Tras el apogeo de Cibeles, el Camino Neocatecumenal se confirma como el movimiento más pujante en la Iglesia
Benedicto XVI los acoge, con recelos, aunque ve “errores doctrinales y litúrgicos” “¡Yo no estoy loco! El Señor me ha dicho: Kiko, hay que preparar 20.000 sacerdotes para China. ¡Y aquí hay 300.000!”. Y una riada de jóvenes que escucha a Kiko Argüello salta del asfalto y se dirige al altar de Cibeles. El espectáculo vivido el pasado lunes en Madrid, como corolario a la JMJ, define a la perfección el estilo y la efectividad del Camino Neocatecumenal, el ejército para la nueva evangelización de la Iglesia católica en el mundo. Al lado del líder, el cardenal Rouco sonríe: según los datos de la organización, 5.000 chicos y 2.300 chicas comenzarán, a partir de ahora, un “proceso de discernimiento” para convertirse en curas y monjas. Apenas el diez por ciento lo serán, pero eso no se cuenta. Lo realmente importante es el músculo demostrado, en pleno centro de la capital de España. “Aquí estamos, dispuestos a dar la vida por Cristo”, afirma Argüello. Los “kikos”, como se conoce popularmente al Camino, son actualmente el movimiento católico con más empuje. Con más de un millón de fieles repartidos por el mundo -300.000 de ellos en España- , este grupo está volcado en la “reenvangelización” de una Europa que, según su iniciador, ha sucumbido al pecado y a la muerte, ha dejado de ser católica y necesita una refundación; y al anuncio, puerta a puerta, del Evangelio en los lugares más recónditos del planeta. Ahora, el foco está puesto en Asia, y especialmente en China, India, y Japón, donde los obispos prohibieron la entrada del Camino al considerar que su funcionamiento era más propio de una secta que de un grupo católico. El poder de Kiko en Roma hizo que se les obligara a aceptar este “itinerario de formación católica”, como lo definió Juan Pablo II, el auténtico valedor de los kikos y de los nuevos movimientos: Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación, Schoensttat, Focolares… Llenan sus parroquias -en unas celebraciones privadas, en las que sólo participan los miembros del Camino-, entregan el 10% de su sueldo a la organización -que, pese a todo, asegura no tener propiedad alguna- y están dispuestos a dejar casa y trabajo cuando su formador les pide que vayan a vivir a cualquier lado del mundo. “Nuestra vida es Cristo y el Evangelio”, afirma Roberto, neocatecumenal murciano que, hace tres años, partió con su mujer y sus cinco hijos -la alta natalidad es otra de las bazas de futuro de los kikos- a evangelizar en Filipinas. Todos los soldados, preparados como un solo hombre. ¿Cuál es la batalla? “El mundo, dominado por el pecado y el deseo, por la descristianización y el ateísmo”, proclama Kiko desde Cibeles. El enemigo es la sociedad que ha dejado de lado a Cristo, y que hay que recristianizar. “Aunque nos llamen secta, o locos”. El movimiento surgió a comienzos de los años 60 en el madrileño barrio de Palomeras, donde un joven pintor -Argüello- y una misionera laica -Carmen Hernández- se conocieron y arrancaron un trabajo entre chabolas que, casi medio siglo después, les ha llevado a convertirse en dos de los personajes con mayor influencia en la Iglesia católica. Hoy, el movimiento tiene presencia en 6.000 parroquias de 106 países, con 3.000 sacerdotes, 1.500 seminaristas y 72 seminarios. Si el Opus Dei está dirigido a las élites políticas, los Legionarios de Cristo son una rama sacerdotal o Comunión y Liberación está inclinado hacia el mundo de la cultura, los kikos se centran en las capas más bajas, las parroquias y, sobre todo, las familias y los jóvenes. Los kikos están más que ratificados por Roma. En 2002, la Santa Sede aprobaba “ad experimentum” sus estatutos, confirmados definitivamente en 2008. En los mismos, se afirma que los objetivos del Camino Neocatecumenal son redescubrir el Bautismo, ofrecer un instrumento a los obispos y párrocos para iniciar en la fe cristiana y evangelizar a los adultos bautizados que se han alejado de la Iglesia, que desean madurar su fe o que provienen de otras confesiones cristianas que no están en plena comunión con la Iglesia católica. Esto es: generar católicos “con denominación de origen”, puros, sin dudas acerca de la ortodoxia. Y dispuestos, como los miles que se dieron cita en Madrid, a acudir allá donde se les llame. Esta es la gran fuerza del Camino Neocatecumenal: su capacidad de convocatoria. Bien lo sabe el cardenal de Madrid, Antonio María Rouco Varela, quien se ha apoyado en los kikos para sus misas de la familia en Colón, las manifestaciones auspiciadas por los obispos contra el Gobierno y, sobre todo, la reciente Jornada Mundial de la Juventud, todo un aviso de navegantes a cualquiera -PP o PSOE- que no quiera contar con la Iglesia católica española en el futuro. Una estrategia que los kikos llevan a cabo en todo el mundo, cuidando especialmente a los obispos, a quienes una vez al año invitan a su “Domus Galilea”, un espléndido hotel-santuario en Tierra Santa. Desde hace unos años, además, su presencia en la curia vaticana va en aumento, por más que Benedicto XVI -en los comienzos, caluroso en la acogida al Camino- vea con recelo ciertos “errores doctrinales y litúrgicos”, así como un excesivo culto al líder, entre los kikos. Por lo demás, los kikos son “invisibles”: no tienen patrimonio alguno -todos los seminarios o casas construidas por iniciativa del Camino son propiedad de las diócesis-, y el propio Kiko subsiste gracias a las limosnas. Su funcionamiento interno es prácticamente desconocido: desde la aprobación de sus estatutos, se conoce cuál es el “itinerario de formación” de los neocatecumenales, pero es realmente complicado participar en alguna de sus celebraciones. El “culto al líder” resulta evidente, así como el pago del diezmo o la recogida de donativos (la “bolsa de las inmundicias”) para construir un seminario, pagar un viaje de Argüello o financiar un encuentro como el del lunes en Cibeles. No existe oposición interna. “Entré en el Camino después de una crisis familiar. Mi marido había caído en la droga y no sabía qué hacer. En mi parroquia había una comunidad, y la verdad es que nos ayudaron muchísimo”, cuenta Raquel, de Huelva, que abandonó el Camino tras varios años. “Al principio, todo estaba muy bien. Pero, al cabo del tiempo, comenzamos a notar que sólo nos relacionábamos entre nosotros, teníamos que dar parte de nuestro sueldo y no podíamos hablar de nuestras celebraciones con extraños”. Casi todos los que abandonan el Camino no quieren hablar de su etapa entre los kikos. Y la estrecha ligazón con el movimiento se rompe, y desaparece. Y es que el ejército de la nueva evangelización no tiene compasión con los desertores.
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En este fragmento de Mateo propuesto para la lectura de hoy, se muestran dos de las dificultades que solemos tener para leer bien el evangelio.
La primera es que el texto litúrgico es continuación inseparable de la lectura del domingo anterior. En efecto, este fragmento completa el reconocimiento mesiánico que se dio en versículos anteriores. Los discípulos, con Pedro como portavoz, reconocen a Jesús como Mesías, pero Jesús -en el evangelio de hoy- matiza su afirmación hacia el verdadero mesianismo: no es el Mesías triunfal-político sino el que ha de sufrir la cruz. La interesada lectura el domingo pasado de la primera mitad del texto ha prestado más atención al "primado de Pedro", mientras que el tema básico del evangelista es la correcta comprensión de Jesús. Y una segunda dificultad es que en este mismo fragmento se funden dos enseñanzas diferentes, agrupadas aquí por Mateo. Dentro del mismo texto evangélico, se deriva del Mesías sufriente a la concepción de la vida como negación de sí mismo. La cruz del Mesías da pie a consideraciones de tipo más existencial para el cristiano. Los temas están relacionados, pero hay una clara modificación del género, que quizá debería haber aconsejado que estos textos disfrutasen de la categoría de mensaje separado del anterior. Estos pasajes son centrales en el evangelio de Mateo, muestra su plan. Mateo hace un evangelio para mostrar que Jesús es el Mesías esperado, se esfuerza en mostrarlo como cumplimiento de las Escrituras, y tiene que matizar que la interpretación oficial de Israel no es correcta, que la vida del Mesías tendrá que pasar por el rechazo y la muerte, y que el Reino no será de rosas en este mundo para sus discípulos. La incomprensión de Pedro y la áspera reprensión de Jesús muestran sin duda una realidad a dos niveles: lo lejos que están aún los discípulos de entender el mesianismo de Jesús, y lo lejos que podemos estar las personas religiosas de lo esencial del mensaje de Jesús. Pero esto lo desarrollaremos más adelante. En el final del fragmento, el evangelista ha colocado tres sentencias de Jesús, probablemente pronunciadas en ocasiones diversas, unidas no tanto porque fueran pronunciadas en la misma ocasión, ni por su conexión lógica, sino porque las tres completan bien la idea de llevar la cruz", como aplicación a los discípulos del destino mismo de Jesús. EL DESTINO DE JESÚS Hay dos maneras de enfocar estas "predicciones" de Jesús. La primera, desde la normalidad de nuestras maneras de entender (desde una Cristología baja, ascendente). Jesús "empieza a adivinar" que las cosas van a ir de mal en peor y que hasta es posible que todo acabe en rechazo y en tener que afrontar la muerte por ello. Esta convicción progresiva le hace dar sentido al mensaje del Reino, interiorizado, como superación del mal profundo, del pecado, como negación de todo triunfalismo externo o cultual. El segundo enfoque vendría dado por una Cristología alta, descendente, la propia de Juan, por la que Jesús "lo sabe todo" desde el principio y va preparando a sus discípulos para una revelación que Él posee desde siempre. Esto nos llevaría al tema de la "conciencia mesiánica" o "conciencia divina" de Jesús, que está fuera de nuestra intención en este domingo. Según cuál sea nuestra posición en estos temas, entenderemos la cruz como "la voluntad del Padre", que tiene planeado el Sacrificio Redentor de su Hijo, o como el resultado inevitable de la atrevida predicación de Jesús y la consiguiente reacción de los poderes oficiales. EL MESÍAS SUFRIENTE EN TODA SU MAGNITUD El Mesías Triunfante es sólo la cabeza de un iceberg que invade todo el Antiguo Testamento. La Tierra Prometida es la tierra que mana leche y miel. La Alianza hará que nunca prevalezcan contra Israel los enemigos. Las buenas obras serán premiadas por Dios con bienes materiales y larga vida... Todo un estadio primitivo de la religión, una etapa de Israel en su comprensión de Dios y de la vida. Y una etapa, un estado quizá, de nuestra propia religiosidad. En el fondo, es Dios para nosotros, para nuestra vida aquí: Dios para mi comodidad, para mi prestigio. Dios anti-dolor, anti-enfermedad, anti-pobreza, anti-enemigos.... Pero la religión profunda, la de Jesús, no altera la vida sino que le da sentido. No quita la mala suerte, la enfermedad, los terremotos, las alternativas de la fortuna: Dios no nos libra de eso. Ni las riquezas son su bendición ni la enfermedad su castigo. Ni bendecirá nuestras guerras ni lo encerraremos en nuestros templos. Todo eso se va a acabar con Jesús. Para el Pueblo de Israel (y por eso tenían muchísima razón los jefes del pueblo al considerar a Jesús como un gravísimo peligro), y para nosotros, invitados a una religiosidad más profunda, en la que Dios no sea un parche a las dificultades de la vida, sino el sentido de todo, de lo bueno y lo malo, lo agradable y lo desagradable de la vida. NEGACIÓN, ¿QUÉ NEGAMOS? "Negar, negación, negativo" son nociones peligrosas, palabras de poco prestigio hoy. "Hay que ser positivo, qué persona más negativa". Y no es raro encontrar posturas anti-religiosas por entender la religión como negación de lo humano, del disfrutar, del sexo, del triunfo... Y tampoco podemos negar que pueden tener razones para pensar así, porque hemos presentado algunas veces la cara negativa de la religión, como una ascesis negadora que sólo mira a la vida eterna: "fastidiarse aquí para merecer la vida eterna". Pero no es así. La Palabra informa al ser humano de qué es Bien y qué es Mal, es decir, qué le conviene y qué le estropea. El ser humano tiende a dejarse seducir (en el sentido más sensual de la palabra) por las apariencias: tiende a buscar lo inmediatamente agradable. Disfrutar aquí y ahora, triunfar del enemigo, vengarse, comprar todo lo que apetezca... La Palabra anuncia al ser humano que es más que un animalillo destinado a sobrevivir lo más cómodamente que pueda en esta vida. Le dice: "eres más, no te conformes, no te dejes engañar." Desde este punto de vista, todas las negaciones se convierten en ambiciones. La justicia es más que la venganza, y el amor es más que la justicia: más satisfactorio, más humano y más "positivo". La austeridad es más que el consumismo, más liberadora, más solidaria, más humanizadora. El esfuerzo es más que el ocio, construye más a la persona, despierta ambiciones, elimina esclavitudes.... La Palabra se convierte por tanto en "negación de la negación", es decir, en negación del pecado, que es, esencialmente, negación, fuerza destructiva, peligro de estropear al ser humano. El comienzo de este relato –“desde entonces comenzó Jesús a manifestar…”- parece un calco intencionado de aquel otro con el que se iniciaba su misión: “Desde entonces empezó Jesús a predicar…” (4,17). Da la impresión de que el autor quiere subrayar que se trata de un “nuevo comienzo” en las enseñanzas del maestro. Y el punto de inflexión lo va a marcar el mensaje sobre la cruz.
Se trata de un mensaje profundamente paradójico, en el que “ganar es perder” y “perder es ganar”, característico, por otro lado, de la más genuina sabiduría espiritual, como podemos percibir en todas las grandes tradiciones. El relato empieza con lo que se conoce como el “primer anuncio de la pasión”. Se trata de “anuncios” escritos a posteriori. Eso explica que puedan ser tan minuciosos (y que se aluda específicamente, como en éste, a los tres grupos que componían el tribunal judío o Sanedrín: senadores o ancianos, sumos sacerdotes y letrados o escribas). Parece claro que Jesús vio venir su muerte y, conocedor de la historia de su pueblo, sospechar que podía correr la misma suerte que muchos de los profetas, Juan incluido. Pero, sin duda, aunque hubiera alguna alusión histórica, tal como han llegado a nosotros, estos relatos son una reelaboración postpascual. Que recogen, por otro lado, la experiencia dolorosa de las primeras comunidades, a las que buscan también confortar y fortalecer. Tras el anuncio, el autor nos presenta un duro enfrentamiento entre Pedro y el maestro: la dureza del mismo indica al lector que nos encontramos ante un tema decisivo, que no admite acomodaciones. Pedro, que acababa de ser reconocido como la “roca” del grupo, es llamado ahora “piedra” de tropiezo, incluso “Satanás”, es decir, “adversario” diabólico. Había contestado bien –estaba en la ortodoxia-, pero en su seguimiento efectivo –ortopraxis- se hallaba diametralmente opuesto al maestro. No pocas veces, los cristianos hemos podido pensar que la fe se ventilaba en la ortodoxia –en recitar y aceptar al pie de la letra el Credo-, descuidando si nuestra vida se adecuaba a las actitudes y valores de Jesús. ¿Dónde está el error de Pedro y cuál es la novedad del mensaje de Jesús? Al lector atento del evangelio, le viene al recuerdo el relato de las tentaciones (Mateo 4,1-11), en las que el demonio quería apartar a Jesús de la fidelidad a su misión. Eso explica que Pedro –que, aun sin pretenderlo, está buscando lo mismo- sea equiparado al tentador. La postura de Pedro refleja algo que casa bien con nuestra sensibilidad más superficial: “¡Dios no permita que tengas que sufrir!”. Sin embargo, en la respuesta del maestro, podemos descubrir que, más allá de la reacción sensible –la que nos dicta la búsqueda del bienestar inmediato-, hay otra sabiduría más profunda: la sabiduría de la cruz, de la que hablará extensamente Pablo (Primera Carta a los Corintios 1, 18-25). Jesús plantea la paradoja como una realidad absolutamente crucial, ya que afecta nada menos que a la vida misma. Lo que se halla en juego es ganarla o malograrla, acertar o errar en lo más decisivo. ¿Dónde está la clave? ¿Cuál es el camino de la sabiduría? Para empezar –y por prevenirnos de ciertas lecturas doloristas que se han hecho, tanto de estas palabras como del acontecimiento de la cruz-, es necesario decir que el objetivo no es sufrir ni, mucho menos, negar la vida, sino el de favorecerla: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?”. La cuestión, por tanto, a la que quiere responder la enseñanza de Jesús es: ¿cómo acertar en la vida? Y su respuesta adopta la forma de paradoja: para ganar la vida, es necesario perderla; se requiere “negarse a sí mismo”. Negarse a sí mismo no es negar la vida, ni encierra una actitud de resignación, autosacrificio o muerte en vida. Jesús era un hombre profundamente vital y defensor de la vida. Debe tratarse, pues, de otra cosa. “Negarse a sí mismo” –puesto que lo que se busca es “ganar la vida”- significa negar aquello que niega la vida. “Perder la vida (psiché)” significa “perder el yo”, es decir, dejar de vivir para él. Porque, de otro modo, cuando vivimos para él, estamos perdiendo la vida, entrando en la confusión y el sufrimiento. En una ocasión le preguntaron a un maestro zen cuál era la verdad más notable que había aprendido en toda su práctica. Esta fue su respuesta: “La cosa más notable es que todos vamos a morir, pero vivimos cada día como si no fuéramos a morir”. Vivir para el yo es gastar la vida para algo que va a morir, porque es sólo una identidad relativa o transitoria. Descubrimos la Vida –despertamos del sueño de la ignorancia- cuando accedemos a nuestra identidad más profunda, la que no ha nacido y nunca morirá. “Perder la vida por mí”, tal como dice el texto, equivale a reencontrarnos en esa identidad que “compartimos” con Jesús y con todos los seres. “Perdemos” el yo, dejamos de vivir egocentrados en lo que alguien ha llamado la “noria hedonista” y nos descubrimos no-separados de los demás. Esta es realmente la raíz de todos nuestros males: la creencia de que somos seres separados, en la visión de nosotros mismos como individuos aislados de todos los demás. Los biólogos nos dicen que nuestros conceptos de los organismos separados son arbitrarios. En muchos aspectos, toda la colonia de individuos –pensemos en las hormigas- es un organismo. Así como no consideramos que las células individuales de nuestro cuerpo sean individuos separados, puesto que todas se necesitan mutuamente para su supervivencia, tampoco tiene sentido que vivamos sobre la idea de ser yoes separados. Como le gusta a decir a Thich Nhat Hanh, más que ser, intersomos. Vivir para el yo no sólo nos mantiene en la ignorancia, sino que nos hace infelices: la búsqueda insaciable de gratificaciones no hará sino aumentar la frustración porque –como ya advertía Freud- lo que puede satisfacerse “está llamado a extinguirse en la satisfacción”. Una y otra vez, reaparecerá la insatisfacción. Jesús es realista. Como todos los maestros y maestras espirituales, muestra la senda de la vida, que nos permite escapar de la confusión y del sufrimiento, para reconocernos en ese No-lugar de nuestra verdadera identidad, espacio consciente de verdad, de libertad, de gozo y de unidad. El texto apremia también a tomar la cruz. En un primer nivel, la cruz es la consecuencia de ser fieles a nuestra verdadera identidad. En otro nivel más profundo, muestra sencillamente el destino del yo. La sabiduría consiste en que nuestro yo sea “crucificado” en lugar de ser el dueño de nuestra existencia. Y lo crucificamos en la medida en que tomamos distancia de él, de modo que no lleve las riendas de nuestra vida. Lo observamos como un objeto, dejamos de vivir egocentrados y nos abrimos a verdad de quienes somos. Ese yo que suele tenernos atrapados, porque hemos creído en él por encima de cualquier otra cosa, no es sino una “historia mental”. Aquieta la mente, no introduzcas ninguna historia, y mira qué es lo que queda. Sólo calma, quietud, espacio consciente, presencia… Tu verdadera identidad, más allá de los estrechos límites mentales. Con todo ello, venimos a descubrir que la paradoja del evangelio no es una “ocurrencia” de Jesús –como a veces se ha entendido vulgarmente, en otro “idioma” anterior: para ir al cielo tienes que sufrir-, sino una descripción de nuestra situación. Nos debatimos en un “doble nivel” de identidad: vivir para uno de ellos es perder el otro. Se trata, pues, de una paradoja humana, que sólo se “resuelve” en la experiencia de la No-dualidad. Finalmente, la frase con que termina el relato –“el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta”- no parece que se remonte a Jesús. Más bien, refleja la expectativa de los primeros cristianos, quienes creían inminente la vuelta del Señor Jesús como Juez. Hoy lo tenemos fácil, porque el texto que acabamos de leer es continuación del que hemos leído el domingo pasado. Seguimos en Cesarea de Filipo, fuera del territorio de Palestina.
Lo que Mateo pone hoy en boca de Jesús, ni siquiera es aceptable para los seguidores. Jesús acaba de felicitar a Pedro por expresar pensamientos divinos. Ahora le critica muy duramente por pensar como los hombres. La diferencia es abismal; y solo a unas líneas de distancia en el mismo evangelio. Como Pedro, los cristianos en todas las épocas, nos hemos escandalizado de la cruz, y si hubiera estado en nuestras manos, ni uno solo hubiera elegido para Jesús el camino que él siguió. De nada sirve ya la imagen de profeta o de Mesías victorioso; menos aún la de Hijo de Dios. Se trata ahora del “Servidor” que se entrega a los demás, y así hace presente a un Dios que es amor. A pesar de las palabras puestas en boca de Pedro, su actitud ante el anuncio de la muerte, demuestra que ni él ni los demás discípulos, habían entendido lo que significaba Jesús. El mayor escollo para poder aceptar lo nuevo, fue su religión. Para entender a Jesús, hay que dejar de pensar como los hombres y empezar a pensar como Dios. Pensar como Dios, es dejar de ajustarse a este mundo; es transformarse por la renovación de la mente (Pablo). Para aceptar el mensaje de este evangelio, tenemos que cambiar radicalmente nuestra imagen de Dios. El Dios de Jesús no da seguridades sino la única seguridad que es Él. EXPLICACIÓN Tres puntos importantes podemos descubrir en el relato de hoy. 1.- El anuncio de la pasión por parte de Jesús. La muerte de Jesús fue para los primeros cristianos el punto más impactante de su vida. Seguramente el primer núcleo de todos los evangelios lo constituyó un relato de su pasión y muerte. No nos debe extrañar que, al redactar su vida se haga desde esa perspectiva. Hasta cuatro veces anuncia Jesús su muerte en el evangelio de Mateo. Como los evangelios están escritos mucho después de morir Jesús, nunca sabremos lo que de verdad anticipó Jesús sobre su muerte. Lo cierto es que no hacía falta ser profeta para darse cuenta de que la vida de Jesús corría serio peligro. Lo que decía y lo que hacía estaba en contra de la doctrina oficial, y los encargados de su custodia tenían el poder suficiente para eliminar a una persona tan peligrosa para sus intereses. Cualquiera con un mínimo sentido de la realidad podía descubrir que lo iban a matar. Hasta sus familiares quisieron impedir que eso sucediera, llevándoselo a casa, porque estaba claro que había elegido un camino de locos. 2.- La vehemente protesta de Pedro y recriminación de Jesús. Pedro responde a Jesús con toda lógica. ¿Podía Pedro dejar de pensar como judío? Incluso el día que vinieron a prenderle, Pedro prefiere sacar la espada y atizar un buen golpe a Malco, para evitar que se llevaran al Maestro. Era inconcebible para un judío, que al Mesías lo mataran los máximos representantes de Dios en la tierra. El texto quiere transmitirnos que la idea falsa de Dios que manejan hacía a Jesús inaceptable como representante de Dios. La crítica de Jesús va dirigida a los de dentro, no a los de fuera. La respuesta de Jesús a Pedro, es casi la misma que dio al diablo en las tentaciones del desierto. Ni a los fariseos ni a los letrados, ni a los sacerdotes dirige Jesús palabras tan duras. Lo cual quiere indicar que la propuesta de Pedro era la gran tentación para todo ser humano, también para Jesús. La verdadera tentación no viene de fuera, sino de dentro. Lo difícil no es vencerla, sino descubrirla como tal, desenmascararla y tomar conciencia de que ella es la que puede arruinar nuestra propia Vida. Jesús desenmascara a Pedro y deja muy claro que su idea de Dios es distinta a la oficial. Jesús no rechaza a Pedro como discípulo, pero quiere que descubra su verdadero mesianismo, que no coincide ni con el del judaísmo oficial ni con lo que esperaban los discípulos. 3.- La invitación al seguimiento con todas las consecuencias. El seguimiento, es muy importante en todos los evangelios. Se trata de abandonar cualquier otra manera de relacionarse con Dios y con los demás, y entrar en la dinámica espiritual que Jesús manifiesta en su vida. Es identificarse con Jesús en su entrega total a los demás, sin buscar para sí nada que pueda oler a poder o gloria. Negarse a sí mismo supone renunciar a toda ambición personal. El individualismo, el egoísmo, quedan descartados de Jesús y del que quiera seguirlo. Cargar con la cruz es aceptar la oposición del mundo, de los que no piensan como él. No se trata de “la cruz que Dios nos manda”, ni de la que nos proporciona la vida, sino de la que nos infligen otras personas -sean amigas o enemigas- por ser fieles al evangelio. En tiempo de Jesús, la cruz era simplemente una manera de ejecutar a un reo. El carácter simbólico solo llegó para los cristianos después de la muerte de Jesús. Como el relato habla en sentido simbólico, es improbable que esas palabras las pronunciara Jesús antes de morir. El condenado era obligado a cargar con la parte trasversal de la cruz (patibulum). Por lo tanto no está hablando de la cruz aceptada voluntariamente, sino de la impuesta por haber sido fiel a la voluntad de Dios, como le pasó a Jesús. Lo que debemos buscar es la fidelidad. La cruz será una consecuencia inevitable de esa fidelidad. Jesús no pretende ir contra las apetencias más profundas de todo ser humano, sino que intenta mostrarnos el camino que nos puede llevar más lejos en esas legítimas pretensiones. La propuesta de Jesús es la única manera de ser hombre. Todo ser humano debe aspirar a ser más; incluso ser como Dios. Pero debe encontrar el camino que le lleve a su verdadera plenitud. Los argumentos finales dejan claro que las exigencias que parecen tan duras, son las únicas sensatas. Lo que Jesús exige a sus seguidores, es que vayan por el camino del amor, es decir, por el camino del servicio a los demás, aunque ese camino les acarree sufrimiento e incluso la muerte. Aquí está la esencia del mensaje cristiano. No se trata de renunciar a nada, sino de elegir en cada momento lo mejor para mí. Si interpreto el mensaje evangélico como renuncia, es que no he entendido ni jota. APLICACIÓN Aquí está la madre del cordero, porque la aplicación a la vida tiene que hacerla personalmente cada uno. Seguimos pensando como los hombres. A través de los siglos nos hemos equivocado en la interpretación (basta leer la vida de la mayoría de los “santos”). El mensaje de Jesús no pretende deshumanizarnos como se ha entendido a veces, sino llevarnos a la verdadera plenitud humana. No se trata de sacrificarse creyendo que eso es lo que quiere Dios. Dios quiere nuestra felicidad en todos los sentidos. Dios no puede “querer” ninguna clase de sufrimiento; Él es amor y solo puede querer para nosotros lo mejor. Nuestra limitación es la causa de que, a veces, conseguir lo mejor exige elegir entre distintas posibilidades, y el reclamo del gozo inmediato inclina la balanza hacia lo que es menos bueno e incluso malo. Mi falso yo está exigiendo que mi verdadero ser se someta a sus deseos. En la medida que lo consiga, estoy salvando mi vida pero pierdo la verdadera Vida. La mayoría de nuestras oraciones pretenden poner a Dios de nuestra parte en un afán de salvar el ego y la individualidad, exigiéndole que supere con su poder nuestras limitaciones. Lo que Jesús nos propone es alcanzar la plenitud despegándonos de todo lo que no es esencial. Si descubrimos lo que nos hace más humanos, será fácil volcarnos hacia esa escala de valores. En la medida que disminuyo mi necesidad de seguridades materiales, más a gusto, más feliz y más humano me sentiré. Estaré más dispuesto a dar y a darme, aunque me duela, porque eso es lo que me hace crecer en mi verdadero ser. Una perfecta vida biológica, instintiva, sensitiva, racional no supone ninguna garantía de mayor humanidad. Todo lo contrario, ganar la Vida es ir más allá del hedonismo, es decir, dejar de pensar que lo biológico, lo sensitivo y emocional es lo importante. Sin dejar de dar la importancia que tiene a la parte sensible de tu ser, debes descubrir tu verdadero ser y empezarás a vivir en plenitud. La muerte afecta solo a tu ser psicológico, por eso esta vida se pierde siempre, antes o después. Si accedes a la verdadera Vida, la muerte pierde su importancia. La plenitud se encuentra más allá de lo caduco. ¡Ojo! No más allá en el tiempo, sino más allá en profundidad, pero aquí y ahora. Para ser cristiano, hay que trasformarse. Hay que nacer de nuevo. Lo natural, lo cómodo, lo que me pide el cuerpo es acomodarme a este mundo. Pero lo que Dios espera de mí es que vaya más allá de todo lo sensible y descubra lo que de verdad es mejor para la persona entera, no para una parte de ella. Los instintos no son malos; que los sentidos quieran conseguir su objeto, no es malo. Sin embargo la plenitud del ser humano está más allá de los sentidos y de los instintos. La vida humana no se nos da para que la guardemos y preservemos, sino para que la consumamos en beneficio de los demás. Meditación-contemplación “Transformaos por la renovación de la mente”. Nacer de nuevo, nacer del Espíritu, son expresiones con el mismo mensaje. En lo biológico estamos siempre: es el punto de partida. Lo espiritual hay que descubrirlo y vivirlo. ……………….. Si no entro en la dinámica del Espíritu, permaneceré en el ámbito de lo sensible. Puedo disfrutar de placeres inmediatos sin cuento, pero quedará truncada mi más elevada posibilidad de ser. ………………… El hedonismo es la gran tentación y el gran engaño. Todo lo que nos rodea nos empuja al placer sensible. Si rechazas la oferta, quedas estigmatizado para el mundo, y se revolverá contra ti como una fiera herida. ……………………. No tengas miedo. El mundo solo puede matar el “cuerpo”. Se entregó al compromiso y a la reflexión sobre fe y política
Tras convivir serenamente con la enfermedad durante año y medio, el lunes fallecía a los 76 años en A Coruña el sacerdote y teólogo pontevedrés Julio Lois Fernández, que hizo de la marginación su lugar social, de la opción por los pobres su opción ético-evangélica y de la teología de la liberación su horizonte intelectual en los diferentes escenarios en los se desarrolló su vida. Primero en la Universidad de Santiago, donde se licenció en Derecho. Hubiera sido un excelente defensor de las causas perdidas que otros afamados juristas rechazaran. Pero en su orientación profesional pudieron más su militancia en la Acción Católica y su vocación al sacerdocio. Su estancia en Bolivia en los años sesenta le marcó de forma decisiva El segundo escenario vital fue la Universidad Pontificia de Salamanca, donde estudió teología mientras se celebraba el Concilio Vaticano II. Allí leyó a los teólogos europeos que impulsaron las profundas transformaciones llevadas a cabo durante las sesiones conciliares: presencia de la Iglesia en el mundo, reforma interna de la Iglesia, libertad religiosa, diálogo multilateral del cristianismo con la modernidad, con las religiones cristianas y con las tradiciones religiosas no cristianas, aplicación de los métodos histórico-críticos al estudio de la Biblia, etcétera. El nuevo escenario que le marcó de por vida y supuso un antes y un después en su itinerario humano y cristiano fue Bolivia, donde trabajó de 1966 a 1970 como formador y profesor en el Seminario de Cochabamba, asesor del Movimiento Obrero Cristiano y colaborador en una parroquia de suburbio. Fue allí donde descubrió su vocación teológica, que ejerció ininterrumpidamente durante 40 años de manera lúcida y creativa, y siguió de cerca el nacimiento del nuevo paradigma de la teología de la liberación, con el que se identificó desde el principio e introdujo en España a su vuelta de Bolivia. El principal escenario de su actividad académica fue el Instituto Superior de Pastoral, de la Universidad Pontificia de Salamanca, donde impartió clases de teología, seguidas por cientos de seglares, religiosos, religiosas y sacerdotes de todo el mundo, que se enriquecieron con sus aportaciones siempre interpelantes y llevaron a la práctica en su trabajo pastoral y en su compromiso político. Tres fueron los temas en los que abrió nuevos horizontes hermenéuticos desde una perspectiva crítica: la teología de la liberación, la figura de Jesús de Nazaret y la relación dialéctica entre fe y política. En cada uno de ellos imprimió un sello indeleble, del que queda constancia en tres de sus obras mayores: Fe y política (1977), donde plantea la dimensión pública del cristianismo, respetando la laicidad de las realidades temporales, y el compromiso político de los cristianos, sin caer en la confesionalidad; Teología de la liberación. Opción por los pobres (1986), su tesis doctoral dirigida por nuestro amigo y maestro común Casiano Floristán; Jesús de Nazaret, el Cristo liberador (1996), en sintonía con las principales cristologías europeas y latinoamericanas, que recuperan al Jesús histórico y su praxis liberadora. En coherencia con la orientación liberadora de su teología, a mediados de los setenta del siglo pasado cambió de escenario vital: abandonó el barrio de Argüelles y fue a vivir a Vallecas, donde ejerció el sacerdocio proféticamente, fue la conciencia crítica de la sociedad, participó de manera activa en el movimiento vecinal y trabajó en la educación de adultos. Era la teología de la liberación hecha vida. Julio Lois ayudó a la creación y coordinación del movimiento cristiano de base, al que acompañó vital y teológicamente con extraordinaria generosidad. Fue, sin duda, el escenario donde más a gusto se encontraba ejerciendo la doble función de animador religioso y de teólogo itinerante. No menos importante para él era la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, de la que fue uno de los miembros más activos desde su fundación y presidente de 2005 a 2009. A ella nos hemos dedicado los dos con verdadera pasión y con generosa entrega durante 30 años. Le recordaremos especialmente en el XXXI Congreso de Teología, que celebraremos del 8 al 11 de septiembre. Docencia teológica, compromiso social, educación popular, trabajo cívico-vecinal, en síntesis armónica, sin contradicción ni dualismos, sin esquivar el conflicto, sino asumiéndolo con todas sus consecuencias: es la mejor herencia que nos deja Julio Lois Fernández. Juan José Tamayo es secretario general de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII y director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría en la Universidad Carlos III de Madrid. En la Iglesia, hubo un tiempo en que todos usaban la misma lengua y las mismas palabras. Decían:
”Puesto que Dios es Uno, la Iglesia será en la tierra el espejo de Dios: será Una por obra y gracia de la obediencia a una autoridad única, la cual estará por encima de toda otra autoridad. Y como la verdad es también Una como Dios es Uno, ella se manifestará a través de esa autoridad única”. Una multitud de seres humanos se reunieron entonces en la Iglesia diciendo: “¡Así sea! ¡Seremos uno! Y, por medio de nosotros, el mundo entero también será uno. Construiremos una torre cuyas fundaciones cubrirán la faz de la tierra y cuya cabeza penetrará en el cielo. Cada ser humano será tallado como una piedra igual a las demás. Todas las piedras se ajustarán entre sí y se cimentarán mediante el pensamiento único decretado por la autoridad única. De este modo no habrá más divisiones sobre la tierra y seremos invencibles. ¡Como Dios!” Dios descendió para ver la torre que estaban construyendo los humanos. Vio cómo se alineaban pueblos, cabezas y corazones. Cómo los espíritus se achataban y no pocas vidas quedaban como abortadas. Dios se asustó y dijo: “Esta no es la unidad que yo quería. Pedí que fueran piedras vivas, pero lo que hacen es convertir a la gente en meras piedras… Tengo que parar esto”. Entonces Dios hizo levantar un viento de discordia en la Iglesia y separó a los que hablaban griego de los que hablaban latín. Con lo cual aparecieron en el mundo dos Iglesias: la Iglesia Ortodoxa y la Iglesia Católica. Lejos de frenar la construcción de la torre, esta cirugía puso los dos bandos en una competición tal que se aceleró el proceso. Del lado católico la cosa creció enormemente. Viendo esto, Dios bajó por segunda vez y a los que hablaban lenguas latinas los separó de los que hablaban lenguas nórdicas, y así, al lado de la poderosa Iglesia católica, se originó la Iglesia reformada o protestante. En lugar de una sola Iglesia, quedaron entonces tres iglesias, todas más o menos compactas, todas más o menos ramificadas, todas más o menos dispersas. Y así se dio por terminado el proyecto de la gran torre. Dios se frotó las manos y dijo: “Sigo deseando que sean uno, pero que sepan que también me encanta la variedad”. “Puesto que soy un solo Dios en tres personas, quiero que mis Iglesias estén unidas sin que ninguna de ellas pierda su originalidad. Habrá entonces una sola Iglesia que será a la vez ortodoxa, católica y protestante; todo ello a imagen de un Dios que es Uno y a la vez Padre, Hijo y Espíritu Santo”. "En cuanto a la verdad, digo que también es Una, pero nadie, mientras esté en la tierra, puede poseerla en su totalidad. Por eso mando que cada uno valore lo que otro descubra de ella con las lentes que yo mismo le he regalado. ¡Amén!” La enfermedad de nuestra hija arruinó mi vida.
Yo había nacido en Galilea, en una aldea cerca de Caná y heredé de mis antepasados un viñedo espléndido, plantado hacía más de cien años y que iba pasando de padres a hijos. Me casé, tuve hijos y mi vida transcurría en paz según las palabras del Profeta: “Habitarán cada uno debajo de su parra y de su higuera” (Mi 4,4). Pero mi hija menor comenzó a padecer una extraña enfermedad de la que nadie parecía conocer ni el origen ni el remedio y tuve que peregrinar de médico en médico, sin que sus costosos tratamientos, que acabaron por arruinarnos, lograran sanarla. La niña murió y tuve que vender mi viña para pagar mis deudas; el día en que se selló el contrato de venta, sentí que me arrancaban junto con ella las raíces de mi esperanza. Tuve que entregar también a mis acreedores la casa de mis padres. Mi esposa y yo abandonamos el pueblo que nos había visto nacer para trasladarnos a un barrio mísero en las afueras de Caná, con la esperanza de que, como era tiempo de vendimia, alguno de los propietarios me daría trabajo de jornalero. Al amanecer me presenté en la plaza y cuando a primera hora llegó el dueño de uno de los mejores viñedos, señaló con su dedo a diez hombres que, como yo, esperaban en silencio. Oí que ajustaba el salario en un denario pero a mí debió considerarme viejo y con pocas fuerzas y no me eligió. Volvió a mediodía para llevarse a los pocos que quedaban y yo me senté en una esquina de la plaza con la cabeza hundida entre mis brazos, escondiendo de las miradas de los demás mi humillación y mi vergüenza. A media tarde volvió, se acercó a mí y me preguntó: - “¿Nadie te ha contratado?”. – “Nadie, señor”, le respondí tragándome el orgullo. – “Ven entonces a trabajar a mi viña”. Le seguí asombrado porque faltaba sólo una hora para la caída del sol y me puse a recoger racimos con la torpeza de quien nunca ha trabajado con sus manos, acostumbrado a dar siempre órdenes a otros. Cuando los capataces dieron la señal de fin de trabajo y ordenaron que nos fuéramos acercando a cobrar el salario empezando por los que habíamos llegado los últimos, pensé que me pagaría sólo unos céntimos. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando vi que el dueño ponía en mi mano una moneda de un denario. Le miré con asombro agradecido y cuando se cruzaron nuestras miradas sentí que sus ojos penetraban hasta lo más hondo de mi tragedia con un respeto y una compasión que nunca antes había experimentado. – “Vuelve mañana”, me dijo y, mientras me alejaba, oí las protestas de mis compañeros al ver que cobraban lo mismo que yo. El amo no pareció alterarse ante sus quejas y dijo: - “¿Es que no ajusté con vosotros un salario justo? Si quiero darle a ese otro lo mismo que a vosotros ¿por qué os enfadáis? ¿O es que vais a impedirme ser bueno y actuar con generosidad con quien yo quiera?”. “Ser bueno, actuar con generosidad…” Eran unas palabras y una conducta a las que no estaba acostumbrado y que me invitaban a salir de los criterios estrictos de la retribución para respirar un aire que me era desconocido. No lo dudé ni un instante. Al día siguiente, antes de que amaneciera, ya estaba yo trabajando en la viña y, cuando llegó el amo, había ya llenado con racimos varias espuertas. – “No me pagues este tiempo de más. También yo quiero tener un corazón bueno como el tuyo”, le dije. Y leí en su mirada la alegría de haber conseguido contagiar a otro el misterio de su gratuidad. Esta es una Iglesia muy distinta de la que predicó Jesús de Nazaret y de la que impulsó el Vaticano II
La visita de Benedicto XVI a España del 18 al 21 de agosto con motivo de la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), nueve meses después de la realizada a Santiago de Compostela y a Barcelona, demuestra la importancia estratégica que el Papa concede a España en el conjunto del catolicismo mundial para el desarrollo de su programa de restauración de la cristiandad. El viaje de noviembre pasado no logró el objetivo previsto, que era la presencia multitudinaria en torno a la figura del Papa como baluarte de un catolicismo beligerante con la modernidad, el laicismo, la progresiva secularización de la sociedad española y el avance de la increencia, sobre todo entre la juventud. Pero el relativo fracaso del viaje anterior, lejos de disuadir al Papa y a los obispos españoles de repetir la experiencia, ha servido de acicate para intensificar los trabajos de propaganda y movilización de todos los sectores católicos para participar en la JMJ, cuya convocatoria no se circunscribe al territorio español, sino que se dirige a todo el orbe cristiano. El viaje se ha organizado en torno a la idea de la religión como espectáculo, representación teatral, fenómeno de masas y culto a la personalidad del pontífice, sin apenas componente religioso y espiritual, ni horizonte alternativo y transformador, ni dimensión mística y liberadora, que constituyen la verdadera naturaleza de la religión. Recuerdo a este respecto el relato del primer libro bíblico de los Reyes sobre el profeta Elías. Tras 40 días y 40 noches vagando sin rumbo, el profeta llega al Monte Horeb y entra en una gruta donde pasa la noche. Dios le pide que salga de la cueva y permanezca de pie en la montaña porque va a pasar Él. Primero vino un viento fuerte e impetuoso, pero Dios no estaba en el viento. Luego pasó un terremoto, pero Dios tampoco estaba en el terremoto. A continuación apareció un fuego, pero Dios no se encontraba en el fuego. Por fin llegó el susurro de una brisa suave, y ahí sí se encontraba Dios (1Re 19,9-14). ¿Se encontrará Dios en los actos de papolatría de la JMJ? Estamos ante un modelo de Iglesia muy distinto del movimiento igualitario de hombres y mujeres que puso en marcha Jesús de Nazaret y muy alejado de la revolución copernicana del Vaticano II que definió a la Iglesia como misterio, pueblo de Dios y comunidad de fe solidaria con los gozos y esperanzas, tristezas y sufrimientos. Entre los actos programados figuran todo tipo de celebraciones religiosas: vía crucis, misa en privado en la Nunciatura, confesiones, misas multitudinarias; encuentros con seminaristas, con profesores universitarios jóvenes, con religiosas jóvenes (a quienes se les exige llevar hábito); reuniones con el Rey y el presidente del Gobierno; comida con los cardenales y obispos de Madrid; visita a un centro de discapacitados. Pero no figuran encuentros, por ejemplo, con los "indignados" del 15-M, con los jóvenes desempleados -alrededor del 44% de la juventud española-, con los inmigrantes, con las mujeres maltratadas, con los desahuciados, con los vecinos de la Cañada Real, con los cristianos y cristianas de base, etcétera. ¡Otra ocasión perdida para compartir las esperanzas y los sufrimientos de los sectores más vulnerables de la sociedad y hacer realidad la opción por los pobres! La preocupación fundamental de los organizadores se centra en conseguir la asistencia del mayor número de peregrinos venidos de todo el mundo para aclamar al Papa: un millón, millón y medio, dos millones... En eso va a residir el éxito o el fracaso del viaje. ¿Qué diferencia existe entre estas concentraciones y las de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado en pleno nacionalcatolicismo? Unas y otras tienen el mismo espíritu y responden a similares objetivos: la reconquista católica de los sectores alejados de la fe y la ocupación confesional del espacio público, por ejemplo, la colocación de más de 200 confesionarios en el parque del Retiro, el vía crucis en la plaza de Cibeles, así como la misa y la vigilia de oración en el aeródromo de Cuatro Vientos. Hay, con todo, una diferencia no pequeña entre aquellas manifestaciones y las actuales: vivimos en un nuevo escenario cultural, político y religioso; la religión católica tiene que respetar la laicidad del espacio público y vivir en la sociedad secularizada, como dijera Bonhoeffer, "etsi Deus non daretur", como si Dios no existiera, sin las condiciones de plausibilidad que en épocas pasadas prestaban el Estado y sus instituciones al catolicismo, al menos aquí en España durante el franquismo. Pero al llegar aquí me asalta una duda y me surge un interrogante: ¿en realidad se ha producido ese cambio de era al que me refería antes en el terreno político-religioso en nuestro país? Yo creo que no, y a los hechos me remito. Las diferentes Administraciones públicas, sean municipales, autonómicas o estatales, se postrarán de hinojos a los pies del Papa, y las instituciones educativas, sanitarias, policiales, culturales, urbanísticas e incluso militares se podrán a su servicio durante los días de la visita. ¿No es esto incurrir en un "pecado de lesa laicidad"? Como el domingo pasado se sitúa la escena fuera del territorio palestino. Otra vez Jesús se retira con sus discípulos; ahora a la región de Cesarea de Filipo.
La razón para Mateo, es que se van a tratar temas que desbordan la problemática judía, y por eso Mateo coloca la escena en territorio gentil, fuera de una concepción del Mesías demasiado nacionalista, para dar a entender que estamos en una apertura a los gentiles. Ni lo que dice sobre Jesús, ni lo que dice sobre la Iglesia podía ser aceptado por un judío normal Dos temas nos proponen hoy las lecturas: Quien es Jesús y el poder de las llaves. Quien es Jesús Lo primero que hay que tener en cuenta es que los evangelios están escritos mucho después de la muerte de Jesús, y por lo tanto reflejan, no lo que Jesús pensó, dijo e hizo, sino lo que las primeras comunidades pensaban de él. ¿Acaso podían hacer otra cosa las primeras comunidades cristianas que preguntarse quién era ese hombre? También es lógico que se preocuparan por la estructura de la nueva comunidad: Quién iba a ser su representante, con qué asistencia contaba, etc. El texto expresa ideas que, solo se desarrollaron después de la experiencia pascual. Esto no le quita importancia sino que se la da, porque se trata de la experiencia de la primera comunidad que quiere expresar así su fe en Jesús. Es significativo que se quiera diferenciar la opinión de la gente de la de los discípulos. La gente entiende a Jesús desde la perspectiva del AT: Un gran profeta. Es verdad que demuestran una gran estima por la figura de Jesús, pero no se han dado cuenta de la novedad que la figura de Jesús aporta. A los discípulos les costó Dios y ayuda dar el paso de una interpretación nacionalista del Mesías, a la del verdadero mesianismo que encarnaba la figura de Jesús. Sólo después de Pascua dieron el paso. Antes de esa experiencia, Pedro nunca pudo decir a Jesús que era el Hijo de Dios. (Marcos dice escuetamente: tú eres el Mesías y Lucas: el Mesías de Dios). Los judíos ni siquiera tenían un concepto de Hijo de Dios en sentido estricto. Para un judío lo más que se podía decir de un ser humano es que era el Ungido, es decir Mesías. Los griegos (y también otras culturas) sí tenían un concepto de Hijo de Dios. Ellos sí podían decir de una persona que era hijo de Dios. Cuando el cristianismo se instaló en la cultura griega, quisieron decir de Jesús lo máximo: Hijo de Dios. Si los judíos emplearon alguna vez la palabra hijo, tendría que ser con el significado de imitador, réplica, copia exacta de lo que era el Padre. También se conocía en el AT la idea de hijo de Dios, pero era para expresar una especial cercanía a Dios. Se llamaba hijo de Dios al rey, a los ángeles e incluso a pueblo judío como conjunto Jesús no pudo decir a Pedro, “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”; porque a Jesús nunca le pasó por la cabeza el fundar una Iglesia. Él era judío por los cuatro costados y no podía pensar en una religión distinta. Lo que quiso hacer con su predicación, fue purificar la religión judía de todas las adherencias que la hacían incompatible con el verdadero Dios. Tampoco los primeros seguidores de Jesús pensaron en apartarse del judaísmo. Fue el rechazo frontal de las autoridades judías, sobre todo de los fariseos después de la destrucción del templo, lo que les obligó a emprender su propio camino. La respuesta a la pregunta ¿quién es Jesús? no fue fácil; prueba de ello es la diversidad de respuestas que dieron las primeras comunidades. Cada una fue descubriendo lo que Jesús era desde sus características y peculiaridades. Unas resaltaron el aspecto de salvador futuro y definitivo; la parusía sería la plenitud de su obra. Otras se fijaron más en su aspecto de taumaturgo: la fuerza de Dios se manifestaba en las obras maravillosas que realizó. Otras comunidades se fijaron más en él como Maestro, mensajero de la Sabiduría, comunicador de la ciencia que puede llevar al hombre a la verdadera salvación. Otras cristologías se fijaron en él como el crucificado resucitado, estas se llaman cristologías pascuales. Poco a poco, se fueron integrando todas en esta pascual, y terminó por elaborarse la única cristología que ha llegado a nosotros a través del NT. La respuesta que pone Mateo en boca de Pedro parece, a primera vista, certera, aunque no supone ninguna novedad, porque todos los evangelistas lo dan por supuesto desde las primeras líneas. Está claro que el objetivo del relato es afianzar una profesión de fe pascual. Si Pedro hubiera pronunciado esa frase antes de la experiencia pascual, lo hubiera hecho pensando en un “hijo de Dios” en el sentido que lo entendían los judíos; es decir, como persona muy cercana a Dios o que tiene un encargo especial de su parte. Mientras vivió con Jesús ni Pedro ni los demás discípulos pudieron pensar en el “Hijo de Dios” del dogma. El poder de las llaves Respecto a la segunda cuestión, tenemos que aclarar algunos puntos. En primer lugar, los textos paralelos de Marcos y de Lucas no dicen nada de la promesa de Jesús a Pedro. Es este un dato muy interesante, que tiene que hacernos pensar. Marcos es anterior a Mateo. Lucas es posterior. Tanto la confesión de “Hijo de Dios vivo” como la promesa de Jesús a Pedro, es un texto exclusivo de Mateo. Si tenemos en cuenta que Mateo y Lucas copian de Marcos, descubriremos el verdadero alcance del relato de Mateo. Lo añadido está colocado ahí con una intención determinada: revestir a Pedro de una autoridad especial frente a los demás apóstoles. Seguramente pensando en la situación peculiar de su comunidad judeocristiana. Es la primera vez que encontramos el término “Iglesia” para determinar la nueva comunidad cristiana. Utiliza la palabra que en la traducción de los setenta se emplea para designar la asamblea (ekklesian). El texto intenta afianzar a Pedro en la presidencia de esa organización, pero es exagerado deducir de él la absoluta infalibilidad de los sucesores de Pedro. Hay que tener en cuenta que existe otro texto paralelo, también de Mateo, que leeremos dentro de dos domingos, que puede aclarar un poco el tema. En él se dice: “Si tu hermano peca, repréndele a solas,... si no te hace caso, llama o otro u otros dos..., si los desoye díselo a la comunidad; y si también desoye a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. Porque lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo; y lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”. No se entiende muy bien, que en dos lugares tan próximos del mismo evangelio dé el poder de atar y desatar a Pedro y a la comunidad. Si ponemos atención al contexto, veremos que los dos textos no se contradicen, sino que se complementan. La última palabra la tiene siempre la comunidad, pero esta tiene que tener una persona que la represente. Pedro o el sucesor de Pedro, cuando hablan en nombre de la comunidad y expresando el común sentir de la comunidad, tienen la garantía de acertar en los asuntos importantes para la misma comunidad. Por tanto no es la comunidad entera la que tiene que doblegarse ante lo que diga una persona, sino que es el representante de la comunidad el que tiene que saber expresar el común sentir de esta. Este es el verdadero sentido del dogma de la infalibilidad, en nada parecido a lo que hoy piensa la mayoría de los cristianos. Mateo trata de poner las bases de la nueva comunidad. En esa confesión de fe, podemos descubrir un horizonte que enmarcará la andadura de la Iglesia. Pero ha sido un verdadero error que la iglesia haya creído que se podía definir con dogmas, quién es Jesús, y haya dejado de hacerse la pregunta. Lo que es y lo que significa Jesús para nosotros, nunca lo descubriremos suficientemente. También hoy, la pregunta fundamental que debe hacer todo aquel que se acerca a Jesús, tiene que ser: ¿quién es este hombre? Lo malo es que todo intento de responder con fórmulas cerradas no solucionará el problema. La respuesta tiene que ser práctica, no teórica. Mi vida es la que tiene que decir lo que Cristo es para mí. Del esfuerzo de los primeros siglos por comprender a Jesús, debe quedarnos, no las respuestas que dieron, (siempre limitadas) sino las preguntas que se hicieron. No se trata de responder con formulaciones teológicas cada vez más precisas, se trata de responder con la propia vida a la pregunta de quién es Jesús. Y vosotros, y tú, ¿quién dices que soy yo? ¿Qué dice tu vida de mí? Hubo un tiempo en que hemos creído que lo importante era la respuesta. Hoy sabemos que lo importante es que sigamos haciéndonos la pregunta. Como la respuesta ya estaba dada (ahí están todos los dogmas cristológicos para demostrarlo), hemos dejado de hacernos la pregunta, y eso es grave. Desde el punto de vista doctrinal la historia se encarga de demostrarnos que nunca nos aclararemos del todo. O exageramos su divinidad convirtiéndole en un extraterrestre o afianzamos su humanidad y entonces se nos hace muy difícil el compaginar que sea plenamente hombre y a la vez divino. Una vez más tenemos que decir que la solución nunca la encontraremos a nivel teórico. Sólo desde la vivencia interior podremos descubrir lo que significa Jesús como manifestación de Dios. Sólo si nos identificamos con Jesús y hacemos nuestra su misma vivencia de Dios comprenderemos lo que fue Jesús. Meditación-contemplación Y tú, ¿quién dices que soy yo? Ser cristiano significa responder a esta interpelación de Jesús. No de manera teórica y aprendida, sino con las actitudes vitales que él me exige hoy. …………… En el momento que deje de hacerme la pregunta, he dejado de ser cristiano. Si tengo ya la respuesta definitiva, me he colocado fuera del camino del seguimiento. …………… “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios Vivo”, es la profesión de fe de los primeros cristianos. Es el fruto de toda la experiencia pascual. ………………. Descubrir en Jesús la presencia de Dios y hacer que los demás la descubran en mí; esa es la única tarea que me convertirá en cristiano. Cesarea de Felipe (o Filipo), ciudad que el tetrarca del mismo nombre hizo construir en honor de César Augusto, era un centro importante de cultos helenísticos. Su población griega y siria, así como sus cultos al dios Pan y a las Ninfas, daban de ella una imagen bastante similar a la de la Antioquía de la comunidad de Mateo.
Una vez más, como en tantas otras ocasiones, la escena que se relata se mueve en el doble nivel histórico: el de los años 30 y el de los años 80. En este caso, en torno a una cuestión decisiva para los discípulos: la identidad de su maestro. ¿Quién es Jesús? Es él mismo quien, según la narración, plantea directamente la pregunta, en dos tiempos, buscando la respuesta de la gente y la de sus seguidores. ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”. La expresión “hijo del hombre” puede significar sencillamente “hombre” (este hombre), aunque tenga también el trasfondo de la enigmática figura que aparece en el libro del profeta Daniel (7,13), y que la comunidad cristiana desde muy temprano aplicó a Jesús. La respuesta de la gente –tanto en los años 30 como en los años 80- es, en principio, positiva, si bien no aprecia nada “original” en Jesús. Se refiere a él elogiosamente, pero lo define según esquemas interpretativos que les resultaban familiares: es, sencillamente, un “profeta” como los más grandes (Juan, Elías, Jeremías…). Pero lo que realmente interesa al autor es subrayar lo específico de la fe cristiana. Y eso es lo que va a poner en boca de Pedro: Jesús es “el Mesías (Cristo), el Hijo de Dios”. Esta fórmula, que aparecerá de nuevo en el juicio ante el Sanedrín (“Dinos si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”: 26,63), es el credo de la liturgia de la comunidad de Mateo. Para una comunidad proveniente del judaísmo, el Mesías (en castellano, Ungido) era el Esperado como liberador del pueblo. Con el título de “Hijo de Dios” se colocaba a Jesús en la intimidad más profunda con Dios, hasta el punto de nombrarse como Enmanuel (“Dios-con-nosotros”: 1,23; 28,20). Las palabras puestas en boca de Pedro –que, con toda probabilidad, son del año 80, no del 30- resumen acertadamente la fe que profesaba la comunidad de Mateo: Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios. Del mismo modo, tampoco es fácil distinguir, en la respuesta de Jesús, qué es lo que pertenezca a cada uno de los dos niveles. Por un lado, sabemos que la comunidad de Antioquía había conocido diferentes líderes: Esteban, Bernabé, Pablo, Pedro… Con esta respuesta, Mateo declara a este último como la máxima autoridad, a la que su iglesia se remite. Por otro lado, es innegable que Simón Pedro ocupa un lugar destacado en los escritos evangélicos (incluso, aunque sea ya al final, en el apéndice del cuarto evangelio: Jn 21,15-17). Teniendo en cuenta todo esto, pudiera ser que, así como Mateo habría “inflado” la confesión de Pedro con fórmulas litúrgicas de su propia comunidad, también en la respuesta de Jesús se contengan elementos “añadidos” por la tradición de la que bebe el propio evangelista. La respuesta de Jesús –lo que se conoce como la “investidura” de Pedro- está llena de expresiones semíticas, por lo que hace pensar en alguna tradición que circulaba entre aquella comunidad, que asignaba a Pedro la misión de decidir en los disensos que afectaban al grupo, que aparecían, como pudimos ver, en el relato de la “mujer cananea”. La autoridad de Pedro sería la que tuviera que decidir entre lo prohibido (“atar”) y lo permitido (“desatar”). Es sabido que en este texto se ha asentado tradicionalmente la doctrina católica sobre el llamado “primado de Pedro”, prolongado en el obispo de Roma. Los protestantes, por su parte, aun aceptando que las palabras de Jesús fueran históricas –y no propias de la comunidad, que Mateo habría retrotraído en el tiempo-, sostienen que aquella misión se encargó exclusivamente a la persona de Simón, por lo que no podría justificarse la “sucesión” en el primado individual, en la figura del Papa. En cualquier caso, hoy parece aceptarse entre los estudiosos que, tal como ha llegado a nosotros, esta narración tiene muchos elementos postpascuales, hasta el punto de que se hace difícil pensar que hubiera podido ocurrir en la vida de Jesús. Eso no le quita nada de valor ni de hondura teológica. Lo único que quita es fanatismo en la defensa de determinadas posturas, que cada vez vemos que tienen menos fundamento. Hoy se reconoce que Jesús no fundó directamente ninguna iglesia. Con su vida, su palabra, su muerte y su resurrección (en la experiencia que percibieron los discípulos), alentó un movimiento que habría de fraguar, con el tiempo, en lo que conocemos como “iglesia”. Pero decía que todo eso no disminuye el valor del texto, que para los cristianos mantiene una permanente actualidad. ¿Quién es Jesús hoy para mí? Se trata de una pregunta siempre nueva, si la acogemos en nuestro corazón, la contrastamos con nuestra vida, y no la respondemos meramente desde la rutina o desde lo aprendido. ¿Quién es Jesús hoy para mí? La pregunta es siempre nueva porque me cuestiona a mí mismo: ¿dónde estoy? No serviría de nada una respuesta “teórica”, por más que reprodujera la literalidad del dogma, si no me llevara a “conectar” con lo que Jesús fue y vivió. Porque no es una cuestión dirigida a la cabeza, sino a la vida… Y en concreto a ese “lugar” donde percibo mi no-separación con Jesús. Son legítimas respuestas diferentes, porque cada una de ellas será deudora del nivel, perspectiva o “idioma cultural” en que se encuentre la persona. Debido a ello, siendo diferentes, no tienen por qué ser “falsas”. Pero, sin duda, donde podremos encontrarnos es en la vivencia de las actitudes y los comportamientos que caracterizaron la persona de Jesús. Unos podrán verlo como un ser celestial separado; otros, como la manifestación de lo que somos todos en la no-dualidad de lo que es. Es inevitable que cada cual hablemos en nuestro propio “idioma”. Pero, sin descalificarnos por ello, un paso más allá de los idiomas, podemos encontrarnos en una práctica que lleve el “sello” del evangelio. |
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