Karl Rahner, el teólogo católico más importante del siglo XX y asesor del Concilio Vaticano II junto con Hans Kung y Joseph Ratzinger, insatisfecho con el rumbo regresivo de la Iglesia católica cinco años después de la renovadora asamblea conciliar, escribió en 1972 un libro titulado Cambio estructural en la Iglesia en el que trazaba las líneas maestras por donde debiera discurrir dicho cambio, que no podía reducirse a un simple revoque de fachada, sino que debía afectar al interior de la Iglesia y a su estructura.
Rahner defendía la necesidad de una Iglesia con estas características: desclericalizada y centrada en el laicado, no moralizante pero sí testimonial, acogedora, de puertas abiertas y no excluyente, con una espiritualidad auténtica sin caer en el espiritualismo, construida desde abajo por medio de comunidades de base, democrática, es decir, con participación de los sacerdotes y seglares en las decisiones de la Iglesia de manera deliberativa y no solo consultiva, comprometida socialmente, con un papado cuya función nada tiene que ver con la de un jefe de un régimen totalitario. ¿Puede afirmarse que, durante los tres años de pontificado de Francisco, se ha producido dicho cambio estructural y hemos pasado de la larga invernada de la que hablaba Rahner a la primavera eclesial? En la agenda de Francisco se ha producido, ciertamente, un importante cambio de prioridades en relación con sus predecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI. Las de estos fueron, fundamentalmente tres. La primera, la ortodoxia, que supuso una sobreactuación de la Congregación para la Doctrina de la Fe y la consiguiente condena de decenas de teólogos y teólogas en todo el mundo. La segunda, la rigidez e intransigencia en cuestiones morales en torno al origen de la vida, la sexualidad y la concepción del matrimonio, que supuso un overbooking de prohibiciones, sanciones y exclusiones. La tercera, el estricto cumplimiento de la disciplina eclesiástica bajo la guía del Código de Derecho Canónico. La prioridades de Francisco van en otra dirección. De la ortodoxia a la ortopraxis. Su centro de atención son los graves problemas que sufren la humanidad y la naturaleza: el modelo económico neoliberal, que es injusto en su raíz, la pobreza, la corrupción, la marginación social, la cultura del descarte, la inmigración, las personas refugiadas, la inhumanidad de los sistemas penitenciarios, la violencia, la discriminación racial, el desempleo, el desprecio hacia las comunidades indígenas y la apropiación de sus territorios por las multinacionales la irracional explotación de la naturaleza, el cambio climático, la destrucción de los ecosistemas naturales, el desempleo de la juventud, la desprotección de las personas mayores, etc. Son estos los problemas de los que habla en sus viajes, alocuciones públicas, entrevistas y documentos, y que coinciden con la agenda de los movimientos populares, ecologistas, indígenas, campesinos. Con ellos mantiene una profunda sintonía tanto en los análisis y diagnósticos como en las propuestas de solución y se ha reunido en varias ocasiones para fijar una hoja de ruta común. Dos de los documentos: La alegría del Evangelio, de carácter social, y la Laudato Si, sobre el cuidado de la Casa Común demuestran dicha sintonía. De la moral sexual a la ética social. Francisco ha sustituido la obsesión de sus predecesores por la moral sexual por la ética social. Más que fijarse en los pecados sexuales lo hace en los pecados sociales, en el pecado estructural. Denuncia la economía de la exclusión, la globalización de la indiferencia, la anestesia de la cultura del bienestar, la nueva idolatría del dinero y el individualismo rampante, y defiende una Iglesia que no sea aduana, sino de los pobres, de puertas abiertas, y de salida hacia las periferias humanas, “accidentada, herida y manchada por salir a la calle antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad… y preocupada por ser el centro” (La alegría del Evangelio, n. 49). De la complacencia a la crítica eclesiástica. En su relación con el clero, los obispos y la Curia, de la que él forma parte, huye del lenguaje diplomático y no se muestra precisamente complaciente. Todo lo contrario. Su lenguaje es crítico, incluso radical a la hora de poner nombre a los escándalos, abusos y graves patologías de la jerarquía, y de responsabilizar de los mismos a los dirigentes eclesiásticos. Sirvan dos ejemplos: el discurso de felicitación de la Navidad de 2015 a la Curia romana donde desgranó, una por una, hasta quince enfermedades curiales, y el severo discurso dirigido a los obispos mexicanos en su visita a México en febrero pasado, que escuchaban, atónitos, las reprimendas de Francisco sabiendo que estaba tocando problemas de fondo de la Iglesia católica mexicana. Del Código de Derecho Canónico al Evangelio. La autoridad de Francisco no descansa en los poderes omnímodos que le reconoce la Ley Fundamental de la Iglesia y que le concede el Código de Derecho Canónico, aprobado durante el pontificado de Juan Pablo II bajo la guía del cardenal Ratzinger, sino en su permanente apelación “a la alegría del Evangelio” frente a los mensajes apocalípticos de no pocos predicadores, y a la misericordia y al perdón frente a la condena. Son ciertamente avances innegables. Sin embargo, no tienen su reflejo en la vida de diaria de la Iglesia católica por la obstrucción de una parte importante del clero y de los obispos y, por supuesto, de la Curia romana. El papa es más reconocido y seguido fuera que dentro de la Iglesia. Dentro no encuentra más que obstáculos y resistencias. A esto cabe añadir que la Iglesia no se ha democratizado ni a nivel universal ni nivel local, como pedía Rahner y seguimos reclamando teólogas y teólogos, cristianas y cristianos de base. Sigue siendo jerárquico-patriarcal en su organización e incluso en sus intentos de reforma. Un ejemplo de los intentos de reforma no democráticos es la Comisión de nueve cardenales, todos clérigos, jerarcas, coordinados por el cardenal Maradiaga, arzobispo de Honduras, que en 2009 apoyó el golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya, elegido democráticamente. ¿Cómo puede colaborar en la democratización de la Iglesia un dirigente de tan alto rango que sigue justificando su actitud golpista? En la comisión no hay ni un solo laico ni una sola laica, ni un teólogo ni una teóloga. Los laicos son relegados a personal subalterno. Las mujeres siguen siendo excluidas de los ámbitos de decisión, de los espacios de lo sagrado, de la elaboración de la doctrina teológica y de la moral, cuando no pocas de las orientaciones morales que se dictan en la Iglesia católica les afectan directamente. ¿Se producirá pronto un encuentro de Francisco con los movimientos feministas, como ya se sucedido en dos ocasiones con los movimientos populares? Sería la mejor demostración de que la Iglesia renuncia a su actitud excluyente de las mujeres y se convierte realmente en un movimiento igualitario de hombres y mujeres como lo fue en sus orígenes y en sintonía con las diferentes organizaciones feministas laicas y religiosas que luchan por la igualdad de género en la sociedad y en las religiones.
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