¿Qué significa esto?
Por un lado, Jesús sabe que el mal no tiene verdadero poder sobre este mundo, sabe que su dominio es sólo relativo y temporal. De ahí que se mantenga tan sereno y ecuánime ante la desgracia de su buen amigo Lázaro. Sabe que, pase lo que pase, no será fatal. Ahora bien, ante el desgarro de Marta y María -sus amigas, deshechas por la pérdida de su hermano-, y ante la generalizada desolación que reina en Betania, su lugar de descanso, Jesús responde con el llanto, abrumado por la terrible y sucia marea del mal, que termina por emponzoñarlo todo. Ese mal ha sido ya vencido por Dios -así lo dicta la fe cristiana-, pero sus secuelas siguen devastando al hombre. Jesús, Cristo, sabe mantenerse en calma, cual maestro, cuando el mal llama a su puerta; pero también sabe responder con un corazón apasionado cuando asiste al estrago de sus obras. Ante la crisis mundial suscitada por la pandemia del coronavirus, a los cristianos -y a los buscadores espirituales en general- se nos pide, en primera instancia, esta doble actitud. Primero llorar, luego mantener la calma. No sólo mantener la calma, también es necesario llorar. Llorar porque hemos metido el pie en la trampa y porque ahora sufrimos por los dolores del cepo. Llorar porque decimos que la vida es una trampa, convencidos de que hay que acostumbrarse a tener el pie en el cepo. Llorar, sin embargo, no es tan sencillo. Uno llora al principio. Luego se acostumbra y se cansa y, simplemente, deja de llorar. No hay que llorar tanto, nos decimos entonces. Esto no lleva a ninguna parte. Y nos sonamos los mocos y nos llenamos de ruido para olvidarnos de las lágrimas que siguen corriendo durante largo tiempo por dentro. Llorar es lo más urgente y primordial, eso no conviene olvidarlo. Llorar es purificar. Hay que pasar por la purificación antes de llegar a la iluminación. Debemos llorar por quienes ya han muerto por este virus, por la muerte que quiere apoderarse de nosotros. Llorar por los que están infectados y por los que se infectarán. Por el egoísmo de quienes sólo piensan en salvarse ellos mismos y por la emoción que despierta ver a quienes aman a los demás. El cuerpo debe hacer su trabajo para que luego pueda entrar en juego el alma. El cuerpo debe expresar lo que el alma tiene dentro para poder dar paso a lo siguiente. El cuerpo es el primero que responde ante el mal; el alma sólo acude de verdad cuando recibe esta llamada. Todo lo demás es un altruismo peligroso. Porque la buena voluntad no basta, no tiene fuelle para sostener una situación que puede alargarse durante meses. Los creyentes, los meditadores, todos los que quieran estar a la altura del desafío que supone esta pandemia, hemos de edificarnos sobre roca. Segunda actitud: la calma. ¿Cómo se hace para mantener la calma? Hay un secreto: Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios (Jn. 11, 4), dice Jesús cuando es informado de la enfermedad de su amigo. Eso es fe: saber que todo lo que sucede y como sucede es para Su gloria. Esta es la confianza que se nos pide en esta situación: creer que todo cuanto sucede - bueno, malo o neutro- es en último término para bien. Ver lo que acontece no como una amenaza, sino como una ocasión para fortalecer el carácter y la relación con los otros y con Dios. Esa confianza básica no se improvisa, se entrena con silencio y oración. Hoy -huelga decirlo- la fe está muy denostada. Se confunde con ingenuidad infantil o con una piedad obsoleta y sentimental. Casi nadie comprende ya el coraje de creer, el temple que implica confiar. Pocos entienden que la esperanza sea una virtud, la equivocan con un simple talante optimista o con una mera actitud positiva. Una virtud, sin embargo, es siempre fruto de un cultivo o de un entrenamiento. Esto implica una escucha, un descubrimiento, una disciplina, una perseverancia... Lo que debe en un adulto morir para que pueda nacer en él la verdadera esperanza es precisamente la piedad edulcorada y la devoción pueril. Pero no es fácil vivir sin emociones reconfortantes, como tampoco lo es seguir adelante sin agarrarnos a las ficticias promesas de la magia o las de los falsos profetas, cada vez más numerosos. "Hoy la fe se confunde con ingenuidad infantil o con una piedad obsoleta y sentimental" Lázaro es el amigo muerto que hay en nosotros, deberíamos saberlo. Deberíamos saber que los infectados somos nosotros. Sólo cuando descubrimos que este mal lo padecemos todos (y esa es la experiencia de la comunión, que sólo da el espíritu), sólo entonces drena el corazón. Ese corazón humano, tan ensuciado por años de errores, va purificándose en la medida en que sabemos que las heridas del mundo son las nuestras. Esta pandemia nos da la oportunidad de dar un paso de gigantes en nuestra condición humana. En este tiempo de encerramiento domiciliario, decretado por las autoridades, se nos brinda la ocasión -siempre buscada, pocas veces encontrada- de sanar de raíz el corazón: de vaciarlo de estupidez, de vanidad, de ruido…, de sanarlo con meditación y buenas acciones. De darnos cuenta lentamente, como siempre va el Espíritu, de que esta vida es temporal y de que somos peregrinos. Quizá lo habíamos olvidado, quizá preferíamos no pensarlo. Presos por la agitación de estos primeros días, descolocados por la magnitud de la noticia, incrédulos, escépticos, preocupados, miedosos…, ahora ha llegado el momento de mirarnos por dentro para que todo vaya colocándose en su sitio. Cuando el corazón está en su sitio, todo lo demás se recoloca: los instintos -hasta entonces tiranos- dejan de exigir la primacía; la mente -finalmente desplazada- abandona los pensamientos obsesivos y estériles. Primero, pues, has de separarte de los demás (quedarte en casa, como se te ha ordenado); luego de ti mismo (ponerle a Él en el centro, desatender los infinitos reclamos del ego, lleno siempre de miedo y preocupación); finalmente se te regala un corazón puro, en cuyo centro -¡oh sorpresa!- te encuentras con los demás y contigo mismo. Quédate en casa "Presos por la agitación de estos primeros días, descolocados por la magnitud de la noticia, incrédulos, escépticos, preocupados, miedosos…, ahora ha llegado el momento de mirarnos por dentro para que todo vaya colocándose en su sitio" Ante la interesante iniciativa de Religión Digital de una colaboración teológica para la propuesta e invitación del Papa Francisco de “una Iglesia en salida”, pienso que la primera aportación deberá ser, como indica Enrique Dussel, “una descolonización epistemológica eurocéntrica de la teología… En la Edad Transmoderna que se acerca, se hará necesario rehacer la teología más allá de la Modernidad y el capitalismo… para retornar a un cristianismo mesiánico profundamente renovado”.
Los nuevos paradigmas exigen una profunda descentralización de la teología, salir de sí misma para ir al encuentro en su epistemología y métodos a fin de ser capaz, como pide el Papa Francisco a la Iglesia, de “observar y escuchar” los signos de los tiempos. Indico aquellos lugares o campos hacia los que, a mi entender, debe salir la teología si quiere ser un servicio a la llamada papal. a) El mundo de quienes sufren la desigualdad, pobreza, marginación Señala Félix Wilfred, que “gran parte de la teología actual evade frecuentemente la cuestión de la pobreza, de la desigualdad y de la exclusión… Necesita volver su mirada al mundo e intentar responder a aquella cuestiones cruciales que los seres humanos encuentran justo en el centro de su existencia… Exiliar a Dios y al prójimo del horizonte de la economía para perseguir una craso egoísmo e individualismo, constituye el mayor desafío para la teología actual”. José María Castillo insiste en que “el ser o no ser de la teología se juega en su conexión o desconexión con la vida, en especial de quienes sufren las consecuencias de una economía injusta, de la inequidad y de la injusticia”. La mirada primordial de Jesús, como insistía Metz, no se dirigió principalmente al pecado de los demás, sino al dolor humano. Por ello, continuaba el teólogo alemán, “para el cristianismo, la pregunta de partida no es ¿quién habla?, sino ¿quién sufre?”. Es decir, sin la definitiva experiencia de la encarnación en la vida de las víctimas, sin compasión y empatía con ellas, no es posible hacer teología y ser persona seguidora de Jesús, creer en Él. Por tanto es necesario interpretar la revelación divina y mesiánica de la economía de la salvación hoy –misión de la teología- desde los nuevos paradigmas de la liberación integral universal y concreta, “desde la voz del sujeto débil y marginal, desde el clamor de los inocentes y de los justos, pero que también incluye a los verdugos y los invita a un cambio de mentalidad y a la conversión del corazón”, como expone Carlos Mendoza Álvarez. Porque, en definitiva, “sólo un Dios que sufre puede socorrer” (D.Bonhöffer). b) El pluralismo religioso: al servicio de la justicia y la paz desde una ética común El concilio Vaticano II abrió las puertas a una colaboración con otras religiones y no “rechaza lo que en ellas hay de verdadero y santo”. Reprobó, en consecuencia, toda discriminación e invitó a la solidaridad, al respeto de la dignidad humana y de sus derechos para lograr la paz. El Parlamento de las Religiones del Mundo (1993), abogó por una ética mundial para conseguir un orden mundial nuevo, sin predominio de una religión sobre otra, basado en el muto reconocimiento, en la no violencia y respeto a toda vida, en el compromiso a favor de una cultura de la solidaridad y de un orden económico justo, la tolerancia y la igualdad. Andrés Torres Queiruga propuso la palabra “inreligionación” para expresar la acogida y el ofrecimiento, desde la verdad de cada religión, para un encuentro fructífero y creativo. La teología será fecunda, como afirma Luiz Carlos Susin, si sabe escuchar y ser fiel (salir) a la experiencia religiosa de los pueblos pobres y a sus testimonios. c) El ecofeminismo y su teología Teólogas de diferentes países y culturas han “deconstruido” modelos clásicos, reproductores de dependencias y esquemas androcéntricos y contribuyen a reconstruir otra visión de Dios, de la revelación, del Reino de Dios, restaurando la plena dignidad e igualdad de las mujeres en todos los órdenes de la existencia humana; también en la Iglesia. Como subraya Elizabeth A. Johnson “si la idea de Dios no logra penetrar y alumbrar la complejidad humana de la experiencia presente, más aún, si la idea de Dios no va al mismo ritmo que la realidad en evolución, entonces la experiencia de Dios muere borrándose de la memoria… La relación mutua de iguales-diferentes aparece como paradigma último de la vida personal y social… y abarca todo el tejido de la realidad” solidario, compasivo, en comunión fuente de energía para vencer al sufrimiento y sus causas con su “poder liberador de relación en su amor compasivo que penetra el dolor del mundo para transformarlo, como un aliado en la resistencia y manantial de esperanza”. Podemos decir con Rosemary Radford Ruether: “aquello que promueve la plena humanidad de las mujeres viene del Espíritu Santo, refleja una verdadera relación con lo divino, constituye la plena naturaleza de las cosas, el auténtico mensaje de redención y la misión de la comunidad redentora”. d) Desde una nueva visión del universo y nuevos paradigmas Todos somos fruto de un mismo Creador y formamos parte inseparable de esta creación divina, en donde estamos relacionados profunda e íntimamente, afirma el papa Francisco en su encíclica Laudato Si¨. Por tanto, cuando se hace daño a la tierra, se hace daño a la humanidad y viceversa; el pobre, el necesitado, el oprimido es el primer daño ecológico de esta casa común. En consecuencia, la destrucción de la tierra es no sólo una injusticia social, sino una profanación ecocida, biocida y geocida, un pecado contra Dios como Creador, contra Jesucristo como Liberador y contra su Espíritu como Vivificador. Por tanto, las acciones que se inscriben en una línea de defensa y protección de la vida son signos de la presencia de Dios que con su Espíritu sigue aleteando sobre la tierra (Gn 1,1-2), fecundando iniciativas que protejan la vida, que creen vida. Por ello hoy, en medio del diluvio destructor de la globalización, se renueva la promesa de la alianza en los signos de los tiempos ecológicos (Gn 9,8-15). La tierra es símbolo de Dios, manifestación de su Espíritu. Los dinamismos que en ella brotan, defendiéndola, renovándola, protegiéndola -en especial a quienes están más desprotegidos y son víctimas de explotación- siguen siendo experiencia de su presencia creativa y compasiva, que comunica vida, de su alianza con la humanidad y su casa. Las actuales investigaciones científicas y su concepción del universo abren un campo inmenso para una visión ecoteológica donde adquiere sentido nuevo la misma interpretación de la vida, de la evolución, de la realidad. Se plantea lo que llaman algunos un paradigma posreligional desde una ‘teología planetaria’ (J.M. Vigil) que pide a la teología salir de su esquema religioso para elaborarse en las claves de ser nueva concepción que supera los clásicos dualismos clásicos y descubre una relación con Dios en lo más profundo de la existencia del universo en continua expansión y creación. Si la teología quiere ayudar, colaborar para una salida significativa y eficaz de la Iglesia en el mundo de hoy, debe afrontar esos desafíos que le exigen o plantean una salida de sí misma, de sus paradigmas clásicos para abrirse a nuevos paradigmas plurales que provienen de esos lugares “teológicos” actuales. Todo el relato es simbólico, como la Samaritana del domingo pasado y la resurrección de Lázaro del próximo. Se propone un proceso catecumenal que lleva al hombre de las tinieblas a la luz; de la opresión a la libertad; de no ser nada a ser plenamente hombre. Jesús acaba de decir: “Yo soy la luz del mundo”. Lo repite y lo va a demostrar con hechos, dando la vista al ciego. Jesús no le consulta, pero no suprime su libertad, le da la oportunidad, pero la decisión queda en sus manos. Tendrá que ir a lavarse. Los demás personajes siguen en su ceguera: fariseos, apóstoles, paisanos, padres.
Al mezclar la tierra con su saliva está simbolizando la creación del hombre nuevo, compuesto por la tierra-carne y la saliva-Espíritu. De ahí la frase que sigue: le untó su barro en los ojos. El barro, modelado por el Espíritu, es el proyecto de Dios realizado ya en Jesús, y con posibilidad de realizarse en todos los seres humanos. Jn usa dos verbos para indicar la aplicación del barro en los ojos: aquí untar-ungir, en relación con el apelativo de Jesús "Mesías". Más adelante dirá sencillamente aplicar. Aquí está la clave de todo el relato. El ciego es ahora un “ungido”, como Jesús. El hombre carnal ha sido transformado por el Espíritu. La duda de la gente sobre la identidad del ciego refleja la novedad que produce el Espíritu. Siendo el mismo, es otro. El hombre ciego ya era libre pero no lo había descubierto todavía. De ahí que el ciego utilice las mismas palabras que tantas veces, en Jn, utiliza Jesús para identificarse: "Soy yo". Esta fórmula refleja la identidad del hombre transformado por el Espíritu. Descubre la transformación que se ha operado en su persona y quiere que los demás la vean. El ciego, que hasta entonces era solo carne, se dejó transformar por el Espíritu. Debemos tomar conciencia de que el relato no da ninguna importancia al hecho de la curación física. Lo despacha con media línea. Lo que de verdad importa es que este hombre estaba limitado y carecía de toda libertad antes de encontrarse con Jesús. Su vida era anodina y dependiente de los demás. Ahora está llena de sentido. Pierde todo miedo y comienza a ser él mismo, no solo en su interior sino ante los fariseos que le acosan. La piscina de Siloé estaba fuera de los muros de la ciudad. Recogía el agua de la fuente de Guijón que llegaba a ella conducida por un canal-túnel (de ahí el nombre arameo de "siloah"=emisión-envío, agua emitida-enviada). Jn aplica el nombre a Jesús, el enviado. La doble mención de untar-ungir y la de la piscina, término que era utilizado para designar la fuente bautismal, nos muestra que se está construyendo este relato a partir de los ritos de iniciación (bautismo) de la primera comunidad. Al principio del relato no se había mencionado que era mendigo, incapacitado y dependiente de los demás. El punto de partida es clave para resaltar el punto de llegada. Jesús le va a dar la independencia. Le hace un hombre cabal. Tampoco se había mencionado que era sábado. Jesús no tiene en cuenta esa circunstancia a la hora de hacer bien al hombre. Amasar barro estaba explícitamente prohibido por la Ley. El amasar el barro el día séptimo, prolonga el día sexto de la creación. Jesús termina la creación del hombre. A los fariseos no les importa que un hombre haya sido curado. No se alegran del bien del hombre. Solo les interesa la Ley y creen que a Dios tampoco le importa el hombre. Acuden a los padres para desvirtuar el hecho que no pueden negar. Los padres son gente sometida, en tinieblas. La pregunta es triple: ¿Es vuestro hijo? ¿Nació ciego? ¿Cómo recobró la vista? Los padres responden a las dos primeras preguntas, pero a la tercera, la más importante, no se atreven a responder. El miedo les impide aceptar cualquier complicidad con el hecho. Tienen miedo de ser expulsados de la institución. Al fallarles la argucia empleada con los padres, intentan confundir al ciego. Quieren, por todos los medios, conseguir la lealtad del ciego aún en contra de la evidencia. Condenan a Jesús en nombre de la moral oficial y pretenden que le condene también el que ha sido curado. Ellos lo tienen claro, Dios no puede estar de parte del que no cumple la Ley. Dios no puede actuar contra el precepto ni siquiera en benefició del hombre. Quieren hacerle ver que la vista de que ahora goza es contraria a la voluntad de Dios. El ciego no tiene miedo. Expresa lo que piensa ante los jefes. A las teorías opone los hechos. Puede que se haya quebrantado la Ley, pero lo que ha sucedido es tan positivo para él, que se hace la pregunta: ¿No estará Jesús por encima del sábado? Ha visto el amor gratuito y liberador. Él sabe ahora lo que es ser un hombre y sabe también lo que es Dios. Él ahora ve, los maestros están ciegos. Descubre que, en Jesús, está presente Dios. El hombre utiliza una teología admitida por todos. Dios no está de parte de un pecador. Los fariseos están tan seguros de sí, que dudan de la misma realidad. El ciego no sabe nada, pero le es imposible negar lo que personalmente ha vivido. Por no negar su propia experiencia ni renunciar al bien que ha recibido, lo expulsan. Con su mentira han querido apagar la luz-vida. Al no conseguirlo, el hombre no puede permanecer dentro del ámbito de la muerte-tiniebla, que es la sinagoga. Lo mismo que Jesús tuvo que salir del templo, el ciego, que ha recibido la luz, tiene que salir de la institución judía. "Fue a buscarlo". El (euron) griego no significa un encuentro fortuito, sino el fruto de una búsqueda. El contraste salta a la vista. Los fariseos lo expulsan, Jesús lo busca. No le dice, como al inválido de la piscina, que no vuelva a dejarse someter, porque ya se había mantenido firme ante los fariseos. Con su pregunta acaba la obra de iluminación. La acción de Jesús había hecho descubrir al ciego una nueva manera de ser hombre, cuyo modelo era Jesús, "el Hombre". Jesús quiere que tome conciencia de esta realidad. El relato termina con la plena aceptación de Jesús por parte del ciego. "Se postró" (prosekinesen en griego) es el mismo verbo con que se designa la adoración debida a Dios en (Jn 4,20-24). El gesto de postrarse para adorar a Jesús no es infrecuente en los sinópticos, sobre todo en Mt, pero éste es el único pasaje de Jn en que aparece. Jesús, el Hombre, es el nuevo santuario donde se puede verificar la presencia de Dios. El ciego, expulsado, encuentra en Jesús el verdadero santuario, donde se puede rendir el culto a Dios ‘en espíritu y verdad’, anunciado a la Samaritana. Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean y los que creen ver se queden ciegos. Era inconcebible que alguien pudiera tener por ciegos a los que estaban encargados de indicar el camino a los demás. Estas no son palabras de Jesús sino de los cristianos de finales del s. I. Clara alusión a los fariseos que se habían erigido en guías del pueblo. ¿También nosotros estamos ciegos? Eran los conocedores y cumplidores de la Ley, que tenían por ciegos a los demás. La respuesta de Jesús deja clara la realidad: Los que más cerca se creen de Dios, son los que menos le conocen. Meditación Creer en Jesús es creer en el Hombre. Él es el modelo de hombre, el hombre acabado según el designio de Dios Jesús es, a la vez, la manifestación de Dios y el modelo de hombre. En su humanidad, se ha hecho presente lo divino. Mi meta es también dejarme transformar en Espíritu. Para ello hay que nacer de nuevo. Para profundizar ¿En qué grupo me encuentro yo? ¿Soy de los que ven pero no ven O de los que no ven pero ven? Si está leyendo esto, es que algo ves Sé consciente de que tienes que aclararte algo más El relato se propone como un proceso Empieza con una experiencia personal Y termina postrándose ante Jesús. Conocimiento y experiencia inseparables. Jesús es la luz del mundo porque vio la Luz dentro de él No me va a iluminar desde fuera Sino ayudándome a descubrir mi propia Luz La luz-vida ya está en el fondo de mi ser Si miro hacia fuera, nunca la descubriré Vivir mi verdadero ser me hará libre Pero lo esencial de mí, no se ve con los ojos Solo desde la verdad que soy, seré hombre cabal Ninguna de mis limitaciones me impedirá ser yo Debo procurar superar toda limitación Pero lo que soy no dependerá nunca de ellas Solo el ciego ve lo que hay que ver No se trata de una curación médica y fisiológica La curación es solo el pretexto para hablar de otra visión La verdadera visión del ciego está más allá de la vista Mi error será dejarme llevar por lo que ven los ojos También yo estaré ciego, mientras no me deje iluminar desde dentro Toda la Luz del mundo está ya en mí |
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