Me parece, a la vez, profundamente revelador y esperanzador el hecho de sea, dentro mismo de la ciencia, donde se haya producido un cuestionamiento radical de los postulados materialistas y de las pretensiones cientificistas.
A pesar de que las implicaciones de sus resultados no se hayan plasmado todavía en el imaginario cultural colectivo, la física cuántica ha revolucionado los presupuestos sobre los que se asentaba la física clásica o newtoniana. En sus escasos cien años de vida, ha supuesto un cambio radical de paradigma, de consecuencias enriquecedoras. Efectivamente, a tenor de sus descubrimientos incontestables, las cosas no son lo que parecen: la mente –y el llamado “sentido común” – nos engaña con mucha facilidad. Curiosamente, la principal intuición procedente del nuevo paradigma científico no es tecnológica. La física cuántica viene a confirmar algo para lo que no se hallaba explicación racional: la estrecha relación entre nosotros y con todo el cosmos. Hasta finales de la última década, los científicos y las mentes científicas consideraron una ilusión la interconexión entre los seres humanos y de estos con la naturaleza. Sin embargo, los experimentos contrastados en el mundo de las partículas elementales han superado aquellas viejas concepciones atomistas, para afirmar que la realidad a la que denominamos universo es un todo integrado, sin fisuras. Y, curiosamente, esa es la experiencia espiritual genuina. A partir de ahí, parece que la actitud sabia consiste en abrirnos a esa nueva visión que está emergiendo, ya que –como decía Krishnamurti- “de esta crisis sólo podremos salir mediante una transformación radical de la mente”. El denominador común de esta nueva cultura emergente es el holismo: Como ha escrito Ervin Laszlo, “entre nosotros se extiende una nueva epidemia: cada vez son más las personas infectadas por el reconocimiento de su unidad”. Es así: crece por doquier la conciencia de la interrelación de todo, de la no-separación, de la no-dualidad radical. Y esa nueva conciencia, que va conformando una nueva cultura, afecta también a todas las dimensiones de nuestra experiencia: a la economía, a la ecología, a la política, a las relaciones, a la religión…
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La formación reglada del sacerdocio es relativamente reciente, pues la creación de seminarios diocesanos se institucionaliza a partir del Concilio de Trento (s. XVI). Si nos atenemos al Decreto sobre el ministerio y la vida sacerdotal (1965), el propósito del Seminario es la formación de pastores tomando como ejemplo a Jesús, como sacerdote y Buen Pastor. Sin embargo, Jesús no perteneció a ninguna clase social dedicada al servicio religioso y la práctica espiritual; tampoco pertenecía a la tribu de Leví, de donde provenía la casta sacerdotal, sino que era descendiente de la tribu de Judá. Lo que todos le reconocen es a Jesús como un rabino, y así le llamaban todos: Maestro. La persona y la actividad de Jesús de Nazaret no se sitúa, por tanto, en la línea de los antiguos sacerdotes, sino más bien en la de los profetas.
El seminarista de los países de Occidente actual tiene mucho mérito porque parece venirle todo a contra corriente: la propia apuesta radical de célibe, exclusiva para los varones (lo que reduce su número) y en un contexto socio-religioso que no ayuda ni estimula a perseverar en su apuesta vocacional. Pero, ¿qué es lo esencial de la figura del sacerdote, aquello por lo que solo un consagrado después de su paso por el seminario, está capacitado y autorizado para realizar? Por más que le doy vueltas, lo que ningún laico o laica -ni tampoco una religiosa- puede hacer es el sacrificio eucarístico y la absolución de los pecados. ¿Una vocación sacerdotal debería sustentarse en estos dos sacramentos? Hay que recordar que también el número de sacramentos han ido variando en número e importancia hasta llegar a los siete de ahora. Más bien creo, a la luz del propio evangelio, que las bienaventuranzas son el verdadero carisma del cristiano, laico o célibe, hombre o mujer, y no los sacramentos, signos especiales de la presencia de Dios, y a los que lejos de quitarles importancia, veo su esencia a la luz de las bienaventuranzas. Y en el caso del sacerdote como lo entendemos ahora, en su radicalidad de amor con todos. Ni siquiera el sacerdote suplanta Cristo en la eucaristía ni en el sacramento del perdón. Lo dice el Concilio: cuando el sacerdote realiza un sacramento, es Cristo quien lo hace. Y por mucho que los pastores administren algunos sacramentos en exclusiva, si no son capaces de contagiar lo que transmitió Jesús, falta lo esencial. Lo medular del consagrado es implantar el Reino de Dios y su justicia a tiempo completo, sanar los corazones, predicar con el ejemplo la Buena Noticia, ser profetas. En medio de la oscuridad de nuestro tiempo necesitamos creyentes que despierten el verdadero atractivo amoroso de Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos y cristianas que hagan una vocación de su experiencia personal y faciliten el encuentro con Dios en el hermano, sin suplantarlo ni eclipsarlo. Pablo lo entendió así desde el principio, pero hoy las mujeres no pueden ser ni siquiera diaconisas. “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2,9). Juan dice en el Ap. 1,6: “Y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre…” Desde el Nuevo Testamento, todos los cristianos son sacerdotes cuando realizan el evangelio de Cristo. Lo esencial de un seminarista de nuestro tiempo es incardinarse radicalmente en las necesidades de su comunidad como presencia madura que acerque a Jesús resucitado con su ejemplo en su estilo de vida. Si no es esta la principal radicalidad sacerdotal, la impartición de sacramentos se descentra de su verdadero fin. Y el buen fin significa huir de las exageraciones litúrgicas, de los grandes fastos religiosos que añoran el pasado de poder eclesiástico y del aferramiento al derecho canónico por encima de las bienaventuranzas. Y a partir de aquí, no se entiende la exclusión de las mujeres en la Misión radical de mostrar la Buena Noticia a no ser manteniendo de facto su inferioridad, cosa que nunca se le puede atribuir al Maestro. Karl Rahner, el teólogo católico más importante del siglo XX y asesor del Concilio Vaticano II junto con Hans Kung y Joseph Ratzinger, insatisfecho con el rumbo regresivo de la Iglesia católica cinco años después de la renovadora asamblea conciliar, escribió en 1972 un libro titulado Cambio estructural en la Iglesia en el que trazaba las líneas maestras por donde debiera discurrir dicho cambio, que no podía reducirse a un simple revoque de fachada, sino que debía afectar al interior de la Iglesia y a su estructura.
Rahner defendía la necesidad de una Iglesia con estas características: desclericalizada y centrada en el laicado, no moralizante pero sí testimonial, acogedora, de puertas abiertas y no excluyente, con una espiritualidad auténtica sin caer en el espiritualismo, construida desde abajo por medio de comunidades de base, democrática, es decir, con participación de los sacerdotes y seglares en las decisiones de la Iglesia de manera deliberativa y no solo consultiva, comprometida socialmente, con un papado cuya función nada tiene que ver con la de un jefe de un régimen totalitario. ¿Puede afirmarse que, durante los tres años de pontificado de Francisco, se ha producido dicho cambio estructural y hemos pasado de la larga invernada de la que hablaba Rahner a la primavera eclesial? En la agenda de Francisco se ha producido, ciertamente, un importante cambio de prioridades en relación con sus predecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI. Las de estos fueron, fundamentalmente tres. La primera, la ortodoxia, que supuso una sobreactuación de la Congregación para la Doctrina de la Fe y la consiguiente condena de decenas de teólogos y teólogas en todo el mundo. La segunda, la rigidez e intransigencia en cuestiones morales en torno al origen de la vida, la sexualidad y la concepción del matrimonio, que supuso un overbooking de prohibiciones, sanciones y exclusiones. La tercera, el estricto cumplimiento de la disciplina eclesiástica bajo la guía del Código de Derecho Canónico. La prioridades de Francisco van en otra dirección. De la ortodoxia a la ortopraxis. Su centro de atención son los graves problemas que sufren la humanidad y la naturaleza: el modelo económico neoliberal, que es injusto en su raíz, la pobreza, la corrupción, la marginación social, la cultura del descarte, la inmigración, las personas refugiadas, la inhumanidad de los sistemas penitenciarios, la violencia, la discriminación racial, el desempleo, el desprecio hacia las comunidades indígenas y la apropiación de sus territorios por las multinacionales la irracional explotación de la naturaleza, el cambio climático, la destrucción de los ecosistemas naturales, el desempleo de la juventud, la desprotección de las personas mayores, etc. Son estos los problemas de los que habla en sus viajes, alocuciones públicas, entrevistas y documentos, y que coinciden con la agenda de los movimientos populares, ecologistas, indígenas, campesinos. Con ellos mantiene una profunda sintonía tanto en los análisis y diagnósticos como en las propuestas de solución y se ha reunido en varias ocasiones para fijar una hoja de ruta común. Dos de los documentos: La alegría del Evangelio, de carácter social, y la Laudato Si, sobre el cuidado de la Casa Común demuestran dicha sintonía. De la moral sexual a la ética social. Francisco ha sustituido la obsesión de sus predecesores por la moral sexual por la ética social. Más que fijarse en los pecados sexuales lo hace en los pecados sociales, en el pecado estructural. Denuncia la economía de la exclusión, la globalización de la indiferencia, la anestesia de la cultura del bienestar, la nueva idolatría del dinero y el individualismo rampante, y defiende una Iglesia que no sea aduana, sino de los pobres, de puertas abiertas, y de salida hacia las periferias humanas, “accidentada, herida y manchada por salir a la calle antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad… y preocupada por ser el centro” (La alegría del Evangelio, n. 49). De la complacencia a la crítica eclesiástica. En su relación con el clero, los obispos y la Curia, de la que él forma parte, huye del lenguaje diplomático y no se muestra precisamente complaciente. Todo lo contrario. Su lenguaje es crítico, incluso radical a la hora de poner nombre a los escándalos, abusos y graves patologías de la jerarquía, y de responsabilizar de los mismos a los dirigentes eclesiásticos. Sirvan dos ejemplos: el discurso de felicitación de la Navidad de 2015 a la Curia romana donde desgranó, una por una, hasta quince enfermedades curiales, y el severo discurso dirigido a los obispos mexicanos en su visita a México en febrero pasado, que escuchaban, atónitos, las reprimendas de Francisco sabiendo que estaba tocando problemas de fondo de la Iglesia católica mexicana. Del Código de Derecho Canónico al Evangelio. La autoridad de Francisco no descansa en los poderes omnímodos que le reconoce la Ley Fundamental de la Iglesia y que le concede el Código de Derecho Canónico, aprobado durante el pontificado de Juan Pablo II bajo la guía del cardenal Ratzinger, sino en su permanente apelación “a la alegría del Evangelio” frente a los mensajes apocalípticos de no pocos predicadores, y a la misericordia y al perdón frente a la condena. Son ciertamente avances innegables. Sin embargo, no tienen su reflejo en la vida de diaria de la Iglesia católica por la obstrucción de una parte importante del clero y de los obispos y, por supuesto, de la Curia romana. El papa es más reconocido y seguido fuera que dentro de la Iglesia. Dentro no encuentra más que obstáculos y resistencias. A esto cabe añadir que la Iglesia no se ha democratizado ni a nivel universal ni nivel local, como pedía Rahner y seguimos reclamando teólogas y teólogos, cristianas y cristianos de base. Sigue siendo jerárquico-patriarcal en su organización e incluso en sus intentos de reforma. Un ejemplo de los intentos de reforma no democráticos es la Comisión de nueve cardenales, todos clérigos, jerarcas, coordinados por el cardenal Maradiaga, arzobispo de Honduras, que en 2009 apoyó el golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya, elegido democráticamente. ¿Cómo puede colaborar en la democratización de la Iglesia un dirigente de tan alto rango que sigue justificando su actitud golpista? En la comisión no hay ni un solo laico ni una sola laica, ni un teólogo ni una teóloga. Los laicos son relegados a personal subalterno. Las mujeres siguen siendo excluidas de los ámbitos de decisión, de los espacios de lo sagrado, de la elaboración de la doctrina teológica y de la moral, cuando no pocas de las orientaciones morales que se dictan en la Iglesia católica les afectan directamente. ¿Se producirá pronto un encuentro de Francisco con los movimientos feministas, como ya se sucedido en dos ocasiones con los movimientos populares? Sería la mejor demostración de que la Iglesia renuncia a su actitud excluyente de las mujeres y se convierte realmente en un movimiento igualitario de hombres y mujeres como lo fue en sus orígenes y en sintonía con las diferentes organizaciones feministas laicas y religiosas que luchan por la igualdad de género en la sociedad y en las religiones. El fenómeno de la globalización económica ha conseguido que todos los elementos racionales de la economía estén inter-relacionados entre sí debido a la consolidación de los oligopolios, la convergencia tecnológica y los acuerdos tácitos corporativos, por lo que la irrupción de la crisis económica en la aldea global ha provocado la aparición de nuevos retos para gobiernos e instituciones sumidas en el desconcierto y en la incredulidad, retornando lenta pero inexorablemente a escenarios económicos desconocidos desde la II Guerra Mundial.
Así, la sustitución de la doctrina económica de Equilibrio presupuestario de los Estados por la del déficit endémico, (práctica que por mimetismo, adoptarán las economías domésticas y las empresas y organismos públicos y privados), ha contribuido a la desaparición de la cultura del ahorro, endeudamiento crónico y excesiva dependencia de la Financiación Exterior. Asimismo, la política suicida en la concesión de créditos e hipotecas de alto riesgo de las principales entidades bancarias mundiales que inmersos en la vorágine expansiva de la economía mundial del último decenio y en aras de optimizar su cuenta de resultados, habrían actuado obviando las más elementales normas de prudencia crediticia, convirtiéndose en meros brokers especulativos y descuidando las dotaciones a los Fondos de Provisión e Insolvencia. Ello, unido a la falta de supervisión por parte de las autoridades monetarias de los índices de solvencia de las entidades bancarias, originó la crisis de las subprime de EE.UU., seguida de un goteo incesante de insolvencias bancarias, una severa contracción de los préstamos bancarios y una alarmante falta de liquidez monetaria y de confianza en las instituciones financieras. A ello se sumaría la instauración del consumismo compulsivo en los países desarrollados, favorecido por el bombardeo incesante de la publicidad, el uso irracional de las tarjetas de plástico, la concesión de créditos instantáneos con sangrantes intereses y la invasión de una marea de productos manufacturados de calidad dudosa y precios sin competencia, provenientes de los países emergentes, pues la obsesión paranoica de las multinacionales apátridas o corporaciones transnacionales, por maximizar los beneficios, (debido al apetito insaciable de sus accionistas, al exigir incrementos constantes en los dividendos), les habría inducido a endeudarse peligrosamente en aras del gigantismo, mediante OPAS hostiles e intensificando la política de deslocalización de empresas a países emergentes, en aras de reducir los costes de producción, (dado el enorme diferencial en salarios y la ausencia de derechos laborales de los trabajadores). Sin embargo, la entrada en escenarios de recesión de países como Noruega, Canadá, Brasil, Rusia y Finlandia debido al desplome de las commodities y ciertos indicadores macroeconómicos recientes de países como China o EEUU han alertado del riesgo de que el estancamiento económico se adueñe de la economía mundial en el 2016 lo que aunado con la reciente subida de tipos de interés del dólar, hará que los inversionistas se distancien de los activos de renta variable y que los bajistas se alcen con el timón de la nave bursátil mundial, derivando en una psicosis vendedora que terminará por desencadenar el estallido de la actual burbuja bursátil. Dicha burbuja sería hija de la euforia de Wall Street (y por extrapolación del resto de bolsas mundiales) tras las políticas monetarias de los grandes bancos centrales mundiales que han inundado los mercados con centenares de miles de millones de dólares y euros con la esperanza de relanzar la economía, más aún cuando las colocaciones sin riesgo ( deuda de EEUU o de Alemania), no retribuyen nada a los inversionistas lo que aunado con un posible repunte del precio del crudo debido a factores geopolíticos desestabilizadores (Ucrania, Libia, Siria e Irak), podría producir un nuevo crash bursátil pues el nivel suelo de las Bolsas mundiales, (nivel en el que confluyen beneficios y multiplicadores mínimos), se movería en la horquilla de los 12.000-13.000 en Mercados Bursátiles como el Dow Jones, a años luz de los estratosféricos techos actuales, rememorando valores de octubre del 2008. Dicho estallido provocará la consiguiente inanición financiera de las empresas y subsiguiente devaluación de sus monedas para incrementar sus exportaciones y tendrá como efectos benéficos el obligar a las compañías a redefinir estrategias, ajustar estructuras, restaurar sus finanzas y restablecer su crédito ante el mercado (como ocurrió en la crisis bursátil del 2000-2002) y como daños colaterales la ruina de millones de pequeños inversores todavía deslumbrados por las luces de la estratosfera, la inanición financiera de las empresas y el consecuente efecto dominó en la declaración de quiebras e incrementos de la tasa de paro hasta niveles desconocidos desde la época de la II Guerra mundial aunado con incrementos espectaculares del déficit Público y de la Deuda Externa. El retorno al endemismo recurrente de la Guerra Fría entre EEUU-Rusia tras la crisis de Ucrania y la mutua imposición de sanciones entre UE-Japón-EEUU por un lado y Rusia por el otro, marcarían el inicio del ocaso de la economía global y del libre comercio, máxime al haberse demostrado inoperante la Ronda Doha (organismo que tenía como objetivo principal de liberalizar el comercio mundial por medio de una gran negociación entre los 153 países miembros de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y haber fracasado en todos sus intentos desde su creación en el 2011. Así, no sería descartable la implementación por las economías del Primer Mundo de medidas proteccionistas frente a los países emergentes (Fomento del Consumo de Productos nacionales) en forma de ayudas para evitar la deslocalización de empresas, subvenciones a la industria agroalimentaria para la Instauración de la etiqueta BIO a todos sus productos manufacturados, Elevación de los Parámetros de calidad exigidos a los productos manufacturados del exterior y la imposición de medidas fitosanitarias adicionales a los productos de países emergentes, lo que obligará a China, México, Brasil e India a realizar costosísimas inversiones para reducir sus niveles de contaminación y mejorar los parámetros de calidad, dibujándose un escenario a cinco años en el que se pasaría de las guerras comerciales al proteccionismo económico, con la subsiguiente contracción del comercio mundial, posterior finiquito a la globalización económica y ulterior regreso a los compartimentos estancos en la economía mundial. Finalmente, el cambio de patrones de consumo de los países emergentes aunado con inusuales sequías e inundaciones y la aplicación de restricciones a la exportación de los principales productores mundiales para asegurar su autoabastecimiento, conseguirá desabastecer los mercados mundiales de productos agrícolas básicos para la alimentación (trigo, maíz, mijo, sorgo y arroz), elevar sus precios hasta niveles estratosféricos y provocar una nueva crisis alimentaria mundial que irá “in crescendo” hasta alcanzar su cenit en el horizonte del 2.020 y afectará especialmente a las Antillas, América Central, México, Colombia, Venezuela, Egipto, Corea de Norte, India, China, Bangladesh y Sudeste Asiático, ensañándose con especial virulencia con el África Subsahariana y pudiendo pasar la población atrapada en la hambruna de los 1.000 millones actuales a los 2.000 millones estimados por los analistas. En este día de Pascua, debemos recordar aquellas palabras de Pablo: “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. Aunque hay que hacer una pequeña aclaración. La formulación condicional (si) nos puede despistar y entender que Jesús podía resucitar o no resucitar, lo cual no tiene sentido porque Jesús había alcanzado la VIDA antes de morir. Esa Vida era la misma Vida de Dios y por lo tanto definitiva y eterna. Por lo tanto la posibilidad de que no resucitara es absurda.
Lo primero que debemos tener en cuenta es que estamos celebrando hechos teológicos, no históricos ni científicos. Todavía la muerte de Jesús fue un acontecimiento histórico, pero la resurrección no es constatable científicamente porque se realiza en otro plano fuera de la historia. Esto no quiere decir que no ha resucitado, quiere decir que para llegar a la resurrección, no podemos ir por el camino de los sentidos y los razonamientos. Hay que ir por otro camino. Nadie pudo ver, ni demostrar con ninguna clase de argumentos la resurrección de Jesús. No es un acontecimiento que se pueda constatar por los sentidos ni comprender por la razón. Esta es una de las claves para salir del callejón sin salida en que nos encontramos por haber interpretado los textos de una manera literal. Cuando hablamos en un contexto religioso, de muerte y vida, estas palabras tienen un sentido analógico. No estamos hablando de la muerte ni de la vida biológica. La muerte y la vida física no son objetos de teología, sino de ciencia. La teología habla de otra realidadque no puede ser metida en conceptos. En ningún caso debemos entender la resurrección como la reanimación de un cadáver. Esta interpretación ha sido posible gracias a la antropología griega (alma – cuerpo), que no tiene nada que ver con lo que entendían los judíos por “ser humano”. Por otra parte, la reanimación de un cadáver, da por supuesto que los despojos del fallecido mantienen una relación especial con el ser que estuvo vivo. La realidad es que la muerte devuelve el cuerpo al universo de la materia de una manera irreversible. La posibilidad de reanimación de un cadáver, es la misma que existe de hacer un ser vivo, partiendo de los elementos de un estercolero, lo cual no tiene ningún sentido. ¿Qué pasó en Jesús después de su muerte? Nada. Absolutamente nada. La trayectoria histórica de Jesús termina en el instante de su muerte. En ese momento pasa a otro plano en el que el tiempo no transcurre. En ese plano no puede “suceder” nada. En los apóstoles sí sucedió algo muy importante. Ellos no habían comprendido nada de lo que era Jesús, porque estaban en su falso yo, pegados a lo terreno y esperando una salvación que potenciara su ser contingente. Solo después de la muerte del Maestro, llegaron a la experiencia pascual. Descubrieron, no por razonamientos, sino por vivencia, que Jesús seguía vivo y que les comunicaba Vida. Eso es lo que intentaron transmitir a los demás, utilizando el lenguaje humano al uso, que es siempre insuficiente para expresar lo trascendente. Todos estaríamos encantados de que se nos comunicara esa Vida, la misma Vida de Dios. El problema consiste en que no puede haber Vida, si antes no hay muerte. Es esa exigencia de muerte lo que no estamos dispuestos a aceptar. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto”. Esa exigencia de ir más allá de la vida biológica, es la que nos hace quedarnos a años luz del mensaje de esta fiesta de Pascua. Celebrar la Pascua es descubrir la Vida en nosotros y estar dispuestos a dar más valor a la Vida que a la vida. Pero no debo quedarme en la resurrección de Jesús. Debo descubrir que yo estoy llamado a esa misma Vida. A la Samaritana le dice Jesús: El que beba de esta agua nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá en un surtidor que salta hasta la Vida eterna. A Nicodemo le dice: Hay que nacer de nuevo; lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es Espíritu. El Padre vive y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me coma, (el que me asimile), vivirá por mí. Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Creemos esto? Entonces, ¿qué nos importa lo demás? Poner a disposición de los demás todo lo que somos y tenemos es la consecuencia de este descubrimiento Jesús, antes de morir, había conseguido, como hombre, la plenitud de Vida en Dios, porque había muerto a todo lo terreno, a su egoísmo, y se había entregado por entero a los demás, después de haber descubierto que esa era la meta de todo ser humano, que ese era el camino para hacer presente lo divino. Eso era posible, porque había experimentado a Dios como Don absoluto y total. Una vez que se llega a la meta, es inútil seguir preocupándose del vehículo que hemos utilizado para avanzarla. Todo el esfuerzo de la predicación de Jesús consistió en hacer ver a sus seguidores la posibilidad de esa Vida. Solo seremos sus seguidores, si descubrimos esa Vida de Dios en nosotros como él la descubrió y tratamos de manifestarla a través de nuestras relaciones con lo demás. Soy seguidor de Jesús en la medida que soy otro Cristo (ungido) como él. Meditación-contemplación Yo soy la resurrección y la vida. No hay Vida sin resurrección y tampoco resurrección sin Vida. En la medida que haga mía la Vida, Estoy garantizando la resurrección. .................. No te preocupes de lo que va a ser de ti en el más allá. Además de ser inútil, te llevará a una total desazón. Lo importante es nacer de nuevo y vivir ya ahora, esa nueva VIDA. Todo lo demás ni está en tus manos ni debe importarte. ................... Deja que la VIDA que ya está en ti, se haga realidad. Deja que todo tu ser quede empapado de ella. Deja que Dios Espíritu (fuerza) sea el núcleo de tu ser. Entonces podrás decir como Jesús: Yo y el Padre somos “ya” uno. Aunque son relativamente pocos los cristianos que acuden a celebrar la Vigilia Pascual, debemos tomar conciencia de que se trata de la liturgia más importante de todo el año. Celebramos la VIDA, que en la experiencia pascual descubrieron los discípulos en su maestro Jesús. Los símbolos centrales de la celebración son el fuego y el agua, porque son los dos elementos imprescindibles para que pueda surgir la vida biológica. La vida biológica es el mejor símbolo que nos puede ayudar a entender lo que es la Vida trascendente. Las realidades trascendentes no pueden percibirse por los sentidos, por eso tenemos que hacerlas presentes por medio de signos que provoquen en nuestro interior la presencia de la Vida. Esa Vida ya está en nosotros. Debemos descubrirla y vivirla.
El recordar nuestro bautismo, apunta en la misma dirección. Jesús dijo a Nicodemo que había que nacer de nuevo del agua y del Espíritu. Este mensaje es pieza clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. En el prólogo del evangelio de Jn dice: “En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”. Estamos recordando esa Vida y esa luz en la humanidad de Jesús. Al desplegar durante su vida terrena, la misma Vida de Dios que le atravesaba, nos abrió el camino de la plenitud a la que todos podemos acceder. En todos y cada uno de nosotros está ya esa Vida. Lo que estamos celebrando esta noche, es la llegada de Jesús a esa meta. Jesús, como hombre, alcanzó la plenitud de Vida. Posee la Vida definitiva que es la Vida de Dios. Esa vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero debemos evitar el aplicarla inconscientemente a la vida biológica y psicológica, porque es lo que nosotros podemos sentir, es decir descubrir por los sentidos. Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo, ni muerto, ni resucitado, puede nadie descubrir lo que hay en él de Dios. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, solo puede ser objeto de fe. Lo mismo nosotros, solo a través de la vivencia personal podemos comprender la resurrección. Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la vida. Por eso tiene en esta vigilia tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. Jesús murió a lo terreno y caduco, al egoísmo, y nació a la verdadera Vida, la divina. Creemos que hemos sido bautizados un día a una hora determinada y que allí se realizó un milagro que permanece por sí mismo. Para descubrir el error, hay que tomar conciencia de lo que es un sacramento. Los sacramentos están constituidos por dos realidades: un signo y una realidad significada. El signo es lo que podemos ver, oír, tocar. La realidad significada ni se ve ni se oye ni se palpa, pero está ahí siempre porque depende de Dios, que está fuera del tiempo. En el bautismo, la realidad significada es esa Vida divina que “significamos” para hacerla presente y vivirla. El signo no añade nada, solo nos ayuda a descubrir lo que hay. Las tres partes en que se divide la liturgia del Viernes Santo, expresan perfectamente el sentido de la celebración. La liturgia de la palabra nos pone en contacto con los hechos que estamos conmemorando y su anuncio profético en el AT. La adoración de la cruz nos lleva al reconocimiento de un hecho insólito que tenemos que tratar de asimilar y desentrañar. La comunión nos recuerda que la principal ceremonia litúrgica de nuestra religión, es la celebración de una muerte; no porque ensalcemos el sufrimiento y el dolor, sino porque descubrimos la Vida, incluso en lo que percibimos como sufrimiento y muerte.
Se han dicho tantas cosas (y algunas tan disparatadas) sobre la muerte de Jesús, que no es nada fácil hacer una reflexión sencilla y coherente sobre su significado. Se ha insistido, y se sigue insistiendo tanto en lo externo, en lo sentimental, que es imposible olvidarnos de todo eso e ir al meollo de la cuestión. No debemos seguir insistiendo en el sufrimiento. No son los azotes, ni la corona de espinas, ni los clavos, lo que nos salva. Muchísimos seres humanos han sufrido y siguen sufriendo hoy más que Jesús. Lo que nos marca el camino de la plenitud humana (salvación) es la actitud interna de Jesús, que se manifestó durante toda su vida en el trato con los demás. Ese amor manifestado en el servicio a todos, es lo que demuestra su verdadera humanidad y, a la vez, su plena divinidad. Si Jesús hubiera muerto de viejo y en paz, no hubiera cambiado nada de su mensaje ni las exigencias que se derivan de él. ¿Qué añade su muerte a la buena noticia del evangelio? Aporta una increíble dosis de autenticidad. Sin esa muerte y sin las circunstancias que la envolvieron, hubiera sido mucho más difícil para los discípulos, dar el salto a la experiencia pascual. La muerte de Jesús es sobre todo un argumento definitivo a favor del AMOR. En la muerte, Jesús dejó absolutamente claro, que el amor era más importante que la misma vida. Si la vida natural es lo más importante para cualquier persona, podemos vislumbrar la importancia que tenía el amor para Jesús. Aquí podemos encontrar el verdadero sentido que quiso dar Jesús a su muerte. La muerte de Jesús en la cruz, analizada en profundidad, nos dice todo sobre su persona. Pero también lo dice todo sobre nosotros mismos si nuestro modelo de ser humano es el mismo que tuvo él. Además nos lo dice todo sobre el Dios de Jesús, y sobre el nuestro si es que es el mismo. Descubrir al verdadero Dios y la manera en la que podemos relacionarnos con Él, es la tarea más importante que puede desplegar un ser humano. Jesús, no solo lo descubrió él, sino que nos quiso comunicar ese descubrimiento y nos marcó el camino para vivir esa realidad del Dios descubierta por él. Nuestra tarea es descubrirlo también en lo hondo de nuestro ser. La buena noticia de Jesús fue que Dios es amor. Pero ese amor se manifiesta de una manera insospechada y desconcertante. El Dios manifestado en Jesús es tan distinto de todo lo que nosotros podemos llegar a comprender, que, aún hoy, seguimos sin asimilarlo. Como no aceptamos un Dios que se da infinitamente y sin condiciones, no acabamos de entrar en la dinámica de relación con Él que nos enseñó Jesús. El tipo de relaciones de toma y daca, que seguimos desplegando nosotros con relación a Dios, no puede servir para aplicarlas al Dios de Jesús. El Dios de Jesús se deshace por todos y nos obliga a deshacernos. Un Dios que siempre está callado y escondido, incluso para una persona tan fiel como Jesús, ¿qué puede aportar a mi vida? Es realmente difícil confiar en alguien que no va a manifestar nunca externamente lo que es. Es muy complicado tener que descubrirle en lo hondo de mi ser, pero sin añadir nada a mi ser, sino constituyéndose en la base y fundamento de mi ser, o mejor que es parte de mi ser en lo que tiene de fundamental. Todo lo que soy y todo lo que puedo llegar a ser ya está en mí, no como cabría esperar por mi ego sino como fundamento del ser. Nos descoloca un Dios que no va a manifestar con señales externas su preocupación por el hombre; sin darnos cuenta de que al aplicar a Dios relaciones externas, le estamos haciendo a nuestra propia imagen. Naturalmente, al hacerlo, nos estamos fabricando nuestro propio ídolo. Nuestra imagen de Dios, siempre tendrá algo de ídolo, pero nuestra obligación es ir purificándola cada vez más. Dios no es nada fuera de mí, con quien yo pueda alternar y relacionarme como si fuera otro YO, aunque muy superior a mí. Dios está inextricablemente identificado conmigo y no hay manera de separarnos en dos. Mi verdadero ser es esa identificación absoluta y total. Un Dios que nos exige deshacernos, disolvernos, aniquilarnos en beneficio de los demás, no para tener en el más allá un “ego” más potente (¿los santos?) si no para quedar incorporados a su SER, que es ya ahora nuestro verdadero ser, no puede ser atrayente para nuestra conciencia de individuos y de personas. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece sólo, pero si muere da mucho fruto”, es decir produce más vida. Este es el nudo gordiano que nos es imposible desenredar. Este es el rubicón que no nos atrevemos a pasar. También nos dice todo sobre el hombre. La muerte de Jesús deja claro que objetivo de su vida fue manifestar a Dios. Si Él es Padre, nuestra obligación es la de ser hijos. Ser hijo es salir al padre, imitar al padre de tal modo que viendo al hijo se reconozca como es el padre. Esto es lo que hizo Jesús, y esta es la tarea que nos dejó, si de verdad somos sus seguidores. Pero el Padre es amor, don total, entrega incondicional a todos y en todas las circunstancias. No solo no hemos entrado en esa dinámica, la única que nos puede asemejar a Jesús, sino que vamos en la dirección contraria. Nuestra pretensión “religiosa” es meter a Dios en la estrategia de nuestros egoísmos; no solo en esta vida terrena, sino garantizándonos un ego para siempre. A ver si tenemos claro esto. No se trata de un mal trago que tuvo que pasar Jesús para alcanzar la gloria. Se trata de descubrir que la suprema gloria de un ser humano es hacer presente a Dios con el don total de sí mismo, sea viviendo, sea muriendo para los demás. Dios está siempre y solo donde hay amor. Si el amor se da en el gozo, allí está Dios. Si el amor se da en el sufrimiento, allí está también presente Dios. Se puede salvar el hombre sin cruz, pero nunca se puede salvar sin amor. Lo que aporta la cruz, es la certeza de que el amor es posible, aún en las peores circunstancias que podamos imaginar. No hay excusas. El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida, es la clave para comprender que la muerte no fue un accidente, sino un hecho fundamental en su vida. El hecho de que le mataran, podía no tener mayor importancia; pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones, que la vida, nos da la verdadera profundidad de su opción vital. Jesús fue mártir (testigo) en el sentido estricto de la palabra. Ninguna circunstancia de su vida, ni siquiera la muerte le apartó del Padre. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante puede decir: "Yo y el Padre somos uno". En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios. Dios está allí donde hay verdadero amor, aunque sea con sufrimiento y muerte. Si seguimos pensando en un dios de “gloria” ausente del sufrimiento humano, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. Dios no puede abandonar al hombre, y menos al que sufre. El que esté callado (en todos los sentidos) nos desconcierta, pero no quiere decir que nos haya abandonado. Al adorar la cruz esta tarde debemos ver en ella el signo de todo lo que Jesús quiso trasmitirnos. Ningún otro signo abarca tanto, ni llega tan a lo hondo como el crucifijo. Pero no podemos tratarlo a la ligera. Poner la cruz en todas partes, incluso como adorno, no garantiza una vida cristiana. Tener como signo religioso la cruz, y vivir en el más refinado de los hedonismos, indica una falta de coherencia que nos tenía que hacer temblar. Para poder aceptar el dolor no buscado, tenemos que aprender a aceptarlo voluntariamente; el sacrificio buscado como entrenamiento. Meditación-contemplación La muerte de Jesús es signo de amor (Vida). Porque la misma Vida de Dios estaba en él, no le importó morir para manifestar ese amor. Para él, la Vida, era más importante que la vida. ................. La clave de una vida cristiana (humana) Está en vivir a tope la verdadera Vida. Conservando en su justo aprecio la vida, con minúscula. Entonces descubriré que la vida biológica no es el valor supremo. ................... Si la VIDAes lo primero, Todo lo que somos y más aún todo lo que tenemos, tiene que estar subordinado a ella. Desaparece el sentido del sacrificio. Lo que antes era renuncia, ahora se convierte en el mejor negocio. Considero la liturgia del Jueves Santo la más significativa de todo el año. Para mí, es la que mejor expresa lo que fue Jesús y su mensaje. Mañana recordaremos la muerte de Jesús, pero hoy se plantea el significado de esa muerte, que es mucho más importante para nosotros que la misma muerte. Ese significado lo encontramos en el relato que los evangelios hacen de la última cena. La protesta de Pedro, en el relato de Jn, deja claro que, en aquel momento, no entendieron nada. No podemos reprochárselo, porque tampoco nosotros somos capaces de hacerlo.
Aun no sabemos el sentido exacto que quiso dar Jesús a aquellos gestos y palabras. El mismo Jesús le dice a Pedro que no lo puede entender “por ahora”. Sabemos que no fue un rito de purificación (antes de comer estaba mandado lavarse las manos, no los pies). No responde a una necesidad urgente (Los discípulos podían seguir con los pies más o menos sucios). Tampoco podemos reducirlo a un acto formal de humildad. Jesús pasaba de todo formalismo. Fue, sin duda una acción profética. La Biblia está plagada de esta manera de trasmitir una verdad profunda, sobre todo en los profetas. Esta es la razón por la que, el recuerdo de lo que Jesús, se convirtió muy pronto en el sacramento de nuestra fe. Y no sin razón, porque en esos gestos y palabras está encerrado todo lo que fue Jesús durante su vida y lo que tenemos que llegar a ser nosotros. El relato que acabamos de leer, muestra la importancia que para aquella comunidad tenían los acontecimientos recordados. Lo pone de manifiesto, la grandiosa obertura con que arranca el texto: “Consciente Jesús de que había llegado su “hora”, la de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que estaban en medio del mundo, les demostró su amor en el más alto grado”. Pero no es menos sorprendente el final del relato: “¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el “Maestro” y el “Señor”; y decís bien, porque lo soy. Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, sabed que también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”.Aquí está la clave de la celebración de hoy. No importa que las haya pronunciado el mismo Jesús, es el sentir de la comunidad de Juan y eso es para nosotros lo importante. Recordamos lo sucedido en la Última Cena, sobre todo la institución de la eucaristía y el lavatorio de los pies. Nuestra reflexión va a comenzar por el lavatorio de los pies. No porque sea más importante que la eucaristía, sino porque espero que esta reflexión nos ayude a comprenderla mejor. En ese gesto, Cristo está tan presente como en la celebración de la eucaristía. Si entendemos esta equiparación, estaremos en condiciones de ahondar en el significado de los dos hechos. Lavar los pies era un servicio que normalmente solo hacían los esclavos. Jesús quiere manifestar que él está entre ellos como el que sirve. Esto es lo que había hecho Jesús durante toda su vida, pero ahora quiere hacer un signo, que no deje lugar a la duda. Es importante el hecho en sí, pero mucho más, lo que quiere significar. Jn, el más espiritual y místico de los evangelistas, el que más profundizó en el mensaje de Jesús, ni siquiera menciona la institución de la eucaristía. Esto debía hacernos pensar en la importancia del signo de lavar los pies. Sospecho que Juan quiso recuperar par la última cena el carácter de recuerdo de Jesús como don, como entrega. "Yo estoy entre vosotros como el que sirve." Jesús no renuncia a ninguna grandeza humana, pero denuncia la falsedad de la grandeza humana que se apoya en el poder. La verdadera grandeza humana está en parecerse a Dios que se da sin condiciones ni reservas. Todo ser humano, también Jesús, es un proyecto que tiene que ser llevado a la realización completa. Esa plenitud a la que puede llegar, está marcada por su capacidad de darse a los demás. Poco después del texto que hemos leído, dice Jesús: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado”. Esta es la explicación definitiva que da Jesús a lo que acaba de hacer. Cuando seguimos insistiendo en los diez mandamientos de Moisés o los de la Iglesia, nos quedamos a años luz del mensaje de Jesús. Para el que quiere seguir a Jesús, todo queda reducido a esto: ¡Amaros! No dijo que debíamos amar a Dios, ni siquiera que debíamos amarle a él. Tenemos que amarnos, eso sí, como Jesús amó. Una eucaristía celebrada como devoción, que comienza y termina en el templo, no es la eucaristía que celebró Jesús. Celebrar la eucaristía es aceptar el compromiso de darse totalmente. La eucaristía no es más que el signo de la entrega. Si no se da esa entrega, lo que hacemos se queda en un puro garabato. En este relato del lavatorio de los pies, no se dice nada que no se diga en el relato de la eucaristía, pero evita el peligro de quedarnos en la espiritualización del misterio. Tenemos que hacer un esfuerzo por descubrir el verdadero significado de la eucaristía a la luz del lavatorio de los pies. Jesús toma un pan y mientras lo parte y lo reparte les dice: esto soy yo. Meteos bien en la cabeza, que yo estoy aquí para partirme y repartirme, para dejarme comer, para dejarme masticar, para dejarme asimilar, para desaparecer dándome a los demás. Yo soy sangre, (vida) que se derrama para todos, que llega a todos, que da vida a todos, que saca de la tristeza y de la muerte a todo el que se deja empapar por esa Vida. Las palabras finales son muy importantes. Jesús no dice que repitamos el gesto no para “conmemorar” el hecho, sino para que tomemos conciencia de su significado y vivamos lo que él vivió. Lo que Jesús quiso decirnos en estos gestos es que él era un ser para los demás, que el objetivo de su existencia era darse; que había venido no para que le sirvieran, sino par servir a todos. Manifestando de esta manera que su meta, su fin, su plenitud humana solo la alcanzaría cuando se diera totalmente, cuando llegara al sacrificio total con la muerte asumida y aceptada. De ahí la profunda relación que tienen los acontecimientos del Jueves Santo con los del Viernes. Jesús des-trozado en la cruz, puede ser asimilado e integrado en nuestro propio ser. Solo cuando muramos a todos nuestros egos, llegaremos a la plenitud del amor. Aunque Jn no menciona la eucaristía en la última cena, no se ha desentendido de un sacramento que tuvo tanta importancia para la primera comunidad. En el c. 6 del evangelio de Jn, encontramos la verdadera explicación de lo que es la eucaristía. “Yo soy el pan de vida”. Para explicar esto, dice a continuación: “Quien viene a mí, nunca pasará hambre; el que me presta su adhesión, nunca pasará sed”. Está muy claro que comer materialmente el pan y beber literalmente la sangre, no es más que un signo (sacramento) de la adhesión a Jesús, que es lo verdaderamente importante. Se trata de identificarse con su manera de ser hombre, resumida en el servicio a los demás hasta deshacerse por ellos. En el mismo c. 6, dice un poco más adelante: “El Padre que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me “come” Vivirá por mí”. Para mí, no hay en todo el NT una explicación más profunda de lo que significa este sacramento. Jesús tiene la misma Vida de Dios, y todo el que viva como él vivió tendrá también la misma Vida, la definitiva, la trascendente, la que no se verá alterada por la muerte biológica. Para hacer nuestra esa Vida, tenemos que aceptar la “muerte”, no la física (aunque también), sino la muerte a todo lo que hay en nosotros de caduco, de terreno, de transitorio, de individualismo, de egoísmo. Sin esa muerte, nunca podrá haber verdadera Vida. No se trata renunciar a nada, sino de conseguirlo todo, al elegir la más alta posibilidad de plenitud humana. Moviendo al lavatorio de los pies. Esta actitud de Jesús a los pies de sus discípulos, pulveriza la idea de Dios “Señor Soberano Todopoderoso” al que hay que servir. Jesús hace presente a un Dios que no actúa como Dueño celeste, sino como servidor del hombre. Dios está a favor de cada hombre no imponiendo su voluntad desde arriba sino trasformando al hombre desde abajo, desde lo hondo del ser humano y levantando al hombre a su mismo nivel. Todo poder, sobre todo el ejercido en nombre de Dios, es contrario al mensaje de Jesús. Ni siquiera el deseo de hacer bien al otro, puede justificar ponerse por encima de los demás para violentarles. Meditación-contemplación Jesús manifiesta lo que es Dios poniéndose al servicio de los demás. Deshaciéndose, alcanza la plenitud. Hoy lo descubrimos en el signo del lavatorio y la eucaristía. Mañana, entregando su vida por amor. ...................... Jesús dijo: Yo soy pan partido y repartido. Yo soy sangre (Vida) que se derrama en todas direcciones. Eso tengo que llegar a ser yo si quiero alcanzar la plenitud humana. .......................... Si soy capaz de morir a mi egoísmo, alcanzaré la plenitud de Vida. Si soy capaz de darme hasta la muerte, permaneceré para siempre en la verdadera Vida. En el relato de Marcos sobre los preparativos de la cena pascual, hay un significativo desplazamiento de lenguaje. El texto comienza diciendo: «El primer día de los ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, le dicen los discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?… » (Mc 14,12). Sin embargo, cuando es Jesús quien da las instrucciones para el dueño de la casa, habla de «cenar con mis discípulos», desaparecen las alusiones a lo litúrgico y no hay ya ni una palabra sobre ázimos, cordero, hierbas amargas, oraciones o textos bíblicos: solo pan y vino, lo esencial en una comida familiar. Quiere cenar con los suyos y para eso necesitan encontrar una sala en la que haya espacio para estar juntos: ese es el único objetivo que permanece y que Lucas subraya aún con más fuerza « ¡Cuánto he deseado cenar con vosotros esta Pascua! » (Lc 22, 15). El «con vosotros»es más intenso que la conmemoración del pasado, lo ritual deja paso a los gestos elementales que se hacen entre amigos: compartir el pan, beber de la misma copa, disfrutar de la mutua intimidad, entrar en el ámbito de las confidencias.
Su relación con ellos venía de lejos: llevaban largo tiempo caminando, descansando y comiendo juntos, compartiendo alegrías y rechazos, hablando de las cosas del Reino. Él buscaba su compañía, excepto cuando se marchaba solo a orar: había en él una atracción poderosa hacia la soledad y a la vez una necesidad irresistible de contar con los suyos como amigos y confidentes. Al principio ellos creyeron merecerlo: al fin y al cabo lo habían dejado todo para seguirle y se sentían orgullosos de haber dado aquel paso; les parecía natural que el Maestro tomara partido por ellos, como cuando los acusaron de coger espigas en sábado y él los defendió (Mc 2,23-27); o cuando el mar en tempestad casi hundía su barca y él le ordenó enmudecer (Mc 4,35-41); o cuando volvieron exhaustos de recorrer las aldeas y se los llevó a un lugar solitario para que descansaran (Mc 6,30-31). Sin embargo, las cosas que él decía y las conductas insólitas que esperaba de ellos les resultaban ajenas a su manera de pensar y de sentir, a sus deseos, ambiciones y discordias y una distancia en apariencia insalvable se iba creando entre ellos: le sentían a veces como un extraño venido de un país lejano que les hablaba en un lenguaje incomprensible. Pero aunque ninguno de ellos se sentía capaz de salvar aquella distancia, Jesús encontraba siempre la manera de hacerlo. El día en que admiró la fe de los que descolgaron por el tejado al paralítico (Mc 2,5), estaba en el fondo reconociéndose a sí mismo: también él removía obstáculos con tal de no estar separado de los suyos y nada le impedía seguir contando con su presencia y con su compañía, como si los necesitara hasta para respirar. Ellos se comportaban tal y como eran, más ocupados en sus pequeñas rencillas de poder que en escucharle, más interesados en lo inmediato que en acoger sus palabras, torpes de corazón a la hora de entenderlas. Pero él se había ido inmunizando contra la decepción: los quería tal como eran sin poderlo remediar, los disculpaba, seguía confiando en ellos. «Todos vais a tropezar, como está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mc 14,27), dijo durante la cena. No habló de culpa, ni de abandono, ni de traición: eran amigos frágiles que tropezaban yno se puede culpar a un rebaño desorientadocuando se dispersa y se pierde. Sabía que iban a abandonarle pronto y que, si no habían sido capaces de comprenderle cuando les hablaba de sufrimiento y de muerte, tampoco lo serían para afrontarlo a su lado, pero sobre sus hombros no pesaba carga alguna de reproches o de recriminaciones. Libre de toda exigencia de que correspondieran a su amor, estaba seguro de que, lo mismo que su abandono en el Padre le daría fuerza para enfrentar su hora, aquel extraño apego que sentía por los suyos sería más fuerte que su decepción por su torpeza. Y seguiría considerándolos amigos, también cuando uno de ellos llegara al huerto para entregarle con un beso. Aun cuando resultara desatinado todo lo expuesto en mi nota anterior (“Nuestra muerte y la de Jesús”, ECLESALIA, 13/05/13) la sola aseveración del Catecismo de la Iglesia Católica que la encabeza (nº 1007), es como carga de dinamita en la base de la reflexión de Pablo en Rom 5,12-21. También, consiguientemente, en la de la tradición originada en Gn 2,16-17 y mantenida por la enseñanza oficial impartida hasta hoy. Por ejemplo en el propio Catecismo cuando dice: «El Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511)» (nº 1008).
¿Cómo se puede afirmar que la muerte “ha entrado «en el mundo» a causa del pecado del hombre”, cuando se mantiene que ella es la “terminación normal de nuestras vidas y final del proceso de cambio y envejecimiento que las afecta”? Aunque emanados ambos del mismo Magisterio institucional, son dos asertos irreconciliables entre sí. O el uno o el otro; pero no los dos conjuntamente. Ambos no pueden casarse a la vez con la verdad. Porque, siendo la muerte un hecho natural ineludible, exigido por el concepto mismo de vida temporal, ¿cómo podrá resultar castigo del pecado, ni de nada? ¡Qué más querrían los condenados a ella por la justicia humana, que aguardan en los llamados “corredores de la muerte”, que el cumplimiento de su sentencia se dilatara en el tiempo hasta morir por causas naturales, gozando mientras tanto de vida normal en libertad! Y, de fallecer alguno por una de ellas mientras espera en el corredor, ¿quién tendría su muerte por ejecución de la sentencia pronunciada un día contra él? El propio Catecismo parece inferir esta incongruencia. En el lugar citado arriba sale a su paso, sin decirlo expresamente. Lo hace al distinguir entre ser natural y destino preternatural de los humanos: «Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado». Al no asentarse esto sobre dato alguno primigenio que lo afirme expresamente, tiene toda la apariencia de una presunción más, de las varias formuladas a posteriori de la “tradición”, con las que de hecho se busca “capear” las embestidas de la verdad y salvaguardar el dogma de la infalibilidad del magisterio institucional. Sin que esto, por lo demás, se logre aquí. En efecto, la afirmación de tal designio no encaja con la propia obviedad de las cosas, ni es lo que rezuma de ella. Una obviedad que se agiganta al ver cómo la atribución de la muerte al pecado ha dado lugar a concluir que, si no lo hubiera cometido el hombre, la muerte no habría entrado «en el mundo» para ninguna clase de viviente, ya fuera simple animal o incluso solo vegetal. Por lo demás, no se puede entender que el hombre esté “destinado por Dios a no morir”, habiendo sido precisamente Dios quien dio al hombre la “naturaleza mortal” que éste posee. ¿O tendremos que decir que el hombre tuvo otro autor distinto al Creador de todas las cosas, y que la acción de Dios se limitó en el caso del hombre a conferirle el destino preternatural a no morir, que no le había dado su primer autor? ¿O sería que a Dios no le salió el hombre bien hecho desde el principio y tuvo luego que retocarlo complementándole con el destino preternatural que inicialmente se le “escapó” otorgarle? Dios fue el único que pudo hacer al hombre y hacerlo tal cual es. Esto es: con naturaleza mortal. La muerte del hombre tiene por ende que ser designio del Creador. Como lo es para los demás vivientes de este mundo de temporalidad y movimiento, de cambio y envejecimiento, de fragilidad y limitación. Es del todo falso que el hombre esté destinado por Dios «a no morir». ¡Vaya que si lo está! ¡Lo lleva en su propia entraña! Pero ello no excluye que además, a diferencia del resto de los otros vivientes sobre la tierra, haya sido “creado para la eternidad”. No es igual esto que “destinado a no morir”. El hombre, “yo” interpersonalmente relacionable con el Creador, no es sólo polvo que, como tal, al polvo haya de volver. También es imagen viva de Dios. El haber sido creado tal, es lo que según el Libro de la Sabiduría fundamenta su destino a la eternidad. Quien es “imagen de Dios”, “lo es de su naturaleza eterna, y queda destinado a la incorruptibilidad divina” (Sb 2, 23). Ninguna “imagen del Dios eterno animada de vida”, puede acabar del todo en la muerte natural, realidad del mundo del tiempo (Sal 16,10). Ni puede quedar atrapada por el tiempo, ni sumida en la corrupción de la muerte (Hch 2,26-27). «Aunque muera vivirá». Aunque la imagen de Dios que somos, pierda con la muerte su soporte primero, frágil y caduco, subsistirá sin embargo para siempre. Bien en sí misma, sin más posada o albergue que ella misma; bien en “entidad” nueva, a la manera de “cuerpo” espiritual, incorruptible, glorioso, vigoroso, a tenor de las palabras de Pablo (1Cor, 15,42-44). La muerte del hombre por ello, además de fin natural de su vida temporal, es por designio de Dios parto de eternidad y liberación de la caducidad propia del mundo “ante-muerte”. Liberación dolorosa por su propio desgarro y por los interrogantes que abre la falta de conocimiento directo e inmediato del mundo “tras-muerte”. Pero, a la vez que dolorosa, es venturosa a la luz de la fe. Con ésta la muerte se entiende no sólo fin o suelta de la precariedad, limitación e impotencia, propias de la frágil y cambiante temporalidad de este mundo. Además se la capta apertura, no a la nada o sólo a ser otra cosa igualmente caduca, como en el caso de los demás vivientes de la tierra. Sino a la perennidad inmutable e inextinguible que solemos llamar Vida eterna, la única en la que se da la incorruptibilidad de la atemporalidad (1Cor 15,53). Vida eterna presentada en el Nuevo Testamento como entrada a la casa del Padre (Jn 14,1-4). Y como participación en su propio gozo (Mt 25,21-23). Y como admisión a su mesa, siempre preparada en celebración de boda regia. Sin más requerimiento para ello, al final de cuentas, que vestirse el traje de fiesta (Mt 22,12-13), puesto gratis a disposición de todos (Ap 22,17). Tal traje es la simple invocación, desde la conciencia de la propia “indigencia” y “desnudez”, de la misericordia de Dios (Lc 18,10-14). O, lo que es lo mismo, de la de Jesús de Nazaret (Jn 3,16; Lc 23,41-42; etc.). |
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