El tema del silencio está de moda en nuestros círculos. Y hay tantas comprensiones de lo que es el silencio como personas que intentamos hacerlo.
Por ello, desde ahora, mis respetos a cada uno de los silencios. A mí, hoy, por dentro me hablan de este que: Viene precedido por el recuerdo de una escultura de un crucificado que me encontré hace años, visitando una iglesia. Al salir en un lateral vi un crucificado tamaño natural que me encogió por dentro al ver la interpretación, que la autora, una mujer, había plasmado: uno de sus brazos estaba crucificado y el otro tenía la mano extendida y abierta hacia quien se le acercaba. Cuánta vida y comunicación silenciosa en ese gesto. Fue para mí, y es, cuando lo recuerdo, un grito de amor silencioso y lleno de comunicación. Aquella mano me llamaba a depositar la mía en la suya y estar así, en silencio, un tiempo largo. Así lo hice y así lo hago, muchas veces, visualizando la escultura y volviendo a aquel silencio que derrite las más duras entrañas. ¿Qué transmite esa imagen? No necesitas palabras, ni rituales, es un gesto que te conecta, como cordón umbilical, al Dios crucificado que nos muestra así el camino: cómo vivir nuestro día a día; cómo usar nuestros recursos; cómo conectar con el corazón de Dios y del planeta y de la humanidad. Siento todavía hoy, que esa mano me llama y me envía. Primero me llama a agarrarla y sostenerla. Algo así como, acércate y quédate conmigo que necesito abrirte mi corazón: reconozco que como en la conversión de Pablo, en un contacto así, se te caen las escamas de los ojos que producen ceguera para las categorías del amor: “siente mi latido y ve y comunícalo”. Y todo ocurre en silencio. Un silencio que te llena de vida, de pasión compartida: compasión de solidaridad… Tal vez la respiración se altera cuando entras en ese silencio, diferente del de la meditación de silenciamiento. Pero es, este otro silencio, la prueba de crisol, de aquellos que porque hacemos silencio podemos creer que ya vivimos el evangelio. El silencio puede ser un arma de doble o triple filo. Muchas veces puede incluso ser una herramienta para ratificar lo que yo quiero o creo que es bueno. Por eso, ese día de un modo especial, aprendí que el fondo del silencio es ese encuentro con la mano abierta y tibia del moribundo que nos ama y que es el rostro del Dios vivo y hecho carne entre nosotros. Hoy, de un modo especial me decía, “cuida del planeta” y yo en silencio le indicaba que lo intento, pero qué me sugería hoy, y me pareció comprender, desde ese silencio hondo, que me invitaba a trabajar más y mejor por la concienciación de la realidad: educar en un estilo de vida donde el minimalismo y el compartir inteligencia, recursos y bienes sea un objetivo claro, sin el que cada vez será más difícil la supervivencia de los hábitats y como consecuencia la muerte y desaparición de especies y de personas en sus largas y penosas peregrinaciones por el mar, por tierras desertizadas, por fronteras envalladas… Ese joven no huiría de su tierra si fuese fecunda y tuviese trabajo. Viene porque quiere vivir y compartir con los suyos. Esa mujer embarazada quiere que su hijo o hija nazca en suelo occidental para que tenga derechos que allá no les conceden, y por ello arriesga su vida y la de su hijx. La mano cálida del crucificado es la mano de mi hermana y de mi Tierra violada y abusada por “el ánimo de lucro” de una minoría aterradora. Se me antoja que educar en esa línea puede ser apoyar al máximo que los jóvenes y menos jóvenes nos embarquemos en estudiar temas de medio ambiente, de ecología y energías renovables, de permacultura y espiritualidad de la tierra. El mundo está cambiando, tenemos que adaptarnos a nuevos paradigmas que, al no escogerlos voluntariamente, se nos imponen desde la realidad. El silencio puede ser pues, también y además, escucha a corazón abierto de la realidad mientras apretamos la mano que nos comunica el latido y el amor del crucificado. Ese silencio me dignifica porque me vacuna contra otros silencios cobardes o autocentrados. Te invito a probar ese silencio. El verano se presta a ello.
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Leo que el padre Ángel, fundador de Mensajeros de la Paz, ha planteado abiertamente que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, incluya un Ministerio de la Soledad en su próxima remodelación ministerial. Lo que aparentemente puede parecer una petición extraña, ya lo han puesto en práctica Reino Unido y Japón para paliar el aislamiento social. Esta petición la hizo extensiva el padre Ángel a las Comunidades Autónomas y a la propia jerarquía vaticana, a la que pidió nombrar un dicasterio de la soledad.
No nos tomamos demasiado en serio este problema porque no se visualiza la enorme cantidad de personas que padece el sufrimiento severo de la soledad que al volverse crónico, es un factor de riesgo para todo tipo de desórdenes psicosomáticos en medio de un mundo hiperconectado que no facilita la verdadera comunicación. El padre Ángel ha querido visualizar el problema en su totalidad recordando que la soledad también afecta a grandes líderes, como llegaron a confesarle el papa Juan Pablo II y el presidente del Gobierno Felipe González. La petición de un ministerio no es para menos ante las cifras de personas que están o se sienten solas a un nivel patológico muy agudo ya en los llamados países “civilizados”, incluido el nuestro, por mucho que las calles parezcan decir lo contrario. Millones de seres humanos se sienten mortalmente solos sin tener a nadie con quien compartir si no es robando conversación a jirones mientras compran el pan o mendigando palabras al vecino coincidente en el ascensor. Y lo peor no es la soledad, sino el no saber qué hacer para salir de esa situación ominosa que preside cada minuto del día. Es el agujero negro de nuestro tiempo que corroe y destruye por dentro, pero que no gusta ser aireado: depresión, una pena muy grande, una mala temporada... Todo antes de llamarle por su nombre. Los viejos que se han quedado solos son los que no temen las palabras y proclaman su dolor sin ambages en cuanto se les presenta la ocasión. Quienes pasan por la soledad no querida saben el mordisco que deja en el alma. A veces es coyuntural, otras veces son razones de temperamento o predisposición al decaimiento; en ocasiones viene dado por acontecimientos desdichados de la vida que fabrican enfermos crónicos sociales. Y el estilo de vida que llevamos en el Primer Mundo contribuye al aislamiento llegando a producir verdadera marginación. Estamos ante la gran enfermedad de nuestro tiempo que la pandemia ha agravado todavía más hasta el extremo de que muchas personas han fallecido entubadas en soledad. Ella sola es capaz de romper el espíritu a cualquiera ante el debilitamiento del consuelo y la fortaleza e incluso en la fe en Dios. La caridad (ahora la llaman solidaridad) necesita más que nunca de nuestro tiempo para perder las horas con aquellos que claman compartir con un igual que pide sentirse entre sus semejantes, no sólo estar entre ellos, sentirse escuchados y poder compartir algo de vida. Qué soledades tuvo que pasar Franz Kafka para escribir que los humanos somos extranjeros sin pasaporte en un mundo glacial. Mientras no podamos cambiar el aislamiento que nos machaca, es necesario no abandonarse, adaptar los ojos a la oscuridad para seguir viendo, aunque se haya hecho de noche... El tiempo va pasando dejando las cicatrices de la pelea titánica por salir adelante durante ese tiempo negro con la ayuda de Dios que a veces se manifiesta en algunas personas estratégicamente diseminadas por Él en ese período doloroso de la vida. Alguien dijo que en la manera de sufrir es donde verdaderamente se retrata un ser humano. Gran verdad. Es cierto que la soledad a veces no deja ver la luz ni la esperanza, pero los cristianos no podemos dejar de repetir que nunca estamos solos del todo: Dios está ahí aunque el sufrimiento no deje espacio para sentirle cerca. Y sabemos, además, que existen remedios en cuanto nos preguntamos ante esta cruz qué podemos hacer por quienes sufren la terrible experiencia, bien a través de un ministerio ad hoc o con el Evangelio en la mano, cerca nuestro. Suenan cercanos los versos de José Luis Martín Descalzo en el interior de muchas personas, más cerca de lo que pensamos: Estamos solos, flores, frutas, cosas Estamos solos en el infinito Yo sé muy bien que si en esta noche grito Continuarán impávidas las rosas. Para el autor del evangelio, tanto la mujer gravemente enferma como la niña fallecida son imagen del pueblo, al que considera “agonizando”. Y, en tal situación, quiere proponerle que se adhiera a Jesús, a quien muestra como fuente de salud y de vida.
En el nivel de consciencia mítico es lógico atribuir la salvación y la vida a alguna fuerza exterior -los dioses o héroes de que hablan las mitologías- que posee ese poder. Trascendido ese nivel, se hace manifiesto que la vida no es “algo” que se pueda comunicar desde “fuera”, sino que constituye justamente la identidad última de todo lo que es. Somos vida…, aunque con frecuencia lo olvidemos o incluso vivamos ignorándolo. Afirmar que la salvación no viene de “fuera” no es una muestra de autosuficiencia o de orgullo espiritual, ya que el sujeto de aquella afirmación (“soy vida”) no es el yo particular, sino la propia Vida, nuestra verdadera identidad. Bien entendida, por tanto, esa afirmación implica una total desidentificación del yo, al que reconocemos solo como una “forma” en la que nos estamos experimentando, pero no como el “sujeto” de lo que somos. El camino de la comprensión nace exactamente donde se cruzan las dos palabras de Jesús: “Tu fe te ha curado” y “Levántate”. La “curación” está en nosotros, pero necesitamos “levantarnos”. Levantarse significa salir de la ignorancia y de la postración, soltar la queja y el victimismo y reconocer nuestra verdadera identidad, la vida que somos. “Levántate” significa: “Comprende lo que eres”. Desde ahí -lo decisivo siempre es el desde donde hacemos las cosas-, conectando con lo que realmente solemos, podremos “levantarnos”, ponernos en pie y “resucitar”. A partir de esa experiencia, vivida con gozo y gratitud, podremos ayudar a otros a “levantarse” de cualquier situación de postración. El compromiso nacerá de la comprensión y fluirá a través de nosotros de una manera gratuita y desapropiada. ¿Vivo en actitud de ponerme en pie y de ayudar a vivir? Del final del c. 4 de Mc pasamos al final de c. 5. En este capítulo, antes del relato que vamos a leer, Jesús cura a un endemoniado y permite que los espíritus inmundos se metan en una piara de cerdos que se precipita en el mar. Jesús vuelve a atravesar el lago en dirección a Galilea, y allí encuentra de nuevo a la multitud que le busca. El domingo pasado nos hablaba del “poder” de Jesús sobre la naturaleza. Continúa el evangelio con la manifestación de “poder” sobre los espíritus inmundos. Hoy damos dos pasos más: “Poder” sobre la enfermedad; Y “poder” sobre la muerte (la hija de Jairo). No cabe una síntesis más clara, ordenada y progresiva de la actividad salvadora de Jesús.
En el doble relato de hoy, descubrimos un mensaje muy profundo. Por una parte, la niña y su padre son imagen de los sometidos a la institución. Jairo es un cargo público, aunque no estrictamente religioso. La mujer enferma representa a los marginados y excluidos por una interpretación demasiado legalista de la Ley. Este simbolismo se hace más claro por el anonimato de las dos mujeres, y los doce años de enfermedad de la mujer y los doce años de vida de la niña. El número doce es símbolo de Israel. Jairo (símbolo de la institución) no encuentra salida en la religión y busca la salvación en Jesús, que había sido rechazado por sus jefes. La decisión es tan difícil que espera hasta el último momento para ir en busca de Jesús. La mujer enferma también se había gastado toda su fortuna en buscar salvación. Tampoco le quedaba otra salida. La religión no solo no le daba solución, sino que la excluía hasta límites inimaginables hoy. Uno viola formalmente la Ley acudiendo a un proscrito. La otra viola literalmente la Ley tocando a Jesús. En ambos casos, Jesús apela a la fe-confianza como motor de salvación. Para descubrir la importancia del relato hay que tener en cuenta las leyes de pureza que afectaban a la mujer. El Levítico dice: "La mujer permanecerá impura cuando tenga su menstruación o hemorragias. La mujer considerada impura y causante de impureza. Podemos imaginar la tara psicológica que dejaba en la mujer esta consideración de impura. La hemorroísa tenía prohibido tocar y ser tocada. Ella sabe que el acto que puede salvarle está prohibido por la Ley. Sin embargo, doce años de sufrimiento la empujan. Esta valentía no está exenta de temor; se acerca por detrás. Tocar a Jesús no solo manifiesta la confianza en él, sino en sí misma. Su valentía le devuelve la salud. Con una aguda sensibilidad, más que humana, percibe que le han tocado (todos le están apretujando). Cuando Jesús pregunta “¿Quién me ha tocado?”, está dando a entender que alguien ha llegado hasta él buscando una respuesta a su opresión. Aceptando ser tocado, más allá de la norma, entra en la dinámica que la mujer había iniciado. Se abre a la comunicación profunda y sanadora a través del cuerpo. Los dos están expresando lo mejor de sí mismos. El cuerpo “impuro” de la mujer es reconocido y aceptado como normal. Dejándose tocar, Jesús se coloca por encima de los códigos sociales y religiosos. Una relación que abarca todos los aspectos del ser: el físico, el psíquico y el religioso. La mujer se salta la Ley, pero Jesús va más allá y reacciona como si la Ley no existiera. El milagro se produce sin que intervenga la voluntad de Jesús. La fe-confianza de la mujer desencadena la curación. Este relato es una mina para tratar de descubrir qué es lo que sucedía de verdad cuando el evangelio habla de “milagros”. No significa una acción en contra de las leyes de la naturaleza. Todo lo contrario. Es dejar libre la naturaleza para que pueda desarrollar su ‘ley’ sin las trabas que le pone la racionalidad. Porque esa armonía es lo normal. Llamamos milagro a procesos que serían los más naturales: Un ser humano liberado de sus complejos, de sus miedos, de una religión opresora; Un ser humano que puede empezar a ser él mismo, a valorarse porque se siente apreciado. Se reanuda el relato de la hija de Jairo con la llegada de los emisarios, que traen noticias de muerte. Jesús es portador de vida y le dice a Jairo: basta que tengas fe. La multitud se pone de parte de los emisarios de muerte y se pone a llorar; pero Jesús no hace ningún caso y sigue adelante. Cogió de la mano a la muchacha, pero a diferencia de la suegra de Pedro, no la levanta, sino que le dice: ¡levántate!, el mismo verbo que Mc emplea para hablar de resurrección. En contra de lo que dice expresamente la Ley, toca a un muerto, y en vez de quedar contaminado de muerte, da la vida al cadáver. No nos engañemos, la importancia de estos relatos no está en el hecho de curar o de resucitar, sino en el simbolismo que encierran. Pensar que la obra de Jesús se puede encerrar en tres resurrecciones y en una docena de curaciones, es ridiculizar su figura. Objetivamente, los curados volverán a enfermar y entonces no estará allí Jesús para curarlos. Los resucitados volverán a morir sin remedio. Jesús no puso el objetivo de su misión en una solución de los problemas. La salvación de Jesús es para todos y en cualquier circunstancia; También para los enfermos, marginados, explotados. Si no tengo esto en cuenta, puedo pensar que la salvación de Jesús no es para mí. En el AT queda claro que Dios no hizo la muerte. Jesús va más allá y nos dice que Dios no quiere nada negativo para el hombre. Las limitaciones son inherentes a nuestra condición de criaturas. La salvación está siempre en un plano superior y más pleno que toda limitación. Se puede dar en plenitud, a pesar de cualquier limitación, incluida la muerte. La salvación, la que propone Jesús, libera siempre. No se trata de un premio para privilegiados sino de una oferta absoluta de Dios para todos. Esa fuerza, que Jesús era capaz de poner en marcha, está disponible para todos; lo único que tenemos que hacer, es dejar que actúe. Nos puede salvar, de la misma manera que tiene poder para bloquear los procesos naturales y causar así un daño a su propio ser y/o a los demás. En los dos casos, la multitud queda al margen de la salvación. Para Jesús, los entes de razón (multitud, pueblo, iglesia) no pueden ser objetos de salvación. Lo que le importa es la persona, porque es lo único real. Esto lo hemos olvidado y hemos cometido el disparate de sacrificar a la persona en aras de la institución. También hoy tendría que ser nuestra principal tarea el liberar a tantos seres humanos atrapados en las interpretaciones aberrantes de Dios y de su Ley. La religión seguirá oprimiendo y esclavizando mientras seguimos dando más importancia a la institución que a la persona. Meditación En el orden espiritual, es imprescindible la fe-confianza. Sin confianza en el OTRO no daremos un paso. Tu lámpara está capacitada para iluminarse. Toda la energía está a tu disposición. Solo tienes que dejar que fluya la corriente. Los relatos de milagros son como contenedores bien cerrados, unos juntos a otros, sin que se mezcle su contenido. El pasaje de Marcos que leemos hoy recuerda, en cambio, a las muñecas rusas: un milagro dentro de otro. Jesús va a curar a una niña y se cuela por medio una enferma con flujo de sangre. Esa mezcla da gran dramatismo e interés al conjunto.
En busca de la mejor medicina (Mc 5,21-43) La medicina tradicional: imposición de manos El comienzo parece normal: un padre preocupado por su hija gravemente enferma. Lo que no es normal es su convencimiento de que Jesús pueda curarla con sólo ponerle la mano encima. En nuestra cultura, el enfermo agradece que el médico no le hable a distancia; que lo ausculte y lo palpe, si es preciso. En la cultura antigua, el hombre santo y el curandero ejercen su poder mediante el contacto físico. En el evangelio de Lucas se dice que «toda la gente intentaba tocarlo, porque salía de él una fuerza que curaba a todos» (Lc 6,19). En efecto, Jesús cura a la suegra de Pedro tomándola de la mano; imponiendo las manos cura a diversos enfermos (Mc 6,5; Lc 4,40), a un sordomudo (Mc 7,32), a un ciego (Mc 8,23.25), a la mujer tullida (Lc 13,13); poniendo barro en los ojos del ciego de nacimiento le devuelve la vista (Jn 9,15); y a los discípulos les concede el poder de curar enfermos imponiendo las manos (Mc 16,18). Quien se haya fijado en las citas, habrá visto que casi todas son de Marcos y Lucas. Parece que a Mateo y Juan no les entusiasmaba el procedimiento, podría causar la impresión de un poder mágico. Una nueva receta: tocar el manto Si Jairo está convencido de que la imposición de manos de Jesús basta para salvar a su hija, la mujer con flujo de sangre va mucho más lejos: le bastaría tocar su manto. La idea del manto milagroso se encuentra también en otro relato posterior del mismo Marcos: «En cualquier aldea, ciudad, o campo adonde iba, colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejara tocar al menos la orla de su manto. Y los que lo tocaban se sanaban» (Mc 6,56 = Mt 14,36). El relato acentúa la gravedad y persistencia de la enfermedad (¡doce años!), el fracaso de los médicos y el dineral gastado en buscarle solución. De repente, a la mujer le basta oír hablar de Jesús para depositar en él toda su confianza; ni siquiera en él, en su manto. ¿Fe o desesperación? Algunos de los primeros cristianos, amantes de aplicarse los relatos evangélicos, podrían identificarse fácilmente con la mujer. «Yo también estaba desesperado, oí hablar de Jesús, y todo cambió.» La verdadera medicina: la fe La mujer se cura al punto. Pero el relato toma un sesgo dramático. Jesús nota que una fuerza especial ha salido de él y quiere saber quién la ha provocado. Pregunta, rechaza la excusa de los discípulos, mira con atención a su alrededor, hasta que la mujer se presenta temblorosa y asustada. (Marcos describe a Jesús de forma tan humana, tan poco ortodoxa, que Mateo suprimió toda esa parte en su evangelio: Jesús no necesita indagar, sabe perfectamente lo que ha pasado). El lector termina poniéndose en contra de Jesús y a favor de la mujer. ¿Por qué le está haciendo pasar un rato tan malo? Es un recurso genial de Marcos, el mismo que utiliza en la curación de la hija de la mujer cananea: poner al lector en contra de Jesús y a favor del quien le suplica. ¿Para qué? Para que Jesús ofrezca al final la verdadera enseñanza. Imaginemos que la mujer se cura y Jesús no pregunta nada. El lector se dice: «Llevaba razón la mujer. Bastaba con tocarle el manto.» Quizá añadiría: «En realidad, quien cura es Jesús, no el manto.» Pero todo el teatro montado por Jesús sirve para llegar a una conclusión muy distinta: «Hija, tu fe te ha curado.» Ni Jesús ni el manto, «tu fe». Esta afirmación podrá parecer atrevida, casi herética, a algunos teólogos. Pero, en este caso, Mateo y Lucas coincidieron con Marcos al pie de la letra: «Hija, tu fe te ha curado.» Una medicina que, además de curar, resucita La acción vuelve a su origen, pero de forma trágica: la niña ha muerto. No hay que molestar al Maestro. Pero Jesús le recomienda al padre la medicina usada por la hemorroisa: «No tengas miedo; tú ten fe, y basta». Siguen hasta la casa y se sumergen en un mundo de llantos y lamentos. La gente es lista, no se deja engañar por Jesús Cuando yo era joven, me indignaba leer que la gente se ríe de Jesús cuando dice que la niña no está muerta, sino dormida. Me parecía una tremenda falta de respeto. Pero estaba equivocado. La risa de la gente demuestra que Jesús no puede engañarlos. Él quiere pasar desapercibido, presentar lo que hace como algo normal, sin importancia; pero la gente sabe muy bien que la niña ha muerto, que Jesús ha realizado un gran milagro. El detalle final de darle a la niña de comer sirve para demostrar la realidad de la resurrección. Resurrecciones en esta vida y fe en la vida futura La resurrección de la hija de Jairo (contada por Marcos, Mateo y Lucas) trae a la memoria otros relatos parecidos, pero peculiares: la resurrección del hijo de la viuda de Naín, que sólo cuenta Lucas; y la resurrección de Lázaro, que sólo cuenta Juan. ¿Cómo es posible que estos dos hechos tan famosos no se encuentren en los cuatro evangelios? Es cierto que la tradición oral olvida a menudo cosas y detalles. Pero resulta extraño que un evangelista no los conozca. Como un biógrafo de Beethoven que no ha oído hablar de la 9ª Sinfonía. A los evangelistas no les preocupaba, como a nosotros, el hecho histórico en cuanto tal, sino la realidad de lo que contaban. Lo importante no es que Jesús resucitase a Lázaro (que al cabo de los años volvería a morirse), sino que nos resucitará a todos a una vida sin fin. «Yo soy la resurrección y la vida» es también el gran mensaje de la resurrección de la hija de Jairo. La victoria sobre Satanás (Sabiduría 1,13-15; 2,23-24) La 1ª lectura, tomada del libro de la Sabiduría, afirma que la muerte no es algo querido por Dios, entró en el mundo por envidia del diablo. Aunque esto resulte discutible desde un punto de vista científico moderno, así lo interpretaban los judíos del siglo I. Con ello, la resurrección de la hija de Jairo adquiere un sentido nuevo. Marcos enfoca su evangelio como una lucha entre Jesús y Satanás. Y este es un ejemplo de su victoria sobre el que introdujo la muerte en el mundo por envidia. Solidaridad en tiempos de migración (2 Corintios 8,7.9.13-15) Aunque no tenga relación con el evangelio, el fragmento de Pablo es de enorme actualidad en una época en la que miles de personas (hermanos nuestros) se encuentran en grave necesidad de acogida, comida, vestido, trabajo… Pablo anima a los corintios a ayudar económicamente a la comunidad madre de Jerusalén, que sufre la terrible hambruna del tiempo del emperador Claudio. Su mejor argumento es recordarles el ejemplo de generosidad de nuestro Señor Jesucristo. Según Jesús, el corazón o la conciencia es el centro de la vida moral o el lugar donde se decide la voluntad de Dios. No se trata de cumplir unos preceptos legales sino de llevar a cabo la nueva justicia del Reino, que es defender a los vulnerables de la sociedad. De ahí la exigencia de convertir el corazón o la conciencia.
La referencia a la palabra de Dios no es en Jesús algo abstracto o individual sino referido a la comunidad creyente en medio de las situaciones históricas de injusticia en el “tiempo presente” a través de la lectura de los signos de los tiempos. El “amaros unos a otros” es la clave para afrontar los desamparos y los desvalimientos de las personas concretas. La conciencia es el acontecimiento central de la interioridad o subjetividad cristiana, mediante la cual la persona creyente se siente relacionada íntimamente con Dios (aunque no siempre caiga en la cuenta de ello) en Jesucristo por medio de la fe. La fe genera energía para dar un paso adelante en momentos concretos, para abandonar la poltrona, las seguridades, la comodidad alienante, la indolencia interesada; en realidad, la fe mueve endorfinas, esa sustancia que elabora el cerebro para ponerse en acción, que dirían los entendidos. De la conciencia brotan las decisiones, el discernimiento, los juicios, etc., en el ámbito de las conductas, guiados por la palabra y la acción de Jesús que libera a las personas y proclama la buena noticia de que las cosas pueden cambiar. Dice Esperanza Borús[1], que la primera de las curaciones que el alma necesita es no perderse en las identificaciones o enredos que nos ofrece engañosamente el mundo a fin de que el flujo de sangre (sangre = espíritu) sea cortado y todas esas energías vuelvan de nuevo a su fuente que es el Ser. El relato nos dice que la mujer había gastado sus bienes sin resultado alguno e incluso había empeorado. Esto es, el camino verdadero es aquel que nos lleva al núcleo mismo de nuestro Ser esencial. Los demás caminos nos desvían, nos desorientan y nos alejan de la íntima unión del alma con la Divinidad. Mas cuando el alma roza, aun levemente, y experimenta la verdad del corazón, fuente de vida inagotable, y la fuerza necesaria para despertar, es cuando el Cristo oculto en nuestro interior reconoce al alma que lo busca; esa unión se profundiza y se abisma en el Amor. Jesús al llegar a la casa de Jairo, echa a esos “egos” que no nos permiten acceder a la Verdad plena. Es entonces cuando el alma “despierta” y se levanta. Que el tiempo se ha cumplido viene expresado por el número doce, que indica perfección, y que el evangelista Marcos señala que es la edad de la niña y los años de búsqueda de la mujer que perdía sangre. Cuando buscamos fuera lo que llevamos en nuestro interior el encuentro íntimo no se produce. Con frecuencia en los relatos donde se narran milagros de sanación o resurrección Jesús insiste en no divulgar lo sucedido. “Les insistió en que nadie lo supiera”, advertencia a ser prudentes y no exponer la Verdad a los extraños que puedan pisotearla, manipularla. El alma ha de nutrirse para fortalecerse. Por eso Jesús les pide que “le dieran a ella (al alma) de comer”. Mas, ¿cuál es el vínculo entre corazón, conciencia y alma en búsqueda de la Verdad, del Amor? Esos signos o señales que la sociedad y el mundo actual nos ofrecen cada día. Para Jesús, el Reino de Dios era ante todo remediar el sufrimiento humano en todas sus formas y hacer posible la felicidad en cada circunstancia. Algo no siempre fácil y hasta arriesgado en determinadas ocasiones. Vivimos en una sociedad enferma que da la espalda al dolor de las víctimas y sigue aplazando los temas de fondo que sacarían a muchos de situaciones de riesgo, especialmente las mujeres, sujetos seculares de explotación y sufrimiento. Francisco, en la Fratelli Tutti, nos recuerda que en la base de todo está la caridad que transforma e invita al compromiso por el Bien Común y el reconocimiento de la dignidad de todos los seres humanos. A pesar de que la comunidad internacional ha adoptado acuerdos para poner fin a la esclavitud y a todo desamparo, todavía hay millones de personas privadas de su libertad y obligadas a vivir en condiciones de esclavitud (FT 24). En todo caso, la oración viene en nuestro auxilio para tener fuerza, para perder el miedo, para no sentirnos solos/as, para transformar la realidad. Cuando las noticias de cada día nos dejan helada la sangre, cuando el corazón se nos rompe de dolor, de impotencia, cuando los “por qué” quedan sin respuesta sólo nos queda la confianza de “Aquel que sustenta nuestra fe” pues “ahora” es Él quien está sosteniendo todas las cosas. Eso no es sólo cierto del universo físico, incluso nuestros cuerpos y todo lo que somos, sino que abarca las otras fuerzas y poderes en el mundo: psicológicos, sociales, espirituales y cuantos acontecimientos ocurren en él. Algo que solemos olvidar los cristianos tan acostumbrados a ver las cosas a través de los medios de comunicación sin caer en la cuenta de la fuerza que todo lo Unifica, por incomprensible que nos parezca. Jesús se retiraba a orar una y otra vez. En Getsemaní agobiado por una angustia mortal, en la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio de Dios, reza por todos incluso por aquellos que lo han condenado. Ora sin renunciar nunca a la confianza en su Abbá-Dios. Porque “incluso en el más doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos”. ¡Contigo hablo, levántate! ¡No tengas miedo! ¡Shalom! Nunca comprenderemos del todo la vida que somos. Podremos amar pero no comprender. Podremos sentir el sabor de las cosas pero no sabremos si se lo debemos a un Sabor supremo más allá de nosotros mismos. No sabremos si hay una divinidad en todo lo que sentimos o un Dios Chef que cocina todo. En este caso siempre ese Chef será falso y verdadero a la vez. Al romper la cascara de lo inmediato se abre el anhelo de plenitud. Pero sin figura concreta.
Y es ese mismo anhelo el que nos pide no identificarlo con un sabor concreto. Dicho en clave religiosa es la misma divinidad la que nos pide vivir sin un Dios concreto, cambiando siempre de figura y con nuevos matices. Pues creer no es afirmar la existencia de una de esas figuras concretas, sino resistir en el anhelo, gustar la vida, mantener firme el ánimo para vivir, para dar valor a todo y ayudarnos. Bienvenidas sean aquellas representaciones, ni ingenuas ni dogmáticas, que nos alegran la vida y dan luz a la nihilidad y alivio al sufrimiento. No obstante de estas cosas y seres divinos mejor es callar. Y de lo que somos, de aquello que hacemos, disfrutamos y padecemos, sí es mejor hablar. Abrir unos y otros el corazón mental siempre sumido en la penumbra de la incomprensión que nos constituye. La consciencia es el mayor don y a la par la causa principal de nuestro latente malestar por no saber. Algo propio de toda la humanidad crea o no crea en Algo o Alguien, y anterior a cualquier reconocimiento de un nombre y ser divino. Por eso es más importante construir en diálogo intuiciones y creaciones comunes que saber “a Palabra cierta” de dónde venimos o a dónde vamos. Volar como esas bandadas de pájaros completamente sincronizados que trazan figuras espectaculares en el cielo, que bordan sentidos sin saber dónde van y porqué vuelven y revuelven, tan bruscamente, en el mismo cielo; nosotros en la misma incomprensión de siempre, en dónde, cómo, por qué y para qué “vivimos, nos movemos y existimos”. Valga esta entradilla para sumarme a la conversación abierta por José María Castillo sobre nuestro libro “Después de Dios, otro modelo es posible” en el que colaboro. No soy teólogo y menos con la dedicación y acierto de estas personas, Castillo, Vigil y Arregi, pero como he aprendido mucho de ellos tengo por deuda incorporarme a sus reflexiones, volando junto a ellos. Comparto con José María Vigil la coordinación del citado libro en la colección Nuevo Tiempo Axial orientada a la explicación de cómo los nuevos paradigmas epistemológicos y las investigaciones científicas e históricas, están construyendo otra interpretación del cristianismo. Algo muy similar a lo que hizo la Teología de la Liberación desde la perspectiva social pero ahora desde el punto de vista de la secularización y el no-teísmo. No comparte Castillo esta perspectiva, la crítica y nos tilda a los autores del libro de sabiondos y ateos escondidos por vergüenza. Ya ha aclarado sus palabras. Sin embargo esas mismas expresiones revelan un cierto sentir general de la teología actual. Casi siempre ocurre igual, que los viejos paradigmas se sienten amenazados por los nuevos modelos hasta que poco a poco se van remplazando. Por mi parte comparto la idea común con Vigil y Arregi de que estamos en una metamorfosis o reinterpretación profunda de ese término tan valioso y usado, Dios. Y quiero añadir en este sentido un reconocimiento, además de a Arregi a la labor pionera de José María Vigil a quien no menciona Castillo en su aclaración. La mayor parte de los que frecuentamos estos blogs, yo mismo, somos de la generación religiosa que se va de la vieja comprensión de Dios, la que vive de solventes rentas creyentes que nos permiten dispendios atrevidos de creatividad. Nos educamos en el nacionalcatolicismo, donde perdimos la fe, abducida por una derecha mental de rostro religioso, donde ganamos en dogmatismo y sacralidad. La generación que se recuperó con el Vaticano II pero sin resurgir como los ojos del Guadiana. Dio lo mejor de sí en la teología de la liberación perpetuando el maximalismo moral en la praxis revolucionaria y enriqueciéndose humanamente con los pobres. Pero todo este mundo religioso está caduco. Responde a un esquema teísta y dualista y a una epistemología dogmática. Hasta hace bien poco no nos hemos atrevido a poner en cuestión el absolutismo de la palabra bíblica, a destronar la revelación como fuente mejor y más elevada que la razón. Pero por fin hemos cambiado los papeles, hoy es la buena y bella razón la que siente que “nace y sale” algo desbordante de su propio ser, palabras humildes de consenso humanitario. Una divinidad de abajo arriba, una trascendencia de la inmanencia. De la densa religión vamos destilando jugos de nuevas significaciones y silencios expectantes. Las “piernas inquietas” no nos llevan a ninguna parte pero la mente, fortalecida en el subsuelo de la fidelidad, se atreve a viajar por sendas intransitadas para lograr una mayor universalidad. Todo para que la sabiduría originaria, la palabra o relato evangélico, sea accesible en el presente donde el tiempo ha cambiado tantas cosas. Dos grandes pasiones han guiado el vuelo colectivo de nuestra generación de modo muy intenso y arrollador. Han conformado su modo de vida, han construido su personalidad y ahora desplazadas por la indiferencia o la crítica no sabemos cómo llamarlas. La primera, el mar o “Dios” porque todos los nombres le van pero ninguno le cae bien. De la segunda, Jesús, el árbol de la vida y la sabiduría, podría decirse “una persona como nosotras”, pero tendríamos que explicar previamente cómo somos nosotras cuando ya estamos moldeadas por él. Con nuestros vuelos y deconstrucciones volvemos al pasado y en cada vuelta y revuelta, sin renegar de lo vivido, se nos da otro sentir. Tal nos ocurre ante el mar de la divinidad y, valga la metáfora, el árbol del buen y bello sentir en medio del bosque. El mar, la divinidad, lleno de gotas fundidas; el árbol, Jesús, indicando un lugar y un camino. El término Dios en muchas personas ya no significa ese “Dios” de los Cielos, Creador y Redentor, omnipotentemente sabio y bueno, fruto de una inspiración particular erigida categóricamente como figura universal o Theos salvador. Ni Yahvé o Alá, ni Brahman, ni Visnú. Tampoco literalmente Padre o Madre a no ser “desde el sexto sentido” mudo de nacimiento, como así ha sido en gran parte en los místicos, los profetas y el “pueblo compasivo” que habita en muchos lugares pobres. Si sacamos la referencia al Padre/Madre de su registro simbólico la convertimos en una fórmula blasfema, mal dicha, en una figura realista. Y ya en ese registro descriptivo terminamos levantando una filosofía y teología extremadamente explicativas. Ponemos a Dios dentro de la dorada custodia de la razón discursiva y procesionamos internamente por sus atributos. Las palabras de Castillo reflejan ese núcleo inamovible del absolutismo religioso, el discurso de fondo de toda la teología actual que no encuentra eco en la sociedad y no se atreve a poner en cuestión sus creencias y simbolismos. Ni el Dios omnipotente y arriba por muy Padre o Madre que lo sentimos, ni Jesús como Hijo de Dios, son hoy creíbles. Y menos la Redención. Jesús es un relato inspirador, una historia incompleta y un constructo religioso. El dato originario o Evangelio es un relato de fe, ni una historia ni una filosofía. A partir de ese relato se ha intentado rehacer su historia, su “vida y milagros”, un propósito atrevido con resultado muy valioso pero algo engañoso según se interprete. Y por otro lado se ha construido un inmenso edificio racional desde la preeminencia y la autoridad de la “filiación divina”, el Cristo Hijo de Dios, un constructo sumativo de todas las experiencias y diferentes teorías de veinte siglos. Es el Cristo de la Iglesia; pero Jesús no es como ese “Dios” [1], persona trinitaria y señor supremo en sentido literal o Theos. En todo caso lo decisivo no es tanto cómo existió Jesús ni la atribución literal de divinidad, cuanto la elevación que despierta y la incondicionalidad que nos suscita, eso que ocurre en la memoria y el interior de quien acoge su relato como inspiración de su vida. La “divinidad de Jesús” no es un rasgo objetivo de su persona sino la incondicionalidad que le otorgamos cuando decidimos dejarnos afectar por su sabiduría Otro Dios, otro Jesús y otro cristianismo son posibles. La nueva epistemología e interpretación de la “materia” o realidad, la envergadura del cambio que desde la info-bio-tecnología se nos viene encima, la desigualdad social tan escandalosa juntamente con las sacudidas del absolutismo liberal nos piden una reconstrucción muy profunda del viejo paradigma redentor. Con Dios o sin Dios, desde Jesucristo u otros testimonios, con la ética y la política, con el arte, la música y el cuidado mutuo es preciso llegar a un cambio de la ropa interior del “alma”, sentir otra divinidad, nuevas significaciones para un vuelo global de sentido para toda la humanidad, no solo para los fieles de una determinada religión. Nos dice Castillo: “si no aceptas la “trascendencia”, lo que no aceptas es el Evangelio. Es decir, lo que no aceptas es el cristianismo.” Si por trascendencia se entiende la permanente referencia a un mundo sobrenatural separado de este, expresado en ese mundo salvífico paralelo que he citado antes, entonces es verdad que no aceptamos el evangelio, es decir no aceptamos la interpretación tradicional católica que se ha dado al evangelio fundada en el Hijo de Dios encarnado y resucitado. Pero el Evangelio es justamente lo contrario, una vida derrochando amor hasta que te la quitan. Y la muerte no redime de nada. Lo que da vida es el poder germinativo de la realidad. Tenemos que hablar de la trascendencia. Marcel Proust despierta su memoria al morder una madalena. Nosotros despertamos la divinidad en el sabor y valor de las cosas. Nos gustan las madalenas pero no sabremos nunca si el gusto de la madalena en ese letargo de un sueño interrumpido, empapada en la leche del día por delante, está retransmitiendo otros días y vida donde se genera y conserva ese gusto en grado absoluto. Si ese rico desayuno es solo una participación de una gran comida celestial que nos espera. Lo cierto es que los tiempos de Platón ya pasaron. Antes de decir que hay un gran Sabor en algún incognoscible “lugartiempo” hagamos una pausa para hablar. Para encontrarnos con la mentalidad actual que suspende ese impulso a crear mundos paralelos y superiores. Ese compás de espera se llama un agnosticismo creyente, un amar sin saber a la espera de atribuirlo o no a un sabor madre. Quizás tenga razón Castillo de que somos ateos camuflados, de que no sabemos desayunar con la calma suficiente para degustar el sabor de las madalenas, para sentir la trascendencia en la inmanencia. Pero el ateo no es tanto el que niega un Dios, eso es posterior, sino el que al romper la cáscara de lo inmediato no encuentra la yema o no degusta el significado preñado y naciente en el mordisco de la madalena. Y nosotros, ¡bien que lo encontramos! Son pocos aquellos a los que no les gustan la madalenas. Podemos ir llamando Dios a estos valores y sabores que “nacen y salen”[2] en cada madalena o realidad porque si no, no encontraremos nunca un nombre adecuado para tanta maravilla. Ni tanto ánimo para compartir con tantos que no tienen ni pan. Son muchos los que tienen hambre y no pueden degustar apenas nada. Entonces las campanas de su alma, de su “ropa interior” no les llaman a divinidad. Por eso es bueno que haya una panadería en cada barrio. Concluye Castillo: Todo esto, querido amigo José, no es sino un punto de partida. Que nos tendría que llevar a la lapidaria afirmación de Kant: “La praxis ha de ser tal que no se pueda pensar que no existe un más allá”. Ni tampoco que se pueda pensar que el más allá es un certificado a pies juntillas, que es lo que ocurre También parafraseando al mismo filósofo se puede decir que: “La praxis o la creencia deben ser tales que puedan ser tenidas como un bien por toda la humanidad”. Y hoy por hoy no toda la humanidad tiene el actual cristianísimo como un bien. Hay que buscar otro y no confundir la búsqueda con deserción y ateísmo. Comparto con Renoir la fascinación por la luz filtrada entre los árboles, y admiro el talento y esfuerzo que dedicó a capturarla en su célebre Bal du moulin de la Galette, un fiestón celebrado en 1876 en un merendero de Montmartre que ahora nos daría envidia a todas las generaciones pandémicas. Como en La balançoire, otro cuadro de ese mismo año, la luz aparece proyectada sobre la gente y sobre el suelo como una salpicadura de círculos de claridad sobre un fondo de sombra ambigua. Cada uno de esos círculos es el Sol. Tuve la suerte de percibirlo durante la primera fase de un eclipse, cuando cada circulito de luz mostraba un mordisco en su flanco derecho, la sombra de la luna que se iba interponiendo entre nosotros y nuestra estrella. Siempre da gusto que las cosas encajen, pero ¿en qué sentido eso ayuda a entenderlas?
Dejemos pasar el eclipse, sentémonos debajo del árbol y miremos a su copa. Grandes ramas que se bifurcan en ramas menores que se dividen en ramitas, todas con la misma geometría, de modo que te da igual mirar al árbol entero que al último de sus brotes, porque siempre tiene la misma forma. Ese tipo de estructuras autosemejantes, o fractales, son comunes en la biología, porque se generan mediante un algoritmo repetitivo de crecimiento y generación de patrones que es inmensamente económico en información. Con repetir lo mismo 40 veces has hecho un árbol con cuatro genes. Parece la obra de un ingeniero muy hábil, y lo es, así que ¿da eso sentido a nuestra vida? No, porque el ingeniero se llama evolución, y genera diseños sin necesidad de un diseñador. Por más que avance, la biología es una improbable fuente de trascendencia. Para la evolución biológica, un ser humano no tiene más propósito que un árbol o que un virus. Creced y multiplicaos. Pero la madre de todas las ciencias, la física, tiene aspiraciones más ambiciosas, casi teológicas. Es curioso, porque es esta ciencia la que, desde tiempos de Copérnico, nos ha expulsado del paraíso con saña y perseverancia. Ni la Tierra es el centro del Sistema Solar, ni el Sistema Solar es todo cuanto existe, ni la Vía Láctea tiene nada de especial en este cosmos abrumadoramente grande y preñado de galaxias como la nuestra. En el último siglo y medio, mientras los creacionistas se empeñaban en refutar a Darwin, la física les estaba lanzando los verdaderos torpedos en la línea de flotación. Si el mundo no ha sido creado para nosotros, las religiones se diluyen en este cosmos inabarcable donde pierde fuelle el negocio de la malversación de almas y el tráfico de vidas eternas. Entre los físicos actuales, los más platónicos son seguramente los teóricos de cuerdas. Pero el caso es que los físicos teóricos han vuelto a la arena teológica. Es lógico, puesto que su área de conocimiento está invadiendo el territorio tradicional de la clerigalla. ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué el universo es comprensible? ¿Tenía Dios alguna opción al crear el mundo? Las dos últimas preguntas, por cierto, son de Einstein, que no creía en el Dios de los teólogos, pero sí en el de Spinoza: el que se revela en la armonía de todo lo que existe. Esta es la única religión de los científicos, la que sostiene que el mundo alberga regularidades ocultas, pautas simples y elegantes bajo su apariencia incognoscible. Los científicos estudian la naturaleza porque están convencidos de que hay algo que entender ahí abajo, en su lógica profunda. Una idea que podría suscribir Platón. Entre los físicos actuales, los más platónicos son seguramente los teóricos de cuerdas. Proponen que los componentes básicos de la materia no son puntos, sino cuerdas que pueden vibrar a distintas frecuencias. Cada forma de vibración es una partícula elemental, como un quark o un electrón. Uno de los teóricos de cuerdas más destacados, Michio Kaku, lo describe con una metáfora: “Las leyes de la física se reducen a las armonías de esas cuerdas; la química son las melodías que se pueden tocar sobre ellas; el universo es una sinfonía, y la mente de Dios es música cósmica que resuena por el espaciotiempo”. Ese vuelve a ser el Dios de Einstein y Spinoza, el que se revela en la armonía de todas las cosas. El Dios de los científicos. La teoría de cuerdas tiene críticas serias dentro de la ciencia. Todo el mundo admite que es una arquitectura matemática asombrosa y autoconsistente, pero ahora mismo no se puede someter a prueba, y por tanto es más una filosofía que una ciencia. Pero dos generaciones de físicos brillantes le han dedicado su vida, y están seguros de que les puede conducir a la unificación final que abarque toda la física, la ecuación que escribió el Dios de Spinoza para crear el mundo. Es toda la teología que nos queda. Cada año la Iglesia dedica el domingo de la Santísima Trinidad, el llamado día Pro orantibus, a dar a conocer la vida contemplativa, un carisma muy desconocido en las comunidades cristianas y a orar por los monjes y por las monjas.
Lo que es más propio de la vida contemplativa es la oración. Por eso los monjes y las monjas evangelizamos nuestro mundo, más con lo que “somos” que con lo que “hacemos”. La vida contemplativa, en el silencio y la plegaria, está llamada hoy, como ayer y como siempre, a convertirse en testigo de la gratuidad del amor de Dios por medio de la belleza de la vida fraterna, la oración y la alegría de sentirnos acompañados por el Señor. Porque es Jesús mismo quien hace camino con nosotros, para abrir nuevas sendas de esperanza y de paz, en medio de tantos miedos y tantas desesperanzas e incluso de tantas desesperaciones. Cabe recordar que en la audiencia general, el pasado 5 de este mes, el papa Francisco hablaba de “la dimensión contemplativa del ser humano”, ya que esta dimensión es como la “sal” de la vida, por el hecho que da sabor y gusto a nuestros días. En sus palabras, el papa recordaba la primera carta pastoral del cardenal Carlo Mª Martini, donde el que fue arzobispo de Milán, hablaba de la dimensión contemplativa en estos términos: “Contemplar no es en primer lugar una manera de hacer sino de ser”. El papa Francisco nos recordaba que “ser contemplativo no depende de los ojos sino del corazón. Y aquí entra en juego la oración”, fundamental en la vida monástica (y en todos los cristianos), “como un soplo de nuestra relación con Dios”. Y es que “la oración purifica el corazón y, con él, también ilumina la mirada”, por el hecho que “la luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón”. Como decía el papa, “hay una gran llamada en el Evangelio, y es la de seguir a Jesús en el camino del amor. Eso es el vértice, es el centro de todo”. Y por eso, “en este sentido, caridad y contemplación son sinónimos, dicen lo mismo” (Religión Digital, 6 de mayo de 2021). Estas palabras del papa Francisco están en la línea del lema de este año para esta Jornada Pro orantibus: “La vida contemplativa: cerca de Dios y del dolor del mundo”. Y es que la vida contemplativa nos hace amar a los demás sirviéndoles, mientras estamos cerca de los que más sufren. Como nos recuerdan los obispos españoles con motivo de esta jornada Pro orantibus, este 2021 “no es un año cualquiera”, ya que “estamos atravesando una situación global que ha trastocado fuertemente nuestras vidas”, debido a la pandemia de la Covid-19 que estamos sufriendo desde hace más de un año. Cabe recordar, como dicen los obispos en esta jornada, que “la vida contemplativa sufre cuando el mundo sufre, porque su apartarse del mundo para buscar a Dios, es una de las formas más bellas de acercarse a él a través de Él”. Si el mundo, en este año largo de pandemia que llevamos, ha sufrido mucho “y ha gritado su dolor de mil maneras”, este grito “recorre nuestra sociedad y atraviesa también los muros de los monasterios y conventos, donde hombres y mujeres del Espíritu elevan al Señor de la vida su himno y su plegaria”. Por eso los monjes y las monjas, como dicen los obispos, “en lo escondido de su corazón, donde están a solas con el Amigo, se unen a todos los seres humanos, especialmente, a los que están heridos, y desde ese lugar de encuentro sagrado, aprenden y enseñan a llamar a todos, amigos”. La vida contemplativa manifiesta el misterio de comunión del Dios Trinitario, que es “un misterio de cercanía entrañable con el ser humano sufriente”. Por eso los monjes y las monjas hemos de encarnar en nuestras vidas el ejemplo del buen samaritano, que sensible al sufrimiento se hizo cargo del hombre herido y maltrecho. Como dice la hermana Mª Pilar Avellaneda, del monasterio de las Huelgas de Burgos, “un corazón orante no vive de teorías y retóricas, sino que pisa la realidad que vivimos y sabe libar la miel en lo cotidiano de la vida, para darla a gustar a los demás”. Por eso y más con esta pandemia, “los cenobios de vida contemplativa hemos sido despertados del sueño de la inercia, de la rutina cotidiana, y hemos compartido con todos los hombres, el ser impactados por los acontecimientos de la emergencia sanitaria”. Y por eso la solicitud de los monjes y de las monjas por estar al lado dels qui sofreixen. Como me comentaba en un mail, con gran sabiduría, la hermana Blanca López, del monasterio cisterciense de Carrizo de la Ribera, en nuestra vida “Dios se acerca casi de puntillas, sin nada pedir, sin osar ser oído, con total gratuidad. Nosotros lo oímos, lo escuchamos y su susurro nos toca el alma como una brisa mañanera que invita a caminar más de prisa, más conscientes de la belleza del camino”. Y por eso en la vida contemplativa “percibimos su presencia fraterna y cercana como una mano que está pronta a sostenerte, animarte o aplaudirte”. Como una mano que está siempre a punto para ayudar a los más necesitados. También el P. Isidoro Mª Anguita, abad del monasterio de Santa María de Huerta, ha dicho que “la vida contemplativa busca la soledad para un encuentro místico con Dios, del que no puede quedar ajeno su obra creadora”. Y por eso mismo, “una vida contemplativa que no es sensible a la humanidad, no es contemplativa”. De aquí que el abad Anguita nos recuerde las palabras de un padre del monaquismo, Evagrio Póntico, cuando decía: “Monje es aquel que se aparta de todos y que está unido a todos”. Eso quiere decir que los monjes y las monjas no nos podemos aislar ni alejar del sufrimiento de nuestro mundo, ni mirarlo con indiferencia, sino que hemos de ser sensibles a los hermanos que más sufren. En los monasterios, el silencio y la oración nos hacen ver que lo importante en la vida no es quedar centrado en un mismo, sino que, como ha dicho el papa Francisco, lo más importante es salir de nosotros mismos para acompañar y animar a los que sufren. Lo más importante es compartir el pan del altar, pero también el pan de la desesperanza y de las lágrimas del dolor que comen tantos y tantos hermanos nuestros. Y por eso, lejos de quedar centrados (y encerrados) en nosotros mismos, lejos de quedar aislados, los monjes y las monjas hemos de entrar en comunión con todos los que sufren. Además, como vocación de servicio, la vida contemplativa nos hace entrar en comunión con el misterio Trinitario de Dios, expresión de unidad y de diversidad y en el misterio de cada persona, acogiéndola, escuchándola, animándola y amándola. Como ha dicho el P. Josep Mª Soler, abad de Montserrat, dirigiéndose a los monjes y a las monjas, “es esencial que os abráis a la Palabra del Evangelio, para que transforme cada día más vuestras vidas, a través de la oración, el acompañamiento espiritual y el servicio a los hermanos”. Aquí está la raíz de nuestro testimonio: una vida de fraternidad y de comunión, de oración y de servicio atento y diligente, para acoger a los hermanos de comunidad y a todos los que se acercan a los monasterios buscando un espacio de paz y de contacto con Dios. Así lo hacen las cartujas de Benifassà y las cistercienses de Villamayor, Burgos y Carrizo, las capuchinas de València, las agustinas de San Mateu, las carmelitas descalzas de Puçol y Tarragona, las dominicas de Xàtiva y Paterna, los cartujos de Portacoeli, Miraflores y Montealegre, las clarisas de Gandia y Vila-real, las benedictinas de San Benet, la Fuensanta, León, Oviedo y Santiago, los cistercienses de Poblet, Cardeña, Viaceli y Dueñas, las agustinas descalzas de Benigànim, los benedictinos de Silos, Montserrat, Leyre y Lazkao y las oblatas de Cristo Sacerdote de Montcada. Como decía el 6 de abril de 2019 (día de su ordenación episcopal) el obispo auxiliar de Bilbao, Joseba Segura, “más que nuevas ideas, lo que el mundo nos pide es que vivamos la verdad de lo que creemos” y este es el reto que los contemplativos asumimos y que hemos de hacer realidad. Los contemplativos hemos de acoger con fidelidad las palabras que el papa Francisco dirigió a los participantes en la 50ª Semana de la Vida Religiosas. El papa nos animaba a no tener miedo a las fronteras y a las periferias, porqué es allí donde “el Espíritu os ha de hablar”, ya que cuando la vida consagrada pierde “esta dimensión de diálogo con la realidad y de reflexión sobre lo que sucede, comienza a hacerse estéril”. Las imágenes de contrastes suelen ser muy evocadoras de lo que es la condición humana, marcada con el sello de la paradoja.
El relato de hoy dibuja dos contrastes notables: por un lado, la “gran calma” contrasta con el oleaje huracanado; por otro, la paz de Jesús “dormido” en medio de la tempestad choca con el miedo y la impotencia de los discípulos. En nuestra existencia experimentamos todo ello: oleajes de todo tipo, miedo e impotencia. Pero nada de eso niega que somos paz y fortaleza. Es cierto que, por diferentes motivos de nuestra psicobiografía, la paz y la fortaleza han podido quedar “sepultadas” hasta el punto incluso de haber llegado a ignorarlas, por lo que puede ser necesario un trabajo psicológico que las desbloquee. Pero están ahí y, aun con dudas y altibajos, algo en nuestro interior nos lo hace saber. Algo en nosotros sabe que, en lo profundo, somos paz y fortaleza. Decía que la paradoja constituye el sello de lo humano. Y eso es así porque no hace sino reflejar el “doble nivel” que nos constituye: el de la personalidad (nivel psicológico) y el de la identidad (nivel espiritual o profundo). El primero se caracteriza por la impermanencia y la fragilidad; el segundo, por la estabilidad y la ecuanimidad. La sabiduría consiste en reconocer ambos niveles y vivirlos de manera armoniosa, lo cual significa desplegar la personalidad en conexión consciente con nuestra identidad. Es vivir los altibajos de la existencia desde el “lugar” de la paz. En la práctica, eso significa desarrollar la capacidad de tomar distancia de la mente pensante y situarnos en el Testigo ecuánime que observa. Al ser observada, la mente se detiene y entramos en contacto con aquella realidad profunda donde nos reconocemos como plenitud de vida. Las circunstancias difíciles continuarán sucediendo, pero nosotros habremos cambiado de “lugar” y podremos vivirlas de otro modo. Desde este lugar –nuestra identidad–, se desvanecen las “burbujas” mentales de miedo, preocupación o impotencia, se calma el “oleaje” y nos abraza la paz. ¿Desde dónde me vivo habitualmente? ¿Cómo –desde dónde– afronto los “oleajes” que aparecen en mi existencia? |
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