Vivimos estos días una natural indignación ciudadana con respecto a una clase política española que se ha manifestado incapaz de superar sus diferencias y llegar a un acuerdo para gobernar el país. Por más que esperada, la noticia no deja de ser triste. Transcurrido, no obstante, el inicial y difícilmente evitable enfado, podremos preguntarnos en sinceridad: ¿Son sólo ellos los incapaces? ¿Habla su sonrojante y dolorosa dificultad para ponerse de acuerdo de algo de la colectiva?
No es posible construir país con los que exclusivamente piensan y sienten como uno/a. Cargamos con sobredosis de belicosidad con respecto a quien no observa el mundo desde la misma atalaya, sin embargo, necesitamos de las otras miradas, siempre que se lancen desde el respeto, la tolerancia y el anhelo de sumar. Estamos sobrados de telepolémicas y espíritu de confrontación. Arrastramos un déficit de cultura de diálogo y entente; desentrenamiento en el imprescindible arte de acoger el disenso, de compartir y cooperar. Las impotencias de los de arriba evidencian seguramente las de los de abajo. Prima reflexión colectiva antes de meternos en otra vorágine electoral que volverá a pivotar, en importante medida, en la descalificación del contrario. ¿Por qué tenemos tanta pereza de nuevas elecciones? Quizás porque abrigamos escasa esperanza de que los partidos entonen "mea culpa" y manifiesten genuino anhelo de hacerlo de otra forma. Si la fecha del 10 de Noviembre se nos antoja antipática es porque nos volverán a taladrar los oídos con los mismos discursos con demasiada carga de ofensa; volverán a volar por los aires los mismos improperios y descalificaciones. ¿Cuánto de hastío necesitamos para alumbrar una nueva forma de hacer política? No necesitamos nuevos partidos, ni por la derecha, ni por la izquierda, necesitamos una nueva forma de entender la "res publica" que, con exquisito respeto de la diferencia, conglomere y aúne y no siga separando y dividiendo. La inacabable trifulca ha terminado por descalificar a las formaciones. La hegemonía del engranaje partidista tiene ya cantada su fecha de caducidad. Hay cansancio del ya viejo sistema de los partidos. Hay ganas de dar vida a un nuevo sistema más creativo y motivante, más inspirado en movimientos agrupados en torno a valores compartidos que a ideologías en disputa. Hay anhelo de vislumbrar una democracia más participativa, directa y plebisticiaria que pueden auspiciar las nuevas tecnologías. Sabemos que lo viejo ya no tiene recorrido, pero aún no nos hemos demostrados capaces de alumbrar lo nuevo. Estamos a caballo entre un pasado de crítica y disputa interminable que se agota y un mañana de actitud más constructiva y de suma que aún no ha terminado de nacer. Cada vez más gentes de buena voluntad prefieren juntarse en torno a un bosque a defender, a un pozo a agujerar en África, en torno a unos refugiados a los que dar su cobijo en su ciudad... que en torno a la áspera disputa por una cuota de poder en determinada instancia. El discurso de izquierdas y derechas cobra cada vez menos sentido en medio de una sociedad más igualitaria, en la que las diferencias sociales se establecen en torno a otros aspectos que cada vez menos tienen que ver con la renta. El polo de atención se ha movido hacia el planeta y su pervivencia, hacia la habitabilidad y la sostenibilidad, hacia la vida más austera y natural como alternativa al sistema productivista a ultranza, individualista y materialista, hacia el Sur y la distancia económica y social que con respecto a él sí se ha creado... Cada vez más personas comprenden que los grandes problemas se precisan atajar en primera instancia desde la responsabilidad individual. Hay una ley de analogía que reza que "como es arriba es abajo", o lo que es lo mismo, "así los gobernantes, así la ciudadanía". Seguramente deberemos interpretar que ellos están manifestando esa misma dificultad de armonizarse con el diferente inherente a nosotros mismos. Quizás no deberemos arrojar exclusivamente sobre ellos la entera carga de la incomprensible noticia del fracaso de las negociaciones para el nuevo gobierno. Quizás tengamos que mirarnos también un poco a nuestro propio interior y observar las insuficiencias de nuestra alma colectiva para asumir pluralidad, para dialogar y alcanzar imprescindibles acuerdos. La sana y madura convivencia los demanda. Ni el pozo en África, ni el planeta más acatarrado que nunca, pueden esperar. Si la ciudadanía adquiere crecientes responsabilidades planetarias, la clase política se enmendará. Más altruismo, voluntad convergente y generosidad de miras abajo, terminarán por reflejarse arriba, en las formaciones que proclaman representarnos.
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Por última vez, después de una insistencia machacona, nos habla Lc de la riqueza. Yo también tengo claro que en materia de riqueza no haremos caso ni aunque resucite un muerto. La parábola va dirigida a los fariseos. Acaba de decir el evangelista: “Oyeron esto (no podéis servir a dos amos) los fariseos, que son amigos del dinero, y se burlaban de él”. Jesús apoyándose en las creencias que ellos aceptaban, quiere hacerles ver que, si de verdad creyeran lo que predican, no estarían tan pegados a las riquezas.
Esta parábola es clave para entender algo de lo mucho que nos dice el evangelio sobre las riquezas. No se puede hablar de ellas en abstracto y la parábola nos obliga a pisar tierra. El rico no tiene en cuenta al pobre y sin esa toma de conciencia nada tiene sentido. Lo único negativo de la parábola es que, mal interpretada, nos ha permitido utilizarla como opio para el pobre. Aguanta un poco, hombre, que aunque te parezca que el rico disfruta, espera al más allá y le verás freírse en el infierno, mientras tú encontrarás la dicha más completa. Esta parábola nos dice lo mismo que (Mt 25,34-46) “Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber...” Las dos hay que entenderlas dentro de una visión mitológica del más allá: premio y el castigo más allá, como solución de las injusticias del más acá. Utilizar estos textos para seguir hablando de un premio para los pobres y un castigo para los ricos en el más allá, no tiene sentido alguno; a no ser que se busque la resignación de los pobres para que los ricos puedan seguir disfrutando de sus privilegios. Para comprender por qué el rico, que comía y vestía de lo suyo, es lanzado al “hades”, debemos explicar el concepto de rico y pobre en la Biblia. Para nosotros “rico” y “pobre” son conceptos que hacen referencia a una situación social. Rico es el que tiene más de lo necesario para vivir y puede acumular bienes. Pobre es el que no tiene lo necesario para vivir y pasa necesidades vitales. En el AT la perspectiva es siempre religiosa. Fueron los profetas, sobre todo Amós, los que levantaron la liebre y denunciaron la maldad de la riqueza. Su razonamiento es simple: la riqueza se amasa siempre a costa del pobre. Pobres, en el AT, sobre todo a partir del destierro, eran aquellos que no tenían otro valedor que Dios. Se trataba de los desheredados de este mundo que no tenía nada en qué apoyar su existencia; no tenían a nadie en quien confiar, pero seguían confiando en Dios. Esta confianza era lo que les hacía agradables a Dios, que no les podía fallar (Lázaro, Eleazar -´el ´azar en hebreo- significa Dios ayuda). No existe en el AT concepto puramente sociológico de rico y pobre, porque nada se podía desligar del aspecto religioso. Ahora comprenderéis por qué el evangelio da por supuesto que las riquezas son malas sin más matizaciones. No se dice que fueran adquiridas injustamente ni que el rico hiciera mal uso de ellas, simplemente las utilizaba a su antojo. Si Lázaro no hubiera estado a la puerta, no habría nada que objetar. Pero es precisamente el pobre, el que con su sola presencia, llena de maldad el lujo y los banquetes del rico. Tampoco Lázaro se propone como ejemplo moral de pobre, sino como contrapunto a la opulencia del rico. Para comprender, que no es fácil, el mensaje del evangelio, basta ver el comportamiento de Jesús. Manifiesta una predilección por todos los que necesitaban liberación, entre ellos los pobres; pero también admitió la visita de Nicodemo, era amigo de Lázaro, aceptó la invitación de Mateo, acogió con simpatía a Zaqueo, fue a comer a casa de un fariseo rico, etc. No es fácil descubrir las motivaciones profundas de la manera de actuar de Jesús. Jesús descubrió que la riqueza, acumulada y no compartida, impide entrar en el Reino. Pero su actitud no fue excluyente, sino abierta y de acogida para los ricos. El mensaje del evangelio no pretende solucionar un problema social sino denunciar una falsa actitud religiosa. Una correcta actitud religiosa solucionaría la injusticia social. El evangelio está a años luz del capitalismo, pero también del comunismo. Jesús predica el “Reino de Dios”, que consiste en hacer de todos los hombres una comunidad de hermanos. La diferencia es sutil, pero sustancial. El comunismo reparte los bienes, pero mantiene al pobre en su pobreza para seguir justificándose. Jesús propone compartir como fruto del amor que nos une. La consecuencia sería la misma, que los ricos dejarían de acaparar y los pobres dejarían de serlo, pero el camino recorrido humanizaría tanto al rico como al pobre. Seguramente que el rico de hoy hacía favores e invitaría a comer a sus hermanos y a los amigos ricos como él. Esa actitud no garantiza humanidad alguna. El amor cristiano solo está garantizado cuando hago algo por aquel que no va a poder pagármelo de ninguna manera. El amor que pide Jesús nunca se puede desligar de la compasión. Amor sin compasión es interés. Un niño no tiene compasión por su madre, por eso lo que siente por ella no es “amor” sino interés. La mayoría de las relaciones que calificamos de amor, no son más que egoísmo. Ahora podemos entender por qué refugiarse en la incapacidad de cada uno para solucionar el hambre del mundo no puede ser excusa para no hacer nada. Recordad, la denuncia no es de un problema social, sino religioso. Nuestra pasividad está demostrando que la religión no es más que una tapadera que intenta sumar seguridad espiritual a las seguridades materiales que tenemos. Jesús no está pidiendo que soluciones el hambre del mundo, sino que salgas de tu error al confiar en la riqueza. No se te pide que salves el mundo, sino que te salves tú. Si los ricos dejásemos de acaparar bienes, inmediatamente llegarían a los pobres. Me daría por satisfecho si todos nosotros saliéramos de aquí convencidos de que la pobreza no es un problema que alguien tiene que solucionar, sino un escándalo en el que todos participamos y del que tenemos la obligación de salir. No es suficiente que aceptemos teóricamente el planteamiento y nos dediquemos a criticar las injusticias que se están cometiendo hoy en el mundo. Debemos descubrir que aunque yo esté dentro de la legalidad cuando acumulo bienes materiales, eso no garantiza que mi relación con Dios sea la correcta. No basta despojar a los ricos de su riqueza, porque los ahora pobres ocuparían su lugar. Eso ha pasado en todas las revoluciones sociales. La única solución pasa por superar todo egoísmo para hacer un mundo de hermanos. Es verdad que los ricos no se consideran hermanos de los pobres, pero tampoco los pobres se consideran hermanos de los ricos. El evangelio va mucho más allá de la solución de unas desigualdades sociales, pero también esas injusticias quedarían superadas con un verdadero amor-compasión. No podemos desarrollar una auténtica religiosidad sin contar con el pobre. Nuestra religión, olvidando el evangelio, ha desarrollado un individualismo absoluto. Lo que cada uno debe procurar es una relación intachable con Dios. La moral católica está encaminada a perfeccionar esta relación con Él. Pecado es ofender a Dios y punto. El evangelio nos dice algo muy distinto. El único pecado que existe es olvidarse del hombre que me necesita. Mi grado de acercamiento a Dios es el grado de acercamiento al otro. Todo lo demás es idolatría. Meditación-contemplación Satisfacer las necesidades biológicas no es malo, pero es insuficiente. Solo las exigencias de tu verdadero ser te llevarán a la plenitud. No debes renunciar a nada sino elegir lo mejor para ti, aquí y ahora. Dios te está dando siempre una posibilidad de plenitud. No desarrollar esa potencialidad es la verdadera condenación. Tú solito estás malogrado tu existencia. ‒ Judas, se me han roto los zapatos. Tienes que darme dinero para comprarme unos nuevos.
‒ ¿Cuánto necesitas? ‒ pregunta Judas sin entusiasmo. ‒ He visto unos muy sencillos. Sólo cuestan seiscientos veinticinco euros. Judas pega un salto. ‒ ¡Seiscientos veinticinco euros! ¿Estás loca, Susana? ¡Estos que llevo puestos me costaron treinta! ‒ Pues el bolso que hace juego con los zapatos cuesta mil cuatrocientos cincuenta. Bartolomé sonríe contemplando la escena. Susana es la gran bienhechora del grupo, ha entregado todo su dinero, sin reservarse nada, y ahora está poniendo en un aprieto a Judas. “Judas no tiene sentido del humor”, piensa Bartolomé. “Se cree que Susana va en serio”. ‒ A mí no me parecen caros esos zapatos ‒comenta para incordiar‒. Yo creo que deberías darle el dinero. ‒ No tenemos ni trescientos euros, estúpido. ‒ Entonces no podré alquilar la suite de lujo que cuesta veinte mil euros la noche. ‒ ¿No tenéis cosas más serias de las que hablar? ‒interviene Jesús‒. ‒ Esto es muy serio, maestro. ¿Sabes cómo tira el dinero la gente, el lujo con que viven algunos? ‒ Claro que lo sé. Basta ver la televisión. ‒ Tú estás muy atrasado, maestro. Tienes que meterte en Internet. Buscar en Google. Casas de lujo, relojes de lujo, coches de lujo, zapatos de lujo… No te imaginas la sorpresa que te ibas a llevar. ‒ Sorpresa, no. Indignación. Prefiero no mirar. ‒ Y los cabrones que gastan el dinero de esa forma, ¿se salvarán? ‒pregunta Tomás con deseo de provocar a Jesús. ‒ Ya deberías saber la respuesta. Os conté una historia sobre ese tema. ‒ Yo no la recuerdo. ‒ Estarías fuera, como siempre. ‒ Cuéntala otra vez, maestro ‒pide Pedro‒. Jesús se sienta, se concentra un momento y comienza: ‒ Había un hombre rico que se vestía en los mejores sastres de Nueva York, viajaba en su avión particular, miraba la hora en un reloj de oro con brillantes, comía en los restaurantes más lujosos y habitaba en un palacete de cuarenta habitaciones en medio de un bosque inmenso. ¿Sabéis cuánto gastó un día en una comida en un restaurante del sur de Francia? Rebuscó en la mochila y finalmente consiguió encontrar una factura que enseñó a todos. ‒ Ciento siete mil quinientos veinticuatro francos. ‒ Y eso, en euros, ¿cuánto es? ‒ pregunta Judas. ‒ Más de dieciséis mil euros, bastante más. ‒ ¡Por una sola comida! ‒ Cuando iba a la ciudad en su deportivo ‒continuó Jesús‒, el rico pasaba delante de un mendigo sentado a la entrada de una pobre choza, fabricada con cartones y cubierta con una chapa de uralita. El mendigo lo miraba con envidia y el rico apartaba la mirada. El mendigo acudió una vez a la mansión del rico para pedir algo de comer. Pero encontró la verja cerrada y el guardia de seguridad lo despidió con malos modos. Al cabo del tiempo murió el mendigo y fue al paraíso. Poco después, el rico se estrelló con su deportivo a doscientos por hora, murió, lo enterraron, y fue a parar al infierno. Estando allí, achicharrándose vivo, levantando los ojos, vio a lo lejos al mendigo, y le grito: “Por favor, tráeme un vaso de agua, aunque solo sea un vasito; me muero de sed y me torturan estas llamas.” Pero el mendigo le contestó: “Lo siento, tío. Recuerda que tú tuviste de todo en la otra vida mientras yo me moría de hambre. Ahora se han cambiado las tornas. Además, aunque te parezca que estoy cerca, entre nosotros hay un abismo que nadie puede cruzar.” El rico guardó silencio un momento y luego preguntó: “¿Cómo te llamas?” El mendigo le contestó: “Si me hubieras preguntado mi nombre en la otra vida, también me habrías dado de comer. Pero tú siempre apartabas la mirada. Por eso estás ahora al otro lado del abismo”. Menos Tomás, todos recordaban la historia, que siempre les impresionaba. Fue Susana quien rompió el encanto. ‒ Cuando yo enseñaba catequesis, contaba una historia parecida que me habían enseñado las monjas de pequeña. ¿Os la cuento? Y la contó sin esperar permiso de nadie: - Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. (El seno de Abrahán es como el paraíso, explicó Susana, y Abrahán es el que se encarga de organizarlo todo allí.) Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.” Pero Abraham le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros. ‒ Se parece mucho, pero a mí me gusta más lo de los aviones y el deportivo ‒opinó Leví. ‒ Todavía no he terminado ‒le cortó Susana‒. Mi historia sigue diciendo que el rico le insistió a Abrahán: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.” Abraham le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen.” El rico contestó: “No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán.” Abraham le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.” Cuando Susana calló, Bartolomé comentó irónico: ‒ El problema es que hoy día nadie cree en el infierno. Habría que cambiar la historia. Por ejemplo, que al mendigo le toque la primitiva y el rico se arruine. ‒ No seas tonto, Bartolomé ‒lo cortó María‒. Eso sí que no se lo cree nadie. ¿Dónde se basa esta historia? La parábola del rico y Lázaro, exclusiva del evangelio de Lucas, se inspira en un texto del profeta Amós, elegido este domingo como primera lectura. Este profeta del siglo VIII a.C. vivió una situación muy parecida, en ciertos aspectos, a la de hoy: gente millonaria, que puede permitirse toda clase de lujos, y gente que llega a duras penas a fin de mes o incluso pasa hambre. El profeta se dirige a la clase alta de las dos capitales, Jerusalén (Sión) y Samaria, y denuncia su forma de vida: «Os acostáis en lechos de marfil, os arrellanáis en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José». El lujo se extiende a todos los ámbitos: al mobiliario, con lechos y divanes de marfil, mientras la inmensa mayoría de la gente duerme en el suelo; a la comida, a base de carne de carnero y de ternera, cuando los pobres se contentan con pan y agua, unas uvas y un poco de queso; a la bebida en copas refinadas o de gran tamaño (el término hebreo puede interpretarse de ambos modos); a los perfumes carísimos, mientras los pobres sólo huelen a sudor. Y esta gente que se permite toda clase de lujos “no se duele del desastre de José”. José no es una persona concreta sino todo el país, conocido entonces como Casa de José porque sus tribus principales eran Efraín y Manasés, los dos hijos del patriarca José. Lo que dice el profeta es que esa gente que vive con toda clase de lujos no se preocupa lo más mínimo del sufrimiento de millones de personas que lo pasan mal. Como castigo, les anuncia la invasión de un ejército extranjero que pondrá fin a sus orgías y los deportará. El cambio que introduce la parábola La parábola cambia radicalmente el tema del castigo. Mientras Amós piensa qué ocurrirá en esta vida, mediante la invasión de los asirios, Jesús lo desplaza a la otra vida. Él no se hace ilusiones; en esta vida, el rico seguirá disfrutando, y el pobre pasando hambre. Este cambio radical en el punto de vista ayuda a entender otras afirmaciones del evangelio de Lucas. En el Magníficat, María pronuncia unas palabras que, aplicadas a nuestro mundo, resultan estúpidas o de un cinismo blasfemo cuando dice que Dios “a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. A la luz de la parábola del rico y Lázaro queda claro cuándo tendrá lugar esa revolución. Lo mismo afirma el comienzo del Discurso en la llanura (equivalente en Lucas al Sermón del monte de Mateo), que contrasta la situación presente (ahora) con la futura. “Dichosos los pobres, porque el reinado de Dios les pertenece. Dichosos los que ahora pasáis hambre, porque seréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis… Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya recibís vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque pasaréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque lloraréis y haréis duelo” (Lc 6,20-25). El rico no era un criminal Lo que más debe intranquilizarnos (porque la parábola pretende sacudir la conciencia) es que el rico no es un explotador ni un criminal, no se dice que pagara un salario de miseria a sus obreros ni que se hubiera enriquecido con el narcotráfico. Lo que denuncia la parábola es su forma exquisita de vestir (púrpura y lino) y de comer (banqueteaba espléndidamente todos los días), sin fijarse en el pobre que está tendido a su puerta. Es la injusticia indirecta causada por el egoísmo. ¿Dos textos trasnochados? Tanto Amós como Jesús viven en una sociedad muy distinta de la nuestra (al menos de la del Primer Mundo). Entonces no existía la clase media. La riqueza se acumulaba en pocas manos, mientras la mayor parte del pueblo vivía en circunstancias muy duras. Aplicar la parábola a los multimillonarios de hoy día, jeques árabes, grandes industriales, artistas de cine, deportistas de élite… supondría dejar con la conciencia tranquila a los millones de personas que vivimos en circunstancias infinitamente mejores que la inmensa mayoría de la población mundial. Si ahora mismo resulta difícil resistir su mirada, mucho más difícil será cuando nos mire Dios. Existe una crítica generalizada a la tradición interpretativa de este texto. Esta consiste en que refuerza la idea de que el sufrimiento es un medio para la salvación y de que hemos apagado el disfrute de la vida advirtiendo que todo placer vivido en el presente traerá sufrimiento en el futuro. Como si se tratara de una especie de equilibrio o justicia retributiva: si sufres ahora, disfrutarás después y si disfrutas ahora sufrirás en el futuro. Además, aquí, en el mejor de los casos, nos mantendríamos en un “valle de lágrimas” mientras que la alegría y la justicia se demoran a un “más allá” que está por venir. Y viceversa: sumamos aquí el miedo por el infierno, lleno de tormentos, para quienes tienen momentos de abundancia y satisfacción.
Hay que tener entonces mucho cuidado al leer este texto para no caer en este estereotipo, que ciertamente ha sido muy dañino y perjudicial para la salud espiritual de muchos creyentes. El problema de fondo que plantea el texto parece ser, por el contrario, la distancia insalvable, la incomunicación, la falta de cuidado. El rico vive en la opulencia; el pobre se parece más a los perros que a un ser humano: come las migajas que caen de la mesa y los perros le curan las heridas como si fuera de su manada. Entre el rico y el pobre no hay comunicación. Esta distancia será la misma que se planteará, a continuación en el relato, en la imagen del abismo: “entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso”. Es decir, la distancia se vuelve insalvable con el tiempo. Hay dos cuestiones entonces sobre las que el texto llama la atención:
El texto hace un fuerte llamado a escuchar las escrituras al decir que “si no escuchan a Moisés y a los profetas” nada los convencerá. Pero si ellos son los expertos en Escrituras. ¿Qué pasa entonces? Lo que pasa es que no la comprenden. Y no pueden comprender porque la misericordia en la práctica es un ejercicio que abre el entendimiento y permite interpretar y entender los mensajes de Moisés y los profetas; mensajes de liberación de esclavitudes y de corazones convertidos. Si no llevan a la práctica lo que leen no pueden seguir comprendiendo. Jesús les está diciendo, justamente a los fariseos expertos en Escritura a quienes va dirigido este pasaje, que pueden ver toda clase de milagros, incluso la resurrección de un muerto, pero que ni siquiera así serían capaces de convencerse. Porque no pasan por la conversión que vincula y restablece vínculos de fraternidad y dignidad humanas. También a nosotros, los lectores y oyentes de este texto, se nos invita a tener un espíritu atento y moldeable a lo que dicen los profetas y Moisés. Pero la posibilidad de esta hermenéutica y transformación intelectual y espiritual radica en la práctica de vínculos de cuidado y de solidaridad. Si no nos convertimos leyendo los textos sagrados, tampoco nos convenceremos, aunque abunden los signos. También para nosotros la misericordia comunicativa es esencial si no queremos caer en la distancia brutal que nos vuelve inhumanos. La crisis de los abusos sexuales del clero y de su encubrimiento no tiene precedentes en la historia de la Iglesia y probablemente será recordada como la catástrofe mayor después de las Guerras de religión del siglo XVI, y quién sabe si después del mismo cisma de Lutero.
A semejanza de estos quiebres, la actual crisis abarca muchos aspectos: Hay víctimas que han sido creyentes que han dejado de creer o que, por el contrario, su misma fe las ha sacado adelante; hay perpetradores que han sido principalmente sacerdotes que han causado daños devastadores a mucha gente; hay una institución eclesiástica que, para defenderse de las acusaciones que se le hacen, ha hecho de todo para ocultar verdaderos crímenes y reacciona con enorme lentitud para abordar el problema con la seriedad que se requiere; hay también una sociedad estremecida que no quiere que nunca más el clero le hable de sexo y que difícilmente reconocerá autoridad a la jerarquía católica para que se refiera a otros temas. La crisis de la Iglesia, sin embargo, debe ser vista como un giro triste de cambios culturales extraordinariamente positivos para los vulnerables y, en particular, para los niños y las mujeres. Nuestra sociedad está en un proceso de “conversión” al prójimo que debe ser considerado como un importantísimo crecimiento en humanidad. Estamos ante una nueva explicitación de la convicción de la inviolabilidad de la persona humana. Para entender esta mega-crisis, sin embargo, se requiere ir más lejos o ahondar en otros asuntos. Es esta, por cierto, una crisis de toda la Iglesia, es decir, de la institucionalidad y de las personas. La institución eclesiástica, desde hace ya siglos, ha tenido grandes dificultades para procesar los logros de la modernidad. Este, a mi parecer, es la causa principal de crisis eclesial actual. La misma Iglesia no ha hecho caso de su condena al fideísmo (Concilio Vaticano I, 1870), herejía que en términos populares puede identificársela con “la fe del carbonero”. La jerarquía no ha podido ni ha querido integrar fe y razón, fe y ciencia, y fe y cultura. Tomemos dos ejemplos: La institucionalidad en la Iglesia es la de una monarquía absoluta al modo de las monarquías borbonas. La gobierna un papa elegido de por vida. Él mismo tiene la potestad de nombrar a todos los obispos del mundo y pedir cuenta de sus actos a 1.200 millones de católicos. La estructura institucional sabe poco de división, de repartición y de control de poderes, de trasparencias y de accountability. Me decía hace poco un campesino católico de la zona de San Fernando, perplejo ante el desempeño del clero: “No se hacen cargo de nada”. El caso chileno es ilustrativo. Francisco reprende malamente a los osorninos por no aceptar el nombramiento del obispo Barros. Después pide perdón a las víctimas por sus palabras hirientes en Iquique. A reglón seguido, dada la gravedad de la situación y de los muchos problemas, Francisco llama a Roma a los 31 obispos de la Conferencia Episcopal, les pide la renuncia a todos por parejo y los devuelve al país completamente desautorizados. Los obispos partieron humillados y volvieron humillados. En la Catedral Francisco les había advertido contra el flagelo del “clericalismo”. Pero, ¿no le había pedido el Comité Permanente de los obispos al Papa que no nombrara a Barros? Un segundo ejemplo es de orden doctrinal. El caso de la prohibición del uso de medios artificiales de anticoncepción hace 50 años atrás con la encíclica Humanae vitae (1968) es tan emblemático como la condena a Galileo. El estamento eclesiástico patriarcal y androcéntrico condenó a las mujeres a ir, en nombre de la fe católica, contra su razón y su sentido de la responsabilidad; a las católicas que no huyeron en estampida de la Iglesia, esta las invita a confesar regularmente el pecado de usar la “píldora”. Resultado: Hace mucho rato que a la institución eclesiástica no se le reconoce competencia para enseñar en materias de sexualidad, pero no parece darse cuenta. En su momento Pablo VI hizo un importante intento de diálogo con la modernidad. Formó comisiones para abordar el tema de la contracepción. En ellas participaron cardenales, obispos, curas, teólogos, pero también laicos y laicas, especialistas en temas de familia y demografía. El Papa, sin embargo, hizo caso al voto de minoría que reflejaba la opinión de los varones célibes, entre estos el muy influyente Juan Pablo II. En nuestro caso chileno, entonces, ¿con qué autoridad los obispos han podido oponerse a la ley que permite el aborto en tres causales si ellos mismos, forzados por la encíclica, han debido enseñar a las madres que deben tener tantos hijos cuantos Dios quiera mandarles? Nuestra jerarquía eclesiástica -es ineludible recordarlo- se opuso a la ley de filiación de los niños nacidos fuera del matrimonio, a las directrices del MINEDUC sobre enseñanza sexual en las escuelas y colegios (JOCAS), a la ley de matrimonio civil que hace posible el divorcio, a la ley de acuerdo de vida en pareja y a la posibilidad de distribuir preservativos para impedir la propagación del SIDA. La doctrina de Humanae vitae, que restringe la legitimidad de los actos sexuales a aquellos abiertos a la procreación, como es de imaginar, tiene atado de pies y manos al mismo magisterio para decir una palabra orientadora a los jóvenes que conviven antes de casarse y a las personas homosexuales. En estas circunstancias, ¿qué autoridad puede tener hoy un sacerdote célibe que ya no espera que valoren su voto de castidad?; ¿un sacerdote a quien la doctrina de la Iglesia no lo convence ni a él mismo?; ¿y que no ha sabido relacionarse con los laicos y las comunidades sino de un modo autoritario? Esta Iglesia, en la que la institución eclesiástica no ha sabido discernir en el advenimiento de la modernidad un gran signo de los tiempos, se encuentra en graves problemas, precisamente por no haber dialogado con la modernidad, para discernir otros signos de los tiempos y sumarse a la acción de Dios en la historia. La jerarquía, y también los padres y madres de familia, agentes pastorales y catequistas, en este contexto tienen hoy una enorme dificultad para transmitir la fe a las siguientes generaciones. Como resultado de esta grave desconexión de las autoridades eclesiásticas con la época, la Iglesia sufre una profunda incomunicación entre su dirigencia y los bautizados y bautizadas. A consecuencia de cambios culturales múltiples, impredecibles, globales y cada vez más acelerados, los católicos viven a dos velocidades: la de la cultura (s) actual y la de una tradición traicionada por el tradicionalismo de líderes representantes de un fideísmo institucionalizado. Los laicos, e incluso muchos sacerdotes, anhelan un catolicismo de adultos, diría Kant. Si la jerarquía eclesiástica no comienza a aprender del esfuerzo de los fieles por integrar fe y razón, si no basa su enseñanza en esta experiencia espiritual, lo mejor que pueden hacer los católicos es no hacerle caso. El fideísmo es un error que hace daño. En adelante, los católicos podrán adelante todavía solos con su fe y su sentido común. Pero ellos, y también los sacerdotes, han de reconocer que su cristianismo, a causa del anquilosamiento del catolicismo romano, no tiene entusiasmo ni convicción ni ideas ni persecuciones ni mártires. Así las cosas, ¿qué hará la Iglesia católica occidental y chilena para escrutar, tan debilitada como está, uno de los mayores signos de los tiempos en la historia de la humanidad? Esta enfrenta la posibilidad de desaparecer. El panorama del desastre ecológico es sobrecogedor. Hoy nada hace más necesaria a la Iglesia que el reto de la sobrevivencia de un planeta que, para los cristianos, es creación de Dios. Pero, ¿podrá la Iglesia reponerse y aceptar este desafío? Me parece que son dos las condiciones que lo harían posible: Una, que termine de desplomarse esta figura de Iglesia monárquica impedida de procesar los cambios de la vida humana, regida por sacerdotes célibes incapaz de reformarse a sí misma, al menos a la velocidad que se requiere. Y, segunda, que nuevas generaciones de cristianos redescubran al Dios del Jesús que entendió que el poder es para servir, que enseñó que lo grande se encuentra en lo pequeño y que la fe auténtica cohabita con la razón. Entre tanto, siempre es posible lo fundamental: vivir el Evangelio en el presente. Los cristianos pueden en estos momentos imaginar un mundo distinto y construirlo con un amor inteligente. De momento la pirámide eclesiástica les ayudará poco o nada. Peri esto no puede ser una excusa. Siempre es posible vivir sub specie aeternitatis. Que tampoco el panorama del cataclismo socio-ambiental puede impedirles amar con lucidez y esperar contra el peor de los pronósticos. Hay una convención en cuya virtud “intelectual” es todo aquel que, con mayor o menor fortuna, vive (o trata de vivir) de su pensamiento creativo, especulativo o estudioso. En este aspecto intelectual serían, por antonomasia, el escritor, y en particular, el filósofo, el ensayista y el literato, “profesionales” que viven del “pensar”… Sin embargo, todo aquel que hace un esfuerzo mental para desentrañar, explicarse (y eventualmente explicar) y valorar —desalojado ya de la mente y del espíritu todo juicio adquirido, todo juicio dado, todo pre-juicio—, los procesos existenciales, la interdependencia entre ellos y simplemente los hechos y sucesos, tiene derecho a ser tenido por intelectual y ser llamado así.
Del mismo modo que artista es quien crea o recrea el fruto de su inspiración a través de su obra de arte, con independencia de que sea reconocidos o no su valía o su valor. Mitificar la figura del intelectual es un modo de disuadir a intentar serlo quienes no publicamos con el afán de notoriedad o con el propósito de ganarse uno la vida,.. La mayor o menor proyección pública de la persona de su autor y de la obra pueden modular la importancia, la notoriedad, la fama, coyunturales del artista y también del intelectual, pero no afectan ni alteran la índole, la ontología y la propensión creativas ni desvirtúan la condición de tales. De todo ello, el quehacer más penoso de la tarea intelectiva es evitar el “prejuicio” grabado a sangre y fuego en el inconsciente colectivo, por un lado, y de rechazo en el subconsciente personal, por el otro… En todo caso, pensar de manera “diferente” en busca de otra manera de ver, de examinar, de enfocar y de considerar la realidad allá donde hayamos dirigido la atención, es esencial. Pero aún hay más. El pensar diferente es peligroso si no se hace acompañar de un propósito constructivo. El propósito deberá pues ser siempre por lo menos neutral, y mejor asociado a una voluntad noble o bienhechora. Nunca nocivo para ningún ser viviente. La excentricidad intelectiva sería una iniciativa mental desprovista de significado en sí misma y dirigida solamente a producir efectismos que, sólo a condición de estar dotada de gran plasticidad o de un alto valor estético en la construcción de la expresión oral o escrita, permitiría ser considerada como quehacer intelectual. En suma, podrá ser o no interesante, profundo, ameno, inteligible en el concepto de quienes le prestan atención o hacen de él crítica; podrá ser tenida su obra por un bodrio o por una insensatez… pero aun así sigo reivindicando la cualidad de intelectual para todo aquél o aquélla que se esfuerza en examinar y pensar los asuntos de la vida, de manera diferente a la que acostumbra el filisteo. El feminismo está partiendo en dos a la sociedad más que la economía o que la autodeterminación. Desde luego yo creo que debemos seguir hablando y escribiendo sin tener en cuenta la locución y el grafismo absurdos que practica y promueve el feminismo. Por supuesto que yo me apartaré de él, teniendo como tengo un pensamiento mucho más a la izquierda de las izquierdas de oficialidad… El estilo y la cultura son la persona. Y desplazarlos por una moda puesta en marcha por un sector de la sociedad española, es una aberración cultural y lingüística y nada se gana con ello en materia de igualdad de derechos, de relevancia y de consideración social.
No sé exactamente qué pasa a cuenta de este absurdo asunto en Francia, en Italia o en Grecia, por ejemplo. Pero no me imagino que allí se modifique la morfología de la lengua para dar gusto a los movimientos feministas y a las mujeres que confunden sus derechos sociales y personales con la estúpida y complicada prosodia a la que nos obligan moralmente a expresarnos y escribir para estar al día. De modo que en adelante mi prosa será la acostumbrada. Como la de siempre, la misma que en los demás países de habla latina. Estamos ante una tonta moda derivada de la protesta política a que ya no estoy dispuesto a seguir y menos a secundar. Habida cuenta que sobre el papel los derechos de la mujer son los mismos que los del hombre y así lo reconocen y aplican todos los países de Occidente y la sociedad como tal no puede hacer más, lo que debe hacer toda mujer es evitar a aquellos individuos que según el fino instinto de que está naturalmente dotada, le hagan sospechar que está ante un malhechor. Lo demás son ganas de sospechas, de reproches y de enfrentamientos que cohiben a cualquier hombre de bien… n este mismo lugar y a otro propósito, he aludido al “vacío de esperanza”, que, como los agujeros negros en el universo, se está agrandando en la sociedad actual. No es difícil advertir este fenómeno ante la falta de respuestas eficaces que estamos dando a los desafíos que nos presenta la cultura actual. Frente a esto, el Evangelio está llamado a proyectar, también hoy, “espacios de esperanza”.
Fenómenos preocupantes. ¿Qué estado de ánimo nos está dejando el brexit interminable o desafíos como la derechización de la política —que asoma peligrosamente la oreja desde el tripartito de Andalucía— o la falta de entendimiento y desunión de la izquierda?; ¿cómo estamos viviendo la claustrofobia del procès catalán, la violencia de género o la consolidación de la precariedad laboral?; ¿hasta cuándo vamos a seguir soportando las venalidades y veleidades de la justicia o el peso de la corrupción política y empresarial?; ¿qué estómago nos está dejando la ausencia de un proyecto político para con las migraciones y el refugio?… Y así,… ¿para qué entrar en los escándalos propios de la jerarquía católica, a pesar del “respiro imperfecto” de los gestos de Francisco? Evangelio y esperanza Ante todo esto, sigo pensando que el Evangelio, presentado a pleno aire —sin hipotecas institucionales—, está llamado a proyectar “espacios de esperanza”. Por más cerrado que se presente el horizonte, nada podrá contener los sueños rupturistas del espíritu humano. Y el Evangelio, como utopía tópica, siempre estará al acecho para ofrecer una salida alternativa capaz de romper los herméticos sellos del futuro. Los problemas de siempre Cometeríamos un craso error enfocando los problemas de hoy como algo exclusivo de nuestros días. Bastaría abrir los ojos para constatar que su cuota de novedad no es tan grande como aparenta. Con diferentes máscaras y formas, han venido acompañando el proceso humano desde sus orígenes. Es verdad que la tecnología y el transporte lo han globalizado casi todo, no solo el mercado o la transferencia de capital, también hemos universalizado las visiones y creencias, nuestras prácticas y valores. Pero las grandes cuestiones de fondo, los grandes problemas ahí siguen incrustados como un reto permanente y provocador al inquieto espíritu humano. La diversidad y el multiculturalismo Inmersos en una red de interconexiones y unidos por la coexistencia y el intercambio, la imagen que hoy proyectamos del mundo es más semejante a un caleidoscopio multicolor y diverso que a la línea monocolor y uniforme que ha venido moldeando nuestro patrimonio cultural en un pasado no tan lejano. La diversidad y el multiculturalismo son ya lugares imprescindibles para afrontar los nuevos retos que tenemos planteados. No basta la estabilidad de la cultura premoderna ni la seguridad que, a pesar de sus insuficiencias y limitaciones (Habermas), ha podido prestarnos la modernidad con su razón empírica y la autonomía del individuo. Agotados los sueños e incumplidas las promesas, la esperanza en la cultura actual se encuentra más vulnerada ante la opacidad que nos presentan hoy los retos. Una cultura líquida y volátil Estamos viviendo una forma de cultura que los grandes especialistas califican de líquida (Bauman) y volátil. Frente a la estabilidad y permanencia que antes amparaban a las instituciones y los discursos, la cultura de hoy apuesta más bien por la provisionalidad y la temporalidad, la flexibilidad y la volatilidad. A la solidez del discurso de los modernos y a la seguridad en los principios y valores, dogmas y compromisos, le está siguiendo la fragmentación y fragilidad del relato, la precariedad y liquidez en las formas y la mutación permanente de lo estatuido. Todo queda sometido al movimiento y al cambio, como cambia la forma del agua (Bauman) cuando simplemente desequilibramos el vaso. Espacios de Evangelio Como tuvo que hacer Jesús mismo, es preciso superar, en primer lugar, la tentación de “acomodar” el Evangelio a la volatilidad de la cultura dominante, presentándolo como una terapia espiritualmente útil para el bien individual y aun social. Una especie de psicologismo, muy acorde con la sensibilidad moderna, pero sin compromiso sociopolítico. Esto encaja perfectamente en la lógica del mercado. Contrariamente, el Evangelio es Buena Noticia que tiene que ver con la justicia y la liberación debida a los pobres y a las personas esclavizadas. En este sentido, será siempre una Mala Noticia para los sistemas que empobrecen y esclavizan. Más que las palabras, serán los gestos los que ofrezcan lo que hay de inédito y perturbador, contracultural, alternativo y escandaloso en el Evangelio frente a la cultura de la acomodación. Detener el tren Luego, nos queda “detener el tren”, como recomienda encarecidamente Bauman en la siguiente cita: “Es necesario, sobre todo en una situación de crisis, desarrollar visiones de futuro, proyectos o simplemente ideas que aún no se hayan pensado. Esta solución puede parecer algo ingenua, pero no lo es. Lo que es ingenuo es la idea de que el tren que marcha hacia la destrucción progresiva de las condiciones de supervivencia de muchas personas modificaría su velocidad y dirección si en su interior la gente corre en dirección opuesta al sentido de la marcha. Albert Einstein dijo una vez que los problemas no pueden solucionarse con los patrones de pensamiento que los generaron. Hay que cambiar la dirección global y para esto es necesario primero detener el tren” (Bauman, ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, p. 82). Comienza indicando que la parábola va dirigida a los discípulos; pero al final dice: “estaban oyendo esto los fariseos que son amantes del dinero”. Esta frase nos indica la falta de precisión a la hora de determinar los destinatarios de esta parábola y la del rico Epulón, que leeremos el domingo que viene. Debemos tener en cuenta que a las primeras comunidades cristianas solo pertenecieron pobres. Solamente a principios del s. II se empezaron a incorporar personas importantes de la sociedad. Si los evangelios se hubieran escrito en esa época se hubiera matizado más.
Jesús hablaba para que le entendiera la gente sencilla. Hay explicaciones demasiado rebuscadas. Por ejemplo: Que el administrador, cambiando los recibos, no defrauda al amo, sino que renuncia a su propia comisión. No parece verosímil que el administrador se embolsara el 50% de los recibos de su señor. Otra explicación demasiado alambicada es que el administrador hizo lo que tenía que hacer, es decir, ceder sus bienes a los que no pueden pagar su deuda. Por eso es alabado el administrador. En este caso perderían sentido las últimas palabras del relato. Seguramente Lc ya modifica el relato original, añadiendo el adjetivo de “injusto”, tanto para el administrador, como para el dinero. Este añadido dificulta la interpretación de la parábola. En primer lugar porque no se entiende que se alabe al administrador injusto. En segundo lugar porque podemos devaluar el mensaje al pensar que se trata de desautorizar solo la riqueza conseguida injustamente. La riqueza injusta se descalifica por sí misma, no es el tema de la parábola. En el relato, se trata de la riqueza que, aunque sea “justa”, puede convertirse en dios. Debemos evitar toda demagogia. Pero no podemos ignorar el mensaje evangélico. En este tema, ni siquiera la teoría está muy clara. Hoy, menos que nunca, podemos responder con recetas a las exigencias del evangelio. Cada uno tiene que encontrar la manera de actuar con sagacidad para conseguir el mayor beneficio, no para su falso yo sino para su verdadero ser. Si somos sinceros, descubriremos que en nuestra vida, confiamos demasiado en las cosas externas, y demasiado poco en lo que realmente somos. Con frecuencia, servimos al dinero y nos servimos de Dios. “Los hijos de este mundo son más sagaces con su gente que los hijos de la luz”. Esta frase explica el sentido de la parábola. No nos invita a imitar la injusticia que el administrador está cometiendo, sino a utilizar la astucia y prontitud con que actúa. Él fue sagaz, porque supo aprovecharse materialmente de la situación. A nosotros se nos pide ser sabios para aprovecharnos en el orden espiritual. Hoy la diferencia no está entre los hijos del mundo y los hijos de la luz sino en la manera que todos los cristianos tenemos de tratar los asuntos mundanos y los asuntos religiosos. No podéis servir a Dios y al dinero. No está bien traducido. El texto griego dice mamwna. Mammón era un dios cananeo, el dios dinero. No se trata, pues, de la oposición entre Dios y un objeto material, sino de la incompatibilidad entre dos dioses. Servir al dinero significaría que toda mi existencia está orientada a los bienes materiales. Sería tener como objetivo buscar por encima de todo el placer sensorial y las seguridades que proporcionan las riquezas. Significaría que he puesto en el centro de mi vida el falso yo y buscar la potenciación y seguridades de ese yo. Podemos dar un paso más. A Dios no le servimos para nada. Si algo dejó claro Jesús fue que Dios no quiere siervos sino personas libres. No se trata de doblegarse con sumisión externa a lo que mande desde fuera un señor poderoso. Se trata de ser fiel al creador, respondiendo a las exigencias de mi ser. Servir a un dios externo, que puede premiarme o castigarme, es idolatría y, en el fondo, egoísmo. Hoy podemos decir que no debemos servir a ningún “dios”. Al verdadero Dios solo se le puede servir sirviendo al hombre. Aquí está la originalidad del mensaje cristiano. Es curioso que ni siquiera cuestionemos que lo que es legal puede no ser justo. El dinero es injusto, no solo por la manera de conseguirlo, sino por la manera de gastarlo. Las leyes que rigen la economía están hechas por los ricos para defender sus intereses. No pueden ser consideradas justas por parte de aquellos que están excluidos de los beneficios del progreso. Unas leyes económicas que potencian la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos, mientras grandes sectores de la población viven en la miseria, no podemos considerarla justa. Lo que nos dice el evangelio es una cosa obvia. Nuestra vida no puede tener dos fines últimos, solo podemos tener un “fin último”. Todos los demás objetivos tienen que ser penúltimos, es decir, orientados al último (haceros amigos con el dinero injusto). No se trata de rechazar esos fines intermedios, sino de orientarlos todos a la última meta. La meta debe ser “Dios”. Entre comillas por lo que decíamos más arriba. La meta es la plenitud, que para el hombre solo puede estar en lo trascendente, en lo divino que hay en él. “Ganaros amigos con el dinero injusto”. Es una invitación a poner todo lo que tenemos al servicio de lo que vale de veras. Utilizamos con sabiduría el dinero injusto cuando compartimos con el que pasa necesidad. Lo empleamos sagazmente, pero en contra nuestra, cuando acumulamos riquezas a costa de los demás. Nunca podremos actuar como dueños absolutos de lo que poseemos. Somos simples administradores. Hace poco tiempo oí a De Lapierre decir: Lo único que se conserva es lo que se da. Lo que no se da, se pierde. El tema de las riquezas, planteado desde la pura renuncia, no tiene solución. La programación lleva siempre a posturas artificiales que no puede cambiar mi actitud fundamental. Si de verdad quieres ser rico no te afanes en aumentar tus bienes sino en disminuir tus necesidades. Con demasiada frecuencia compramos el dinero demasiado caro. Esto quiere decir que no seguimos el consejo del evangelio que nos invita a ser sagaces. Descubre que lo que ya tienes es tu mayor riqueza. Meditación-contemplación No podéis servir al Dios de Jesús y al dios dinero Jesús no dice que no “debéis”, sino que no “podéis”... Lo que “tenemos” debemos subordinarlo a lo que “somos”. Si he descubierto el “tesoro” escondido en lo hondo de mi ser, el resto quedará iluminado por su brillo. Jesús cerró el periódico y miró al grupo:
‒ Voy a contaros una historia. Un partido político tenía un administrador que aprovechaba las donaciones para aumentar su cuenta personal en Suiza. Enterado de que sospechaban de su gestión, se dijo: “Me van a echar del partido, incluso es posible que me denuncien. En la oposición no me darán trabajo, los bancos tampoco. ¿Qué puedo hacer? Iré anotando en una libreta todos los datos que puedan inculpar a los jefes del partido, amenazaré con publicarlos en la prensa, y ante el miedo de que se conozcan me dejarán tranquilo. Luego me iré a una isla del Caribe a disfrutar el resto de mi vida. Se les quedó mirando y les preguntó. ‒ ¿Qué os parece ese administrador? ‒ Que es un… Pedro se cortó a tiempo, pero era claro lo que seguía. ‒ Depende del partido al que robase ‒ comentó irónico Bartolomé. ‒ Eso lo hacen casi todos ‒ opinó Tomás. ‒ ¿Alguien está a favor del administrador? Ninguno parecía de acuerdo y Jesús continuó. ‒ Voy a contaros ahora otra historia, pero esta vez de un terrateniente. Un hombre rico tenía un administrador, y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: "¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido." El administrador se puso a echar sus cálculos: "¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa." Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: "¿Cuánto debes a mi amo?" Éste respondió: "Cien barriles de aceite." Él le dijo: "Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta. Luego dijo a otro: "Y tú, ¿cuánto debes?" Él contestó: "Cien fanegas de trigo." Le dijo: "Aquí está tu recibo, escribe ochenta." Jesús hizo una pausa y les preguntó: ‒ ¿Sabéis cuál fue la reacción del terrateniente? ‒ Lo denunció para que lo metieran en la cárcel. Los ricos son unos… ‒ Te equivocas, Felipe. Alabó lo astuto que había sido. Felipe lo miró incrédulo. ‒ ¿Y a ti te parece bien? ‒ Me parece estupendamente. Es un ejemplo para todos. Pedro se rascó la cabeza y comentó escéptico. ‒ ¿Quieres que nos dediquemos a robar? ‒ Quiero que os dediquéis a utilizar el dinero con astucia. ¿Por qué hizo el administrador esas trampas? ¿Qué pretendía? ‒ Encontrar trabajo cuando lo echaran ‒ sugirió Sara. ‒ Algo parecido ‒ respondió Jesús‒. Cuando os conté la historia usé una expresión distinta: lo que quiere es que alguien me reciba en su casa. ¿Os dais cuenta de por dónde voy? ‒ No. Jesús suspiró hondo. No acababa de acostumbrarse a la poca inteligencia de sus discípulos. ‒ Vosotros sois como el administrador. Más pronto o más tarde, tendréis que dar cuenta de cómo habéis administrado el dinero. ‒ El dinero, no. Nuestro dinero ‒ se atrevió a corregir Leví. ‒ Vuestro dinero, no. El dinero de Dios. Todo lo que tenemos es de Dios, y nos lo confía para que lo administremos. Podemos derrocharlo alegremente, y nos pedirá cuentas por ello. Y podemos darlo a otros, como el administrador del terrateniente, y nos ganaremos amigos que nos paguen un viaje al Caribe. ‒ El Caribe es el cielo, ¿verdad? ‒ bromeó María. ‒ Efectivamente. Y para pagar ese viaje no se puede ahorrar. Al contrario, hay que gastarse el dinero entregándolo al que lo necesita. ‒ Yo prefiero pagarme el viaje por mi cuenta. ‒ Imposible. Son otros los que tienen que pagar por ti. ‒ Lo que yo no entiendo ‒cortó Felipe‒ es eso de que el dinero no es mío. La panadería le costó a mi padre muchos años de trabajo y sacrificio. ‒ La panadería de tu padre, la furgoneta de Judas, todo, son cosas pequeñas, sin valor. Lo verdaderamente valioso es disfrutar de una habitación en el hotel del Caribe. Pero si no administras bien los bienes que te encomiendan en esta vida, no se fiarán de ti, y no te permitirán entrar en el hotel. Pedro se acarició la barba. ‒ Muy complicado todo eso, maestro. ‒ ¿Es que no lo entiendes, o que no quieres entenderlo? La ironía de la parábola La segunda de las dos parábolas anteriores, que reproduce literalmente el texto del evangelio de Lucas, escandaliza a mucha gente porque Jesús termina alabando al administrador sinvergüenza. Pero las dificultades para entenderla parten de otros presupuestos en los que se basa Jesús, y que van en contra de nuestra forma de ver:
La idolatría del dinero El evangelio de este domingo termina con unas palabras muy famosas: Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Jesús no parte de la experiencia del pluriempleo, donde a una persona le puede ir bien en dos empresas distintas, sino de la experiencia del que sirve a dos amos con pretensiones y actitudes radicalmente opuestas. Es imposible encontrarse a gusto con los dos. Y eso es lo que ocurre entre Dios y el dinero. Estas palabras de Jesús se insertan en la línea de la lucha contra la idolatría y defensa del primer mandamiento ("no tendrás otros dioses frente a mí"). El AT es en gran parte una condena de los dioses paganos y de los ídolos, que aparecían como rivales del único Dios verdadero. Al principio, los israelitas pensaban que los únicos rivales de Dios eran los dioses de los pueblos vecinos (Baal, Astarté, Marduk, etc.). Pero los profetas les hicieron caer en la cuenta de que los rivales de Dios pueden darse en cualquier terreno, incluido el económico. Para Jesús, la riqueza puede convertirse en un dios al que damos culto y nos hace caer en la idolatría. Naturalmente, ninguno de nosotros acude a un banco o una caja de ahorros a rezarle al dios del dinero, ni hace novenas a los banqueros. Pero, en el fondo, podemos estar cayendo en la idolatría del dinero. Según el Antiguo y el Nuevo Testamentos, al dinero se le da culto de tres formas: 1) mediante la injusticia directa (robo, fraude, asesinato, para tener más). El dinero se convierte en el bien absoluto, por encima de Dios, del prójimo, y de uno mismo. Este tema lo encontramos en la primera lectura, tomada del profeta Amós. 2) mediante la injusticia indirecta, el egoísmo, que no hace daño directo al prójimo, pero hace que nos despreocupemos de sus necesidades. El ejemplo clásico es la parábola del rico y Lázaro, que leeremos el próximo domingo. 3) mediante el agobio por los bienes de este mundo, que nos hacen perder la fe en la Providencia. Unos casos de injusticia directa: Amós 8, 4-7 Amós, profeta judío del siglo VIII a.C. criticó duramente las injusticias sociales de su época. Aquí condena a los comerciantes que explotan a la gente más humilde. Les acusa de tres cosas: 1) Aborrecen las fiestas religiosas (el sábado, equivalente a nuestro domingo, y la luna nueva, cada 28 días) porque les impiden abrir sus tiendas y comerciar. Es un ejemplo claro de que “no se puede servir a Dios y al dinero”. 2) Recurren a trampas para enriquecerse: disminuyen la medida (el kilo de 800 gr), aumentan el precio (el paso de la peseta al euro fue un ejemplo que pasará a la historia) y falsean la balanza. 3) El comercio humano, reflejado en la compra de esclavos, que se pueden conseguir a un precio ridículo, “por un par de sandalias”. Hoy se dan casos de auténtica esclavitud (como los chinos traídos para trabajar a escondidas en fábricas de sus compatriotas) y casos de esclavitud encubierta (invernaderos de Almería; salarios de miseria aprovechando la coyuntura económica, etc.). |
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