El Gobierno del Partido Popular ha publicado los currículos de religión católica para las enseñanzas no universitarias. A través del BOE se decreta, por ejemplo, “la incapacidad de la persona de alcanzar la felicidad sin la ayuda de Dios”. Ahí es nada. Podemos medir la magnitud del disparate si recordamos que hace 203 años la Constitución de las Cortes de Cádiz afirmaban en su artículo 13: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. La Iglesia, con tal de hacer publicidad de lo suyo, condena a la infelicidad e intenta amargar la vida a los no creyentes, y deja sin una noble función a los gobiernos de la nación.
La resolución se apoya en el desarrollo de la LOMCE del ministro Wert y en el Concordato negociado con el Vaticano a la salida de la dictadura franquista y antes de la Constitución, aunque se publicase el 3 de enero de 1979. Con ella el gobierno de un Estado teóricamente aconfesional ha asumido toda la doctrina de la Conferencia Episcopal sin pestañear. Como muestra del currículo van las siguientes “perlas”:
La asignatura de religión, que se imparte sin fijar un número mínimo de alumnado, restará del orden de 70 horas de materias troncales u optativas en función de lo que decidan las CCAA. También condiciona la organización escolar en los centros, ya que obliga a impartir otras asignaturas alternativas devaluadas o la de Valores Cívicos, con lo que se educa en dos éticas distintas. Y se vuelve a dar de nuevo valor a la asignatura de religión como evaluable y servirá para la nota media y obtener una beca. En suma, se refuerza la finalidad catequista o de adoctrinamiento de menores con la complicidad del Estado, usando medios y espacios públicos para ello. Tiene narices que lo apruebe aquel Gobierno que ha eliminado la asignatura de Educación para la Ciudadanía con el argumento de que provocaba “adoctrinamiento ideológico”. Sindicatos del profesorado han denunciado que este currículum exacerba la confesionalidad y se usa como catequesis para evangelizar de forma ilegítima al alumnado con contenidos que no tienen nada de científicos. Como dice el teólogo Juan José Tamayo, “los contenidos son en su totalidad catequético con tendencia al fundamentalismo. El pensamiento que se transmite es androcéntrico; el lenguaje, patriarcal; la concepción del cristianismo, mítica; el planteamiento de la fe, dogmático; la exposición, anacrónica”. La escuela pública no puede considerarse como tal sin garantizar el respeto hacia todos los ciudadanos. Ello supone buscar lo común a todas las personas en función de los valores que consagran los derechos humanos y exige que todo aquello que nos separa a unos de otros quede fuera de la escuela pública. Como decía Marta Mata, pedagoga y cristiana, “laico es lo que corresponde al terreno de lo humano, no de lo divino”. Para ella laicismo y democracia eran sinónimos. Las familias tienen derecho a que sus hijos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Pero nada obliga a que dicho derecho deba insertarse en la educación formal y dentro del horario escolar. Debería desarrollarse en el ámbito no formal, por pertenecer al ámbito privado de la familia y por su decisión personal de relacionarse con determinados colectivos y asumir sus postulados. Los dogmas no deberían tener cabida en las aulas de un país realmente aconfesional.
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Dicen que África es pobre. Lo dicen las estadísticas. Lo dice la tele, las ongs… lo vemos nosotros mismos cuando vemos imágenes o llegamos al continente y vemos calles sin asfaltar y carreteras llenas de baches, cuando vemos a los niños comidos de tierra de arriba abajo y con los mocos colgando y cuando vamos a un pueblo y nos ofrecen arroz con arroz y en definitiva observamos que su dieta no es muy variada.
También cuando nos dicen que no tienen los medios suficientes para no morir por malaria, para detener el ébola como hacemos nosotros (en nuestras tierras claro…). En África son pobres porque mucha gente vive con menos de un dólar al día, porque muchos niños no pueden ir a la escuela porque los padres los necesitan para ayudarles con las tareas del hogar o el pequeño comercio, porque no tienen agua en casa y tienen que ir a recogerla a una fuente común con una mula, porque las oficinas son sólo una mesa, unas cuantas sillas y unos cuantos cajones, el presupuesto no da para mucho más. Níger, el país más pobre del mundo es, sin embargo, el tercer, cuarto o quinto productor mundial de uranio, según la fuente que se consulte. Este mineral radioactivo es explotado en Níger por Francia a través de la multinacional Areva. Francia obtiene la mayor parte de su electricidad a través de sus centrales nucleares alimentadas por el uranio. Otro apunte: Níger es excolonia francesa. África es el continente donde el 48% de las personas viven con menos de 1,25 dólares al día según el informe de 2014 de los Objetivo de Desarrollo del Milenio (ODM) de Naciones Unidas, donde la proporción de personas con nutrición insuficiente es mayor que en cualquier otra zona del mundo, el 21% de los niños menores de 5 años tienen nutrición insuficiente y deficiencia de peso, (superado por Asia meridional con un 30%). África tiene también la mayor tasa de mortalidad de menores de 5 años con 98 de 1.000 niños nacidos vivos (una tasa que en la etiqueta ‘Regiones desarrolladas’ del informe de los ODM donde podríamos incluir a Europa está en 6 sobre 1.000) y también tiene la mayor tasa de mortalidad materna con 510 muertes de madres por cada 100.000 niños nacidos vivos, más del doble de la media mundial. Lo que no nos dicen es que África no es pobre. La cifra que asombra es que el 65% de las tierras cultivables del planeta se encuentra en el continente africano. Y, por otro lado, cada zona y país es rica en una materia prima. En tierras africanas se encuentran oro, diamantes, maderas, cobalto, hierro, cobre, coltán, algodón, cacao, café, uranio, petróleo, etc. Cada una de estas palabras es importante, es clave para Europa, es decir, para nosotros. Burkina Faso no tenía nada. O eso pensaban. Así que en este país se implantó el monocultivo del algodón para la industria textil y, además, se utilizó a su mano de obra para el cultivo del cacao en Costa de Marfil. En los años 80, sin embargo, comenzó el boom minero y Burkina ya es el cuarto productor de oro en África. No obstante, desde que el oro se comenzara a explotar por las multinacionales, las poblaciones que viven cerca de las minas son cada vez más pobres. Dicen que Europa está desarrollada. Lo dicen las estadísticas y los periódicos, lo vemos nosotros mismos cuando después de ver una noticia de gente en guerra o muriendo de hambre nos alegramos de haber nacido donde hemos nacido. Cuando vemos que el coche que luce limpio y nuevo y no hace ruidos extraños se desliza suavemente en la autovía, cuando tenemos luz a todas las horas del día en casa y en las calles de nuestro barrio, agua caliente, renovamos armario cada temporada, y las oficinas tienen una estética precisa que nos recuerda a la marca de la empresa o institución que venimos a visitar, tiene una hermosa sala de espera y podemos gastar el dinero en cuidar nuestro patrimonio cultural. Lo que no nos dicen es que Europa no existiría tal como es hoy si no fuera gracias a África. Europa es el continente que ha conseguido todo ese llamado “desarrollo” gracias a las materias primas provenientes del sur y entre esos sures está África. El problema es que nuestra sociedad se piensa que la leche viene del cartón y no de la vaca. No hacemos por llevar a cabo un consumo responsable o como mínimo reflexionamos de dónde procede cada una de esos productos que consumimos, más o menos elaborados, cuya cadena va más allá de lo que pone en la etiqueta ‘made in’. De qué está hecha esa televisión, ese teléfono, esa tarta de chocolate, de dónde procede la energía eléctrica, y el petróleo, etc. ¿Qué supone todo esto? Que la guerra de la región este de República Democrática del Congo no termine, que los presidentes se mantengan en el poder durante años sin cuidar las necesidades de sus ciudadanos, apoyados por esa Europa que luego habla de Derechos humanos, de libertad, de justicia e igualdad, que la guerra en Centroáfrica sea indiferente a los medios de comunicación y, en consecuencia, al resto, que las empresas transnacionales exploten los recursos de estos países sin que les tiemblen las manos, empobreciendo así a sus poblaciones. Y estos son sólo unos cuantos ejemplos de nada… Europa es el continente que comenzó esa revolución industrial que necesitaba materias primas provenientes de tierras lejanas donde se deshumanizaba a las personas, justificando así el robo de sus recursos. Y así seguimos hasta ahora. Y, ¿por qué nos fuimos en busca de esos productos a tierras lejanas? Nunca nos lo han dicho pero es que Europa no es tan rica y África no es pobre. Descartado el socialismo real, visto estúpidamente con terror, es asombroso a la par que motivo de consternación que no se haya salido todavía del bucle infernal consumo-empleo-desempleo-austeridad. Una nueva revolución de la economía política es ya un imperativo categórico para la sociedad occidental….
Porque es un hecho constatable que el pensamiento de todo ser humano, a cualquier nivel, incluido el más profundo, está atrapado en la época que vive. Los grandes pensadores de cada momento histórico reflexionan con amplias miras y generalmente adelantados a su tiempo, pero sin alejarse en exceso de los dictados de la conciencia colectiva. Siendo así que la conciencia colectiva es en general proyección de la enseñanza recibida en la familia o en la escuela pero en todo caso en sumisión, es también un subproducto en manos del poder: en otro tiempo y prácticamente hasta ayer primero el religioso, luego el militar asociado al religioso, y en los tiempos más recientes el económico estrechamente ligado al civil. Y así, por ejemplo, en la deriva evolutiva de la historia es observable (ciñéndonos ahora a la cultura occidental y a partir del Cristianismo) que ningún pensador consagrado, explícita o implícitamente ha prescindido en su discurrir de la noción de “Dios”. Ni siquiera los heterodoxos. Naturalmente que hubo ateos que lo negaron. Pero citadme a uno que pasó a la posteridad que se atreviese a algo más que a interrogarse sobre él… Y si hay alguno será excepción. Esto sucede al menos hasta el siglo XIX con Feuerbach, Nietzsche, Dostoyevski y Marx; los cuales consideran la noción “Dios” como una creación del hombre. En realidad podría decirse que a partir de la irrupción del pensamiento abstracto en la historia de la Humanidad, todo él y sus intentos de convertirse en praxis pueden reducirse a una sucesión de construcciones mentales en la medida que a los poderes interesa. Y es que el pensamiento conocido predominante de cada época está atrapado en el espíritu y por el espíritu de la época como en una ratonera de la que no puede salir. Y quien se aventuró a sacudirse el yugo impuesto por ese espíritu, puede decirse que hasta ayer y casi indefectiblemente lo pagó al precio de la muerte y si no al de la locura… Pues bien, lo mismo que ha sucedido con la noción de “Dios” ocurre con la noción “mercado” en el capitalismo hasta Karl Marx. Marx revolucionó la economía, pero su concepción de la economía y de la sociedad fue sepultada por los poderes de Occidente tras la caída del Muro de Berlín y arrancado de cuajo del discernimiento común. Pero también del discurrir de los economistas, que lo han eliminado de los discursos académicos y aun de los no académicos por temor a la postergación y a pasar por lo que no desean ser. Pero es que lo que ha pasado con la noción de “Dios” y de “mercado”, ocurre ahora con la idea de “consumo”, por definición de lo superfluo. Fruto del extremo cretinismo de Occidente el teorema es: fuera del dios “mercado” y del semidiós “consumo” no hay salvación; ni para la economía, ni para la política, ni para la sociedad. Y es que al término de la segunda guerra mundial las naciones vencedoras llegaron al acuerdo no escrito del pensamiento único, de la economía única y de la política única. (Idea ésta, la del pensamiento único, prestada del filósofo alemán Schopenhauer, que luego Marcuse llama unidimensional y que yo llamo unidireccional). Al fin y al cabo, lo que entendemos por “realidad” no es más que lo acordado en consenso por minorías. Y ahora mismo, esas élites que asentaron primero el principio de Dios y luego el del dios Mercado (capitalista) y del semidiós Consumo, deciden la diosa “Austeridad”. Simplificando causas y efectos en contestación de austeridad frente al exceso de la época anterior pero reciente, del binomio hybris (exceso)-areté (austeridad) sale un engendro irresoluble y al tiempo paradoja: por un lado la austeridad impuesta no es austeridad sino privación (pues no es austero el privado de lo indispensable sino quie, disponiendo de lo indispensable, se priva voluntariamente de lo superfluo), y por otro, la privación es causa directa de la austeridad por efecto del no consumo masivo. Es así como el no consumo se convierte en el obstáculo insuperable para el desarrollo de la economía y causa de privación. Un efecto llamativo es que, siendo por sí misma la austeridad la virtud del término medio por excelencia (tanto individual como social y ya un imperativo de la razón al ser conscientes de la limitación de los recursos del planeta), es también un recurso diabólico en manos del poder, de los poderes. Pues estos, después de haber enriquecido a minorías a través del consumo salvaje durante al menos dos décadas, están haciendo de la austeridad otro instrumento de enriquecimiento de las mismas o de otras minorías a costa del despojo colectivo; es decir, a costa de la privación de lo imprescindible para la vida de millones de personas. Así es que, siendo la austeridad asumida una actitud provechosa para el individuo aislado, para la sociedad humana y para el mundo que se agota, la austeridad impropia -la forzosa impuesta casi a punta de pistola por los poderes económico y civil- por un lado anula la propia como opción de vida, y por otro es causa del efecto devastador en los excluidos, no ya de bienestar sino de supervivencia… a menos que sean socorridos por la caridad o por la filantropía: justo lo que sucedió con la esclavitud y con la servidumbre instituidas… Así es que, si hasta los grandes pensadores en general están atrapados en su tiempo y de entre los que ahora puedan existir, aun presa de la espiral mercado, consumo, austeridad se esfuerzan por salirse de su tiempo pero son ignorados deliberadamente por las fuerzas ideológicas que están detrás de la caja de resonancia de los medios, ya me diréis qué esperanza hay de un mundo nuevo y mejor para todos sin excepción. Por eso urge romper el tarro de acero donde se encierra el pensamiento único y la economía única por la revolución simultánea, tanto económica como política que comience por la mediática. Desafiar de esa manera a esos sociobiólogos que vienen pronosticando desde hace tiempo el suicidio de la Humanidad como el último avatar, creo que, hoy, antes que enfrentarse al islamismo como la bestia a destruir, debiera ser éste, el de la nueva revolución el principal objetivo de Occidente… La conciencia sin adjetivos siempre fue la misma. Por lo menos hasta principios del siglo XX. La conciencia hasta entonces era estrictamente individual, estado cognitivo a través del cual un sujeto puede interactuar con los estímulos externos que forman la realidad convencional e interpretarlos.
Aquella conciencia estaba impregnada y condicionada fundamentalmente por la religión y por las nociones que comporta la religión del signo que fuere: dios, trascendencia, bien, mal, prójimo, hermano, gloria e infierno y todas las variables que queramos identificar. Y por extensión, impregnada y condicionada por la cultura resultante. La conciencia no iba más allá de las cosas, del allegado o del prójimo inmediato. Cada cual tenía en la sociedad el papel que le correspondía por la cuna y la clase a la que pertenecía, y estaba determinado por ello o por designio divino de una manera inevitable, irrefragable (que no se puede contrarrestar). La promoción era irreconocible o anecdótica. La conciencia social propiamente dicha viene después, prácticamente ayer en comparación con la historia de la humanidad. La conciencia social es aquella que además de sí y del entorno, incluye la percepción y “conocimiento” de los demás integrantes de la comunidad. Y el diafragma a través del que llega la luz de ese conocimiento se va ensanchando desde el círculo familiar y la comunidad a la que pertenece pasando, luego pasa a las demás comunidades humanas, una por una, hasta la humanidad compuesta de seres de la misma ontología. Ligado muy fuertemente el concepto a las ideas de solidaridad y compromiso, la conciencia social es el primer paso en el camino hacia la alteración de estructuras de discriminación voluntaria e involuntaria ejercidas sobre determinados grupos sociales dentro de una comunidad. La conciencia social, por tanto, tiene que ver con la posibilidad de estar al tanto de los problemas intrínsecos habidos en una sociedad integrada por individuos “individualizados” que requieren solución. Solución medida por el nivel de conceptuación personal de cada cada cual según su personal idea de necesidad o bienestar del individuo y del mundo Esto, como decía, es concebido más o menos hasta principios del siglo XX. Pero en las sociedades occidentales la conciencia social sigue haciendo referencia a la necesidad de actuar en beneficio de aquellos que viven en situaciones de pobreza, marginalidad y exclusión por orden de cercanía. Si bien a menudo este orden se altera en la conciencia ridículamente o contra natura al movilizarse el impulso moral de la ayuda a distantes de la comunidad propia, en perjuicio de los que forman parte de ésta. Es como socorrer al vecino y su familia, teniendo famélica a la propia. A principios del siglo XX se transforman, conceptualmente al menos, la idea de conciencia social. Para el marxismo, la conciencia social es conciencia “de clase”. A su vez capacidad para reconocerse uno a sí mismo como miembro de una clase social en posición antagónica con el resto de las clases: realeza, nobleza, media y burguesía. Este concepto se predica en el contexto de una sociedad estratificada. El marxismo sostiene que la conciencia social se concreta y manifiesta en la ideología política, en la religión, en el arte, en la filosofía y en la ciencia. Pero sobre todo en la estructura jurídica de una sociedad. Según esta formulación, el sujeto que no logra comprender esto se encuentra alienado. Nos encontramos en los albores del siglo XXI. Las ideas marxistas, al menos en Europa y en América del Norte, fueron sepultadas por la caída del Muro de Berlín y desmembración de la Unión Soviética que gravitó en torno a la idea marxista de la vida individual y social perseguida sañudamente en Estados Unidos directamente e indirectamente en Europa. Pero últimamente surge y viene desarrollándose una idea de la conciencia social que ya no reconoce la estratificación de la sociedad o la considera irrelevante. Veamos: la sociedad ahora está compuesta por poseedores y desposeídos. Los poseedores, no sólo de patrimonio y fortuna o respaldo económico, sino también de ilusión, de esperanza y de futuro. Y los desposeídos, no sólo de patrimonio y fortuna o respaldo económico, sino también desposeídos de ilusión, de esperanza y de futuro. Así las cosas, el mundo (el mundo cercano que comparte afinidades culturales) está dividido en dos partes: la parte de quienes sólo tienen conciencia de sí, de sus allegados y de sus círculos sociales y eventualmente políticos, y la parte de quienes además de estos y a la misma altura de preocupación, han adquirido conciencia de quienes sufren gravísimas carencias y han de soportar un trato indigno en recursos, educación y sanidad, y se movilizan para remediar prontamente esa contingencia. Para remediarlo, pero no nominalmente haciendo depender el remedio de la voluntad ocasional de la caridad, de la filantropía o del eventual estado emocional del ayudador, no. Para remediarlo en la misma raíz del conflicto entendiendo al mundo, al individuo, a la sociedad y la correlación de fuerzas, como la antítesis de lo que es una colmena donde la realeza, sus protegidos e imitadores y los zánganos son menos pero con muchos más recursos o medios materiales y morales que el número de las obreras y de las posibilidades de las obreras. Pues bien, estamos en el siglo XXI, y en países deprimidos, como Grecia y España, ha vuelto a irrumpir la conciencia social. Esta vez de una manera tumultuaria similar a la de principios del siglo XX. Tumultuaria porque millones de personas, al igual que el padecimiento del ciego que ha visto y no ve, sufren graves consecuencias en su vida personal y familiar no por el azaroso devenir de su destino o de los avatares de la economía capitalista, sino por un abuso clamoroso de los poderes públicos, de sus dirigentes políticos, empresariales y de clase en cuya virtud otros millones de personas que no sufren el mismo embate ni al mismo nivel que los anteriores, por empatía se ponen en el lugar de “los demás”. Esto es, ni más ni menos, lo que está ocurriendo y lo que representan los movimientos sociales y las formaciones políticas asociadas a ellos. Alguien me relató, no sé si desde su experiencia o de la de otro, que, visitando una iglesia de pueblo, se encontró allí a un niño de unos 9 años sentado en un banco de la iglesia. Después de hacer un recorrido visual por la iglesia se sentó también en un banco no lejos del niño. Allí estuvo un rato envuelto en el silencio. Tras unos minutos, entró el cura y viendo al niño, a quien debía de conocer, se dirige a él y le pregunta: “¿Qué haces aquí?”. El niño sin inmutarse le responde: “Nada”. Entonces el cura le dice: “Reza un avemaría”. El niño, obediente, reza el avemaría y se marcha.
El relato tiene un corolario inmediato: el cura (la religión) con su avemaría vocalizado interrumpe el sosiego espiritual de ese niño que, arropado por la penumbra y el silencio de la iglesia, está y vive la presencia del Misterio. Y que una vez rezado el avemaría considera que ha cumplido con su deber de orar a Dios y se marcha. R. Panikkar nos dice que las “religiones son caminos, o mejor, proyectos de caminos para la plenitud humana”; o lo que es lo mismo, potenciar en el creyente, desde su libertad, la espiritualidad, es decir, la experiencia personal de sentir a Dios dentro de sí, para que se realice lo que bellamente escribía S. Bernardo: “A mayor interioridad, mayor dulzura”. Pero las religiones, al menos la cristiana y las otras del Libro (la judía y el islam), a mi modo de ver, están lejos de ser proyectos de caminos para la plenitud humana, no porque en ellas se dé aquel dicho universitario, “quod natura non dat, Salmantica non praestat”; todo lo contrario, las enseñanzas y la vida de Jesús de Nazaret son factores vivenciales extraordinarios y vigorosos para alimentar una espiritualidad en plenitud. Pero nuestra religión cristiana se ha estructurado en torno a tres ejes cartesianos: el sacerdote, la norma y el rito. Y a lo largo de la historia más que ser creadores y potenciadores de espiritualidad en plenitud se han caracterizado por todo lo contrario: asfixiar la vida espiritual de los creyentes. Valga como ejemplo, aquel movimiento eclesial de espiritualidad intensa protagonizado por las beguinas, que se frustró desde la institución clerical y terminó llevando a la hoguera a algunas de sus protagonistas. A estas mujeres no se les permitió personalizar su fe con libertad y así poder experimentar el Misterio Una religión que se nucleariza en torno a la norma y al rito, teniendo como centinela escrupuloso al sacerdote, no puede ser “proyecto de caminos para la plenitud humana”. La norma lleva a la condena, a la prohibición, al anatema. Nuestros obispos en el concilio Vaticano II se quedaron con el pie traspuesto, pues no entendían que un concilio no condenara a alguien o a alguna doctrina. En este sentido es lamentable la actuación, en sesión conciliar, del entonces obispo de Canarias quien apostrofando sobre los presentes en el hemiciclo conciliar les espetó: “¡Ojalá se derrumbe sobre nosotros la cúpula de S. Pedro, si se llega a aprobar el Decreto sobre Libertad religiosa”. No es de extrañar que Nietzsche considerara al cristianismo y a los cristianos como “agobiados de convicciones Cuando Max Weber nos habla de dos tipos de religión: la profética y la mística, la religión cristina se sitúa históricamente más en el territorio profético que en el místico; pero es preciso señalar que con más frecuencia de la deseada se escora al lado más perverso, como es el de concretar en normas y ritos el anuncio de la promesa y del kairós de la plenitud humana. De ahí hay un paso a presentarnos a Dios como un Ser omnipotente y todopoderoso (judaísmo y cristianismo) o Alá es grande (el islam). Y entonces el fundamentalismo está a la vuelta de la esquina. La experiencia histórica de ello es dolorosa, como la recientemente vivida en Francia con el semanario de humor Charlie Hebdo. Llama poderosamente la atención que aún en nuestros días se rece o cante en la liturgia de las horas (1ª semana) el salmo 149, donde el poeta bíblico invita a que se alabe el nombre de Yavé con danzas y que los piadosos se regocijen con “vítores a Dios en sus gargantas”, teniendo en “sus manos la espada de dos filos, para tomar venganza de las gentes y castigar a los pueblos”. La religión cristiana lleva en sus entrañas lo verdaderamente profético y lo verdaderamente místico, como para que el creyente (cualquier ser humano), despojado de todas las connotaciones del templo, que nos lleva al sacerdote, a la norma y al rito, desarrolle en su interior el deseo óntico de sentir a Dios en su interior, de vivir en su presencia, ya que, como dice J.P. Sartre, “ser hombre significa ser Dios”; o la experiencia profundamente espiritual del poeta bíblico (Salm. 27,8): “Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”. La vivencia de la presencia del Misterio, que es el núcleo de la espiritualidad, tiene su origen, como he referido antes, en el anhelo óntico de cualquier hombre y mujer, que, como bien escribió Platón, el deseo es hijo de la indigencia, de la penuria. De ahí ese hambre de espiritualidad, que nos remite a la nostalgia de nuestro origen contingente y, por ende, al deseo de plenitud. Ahora bien, si, como nos indica J. Habermas, “el pensamiento que no se decapita a sí mismo acaba desembocando en la Trascendencia”, la vivencia en nuestro interior de la presencia del Misterio, de la Deidad, que es lo que constituye la espiritualidad, ha de llevar a cabo una profunda y vigorosa transformación en el interior del ser humano. Es lo que JL Aranguren llama el para qué de la mística. La verdadera espiritualidad radica en estos dos rasgos inseparables: sentir, de una parte, el silencio del Misterio en lo profundo de uno mismo, hasta el punto de que, como nos trasmite Unamuno, “sólo perdido en Ti, es como me encuentro/… pues eres Tú más yo que soy yo mismo”; y, de otra, mirar alrededor, a la realidad circundante; hacerse “cargo misericordiosamente de la realidad”, como nos aconseja I. Ellacuría, mediante el compromiso personal, que conlleva una transformación liberadora de esa realidad histórica. La espiritualidad, sea dentro o fuera de una religión, ha de vivenciar al unísono el Tú trascendente y el tú del otro. El Tú trascendente, como “huella de una ausencia, que sólo a través de ella se hace presencia”, según J. Martín Velasco, ha de vivenciarse desde el silencio, desde el mirar hacia dentro. El silencio de lo trascendente sólo se puede captar desde el silencio. Verdaderamente uno vive esta espiritualidad si experimenta un profundo cambio tanto en su ser como en su obrar, pues lo “importante, advierte Ibn Hazim, no es lo que una persona dice de su fe, sino lo que esa fe hace en esa persona” El taxi arranca en la plaza de Callao, con destino al barrio de Entrevías. Cuando llega a la parroquia de San Carlos Borromeo, el conductor les dice a los clientes:
- Dadle recuerdos a Javi, que yo he vivido con él. Javier Baeza (Madrid, 1967) acoge en su casa a chicos con problemas. No es un eufemismo, porque estos han ido cambiando con el paso del tiempo. Al principio, era él quien buscaba a los chicos, pero luego los problemas lo buscaron a él. La calle (o sea, la droga) lo llevó a la cárcel, y la cárcel, al sida: toxicómanos, sirleros, presos y seropositivos. Luego llegaron los menores que huían de los reformatorios, que cedieron el testigo a los menas(acrónimo de menores extranjeros no acompañados). “Finalmente, ellos nos trajeron a los migrantes adultos”, explica Baeza, que pronto cumplirá tres décadas ayudando a los excluidos. El saludo del taxista, años después de recibir ayuda, engrosa el anecdotario esperanzador, feliz. Chavales a los que terminó casando. Bodas en las que ejerció de “padre-padrino”. Otros que encontraron trabajo y se fueron desperdigando por el callejero de Madrid, de los que nada sabe aunque a veces le llegan ecos. Luego hay una nómina para el olvido, la de aquellos que fueron cayendo por la enfermedad, en ocasiones a un ritmo frenético de dos al mes. “He asistido a tanta gente en el último momento —gente que se iba en paz, en un estado opuesto al que había sido su vida— que llegué a creer que el trabajo merecía la pena”. Javier es cura, cura rojo, rojo obrero. Un adjetivo que a los periodistas les sirve para titular. Igual que rebelde, o desobediente, o insurrecto, que vienen del pulso que mantuvo con el cardenal Rouco Varela. El entonces arzobispo de Madrid ordenó echar el cierre como parroquia en 2007 (como parroquia roja, claro) y convertirla en un centro pastoral dedicado a la marginación. Una redundancia, pues él cree que la Iglesia debería volcarse con los necesitados. Y una cuestión de formas, ya que en San Carlos Borromeo se siguen celebrando misas, enlaces matrimoniales y otras ceremonias. “Todas las parroquias tienen que ser espacios donde los pobres y excluidos se sientan como en su casa”. El interrogante ya no es tanto cómo uno se hace cura sino cura callejero, cómo abre su hogar siempre que escucha golpes a su puerta. Baeza mete la marcha atrás, sortea al volante de su memoria varios barrios y aparca en la UVA de Canillejas, donde nació a finales de los sesenta. Su padre vendía electrodomésticos en una tienda que había heredado del abuelo, que se disgustó cuando supo que iba para cura: ¿qué va a ser ahora del negocio?, pensó el patrón. Cuatro hermanas. Con la mayor dormía en una litera que había colonizado el comedor de un pequeño piso del este de la ciudad. En el colegio, regular. En la calle, juegos donde ahora se alza el estadio de La Peineta, en cuyo solar quedaban para pegarse con los niños de Ciudad Pegaso. La familia era creyente, pero no beata. Como el padre trabajaba durante toda la semana, aprovechaban los domingos para ir al campo, no iban a sacrificarlos por una misa. Hasta ahora, ningún indicio. Agarra la palanca del cambio de marchas. Primera: se van a vivir a Ciudad Lineal; rompe con una “novieta” cuando tenía catorce años; mantiene una relación “tormentosa” con su madre, “propia de la adolescencia”; y entra en contacto con seminaristas que vivían en pisos, una decisión del cardenal Tarancón para pinchar la burbuja del seminario y que entrasen en contacto con la realidad. “Visité uno a través de un muchacho de la parroquia. Me imaginaba a un señor grande ensotanado, pero el sacerdote era quien estaba fregando los cacharros”, recuerda Javier, que decidió dar el paso, aunque de forma titubeante. Unos desencuentros con unos jóvenes ultraconservadores lo desviaron del camino y pensó en abandonar. “Yo no rezaba el rosario ni tenía idea de la exposición del Santísimo”. Un tutor le explicó que no todos los curas deben ser iguales. “Claro, a mí no me había llamado Dios al móvil”. Segunda: Javier se plantea el sacerdocio “como una forma de ayudar y de ser feliz”, pero un párroco (coincidencia: el mismo señor del fregadero) decide no ordenarlo diácono con sus compañeros de curso. Le dijo: “Me temo que no tienes claro si quieres ser cura o trabajador social”. Logra ordenarse y ejerce en Cuatro Vientos, lejos de su hábitat natural. “A Dios lo puedes encontrar en Sebastopol, pero no entendía el empeño de separarme de Moratalaz, donde había fundado la asociación Apoyo”. Pronto pidió el traslado y fue destinado a Vicálvaro, “una parroquia muy sacramental y con muchas bodas, porque la iglesia es bonita”. Permanece en ella once años. Mete tercera: en 2004 recala en San Carlos Borromeo, donde a finales de los ochenta había participado en un encierro para denunciar puntos de venta de droga. Durante aquella protesta conoció al sacerdote Enrique de Castro, que sigue en la brecha y del que aprendió tanto, aunque ahora Baeza lleva el peso del centro por una cuestión generacional. “Defendemos el encuentro personal como herramienta fundamental”, explica justo cuando entra en el despacho Pepe Díaz, ochenta años a sus espaldas, un cuarto de vida predicando en la parroquia roja. Cuarta: Javier, desde 1993, vive con varios chicos en su piso de Moratalaz. “A veces no entendían por qué los ayudaba, por qué no me casaba, por qué no me emborrachaba. Al principio me veían como un personaje extraño”. Ha perdido la cuenta de cuántos han pasado por su casa, pero recuerda todos los nombres de los que vio morir. El “sentimiento de pérdida” lo retrotrae a los convulsos noventa: “Fueron años en los que compartí muchísimo dolor. Habré enterrado a casi cincuenta chicos de la familia”. Su familia. Quinta: actualmente hay droga, pero sus efectos alcanzan la orilla del centro pastoral como la ola amortiguada de un transatlántico que hace tiempo que ha pasado de largo. Ahora el caballo de batalla es el migrante, desprotegido; el presidiario que va a salir de la cárcel y carece de dirección postal a la que aferrarse; la víctima de un desahucio; incluso quien tiene hambre, eso que parecía un mal erradicado. “La crisis no nos ha sorprendido porque la gente a nuestro alrededor lleva toda la vida en crisis”, asegura Baeza, quien reconoce que han vuelto el ropero y el reparto de alimentos. “Durante años no los tuvimos porque cronifican situaciones, pero ahora hay gente que tiene necesidad de comida. En todo caso, intentamos que no sea mero asistencialismo sino una herramienta para implicar al vecindario en la lucha”. La exclusión necesita respuestas urgentes, cree Javier, consciente de que en este tiempo de aprietos hasta surgen los roces entre los necesitados. “Al poder le interesa que los pobres se peguen con los pobres para poder seguir llenándose los bolsillos a espuertas”, añade el pastor de una parroquia castigada por la curia por acercar la liturgia al pueblo, aunque eso significase dar misa en vaqueros o repartir hostias como panes. Punto muerto: “Ahora, con el nuevo papa, vivimos un momento esperanzador”, cree Baeza. “Francisco, pese a pertenecer al stablishment, ha tenido gestos de gran trascendencia simbólica. Aunque, tras cuarenta años de oscuridad, tal vez sea como encender una cerilla en una cueva”. Si pasan por la parroquia de San Carlos Borromeo, saluden a Javi. Allí siempre hay luz, y la puerta está abierta. En primer lugar recordaré que el cristianismo no es una religión. Las religiones son obras del hombre. Y, en general, de un hombre primitivo y asustado. Lo explica muy bien el libro, indispensable para quien quiera meterse en el mundo de la experiencia religiosa de manera amena y clara, “Lo Santo”, de Rudolf Otto. El ser humano busca fuera de los pequeños límites de su mundo la explicación de fenómenos que lo atemorizan y hasta lo sobrecogen, y que, con toda evidencia, no son producidos por él mismo. Sobre todo los fenómenos de la naturaleza, especialmente los más nocivos, violentos y catastróficos. Entonces invoca ferviente, e interesadamente, a esos seres que, con el tiempo, fueron llamados dioses. Y, por si éstos fueran peligrosos, sanguinarios o sádicos, procuraban aplacarlos con ofrendas y sacrificios. Todavía nos llama la atención, y nos sobrecoge, la honestidad con la que ofrecían y sacrificaban lo mejor que tenían, el varón primogénito.
La revelación en el judaísmo, que seguirá en el Cristianismo, no es una iniciativa humana, no va de abajo<>arriba, sino al revés, de arriba<>abajo. Los hebreos pagaron el precio de ser los pioneros en esa especie de pacto con Dios, la Alianza, pero sus esquemas continuaban teñidos de los gestos y ritos religiosos de todos los pueblos vecinos, si bien purificados con la ayuda de la Revelación que su Dios, único y poderoso, iba silenciosamente comunicándoles por medio de sus profetas, líderes, y escritores. Por eso mantenían los sacrificios, el sacerdocio ritual, y los intercambios con Dios, que a veces ellos, los judíos, entendían con negocios, con el clásico “do ut des”, (doy para que me des). El Jesús de los evangelios cambia radicalmente ese panorama. Los apóstoles, al principio, no se enteraron, pero con la llegada providencial de Pablo la Iglesia primitiva no ofrece otro sacrificio sino el incruento, -por lo tanto, no verdadero sacrificio, a no ser que la sangre de Jesús en la cruz se considere como la sangre de la Eucaristía-, que es la explicación de una buena tradición teológica-; y no acepta otro sacerdocio que el único y eterno de Cristo, del que todos los bautizados participamos. Hay otra realidad fundamental en las religiones: para ensalzar el poderío y la fuerzas sobre la misma naturaleza de los seres divinos, los líderes religiosos, y después nos lo cuentan los escritores y postas de esas comunidades humanas, imaginan todo tipo de acontecimientos, y de signos fantásticos, llenos de seres angélicos, buenos o malos, y de prodigios portentosos. Y hay que atender que estos sucesos no son específicos del mundo bíblico, del Antiguo (AT) y Nuevo Testamento (NT), sino de todas las religiones, cuanto más primitivas, más. Por eso he hablado en al título de este artículo de infantilismo. Y, algo sorprendente para mí, que este sentimiento infantil haya sobrevivido hasta el siglo XXI, cuando ni es específico, ni concordante con las coordenadas de la fe cristiana. Lo más increíble para mí es que este sentimiento típicamente “religioso” lo mantengan, a capa y espada, y con fervor, presbíteros de la Santa Madre Iglesia, y muchos obispos. (Notaréis que escribo siempre presbítero o cura, esta palabra nada peyorativa, sino muy noble y apropiada al servicio de sanar o curar, y no sacerdote); porque aunque muchos no lo quieran admitir, el tardío reconocimiento, a partir del final del siglo IV, del sacerdocio ministerial en los servidores litúrgicos de la Iglesia, fue un terrible paso atrás, del que todavía estamos sufriendo las consecuencias. E intentaré explicar por qué. Una persona espiritual es lo opuesto a una materialista, que solo mira de tejas o cejas abajo, que solamente se preocupa de sí mismo y su propio bienestar. Alguien con dimensión espiritual es todo aquel que cuida de sí moderadamente y trasciende lo puramente individual para plantar ojos y manos en lo colectivo, en la familia que dejará tras de sí, en todos los demás especialmente en quien más nos necesita, en la humanidad que lo engloba todo, en el entorno que vivimos y en su conservación para el futuro. En otras palabras, la persona espiritual es la que ha alcanzado una importante cota de bonhomía o humanismo, diríamos que es más 'humana'.
Espiritualidad puede considerase como sinónimo de trascendencia, pero tanto un término como otro caben en la esfera de lo puramente laico, no han de entenderse en absoluto de la exclusiva propiedad del ámbito religioso. La espiritualidad religiosa presupone la existencia de una esfera superior, distinta a la meramente física, a la que no se accede por los sentidos sino desde unas creencias y en la que se encuentra al Espíritu por antonomasia. La espiritualidad laica de una sociedad auténticamente civilizada (lo que nada tiene que ver con lo refinado o primitivo de su cultura) es del todo imprescindible para su supervivencia. No es suficiente el externo control de un férreo código penal, porque antes o después surgirán las pequeñas corruptelas y el poder económico y político buscará algún subterfugio para colarnos la gran corrupción. Una sociedad sana es honrada y cumple ampliamente sus propias normas de conducta, lo que garantiza una feliz convivencia. La ética de un pueblo no tiene por qué ser estrictamente universal. Este sentido de 'lo moral' arranca quizás de sus ancestros y tiene la virtud de ser mutuamente aceptado dentro de los límites de su enclave. Pero la globalización de nuestro mundo actual obliga cuando menos a la observancia de un código de mínimos que se concretó en 1948 en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Puede decirse en este contexto y a este fin que las religiones no son necesarias aunque sí serán todas ellas bienvenidas en cuanto proporcionan una motivación extra para cooperar en el bien común y siempre que no extralimiten su influencia menoscabando el poder de la norma común de la sociedad. El cumplimiento de la regla de oro, común a todas las religiones, garantiza la práctica de la espiritualidad laica. Lo que importa a la sociedad es el logro objetivo del bien común, con independencia de la motivación, religiosa o no, de cada individuo. Una sociedad laica se corresponde con un Estado laico. La laicidad del Estado es garante de la libertad de los ciudadanos a la hora de ejercer, si así lo desean, sus derechos religiosos. Un Estado laico se obliga a garantizar que todas las religiones dispongan de idéntica libertad en el ejercicio de su misión y obliga por otro lado a todas las religiones a respetar los derechos civiles tanto de sus fieles como los de los demás ciudadanos. Alguien me relató, no sé si desde su experiencia o de la de otro, que, visitando una iglesia de pueblo, se encontró allí a un niño de unos 9 años sentado en un banco de la iglesia. Después de hacer un recorrido visual por la iglesia se sentó también en un banco no lejos del niño. Allí estuvo un rato envuelto en el silencio. Tras unos minutos, entró el cura y viendo al niño, a quien debía de conocer, se dirige a él y le pregunta: “¿Qué haces aquí?”. El niño sin inmutarse le responde: “Nada”. Entonces el cura le dice: “Reza un avemaría”. El niño, obediente, reza el avemaría y se marcha.
El relato tiene un corolario inmediato: el cura (la religión) con su avemaría vocalizado interrumpe el sosiego espiritual de ese niño que, arropado por la penumbra y el silencio de la iglesia, está y vive la presencia del Misterio. Y que una vez rezado el avemaría considera que ha cumplido con su deber de orar a Dios y se marcha. R. Panikkar nos dice que las “religiones son caminos, o mejor, proyectos de caminos para la plenitud humana”; o lo que es lo mismo, potenciar en el creyente, desde su libertad, la espiritualidad, es decir, la experiencia personal de sentir a Dios dentro de sí, para que se realice lo que bellamente escribía S. Bernardo: “A mayor interioridad, mayor dulzura”. Pero las religiones, al menos la cristiana y las otras del Libro (la judía y el islam), a mi modo de ver, están lejos de ser proyectos de caminos para la plenitud humana, no porque en ellas se dé aquel dicho universitario, “quod natura non dat, Salmantica non praestat”; todo lo contrario, las enseñanzas y la vida de Jesús de Nazaret son factores vivenciales extraordinarios y vigorosos para alimentar una espiritualidad en plenitud. Pero nuestra religión cristiana se ha estructurado en torno a tres ejes cartesianos: el sacerdote, la norma y el rito. Y a lo largo de la historia más que ser creadores y potenciadores de espiritualidad en plenitud se han caracterizado por todo lo contrario: asfixiar la vida espiritual de los creyentes. Valga como ejemplo, aquel movimiento eclesial de espiritualidad intensa protagonizado por las beguinas, que se frustró desde la institución clerical y terminó llevando a la hoguera a algunas de sus protagonistas. A estas mujeres no se les permitió personalizar su fe con libertad y así poder experimentar el Misterio Una religión que se nucleariza en torno a la norma y al rito, teniendo como centinela escrupuloso al sacerdote, no puede ser “proyecto de caminos para la plenitud humana”. La norma lleva a la condena, a la prohibición, al anatema. Nuestros obispos en el concilio Vaticano II se quedaron con el pie traspuesto, pues no entendían que un concilio no condenara a alguien o a alguna doctrina. En este sentido es lamentable la actuación, en sesión conciliar, del entonces obispo de Canarias quien apostrofando sobre los presentes en el hemiciclo conciliar les espetó: “¡Ojalá se derrumbe sobre nosotros la cúpula de S. Pedro, si se llega a aprobar el Decreto sobre Libertad religiosa”. No es de extrañar que Nietzsche considerara al cristianismo y a los cristianos como “agobiados de convicciones Cuando Max Weber nos habla de dos tipos de religión: la profética y la mística, la religión cristina se sitúa históricamente más en el territorio profético que en el místico; pero es preciso señalar que con más frecuencia de la deseada se escora al lado más perverso, como es el de concretar en normas y ritos el anuncio de la promesa y del kairós de la plenitud humana. De ahí hay un paso a presentarnos a Dios como un Ser omnipotente y todopoderoso (judaísmo y cristianismo) o Alá es grande (el islam). Y entonces el fundamentalismo está a la vuelta de la esquina. La experiencia histórica de ello es dolorosa, como la recientemente vivida en Francia con el semanario de humor Charlie Hebdo. Llama poderosamente la atención que aún en nuestros días se rece o cante en la liturgia de las horas (1ª semana) el salmo 149, donde el poeta bíblico invita a que se alabe el nombre de Yavé con danzas y que los piadosos se regocijen con “vítores a Dios en sus gargantas”, teniendo en “sus manos la espada de dos filos, para tomar venganza de las gentes y castigar a los pueblos”. La religión cristiana lleva en sus entrañas lo verdaderamente profético y lo verdaderamente místico, como para que el creyente (cualquier ser humano), despojado de todas las connotaciones del templo, que nos lleva al sacerdote, a la norma y al rito, desarrolle en su interior el deseo óntico de sentir a Dios en su interior, de vivir en su presencia, ya que, como dice J.P. Sartre, “ser hombre significa ser Dios”; o la experiencia profundamente espiritual del poeta bíblico (Salm. 27,8): “Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”. La vivencia de la presencia del Misterio, que es el núcleo de la espiritualidad, tiene su origen, como he referido antes, en el anhelo óntico de cualquier hombre y mujer, que, como bien escribió Platón, el deseo es hijo de la indigencia, de la penuria. De ahí ese hambre de espiritualidad, que nos remite a la nostalgia de nuestro origen contingente y, por ende, al deseo de plenitud. Ahora bien, si, como nos indica J. Habermas, “el pensamiento que no se decapita a sí mismo acaba desembocando en la Trascendencia”, la vivencia en nuestro interior de la presencia del Misterio, de la Deidad, que es lo que constituye la espiritualidad, ha de llevar a cabo una profunda y vigorosa transformación en el interior del ser humano. Es lo que JL Aranguren llama el para qué de la mística. La verdadera espiritualidad radica en estos dos rasgos inseparables: sentir, de una parte, el silencio del Misterio en lo profundo de uno mismo, hasta el punto de que, como nos trasmite Unamuno, “sólo perdido en Ti, es como me encuentro/… pues eres Tú más yo que soy yo mismo”; y, de otra, mirar alrededor, a la realidad circundante; hacerse “cargo misericordiosamente de la realidad”, como nos aconseja I. Ellacuría, mediante el compromiso personal, que conlleva una transformación liberadora de esa realidad histórica. La espiritualidad, sea dentro o fuera de una religión, ha de vivenciar al unísono el Tú trascendente y el tú del otro. El Tú trascendente, como “huella de una ausencia, que sólo a través de ella se hace presencia”, según J. Martín Velasco, ha de vivenciarse desde el silencio, desde el mirar hacia dentro. El silencio de lo trascendente sólo se puede captar desde el silencio. Verdaderamente uno vive esta espiritualidad si experimenta un profundo cambio tanto en su ser como en su obrar, pues lo “importante, advierte Ibn Hazim, no es lo que una persona dice de su fe, sino lo que esa fe hace en esa persona” Los católicos sólo hablan de sexo en el confesionario. Los casados bisbisean sus deseos y fantasías libidinosas, los solteros, de pasada y al final, como algo anecdótico, mencionan el vicio solitario y los jóvenes, si se confiesan, se confiesan de cualquier cosa menos del sexto mandamiento. Ahí no tiene que meter el cura las narices.
El sexto mandamiento ya no vive ni en los manuales de moral. Dios no tiene sexo, por eso su amor es grande, desinteresado y universal. Yo no he oído nunca un sermón sobre el sexo, ni para ensalzarlo ni para denigrarlo. Jesús nunca predicó sobre el sexo, nunca curó a un sifilítico ni a ningún enfermo de sida, razón por la que seguramente las homilías sobre el tema están fuera de lugar. Ya sé que cuando los curas hablan del amor tienden a hacer alusiones al sexo y lo disfrazan con el traje del Amor, pero el sexo es una realidad tan fuerte, tan básica y tan vital que no necesita complementos. Un feligrés, notario, me decía: "Padresito, olvídese, el matrimonio se consuma follando". Una joven pareja que acudió virgen al matrimonio, pocos días después de la boda, se lamentaba: "Si yo hubiera sabido que era tan bueno el sexo, nos habríamos casado mucho antes". ¿De qué hablamos cuando hablamos del amor humano? De sexo. ¿De qué hablaba el Papa Francisco cuando viajaba entre nubes blancas y teofánicas? De sexo. El matrimonio no existe "para procrear como conejos". La frase menos papal jamás pronunciada por un Pontífice. El domingo pasado, al despedir a los feligreses al final de la eucaristía, un feligrés con el que siempre intercambio unas bromas leves, sumamente cabreado me espetó con ira incontenida e incontenible: "Qué putada nos ha hecho el Papa Francisco! O sea que mi madre es una coneja y yo soy su conejo". Rodeados de feligreses, quedamos en seguir hablando, naturalmente de sexo. "Procrear como conejos" no es una expresión bíblica, ni teológica. Las mejores conejitas se encuentran en las páginas de Playboy. ¿Ha querido Francisco abrir nuevas puertas a la procreación? ¿Ha querido redefinir los fines del matrimonio? Mi primera reacción cuando leí esta afirmación papal fue pensar en los movimientos que en la Iglesia Católica defienden la procreación sin límites, tantos hijos cuantos Dios quiera. Abstenerse del sexo no pueden y, obedientes, se abstienen de los métodos anticonceptivos. Y en una imagen poética convierten la cama en el altar del gran amor, de la procreación sin límites. Francisco, sabedor de que los fieles católicos tienen más sentido común que los eruditos documentos vaticanos y sabedor de que la inmensa mayoría de los curas recomiendan los métodos anticonceptivos, avalancha imparable, recurrió al principio de la "paternidad responsable" que está por encima de las pequeñas normas que lo quieren estrangular. Para ser buenos católicos no hay que procrear como conejos, de acuerdo, pero hay que recordar que el sexo, el que alimenta el amor esponsal, es el primer fin del matrimonio. Francisco, desgraciadamente, no ha abierto ninguna puerta. Defiende la Humanae Vitae como documento profético y oficial de la Iglesia. Pero "la realidad es más importante que las ideas" y la realidad contradice las ideas de la Humanae Vitae. Ningún documento, ninguna moral pondrá fin al sexo. Sólo los métodos anticonceptivos ponen fin a la procreación como conejos. El progreso humano va conquistando nuevas fronteras día tras día y ha conseguido dominar la naturaleza humana y ha encontrado maneras de dejar en suspenso la procreación y ha descubierto nuevas maneras de procrear sin sexo. Bendito sea Dios que nos ha hecho más inteligentes que a los conejos. |
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