Aparece en estos días el tema de contar con “diaconisas” en la estantería de servicios pastorales de la iglesia católica.
Se empiezan a desempolvar viejos baúles históricos para encontrar razones que repongan esa figura perdida en el pasar del tiempo. Los que leen libros gordos de teologías se enfrascan en discusiones acerca de la existencia de las diaconisas en las primeras comunidades cristianas, sus tareas, sus responsabilidades, su lugar en el escalafón clerical. Los empeños de los que patrocinan abrir los criterios y que buscan posicionar a la mujer al interior de la estructura eclesial chocan con una declaración firmada hace unos años por los cardenales José Ratzinger, Jorge Medina y Darío Castrillón (¡vaya trío momificado!) en la que señalaban que no era lícito siquiera pensar en esa posibilidad. Para ellos la iglesia debería tener cuerpo de mujer pero cabeza de varón. Y en el cuerpo, los pulmones dan oxígeno, los riñones trabajan, el corazón palpita, las manos sostienen, laboran y acarician, pero la cabeza es la que manda. El cerebro ordena y todos los otros miembros obedecen. Pero ¿qué función realiza una diaconisa? Fundamentalmente –y ahí está el nudo del asunto- asume el servicio de un par de sacramentos: bautismo y matrimonio. Todos los otros le están vedados y son exclusivos del clero masculino: reconciliación, unción, eucaristía, confirmación y orden presbiteral. Pero ¿vale la pena hacer tanto ruido por esto? Porque esos dos sacramentos, según el propio catecismo de la iglesia, pueden celebrarse con mucha libertad. Cualquier cristiano o cristiana puede bautizar en caso de necesidad y aún sin que haya tal necesidad. Cualquier persona puede asistir al sacramento del matrimonio en el que los ministros son los mismos que se comprometen, y en donde el cura o quien sea es un mero testigo oficial. Y esto no es novedad de la era Francisco. Hace treinta años atrás tuve la dicha de acompañar como párroco, en la zona minera del carbón, a las comunidades de Curanilahue. Y durante esos cinco años prácticamente todos los matrimonios como los bautizos eran realizados por la maestra de una de las escuelas, la señora Elsa Gutiérrez, animadora pastoral de muy buen prestigio en la comunidad local. Ciertamente que el arzobispado de Concepción, al que pertenecía Cuarnilahue, en esos años, tenía como pastores a dos hombres inteligentes, de mente abierta y de propuestas con visión de futuro: don José Manuel Santos y don Alejandro Goic. Hablando con claridad, el tema de las posibles diaconisas no tiene importancia. Actualmente todas las mujeres que están involucradas en servicios sacramentales o en animación comunitaria, en la catequesis, en la acción social, en la organización parroquial, en el acompañamiento de grupos, en la formación de personas, ya realizan tareas sin que les pueda añadir algo el nombramiento de diaconisas; a no ser que sea en vistas al ministerio presbiteral, y en ese caso, sí que valdría la pena jugársela con decisión por su valimiento. Porque nadie puede explicar en la jerarquía católica porqué hay siete sacramentos para los varones y seis para las mujeres.
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