Las espiritualidades budista y cristiana de la gratitud y la confianza coinciden por: Juan Masiá6/30/2020 La colección “El peso de los días”, que dio a conocer clásicos budistas como el Sutra del Loto y el Despertar de la fe, engrosa el repertorio con el Tannisho. Palabras de Shinran sobre el Camino de la Tierra Pura, recogidas por su discípulo Yuien. (edición bilingüe, directamente del japonés al castellano por Masateru Ito y Elena Gallego, Salamanca, Ed. Sígueme, 2020)
En un volumen, dos libritos –que son cuatro-: la traducción directa al castellano de Tannisho comentada; más la versión japonesa original, la parafraseada en japonés actual y la versión castellana, alineadas paralelamente. Merece elogio el lujo y precisión editoriales, más allá de los criterios de rentabilidad en la difusión. Hasta las “buenas personas” se salvan, gracias al Otro Poder. Al presentar en nuestro Occidente calculador las palabras de Shinran: “Si hasta las buenas personas se salvan...”, nos preguntan: - ¿Se ha confundido? ¿Querrá decir: “si hasta los malos se salvan...”? -No, no es confusión. La salvación inmerecida es don gratuito de la misericordia absoluta. Ya en tiempo de Shinran lo malentendían. Lo mismo ocurrió con el mensaje evangélico: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Marcos 2, 17). Cuando Pablo dice: “Dios quiere que todos sean salvados” 1Timoteo 2, 4), o cuando Shinran dice: “Recitar el nembutsu con el corazón impregnado de misericordia salva a todos los seres” (Tannisho, cap. 4), surgen tres reacciones diferentes: 1) unos dicen cínicamente: si al final todos se salvan, hagamos el mal sin preocuparnos; 2) otros se creen “buenas personas” y se indignan contra Dios o contra Amida, que salvan a “los malos”; 3) Pero otros se emocionan con gratitud: ¿es posible que incluso alguien como yo, que no se lo merece, también pueda salvarse? Esta última reacción conduce a una espiritualidad de gratitud y confianza, centrada en el doble reconocimiento de la propia carencia de méritos y de la instancia absoluta de misericordia infinita que les anima a dejarse salvar y desear la salvación universal. Con razón Yuien (1222-1289), el discípulo de Shinran, redactor del Tannisho, lo escribió para disipar “las dudas y malentendidos entre quienes sigan nuestros pasos” y quiso propagar la enseñanza auténtica de Shinran sobre “la salvación por la fe en el Otro Poder”. Cuando se habla de salvación o perdición (según el esquema de los “novísimos” o “postrimerías”: muerte y juicio, seguidos de purgatorio, infierno o cielo) se entiende mal la enseñanza cristiana sobre el juicio definitivo, como si solo fuera cuestión de discriminar entre perdición y salvación en un juicio final post mortem. Desde esa perspectiva costará aceptar el sentido de la salvación en Pablo o en Shinran. Pero quienes concuerden con la interpretación del Juicio definitivo como reconocimiento en el presente del pasado de perdición que nos condiciona y de la misericordia infinita que nos salva en el presente y nos da siempre futuro, podrán captar más fácilmente la afinidad de la espiritualidad de Shinran con la del Evangelio de Jesús. (Ver en este mismo blog de RD las conversaciones sobre este tema con la teología de Adolfo Nicolás en sus clases de escatología y sacramentos: https://www.religiondigital.org/convivencia_de_religiones/posible-juicio-premio-merecido-castigo_7_2182351752.html). En vez de un castigo interminable en un futuro sin salida, se entiende la perdición como una carga de karma que nos condiciona desde el pasado. El Otro Poder nos libera de esa carga cuando la reconocemos. Y cuando reconocemos la instancia absoluta que sana, perdona y libera, “la reconciliación en el presente se convierte en el sacramento del futuro que te da siempre esperanza de libertad” (A. Nicolás, Sobre la confesión). Después de reconocer lo que el condicionamiento de “perdición” ha hecho de ti en el pasado, te hace reconocer la salvación en el presente y futuro. Es decir, gracias a la infinita misericordia gratuita, siempre es posible hacer algo nuevo con lo que el condicionamiento del mal pasado ha hecho de ti... Coinciden así las espiritualidades budista y cristiana de la gratitud y la confianza. Se puede entender el Juicio definitivo como un Juicio de la Luz en el presente, en vez de un mero “juicio final de premios y castigos”, ambos como remuneración de méritos o deméritos. Para eso conviene entender el Juicio definitivo como un juicio “a la luz de Luz” que nos salva facilitándonos el reconocimiento de sí mismo (herido y sanado, culpable y salvado), para despertar a la toma de conciencia de la propia oscuridad vulnerable y de la voluntad salvífica absoluta. Con otras palabras, el reconocimiento de la desgracia y la gracia: la desgracia (karma del pasado) y la gracia (amazing grace), que me abre siempre futuro de esperanza desde el presente de la salvación. El cuerpo mortal del animal vulnerable se ilumina con la promesa gratuita de vida verdadera para el animal reconciliable. En esta reconciliación se abre un panorama esperanzador para hablar de cuerpo mortal y vida verdadera. Podemos entonces releer la simbólica del juicio de ovejas y cabritos, alineados a izquierda y derecha, en el capítulo 25 del evangelio según Mateo, para descubrir cómo es posible que todos se dejen salvar (según la espiritualidad del juicio como “crisis de reconocimiento” en el evangelio según Juan: Jn 9, 39-41 y 20, 21-2. Ver más en: “Reconocimiento de sí mismo en el perdón”, Perspectiva teológica, Belo Horizonte, v. 50, n.2, p. 247-261, 2018).
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Muy a menudo nos quejamos de que los ritos en la celebración de la Eucaristía están poco relacionados con la vida, que son poco expresivos.
De repente con el coronavirus nos hemos encontrado con unas eucaristías que han añadido gestos expresivos y significativos. Nos ayudan más a celebrar la entrega de Jesús y nuestra propia entrega. Como no nos podemos dar la paz con la mano, nos volvemos hacia todos los presentes en el templo y nos miramos con cara sonriente. Es un gesto que resulta expresivo y que crea relación. Antes, al darnos la mano, solamente veíamos al vecino y al de nuestro banco o al de adelante. Usamos y nos damos repetidas veces gel. No para purificarnos, sino para suavizar nuestras manos y que así nuestra relación con los demás, y el recibir la eucaristía, esté llena de amabilidad, de suavidad. Suavizar nuestras manos para eliminar toda animadversión, envidia o lejanía. Y sobre todo, llevamos puesta la mascarilla. No podemos hablar, pero durante la celebración somos conscientes de la realidad social que estamos viviendo y lo hacemos presente en la ofrenda de los dones a Dios. También la palaba de Dios recae sobre esa realidad. Es más fácil ir reflexionando qué nos dice Jesús en su Palabra para nuestras realidades de dolor, de ayuda, de servicio, de entrega. No hacemos ofrenda de dinero sino de algo más importante, que es nuestra vida, ésta que estamos viviendo con dificultades. Y al final de la misa, limpiamos con gel los asientos en los que hemos estado sentados. Toda una expresión. Lo que hemos oído, hemos celebrado, no es para dejarlo ahí en el banco sino para llevarlo a la vida y con su fuerza transformar nuestra realidad. Nos tenemos que colocar cada día en un sitio con cierta distancia. Somos peregrinos, caminantes, en busca de Dios. Así nos sentimos celebrando la Cena del Señor. En el templo donde yo participo, nos sirven las formas consagradas en una bandeja de donde vamos recogiendo cada uno. Un regalo, un don que recibimos de Dios, que nos lo va ofreciendo todos los días. Es una oportunidad. La realidad del virus nos va ayudando a unas celebraciones vivas, actuales, implicadas. Ojalá seamos capaces de ir creando y viviendo eucaristías con gestos que nos impliquen en nuestra vida y que nos hagan celebrar la vida, muerte y Resurrección de Jesús y también nuestras vidas, con las luchas, los logros, los dones y los esfuerzos. Jesús nos ayuda a “tomar el pan, a repartirlo y a compartirlo”. Así nos resulta más fácil vivir en positivo el coronavirus. La manera de hablar semita, por contrastes mientras más excluyentes mejor, nos puede jugar una mala pasada si entendemos las frases literalmente. Lo que es bueno para el cuerpo, es bueno también para el espíritu. La lucha maniquea que nos han inculcado no tiene nada que ver con la experiencia de Jesús. El evangelio de hoy propone, en fórmulas concisas, varios temas esenciales para el seguimiento de Jesús. Todos tienen mucho más alcance del que podemos sospechar a primera vista. No podemos tratarlos todos. Vamos a detenernos en el primero y diremos algo sobre otros.
El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. Sería interminable recordar la cantidad de tonterías que se han dicho sobre al amor a la familia y el amor a Dios. El amor a Dios no puede entrar nunca en conflicto con el amor a las criaturas, mucho menos con el amor a una madre, a un padre o a un hijo. Jesús nunca pudo decir esas palabras con el significado que tienen para nosotros hoy. Como siempre, el error parte de la idea de un Dios separado, Señor y Dueño, que plantea sus propias exigencias frente a otras instancias que requieren las suyas. Ese Dios es un ídolo, y todos los ídolos llevan al hombre a la esclavitud, no a la libertad de ser él mismo. Hay que tener mucho cuidado al hablar del amor a Dios o a Cristo. En el evangelio de Juan está muy claro: “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Creer que puedo amar directamente a Dios es una quimera. Solo puedo amar a Dios, amando a los demás, amándome a mí mismo como Dios manda. Jesús no pudo decir: tienes que amarme a mí más que a tu Hijo. Recordad: porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve ser y me disteis de beber... El evangelio nos habla siempre del amor al “próximo”. Lo cual quiere decir que el amor en abstracto es otra quimera. No existe más amor que el que llega a un ser concreto. Ahora bien, lo más próximo a cada ser humano son los miembros de su propia familia. La advertencia del evangelio está encaminada a hacernos ver que, desplegar a tope esos impulsos instintivos no garantiza el más mínimo grado de calidad humana. Pero sería un error aún mayor el creer que pueden estar en contra de mi humanidad. Aquí está la clave para descubrir por qué se ha tergiversado el evangelio, haciéndole decir lo que no dice. El evangelio no quiere decir que el amor a los hijos o a los padres sea malo y que debemos olvidarlo para amar a Jesús o a Dios. Pero nos advierte de que ese amor puede ser un egoísmo camuflado que busca la seguridad material del ego, sin tener en cuenta a los demás. El “amor” familiar se convierte entonces en un obstáculo para un crecimiento verdaderamente humano. Ese “amor” no es verdadero amor, sino egoísmo amplificado. No es bueno para el que ama con ese amor, pero tampoco es bueno para el que es amado de esa manera. El amor surge cuando el instinto es elevado a categoría humana. Lo instintivo no va contra la persona, más que cuando el hombre utiliza su mente para potenciar su ser biológico a costa de lo humano. El hombre puede poner como objetivo de su existencia el despliegue exclusivo de su animalidad, cercenando así sus posibilidades humanas. Esto es degradarse en su ser especifico humano. Cuando estamos en esa dinámica y, además, queremos meter a los demás en ella, estamos “amando” mal, y ese “amor” se convierte en veneno. Esto es lo que quiere evitar el evangelio. Nada que no sea humano puede ser evangélico. No amar a los hijos o a los padres no sería humano. Un verdadero amor nunca puede oponerse a otro amor auténtico. Cuando un marido se encuentra atrapado entre el amor a su madre y el amor a su esposa, algo no está funcionando bien. Habrá que analizar bien la situación, porque uno de esos amores (o los dos) está viciado. Si el “amor a Dios” está en contradicción con el amor al padre o a la madre, o no tiene idea de los que es amar a Dios o no tiene idea de lo que es amar al hombre. Sería la hora de ir a psiquiatra. ¡A cuántos hemos metido por el camino de la esquizofrenia, haciéndoles creer que, lo que Dios les pedía era que odiara a sus padres! El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que la pierda por mí, la encontrará. Hemos dicho muchas veces que en griego hay tres palabras que nosotros traducimos por vida, “Zoe”, “bios” y “psiques”. El texto no dice zoe ni bios, sino psiques. No se trata, pues, de la vida biológica, sino de la vida psicológica, es decir, del hombre capaz de relaciones interpersonales. En ningún caso se trataría de dejarse matar, sino de poner tu humanidad al servicio de los demás. Esto no sería “perder”, sino “ganar” humanidad. Quien pretenda reservar para sí mismo su persona (ego) está malogrando su propia existencia, porque pasará por ella sin desplegar su verdadera humanidad. El que dé a beber un vaso de agua fresca… El ofrecer “Un vaso de agua fresca” a un desconocido que tiene sed, puede ser la manifestación de una profunda humanidad. El dar, sin esperar nada a cambio, es el fundamento de una relación verdaderamente humana. En nuestra sociedad de consumo nos estamos alejando cada vez más de esta postura. No hay absolutamente nada que no tenga un precio, todo se compra y se vende. Nuestra sociedad está montada de tal manera sobre el “toma y da acá”, que dejaría de funcionar si de repente la sacáramos de esa dinámica y nos decidiésemos a vivir el evangelio. La misma institución religiosa está montada como un gran negocio económico, en contra de lo que decía uno de estos domingos el evangelio: “Gratis habéis recibido, dad gratis”. Hoy todos estamos de acuerdo con Lutero, en su protesta contra toda compraventa de bienes espirituales (bulas, indulgencias, etc.). Pero seguimos cobrando un precio por decir una misa de difuntos. Es verdad que debemos insistir en la colaboración de todos para la buena marcha de la comunidad, pero no podemos convertir las celebraciones litúrgicas en instrumentos de recaudación de impuestos. El objetivo primero de todo ser vivo es mantenerse en el ser. Tres mil ochocientos millones de años de evolución han sido posibles gracias a esta norma absoluta. Pero la misma evolución ha permitido al ser humano ir más allá de los instintos biológicos y alcanzar conscientemente una meta más alta que no está en contradicción con la biología. Todo lo que le acerca a ese objetivo último le puede causar más satisfacción y felicidad que satisfacer sus instintos. La raíz última de todo acto bueno está en la misma biología, no es contrario a ella. Nada más falso que una lucha entre lo biológico y lo espiritual. Resumiendo mucho. La trampa en la que caemos y que quiere evitarnos el evangelio, es quedarnos en el placer inmediato que nos proporciona satisfacer las necesidades de nuestra biología y perder de vista el bien total del ser humano más allá de lo biológico y lo instintivo. Ahí está la causa de tanto desajuste en la conducta humana. Debemos tomar conciencia de que lo que es malo para nuestro verdadero ser, no puede ser bueno bajo ningún aspecto del ser humano. Todo egoísmo personal o amplificado, que solo busca el bien material del individuo o la familia, nos lleva a la deshumanización. Meditación El amor puramente teórico no tiene consistencia. Un vaso de agua puede ser la manifestación más auténtica de amor. No tiene importancia ninguna lo que hagas. Lo que vale de veras es la actitud de entrega en lo que hagas. El amor es anterior a cualquier manifestación del mismo. Pero si no se manifiesta no es amor. El largo discurso dirigido a los apóstoles (resumido en los domingos 11-13) termina con una serie de frases de Jesús que son, al mismo tiempo, severas y consoladoras. Las severas se dirigen a los apóstoles; las consoladoras, a quienes los acogen.
¿Quién no es digno de Jesús? La sección comienza con tres frases que terminan de la misma manera: “no es digno de mí”. Las dos primeras están muy relacionadas: no es digno de Jesús el que ama a su padre o a su madre más que a él, o el que ama a sus hijos o a su hija más que a él. Estas frases recuerdan lo que se dice en Deuteronomio 33,9 a propósito de los levitas. En un caso de grave conflicto entre los vínculos familiares y la fidelidad a Dios, optaron por lo segundo. Leví, representación de todos los levitas, «dijo a sus padres: ‘No os hago caso’; a sus hermanos: ‘No os reconozco’; a sus hijos: ‘No os conozco’. Cumplieron tus mandatos y guardaron tu alianza.» Una opción en tiempos de conflicto Para comprender estas palabras tan exigentes de Jesús hay que tener en cuenta lo que dice inmediatamente antes (suprimido por la liturgia). El aviso de que pueden perder la vida (tema del domingo pasado) puede provocar en los discípulos el desconcierto. ¿A qué ha venido Jesús? A esto responde que no ha venido a traer paz sino espada. Que su persona y su mensaje crearán problemas incluso entre los miembros de la familia. Llegarán momentos en que los apóstoles, y todos los cristianos, tendrán que optar. La opción por Dios de los levitas En el libro del Éxodo se cuenta que, mientras Moisés estaba en el monte Sinaí recibiendo del Señor las tablas de la Ley, los diez mandamientos, el pueblo, cansado de esperar, decidió fabricar un becerro de oro y adorarlo. Cuando Moisés baja del monte y contempla el espectáculo, rompe las tablas, se planta a la puerta del campamento y grita: «¡A mí los del Señor! Y se le juntaron todos los levitas.» Moisés les ordena: «Ciña cada uno la espada; pasad y repasad el campamento de puerta en puerta, matando, aunque sea al hermano, al compañero, al pariente». Los levitas cumplieron las órdenes de Moisés y este, al final, les dice: «¡Hoy os habéis consagrado al Señor a costa del hijo o del hermano, ganándoos hoy su bendición» (Éxodo 32,25-29). El historiador moderno duda que los levitas tuvieran espadas en el desierto y que llevaran a cabo esta matanza. Pero los antiguos no eran tan críticos. Aceptaban las cosas que se contaban, e incluso alaban a los levitas, ya que en un caso de grave conflicto entre los vínculos familiares y la fidelidad a Dios, optaron por lo segundo: «Dijeron a sus padres: ‘No os hago caso’; a sus hermanos: ‘No os reconozco’; a sus hijos: ‘No os conozco’. Cumplieron tus mandatos y guardaron tu alianza» (Deuteronomio 33,9). La opción por Jesús de los discípulos Se podría decir que Jesús exige a sus discípulos la misma actitud de los levitas. Pero hay dos diferencias importantísimas: 1) Jesús no ordena matar a los padres o a los hermanos en caso de conflicto. 2) Los levitas se comportaron así por fidelidad a los mandatos de Dios y a su alianza; los discípulos deben hacerlo por amor a Jesús. Al exigir este amor superior al de los seres más queridos, Jesús se está poniendo al nivel de Dios, al que hay que amar sobre todas las cosas. Los primeros cristianos, en momentos de persecución, se vieron a veces en la necesidad de optar entre el amor y la fidelidad a Jesús y el amor a la familia. La elección era dura, pero muchos la hicieron, convencidos de que recuperarían a sus padres e hijos en la vida futura. La frase siguiente («el que no coge su cruz…») también se entiende mejor a la luz del texto del Deuteronomio. En él se dice que los levitas, por haber mostrado esa fidelidad a Dios, recibieron un gran premio y dignidad: «Enseñarán tus preceptos a Jacob y tu ley a Israel; ofrecerán incienso en tu presencia y holocaustos en tu altar.» Jesús no promete nada de esto a sus discípulos, solo exige. Amar a Jesús más que a la familia ya lo hicieron Pedro y Andrés, Santiago y Juan. Lo que ahora exige Jesús es infinitamente más duro: cargar con la cruz. ¿Hay que interpretarlo al pie de la letra o simbólicamente? Simbólicamente, pero con posibles repercusiones prácticas: hay que estar dispuestos a cargar con ella y marchar camino de la muerte. No una muerte cualquiera, sino la más infamante, típica de rebeldes contra Roma y esclavos. Cuando Jesús exige cargar con la cruz está pidiendo algo terrible desde el punto de vista físico, moral y social. Además, la exigencia no carece de macabra ironía cuando la comparamos con los vv.9-10: los que deben predicar el reino sin llevar nada, ahora tienen que seguir a Jesús cargando con la cruz. Conviene advertir que el amor a la familia y el amor a Jesús no se excluyen ni se oponen. Son compatibles, con tal de mantener el orden adecuado. Los hijos de Zebedeo abandonan a su padre, pero la madre los acompaña e incluso le pide a Jesús un favor especial para ellos. María, al menos según la versión del cuarto evangelio, está al pie de la cruz. Pablo recuerda que «los demás apóstoles, los hermanos del Señor y Cefas» se hacen acompañar de su esposa cristiana (avdelfh.n gunai/ka 1 Cor 9,5). Acogida y recompensa La última parte se dirige a las personas que acojan a los discípulos. Dos cosas les dice: 1) Recibirlos a ellos equivale a recibir a Jesús y recibir al Padre. Lo que hacen es mucho más de lo que pueden imaginar. No es solo un acto de caridad, sino un inmenso honor, mucho mayor que el de la persona que pudiese acoger en su casa a un artista, un deportista o un personaje mundialmente famoso. 2) Esa acogida tendrá su recompensa, igual que ocurrió en el Antiguo Testamento con quienes acogieron a profetas y justos. La primera lectura cuenta como un matrimonio de Sunám decidió acoger en su casa al profeta Eliseo cuando pasaba por el pueblo; le construyeron una habitación en el piso de arriba y le proporcionaron una cama, una silla, una mesa y un candil. Una gran inversión para aquel tiempo. Pero recibieron su recompensa con el nacimiento de un hijo. En comparación con Eliseo, los discípulos pueden parecer unos pobrecillos sin importancia. A nadie se le ocurrirá darles alojamiento permanente. Pero basta un vaso de agua fresca (algo muy de agradecer cuando no existen bares ni agua corriente en las casas) para que esas personas reciban su recompensa. Resumen Si en la primera parte entreveíamos los grandes conflictos familiares provocados por las persecuciones, en este final intuimos lo que experimentaron muchas veces los misioneros cristianos: la acogida amable y sencilla de personas que no los conocían. De estos últimos versículos, solo uno tiene paralelo en el evangelio de Marcos. El resto es original de Mateo, que ha querido dejarnos al final de este duro discurso un buen sabor de boca. La noticia del martirio de Pedro nos había dejado consternados. No hacía mucho que Silvano nos había hecho llegar una copia de la carta que Pedro, desde Roma, había dirigido a los cristianos de la provincia de Asia. Les daba ánimos en los momentos de persecución que les estaba tocando vivir: “Amigos míos, no os extrañéis del fuego que ha prendido ahí para poneros a prueba, como si os ocurriera algo extraño. Al contrario, estad alegres en proporción a los sufrimientos que compartís con el Mesías; así también cuando se revele su gloria, desbordaréis de alegría” (1Pe 4, 12).
Releer de nuevo aquellas palabras, sabiendo que quien las había escrito había seguido a nuestro Maestro hasta dar la vida, nos dejaba sobrecogidos y silenciosos. Pedimos a Marcos que nos contara cosas de Pedro: él lo conocía bien porque lo había acompañado en su viaje a Roma y había recibido sus confidencias; éramos conscientes de que muchas de las cosas que él nos contaba acerca de Jesús, las había aprendido de labios del propio Pedro. “Nos recordaba con frecuencia las palabras de Jesús. “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que quiera conservar la vida, la perderá, y el que la pierda por mí, la conservará”. Pedro repetía, una y otra vez, cuánto le había costado entender aquellas palabras que invitaban a sus seguidores a entrar un extraño y peligroso juego: romper con cualquier búsqueda codiciosa y obsesiva de ganar, poseer, conservar y, en lugar de ello, arriesgarnos en un camino inverso de pérdida, derroche y entrega. “Teníamos que estar dispuestos, decía Pedro, a romper con nuestras ideas y a poner en cuestión casi todo lo que nos daba seguridad. Jesús no parecía ignorar el deseo más hondo que se escondía en nuestro corazón: el de vivir, retener y poner a salvo el tesoro de la propia vida. Pero parecía ser también consciente de lo equivocados que pueden ser los caminos de conseguirlo y por eso se atrevía a proponernos el suyo. Era como si nos dijera: "Al que se venga conmigo, voy a llevarle a la ganancia por el extraño camino de la pérdida: ese es el camino mío y no conozco otro. La única condición que pongo al que quiera seguirme, es que esté dispuesto a fiarse de mí y de mi propia manera de salvar su vida, que sea capaz de confiármela, como yo la confío a Aquél de quien la recibo. La suya será siempre una vida sin garantía y sin pruebas, en el asombro siempre renovado de la confianza: por eso no puedo dar más motivos que el de "por mi causa". No fuimos capaces de entenderlo hasta después de su muerte y sólo a partir de la resurrección comenzamos a comprender algo de aquel juego de perder/ganar. Cuando llegó la hora, todos huimos y él recorrió el camino solo, abandonado de todos. No fui capaz de estar a su lado y sólo supe llorar amargamente después de haberle traicionado. A través de los rumores que iban y venían por la ciudad supe cómo fue perdiéndolo todo, cómo consintió en silencio a que le arrebataran todo, hasta quedarse como el hombre más despojado y empobrecido de la tierra. Al llegar al montecillo fuera de la muralla ya sólo le quedaba el manto y se lo arrancaron antes de crucificarle. Los que fueron testigos de su muerte nos dijeron que hasta la presencia de Dios en aquel momento parecía una ausencia. Y, sin embargo, Jesús, el más desolado de los desolados y oprimidos de la tierra, respondió a aquel silencio doloroso con una irrompible fidelidad desde el seno mismo del infierno. Murió abandonado pero no desesperado y, arriesgando en su juego hasta el final, se atrevió a poner su vida confiadamente en manos de su Padre. Lo había perdido todo. Todo, menos su incomprensible amor y el inconmovible arraigo de su confianza en el Padre. Y esa fue su ganancia”. Cuando Marcos terminó de evocar los recuerdos de Pedro, leyó este otro fragmento de su carta: "Hermanos: si hacéis el bien y además aguantáis el sufrimiento, eso dice mucho ante Dios. De hecho, a eso os llamaron, porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas. Andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas” (1Pe 2,20-25). Como decía José Enrique Ruiz de Galarreta, todo cuanto necesitamos saber para vivir con sentido está dicho en el evangelio. Por ejemplo, y en el caso que nos ocupa —quién soy—, del evangelio se desprende que somos Hijos y Herederos, y esta respuesta nos permite llenar nuestra vida y afrontar con esperanza nuestra muerte. No necesitamos más, pero nuestra mente nos empuja a buscar respuestas racionales, y —en el caso de los creyentes— a compaginar la fe con la razón. “Entiende para creer y cree para entender”, decía San Agustín, y eso es lo que vamos a intentar en los párrafos siguientes.
¿Quién soy?... ¿Qué parte de mí es la que conforma mi esencia, y qué parte es una simple posesión?... Yo ya era yo cuando acababa de nacer, y lo seguiré siendo aunque me corten un brazo o pierda la razón. Antes “tenía” dos brazos y después solo uno, pero eso no cambia mi identidad. Antes “tenía”conciencia y después no, pero eso tampoco la cambia, lo que significa que “yo tengo” un cuerpo y un cerebro, pero que “no soy”ni lo uno ni lo otro. Cuando era un bebé no diferenciaba entre mí mismo y los demás, pero todos a mi alrededor admitían mi identidad. Después de la muerte ya no tendré ni cuerpo ni cerebro, pero seguiré siendo yo en la memoria de mi gente. También “tengo” un conjunto de conocimientos que se va acrecentando con el paso del tiempo. Pero mis conocimientos no son yo, sino algo de mi posesión. Por mucho que cambien, yo seguiré siendo el mismo, y si pierdo la razón, perderé todo mi conocimiento, pero seguiré siendo yo. Y lo mismo ocurre con mi experiencia. Antes acumulaba poca experiencia y después mucha más: pero eso no cambia mi identidad. Y tras este repaso a mis pertenencias ya sé lo que tengo, pero sigo sin saber lo que soy. Sé que no soy mi cerebro, ni mi cuerpo, ni mi experiencia de la vida, ni mis conocimientos (porque mientras ellos cambian o desaparecen, yo sigo siendo el mismo). No sé hasta qué punto soy mi capacidad de amar, o de vibrar con la belleza, o de sentir felicidad, o los valores arraigados en mí, o mi personalidad, o mi conciencia, o el conjunto de todo ello... pero en definitiva no sé lo que soy. Ahora bien, al menos tengo una pista, pues si considero la parte material de mi ser (la cosa extensa) como una simple posesión, tendré que admitir que estoy hecho de sustancia inmaterial. La corriente filosófica que niega la materialidad de nuestro ser se llama idealismo, y como representantes más destacados podemos mencionar a Platón, Descartes, Leibniz, Berkeley, Kant, Fichte, Hegel o Schopenhauer. Dicho esto, tratemos ahora de entroncar esta idea con nuestra fe. El cronista del capítulo segundo del Génesis nos dice que en nosotros sopla el viento de Dios, pero —según este razonamiento— quizás sería más oportuno decir que “somos” soplo de Dios; espíritu de Dios. Pero en nuestro mundo material, la única forma en que puede existir ese espíritu es encarnado, y esto significa que no puede haber amor en el mundo si no hay personas que amen y sean amadas; que el amor solo se manifiesta en las personas; solo se manifiesta encarnado. Yo soy soplo de Dios con todo lo que ello implica; amor, compasión, tolerancia, libertad... en busca de felicidad. Lo demás son mis pertenencias. Sabemos que el cristianismo es dualista: cuerpo y alma. El cuerpo muere, pero el alma inmortal le sobrevive eternamente. Una idea preciosa que puede ser válida si se toma como símbolo o analogía, pero que difícilmente aguanta el razonamiento que acabamos de realizar. Si estamos destinados a vivir tras la muerte, lo razonable es pensar que sobreviviremos íntegros, sin mutilaciones, aunque perdamos aquellas posesiones que ya no necesitamos en esa vida. Del griego “euxaristos”: decir bien, acción de gracias, la Eucaristía es mucho más que lo que “sabemos, sentimos y hacemos…”. Es lo que Somos.
Reflexionando sobre lo liberador que es vivir la sencillez y pobreza como servicio, la pregunta que emerge es dónde mirar para aprender a Ser, y el pan hecho vida. La vida hecha pan es la genialidad que Jesús nos regala como síntesis y símbolo para que empecemos a despertar al pan que somos esencialmente. Hemos hablado y escrito tanto del pan que estos días, preparando este texto al “chuf chuf” del silencio oracional, del paseo, del estudio, de la Escucha… Me he sentido invitada a buscar en mi vida alguna experiencia o imagen que también me hable de Eucaristía, sin pretender obviar y menos ser irreverente con el eterno pan de Amor que ES. Tal vez para captar más hondamente otros aspectos de su significado. Si tuvieras que explicar a alguien tu experiencia, en palabras tuyas, qué es Eucaristía más allá de alimento, presencia, amor… Te invito a hacer silencio por unos momentos y a sentirlo antes de contárnoslo. Te invitamos, si quieres, a que nos lo cuentes y junto con lo de otras personas, lo colgaremos aquí. Yo hice este tiempo de preparación varios días, y ayer, regresando de un paseo largo en silencio, después de unos días convulsos… emergía una imagen que en mi vida es potente: la manera en que Dios se ha hecho pan, también, la veo en la imagen de Éxodo 19,4: “Vosotros visteis como os tomé sobre alas de águila y os he traído a mí…” Nos dicen que el modo que tiene el águila de enseñar a volar a sus polluelos es dándoles la seguridad de su solidez en pleno vuelo; cuando considera que el momento ha llegado, se retira, dejando en el aire a los pequeños, para que tengan que agitar sus alas en un entrenamiento, sin más protección que la presencia segura del águila volando debajo. Mientras, ell@s hacen todo lo que saben, incluso lo que no sabían que saben, para ejercitar su don, su potencial, su carisma: volar. Para mí Eucaristía es como la vida que me da Amma águila. Me considera águila como ella, me alimenta y capacita para volar alto, y despertar a otr@s al alto vuelo. Algo así como el “coaching”: entrenamiento personalizado, acompañamiento personal y confidencial. Presencia que te ayuda a descubrir tus caminos, tus fuerzas y debilidades… pero en nuestro caso mucho más ya que hay una identificación total con la coach. Piensa en los jóvenes, tal vez lo de lavar pies, o compartir pan no les toca mucho. Pero lo del coaching inspirado en la belleza arrolladora y potente del águila danzando con los polluelos despertándoles… ¡flipante! Luego está la Eucaristía celebrativa, donde tenemos que reinventar la rueda para que sea como Jesús nos la dejó. El coach nos dijo que hiciéramos lo que él hacía, claro, hoy. Por mi parte intento enseñar-compartir como volar, como reconocer la silueta de Amma águila volando debajo, protegiendo, indicando, respetando. Compartir vuelo, es importantísimo, para levantar del suelo a los que quieren volar. Gracias por compartir tu experiencia. Para Ermes Ronchi, este drama es que el Dios de la religión (cristiana) se ha desligado del Dios de la vida. O dicho de otra manera, la imagen extendida de Jesús es la de la frecuentación del templo, y no la de frecuentar los caminos de la vida; si Dios sigue seduciendo es porque habla entre nosotros el lenguaje de la alegría. Al fin y al cabo, su mensaje fue el de una Buena Noticia.
Es preciso repetirnos esta pregunta: ¿En qué Dios creemos? ¿A qué Dios seguimos? Las normas de la institución eclesial se han ido imponiendo a la verdadera norma evangélica consistente en una relación madura con Dios y con el prójimo a través del amor. Y este deslizamiento de lo esencial, se ha hecho fuerte con el tiempo en los ritos hasta convertirse el envoltorio en la norma fundamental a seguir, tantas veces presentada en tono amenazante. El drama de nuestra fe es que no reflexionamos lo suficiente sobre el paralelismo evidente entre lo le ocurrió a Jesús y lo que ocurre ahora mismo con sus seguidores. Le mataron los defensores de la legalidad que prevalecía a toda costa por encima del mensaje que atesora. Aquello fue muy parecido a lo que podemos constatar en todo tiempo sobre la tentación de deslindar la religión formalista, cuyo fin está en sí misma, de la vida en la que Dios se manifiesta; es en lo cotidiano donde Dios salva. La sanación es una constante del evangelio. Dios es amor y no cambia ni desfallece en su relación amorosa con cada persona, digna de amor por serlo. Y a partir de aquí es posible aprender a vivir desde la experiencia de que Dios salva y sana. Y solo es posible vivirlo así cuando nos abrirnos a su amor. Esta es la puerta para acertar, con su gracia, en la actitud con nosotros y con los que nos rodean. “Creer qué” o “creer en”, esa es la cuestión. Nuestra fe no es un saco de normas sino una experiencia de amor que nos lleva a la plenitud. A Jesús lo matamos cada vez que anteponemos las seguridades del cumplimiento ritualista al difícil camino -pero liberador- de la práctica de la compasión y la misericordia. Jesús no rehuyó el cumplimiento de las normas establecidas excepto cuando se utilizaron como coartada para tergiversar la verdadera voluntad de Dios. Jesús fue asesinado porque comenzó a tener éxito en su cuestionamiento de una religión que predicaba lo que no se cumplía hasta el punto de que los fieles vivían convencidos de que el verdadero Dios era alguien temible, justiciero e inmisericorde, más cercano a condenar que a salvar. En realidad, esta sigue siendo una imagen muy alimentada de Dios a semejanza de quienes la defienden y utilizan sus normas como fin en sí mismas, fuente inagotable de poder y seguridad. Sorprendentemente, los excluidos de su tiempo le escucharon y le siguieron mientras que los entendidos en las leyes de Dios, los pastores que guiaban al pueblo elegido, se convirtieron en sus acérrimos enemigos. Y este sigue siendo el drama de nuestra fe. Las tensiones de poder en el Vaticano y en todo lo que rodea la cúpula que dirige la Iglesia, está marcada por los mismos pecados que mostraron las autoridades que convivieron con Jesús, al que convirtieron en un excluido porque su actitud de amor con todos les obligaba a ver las escrituras desde otro ángulo y a cambiar el centro de su religión: vieron como peligraba su posición de poder social y personal y prefirieron defenderla con calumnias, involucrando a Pilatos para que le matara como a los peores delincuentes. Lo mismo que está pasando ahora con los mártires de los derechos humanos, pasto de la indiferencia o vistos como peligrosos desestabilizadores sociales, tal y como le ocurrió a Jesús. Las víctimas, los pobres y los menos favorecidos en tantas cosas son lugares teológicos para un cristiano. Puede ser una opción política, pero también es por derecho propio verdadera religión cristiana cuando se actúa por amor: iluminar más que brillar, que el brillo acontece por añadidura. Hoy como nunca, las religiones están cuestionadas, incluso la católica, porque muchos buscan a Dios y no encuentran en ellas lo que su corazón anhela. Y demasiadas veces la causa en la inconsecuencia que escandaliza hasta poner en cuestión la verdadera Buena Noticia. Mientras no haya una conversión radical intramuros, Francisco y los que sienten el Evangelio como él, seguirán siendo vistos como un peligro para la religión en lugar de como unos profetas que iluminan lo que Dios quiere. Entre tanto, los templos vacíos son el signo palmario de tanta inconsecuencia. Poco a poco las ciudades se van abriendo a la vida productiva y vamos retornando a una “relativa” normalidad. Pero una de las consignas para este nuevo momento es el “distanciamiento social”. Este es uno de los remedios “efectivos” para evitar el contagio. Justamente, parece lo contrario de lo que la vida cristiana proclama en tantos pasajes bíblicos como, por ejemplo, el del Buen Samaritano: “Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y al verle tuvo compasión y acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él” (Lc 10, 33-34). También muchos de los milagros conllevan ese contacto físico entre Jesús y el enfermo. Al ciego de nacimiento Jesús lo cura untándole barro en los ojos (Jn 9, 6), a un leproso lo cura extendiendo su mano, tocándolo y diciéndole “queda limpio” (Mc 1, 41); a la suegra de Pedro la toma de la mano y ella se levanta (Mc 1, 31) y así podríamos recordar algunos otros milagros e, incluso, lo contrario, como es el caso de la mujer hemorroísa que toca el manto de Jesús porque creía que con solo tocar su vestido quedaría curada. Jesús siente que alguien ha tocado su vestido y pregunta quién lo ha hecho. La mujer le contó la verdad y Él alaba su fe y la cura de su enfermedad (Mc 5, 25-34).
También la psicología afirma que un abrazo cura mucho más que una medicina (sin quitarle valor a los medicamentos sino por el significado afectivo que esto implica) y, bien sabemos, que algo que ha costado mucho en la cuarentena, ha sido la soledad, la falta de relación con los demás, esa imposibilidad de sentir, tocar, palpar, mirar a los ojos, pronunciar palabras de manera cercana y directa. Los medios de comunicación han ayudado a mantener las relaciones, pero no suplen la distancia física, ni logran transmitir todo el afecto y cariño que se consigue en el contacto directo. Y, entonces ¿qué hacer para combinar esa necesidad indiscutible del distanciamiento social con esa necesidad –también indiscutible– de afecto real, palpable, sentido, experimentado? ¿Puede la fe darnos algún horizonte que ayude a esta situación actual? Sin duda, el amor cristiano se expresa en ese tocar y acercarnos a los demás –como los textos que recordamos antes– pero no podemos olvidar que ese tocar de Jesús suponía cambiar la situación de enfermedad, discriminación y exclusión que sufrían los destinatarios de sus milagros. San Pablo en el himno a la caridad de la primera carta a los Corintios no ofrece esos ejemplos gráficos del tocar pero va a lo profundo del amor que se hace efectivo en las relaciones con los otros: “el amor es paciente, es servicial, no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe, es decoroso, no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no termina nunca” (13, 4-8). Mucho me temo que volveremos a la normalidad y habrá de nuevo abrazos y encuentros, pero la injusticia de nuestro mundo que, ha quedado tan evidente, no se habrá modificado. Es decir, nuestro amor se habrá quedado más en gestos que en obras. Porque el amor que se hace obra ha de pensar en otra economía posible que distribuya en verdad las riquezas, comenzando por los más necesitados; el amor que se hace obra ha de pensar en una organización social que privilegie los sistemas de salud y que garantice los servicios públicos para todos; el amor que se hace obra ha de promover un mundo sin racismo –ni la pandemia impidió que se levantara de nuevo el grito de los negros por tantos siglos de discriminación–; un mundo sin violencia contra las mujeres y sin exclusión de lugares de decisión; un mundo donde los indígenas sean reconocidos con sus culturas y sabidurías ancestrales; un mundo donde la orientación sexual no sea motivo de rechazo e incomprensión. En otras palabras, el amor que se hace obra no enfrenta la economía con la vida, sino que pone la economía al servicio de la vida, así ahora, los economistas y políticos nos convenzan de que la pobreza actual se dio por parar la economía y no digan nada de las consecuencias del sistema neoliberal y competitivo imperante, que en estos momentos difíciles ha sacado a la luz la injusticia y pobreza de las mayorías, fruto de este modelo económico. Deseamos que se acabe el distanciamiento social, pero ojalá sea para un acercamiento a los demás desde el amor que no se queda en una afectividad sensorial, sino que se compromete con la construcción del bien común y se dispone al servicio incondicional para hacerlo posible. El “no tengáis miedo”, que hoy hemos escuchado una y otra vez en el evangelio, está encuadrado en el contexto de la misión. Jesús acaba de decir a sus seguidores que les perseguirán, les encarcelarán, incluso les matarán. Sin embargo, está claro que la advertencia podemos aplicarla a todas las situaciones de miedo paralizante que podemos encontrar en la vida. No solo porque Jesús dice lo mismo en otros contextos, sino porque así lo insinúan las bellísimas imágenes de los gorriones y los cabellos.
Hay un miedo instintivo que es producto de la evolución. Este es imprescindible para mantener la vida biológica de cualquier ser vivo. Es un logro de la evolución y por lo tanto bueno. Su objeto primero es defender la vida biológica; ya sea huyendo, sea liberando energía para enfrentarse a la amenaza. Este miedo es natural y sería inútil luchar contra él. Pero el hombre puede ser presa de un miedo aprendido racionalmente, que le impide desplegar sus posibilidades de verdadera humanidad. Este es el que nos traiciona y nos lleva a desatinos constantes porque nos paraliza y atenaza. Este miedo artificial en lugar de defender, aniquila. Este miedo es contrario a la fe-confianza. ¿Por qué tenemos miedo? Anhelamos lo que no podemos conseguir y surge en nosotros el miedo de no alcanzarlo. No estamos seguros de poder conservar lo que tenemos y surge el temor de perderlo. El miedo racional es la consecuencia de nuestros apegos. Creemos ser lo que no somos y quedamos enganchados a ese falso “yo”. No hemos descubierto lo que realmente somos y por eso nos apegamos a una quimera inconsistente. Jesús dijo: “La verdad os hará libres”. Los miedos, que no son fruto del instinto, son causados por la ignorancia. Si conociéramos nuestro verdadero ser, no habría lugar para esos miedos. Si Jesús nos invita a no tener miedo, no es porque nos prometa un camino de rosas. No se trata de confiar en que no me pasará nada desagradable, o de que si algo malo sucede, alguien me sacará las castañas del fuego. Se trata de una seguridad que permanece intacta en medio de las dificultades y limitaciones, sabiendo que los contratiempos no pueden anular lo que de verdad somos. Dios no es la garantía de que todo va a ir bien, sino la seguridad de que Él estará ahí en todo caso. Cuando exigimos a Dios que me libere de mis limitaciones, estoy demostrando que no me gusta lo que hizo. La confianza no surge de un voluntarismo a toda prueba, sino de un conocimiento cabal de lo que Dios es en nosotros. Aceptar nuestras limitaciones y descubrir nuestras verdaderas posibilidades, es el único camino para llegar a la total confianza. La confianza es la primera consecuencia de salir de uno mismo y descubrir que mi fundamento no está de mí. El hecho de que mi ser no dependa de mí, no es una pérdida, sino una ganancia, porque depende de lo que es mucho más seguro que yo mismo. Mi pasado es Dios, mi futuro es el mismo Dios; mi presente es Dios y no tengo nada que temer. Hablar de la confianza en Dios, nos obliga a salir de las falsas imágenes de Dios. Confiar en Dios es confiar en nuestro propio ser, en la vida, en lo que somos de verdad. No se trata de confiar en un Ser que está fuera de nosotros y que puede darnos, desde fuera, aquello que nosotros anhelamos. Se trata de descubrir que Dios es el fundamento de mi propio ser y que puedo estar tan seguro de mí mismo como Dios está seguro de sí. Por grande que sea el motivo para temer, siempre será mayor el motivo para confiar. Confiar en Dios no es esperar su intervención desde fuera para que rectifique la creación. Confiar es descubrir que la creación es como tiene que ser y lo que falla es mi percepción. El miedo es utilizado por todo aquel que pretende someter al otro. No solo es explotado por empresas que se dedican a vendernos toda clase de seguros, sino también por las religiones, que explotan a sus seguidores ofreciéndoles seguridades absolutas, después de haberles infundido un miedo irracional a lo sagrado. Creo que todas las religiones han intentado manipular la divinidad para ponerla al servicio de intereses egoístas. El miedo es el instrumento más eficaz para dominar a los demás. Todas las autoridades, civiles y religiosas, lo han utilizado siempre para conseguir el sometimiento de sus súbditos. En nuestra religión, el miedo ha tenido y sigue teniendo una influencia nefasta. La misma jerarquía ha caído en la trampa de potenciar y apuntalar ese miedo. La causa de que los dirigentes no se atrevan a actualizar doctrinas, ritos y normas morales, es el miedo a perder el control absoluto. La institución se ha dedicado a vender, muy baratas por cierto, seguridades externas de todo tipo, y ahora su misma existencia depende de los que sus adeptos sigan confiando en esas seguridades engañosas que les han vendido. Han atribuido a Dios la misma estrategia que utilizamos los hombres para domesticar a los animales: zanahoria o azúcar y si no funciona, palo, fuego eterno. Las religiones siguen necesitando un Dios que sea todopoderoso, y que ese poder omnímodo lo ponga al servicio de sus intereses. Pero Dios es nadapoderoso, porque todo su poder ya lo ha desplegado, mejor dicho lo está desplegando constantemente, por lo tanto no puede en un momento determinado actuar con un poder puntual. Por eso mismo, tenemos que confiar totalmente en él, porque nada puede cambiar de su amor y compromiso con los hombres. La causa de Dios es la causa del hombre. No nos engañemos, ponerse de parte de Jesús es ponerse de parte del hombre. Dios no está desde fuera manejando a capricho su creación. Está implicado en ella inextricablemente. Su voluntad es inmutable. No es algo añadido a la creación, sino la misma creación. Si de verdad me creo que, vistas desde Dios, las criaturas no se distinguen del creador, entonces surgirá en mí un sentimiento de total seguridad, de total confianza en mí, en lo que soy y en lo que yo significo para Dios. Lo mismo que descubriré lo que Dios significa para mí. Esta experiencia no tiene nada que ver con lo que yo individualmente sea. La confianza no es un regalo para los buenos, sino una necesidad de los que no lo somos. Cuando confiamos porque nos creemos buenos, entramos en una dinámica peligrosísima, porque no confiamos en Dios, sino en nosotros mismos y en nuestras obras. Jesús nos invita a no tener miedo de nada ni de nadie. Ni de las cosas, ni de Dios, ni siquiera de ti mismo. El miedo a no ser suficientemente bueno es la tortura de los más religiosos. Todos los miedos se resumen en el miedo a la muerte. Si fuésemos capaces de perder el miedo a morir, seríamos capaces de vivir en plenitud. Todo lo que tememos perder con la muerte, es lo que teníamos que aprender a abandonar durante la vida. La muerte solo nos arrebata lo que hay en nosotros de contingente, de individual, de terreno, de caduco, de egoísmo. Temer la muerte es temer perder todo eso. Es un contrasentido intentar alcanzar la plenitud y seguir temiendo la muerte. En el evangelio está hoy muy claro. Aunque te quiten la vida, lo que te arrebatan es lo que no es esencial para ti. Meditación Si tienes miedos, no has hecho tuya la salvación que Jesús te ofrece Si sigues temiendo a Dios, en vez de avanzar en tu liberación, te has metido por un callejón oscuro y sin salida. No pienses que tienes que ser bueno para salvarte. Tienes que sentirte ya salvado para ser bueno. |
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