Entre todas las semanas del año, la más importante para los cristianos es la llamada Semana Santa, santificada precisamente por el acontecimiento que conmemoramos en la liturgia y que no es otro que el amor extremo que Cristo manifiesta a toda la humanidad, en presente continuo. La frase central para meditar durante toda la Semana Santa sería esta: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el final” (Jn 13,1). Antiguamente se le conocía como “la semana grande” y la “Pascua en la cumbre” por constituir el centro y el corazón cristiano de todo el año.
Hasta el Concilio de Nicea (325 d.C.), la iglesia sólo celebraba el día de la Pascua, que empezaba el sábado por la noche y concluía el domingo por la mañana, en la que se conmemoraba la liberación del pueblo israelita de la esclavitud. Por tanto, la Resurrección era lo esencial, la Buena Noticia. Luego se compensó este mensaje finalista con el de la Cruz como la consecuencia inevitable de seguir el camino de Jesús transmitiendo la Buena Noticia desde el ejemplo (evangelización). Pero la cruz del negarse a sí mismo no significa legitimar las cargas religiosas formalistas que agobian el alma (Mt 11, 29) y fomentan el miedo impidiendo la paz auténtica que viene de Dios. Podemos distinguir dos o tres cruces, según se mire. La primera es la cruz humana que se deriva de la existencia imperfecta y finita; ocasiona no pocos dolores sin que hayamos hecho nada para ello. El mundo, el planeta Tierra, no es estático, la naturaleza está viva, se transforma, ocurren terremotos, mil situaciones que pueden provocar mucho sufrimiento por causas naturales. Nuestra propia limitación humana hace el resto: vejez, enfermedades, fallos y accidentes fortuitos. A lo que hay que añadir nuestras carencias capitales: envidias, egoísmos de todo tipo, codicias, venganzas, calumnias... La segunda cruz, la verdaderamente cristiana, se puede dividir en dos: la que Jesús nos pide para seguir implantando la Buena Noticia de que Dios es Amor a través del ejemplo. Es lo que llamamos evangelizar o mostrar la Buena Noticia quitando o aliviando las cruces de los demás; ofrezco consuelo, soy compasivo y misericordioso, me pongo de parte del débil, no soy indiferente a las injusticias, perdono de corazón y me implico con amor en los sufrimientos ajenos. La otra parte de esta cruz cristiana tiene que ver con la actitud. Se trata de trabajar nuestro interior para ser luz para otros; esto supone un verdadero esfuerzo hasta el punto de que existen tiempos fuertes en la liturgia para trabajar en ello: se llaman Cuaresma, conversión, cambio de actitud para predicar con el ejemplo mediante la humildad y la oración que pide al Espíritu luz para saber qué y cómo hacer y fuerza para hacerlo en lo cotidiano; es algo exigente si queremos hacernos disponibles con amor, más allá de la filantropía. Igual que resulta exigente para el deportista modelar su cuerpo antes de competir en condiciones. La consecuencia suele ser la incomprensión e incluso la persecución: la cruz cristiana no es, en absoluto, abandonarnos en nuestros sufrimientos, sino trabajar para salir de ellos; no provocarnos dolores y sí realizar el esfuerzo por vivir de manera confiada en Dios. Tomar la Cruz de Cristo es aceptar con humildad lo que no podemos cambiar sin perder de vista los dones recibidos por Dios con actitud agradecida. Abrirnos a los demás queriéndonos mejor es el plan. Amar al prójimo “como a ti mismo” y ser egoísta son polos contrarios pues, quien se quiere sanamente se acepta y valora, mientras que mirarse el ombligo juzgando a los demás por su utilidad, se incapacita para amarse y amar a los demás. Reconozcámoslo, es más fácil hacer sacrificios con privaciones, aunque sean radicales, que ejercitarnos en el verdadero amor al prójimo, la única cruz querida por Dios. Esta es la llave para sentir verdadera alegría, plenitud interior y la paz. Y en cuento a las limitaciones sobrevenidas de la vida (enfermedades, fracasos…), Jesús nos dejó un mensaje en forma de promesa: todo lo demás se nos dará por añadidura, sin olvidar los mensajes consoladores de “pedid y se os dará” y “te basta mi gracia”. Ante la Semana Santa del coronavirus, es necesario reflexionar en oración pidiendo luz y fuerza. La fe pascual en el Resucitado alimenta nuestra esperanza sabiendo que la vida ha vencido a la cruz, cualquiera que esta sea, transformada con nuestra actitud en expresión del Amor, el verdadero protagonista de todo este acontecimiento Pascual.
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En el tiempo que va de 1962 a 2020, hemos vivido en la Iglesia Católica situaciones y momentos en que las dos posturas –integrista y renovadora– eran de oposición radical. Ni pensar en un diálogo sereno que llevara a descubrir la parte de verdad de una y otra parte. El planteamiento era excluyente: o todo o nada, de un bando o de otro.
Creo que semejante hecho se da cuando se enfrentan personas y sectores bajo doctrinas de un mismo patrimonio histórico, pero en el que una de ellas se ha impuesto casi con predominio absoluto. Es el hecho que precedió al concilio Vaticano II, con una tradición larga de oposición al mundo moderno y la más corta pero indomeñable de la necesidad de una renovación eclesial. El peso de la autoridad fue decayendo y subiendo el de la autonomía de la razón y de las ciencias. Pero, la cristiandad en general estaba modelada en el obedecer y no en el pensar. Esta tensión compareció irremediable en el preconcilio y durante la celebración del mismo. Y unos la celebraban de una manera y otros de otra. Pero, pese a la actitud reaccionaria de la Curia, el concilio logró avanzar mayoritariamente hacia el cambio y la renovación. Sin embargo, al poco tiempo, los perdedores del concilio levantaron cabeza y reafirmaron el rumbo involucionista que, se quiera o no, prevaleció durante los 37 años de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. ¡El llamado y deplorado invierno eclesial! La evocación de todo esto, acaso puede servir para entender lo que voy a contar. Estamos en el año 2006. Y a los que nos consideramos hijos del concilio Vaticano II, nos tocó poner a prueba nuestra fidelidad entre la tendencia oficial, la más visible y aplaudida, y la que con dificultad y en medio de incesantes controles y censuras seguía proponiendo el espíritu y pautas del concilio Vaticano II. El caso es el siguiente. Una prestigiosa editorial me pidió colaborar en una colección particular con la preparación de un libro. El contenido del mismo aparecía bajo el título “10 palabras clave sobre temas de nuestro tiempo”. Tal como se ve en la portada del libro, las palabras eran: Paradigma Ética Interreligiones Bioética Sexualidad Homosexualidad Revolución Laicidad Izquierda Profetismo La editorial, propiedad de una congregación religiosa, puso en marcha el proceso de impresión. El religioso, que coordinaba el grupo de trabajo, me comentó que como pocas veces los empleados hablaban del libro, un tanto extrañados con admiración y entusiasmo. Se congratuló conmigo por el interés que estaba suscitando y me auguraba una incitante y buena salida. Tan pronto como lo tuvo impreso, me llamó para satisfacción y alegría mutuas. Pasada una semana, volvió a llamarme, pero esta vez con tono preocupado y entristecido: —¡Ay Benjamín, no sé cómo comunicarte lo que ha ocurrido! Le repuse enseguida: —No sufras, que ya sé lo que te pasa. (En ese tiempo era arzobispo de Navarra D. Fernando Sebastián, con el que de alguna manera la editorial quedaba relacionada y subordinada). Continuó diciéndome el religioso: —Yo, como de costumbre, he dejado sobre una mesa en la sala de la Comunidad provincial, en la que vivo, un ejemplar de tu libro. Uno de los consejeros nada más poner su vista y manos en la palabra homosexualidad, gritó: “Pero, dónde vais, esto nos va a armar un cirio, un gran problema”. Y de inmediato vino la orden de que la edición debía desaparecer, ser quemada o destruida como fuera. El amigo religioso estaba desolado y no sabía cómo hacer para disculparse. Trataba de atemperar mi frustración y me propuso que yo podía disponer del libro para poder publicarlo en otra editorial, retirando lo pertinente a la suya. Y, en eso quedamos, sin ninguna dificultad. Les escribí una carta en tono y términos evangélicos y le rogué, eso sí, que me enviase algunos ejemplares, que me sirvieran de testimonio y testigo de lo ocurrido. Me llegaron los libros. Visto todo, y atendiendo al contexto eclesial dominante, pensé que no habría editorial católica que se atreviera a publicar el libro y renuncié a hacerlo, aunque no del todo. Me limité a quitar el capítulo de la homosexualidad y suplirlo por otro –para mí mucho más peligroso– “Jesús y el poder, ayer y hoy”, y lo ofrecí a otra editorial, que sí lo publicó, bajo el título “Con la libertad del Evangelio”. Como se ve, los tiempos oficiales de entonces, ya posconciliares, no apostaban por el cambio. La trama autoritaria de la Curia romana estaba bien fortalecida y quienes no hacían gala de pensar por cuenta propia y obrar con libertad, prestaban un plus de autoritarismo al que les venía de más arriba. A este respecto, creo que puede enseñarnos algo recordar las palabras que mi profesor Bernard Häring me dijo cuando fui llamado a Roma para explicarme ante mi Gobierno General, por el proceso extraordinario que se me había abierto por mi libro Nueva Etica Sexual. Tras casi una hora en qué mi profesor se explayó detallándome cómo lo habían maltratado y humillado, yo le dije: “Pues mire, Padre, el cardenal Ratzinger me comunica que mi libro ha perturbado a los fieles de la Iglesia”. Movido como por un resorte, se levantó y gritó: “Lei ha turbato la Chiesa entera”. Llegó la hora de despedirnos, cariñosamente me acompañó hasta la calle y, abrazándome, me dijo: “Coraggio, Padre, Dio é grande, Ratzinger é piccolino”. Puedo también ahora recordar las palabras que, en carta entrañable, me escribió luego: “Recuerdo con mucho gusto su visita y admiro el don de serenidad que ha recibido de Dios. He leído su libro. Ciertamente es expresión de gran sinceridad y también de gran amor a la Iglesia y de un gran esfuerzo para que la Iglesia muestre su verdadero rostro a imagen de Cristo misericordioso”. Sus palabras me sirvieron mucho, porque un compañero de curso, sospecho que incitado por la autoridad, me llamó y trataba de persuadirme en tono áspero y violento: “Es la hora de obedecer, de aceptar la cruz, porque si no todo lo que has hecho en tu vida, no vale para nada”. Y me lo recalcó varias veces. Concluyo este breve relato con unas palabras más del profesor que tanto me apoyó y que ha sido uno de los mejores moralistas de la Iglesia, perito del concilio y confesor de Papas. “Los teólogos del Santo Oficio miran al pasado, encubren un concepto de Iglesia-Magisterio estático y ahistórico. No se acepta prácticamente que la Iglesia “encarnada” en el Santo Oficio pueda errar y tenga que aprender algo de los esfuerzos unidos de los teólogos y de los expertos en otras disciplinas. … No piensan en lo que se ha dicho durante el concilio Vaticano II, es decir, en el grave daño que se puede inferir a la credibilidad de la Iglesia”. “¿Qué hacer? Sufrir con Cristo y por su Iglesia y también reclamar justicia y fórmulas más respetuosas para con el teólogo acusado… Repito, querido amigo: quien quiere servir a la Iglesia como teólogo, debe estar dispuesto a sufrir y también a progresar en el discernimiento con el Magisterio, con todo el pueblo de Dios y con la gran comunidad de los teólogos de todo el mundo”. En el relato del proceso que culminaría en muerte, llama la atención el silencio de Jesús, apenas roto por una primera respuesta simple y las llamadas “siete palabras”, ya en la cruz; palabras que, seguramente, fueron creadas con posterioridad por los propios evangelistas.
Sabemos que el silencio puede nacer de distintos “lugares” y encerrar actitudes muy diferentes: del miedo al desprecio, de la cerrazón a la ira contenida. Sin embargo, en una persona sabia como Jesús, el silencio parece estar dotado de una doble intencionalidad: por una parte, significa acallar la mente al haber comprendido la imposibilidad de entender lo que está sucediendo desde el plano mental; por otra, implica una actitud aceptación profunda y de rendición consciente a lo que es. Es, con seguridad, el silencio más elocuente: no hay discusión, justificación ni reproche; no hay gemidos de necesidades ni gritos de condena. El yo está acallado. La persona está anclada y viviéndose desde “otro lugar”. Un lugar que se rige por parámetros completamente distintos a aquellos con los que se maneja el ego. Tal silencio es elocuente porque no es un mero gesto o comportamiento, sino que manifiesta un estado de ser, en el que la persona, transcendida la identificación con el yo, se comprende y se vive desde su (nuestra) verdadera identidad, ahí donde somos y nos reconocemos en unidad con todo lo que es. Decir que el silencio es un estado de ser equivale a afirmar que, en lo profundo, más allá de la locuacidad del mundo mental y su jungla de palabras, pensamientos, emociones y deseos, somos silencio consciente. En el estado mental nos debatimos constantemente porque no hacemos sino girar en torno al yo, con sus miedos y sus necesidades, sus frustraciones y sus anhelos… Y el yo siempre va a necesitar explicar, justificar, gritar, condenar, suplicar. Es su modo de funcionar. Sin embargo, cuando acallamos la mente y se silencian los pensamientos –cesa nuestra identificación con ellos–, se abre ante nosotros –cada cual puede experimentarlo– una espaciosidad silenciosa que permite la entrada al estado de presencia, en el que se modifican por completo nuestras referencias anteriores. Desde ahí, todo se ve y se vive de manera radicalmente distinta. Es un estado de quietud y de luz, de ecuanimidad, de paz y de plenitud. Seguimos notando en nuestra persona todo aquello que la afecta, sigue habiendo sensaciones de todo tipo y movimientos mentales y emocionales. Pero estamos en ese “otro lugar” que, en realidad, es nuestra “casa”, Aquello que somos en profundidad. El silencio del sabio queda reflejado –hasta donde el lenguaje puede hacerlo– en estas palabras de Nisargadatta: “Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”. ¿Cuál es mi experiencia de silencio? Al atardecer se juntaron a cenar. Alguien les devolvió la dignidad perdida, robada. El silencio se tornó Luz, Vida, Presencia. Ayer. Hoy.
Se ha ido corriendo la voz. Viene Jesús, el galileo, el Maestro. Le acompaña mucha gente, bueno, no tanta, pero lo importante es que está presente. Viene a celebrar la fiesta de la Pascua con sus amigos, con las mujeres que iban con él desde el principio, con su familia. Y ahí entramos todos los que le seguimos desde hace tiempo. La entrada en Jerusalén resulta chocante, viene montado en un borriquillo rodeado por toda la gente que le quiere; él parece feliz. ¡Hosanna! ¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Buen Dios! El burro lo encontraron en el pueblo atado a una puerta. El dueño, de lejos, nos hizo señas para que nos lo lleváramos; estaba preparado para que lo montara. ¡Hosanna! ¡Viva! - ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? - El dueño os enseñará una sala grande en el piso de arriba. - Al atardecer se juntaron a cenar. Tomad. Esto es mi cuerpo. Luego, cogió una copa y todos bebieron. Era la última de muchas comidas/cenas. Jesús intuye lo que va a pasar. En ningún momento se escondió ni dio marcha atrás en su denuncia ante los sacerdotes corruptos del templo, ni ante las trampas de la Ley que siempre recaían sobre los mismos, los más débiles, ni ante los jerarcas del poderoso Imperio romano. Mas en esa noche especial, cargada de tensión, de temor, quería recordarles una sola cosa: debéis ser pan y haceros pan para los demás, como yo os he enseñado. Así pues, en la vida cotidiana y en cualquier circunstancia, ser pan, buscar el bien, ser pacientes, pacificar conflictos, desencuentros, malentendidos, ponerse en lugar del otro, dejar a un lado la hipocresía y el egoísmo disfrazado y justificado tantas veces, rechazar todo aquello que provoque violencia, injusticia, opresión, cerrazón. Otros cumplían condena por haber cometido delito. Pero algún día saldrían. Vosotros plantearos la vida de otra forma: traficantes, falsificadores, mujeres prostituidas, ladrones, acusados de violencia machista, asesinos… malas compañías, familias rotas, o quizá, todo lo tuvieron en contra desde que nacieron hasta llegar allí. También ellos encontraron un trocito de pan donde agarrarse: talleres, ayuda psicológica, educación a distancia, “proyecto hombre”, alcohólicos anónimos o el reencuentro casi olvidado de la “misa” del sábado. Algunos decidieron pedir perdón y en cuanto se lo permitieran, regresarían a su casa para comenzar una nueva etapa de sus vidas. Ese día, comieron algo especial. Alguien, aún sin conocerle, les había devuelto su dignidad, la certeza y la consciencia de que era posible empezar de nuevo, pasar página y adaptarse a nuevas oportunidades… Familias, gente en paro, madres solteras, personas excluidas por ser diferentes, extranjeros, personas sin hogar, enfermos, comunidades cristianas, hermanos y hermanas de familias religiosas, alejados, minorías étnicas, jóvenes, mayores, niños, comparten el pan partido, la vida entregada, que rescata a los crucificados de la sociedad. Jesús Nazareno, de familia humilde, descubrió que era Hijo amado de Dios, al que llamó Abba; recorrió pueblos y aldeas anunciando una buena noticia para todos los que malvivían, viudas, niños, pobres y oprimidos, comió con todos, se saltó las normas de la ley y los ritos poniendo por encima a las personas, hablaba con autoridad, desde su experiencia de Dios, no de oídas, denunció el abuso de impuestos que llevaba a las personas a perder su tierra, convirtiéndose en esclavos, malhechores o prostitutas. Se granjeó la antipatía y la enemistad de los sacerdotes del templo y de los romanos porque el Reino de Dios que predicaba chocaba frontalmente con ellos. Su vida y sus obras fueron el detonante que hizo estallar la hipocresía y la opresión de unos y otros. Su condena a muerte fue la consecuencia de su vida. Él no la buscó pero tampoco la evitó. La fidelidad y la confianza en su Abba revelaron su plena humanidad. Jesús, Dios hecho hombre, se nos desvela como la Palabra y la revelación más plena de Dios. El Espíritu estaba en Él. No sabemos explicar la raíz última de tanta maldad. El odio, las guerras, el sufrimiento de los inocentes, la explotación infantil, el hambre, la persecución y la tortura, la violencia, la injusticia, la pandemia del Covid, el maltrato a la tierra, los océanos, los ríos, la contaminación, el cambio climático, el peligro nuclear. Nosotros también hemos levantado esas cruces y hemos crucificado a muchos inocentes como Jesús Nazareno. Él desenmascara nuestras mentiras y cobardías. En la soledad de la cruz, nos cuestiona nuestra fe, nuestra complicidad e indiferencia ante las víctimas. Celebrar la semana santa es contemplar al Crucificado en el Misterio de su muerte y acercarse a los crucificados de todos los tiempos. Llama la atención en ese largo proceso del juicio y posterior condena, el silencio de Jesús. Excepto unas pocas palabras, él calla. Ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Han visto sus obras y a la gente que le seguía. No necesita convencer a nadie. No hay marcha atrás. Sólo le queda un último paso: la aceptación final hasta sus últimas consecuencias. Un estado de consciencia lúcida en la que se abre un vacío lleno de Luz aun en la noche más oscura, en el dolor más insoportable, en el total abandono, en la desolación más absoluta. Quizá, cada uno/a lo experimenta de forma distinta o se prepara para ese encuentro definitivo de diversas maneras, si es que es posible… Luego, será/es la Vida, la Luz, el Amor, la Presencia, el abrazo, el beso, la plenitud, la gloria, la resurrección, el reencuentro… ¡Shalom! La muerte de Jesus importa por ser manifestación y consecuencia de su vida por: Fray Marcos3/27/2021 Como en el caso de la purificación del templo, no podemos pensar que la entrada en Jerusalén fue una manifestación multitudinaria. Hubiera sido la ocasión ideal, que los dirigentes judíos estaban esperando, para prender a Jesús. Probablemente se trató de un pequeño grupo de seguidores que se unieron a los discípulos en aclamaciones espontáneas. Jesús había desarrollado toda su actividad en Galilea, y la mayor parte de los peregrinos que venían a la fiesta eran galileos. Muchos de ellos reconocerían a Jesús, que también subía a Jerusalén, y se unieron a su grupo.
Lo verdaderamente importante en el relato de la pasión está más allá de lo que se puede narrar. Lo esencial de lo que ocurrió no se puede meter en palabras. Lo que los textos nos quieren trasmitir, hay que buscarlo en la actitud de Jesús que refleja plenitud de humanidad. Lo importante no es la muerte física de Jesús sino descubrir por qué le mataron, por qué murió y cuales fueron las consecuencias de su muerte para los discípulos. Semana Santa es la ocasión privilegiada para plantearnos la revisión de nuestros esquemas teológicos sobre el valor de la muerte en la cruz. Estamos en el mejor momento del año para tomar conciencia de la coherencia de toda la vida de Jesús. Dándose cuenta de las consecuencias de sus actos, no da un paso atrás, y las acepta plenamente. Es una advertencia para nosotros, que estamos siempre acomodándonos para evitar consecuencias desagradables. Sabemos que nuestra plenitud está en darnos a los demás, pero seguimos calculando nuestras acciones para no ir demasiado lejos, poniendo límites “razonables” a nuestra entrega; sin darnos cuenta de que un amor calculado es egoísmo camuflado. ¿Por qué le mataron? La muerte de Jesús es la consecuencia directa de un rechazo frontal y absoluto por parte de los jefes religiosos de su pueblo. Rechazo a sus enseñanzas y a su persona, por intentar purificar su religión. No pensemos en un rechazo gratuito y malévolo. Fariseos, escribas y sacerdotes no eran gente depravada, que se opusieron a Jesús porque era bueno. Eran gente religiosa que pretendía ser fiel a la voluntad de Dios, que ellos encontraban en la Ley. También para Jesús era prioritaria la voluntad del Padre, pero no la buscaba en la Ley sino en el hombre. Era Jesús el profeta, como creían los que le seguían, ¿o era el antiprofeta que seducía al pueblo? La respuesta no era tan sencilla. Por una parte, Jesús iba claramente contra la interpretación de la Ley y el culto del templo, signos inequívocos del antiprofeta. Pero por otra, los signos de amor eran una muestra de que Dios estaba con él, como apuntó Nicodemo. Lo mataron porque denunció a las autoridades que, con su manera de entender la religión, oprimían al pueblo. Le mataron por afirmar, con hechos y palabras, que el valor del hombre concreto está por encima de la Ley y del templo. ¿Por qué murió? No podemos saber lo que Jesús experimentó ante su muerte. Ni era un inconsciente ni era un loco ni era masoquista. Tuvo que darse cuenta de que los jefes querían eliminarlo. Lo que nos importa a nosotros es descubrir las poderosas razones que Jesús tenía para seguir diciendo lo que tenía que decir y haciendo lo que tenía que hacer, a pesar de que estaba seguro de que eso le costaría la vida. Tomó conscientemente la decisión de ir a Jerusalén donde estaba el peligro. Que le importara más ser fiel a sí mismo que salvar la vida, es el dato que nosotros debemos valorar. Demostró que la única manera de ser fiel a Dios es ponerse del lado del oprimido. No se puede pensar en la muerte de Jesús, desconectándola de su vida. Su muerte fue consecuencia de su vida. No fue una programación por parte de Dios para que su Hijo muriera en la cruz y de este modo nos librara de nuestros pecados. Jesús fue plenamente un ser humano que tomó sus propias decisiones. Gracias a que esas decisiones fueron las adecuadas, de acuerdo con las exigencias de su verdadero ser, nos ha marcado a nosotros el camino de la verdadera salvación. Si nos quedamos con el Hijo, que murió por obediencia al Padre, hemos malogrado su muerte y su vida. ¿Qué consecuencias tuvo su muerte? Hay explicaciones teológicas de la muerte de Jesús que se siguen presentando a los fieles, aunque la inmensa mayoría de los exégetas y de los teólogos las han abandonado hace tiempo. No debemos seguir interpretando la muerte de Jesús como un rescate exigido por Dios para pagar la deuda por el pecado. Además de ser un mito ancestral, está en contra de la idea de Dios que el mismo Jesús desplegó en su vida. Un Dios que es amor, que es Padre, no casa muy bien con el Señor que exige el pago de una deuda hasta el último centavo. Para los discípulos, la muerte fue el revulsivo que los llevó al descubrimiento de lo que era verdaderamente Jesús. Durante su vida lo siguieron como el amigo, el maestro, incluso el profeta, pero no pudieron conocer el verdadero significado de su persona. A ese descubrimiento llegaron por un proceso de maduración interior, al que solo se puede llegar por experiencia. La muerte de Jesús les obligó a esa profundización en su persona y a descubrir en aquel Jesús de Nazaret, al Señor, al Mesías al Cristo y al Hijo. En esto consistió la experiencia pascual. Ese mismo recorrido debemos hacerlo nosotros. A nosotros hoy, la muerte de Jesús, nos obliga a plantear la verdadera hondura de toda vida humana. Jesús supo encontrar, como ningún otro ser humano, el camino que debemos recorrer todos para alcanzar plenitud humana. Amando hasta el extremo, nos dio la verdadera medida de lo humano. Desde entonces, nadie tiene que romperse la cabeza para buscar el camino de mayor humanidad. El que quiera dar sentido a su vida, no tiene otro camino que el amor total, hasta desaparecer. La interpretación de la muerte de Jesús determina la manera de ser cristiano. Ser cristiano no es subir a la cruz con Jesús, sino ayudar a bajar de la cruz a tanto crucificado que hoy podemos encontrar en nuestro camino. Jesús, muriendo de esa manera, hace presente a un Dios sin pizca de poder, pero repleto de amor, que es la fuerza suprema. En ese amor reside la verdadera salvación. El “poder” de Dios se manifiesta en la vida de quien es capaz de amar entregando todo lo que es. Meditación Ningún sufrimiento salva por sí mismo, tampoco el de Jesús. Lo que salva es la fidelidad a su verdadero ser, Vivir una verdadera humanidad, es perder todo miedo. El miedo a la muerte es la esclavitud más difícil de superar. Toda opresión nace de esta esclavitud. Este domingo se lee el relato de la Pasión de Jesús en el evangelio de Marcos. Dada su extensión me limito a sugerir dos puntos de atención (Jesús y sus discípulos) y a ofrecer cuatro posibles lecturas de la pasión.
¿Quién es Jesús? El relato del capítulo 15 supone un gran contraste con el de los dos capítulos anteriores, 13-14. En estos, Jesús se enfrenta a toda clase de adversarios en diversas disputas y los vence con facilidad. Ahora, los adversarios, derrotados a nivel intelectual, deciden vencerlo a nivel físico, matándolo (14,1). Lo que más se destaca en Jesús es su conocimiento y conciencia plena de lo que va a ocurrir: sabe que está cercana su sepultura (14,8), que será traicionado por uno de los suyos (14,18), que morirá sin remedio (14,21), que los discípulos se dispersarán (14,27), que está cerca quien lo entrega (14,42). Las palabras que pronuncia en esta sección están marcadas por esta conciencia del final y tienen una carga de tristeza. Como cualquiera que se acerca a la muerte, Jesús sabe que hay cosas que se pierden definitivamente: la cercanía de los amigos (“a mí no siempre me tendréis con vosotros”: 14,7), la copa de vino compartida (14,25). No falta un tono de esperanza: del vino volverá a gozar en el Reino de Dios (14,25), con los discípulos se reencontrará en Galilea (14,28). Pero predomina en sus palabras un tono de tristeza, incluso de amargura (14,37.48-49), con el que Marcos subraya ―una vez más― la humanidad profunda de Jesús. Cuatro veces se debate en estos capítulos la identidad de Jesús: el sumo sacerdote le pregunta si es el Mesías (14,61), Pilato le pregunta si es el Rey de los judíos (15,2), los sumos sacerdotes y escribas ponen como condición para creer que es el Mesías que baje de la cruz (15,31-32), el centurión confiesa que es hijo de Dios (15,39). A la pregunta del sumo sacerdote responde Jesús en sentido afirmativo, pero centrando su respuesta no en el Mesías, sino en el Hijo del Hombre triunfante (14,62). A la pregunta de Pilato responde con una evasiva: “tú lo dices” (15,2). A la condición de los sumos sacerdotes y escribas no responde. Cuando el centurión lo confiesa hijo de Dios, Jesús ya ha muerto. Los discípulos Los datos son conocidos. Se entristecen al enterarse de que uno de ellos lo traicionará; pero, llegado el momento, todos huyen. Una vez más, Pedro desempeña un papel preponderante. Se considera superior a los otros, más fiel y firme (14,29), pero comenzará por quedarse dormido en el huerto (14,37) y terminará negando a Jesús (14,66-72). En este contexto de abandono total por parte de los discípulos adquiere gran fuerza la escena final del Calvario, cuando se habla de las mujeres que no sólo están al pie de la cruz, sino que acompañaron a Jesús durante su vida (15,40-41). Cuatro lecturas posibles de los relatos de la pasión de Jesús. 1. La lectura de identificación personal y afectiva El testimonio escrito más antiguo que poseemos en este sentido es el de san Pablo. A veces, cuando habla de la muerte de Jesús, lo hace con frialdad dogmática, recordando que murió por nuestros pecados. Pero en otra ocasión lo enfoca de manera muy personal y afectiva: “He quedado crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Y mientras vivo en la carne vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,19-20). En línea parecida, san Ignacio de Loyola, en la tercera semana de los Ejercicios espirituales, cuando se contempla la pasión, el ejercitante debe pedir “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, llanto, pena interna de tanta pena como el Señor pasó por mí”. 2. La lectura indignada Es la que practicamos todas las mañanas al leer el periódico, cuando acompañamos la lectura de los titulares y de las noticias con toda suerte de imprecaciones, insultos y maldiciones. Los relatos de la pasión cuentan tal cantidad de atropellos, injusticias, traiciones, que se prestan a una lectura indignada. Sin embargo, los evangelios nunca invitan al lector a indignarse con la traición de Judas, a maldecir a las autoridades judías o romanas que condenan a Jesús, a insultar a quienes se burlan de él, a sentir como en el propio cuerpo los azotes, la corona de espina o los clavos, a llorar la muerte de Jesús. En ningún momento pretenden los evangelios excitar los sentimientos y, mucho menos, fomentar el sentimentalismo. 3. La lectura detallada https://www.dropbox.com/s/1fm0ubby7kr5mue/La%20Pasi%C3%B3n%20de%20Jes%C3%BAs%20en%20el%20evangelio%20de%20Mc.docx?dl=0 Ofrezco un extenso comentario, que puede bajarse de la dirección indicada (en el ángulo superior derecho aparecerán dos ventanitas: COMPARTIR y ABRIR. Se pulsa en ABRIR y se elige la opción que prefiera). Presto gran atención a cuatro aspectos: 1) La división minuciosa de cada episodio, que a veces quizá parezca exagerada, como cuando distingo siete momentos en el relato de la oración del huerto; pero es la única forma de no pasar por alto detalles importantes. 2) Los protagonistas, advirtiendo qué hacen o no hacen, qué dicen o no dicen, cómo reaccionan, por qué motivos se mueven, qué sienten. 3) La acción que se cuenta y sus presupuestos; a veces predominará lo informativo, ya que ciertos detalles a veces no se conocen bien, como la celebración de la Pascua en el mundo judío y en Qumrán o el proceso ante el Sanedrín. 4) El arte narrativo de Mc, que a menudo no se tiene en cuenta, pero que sirve también para captar su teología. Este tipo de lectura, aunque aplique el mismo método a todas las escenas, pone de relieve lo típico de cada una de ellas y deja claro que el relato de la pasión está formado por episodios aparentemente cotidianos y por otros terriblemente dramáticos, como la oración del huerto. Lo importante es captar el espíritu y mensaje de cada episodio y el mensaje global de cada evangelio. 4. La lectura interactiva y orante Sería la respuesta personal al comentario anterior, reflexionando cada cual sobre lo que el texto le sugiere y lo que le invita a pedir. Leer un presente tan vivo e intenso como el nuestro es un ejercicio cada día más apasionante. Nunca hemos tenido además las posibilidades que el ahora nos brinda para compartir con el prójimo esa mirada particular. Sin embargo, la modernidad demanda a menudo sus contrapartidas, reclama su adhesión a patrones comunes, a nuevas ortodoxias que en alguna medida cercenan esas posibilidades. Si nuestra lectura se realiza bajo la incertidumbre del qué dirán, la pasión de esa lectura puede mermar. El pleno ejercicio de la libertad felizmente conquistada a veces conlleva hoy un excesivo coste a nivel personal.
Sólo siendo nosotros mismos a la hora de observar e interpretar la vida y la cotidianidad, podremos promover una auténtica fecundación de pensamiento que engrandezca el acervo colectivo. Sólo si entendemos que no es preciso ajustarnos a los preceptos emanados por los popes del momento en cualquiera de sus múltiples versiones, podremos progresar en el enriquecimiento de nuestra conciencia colectiva. Abriguemos la flexibilidad mental suficiente para cuestionar nuestros esquemas cerrados o enquistados. No nos dicte la moda, sino las máximas y patrones de largo recorrido, que no mutan, ni caducan. La modernidad no debiera ordenar entre otras razones porque nuestras percepciones sobre lo que consideramos progresista o evolutivo puede diferir sustancialmente. Hay quienes por ejemplo creemos que representa una contribución evolutiva defender valores como fidelidad y familia. Hay quienes sólo por esa defensa harán valer su asombro y desconcierto. Hay quienes por ejemplo cuestionamos la peligrosa dinámica reivindicativa gremial, funcionarial, profesional que obvia la más amplia colectividad y sus necesidades, y hay quienes sólo por esa afirmación nos tildarán de "carcas" irredentos. Corremos el riesgo de que el criterio moderno o "progresista" se globalice y asfixie, de que el pensamiento políticamente correcto modele nuestra obra. De esa forma, nuestra contribución a la comunidad queda menguada. Confieso ciertos niveles de autocensura, pues uno quiere desayunar tranquilo, conservar amistades y en el fondo y, pese a las apariencias, uno siempre preferirá coleccionar más "likes", que invectivas más o menos ariscas. Estamos al servicio de valores universales. Ello otorga razón a nuestro diario teclear, pero reivindicamos nuestra plena libertad para vivir y entender esos valores, su plasmación en el quehacer colectivo y cotidiano. Entre otras razones, ésa es la mejor forma de avanzar hacia esos hitos, de servir a esos valores pilares que consideramos de referencia. Uno no busca complicaciones, pero sí poder expresarse de forma sincera. No podemos renunciar a nuestra identidad en medio de la tribu, si queremos gestar verdadera y variada comunidad. Hemos de quitarnos todo temor a dar a la luz reflexiones no ajustadas a los estándares que ordena el modernismo. Lo moderno a veces es cuestionable, en ocasiones no es lo más solidario, no siempre defiende la vida en todas sus formas... Lo "progre" a veces no es coherente, no es centrado y ponderado y hemos de objetar con riesgo de ser encasillados en la caverna. La realidad tiene muchas caras y hemos de intentar acercarnos a todas ellas a la hora de interpretarla e intentar comprenderla. Lo políticamente correcto no nos puede conducir a una triste autocensura. La edad madura nos reconcilia con una mirada más afinada y poliédrica, sobre todo con la libertad de no tener que rendir cuentas ante ningún "politburó". De jóvenes necesitábamos una verdad única, urgíamos de una causa sin complicaciones por la que batirnos y derrochar por ella toda una generosa juventud. No merme en la edad adulta la generosidad, pero nos necesitamos con nuestros matices y observaciones más afinadas, con nuestras acotaciones a pie de página, con más comas y paréntesis. Nos necesitamos con nuestras diferentes percepciones, con nuestra mirada más ancha, dinámica y menos anclada para siempre. Nos necesitamos enteramente libres. Hay aportaciones que te quisieras quitar de la cabeza, que sabes a ciencia cierta que sólo te rendirán problemas y estériles polémicas y sin embargo más al fondo cuesta renunciar a ellas. También son tu humilde firma, también te representan. Si plantamos cara a otras dictaduras, ahora no podemos resignarnos al dictado ambiental, a la última prescripción de la nueva ortodoxia imperante. Sólo siendo realmente nosotros y nosotras podremos aportar, nunca siendo como los demás quieren que seamos. ¿Cuáles son los principales problemas de la humanidad? Yo indicaría estos cuatro:
1.-Pandemia, sanidad 2.- Hambre en el mundo 3.-Guerra, refugiados, emigrantes 4.- Medioambiente y cuidado de la naturaleza Cuatro bloques de problemas que, a mí me parecen, son los más importantes en este momento de la humanidad. Hemos tenido un minuto de lucidez que nos ha venido con la pandemia. Por una vez nos hemos puesto todos en movimiento, nos ha igualado a todas las personas, aunque con diferencias abismales. Pero todos estamos tocados. Nos ha invitado a toda la humanidad a poner manos a la obra y buscar alternativas. Es cierto que la respuesta es desigual y que mientras en Europa tenemos vacunas, con dificultades, en Canadá les sobran, y en África y América apenas les llegan unas gotitas. Pero sí que hay un movimiento general. Y espero que en todos esté el que la respuesta sea general. A la vez estamos embarcados en la transformación de una sociedad industrial hacia otra sociedad informática. Es un momento clave en la historia. Y es preciso que descubramos hacia dónde queremos caminar y trabajemos para que toda la humanidad nos movamos socialmente empujando a los gobiernos y a los grandes capitales hacia otra sociedad más igualitaria, más humana. Dos puntos importantes: que la nueva sociedad parta de la reflexión y de la colaboración de todas las personas, sin olvidarnos de los más pobres, no ya solo como destinatarios sino como agentes de ese nuevo mundo. Lo cual requiere participación muy activa de todos. Es momento de sentirnos impactados todos y mover la sociedad hacia la participación. Hemos demostrado ante el covid que somos un pueblo que sabe luchar en la dificultad y seguir con esperanza. Esa esperanza y ese esfuerzo nos pueden llevar a un mundo alternativo. Los grandes problemas que exponía arriba, se pueden resolver. Hay que intentarlo. Da gusto que el esfuerzo del pueblo se vea reforzado por los grandes líderes y contamos con la ayuda fenomenal del papa, que nos apoya y nos orienta. Ahí tenemos la encíclica Fratelli Tutti. Cuando se va a sacar un paso de la semana santa, se preparan todos los costaleros con el hombro debajo del paso y a una señal del mayordomo, todos arriman el hombro y se levanta el paso. Así necesitamos hacer en la humanidad. Hay muchos y buenos mayordomos de muchos estilos en la sociedad. Que nos indiquen cómo arrimar el hombro y levantar esta realidad. Primero fue la materia, luego la vida, luego la inteligencia, la conciencia, la libertad, el amor… Desde nuestra posición en lo alto de la escala evolutiva, todos estos conceptos nos resultan tan familiares que hemos perdido la capacidad de asombrarnos con ellos, de quedar fascinados por ellos, de alucinar pensando que —como se afirma desde ambientes científicos y filosóficos— «ha sido nuestra existencia la que ha determinado la estructura del universo», de sentirnos profundamente agradecidos por esta morada que Dios preparó para nosotros con montañas, con mar, con estrellas, con sol, con atardecer, con vida, con alegría, con amor…
Todo ello fascinante, pero hoy nos vamos a centrar en la vida. Antes no había vida; en aquel mundo inerte ni siquiera el concepto “vida” tenía ningún significado; era imposible concebir una idea tan radicalmente distinta a la única realidad existente. Pero en un momento dado ésta aparece… ¿Y en base a qué?... Desde el ámbito científico se afirma que ciertos elementos químicos se combinaron para formar moléculas orgánicas cada vez más complejas; que éstas se agruparon creando unos aglomerados caóticos llamados protobiontes, y que uno de ellos acabó convertido en célula viva; una bacteria. Y en buena lógica, la cosa debió ocurrir más o menos así, pero este relato presenta una seria inconsistencia, y es que la materia no tiene la facultad de generar vida. La vida es una realidad ontológica —una forma de ser— muy superior a la materia, y en la Naturaleza nada puede ser origen de algo que está más alto en la escala ontológica. Cuando muere un ser vivo desciende en esta escala porque pierde la vida, pero los muertos no pueden resucitar; no pueden ascender. La experiencia nos dice que no se puede hacer surgir algo de la nada, ni dotar de vida a un ser inanimado ni de conciencia a un animal irracional... Por tanto, el relato científico queda cojo, y no porque esté mal planteado, sino porque le falta un elemento crucial: que la estructura celular que se formó por evolución tuvo forzosamente que recibir un “principio vital” para ponerse en funcionamiento. En la Grecia clásica a este principio vital se le llamaba alma —ánemos(ánima, en latín)--. Un ser vivo está animado, y cuando el alma, el ánima, le abandona, se convierte en un ser inanimado. El misterio de la vida no está en saber cómo se formaron los nucleótidos o aminoácidos, ni en cómo estos polimerizaron, ni en cómo llegaron a convertirse en estructuras celulares, sino en cómo el “principio vital” se coló en la Tierra dando lugar a la vida... La Biblia nos dice que fue el soplo de Dios: «Formó Yahvé Dios al hombre de la arcilla y le sopló en el rostro aliento de vida», y ésta es sin duda una interpretación preciosa. Pero lo más asombroso es que aquel evento crucial para el desarrollo de la Tierra y nuestra propia existencia, no supuso singularidad alguna que pudiese ser percibida; podríamos decir que pasó inadvertido. En apariencia todo seguía igual, pero todo había cambiado. Es como una semilla insignificante que se siembra en el campo y al principio ni siquiera se ve, pero luego se convierte en un árbol majestuoso que se yergue sobre todo lo demás. La vida de aquella bacteria en nada se parecía a las formas superiores de vida que conocemos, pero tenía la capacidad de trasmitir el principio vital que ella había recibido creando nueva vida, y ésta, la de ir evolucionando hacia seres cada vez más complejos en los que el concepto “vida” iba teniendo un significado cada vez más rotundo, más pleno. La vida, al principio vegetativa, se convirtió en sensitiva, luego en intelectiva, y no solo apareció la razón, sino la conciencia, la libertad, el amor... Con dos partículas “insignificantes”, Dios construyó el cosmos, y con una bacteria “insignificante” llenó nuestro planeta de vida... ¡Fascinante! La búsqueda constituye uno de los temas centrales del cuarto evangelio. Empieza con la pregunta de Jesús a sus dos primeros discípulos –“¿a quién buscáis?” (Jn 1,38)– y concluye constatando que también los paganos desean encontrarlo.
La búsqueda suele nacer de una doble fuente: la insatisfacción –o vacío– que reclama respuesta o salida y el Anhelo profundo que nos hace añorar nuestra “casa” y clama porque nos reencontremos con nosotros mismos. En el primer caso, la búsqueda es interesada porque nace del sufrimiento o del malestar provocado por la lejanía de nosotros mismos; en el segundo, aun sin saberlo conscientemente, es expresión de nuestra verdad profunda. No es raro que la búsqueda vaya acompañada de ansiedad, cuando no de miedo y de frustración. Sin embargo, a medida que crece la comprensión, la propia búsqueda se empieza a vivir de forma más desapropiada para, finalmente, cesar. Cesa cuando has comprendido que, en tu verdad profunda, ya eres lo que andabas buscando y que, por tanto, no hay nada que buscar. A partir de ese momento, se empieza a entrever que la búsqueda desorienta porque, al hacernos pensar que hay “algo” que tenemos que perseguir fuera o en el futuro, nos aleja de lo que realmente somos. Con la promesa de un señuelo exterior, nos embarca en un camino que cada vez nos aleja más del tesoro auténtico. Tiene razón, sin duda, el dicho según el cual, “quien busca encuentra”, pero la tiene igualmente –somos una realidad paradójica– aquel otro que afirma que “buscar es el mejor modo de no encontrar”. Y, tal vez, en cierto sentido, ambas afirmaciones quedan sintetizadas en aquella otra que lo resume de este modo: “La salida es hacia dentro”. La salida se halla en la comprensión de que lo realmente somos. Ahí cesa la búsqueda. Y al cesar, se vive una profunda aceptación de lo que es, que llega a rendición –consciente y lúcida– y se plasma en la actitud de fluir con la vida. No buscas nada; permites que la vida, que ya has reconocido como tu identidad más profunda, se exprese en cada momento a través de ti. El hecho de que cese la búsqueda no significa que cese la acción. Lo que cambia, de modo radical, es el lugar de donde la acción nace: antes lo hacía, generalmente, del yo ansioso; ahora brota, se despliega o, mejor, fluye de la plenitud que somos en lo profundo. Por eso, en el primer caso, la acción es egocentrada; en el segundo, desapropiada. ¿Cómo me sitúo ante la búsqueda? |
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