La labor que la Iglesia ejerce en el mundo es muy variada. Si nos fijamos en los países llamados “de misión” ( África, Asia, Latinoamérica, etc.) allí su función o tarea principal es contribuir al desarrollo humano a través de la educación en escuelas, talleres y otros centros en los que trabajan diversas instituciones y congregaciones religiosas, ayudadas por voluntarios misioneros. También atienden a niños y mayores en hospitales para los más necesitados.
Ayuda a construir pozos para suministrar agua potable; enseña a cultivar pequeños huertos familiares. Va promoviendo la cultura de esos países y va introduciendo las ideas cristianas para una buena convivencia en las comunidades. En los países europeos y en España en concreto, su labor destaca por las mismas actividades educativas en colegios de diversos grados de enseñanza. Se puede decir que trata de mantener vivas las tradiciones seculares implantadas en siglos anteriores y que influye en las costumbres populares. Podríamos decir que la cultura de occidente ha sido influenciada por los principios éticos y morales que se derivan del evangelio y que predica la iglesia a través de sus medios. También colabora con el Estado en hospitales, guarderías y asilos. En la Enseñanza Concertada se libera al Estado de muchos gastos, ya que no todos los componentes de las congregaciones religiosas que atienden esos centros figuran como funcionarios con sueldo. Los mismos edificios en los que ejercen son propiedad de las congregaciones respectivas. Esto también alivia el presupuesto estatal que supondría la construcción y mantenimiento de muchos edificios públicos. Si todo esto es importante, no lo es menos la parte educativa en valores éticos y humanos que ejerce. La Iglesia, en su Doctrina Social, derivada del Evangelio y de la vida de Jesucristo, trata de influir en el comportamiento social de los ciudadanos. En general se puede decir que el concepto de persona que se deriva del pensamiento religioso cristiano influye mucho como fundamento de los Derechos Humanos. El concepto de persona como “ser social” supone la búsqueda del “bien común” como aspiración suprema de una convivencia sana. El hombre, en sus metas de vida, debe aspirar a “ser” más que a “tener”. De ahí se deriva el uso que debemos hacer de los bienes materiales. Estos son medios auxiliares para una vida digna, porque no se trata de vivir solo para trabajar sino de trabajar para vivir con dignidad de personas. A la sociedad actual le falta mucho todavía para estar a la altura de las metas que se proponen en la Doctrina Social de la iglesia.
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Celebración 20º aniversario de su muerte. 21 de mayo (1996-2016)
Queridos hnos. monjes de Tibhirine (Christian, Christophe, Luc, Celestin, Paul, Michel y Bruno): Durante muchos años vuestro testimonio como comunidad de monjes cristianos en un país musulmán fue silencioso: compartir vuestra vida de oración, trabajo y acogida, atentos a vuestros vecinos y a quienes se acercaban a la hospedería del monasterio. Pero también compartíais el sufrimiento y la inquietud que generaba la violencia que azotaba Argelia en aquellos años, junto a la gente sencilla del pueblo. Como otros muchos religiosos y religiosas que optaron por permanecer aún sabiendo que el precio podía ser el que, finalmente, pagasteis. Tras vuestro secuestro y muerte, en 1996, y en los años siguientes, a muchas personas en el mundo fue llegando, de una forma casi subliminal… (¿será esto el soplo del Espíritu que no hay quien lo pare?) vuestro testimonio. Se ha esparcido silenciosamente a modo de semillas dormidas bajo tierra, que en la explosión de la primavera se convierten en plantas magníficas, con hojas y flores, distribuyendo el polen de vuestra vida vivida con coherencia, discernimiento y opción comunitaria. En 2011, la película “DE DIOSES Y HOMBRES” recogía con dignidad, dureza y belleza lo que fueron los últimos tres años de vuestras vidas. Y este acontecimiento os puso en medio del mundo para quien quiera recoger el mensaje de no-violencia, cercanía interreligiosa en la vida desde lo sencillo, desde la oración, desde la ayuda al otro, ya sea cristiano, musulmán o quien se acerque necesitado. En los tiempos que corren se necesita urgentemente “escucharos” de nuevo. Será a través de lo que dejasteis escrito, como el Testamento de Christian, abierto el 25 de mayo de 1996, en la fiesta de Pentecostés; los libros y textos de muchos de vosotros y los testimonios de quienes os conocieron en persona: también vuestros vecinos y amigos musulmanes; las personas con las que compartíais diálogo interreligioso desde el respeto y los sencillos detalles de la vida. Y también, como le pasó al San Pablo, los que de alguna forma quedamos “tocados” por vuestra vida, aún sin conoceros personalmente, poniéndonos en marcha para ayudar a que la semilla de Tibhirine siga siendo fecunda para la vida de la Iglesia y, muy especialmente, del mundo en este convulso tiempo en donde tenemos que mirarnos en vuestro espejo, para identificar al hermano más allá de la densa bruma de la violencia; con mirada certera, sin caer en el desprecio globalizado. Una filigrana de la que sois maestros y mucho tenemos que aprender. He escrito en otras ocasiones sobre lo recibido a través de vuestro testimonio y, como siempre, creo que debo callar y nuevamente dar la palabra a Christian que, en su Testamento, dice todo lo que hay que decir y en primera persona. Me uno a su despedida: ¡Amén!... ¡In Shallah! Mari Paz López Santos Cuando un A-Dios se vislumbra... Si me sucediera un día --y ese día podría ser hoy-- ser víctima del terrorismo que parece querer abarcar en este momento a todos los extranjeros que viven en Argelia, yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba ENTREGADA a Dios y a este país. Que ellos acepten que el Único Maestro de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal. Que recen por mí. ¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda? Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato. Mi vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos. En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia. He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme ciegamente. Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido. Yo no podría desear una muerte semejante. Me parece importante proclamarlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la "gracia del martirio" debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam. Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los argelinos tomados globalmente. Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo. Es demasiado fácil creerse con la conciencia tranquila identificando este camino religioso con los integrismos de sus extremistas. Argelia y el Islam, para mí son otra cosa, es un cuerpo y un alma. Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien todo lo que de ellos he recibido, encontrando muy a menudo en ellos el hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primerísima Iglesia, precisamente en Argelia y, ya desde entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista: "¡qué diga ahora lo que piensa de esto!" Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad. Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con El a Sus hijos del Islam tal como El los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este GOZO, contra y a pesar de todo. En este GRACIAS en el que está todo dicho, de ahora en más, sobre mi vida, yo os incluyo, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los suyos, ¡el céntuplo concedido, como fue prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías. Sí, para ti también quiero este GRACIAS, y este "A-DIOS" en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. ¡AMEN! IN SHALLAH! Argel, 1 de diciembre de 1993 Tibhirine, 1 de enero de 1994 Christian.+ Es muy difícil no caer en la tentación de decir sobre la eucaristía lo políticamente correcto y dispensarnos de un verdadero análisis del sacramento más importante de nuestra fe. Son tantos los aspectos que habría que analizar, y tantas las desviaciones que hay que corregir, que solo el tener que planteármelo, me asusta. Hemos tergiversado hasta tal punto el mensaje original del evangelio, que lo hemos convertido en algo totalmente ineficaz para llevarnos a una verdadera vida espiritual. Para recuperar el sacramento debemos volver a la tradición. Lo malo es que para algunos acaba en Trento.
Lo último que se le hubiera ocurrido a Jesús, es pedir que los demás seres humanos se pusieran de rodillas ante él. Él sí se arrodilló ante sus discípulos para lavarles los pies; y al terminar esa tarea de esclavos, les dijo: “vosotros me llamáis el Maestro y el Señor. Pues si yo, el Maestro y el Señor os he lavado los pies, vosotros tenéis que hacer los mismo”. Esa lección nunca nos ha interesado. Es más cómodo convertirle en objeto de adoración, que imitarle en el servicio y la disponibilidad para con todos los hombres. Hemos convertido la eucaristía en un rito puramente cultual. En la mayoría de los casos no es más que una pesada obligación que, si pudiéramos, nos quitaríamos de encima. Se ha convertido en una ceremonia rutinaria, que demuestra la falta absoluta de convicción y compromiso. La eucaristía era para las primeras comunidades el acto más subversivo que nos podamos imaginar. Los cristianos que la celebraban se sentían comprometidos a vivir lo que el sacramento significaba. Eran conscientes de que recordaban lo que Jesús había sido durante su vida y se comprometían a vivir como él vivió. El mayor problema de este sacramento hoy, es que se ha desorbitado la importancia de aspectos secundarios (sacrificio, presencia, adoración) y se ha olvidado totalmente la esencia de la eucaristía, que es precisamente su aspecto sacramental. Con la palabreja “transustanciación” no decimos nada, porque la “sustancia” aristotélica es solo un concepto que no tiene correspondencia alguna en la realidad física. La eucaristía es un sacramento. Los sacramentos ni son ritos mágicos ni son milagros. Los sacramentos son la unión de un signo con una realidad significada. El signo.- Lo que es un signo lo sabemos muy bien, porque toda la capacidad de comunicación, que los seres humanos hemos desplegado, se realiza a través de signos. Todas las formas de lenguaje no son más que una intrincada maraña de signos. Con esta estratagema hacemos presentes mentalmente las realidades que no están al alcance de nuestros sentidos. Ahora bien, todos los sonidos, todos los gestos, todos los grafismos, que sirven para comunicarnos, son convencionales, no se pueden inventar a capricho. Si me invento un signo que no dice nada a los demás, será solo un garabato. El primer signo es el Pan partido y preparado para ser comido, es el signo de lo que fue Jesús toda su vida. La clave del signo no está en el pan como cosa, sino en el hecho de que está partido. El pan se parte para re-partirlo, y comerlo, es decir, el signo está en la disponibilidad de poder ser comido de inmediato. Jesús estuvo siempre preparado para que todo el que se acercara a él pudiera hacer suyo todo lo que él era. Se dejó partir, se dejó comer, se dejó asimilar; aunque esa actitud tuvo como consecuencia última que fuera aniquilado por los jefes oficiales de su religión. La posibilidad de morir por ser como era, fue asumida con la mayor naturalidad. Esto indica la calidad de su actitud vital. El segundo signo es la sangre derramada. Es muy importante tomar conciencia de que para los judíos, la sangre era la vida misma. Si no tenemos esto en cuenta, se pierde el significado. Tenían prohibido tomar la sangre de los animales, porque como era la vida, pertenecía solo a Dios. Con esta perspectiva, la sangre está haciendo alusión a la vida de Jesús que estuvo siempre a disposición de los demás. No es la muerte la que nos salva, sino su vida humana que estuvo siempre disponible para todo el que lo necesitaba. El valor sacrificial que se le ha dado al sacramente no pertenece a lo esencial. Se trata de una connotación secundaria que no añade nada al verdadero significado del signo. La realidad significada.- Se trata de una realidad trascendente, que está fuera del alcance de los sentidos. Si queremos hacerla presente, tenemos que utilizar los signos. Por eso tenemos necesidad de los sacramentos. Dios no los necesita, pero nosotros sí, porque no tenemos otra manera de acceder a esas realidades. Esas realidades son eternas y no se pueden ni crear ni destruir; ni traer ni llevar; ni poner ni quitar. Están siempre ahí. En lo que fue Jesús durante su vida, podemos descubrir esa realidad, la presencia de Dios como don. En el don total de sí mismo descubrimos a Dios que es Don absoluto y eterno. El primero y principal objetivo al celebrar este sacramento, es tomar conciencia de la realidad divina en nosotros. Pero esa toma de conciencia tiene que llevarnos a vivir esa misma realidad como la vivió Jesús. Toda celebración que no alcance, aunque sea mínimamente, este objetivo, se convierte en completamente inútil. Celebrar la eucaristía pensando que me añadirá algo (gracia) automáticamente, sin exigirme la entrega al servicio de los demás, no es más que un autoengaño. Nos hemos conformado con realizar el signo sin tener en cuenta que un signo que no nos lleva a lo significado, es un garabato. En la eucaristía se concentra todo el mensaje de Jesús, que es el AMOR. El Amor que es Dios manifestado en el don de sí mismo que hizo Jesús durante su vida. Esto soy yo: Don total, Amor total, sin límites. Al comer el pan y beber el vino consagrados, estoy completando el signo. Lo que quiere decir es que hago mía su vida y me comprometo a identificarme con lo que fue e hizo Jesús, y a ser y hacer yo lo mismo. El pan que me da la Vida no es el pan que como, sino el pan en que me convierto cuando me doy. Soy cristiano, no cuando “como a Jesús”, sino cuando me dejo comer, como hizo él. El ser humano no tiene que liberar o salvar su "ego", a partir de ejercicios de piedad, que consigan de Dios mayor reconocimiento, sino liberarse del "ego" y tomar conciencia de que todo lo que cree ser, es artificial y anecdótica y que su verdadero ser está en lo que hay de Dios en él. Intentar potenciar el “yo”, aunque sea a través de ejercicios de devoción, es precisamente el camino opuesto al evangelio. Solo cuando hayamos descubierto nuestro verdadero ser, descubriremos la falsedad de nuestra religiosidad que solo pretende acrecentar el yo, y no solo aquí y ahora sino para siempre. La comunión no tiene ningún valor si la desligamos del signo sacramental. El gesto de comer el pan y beber el vino consagrados es el signo de nuestra aceptación de lo que significa el sacramento. Comulgar significa el compromiso de hacer nuestro todo lo que ES Jesús. Significa que, como él, soy capaz de entregar mi vida por los demás, no muriendo, sino estando siempre disponible para todo aquel que me pueda necesitar. Es una pena que en estos días en que se celebran tantas primeras comuniones, hagamos pensar a los niños que lo importante es comulgar, sin hacerles ve que lo importante es celebrar la eucaristía en la que por primera vez, van a participar plenamente. Todas las muestras de respeto hacia las especies consagradas están muy bien. Pero arrodillarse ante el Santísimo y seguir menospreciando o ignorando al prójimo, es un sarcasmo. Si en nuestra vida no reflejamos la actitud de Jesús, la celebración de la eucaristía seguirá siendo magia barata para tranquilizar nuestra conciencia. A Jesús hay que descubrirlo en todo aquel que espera algo de nosotros, en todo aquél a quien puedo ayudar a ser él mismo, sabiendo que esa es la única manera de llegar a ser yo mismo. Meditación-contemplación La Única Realidad es el Amor (Dios) que está en ti. Los signos son solo medios para llegar a la realidad significada; Pero son indispensables para nosotros los humanos. Lo esencial es descubrir esa Realidad y vivirla. ........................ Si descubro que ese AMOR me identifica con Él, mi verdadero ser ya no soy yo sino Él. Mi actuar no será ya mío, sino el de Él. Solo por ese camino entraré en la dinámica del amor. .................. En cada eucaristía que celebre, debo sentir dentro de mí, lo que se significa en el rito. Al comulgar, manifiesto y fortalezco la intención de ser como Jesús, pan que se deja comer. .................. Esta noche vengo a ti, Abba, después de despedir a la multitud venida de todas partes que me han seguido hasta el desierto. Al verlos me he dado cuenta de que estaban hambrientos de escucharte y verte y tocarte a través de mí, y he sentido que me llamabas a realizar para ellos un signo de tu compasión y de tu ternura.
Los he hecho recostar sobre la hierba, como un pastor que conduce a su rebaño junto a una fuente tranquila, y me he dispuesto a servirles el banquete que tú mismo habías preparado. No había mucho que repartir y he sorprendido en algunos el gesto ávido de retener lo poco que tenían para comerlo en soledad y a escondidas. Mis discípulos, como casi siempre, miraban la situación haciendo cálculos a partir de sus posibilidades: “no tenemos”, “esto es poco”, “despídelos”, “que vayan ellos mismos a comprar...” Ante cualquier imprevisto, se miran a sí mismos, miden sus propias fuerzas y se agobian por sus carencias, olvidándose de mirar hacia ti, Abba, que eres el manantial inagotable de todo don. Por eso he tomado en mis manos los panes y los pececillos que me han traído y he levantado mis ojos hacia el cielo para orientar su mirada hacia Ti, de quien lo recibimos todo. Luego he pronunciado la bendición sobre los alimentos que tenía en las manos, para arrancarlos de la esfera de la posesividad y devolverlos a su verdadero ser que es el de circular, y partirse, y generar vida, energía y convivialidad. Al empezar a repartirlos, la gente ha comenzado también a ofrecer lo poco que tenía, a desapropiarse de lo que llevaban y a cambiar la preocupación por su sustento por el gozo de compartir con otros. La carencia estaba siendo vencida por el derroche y la gratuidad, y eso los igualaba, derretía muros invisibles de categorías y distancias, rompía la frontera entre extranjeros y hermanos. Era tu vida la que circulaba entre ellos, Abba, y en ese momento he comprendido mejor que este deseo que me invade tantas veces de entregarles mi misma vida como alimento, como las madres a sus hijos pequeños, surge de ti y fluye de tus propias entrañas. Y por eso les hablo de ti como de un hogar abierto en el que esperas a tus hijos a mesa puesta, con un banquete que tú mismo has preparado y en el que abundan manjares espléndidos y vinos de solera He recordado aquella noche en que tú sacaste de Egipto a nuestros padres y los introdujiste en la tierra que mana leche y miel y sé que es a mí ahora a quien envías, Abba. Y que estarás a mi lado para sacar a tus hijos, hermanos míos, de la servidumbre de la posesión para conducirlos, más allá de sus ambiciones, a esa tierra tuya de la fiesta fraterna compartida. Hoy hemos celebrado la misa de “Cristo, sumo y eterno (y único) sacerdote”, festividad moderna, de esas de contenido puramente teórico y teológico, como les ha ido gustando a los encargados de variar y enriquecer el calendario litúrgico. Pero, en mi modesta, pero lógica opinión, en este título se han olvidado de un adjetivo fundamental: “Único”. O esos teólogos liturgistas, o pastoralistas, no han leído la “Carta a los Hebreos”, o la han olvidado. Porque esa exclusividad de sacerdocio de Jesucristo es la gran tesis de la carta. Y me ayuda a organizar mi teoría de que hasta el siglo IV no existía la correspondencia a lo que hoy llamamos “clero”, así como que ninguno de los ministros de la Iglesia, ni tampoco los apóstoles, fueron denominados nunca sacerdotes. Ya escribí en otro artículo de este blog, que luego citaré, que en el Nuevo Testamento, (NT), en ninguna ocasión un cristiano, fuera de Jesús, o Jesucristo, porque se afirma con las dos denominaciones, es llamado “sacerdote”.
Alguien puede objetar, ¿pero tan importante, o decisivo, o comprometedor es que usemos una palabra u otra, o ninguna de ellas? A los que así podrían objetar se les puede responder rápidamente con un argumento “ad hominem”: si no es importante o decisiva una u otra denominación, ¿por qué tanto problema en afirmar o negar una o otra expresión? Un actual compañero de arciprestazgo, del OPUS Dei, se me encrespó muchísimo, se enfadó, o eso parecía sin ninguna duda, cuando le comuniqué mi idea de que no nos hacen ningún favor al llamarnos sacerdotes, porque, le argumenté, es decir, le demostré, con argumentos, que ese concepto es típico, y sirve para las religiones, pero que nuestra fe cristiana no se organiza en lo que sociológica, e históricamente, se considera Religión. Jesús fue un temible cuestionador de las actitudes religiosas, y contrapuso a ellas su Evangelio, su interiorización del valor del comportamiento, y fustigó con energía, e implacablemente, las contradicciones e hipocresías del culto. Y, sobre todo, no estableció par sus seguidores los elementos más característicos de la Religión, como son el espacio sagrado, o Templo, y la burocracia u organización clerical, que ni Él propuso, ni los primeros seguidores del Maestro tuvieron alguna duda a ese respecto. Llama la atención para los que no han estudiado seriamente la Historia, o son un poco, o un mucho, desavisados, que los primeros cristianos eran considerados ateos por las dos principales Instituciones de referencia para la primitiva Iglesia en aquel tiempo: EL Imperio Romano, y el pueblo judío. Pues bien, tanto romanos como judíos consideraban ateos a los cristianos, justamente por no ver en ellos signos característicos de la Religión. Y esto se comprende fácilmente leyendo con atención el Nuevo Testamento (NT). Hay infinidad de textos, pero me quedo con dos paradigmáticos. 1º), el de la parábola del juicio de Dios, a los sentados a su derecha y a su izquierda el día final. (Nota: la derecha y la izquierda, de tiempo inmemorial, representan dos categoría contrapuestas, desde el momento que por una idea religioso-natural. primitiva, evidentemente equivocada, se consideraba que los zurdos tenían una desviación biológica estructural, hasta llegar a considerarlos como cómplices del diablo, o, directamente, endemoniados. Así como con preferencias de protocolo, como la costumbre de que el visir , o primer ministro nuestro, se sentase a la derecha del Faraón, o del soberano de turno). Pues bien, según el Evangelio de Mateo, en el famoso texto donde Jesús comunica el criterio que se usará en el juicio final, (Mt 25, 31-46), queda patente que lo que primará en ese juicio no serán elementos cultuales, o de la Ley referentes al culto o al día del Señor, sino a la vida cotidiana, y a la relación normal, sin alharacas, con los semejantes. Es difícil encontrar en ningún código religioso un texto más desmitidificador de las exigencias verdaderas o falsas de la actitud de los hombres con Dios. La identificación de Jesús con los que sufren laws angustias de la vida, y el premio ofrecido a los que lo reconocen entre los rostros de los hombres, es lo menos parecido a los criterios religiosos. Esa humanización de los valores del Evangelio acaban con cualquier veleidad religiosa, y colocan al Cristianismo en otra dimensión, en la que, efectivamente, no hace falta más sacerdocio ritual, y aún, más que ritual existencial y ontológico, que el “Sumo, Eterno y Único” sacerdocio de Jesucristo. Y 2º), la Institución de la Eucaristía como centro del culto cristiano, que bien puede celebrarse, como la Pascua judía, en las casas, sin necesidad del templo, y así lo hacían los primeros cristianos, es otro signo evidente de desacralización y desmitificador del corazón del sentimiento típico religioso. Conclusiones, para mí, evidentes, de esta consideración: 1ª), solo Cristo es verdadero sacerdote, en el sentido más propio y estricto del término: el de mediador entre Dios y los hombres; 2ª), Dios nos regala, por el Bautismo, una participación en el sacerdocio de Cristo. Todos los cristianos son sacerdotes, porque son bautizados, y lo son por participación del único y verdadero sacerdocio de Cristo; 3ª), considerar el sacramento del Orden un Sacerdocio real, diferente del sacerdddocio común de los fieles, es una usurpación de la condición única sacerdotal de Jesucristo, y de la común dignidad sacerdotal, por participación, de todos los fieles cristianos. (¡Menos mal que esta usurpación no es formal, porque es ignorada! Pero, ¿por cuánto tiempo más se podrá alegar esta ignorancia?) Las tres lecturas
La primera ha sido elegida porque habla del pan y del vino que el rey de Jerusalén ofreció a Abrán (no es una errata, el nombre se lo cambió más tarde Dios por el de Abrahán). Parece un poco traída por los pelos, pero los Padres de la Iglesia y los artistas han visto siempre en esta escena un anuncio de la eucaristía, como la mejor ofrenda que se nos puede hacer. La segunda, de la carta a los Corintios, cuenta lo ocurrido en la última cena. Lo más típico de Pablo es la advertencia final: cuando celebráis la cena del Señor, no estáis celebrando una comida normal y corriente, en la que algunos se emborrachan o se hartan de comer mientras otros pasan hambre (como ocurría de hecho en la comunidad); estáis recordando el momento último de la vida de Jesús, su entrega a la muerte por nosotros. Celebrar la eucaristía es recordar el mayor acto de generosidad y de amor, incompatible con una actitud egoísta. En el evangelio, Lucas, siguiendo a Marcos con pequeños cambios, describe una escena muy viva, en la que la iniciativa la toman los discípulos. Le indican a Jesús lo que conviene hacer y, cuando él ofrece otra alternativa, objetan que tienen poquísima comida. La orden de recostarse en grupos de cincuenta simplifica lo que dice Marcos, que divide a la gente en grupos de cien y de cincuenta. Esta orden tan extraña se comprende recordando la organización del pueblo de Israel durante la marcha por el desierto en grupos de mil, cien, cincuenta y veinte (Éx 18,21.25; Dt 1,15). También en Qumrán se organiza al pueblo por millares, centenas, cincuentenas y decenas (1QS 2,21; CD 13,1). Es una forma de indicar que la multitud que sigue a Jesús equivale al nuevo pueblo de Israel y a la comunidad definitiva de los esenios. Jesús realiza los gestos típicos de la eucaristía: alza la mirada al cielo, bendice los panes, los parte y los reparte. Al final, las sobras se recogen en doce cestos. ¿Cómo hay que interpretar la multiplicación de los panes? Podría entenderse como el recuerdo de un hecho histórico que nos enseña sobre el poder de Jesús, su preocupación no sólo por la formación espiritual de la gente, sino también por sus necesidades materiales. Esta interpretación histórica encuentra grandes dificultades cuando intentamos imaginar la escena. Se trata de una multitud enorme, cinco mil personas, sin tener en cuenta que Lucas no habla de mujeres y niños, como hace Mateo. En aquella época, la “ciudad” más grande de Galilea era Cafarnaúm, con unos mil habitantes. Para reunir esa multitud tendrían que haberse quedados vacíos varios pueblos de aquella zona. Incluso la propuesta de los discípulos de ir a los pueblos cercanos a comprar comida resulta difícil de cumplir: harían falta varios Hipercor y Alcampo para alimentar de pronto a tanta gente. Aun admitiendo que Jesús multiplicase los panes y peces, su reparto entre esa multitud, llevado a cabo por sólo doce personas (a unas mil por camarero) plantea grandes problemas. Además, ¿cómo se multiplican los panes?, ¿en manos de Jesús, o en manos de Jesús y de cada apóstol?, ¿tienen que ir dando viajes de ida y vuelta para recibir nuevos trozos cada vez que se acaban? Después de repartir la comida a una multitud tan grande, ya casi de noche, ¿a quién se le ocurre ir a recoger las sobras en mitad del campo? ¿No resulta mucha casualidad que recojan precisamente doce cestos, uno por apóstol? ¿Y cómo es que los apóstoles no se extrañan lo más mínimo de lo sucedido? Estas preguntas, que parecen ridículas, y que a algunos pueden molestar, son importantes para valorar rectamente lo que cuenta el evangelio. ¿Se basa el relato en un hecho histórico, y quiere recordarlo para dejar claro el poder y la misericordia de Jesús? ¿Se trata de algo puramente inventado por los evangelistas para transmitir una enseñanza? El trasfondo del Antiguo Testamento Lucas, muy buen conocedor del Antiguo Testamento vería en el relato la referencia clarísima a dos episodios bíblicos. En primer lugar, la imagen de una gran multitud en el desierto, sin posibilidad de alimentarse, evoca la del antiguo Israel, en su marcha desde Egipto a Canaán, cuando es alimentado por Dios con el maná y las codornices gracias a la intercesión de Moisés. Pero hay también otro relato sobre Eliseo que le vendría espontáneo a la memoria. Este profeta, uno de los más famosos de los primeros tiempos, estaba rodeado de un grupo abundante de discípulos de origen bastante humilde y pobre. Un día ocurrió lo siguiente: «Uno de Baal Salisá vino a traer al profeta el pan de las primicias, veinte panes de cebada y grano reciente en la alforja. Eliseo dijo: ― Dáselos a la gente, que coman. El criado replicó: ― ¿Qué hago yo con esto para cien personas? Eliseo insistió: ― Dáselos a la gente, que coman. Porque así dice el Señor: Comerán y sobrará. Entonces el criado se los sirvió, comieron y sobró, como había dicho el Señor» (2 Re 4,42-44). Lucas podía extraer fácilmente una conclusión: Jesús se preocupa por las personas que le siguen, las alimenta en medio de las dificultades, igual que hicieron Moisés y Eliseo antiguamente. Al mismo tiempo, quedan claras ciertas diferencias. En comparación con Moisés, Jesús no tiene que pedirle a Dios que resuelva el problema, él mismo tiene capacidad de hacerlo. En comparación con Eliseo, su poder es mucho mayor: no alimenta a cien personas con veinte panes, sino a varios miles con solo cinco, y sobran doce cestos. La misericordia y el poder de Jesús quedan subrayados de forma absoluta. ¿Sigue saciando Jesús nuestra hambre? Aquí entra en juego un aspecto del relato que parece evidente: su relación con la celebración eucarística en las primeras comunidades cristianas. Jesús la instituye antes de morir con el sentido expreso de alimento: “Tomad y comed... tomad y bebed”. Los cristianos saben que con ese alimento no se sacia el hambre física; pero también saben que ese alimento es esencial para sobrevivir espiritualmente. De la eucaristía, donde recuerdan la muerte y resurrección de Jesús, sacan fuerzas para amar a Dios y al prójimo, para superar las dificultades, para resistir en medio de las persecuciones e incluso entregarse a la muerte. Lucas volverá sobre este tema al final de su evangelio, en el episodio de los discípulos de Emaús, cuando reconocen a Jesús “al partir el pan” y recobran todo el entusiasmo que habían perdido. El verdadero héroe no es aquel que, teniendo capacidades extraordinarias, hace algo excepcional. Y, aunque con más mérito que el anterior, tampoco lo es aquel que, a pesar de sus limitaciones o miedo, es capaz de sobreponerse para llevar a cabo, en un momento dado, una acción valerosa o insólita. Los auténticos héroes son aquellos que lo son a tiempo completo sin que nadie los elogie o vitoree. Los héroes genuinos son aquellos que resisten día a día, de forma numantina, los asedios y dentelladas de la vida.
Agarrarse a la vida y resistir es la máxima de los silentes héroes cotidianos. Resistir es el verbo que conjugan los desdichados que sufren las guerras y sus terribles consecuencias; los padres coraje con sueldos cortos y meses largos; los que se rompen la espalda con trabajos penosos y salarios irrisorios; los enfermos crónicos con sus cuitas y aflicciones; los grandes discapacitados y sus abnegados cuidadores; los enfermos de la mente con su dolor psíquico; los que sufren tragedias familiares; los que sufren traumas inconfesables; los que claman justicia y libertad…Resistir es, en fin, el lema de todos los que, a pesar de sus difíciles y dolorosas circunstancias, se niegan a naufragar en sus propias lágrimas. Aparece en estos días el tema de contar con “diaconisas” en la estantería de servicios pastorales de la iglesia católica.
Se empiezan a desempolvar viejos baúles históricos para encontrar razones que repongan esa figura perdida en el pasar del tiempo. Los que leen libros gordos de teologías se enfrascan en discusiones acerca de la existencia de las diaconisas en las primeras comunidades cristianas, sus tareas, sus responsabilidades, su lugar en el escalafón clerical. Los empeños de los que patrocinan abrir los criterios y que buscan posicionar a la mujer al interior de la estructura eclesial chocan con una declaración firmada hace unos años por los cardenales José Ratzinger, Jorge Medina y Darío Castrillón (¡vaya trío momificado!) en la que señalaban que no era lícito siquiera pensar en esa posibilidad. Para ellos la iglesia debería tener cuerpo de mujer pero cabeza de varón. Y en el cuerpo, los pulmones dan oxígeno, los riñones trabajan, el corazón palpita, las manos sostienen, laboran y acarician, pero la cabeza es la que manda. El cerebro ordena y todos los otros miembros obedecen. Pero ¿qué función realiza una diaconisa? Fundamentalmente –y ahí está el nudo del asunto- asume el servicio de un par de sacramentos: bautismo y matrimonio. Todos los otros le están vedados y son exclusivos del clero masculino: reconciliación, unción, eucaristía, confirmación y orden presbiteral. Pero ¿vale la pena hacer tanto ruido por esto? Porque esos dos sacramentos, según el propio catecismo de la iglesia, pueden celebrarse con mucha libertad. Cualquier cristiano o cristiana puede bautizar en caso de necesidad y aún sin que haya tal necesidad. Cualquier persona puede asistir al sacramento del matrimonio en el que los ministros son los mismos que se comprometen, y en donde el cura o quien sea es un mero testigo oficial. Y esto no es novedad de la era Francisco. Hace treinta años atrás tuve la dicha de acompañar como párroco, en la zona minera del carbón, a las comunidades de Curanilahue. Y durante esos cinco años prácticamente todos los matrimonios como los bautizos eran realizados por la maestra de una de las escuelas, la señora Elsa Gutiérrez, animadora pastoral de muy buen prestigio en la comunidad local. Ciertamente que el arzobispado de Concepción, al que pertenecía Cuarnilahue, en esos años, tenía como pastores a dos hombres inteligentes, de mente abierta y de propuestas con visión de futuro: don José Manuel Santos y don Alejandro Goic. Hablando con claridad, el tema de las posibles diaconisas no tiene importancia. Actualmente todas las mujeres que están involucradas en servicios sacramentales o en animación comunitaria, en la catequesis, en la acción social, en la organización parroquial, en el acompañamiento de grupos, en la formación de personas, ya realizan tareas sin que les pueda añadir algo el nombramiento de diaconisas; a no ser que sea en vistas al ministerio presbiteral, y en ese caso, sí que valdría la pena jugársela con decisión por su valimiento. Porque nadie puede explicar en la jerarquía católica porqué hay siete sacramentos para los varones y seis para las mujeres. "La Iglesia católica lleva más de 200 años de retraso", sentenciaba, antes de morirse, el cardenal Martini, santo y seña de la Iglesia postconciliar y de la primavera de Francisco antes de su llegada. Y, entre sus asignaturas pendientes, señalaba la de la mujer. Porque, por mucho que se quiera disfrazar, la mujer está discriminada en la Iglesia católica. El Papa Francisco lo sabe y lo sufre. Por eso, a instancias de las superioras generales de las religiosas de todo el mundo, propone que se abra una comisión que estudie a fondo el tema del diaconado femenino.
¿A qué conclusiones puede llegar la comisión papal sobre el diaconado de las mujeres en la Iglesia primitiva? El propio Carlo Maria Martini, uno de los más prestigiosos biblistas católicos, aseguraba, al pedir la revisión del papel de la mujer en la institución, que "en la historia de la Iglesia hubo diaconisas y, por lo tanto, podemos pensar en esa posibilidad". Los grandes historiadores de la Iglesia y los más eximios estudiosos del Nuevo Testamento coinciden en la existencia de las mujeres diáconos. El propio San Pablo habla de la existencia de diaconisas en los primeros siglos de la Iglesia. "Os recomiendo a Febe, nuestra hermana, diaconisa de la iglesia de Cencreas. Recibidla en el Señor de una manera digna de los santos, y asistidla en cualquier cosa que necesite de vosotros, pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo". (Romanos 16, 1-2) Está documentado que, en el siglo III, en Siria, había diaconisas que ayudaban al sacerdote en el bautismo por inmersión de las mujeres. Incluso en el siglo IV después de Cristo se habla del rito de consagración de las diaconisas y se declara que es distinto del de los hombres. Y hay otras muchas evidencias de la presencia de diaconisas tanto en la Iglesia occidental como en la oriental. Lo que no está tan claro es la idiosincrasia de estas diaconisas: ¿Estaban ordenadas o no? ¿Cuál era su papel en el seno de la comunidad? ¿Eran diaconisas permanentes o meras servidoras de los curas, dedicadas al ministerio de la caridad? Dicho de otra forma, se trata de dilucidar si ese diaconado primitivo de las mujeres era el primer grado del ministerio ordenado, que continúa en el presbiterado y tiene su culmen en el episcopado, o un ministerio en sí mismo, que no conducía al sacerdocio. De hecho, a partir del siglo V, la Iglesia reservó el diaconado como primer paso del ministerio ordenado sólo a los hombres. Y consiguientemente, los otros dos: el presbiterado y el episcopado. Más cerca de nosotros, en el mes de septiembre de 2001, el entonces prefecto de Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, firmó, junto al prefecto de Culto Divino, cardenal Medina, y al prefecto del Clero, cardenal Castrillón, una carta, aprobada por Juan Pablo II, en la que se decía literalmente: "No es lícito poner en marcha iniciativas que, de una u otra forma, conduzcan a preparar candidatas al orden diaconal". La decisión del Papa Francisco de estudiar el tema de las diaconisas abre una rendija en la doctrina sobre el sacerdocio femenino, hasta ahora considerada definitivamente cerrada por Juan Pablo II y que, como profetizó Martini, "va a suscitar muchas dificultades". Y no se equivocaba. Como ya decía, en 1976, Karl Rahner, el teólogo católico más importante de la época moderna, "yo soy católico romano y, si la iglesia me dice que no ordena mujeres lo admito, por fidelidad. Pero si me da cinco razones y todas ellas son falsas, ante la exégesis y ante la teología, debo protestar. Pienso que el magisterio que apela a esas razones falsas no cree en lo que dice, o no sabe, o miente o todo junto. Además, la Iglesia es infalible en cuestiones de fe y de costumbres (morales); y el tema de la ordenación de las mujeres no es de fe, ni de costumbres morales, sino de administración". Con su histórica decisión, Francisco acerca a la Iglesia católica a las otras confesiones cristianas, como la anglicana o la protestante, que en este tema van muy por delante de la Iglesia romana. Tanto en la anglicana como en muchas iglesias evangélicas, la mujer, después de ser admitida al diaconado, ha ido escalando los dos siguientes peldaños del altar y hoy muchas mujeres ejercen como sacerdotisas y como obispas. Van cayendo los tabúes eclesiales. Se van reparando históricas injusticias. La Iglesia católica comienza así un camino penitencial para pedir perdón a las mujeres y resarcirlas de su bimilenaria situación de marginación en la institución. Un pecado, un gran pecado. El ciclo litúrgico se abre con la venida de Jesús y culmina con la venida del Espíritu; el Padre está presente en todo momento. Es lógico que se dedique una fiesta en honor de la Trinidad. Para ella había que elegir textos que hablaran de las tres personas, al menos de dos de ellas. Pero no pretenden darnos una lección de teología sino ayudarnos a descubrir a Dios en las circunstancias más diversas. La primera, llena de belleza y optimismo, en los momentos felices de la vida. La segunda, incluso en medio de las tribulaciones, dándonos fuerza y esperanza. La tercera, en medio de las dudas, sabiendo que nos iluminará.
Dios presente en la alegría (1ª lectura) Del Antiguo Testamento se ha elegido un fragmento del libro de los Proverbios que polemiza con la cultura de la época helenística: ¿cuál es el origen de la sabiduría? Para muchos, es fruto del pensamiento humano, tal como lo han practicado sobre todo los filósofos griegos. Frente a esta mentalidad, el autor del texto de los Proverbios afirma que la verdadera sabiduría es anterior a nuestras reflexiones y estudios; y lo expresa presentándola junto a Dios muchos antes de la creación del mundo, acompañándolo en el momento de crear todo. ¿Por qué se eligió esta lectura? San Pablo, en la primera carta a los Corintios, dice que Cristo es “sabiduría de Dios” (1,24). Y la carta a los Colosenses afirma que en Cristo “se encierran todos los tesoros del saber y del conocimiento” (Col 2,3). Este fragmento del libro de los Proverbios, que presenta a la Sabiduría de forma personal, estrechamente unida a Dios desde antes de la creación y también estrechamente unida a la humanidad (“gozaba con los hijos de los hombres”) parecía muy adecuado para recordar al Padre y al Hijo en esta fiesta. Dios presente en los sufrimientos (2ª lectura) Curiosamente, en este texto, que menciona claramente a las tres personas, los grandes beneficiarios somos nosotros, como lo dejan claro las expresiones que usa Pablo: “hemos recibido”, “hemos obtenido”, “nos gloriamos”, “nuestros corazones”, “se nos ha dado”. Él no pretende dar una clase sobre la Trinidad, adentrándose en el misterio de las tres divinas personas, sino que habla de lo que han hecho por nosotros: salvarnos, ponernos en paz con Dios, darnos la esperanza de alcanzar su gloria, derramar su amor en nuestros corazones. Para Pablo, estas ideas no son especulaciones abstractas, repercuten en su vida diaria, plagada de tribulaciones y sufrimientos. También en ellos sabe ver lo positivo. Dios presente en las dudas (evangelio) El evangelio, tomado de Juan, también menciona a Jesús, al Espíritu y al Padre, aunque la parte del león se la lleva el Espíritu, acentuando lo que hará por nosotros: “os guiará hasta la verdad plena”, “os comunicará lo que está por venir”, “os lo anunciará”. Pienso que el texto se ha elegido porque habla de las relaciones entre las tres personas. El Espíritu glorifica a Jesús, y todo lo recibe de él. Por otra parte, todo lo que tiene el Padre es de Jesús. Tampoco Juan pretende dar una clase sobre la Trinidad, aunque empieza a tratar unos temas que ocuparán a los teólogos durante siglos. Para entender el texto conviene recordar el momento en el que pronuncia Jesús estas palabras. Estamos en la cena de despedida, poco antes de la pasión. Sabe que a los discípulos les quedan muchas cosas que aprender, que él no ha podido enseñarles todo. Surgirán dudas, discusiones. Pero la solución no la encontrarán en el puro debate intelectual y humano, será fruto del Espíritu, que irá guiando hasta la verdad plena. |
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