Durante siglos el Cristianismo ha marcado las mentes de las personas, siendo este uno de los mayores ideales en la humanidad. Se puede observar que la publicación de las 95 tesis de Martin Lutero y la traducción de la Biblia, marco el principio de una nueva era y el nacimiento de la gran reforma protestante, liderada por Martin Lutero, ya que con su valentía y dedicación logro desenmascarar la iglesia católica, la cual guardaba secretos utilizándolos a favor de ellos para engañar a los feligreses.
"En consecuencia, yerran aquellos predicadores de indulgencias que afirman que el hombre es absuelto a la vez que salvo de toda pena, a causa de las indulgencias del Papa." Como lo expresa Lutero, en su Tesis 21, Publicada en Wittenberg el 31 de octubre de 1517. ¿Cuál cree que sea uno de los mayores errores de la Iglesia Católica? Se pueden destacar como uno de los principales errores de la iglesia católica, fue la creación de las indulgencias, las cuales pretendían obtener dinero a través de la fe de los feligreses, otorgándoles el perdón de pecados y la absolución de penas en el purgatorio. Martin Lutero quiso debatir estas ideas creadas por la Iglesia, creando una gran disputa entre la ambición y la fe. "Del mismo modo: ¿Por qué el papa, cuya fortuna es hoy más abundante que la de los más opulentos ricos, no construye tan sólo una basílica de San Pedro de su propio dinero, en lugar de hacerlo con el de los pobres creyentes?" Lutero Martin, 1517, Tesis 86. Como lo menciona Lutero en unas de sus Tesis, las opulencias extravagantes de los jerarcas de la iglesia católica estaban salidas de contexto, porque si comparamos la vida de Jesús, un hombre sencillo, humilde y lleno de amor el lujo era algo irrelevante, pero para los enarcas de la iglesia era todo lo contrario. Por esto se puede observar que el protestantismo ha influido un nuevo renacer de la fe a cristo y ha influenciado muchas generaciones, para retomar el camino y legado que cristo nos dejó, así transformando la mente de Aquellos que ven a Jesús como el único camino de salvación. Gracias a la traducción de la Biblia al alemán y después al inglés, se abrió una brecha entre el pueblo y la iglesia. Ya que se puedo conocer el verdadero mensaje de la palabra de Dios, desmitificando las mentiras de la iglesia católica. Como es de conocimiento de todos, la Biblia es uno de los libros más antiguos de la humanidad y esta traducido a diferentes idiomas, y aun pese a q han trascurridos los años sigue siendo un libro sagrado que es consultado por miles de personas al rededor del mundo y es considerado patrimonio de la humanidad. En conclusión Martin Lutero ha sido reconocido uno de los hombres más importantes para Alemania, ya que hizo aportes muy valiosos para su Nación, dando al pueblo la libertad de aprender, leer y así mismo la libertad de pensar y creer.
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Estamos ya cerca de Jerusalén, en Jericó. En el evangelio de Lucas, este viaje a Jerusalén es un itinerario de formación, que Jesús da a sus discípulos, para la misión que les va a encomendar. La lección de hoy es genial. Nos presenta a Zaqueo como modelo, prototipo o ideal para los que quieran ser seguidores de Jesús. El aprendizaje que se espera en esta clase: El encuentro con Jesús puede transformar tu vida si lo buscas con empeño. Ensaya ser Zaqueo. Merece la pena.
Lc, en este relato, lleva muy bien la secuencia del texto. Todos están pendientes de lo que va a suceder. Zaqueo quiere conocer a Jesús y es bajo de estatura. Se sube, sin apuros, a un sicomoro para ver a Jesús que va a pasar por allí. No le importa nada si alguien ve aquello como un poco ridículo y comprometido. Un hombre importante y rico, un súper-publicano, la gente de Jericó le conoce, subido en un árbol grande para ver a Jesús. Nada le importa todo esto con tal de lograr su objetivo: conocer a Jesús. Al pasar junto al sicomoro, Jesús levanta la vista, también Jesús quiere conocer a Zaqueo: ¡Zaqueo baja, que quiero que me invites a tu casa! Jesús se autoinvita. Dos miradas que se encuentran. Dos buscadores que se descubren. El salto que debió dar Zaqueo nos lo imaginamos. ¡¡Claro!!¡¡ Vamos a casa!! Está contento como unas pascuas. Contraste: Zaqueo es rico y feliz, el joven rico del encuentro con Jesús se va triste porque era rico. Dos tipos de ricos que buscan y se encuentran con Jesús pero con resultados diferentes. Esto da que pensar. A un rico, el joven, la riqueza le esclaviza, le aplasta y al otro, Zaqueo, la riqueza le salva. Al acabar el comentario veremos cómo y por qué. La conversación durante la comida debió ser de lo más interesante. Los fariseos presentes murmuran: ¡¡Ha entrado en casa de un pecador y está comiendo con él!! Y Zaqueo, borracho de alegría, tira la casa por la ventana: Doy la mitad de mis bienes para los necesitados y a quien haya robado le repararé en cuatro veces. A eso Jesús llama salvación: ¡¡Hoy ha sido la salvación de esta casa!! ¡Acabáramos! ésta es la clave. Zaqueo había intuido que acercarse a Jesús le convenía. Aunque era rico e importante en la ciudad, sabía que el dinero no da la felicidad ni la plenitud. Y en el encuentro con Jesús descubre dónde está su felicidad. El encuentro con Jesús está llenado su vida, dándole un nuevo rumbo y sentido. Está transformado su vida. A Zaqueo le han salido muy bien las cuentas. Ha conseguido más de lo que buscaba. No esperaba tanto. No sabía lo que le espera detrás de ese encuentro. De ahí su respuesta tan inesperada, tan generosa. Se desprende de lo que era y tenía a cambio de un tesoro no perecedero. Ha encontrado la perla que como buen comerciante no se la deja arrebatar. Hay que felicitar a Zaqueo. ¡¡Hoy ha llegado la salvación a esta casa!! Verdaderamente la enseñanza ha sido muy bien impartida. Y el aprendizaje de Zaqueo sobresaliente. Veamos ahora lo que tenemos que aprender nosotros. Situémonos como zaqueos, trasplantados a nuestro contexto social y religioso. Como Zaqueo somos ricos insatisfechos. Como Zaqueo somos buscadores de plenitud y sentido, anhelamos como él, no sabemos qué. Jesús lo llama salvación. El evangelio de Lucas cierra el relato de hoy con estas palabras: “Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. Como Zaqueo nos sentimos buscadores y buscados y estamos encontrados entre los perdidos, nos sabemos salvados y salvadores. De la lectura de hoy hemos aprendido que también nosotros, los ricos insatisfechos, podemos descubrir dónde está la felicidad, la plenitud que anhelamos. En hacer lo que hizo Zaqueo. Se contagió del Espíritu de Jesús. Se convirtió en seguidor-discípulo de Jesús. Asumió los valores del Reinado de Dios. Zaqueo es un modelo de rico que comparte sus riquezas con los necesitados. Zaqueo se humaniza y enseña a los ricos a humanizarse. Asume una ética de solidaridad y austeridad compartida. Jesús salva a Zaqueo y a todos nosotros de nuestras riquezas. Los ricos se salvan compartiendo lo que tienen con los necesitados. Es el único modo de poder hacer un mundo más justo y más humano. Señor: ¡¡¡ Ayúdanos a ser zaqueos!!! El mundo sería diferente si personas concretas, a lo largo de la historia, no se hubieran atrevido a salir de los moldes.
Recordando los inicios del cristianismo, con Juan Bautista sumergiendo a las personas en el Jordán, con sabor a exigencia, no puedo menos que valorar mucho que Jesús, según el texto, se sumergiera. Jesús se sumerge y: experimenta, escucha, siente, evoluciona. Ese paso de Jesús es determinante para la evolución de una religiosidad. Él nos acerca el abrazo fresco de Dios, recibido en las aguas. Lo que para otros fue purificación, perdón…para él es de un empoderamiento imparable. Esa experiencia le cambia. Le hace evolucionar. Y yo, ¿me sumerjo? Hoy poco nos atemorizan los predicadores… gracias a Dios hemos madurado, pero la pregunta importante es si el agua me atrae, si me sumerjo en “el Jordán” por voluntad propia. Sumergirnos es necesario para evolucionar, y así contribuir al desarrollo de procesos nuevos o de los que vamos tomando consciencia en nosotras y en los otros. Sumergirme es sinónimo de dejar a Dios, la Vida, trabajar en mí. El agua, con su irreductible misterio, con su capacidad de gestar vida, es también un símbolo de dejar lo viejo para dejarme sumergir en lo de Dios, nunca viejo, nunca gastado. Como el agua, se la puede ver sucia, pero no vieja. El agua que corre, que fluye, siempre es nueva. Cuando se detiene, se encharca y se pudre. Se convierte en fuente de infección. Dios: Ruah, aire, aliento, espíritu, dinamismo, puro fluir. Se encharca el agua y por ende la evolución de aquel maravilloso inicio, cuando nos atrevimos a sumergirnos, cuando Ruah fluía y alentaba nuestra vida. Necesito sumergirme de nuevo. Vivo muy cerca del Camino del Norte (Camino de Santiago). El peregrino y la peregrina forman parte de nuestro paisaje. Ellas y ellos caminan. Es otra manera simbólica de adentrarse en caminos desconocidos, para descubrir su mapa interior. Sí, maravilloso trazado que intuimos está, y no acabamos de descubrir. Para ello, hay que sumergirse en el paisaje que te va acompañando e invitando a entrar, a soltar, a escuchar. A un lado el mar, el acantilado, el ruido del agua, que recuerda la del Jordán del que todos procedemos, porque allí surgió un proyecto que evoluciona con nosotros. Al otro, la vida, las gentes, el ajetreo, el dolor y el amor con sus pasiones y rutinas…todo, desde el Camino se reinterpreta. Por un lado el mar, su bravura, su frescura e intrepidez, por el otro, las gentes con nuestras infinitas capacidades en desarrollo, en evolución, regaladas a la humanidad, o, estancadas en nuestros miedos empequeñecedores. ¡Nutramos al peregrino que llevamos dentro! Dejemos que se sumerja en el agua y en el paisaje, hermoso y hoy amenazado. El agua nos acompaña. Colaboremos con la evolución adentrándonos en “nuestros Jordán”. Y disfrutemos, disfrutemos del paisaje de fuera descubriendo así el de dentro. Y si te apetece, prueba de orar, ahí, afuera. Lo vas a disfrutar. Deja, poco a poco, emerger tu mapa interior. Contémplalo y agradece, agradece… todo. Lo bueno, lo buenísimo y lo difícil y tortuoso. Así es el camino. Normalmente después de una tortuosa subida, difícil y larga, hay un paisaje de los que cortan el aliento. Por nuestra parte, para dejar emerger el mapa interior y fruir del exterior, preparamos una liturgia en el bosque o en la playa, o en los acantilados… todos los meses en un sitio diferente, afuera, donde la vida evoluciona y los humanos nos engrandecemos, somos iguales, somos Uno. Y, una Pascua cerca de peregrinos, para entender el camino, dejándonos acompañar por sus preguntas y sus experiencias… y para estar cerca de los que sí caminan, y aprender de ellos y ellas, y disfrutar con ese fluir de vida. Es una pequeña manera de colaborar con la evolución y de seguir evolucionando. Al terminar de impartir un curso en su fase bíblico-teológica de la Arquidiócesis de Los Ángeles, una de las alumnas aspirante a catequista se me acercó con una pregunta directa: ¿usted de dónde saca tanta fe a pesar de esta realidad caótica?
Por impulso, mi respuesta fue abrazarla y responderle: porque Dios está en esta realidad. Ya camino a casa reflexionaba y me preguntaba: ¿”de dónde saco tanta fe”, de donde me viene la necesidad por la oracion, la sensibilidad por el culto de adoración a Dios? Comencé a unir los puntos dispersos en mi memoria, y así nació la autobiografía de mi fe. La experiencia de Dios para mí ha sido de oscuridad unas veces y otras de inmensa luminosidad. Segura estoy sin embargo, que en todos esos momentos el amor de Dios me ha acompañado. Esta certeza ha sido intuitiva, casi instintiva, y estoy consciente de que esto no me hace especial. Las personas por naturaleza intuimos a Dios y buscamos diferentes maneras de entrar en una dinámica dialógica con esa realidad que racionalmente entendemos poco, pero que sentimos con seguridad que está allí, en algún lugar y en nosotros. Descubrí mi propia fe por la experiencia de la oración antes que de la adoración. La oración fue siempre espontánea, de pequeña hablaba con Dios todo el tiempo especialmente porque me intrigaba saber dónde estaba su casa. Me llamaba la atención la brillante hermosura de la luna porque sospechaba que allí era donde vivía. Recuerdo una luna especial, tal vez yo tendría unos cinco años, una noche en el campo, sentada alrededor de una fogata con los campesinos que trabajaban en el rancho de mi abuelo, admirábamos una magnifica luna; una de esas hermosas lunas llenas de octubre de las que una cree que puede tocar si se pega un salto bien alto. Aquella noche tomé una ramita seca de un árbol, la más larga que encontré, y me trepé en el regazo de mi abuelo porque quería alcanzar esa luminosidad redonda, dar unos pequeños toquecitos (toc, toc, toc…) y gritaba: Dios, asómate ¡quiero verte! Mi ingenuidad asociaba la habitación de Dios con aquella luna perfecta y deslumbrante que parecía palpitar. La experiencia de la adoración vino al terminar las cosechas ese mismo año. Los campesinos hicieron una cruz con mazorcas de diferentes colores, la pusieron en una pequeña capilla que habían pintado de blanco, la adornaron con flores, encendieron veladoras, se hincaron frente a ella, cantaron y rezaron. Supe después que era un acto de adoración que hacían año con año para dar gracias a Dios por las cosechas. Para mí fue la primera vez. En la vida de mujer adulta, una vida llena de experiencias como la de ser una madre que lucha por que sus hijos encuentren su propia identidad desde una minoría a la que se intenta deshumanizar desde el poder, he aprendido que la fe, la oración y la adoración a Dios, son acciones alternativas con las que se puede llenar lo cotidiano para vivir de cara a este mundo convulsionado, agitado por el odio, el racismo y la intolerancia, realidad que nos ha tocado vivir. Como católica adquiriendo y transmitiendo una formación teológica y espiritual sólida, he comprendido que es indispensable retomar la riqueza de los recuerdos, las tradiciones y la Tradición para habitar esta realidad nuestra de manera consciente, integrar todas estas experiencias para iluminar mi propia fe y mi vida de oración junto a la de las personas que llegan a mis clases y que deciden redescubrirse, verse a sí mismas a través de la sutil transparencia de Dios. Estas personas sienten nostalgia de su propia fe y deciden reencontrarse y profundizar en ella. Una fe que sea capaz de significar la adoración como símbolo visible de esa dinámica de compenetración entre los seres humanos y la divinidad que nos hace aprender a ver la vida diaria no solo como lugar teológico que nos ofrece posibilidades reales de descubrir que la humanidad es la casa de Dios; sino que además es la vida y la humanidad la auténtica oracion capaz de transformar toda realidad caótica. Me han visto como mujer de fe, como mi alumna aspirante a catequista, me han llamado también feminista, reformista y hasta ignorante en el correo de algún lector…Yo soy una amante de Dios, en las altas y bajas, en los momentos de oscuridad y luminosidad que ha habido en mi espiritualidad. Consiente estoy de que he de adquirir solidez para ser reflejo de una fe auténtica, robusta, inspiradora y propositiva. Ser amante de Dios ha implicado saber ofrecerse voluntariamente para evidenciar lo esencial de la divinidad en esta realidad que se convulsiona, descubrirle en nosotros los seres humanos, en la fe de la otra persona, en los actos de adoración que llevamos a cabo en la casa, con los hijos, con las amigas, en el trabajo, en la comunidad y hasta en los cultos religiosos. Estoy consciente así mismo, de dar el justo valor a esa espiritualidad genuina gestada en mi infancia, la que me hacía sospechar que el Dios amante vive también en el hermoso halo luminoso de aquella luna que me sedujo de niña y me abrió a las dimensiones profundas de esta fe que sigue nutriendo y llenando de vida toda mi existencia. Por fin un día lo tenemos fácil. Hoy cualquiera podía hacer la homilía. Se entiende todo y a la primera, a pesar de que la elección de los personajes no es inocente, ni en este caso ni en la parábola del buen samaritano. En el primer caso, la alusión a un sacerdote y un levita nos advierte de una tensión entre las primeras comunidades y la jerarquía del templo. En la parábola que hoy leemos, se advierte la animadversión de los cristianos contra los fariseos, sobre todo después de la destrucción del templo cuando, al desaparecer el sacerdocio, se alzaron con el santo y la limosna y emprendieron una persecución sin cuartel contra los cristianos.
Esa postura no es exclusiva de los fariseos, ni mucho menos. Lucas, en la introducción a la parábola, lo deja muy claro: “por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. El caso es que un hombre se siente excelente y falla en su apreciación. Otro se siente pecador y también falla al considerar que Dios está lejos de él, por ello. Lo más normal de mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios todo es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras. Es una profunda lección la que debemos aprender de este relato. El mensaje se repite muchas veces en los evangelios. Recordemos la frase que Mateo pone en boca de Jesús: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. ¿A quién dijo eso Jesús? A los fariseos, los estrictamente cumplidores de toda la Ley, que hoy serían los religiosos de todas las categorías. Aún hoy, desde nuestra visión raquítica del hombre y de Dios, nos resulta inaceptable esta idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin tener en cuenta las actitudes personales, que son las que de verdad califican las acciones de las personas. Y lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos que lo que sentimos. Dios no está alejado de los dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios se debe a su amor incondicional y a pesar de sus fallos. En consecuencia el publicano está más cerca de Dios a pesar de sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene la obligación de amarle porque se lo ha ganado a pulso. “Los buenos de toda la vida” tienen mayor peligro de entrar en esta dinámica para con Dios. Si nos atreviésemos a pensar, descubriríamos lo absurdo de esa postura. Todo lo bueno que puedo descubrir en mí viene de Él, que desde lo hondo de mi ser lo posibilita. Dios no me quiere porque soy bueno. Dios me quiere porque Él es amor. Si parto del razonamiento farisaico (y con frecuencia lo hacemos) resultaría que el que no es bueno no sería amado por Dios, lo cual es un disparate. Este razonamiento parte de la visión ancestral que los seres humanos tenían de Dios, pero tenemos que dar un salto en nuestra concepción de un dios separado y ausente, que exige nuestro vasallaje para estar de nuestra parte. Dios no me puede considerar un objeto porque nada hay fuera de Él. El fallo más grave que podemos cometer como seres humanos es precisamente considerarnos algo al margen de Dios. Dios me está aportando lo que soy antes de empezar a existir, es ridículo que pueda merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don y tratar de agradecerlo, haciéndole presente en mi vida. Si no respondo adecuadamente a lo que Dios es para mí, la única actitud adecuada es reconocerlo, pedirle perdón y agradecerle con toda el alma que siga amándome a pesar de todo. Estas simples reflexiones me llevarán a sacar una consecuencia simple. No tengo que ser bueno para que Dios esté de mi parte. Porque Él me quiere y no me falla como yo hago con Él, voy a intentar ser agradecido fallándole menos y tratar de imitarle. También tendrían consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien conmigo no tiene ningún valor religioso. Es verdad que es lo que hacemos todos, pero tenemos que revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece, estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la plenitud de humanidad. Ser más humano me hace a la vez, más divino. Hemos interiorizado que debíamos actuar divinamente, aunque ese intento llevara consigo el olvidarse de las más elementales normas de humanidad. Los altares están llenos de santos que se olvidaron por completo de las relaciones verdaderamente humanas. El domingo pasado hablábamos de la oración. Hoy nos propone dos modos de orar, no solo distintos sino completamente contrarios. Cada oración manifiesta la idea de Dios que tiene uno y otro. Para uno se trata de un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor que llega a mí sin merecerlo. Ojo al dato. Porque la mayoría de las veces estamos más cerca del fariseo que del publicano. Una vez más tengo que advertir de la importancia de hacer una reflexión seria sobre este asunto. No basta ser bueno por una acomodación estricta a la norma. Hay que ser humano, respondiendo a las exigencias de nuestro auténtico ser. He tenido problemas serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera. La respuesta automática era: Dios es amor, pero es también justicia. Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo escrupulosamente su santa voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple nada de lo que Él manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a nuestra manera. Para superar esta tentación debemos abandonar la idea de una religión aceptada como programación, que me viene de fuera. El hecho de que el programador sea el mismo Dios no cambia la mezquindad de la perspectiva. Debemos descubrir la bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese descubrimiento no es tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Ningún hecho u omisión son buenos porque están mandados. Están mandados porque lo exige mi ser más profundo, que está más allá de mi ego superficial. Para descubrir esas exigencias tengo que aprovecharme de la experiencia de otros seres humanos que lo han descubierto antes que yo, pero en ningún caso quedo dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa experiencia toda la religiosidad se queda reducida un puro ropaje externo que no toca lo profundo de mi ser. El desaliento, que a veces nos invade, es consecuencia de un desenfoque espiritual. Nada tienes que conseguir ni por ti mismo ni de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son solo la demostración de que no has descubierto lo que eres, pero todas las posibilidades de alcanzar esa plenitud siguen intactas. Piensa en esto: las limitaciones que descubres cada día, y que tanto nos hacen sufrir, no pueden malograr todas las posibilidades que me acompañan siempre. Cuando te sientas abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo. Alguien único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. Se habla mucho últimamente de la autoestima. Es imprescindible para poder desarrollarte, pero nunca puede apoyarse en las cualidades que puedes tener o no tener y que son secundarias. Esa pretensión de desplegar la autoestima en las cualidades adquiridas, o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo fracaso. Tomar conciencia de que lo que soy no depende de mí es la clave para una total seguridad en lo que soy. Soy mucho más de lo que creo ser. A pesar de mí, mi valor es infinito. Meditación-contemplación No te conformes con aceptar la religión como programación. Aprovecha la experiencia de otros para conocerte mejor. Descubre tu ser verdadero y actúa en consecuencia. Lo humano que hay en ti, tienes que desplegarlo. Baja a lo hondo de tu ser y descubre lo que eres. No tienes que alcanzar nada, solo vivir lo que ya eres. El Catecismo que estudié de pequeño decía que Dios “premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es con frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como tales.
Dios, un juez parcial a favor del pobre Esta es la imagen que ofrece la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico. Lo más curioso de este texto es que no lo escribe un profeta, amante de las denuncias sociales y de las críticas a los ricos y poderosos, sino un judío culto, perteneciente a la clase acomodada del siglo II a.C.: Jesús ben Sira. Y la imagen que ofrece de Dios dista mucho de la que tenían bastantes israelitas. No es un Dios imparcial, que juzga a las personas por sus obras; es un Dios parcial, que juzga a las personas por su situación social. Por eso se pone de parte de los pobres, los oprimidos, los huérfanos y las viudas; los seres más débiles de la sociedad. Comienza el autor diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos los pueblos, enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los poderosos y en contra de los débiles. Dios, un juez parcial a favor del humilde El evangelio de Lucas ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin relación con el ámbito económico. La parábola es fácil de entender, pero conviene profundizar en la actitud del fariseo. La confesión de inocencia Un niño pequeño, cuando hace una trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”. Esta tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del capítulo 150 del Libro de los muertos, una de las obras más populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”, porque el difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había cometido. Algo parecido encontramos también en algunos Salmos. Por ejemplo, en Sal 7,4-6: Señor, Dios mío, si he cometido eso, si hay crímenes en mis manos, si he perjudicado a mi amigo o despojado al que me ataca sin razón, que el enemigo me persiga y me alcance, me pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo. O en el Salmo 26(25),4-5: No me siento con gente falsa, con los clandestinos no voy; detesto la banda de malhechores, con los malvados no me siento. La profesión de bondad Existe también la versión positiva, donde la persona enumera las cosas buenas que ha hecho. Encontramos un espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el protagonista proclama (Job 29,12-17): Yo libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso, recibía la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda; de justicia me vestía y revestía, el derecho era mi manto y mi turbante. Yo era ojos para el ciego, era pies para el cojo, yo era el padre de los pobres y examinaba la causa del desconocido. Le rompía las mandíbulas al inicuo para arrancarle la presa de los dientes. El orgullo del fariseo Volvamos a la confesión del fariseo: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.» Si el fariseo hubiera sido como Job, se habría limitado a las palabras finales: Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Pero al fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y considera que Dios está por completo de su parte. La humildad del publicano En el extremo opuesto se encuentra la actitud del publicano. A diferencia de Job, no recuerda sus buenas acciones, que algunas habría hecho en su vida. A diferencia del Libro de los muertos y algunos Salmos, no enumera malas acciones que no ha cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos concretos se fija en su actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se golpea el pecho: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. En el AT hay dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David y Ajab. David reconoce su pecado después del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de su esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero en ambos casos se trata de pecados muy concretos, y también en ambos casos es preciso que intervenga un profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la maldad de sus acciones. El publicano de la parábola muestra una humildad mucho mayor. No dice: “he hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los ojos; él mismo se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina. Dios, un juez parcial e injusto Al final de la parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el piadoso fariseo es condenado, mientras que el pecador es declarado inocente: Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. ¿Debemos decir, en contra del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a los buenos”? ¿O, más bien, debemos cambiar nuestros conceptos de buenos y malos, y nuestra imagen de Dios? He aquí una joya de sabiduría psicológica y espiritual. Y para evitar el juicio apresurado, será bueno ver que los dos personajes de la parábola representan dos actitudes que seguramente habitan en cualquiera de nosotros.
El “fariseo” simboliza el ego que vive de la comparación, el juicio y la descalificación. La comparación permite afirmarse, separándose, frente a los otros; el juicio es inevitable en el estado mental, ya que pensar equivale a juzgar, es decir, a colocar “etiquetas” a todo y a todos; la descalificación del otro supone afirmar la propia “superioridad” moral o personal. La imagen del “publicano”, por su parte, alude a la consciencia de nuestra propia vulnerabilidad, con su carga de debilidad, error, mentira e incluso maldad: lo que, genéricamente, se ha entendido como “pecado”. El primero vive instalado en el orgullo neurótico y, desde él, condena en el otro todo aquello que en sí mismo ni acepta ni quiere ver. En ese sentido, vive en la mentira, porque es incapaz de reconocer y aceptar su propia sombra. Y, al no verla, se ve forzado a proyectarla en el otro, sin advertir que, con toda probabilidad, aquello que condena es lo que, en su inconsciente –eso es la sombra–, desearía vivir. De modo que, mientras está presumiendo de no ser “como los demás: ladrones, injustos, adúlteros” –“dime de qué presumes y te diré de qué careces”–, sin que él lo advierta, su inconsciente está susurrando: “no soy como los demás…, pero me encantaría serlo”. ¿Resultado? Es un hombre no reconciliado consigo mismo –no “justificado”, en el lenguaje de la parábola-. A diferencia de quien se refugia en su imagen idealizada, el segundo reconoce sencillamente su verdad y se acepta con ella. No hay comparación, ni juicio ni descalificación de otros. Hay aceptación de la propia verdad, sin maquillarla –eso es humildad–, que produce un resultado diametralmente opuesto al anterior: termina “justificado”, es decir, unificado y pacificado. ¿Cómo puedo reconocer en mí el orgullo neurótico y la sombra inconsciente? Por sus síntomas en mi vida cotidiana: la comparación con los otros, el juicio y la descalificación, la crispación que experimento ante determinadas personas, actitudes, comportamientos… Evidentemente no todo aquello de lo que discrepo constituye una sombra mía, pero lo que me crispa de los otros me está señalando algo negado en mí. ¿Vivo reconciliado/a con toda mi verdad? Varias veces he tratado el tema del perdón y de la necesidad de aceptar los límites humanos. Hoy vuelvo a referirme a ello porque parece que la vida está tejida de esa experiencia y son muchos los casos que a diario se palpan sobre esto. Continuamente asistimos a encuentros y desencuentros entre las personas. Lo triste es que no todos tienen final feliz y parece que no hay poder humano para cambiarlo. Es el caso de una señora que estaba enferma y le pidió a una amiga que la acompañara al médico. La amiga le dijo que sí pero, por esos fallos humanos que pueden ocurrir, cuando llegó el momento, se olvidó completamente del compromiso adquirido y a la señora le toco irse sola. Lógicamente, se sintió muy defraudada de su amiga y su reacción fue de enfado y de no querer saber más de ella. Cuando la amiga se dio cuenta de lo ocurrido, llamó a la señora y le pidió mil disculpas, sentía realmente mucho dolor de haber fallado en ese momento y, con toda sinceridad, reconociendo su error, le explicó que había sido una falla involuntaria y que lo sentía mucho. Pero no hubo manera de cambiar la actitud de la señora. La amiga continuó insistiéndole de diferentes maneras, le pidió a personas cercanas a la señora que le ayudarán a hacerle entender que no había sido mala voluntad. Pero no hubo poder humano. Por ese detalle, una amistad de muchos años, llegó a su fin.
Es normal que cuando uno está implicado en el hecho, o sea, cuando es el protagonista, tenga sentimientos de rabia, rencor, no aceptación frente a la persona que le ha fallado. Sin embargo, cuando uno se pone como espectador y puede juzgar las dos partes, uno se pregunta: ¿cómo es posible que no se pueda perdonar al otro? ¿por qué romper la amistad vivida por un solo error? ¿por qué perder la posibilidad de seguir compartiendo la vida, por una equivocación? ¿por qué es tan difícil perdonar y poner por encima del sentimiento herido, la amistad vivida? Cuando uno medita todo esto entiende la parábola del señor al que un rey le perdonó una deuda inmensa porque no tenía con que pagarle. Pero cuando un amigo suyo -que le debía mucho menos de lo que él le debía al rey- le pidió que le perdonara la deuda porque tampoco tenía con que pagarle, él no fue capaz de hacerlo. Por el contrario, lo mando a la cárcel para hacerle pagar con creces lo que le debía (Cf. Mt 18, 23-35). Tal vez esta parábola nos habla de que realmente hay situaciones en las que no hay poder humano que las hagan cambiar. A veces, el corazón no se abre al perdón aunque se le den muchas razones. Es como si la parábola nos quisiera hacer entender que falta la “gracia divina” para ser capaces de dar ese paso. Ni siquiera es suficiente haber recibido “bien” en nuestra vida para hacérselo a los otros (aunque esto muchas veces sí es suficiente y da su fruto). Hace falta descubrir que ese bien recibido es don, que no lo merecemos y que es pura “gracia”. Sólo así nos disponemos a dar a los otros lo que “gratis” y por puro “amor” hemos recibido. ¿Cómo podemos tener esta experiencia? La fe es ese toque de Dios que nos hace descubrir todo lo que hemos recibido, el inmenso bien que nos rodea, la bondad que acompaña nuestra vida, todo el bien que nos hacen los otros. La fe también nos hace reconocer que no lo merecíamos, que es don y por eso podemos y debemos transformarnos en ese mismo don para el mundo. La fe es esa nueva luz que nos permite ver todo con una profundidad nunca antes imaginada. Que nos hace sensibles al amor de Dios derramado en nuestros corazones a través de todo lo bueno que recibimos y que nos hace capaces de hacer con los otros lo que han hecho con nosotros. Por eso es tan urgente pedirle a Dios, una y otra vez, el don de la fe para hacer de nuestra vida amor para el mundo. Para que, con nuestra capacidad de perdonar, de aceptar, de acoger al otro, rompamos la larga cadena de desencuentros que acompaña la vida humana y en los que, algunas veces, no existe poder humano para cambiarlos. En estos casos sólo la fe ofrece una salida y la posibilidad de un final feliz. Eres un ser humano profundamente conectado a todos y a todo en formas inimaginables, dependes del universo entero y de todos aquellos que te rodean – de la ropa que vistes, de los alimentos que comes, de las palabras que utilizas, de las historias que escuchas, lees y observas, del aire que respiras, de este mensaje que estás leyendo ahora. Como ser humano estás lastimado y eres perfectamente imperfecto, estás aprendiendo cómo amar nuevamente después de haberlo olvidado a través de tantos años de condicionamiento y estás aprendiendo cómo sentir, cómo conectarte, cómo hablar honesta y libremente y cómo escuchar con compasión y sin prejuicios. Este es un camino de sanación y realización que va profundizándose cada vez más y que no tiene fin. Algunas enseñanzas enfatizan este punto de vista “relativo”.
Exactamente al mismo tiempo, eres la consciencia misma, anterior a todos los conceptos, eres siempre presente, ya completo, nunca dependes de nada ni de nadie. No existe ninguna duda respecto de tu despertar o tu iluminación a través del tiempo ya que siempre has sido Eso, mucho antes del surgimiento del tiempo. Tú estás aquí antes que cualquier pregunta y respuesta. No hay sanación debido a que no hay nadie a quién sanar, y tampoco hay ningún futuro externo al Ahora. Para la consciencia, no hay sufrimiento. Para la consciencia, no hay lucha. Algunas enseñanzas espirituales enfatizan este punto de vista “absoluto”, o incluso aseguran que este es el único punto de vista. Pero aquí está el problema: Negar lo relativo, aferrarse a lo absoluto, evitar o alejarte de la vía humana hará que te mantengas permanentemente lastimado y atrapado en el sufrimiento, rechazando tus heridas o incapaz de reconocerlas, incluso si crees que estás completamente despierto y libre de historias y personalidad. Negar lo absoluto, aferrarte a lo relativo, olvidar aquello que realmente eres, hará que seas por siempre un buscador, que te mantengas siempre atrás de algo y atrapado en las historias, incluso si crees que estás completamente sanado a un nivel humano, según tu concepto. He conocido a mucha gente a través de los años, algunos de ellos maestros espirituales que afirman estar completamente despiertos, perfectamente libres, que dicen cosas como “no hay nadie aquí” y “no soy una persona” y “no hay ningún yo” y sin embargo, claramente, a nivel relativo humano, siguen sintiéndose sumamente lastimados, luchando con un dolor oculto e inconsciente, reflejando sus heridas no resueltas en otros – en sus familias, amigos, incluso en sus estudiantes – lastimando a otros y justificándose con una ingeniosa “lógica no dual” (por ejemplo, “no hay elección”, “todo es proyección tuya”, etc., etc.). Una iluminación sin compasión es como un océano sin sus miríadas de olas, como una madre cósmica despojada de sus amados hijos. He hablado mucho acerca de cómo yo caí alguna vez dentro de ese árido desierto espiritual. Un sitio nada agradable. Sin embargo, también es parte del viaje. También he conocido a mucha gente a través de los años que se consideran seres humanos completamente evolucionados, íntegros, exitosos, felices, incluso humanos perfectos, y muy en el fondo, siguen sintiéndose separados de la vida de alguna manera, se sienten vacíos por dentro, todavía sienten un anhelo por algo que no han logrado alcanzar pero que tampoco pueden definir. Cuando nuestra humanidad pierde el piso, nos quedamos atrapados en el drama humano sin fundamento y empezamos a sentirnos sumamente vacíos independientemente de lo que logremos crecer y evolucionar. Por mucho que nos esforcemos y nos dediquemos a buscar, nunca somos capaces de llegar allí. También he conocido bastante bien esta parte del viaje. ¿Cuándo asimilaremos esta divina paradoja? ¿Cuándo dejaremos de dividir lo “absoluto” de lo “relativo” y cuándo llegaremos a comprender que tanto nuestra humanidad como nuestro despertar, nuestra naturaleza de Buda y nuestra experiencia humana, nuestra espiritualidad y nuestras vidas tal y como las vivimos, el camino de la sanación y el no-camino del despertar al momento presente nunca estuvieron divididos desde un principio? En constante sanación, desde el punto de vista humano; y siempre ya sanado, como la consciencia misma. Ambos en perfecta intimidad. Felicidades. Un cura que por el motivo que sea, decide dejar de ejercer como presbítero, ya no es visto y tratado como un enemigo de la Iglesia. Ya no es maldito. Sino que –según las nuevas prescripciones de la Iglesia– se le ve como un hermano al que se acoge y se le brindan todas las oportunidades de seguir siendo miembro activo de la comunidad: como profesor, catequista, colaborador…
Es fenomenal ese cambio: de ser una especie de “traidor”, pasa a ser miembro activo positivo. No hay enemigos, no hay fracasados, no hay personas a las que ver de lejos y tratar como “huidos”. Son personas que han optado por un servicio distinto y que pueden seguir aportando todos sus dones a la comunidad. Me encanta el que éste sea un nuevo talante. Cuando una persona toma sus decisiones vitales, no hay que verlo como enemigo, sino como compañero, desde otros baremos. Qué bien si acertamos a aprovechar sus cualidades para el bien de la comunidad. Y esto marca un estilo de actuar a todos los niveles. Que nunca unas leyes, unas costumbres, unas normas, una forma de pensar priven a la comunidad de unos servicios. Con la riqueza tan enorme que suponen los conocimientos, las aptitudes y los saberes que ya tienen. Se ve que vamos dando pasos serios en la mentalidad y en la práctica de la Iglesia. Hace falta otro empuje y caminar hacia casados –hombres y mujeres– que puedan servir a la comunidad como presbíteros y sacerdotes. Por lo menos el gesto de no privar de servicios a los que deciden dejar ese ministerio. Conozco –sobre todo en el mundo de los frailes–, personas que, después de dejar la orden, han estado y siguen trabajando fenomenalmente en sus colegios y sus obras. E incluso, cuando se ha dado el hecho de sacerdotes que han salido por cuestión de fe, han seguido ofreciendo sus valores, su amistad, su familia y su casa a los antiguos amigos y a la parroquia. En definitiva, se trata de potenciar la suma, todo lo que les ayude a ellos y a los demás. Sumar y aceptarnos. |
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