Un mirada global a la historia de la Iglesia enseguida nos hace caer en la cuenta de la enorme influencia que a lo largo de los siglos tuvo la iglesia jerárquica en la civilización y cultura occidental, sobre todo a lo largo de la edad media, ejerciendo un poder omnímodo en casi todos los campos de la actividad humana y particularmente política, aportando justificación sagrada a toda clase de comportamientos éticos, morales, jurídicos, filosóficos y políticos. Era como una teocracia o gobierno de Dios, cuya representación visible en el mundo es el Papa de Roma que aun hoy es el monarca del Vaticano así como cabeza de la Iglesia Católica.
A medida que la Iglesia fue adquiriendo poder político, influencia social y rodeándose de privilegios, fue alejándose del Evangelio e hipotecando su compromiso con la construcción del Reino de Dios. Cada vez era más vista por el pueblo como pegada y plegada al poder, al lado de los poderosos y de la riqueza, influyente socialmente y cada vez más alejada del pueblo y temida, conservadora en los doctrinal y ávida de conservar intactos sus privilegios. Esto la llevó a perder en masa en los siglos XVIII y XIX a la clase obrera. Oponiéndose al avance científico, el progreso, la evolución del pensamiento, y a los movimientos progresistas e innovadores del siglo XIX, perdió a los intelectuales. En el siglo XX y nuestros días, sobre todo en el ámbito de la civilización occidental, está perdiendo a los hombres y a la juventud, pues, por ejemplo, en las celebraciones dominicales de la Eucaristía, casi vemos exclusivamente a mujeres bastante o muy avanzadas en edad y cada vez menos. El Concilio Vaticano II, providencialmente convocado por Juan XXIII, quiso retornar la Iglesia en su fondo y forma, por un lado a sus orígenes y por otro a responder a los retos e interrogantes de nuestro tiempo, pero sobre todo después de Pablo VI, desde el Vaticano se dio marcha atrás retornando en lo más importante a los tiempos preconciliares, literal y doctrinalmente tapando la boca a muchos teólogos e intelectuales que intentaron ser profetas del Evangelio, al estilo de los Apóstoles y primeros cristianos, para nuestro tiempo, especialmente en América Latina, profetas que no se limitan a enunciar o explicar la doctrina revelada, sino que buscan descubrir y decir cómo se aplica esa revelación en determinada situación y en determinado tiempo y lugar. El profeta posee sensibilidad para percibir lo que está ocurriendo y el sentido de los acontecimientos, dónde está el pecado y por dónde viene la salvación aquí y ahora. La profecía es palabra de Dios a su pueblo aquí y ahora. Es actualización de la palabra de Dios, que fue la misión de Jesús en esta tierra. Por eso ella es 100% religiosa y 100% política, pero política en un sentido bien particular. Esta política no es conquista ni ejercicio de poder. Por el contrario, el profeta no tiene ningún poder y no pretende conquistar un poder, o sea, ninguna capacidad de imponer nada a sus coetáneos. La profecía es política porque es pública, se dirige a la sociedad entera y a sus gobernantes y anuncia un cambio radical de toda la sociedad, denunciando la injusticia y a los injustos y proclamando los grandes valores del Reino de Dios para cada momento histórico, sobre todo la justicia, que es el primer grado de amor. Dios quiere salvar o liberar a la humanidad del estado de injusticia y de dominación en que ella se encuentra. El profeta se dirige al pueblo. Su acción y sus palabras son actos públicos. El profeta se dirige al mismo tiempo a los jefes del pueblo, a aquellos que detentan el poder justa o injustamente, y también al pueblo en general. Él se siente como la encarnación del mensaje de Dios a la totalidad de su pueblo. Pues Dios quiere recordar en primer lugar que ese pueblo es su pueblo y que los jefes, en lugar de desviar al pueblo de su misión, tienen el deber de promoverla. El profeta denuncia también la corrupción de los dirigentes que abusan de su poder para corromper al propio pueblo. El profeta predica la conversión total de las personas y de la sociedad en sus estructuras. Por todo esto el profeta es perseguido, denunciado, maltratado, apartado del pueblo y hasta muerto. Esta misión cumplieron los grandes profetas de Israel, y sobre todo, el Gran Profeta de todos los Profetas, que fue Jesucristo, cuyo compromiso con los oprimidos le llevó a ser condenado y asesinado públicamente por los opresores del pueblo. Así terminaron su compromiso Pedro y Pablo y numerosos cristianos de los primeros siglos en su lucha contra la esclavitud impuesta por el poder romano al pueblo. El Concilio Vaticano II dice: "El pueblo santo de Dios participa también de la misión profética de Cristo". Muchos Obispos, sacerdotes y Laicos de América Latina asumieron literalmente esta misión profética. El Concilio Vaticano II tuvo el coraje de pronunciar la palabra "justicia", palabra prohibida por las elites dominantes en América latina y en el mundo entero. También Medellín pronunció esa palabra prohibida. El centro del mensaje profético en América Latina fue la palabra "justicia". Muchos murieron por haber pronunciado tal palabra. La palabra justicia es una de las palabras claves de la profecía. Por eso podemos reconocer en Medellín una expresión del Espíritu de profecía, porque lo que los empobrecidos esperan es la justicia. Incluso cuando son humillados por el sistema neoliberal (que los quiere contentar con las limosnas que les concede), ellos no dejan de ser seres humanos con todos los derechos que eso comporta. Tienen derecho a la justicia - y el profeta tiene la misión de recordar que ésta es la voluntad de Dios. A los pobres el profeta les recuerda que son seres humanos con derecho a la justicia y a los privilegiados recuerda que donde hay injusticia es la justicia la que debe existir. Por eso los profetas fueron antes y son ahora perseguidos. Desde los años 50 la profecía resonaba con fuerza en América Latina, pero sus profetas encontraron en varios documentos del Vaticano II un apoyo firme y una verdadera iluminación. Así, al final del Concilio, 40 obispos de todos los continentes el 16 de noviembre de 1965 se reunieron en la catacumba de santa Domitila y asumieron el compromiso de hacer de la liberación de los pobres la prioridad absoluta de su ministerio. Entre ellos estaban los latinoamericanos que hicieron Medellín. Este fue su gran mensaje: 1. Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. Mt 5, 3; 6, 33s; 8-20. 2. Renunciamos para siempre a la apariencia y la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir (ricas vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos (esos signos deben ser, ciertamente, evangélicos). Mc 6, 9; Mt 10, 9s; Hech 3, 6. Ni oro ni plata. 3. No poseeremos bienes muebles ni inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco, etc, a nombre propio; y, si es necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de las obras sociales o caritativas. Mt 6, 19-21; Lc 12, 33s. 4. En cuanto sea posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser menos administradores y más pastores y apóstoles. Mt 10, 8; Hech 6, 1-7. 5. Rechazamos que verbalmente o por escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor...). Preferimos que nos llamen con el nombre evangélico de Padre. Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15. 6. En nuestro comportamiento y relaciones sociales evitaremos todo lo que pueda parecer concesión de privilegios, primacía o incluso preferencia a los ricos y a los poderosos (por ejemplo en banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios religiosos). Lc 13, 12-14; 1 Cor 9, 14-19. 7. Igualmente evitaremos propiciar o adular la vanidad de quien quiera que sea, al recompensar o solicitar ayudas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a que consideren sus dádivas como una participación normal en el culto, en el apostolado y en la acción social. Mt 6, 2-4; Lc 15, 9-13; 2 Cor 12, 4. 8. Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc. al servicio apostólico y pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras personas y grupos de la diócesis. Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y trabajadores, compartiendo su vida y el trabajo. Lc 4, 18s; Mc 6, 4; Mt 11, 4s; Hech 18, 3s; 20, 33-35; 1 Cor 4, 12 y 9, 1-27. 9. Conscientes de las exigencias de la justicia y de la caridad, y de sus mutuas relaciones, procuraremos transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas, como un humilde servicio a los organismos públicos competentes. Mt 25, 31-46; Lc 13, 12-14 y 33s. 10. Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y pongan en práctica las leyes, estructuras e instituciones sociales que son necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total de todo el hombre y de todos los hombres, y, así, para el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios. Cfr. Hech 2, 44s; 4, 32-35; 5, 4; 2 Cor 8 y 9; 1 Tim 5, 16. 11. Porque la colegialidad de los obispos encuentra su más plena realización evangélica en el servicio en común a las mayorías en miseria física cultural y moral -dos tercios de la humanidad- nos comprometemos: a compartir, según nuestras posibilidades, en los proyectos urgentes de los episcopados de las naciones pobres; a pedir juntos, al nivel de organismos internacionales, dando siempre testimonio del evangelio, como lo hizo el papa Pablo VI en las Naciones Unidas, la adopción de estructuras económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de su miseria. 12. Nos comprometemos a compartir nuestra vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes, religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio. Así, nos esforzaremos para "revisar nuestra vida" con ellos; buscaremos colaboradores para poder ser más animadores según el Espíritu que jefes según el mundo; procuraremos hacernos lo más humanamente posible presentes, ser acogedores; nos mostraremos abiertos a todos, sea cual fuere su religión. Mc 8, 34s; Hech 6, 1-7; 1 Tim 3, 8-10. 13. Cuando regresemos a nuestras diócesis daremos a conocer estas resoluciones a nuestros diocesanos, pidiéndoles que nos ayuden con su comprensión, su colaboración y sus oraciones. Que Dios nos ayude a ser fieles. No había solamente obispos, ya que muchos sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos se sintieron empujados por la fuerza del Espíritu y también hablaron y actuaron como profetas. Sobre todo en la época de los regímenes militares en América Latina, muchos profetas fueron muertos por causa de su palabra. Se tenía la impresión de que la Iglesia estaba volviendo a los primeros tiempos. En el llamado documento de Puebla decían los obispos de entones: "Es de suma importancia que este servicio del hermano siga la línea que nos traza el Concilio Vaticano II: «Cumplir antes que nada las exigencias de la justicia para no quedar dando como ayuda de caridad aquello que ya se debe por razón de justicia; suprimir las causas y no sólo los efectos de los males y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciben se vayan liberando progresivamente de la dependencia externa y se basten a sí mismos»". Era su mensaje profético. Pues bien, la iglesia actual, o retorna a este mensaje, es decir, a sus orígenes, que es Jesucristo y su mensaje, a la línea de los primeros papas y los cristianos de los primeros siglos, asumiendo el compromiso con los actuales empobrecidos del mundo, denunciando las injusticias, las desigualdades, los robos y saqueos que los ricos, cada vez más ricos, hacen de los pobres, y proclamando a todos las exigencias del mensaje de Jesús, o de lo contrario la iglesia oficial tiene los días contados, porque de no hacerlo así, es infiel al Dios de Jesucristo y su mensaje. El actual papa Francisco intenta y lucha por retornar a este camino, que es el único que puede garantizar un futuro digno para toda la humanidad. Su mensaje en la ALEGRIA DEL EVANGELIO lo expresa con claridad. ¿El resto de la iglesia jerárquica lo escuchará, le hará caso, lo secundará? De momento, tristemente parece que no lo está haciendo, pues ni siquiera difunde ampliamente el contenido de ese importante documento. Todos podemos y debemos ser profetas con los hechos y palabras de nuestra vida.
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Hay constancia de que ya en el s IV, se celebraba una fiesta en honor de S. Pedro y S. Pablo. No es fácil descubrir las razones que llevaron a aquellos primeros cristianos a unir en una misma celebración litúrgica, dos figuras tan distintas. Lo más probable es que fuese por haber sido martirizados los dos en Roma en la persecución de Nerón y casi al mismo tiempo. También pudo deberse a que sus sepulturas estuvieron juntas durante mucho tiempo. Es también probable que muy pronto se descubriera la complementariedad de las dos figuras. De todas formas, son un claro ejemplo de que caracteres tan dispares, que incluso discutieron duramente aspectos importantes de la primitiva fe, pudieran ser dos seguidores auténticos de Jesús.
A Pedro y Pablo se les ha considerado, desde siempre, como las columnas de la Iglesia. En el caso de Pablo es tan evidente que algunos exegetas han llegado a decir que no debíamos llamar a nuestra religión "cristianismo", sino "paulinismo". Pedro es la figura más destacada en todo el NT. Su nombre aparece 182 veces. Aún así sabemos muy poco de su vida. Por el contrario, Pablo es la persona mejor documentada. Es el único apóstol del que podemos hacer una biografía casi completa. Aunque se presenta como hecho fundamental de su vida la misteriosa caída del caballo, la realidad seguramente, fue mucho más prosaica. Después de estar muchos años "dando coces contra el aguijón", un buen día "cayó del burro". Su conversión no consistió en ningún cambio de su actitud. Simplemente pasó de ser un fanático fariseo a ser un fanático seguidor de Cristo. Lo primero que nos enseñan estos dos personajes, es que no es nada fácil aceptar el mensaje de Jesús. Precisamente los dos fueron los más reacios, cada uno a su manera, a la hora de dar el paso y aceptar al verdadero Jesús. Pedro, con toda espontaneidad, no pierde ocasión de manifestar su oposición a lo que decía el Maestro. Por ejemplo: se niega a aceptar la idea de un Jesús que tiene que ir a la muerte, lo cual le merecen las palabras más duras que Jesús dirige a una persona en todo el evangelio: "Retírate de mi vista Satanás, que me haces tropezar". En la Cena se significa también por su oposición a que su "jefe" le lave los pies. Un poco más tarde, en el momento más difícil para Jesús, le niega tres veces, que quiere decir que le niega absolutamente, sin paliativos. Pablo fue un fanático de la defensa de su religión. Por defender el judaísmo se convirtió en perseguidor de todos aquellos que seguían la mayor herejía surgida del judaísmo. También su formación personal fue completamente diferente. Pedro era simplemente un pescador, sin ninguna preparación, pero testarudo y sincero. Pablo era un intelectual. Había pasado por la universidad, que entonces era el estudio de la Ley. Uno con su sencillez y espontaneidad y el otro con su agudeza intelectual, construyen la única Iglesia, como nos dice el prefacio de la liturgia de hoy. Esa dificultad que tuvieron Pedro y Pablo para seguir a Jesús, puede ser de mucha ayuda para nosotros hoy. Pedro, antes de la experiencia pascual, siguió a un Jesús acomodado a sus ideales e intereses de buen judío. Pablo, antes de la caída del caballo servía al Dios del AT que estaba a años luz del Dios de Jesús. La dificultad para aceptar la figura de Jesús, hace más creíble la sincera adhesión a su persona. No sirve de nada seguir a Jesús sin haberle conocido bien. Solo después de haber superado la prueba de nuestros prejuicios, estaremos preparados para orientar a los demás en el mismo seguimiento que nos salva a nosotros. Todavía se puede adivinar en los evangelios los obstáculos que tuvieron que superar para pasar del conocimiento de Jesús, a la vivencia personal de todo lo que predicó. Sería muy interesante descubrir que solo desde la vivencia personal se puede uno lanzar a la tarea de comunicar una fe. Esto explica el por qué un puñado de personas fueron capaces de trasformar el mundo conocido en muy pocas generaciones, y sin embargo nosotros, siendo dos mil millones, convencemos cada vez menos y estamos en franca recesión. Querer enseñar la religión como se enseñan las Matemáticas es un desvarío. Por más información que reciba sobre Cristo y la Iglesia; por más normas morales y ritos que aprenda y practique, si nadie me invita con su vida a vivir lo aprendido, todo se quedará en una programación que en nada me enriquece. Religión significa relación con Dios; pero esa relación solo se puede conseguir a través de la experiencia interior. Dios solo llega a mí, a través de lo hondo de mi ser. Si viene a mí por otro camino, ese Dios es falso. La misma idea de una clase de religión, es una contradicción en los términos. La información sobre una religión, no tiene nada que ver con el ser religioso. Los ritos y ceremonias que practico por obligación o por rutina, no cambian nada de mi ser porque son simples programaciones externas. Lo mismo las normas morales que cumplo, aunque sea estrictamente, no me enriquecen porque no son más que respuestas automáticas a un disquete que me han colocado. Las normas, las cumplían los fariseos del tiempo de Jesús mil veces mejor que nosotros. Los ritos y las ceremonias, las realizaban los sacerdotes de su tiempo mucho mejor que nosotros. Sin embargo, a ellos les dijo Jesús: Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios. ¿Por qué? Todos tenemos que pasar por el doloroso proceso de maduración, por el que pasaron Pedro y Pablo. En su caso, la dificultad se agravó porque los dos tuvieron que dar el salto desde una religión legalista a una religiosidad de experiencia interior, lo que no es en ningún caso, algo cómodo. Del aprendizaje de una doctrina a la vivencia hay un gran trecho que todo cristiano debe haber recorrido. Sin ese paso la fe se convierte en pura teoría que ni nos salva ni nos permite ayudar a los demás a salvarse. Tal vez esté aquí la causa de nuestro fracaso a la hora de trasmitir lo que llamamos nuestra religión. El paso de la creencia a la vivencia es una tarea que dura toda la vida. Nunca terminamos de dar el paso, porque nos encontramos más a gusto con las seguridades que nos da nuestro Dios fabricado a medida, que la total confianza en el Dios de Jesús que es cosa muy distinta. Tanto Pedro como Pablo eran personas muy religiosas que se encontraban tan a gusto dentro de su judaísmo. El contacto con Jesús, desbarató esa seguridad y les hizo entrar en la dinámica de una auténtica relación con ese Dios que es amor. Celebrar hoy la fiesta del papado tiene sus dificultades de encaje. El texto que hemos leído del evangelio de Mateo es de los más difíciles de interpretar y se ha entendido mal durante muchos siglos. Hoy sabemos que esas palabras nunca los pudo pronunciar Jesús. Jesús nunca pudo pensar en una Iglesia como la que hoy contemplamos. Tampoco el texto quiere decir lo que hemos interpretado después. No se trata de construir algo inquebrantable sobre una roca, sino de construir un edificio con piedras vivas de las cuales la primera sería Pedro, pero que todas conforman el único edificio. Cuando pronunciamos u oímos la palabra Iglesia, todos pensamos en el Papa y la jerarquía. Aún no ha calado en la mayoría de los cristianos el vuelco copernicano que dio a este respecto el Vaticano II. En él se habla ciento treinta y tantas veces de "pueblo de Dios" que es una expresión más adecuada al concepto que deberíamos comprender cuando decimos Iglesia. Jesús no pudo pensar en una jerarquía (poder sagrado) porque siempre estuvo en contra de todo poder. Recordemos como muestra: "no llaméis a nadie Padre, no llaméis a nadie maestro, no llaméis a nadie señor". "El que quiera ser grande que sea el servidor y el que quiera ser primero, que sea el último de todos". Meditación-contemplación Pedro y Pablo nos enseñan que la fe es un largo proceso. Todos debemos pasar de la creencia a la fe. Es un paso sutil, que se da a través de la vivencia. Sin ese paso no hay religiosidad, sino solo programación. ................ No basta con aceptar unas doctrinas. No es suficiente el cumplimiento de unas normas. No puede salvar la celebración de unos ritos. Todo eso tendrá sentido cuando lo convierta en vida. ................ Es imprescindible una formación religiosa. Si no aprendo a vivir lo que me han enseñado, esos conocimientos no me llevarán a la plenitud. Sólo la vivencia interior transformará mi ser. Las palabras finales de este texto se han utilizado como "prueba" de que Jesús habría fundado directamente la Iglesia y, dentro de ella, habría colocado a Simón Pedro como máxima autoridad.
A partir de ahí, el propio magisterio eclesiástico iría elaborando posteriormente la doctrina de la "institución divina" de la Iglesia, y la primacía de Pedro, como "pontífice máximo" o "primer papa", al que habrían de ir sucediendo todos los demás, en una cadena ininterrumpida hasta el día de hoy, en que el Papa Francisco haría el número 265. Apoyados en aquellas palabras, los fieles han ido viviendo varias actitudes a lo largo de la historia: confianza inquebrantable ("el poder del infierno no la derrotará"); amor a la Iglesia, aunque a veces acompañado de una absolutización e idealización de la misma, como si fuera poco menos que una "encarnación continuada" de la divinidad; amor igualmente a la figura del papa, no exento con frecuencia de una especie de papolatría mítica o infantiloide; sin olvidar que, sobre este mismo texto que estamos comentando se asentó toda aquella doctrina del poder absoluto de los papas –recuérdese la "lucha de investiduras"-, quienes eran vistos directamente como "vicarios de Cristo", detentadores de un poder prácticamente omnímodo, incluida la infalibilidad. Si todo poder encierra riesgos graves –más graves cuanto más absolutista sea-, la Iglesia no fue una excepción. En una doble dirección: "hacia dentro", convirtiendo la institución eclesial en una especie de monarquía absoluta, con una única autoridad inapelable, que terminaría socavando todo atisbo de colegialidad; y "hacia fuera", apareciendo la Iglesia como instancia de dominio y de control, que solo fue cediendo en la medida en que le era arrebatado por una sociedad que luchaba cada vez más por su autonomía. En la práctica, en la Iglesia se olvidaron muchas veces las palabras sabias de Jesús, que siempre receló del poder: "Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos" (Mc 10,43-44). Pues bien, sin dejar de reconocer la legitimidad del proceso histórico por el que se constituyó la Iglesia, actualmente hay acuerdo entre los exegetas más rigurosos en el hecho de que las palabras que comentamos en ningún caso las habría pronunciado Jesús. Se trataría de una reflexión de la propia comunidad de Mateo, ya evolucionada, que el autor pondría en boca del Maestro para dotarlas de mayor autoridad. De hecho, resultaba ya significativo el dato de que es únicamente Mateo el que trae esas afirmaciones. En los textos paralelos de Marcos (más original, y al que el propio Mateo sigue) y de Lucas, encontramos la misma doble pregunta de Jesús a sus discípulos ("¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?"; "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?"). Pero acaban ahí (Mc 8,27-30; Lc 9,18-21): en ellos no aparece el añadido específico de Mateo. Nos hallamos, por tanto, ante una lectura de la comunidad mateana, pero no ante una palabra del Jesús histórico. Tal modo de escribir no era extraño en la antigüedad: aquello que un grupo determinado consideraba importante podía ser atribuido directamente a algún personaje famoso –en este caso, al propio Maestro-, para dotarlo de mayor autoridad. Al comprenderlo, relativizamos sanamente toda aquella doctrina cuasi fundamentalista que se fue construyendo sobre la Iglesia y el papado, y recuperamos la sencillez del evangelio, a cuya luz también la propia Iglesia habrá de ir renovándose. Lo que parece claro es que el de Jesús no fue un mensaje propiamente "religioso", ni tampoco fundó una iglesia específica. El suyo fue un proyecto espiritual (profundamente humano), con el que puede "conectar" cualquier persona. Si el mensaje espiritual –caracterizado por su inclusividad, como un abrazo universal que no se encierra en ningún gueto- es lo prioritario, la Iglesia, el papado y la religión únicamente tienen sentido en tanto en cuanto se viven en función de aquel: al servicio de la persona y de la espiritualidad abierta. ¿A quién se le ocurriría un homenaje común a Messi y Cristiano Ronaldo? Salvadas las enormes diferencias, la misma extrañeza produce esta fiesta que une a dos personajes muy distintos, de los que sabemos que, en cierto momento, en Antioquía de Siria, tuvieron un terrible altercado por motivos teológicos y prácticos.
La Iglesia, al unirlos a los dos en una celebración común, nos indica qué pretende con esta fiesta: no es cantar la gloria de ninguno de los dos santos (cosa que tanto nos gusta a los católicos) sino celebrar la obra común que Dios llevó a cabo a través de ellos. Pedro, el cabecilla Entre los discípulos de Jesús, Pedro fue sin duda el más lanzado, con el peligro que eso conlleva. Era el cabecilla del grupo, el primero en hablar en cualquier circunstancia, sin miedo a reprender a Jesús cuando anuncia su pasión, sin miedo a llevarle la contraria cuando quiere lavarle los pies o cuando anuncia que todos los traicionarán. El ser tan lanzado lo sitúa también en el lugar más peligroso, y termina negando a Jesús. Pero, como él mismo termina confesando después de la resurrección: «A pesar de todo, tú sabes que te amo». No es raro que Jesús lo viese como el cabecilla natural del grupo después de su muerte. Pablo, el hombre universal Pero la expansión de la Iglesia primitiva es humanamente inconcebible sin la figura de Pablo. Todos hemos leído su conversión. Lo que muchos no conocen es la revelación que Dios le hizo y en la que él tanto insiste en sus cartas: que la buena noticia de Jesús no era sólo para los judíos sino también para todo el mundo; para judíos y paganos. Es cierto que a mediados del siglo I ya hay cristianos en Roma (a ellos les dirige Pablo su famosa carta), pero si el evangelio se extiende por lo que actualmente es Turquía, Grecia, quizá España, es gracias a la labor de Pablo, que recorrió miles de kilómetros y se expuso a toda clase de peligros por llevar la fe en Jesús «hasta los confines de la tierra». El enfoque de las lecturas La liturgia concede especial importancia a Pedro, dedicándole las lecturas primera y tercera (evangelio). A Pablo dedica la segunda. En ambos casos se destacan los aspectos de protección divina y misión. PEDRO: PROTECCIÓN Y MISIÓN 1ª lectura: protección divina Se expresa a través de un sorprendente milagro: Pedro, a pesar de estar custodiado por cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno, es liberado durante la noche por un ángel. Resulta imposible no pensar en la liberación de los israelitas de Egipto, cuando el ángel marcha delante de ellos también durante la noche. Por otra parte, esta es la tercera vez que meten a Pedro en la cárcel, y la segunda que lo saca un ángel. Algo que llama la atención, porque otros cristianos no gozan del mismo grado de protección divina: a Esteban lo apedrean, a Santiago lo degüellan, a Pablo lo persiguen a muerte y tienen que descolgarlo en una espuerta... Aunque según la tradición, el mismo Pedro terminará crucificado. Esta primera lectura, que puede provocar una sonrisa escéptica en muchos cristianos actuales, tiene gran valor simbólico. Basta pensar en los últimos Papas, atados con todo tipo de cadenas (desde el lejano caso Marcinkus hasta los recientes escándalos del IOR) y vigilados por multitud de cardenales (más atentos que las cuatro cohortes romanas de Pedro). Buen momento para pedirle a Dios que envíe un ángel a liberar a Francisco. Evangelio: misión La misión se cuenta con el famoso episodio de la confesión de Cesarea de Felipe, que parte de la gran pregunta: ¿quién es Jesús? El pasaje se divide en tres partes: 1) lo que piensa la gente; 2) lo que afirma Pedro; 3) la promesa de Jesús a Pedro. Esta tercera parte es exclusiva de Mateo y es la fundamental para la fiesta de hoy. Para no alargarme, me limito a comentar esta parte final y dejo las otras dos para un apéndice. En los evangelios de Marcos y Lucas, el pasaje de la confesión de Pedro en Cesarea de Felipe termina con las palabras: "Prohibió terminantemente a los discípulos decirle a nadie que él era el Mesías". Sin embargo, Mateo introduce aquí unas palabras de Jesús a Pedro. Comienzan con una bendición, que subraya la importancia del título de Mesías que Pedro acaba de conceder a Jesús. Humanamente hablando, Pedro es un hereje o un loco. Para Jesús, sus palabras son fruto de una revelación del Padre. Nos vienen a la memoria lo dicho en 11,25-30: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y aquel a quien el Padre se lo quiere revelar". Basándose en esta revelación, no en los méritos de Pedro, Jesús le comunica unas promesas: 1) sobre él edificará su Iglesia; 2) le dará las llaves del Reino de Dios; 3) como consecuencia de lo anterior, lo que él decida en la tierra será refrendado en el cielo. Las afirmaciones más sorprendentes son la primera y la tercera. En el AT, la "roca" es Dios. En el NT, la imagen se aplica a Jesús. Que el mismo Jesús diga que la roca es Pedro supone algo inimaginable, que difícilmente podrían haber inventado los cristianos posteriores. (La escapatoria de quienes afirman que Jesús, al pronunciar las palabras "y sobre esta piedra edificaré mi iglesia" se refiere a él mismo, no a Pedro, es poco seria). La segunda afirmación ("te daré las llaves del Reino de Dios") se entiende recordando la promesa de Is 22,22 al mayordomo de palacio Eliaquín: "Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá". Se concede al personaje una autoridad absoluta en su campo de actividad. Curiosamente, el texto de Mateo cambia de imagen, y no habla luego de abrir y cerrar sino de atar y desatar. Pero la idea de fondo es la misma. El texto contiene otra afirmación importantísima: la intención de Jesús de formar una nueva comunidad, que se mantendrá eternamente. Todo lo que se dice a Pedro está en función de esta idea. ¿Por qué pone de relieve Mateo este papel de Pedro? ¿Le guía una intención eclesiológica, para indicar cómo concibe Jesús a su comunidad? ¿O tienen una finalidad mucho más práctica? Ambas ideas no se excluyen, y la teología católica ha insistido básicamente en la primera: Jesús, consciente de que su comunidad necesita un responsable último, encomienda esta misión a Pedro y a sus sucesores. Es posible que haya también de fondo una idea más práctica, relacionada con el papel de Pedro en la iglesia primitiva. Uno de los mayores conflictos que se plantearon desde el primer momento fue el de la aceptación o rechazo de los paganos en la comunidad, y las condiciones requeridas para ello. Los Hechos de los Apóstoles dan testimonio de estos problemas. En su solución desempeñó un papel capital Pedro, enfrentándose a la postura de otros grupos cristianos conservadores (Hechos 10-11; 15). En aquella época, en la que Pedro no era "el Papa", ni gozaba de la "infalibilidad pontificia", las palabras de Mateo suponen un espaldarazo a su postura en favor de los paganos. "Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". Es Pedro el que ha recibido la máxima autoridad y el que tiene la decisión última. PABLO: PROTECCIÓN Y MISIÓN De Pablo se podrían haber elegido infinidad de textos, dada la abundancia de sus cartas y lo mucho que cuenta de él el libro de los Hechos. La liturgia ha elegido un breve pasaje, muy autobiográfico, de la segunda carta a Timoteo. A punto de morir, Pablo recuerda su intensa actividad apostólica y espera el premio prometido. Al mismo tiempo, es consciente de que siempre contó con la ayuda y la fuerza del Señor. Igual que a Pedro lo liberó milagrosamente, a él lo ha librado también de la boca del león, no milagrosamente, sino después de naufragios, azotes, apedreamientos, hambre y sed. APÉNDICE: las dos primeras partes del evangelio Lo que piensa la gente Jesús plantea una encuesta: quién dice la gente que es él. Un lector moderno con cierta cultura bíblica pensará que el resultado no puede ser más descorazonador. Para la gente, Jesús no es un personaje real, sino un muerto que ha vuelto a la vida, se trate de Juan Bautista, Elías, Jeremías o de otro profeta. De estas opiniones, la más "teológica" y con mayor fundamento sería la de Elías, ya que se esperaba su vuelta, de acuerdo con Malaquías 3,23: "Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible; reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra". Al lector moderno le puede resultar interesante que el pueblo vea a Jesús en la línea de los antiguos profetas, en lo que pueden influir muchos aspectos: su poder (como en los casos de Moisés, Elías y Eliseo), su actuación pública, muy crítica con la institución oficial, su lenguaje claro y directo, su lugar de actuación, no limitado al estrecho espacio del culto... Sin embargo, cuando se conoce la época de Jesús, la visión anterior resulta inadecuada. En la mentalidad popular, el título de "profeta" tiene fuertes connotaciones políticas; significa que la gente ve a Jesús como un libertador. Flavio Josefo nos ha dejado testimonio de varios "profetas" surgidos por entonces. Su visión es muy negativa, pero interesante: "Hombres engañadores e impostores, que bajo apariencia de inspiración divina realizaban innovaciones y cambios, induciendo a la multitud a actos de fanatismo religioso y la llevaban al desierto, como si allí Dios les hubiese mostrado los signos de la libertad inminente. Félix envió caballería e infantes contra estos, matando a gran cantidad. Mayor desgracia fue la que trajo sobre los judíos el falso profeta egipcio. Efectivamente, llegó al país un hombre charlatán, que, habiéndose ganado reputación de profeta, reunió a casi treinta mil de los seducidos por él; desde el desierto los llevó al monte de los Olivos, desde donde, según decía, podía penetrar a la fuerza en Jerusalén, vencer a la guarnición romana e imponerse como tirano sobre el pueblo" (Guerra de los Judíos II, 258-263). Este mentalidad popular del profeta como libertador político es la que comparten los discípulos de Emaús; para ellos, Jesús era "un profeta poderoso en obras y en palabras... nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel" (Lc 24,19-21). Lo que afirma Pedro Jesús quiere saber si sus discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea distinta: "Y vosotros, ¿quién decís que soy?" Es una pena que Pedro se lance inmediatamente a dar la respuesta, porque habría sido interesantísimo conocer las opiniones de los demás. Según Mc 8,29, la respuesta de Pedro se limita a las palabras "Tú eres el Mesías". Mateo añade "el Hijo de Dios vivo". ¿Aporta algo especial este añadido? Según algunos, Pedro confesaría no sólo la misión salvadora de Jesús (Mesías), sino también su filiación divina (Hijo de Dios). Sin embargo, esta teoría no es tan clara como parece. El rey de Israel -y por tanto el Mesías- era presentado desde antiguo como "Hijo de Dios" o "Hijo del Altísimo". En el fondo, parece que Mateo no añade nada nuevo. En cualquier caso, hay un dato indiscutible: confesar a Jesús como "Hijo de Dios" ya lo habían hecho los discípulos después de verlo caminar sobre las aguas (14,33). Por consiguiente, la novedad no reside aquí, sino en el título de Mesías. En su origen, el Mesías era el rey de Israel, al que se ungía derramando aceite sobre la cabeza. Con el paso del tiempo, especialmente en los siglos II y I a.C., la imagen del Mesías fue adquiriendo rasgos cada vez más sorprendentes, como se advierte en los Salmos 17 y 18 de Salomón (de origen fariseo, no forman parte de la Biblia). De él se esperaba la liberación política de Israel y la instauración de una sociedad de justicia y paz en entrega al Señor. Por tanto, la confesión de Pedro reviste una importancia y novedad enormes. Además, es importante advertir que se sitúa inmediatamente después del episodio de fariseos y saduceos, representantes del judaísmo oficial, que no aceptan a Jesús. Pedro, contra la opinión oficial, ve en Jesús al salvador del pueblo elegido por Dios. En el latín clásico, papa (del griego páppas), significaba “padre” o ‘”papá”, un término utilizado para referirse a los obispos en el Asia Menor y que desde el siglo XI, se utiliza exclusivamente para designar al Papa de la iglesia católica. Es una buena definición como cabeza de la iglesia porque indica un ascendente amoroso de cuidado y guía incondicional.
Algunos papas han sido más acertados que otros, han cumplido mejor su papel de maestros y profetas que otros. En el caso de Francisco, pese al poco tiempo que lleva en esta difícil misión, se ha ganado por derecho propio al menos dos consideraciones: la de ser creíble (ejemplar, generador de confianza) y la de su humildad que para nada le impide actuar con audacia evangélica. A la gran mayoría de creyentes y no creyentes nos ha sorprendido por su amor a los más pequeños y por su denuncia profética dentro y fuera de la iglesia. Algunos le piden más celeridad en los cambios que ya ha comenzado de puertas a dentro, mientras que otros asisten con preocupación cada vez que reivindica el evangelio frente a prácticas intolerables, incluidas las del neoliberalismo como sistema injusto a superar (“Esta economía mata”, ha llegado a decir). Pero la pregunta sigue en pie: ¿quién sigue a este papa? Porque una cosa es aplaudir sus manifestaciones y su coherencia, y otra bien diferente subirse a ese carro incómodo de la coherencia y denuncia profética que implica necesariamente cambios reales en nuestras actitudes y relaciones humanas. Parece como si quisiéramos que Francisco fuese capaz de cambiar las cosas y hasta las conductas humanas pero de manera que no nos salpique mucho. Una especie de admiración la nuestra que se rinde a su capacidad de comunicador que nos transmite lo que Cristo quiere ahora e nosotros, pero deseando encarecidamente que sea él y solo él quien lleva a cabo la colosal tarea de lograr un mundo mejor. Lo que nos gustaría en realidad es sea capaz de cambiar lo que haga falta pero sin que ello implique nuestra conversión e implicación real en dicha tarea. El papa ha generado montones de titulares sorprendiendo a propios y extraños. Ha cultivado la compasión y la misericordia zarandeando el entramado legal a la manera de Jesús de Nazaret. Nos ha esponjado el camino de la salvación poniendo el acento en la implantación del Reino y su justicia (las dos cosas) para que vuelvan a brotar la alegría de vivir y la esperanza. Los católicos le hemos escuchado entre sorprendidos y admirados, pero no parece que hayamos pasado de ahí. No he visto a centenares de obispos levantar su voz adhiriéndose a su mensaje, ni la mayoría de cardenales parece haber despertado de su letargo de siglos; unos pocos acompañan al papa en un trabajo en equipo tratando de darle la vuelta a un Estado vaticano para convertirlo en el epicentro del mensaje de Cristo contrario a una doctrina filosófica o un centro de poder puro y duro. A la pregunta ¿La prioridad de la Iglesia hoy? Francisco responde que “Lo que más se necesita es la misericordia, misericordia y valentía apostólica”. No es en absoluto una respuesta retórica sino ejemplar que necesita de nuestro apoyo explícito y de nuestra conversión católica, es decir, universal que no puede quedarse en el Papa y en esa minoría misionera que trabaja heroicamente siguiendo a Jesús y que también seguiría siendo heroica sin este Papa. Francisco necesita que le sigan: los cardenales, obispos y laicos así como tantísimas personas de buena voluntad agnósticos o de otras religiones que se sienten removidos por el mensaje y su actitud. Nuestro papa necesita seguidores pero no solo en Twitter o en las entrevistas de la televisión. A los que ya se impacientan porque Francisco no imprime más celeridad a sus reformas anunciadas, deben reconsiderar qué velocidad han puesto en la conversión de sus propias vidas y en la transformación de sus entornos familiares y sociales. Nos hemos convertido en espectadores de la vida en lugar de sus transformadores, como nos pide el Maestro. A la manera de Jesús, este Papa está más solo de lo que parece. Ya veremos si alguna vez pintasen bastos, cuántos admiradores suyos saldrían corriendo o simplemente no se moverían porque nada les delataría: nunca cambiaron de actitud. No hay duda que el Papa Francisco encuentra grandes dificultades al interior de la Iglesia para impulsar un programa de reformas que la conduzca al encuentro con un mundo anhelante de Dios.
Él, como insigne hijo de Iñigo de Loyola, sabe que la impronta ignaciana contiene en su sabia elementos decisivos para poner a la Iglesia en la senda del futuro. Por ello se le ve disponiendo "todo su haber y poseer" a un ritmo frenético e infatigable, porque bien sabe que hay poco tiempo para dotar a la Iglesia universal de ese rasgo esencial del cristianismo, aquel que le fuera dado como carisma al fundador de la Compañía de Jesús: "en todo amar y servir, para la mayor gloria de Dios". Francisco sabe que sin ese sello de espiritualidad servidora la Iglesia corre el grave riesgo de convertirse en un ghetto insignificante, sin repercusión social. Como estricto "contemplativo en la acción", es un pastor modelado en su estilo por esa Iglesia-Pueblo de Dios, donde le ha cabido conducirla por los caminos de la esperanza, primero en su querido Buenos Aires y ahora desde la silla de Pedro. En esa tarea se ha dejado impregnar por la vida de su Pueblo, donde ha descubierto que el primer servicio de la Iglesia se debe a los pobres y sencillos, a los explotados y a las víctimas de un modelo de sociedad esclavizante de multitudes. Es ahí donde Francisco se estrella con los poderosos, que se constituyen en sus principales adversarios. Y claro, si los ha denunciado en público, dejándolos expuestos en sus vanidades y en sus pomposas ostentaciones. Sus lujosos palacios y sus majares han quedado a la vista de todos, mientras sus ocultas intensiones son reveladas. Como pastores son prestos para condenar y lentos para el perdón y la misericordia, gobiernan con severidad y cargan las espaldas de los débiles con pesos agobiantes, abren las puertas del cielo a sus amigos y las del infierno a sus enemigos, someten a costa de miedo apagando el Espíritu; con su ejemplo ahuyentan a muchedumbres. En este contexto, difícil es la tarea del insobornable Francisco con tantos trepas y carreristas en su cercanía, también con la de no pocos dispersos en la amplia geografía de las Iglesias locales que, indiferentes a los consejos del papa, pastorean a sus rebaños ajenos a los vientos que soplan en Roma. ara ellos, nada ha cambiado, sólo esperan con certeza y paciencia la llegada de un nuevo cónclave. Bien podría decirse que ya han jurado venganza por tanta ignonimia revelada. Así, es comprensible la indiferencia eclesial al magisterio del papa Francisco, la resistencia para volver al Concilio Vaticano II, la rebeldía para multiplicar entre los pobres y afligidos la "dulce y confortadora alegría del Evangelio", en resumen, tanto silencio de la Evangelii Gaudium. Ésta es la triste historia de la soledad que acompaña al papa Francisco, cuya voz profética y magisterial es despreciada por muchos de sus colaboradores y acogida con admiración por paganos, gobernantes y líderes religiosos. Sin embargo, esa misma historia ya registra en sus anales que, así como un día el papa Francisco denunció la globalización de la indiferencia desde Lampedusa, en el día de Pentecostés de 2014 el mismo papa tendió un puente de plata para construir la paz mundial, reuniendo en Roma a los líderes políticos y religiosos de los judios, musulmanes y cristianos. En el día del Espíritu Santo, ese gesto de grandeza humana tendrá los frutos de paz deseados en un abrazo inolvidable que, en la sede de Pedro, unió a Simon Peres y Mahmoud Abbas; todo acompañado de la oración silente del patriarca ortodoxo Bartolomé. Es evidente que Dios puede más en el mundo que al interior de la Iglesia. La Vida Religiosa en Europa ha experimentado un notable descenso a partir del post-concilio y afronta hoy la situación de un acusado envejecimiento de sus miembros. A partir de algunas de las recomendaciones, que se hacen hoy a los adultos mayores para envejecer saludablemente, se busca más allá de su referencia a lo físico, el sentido que pueden tener a la hora de envejecer de una manera espiritualmente fecunda.
Antes de decidirme por el subtítulo he tenido dudas con las preposiciones: ¿envejecimiento de la Vida Religiosa (VR) o en la VR? Finalmente he optado por "envejecer con la VR" que expresa mejor lo que vivo y lo que quiero decir aquí. El título se lo debo a este haiku: Mi almacén arde. Ya nada se interpone entre la luna en lo alto y yo. ¿Está ardiendo el almacén de la VR en Europa? Sin darle un tono dramático al verbo arder ni peyorativo al sustantivo almacén, algo de verdad hay en la afirmación y podemos aventurar, al menos, que su techumbre está un poco chamuscada; en palabras del papa Francisco, su momento es "delicado y fatigoso" y Carlos Palacios SJ habla de "anemia evangélica" y de una determinada "figura histórica" que parece estar llegando a su fin. A las generaciones tan numerosas que llenaron conventos y monasterios durante buena parte del siglo XX han seguido el descenso del post-concilio y los números mucho más escasos de las últimas décadas. Podríamos detenernos en el análisis de sus causas o en la descripción de tantos valientes y creativos esfuerzos de reestructuración que se están llevando a cabo en la mayoría de las Congregaciones. Pero mientras algunas se fusionan, las provincias se unen, las regiones se agrupan y las comunidades se reajustan ¿qué pasa con los sujetos reestructurados, reconfigurados, unidos, agrupados, fusionados o reajustados? Porque lo que de verdad importa es si estamos aprovechando el incendio como una oportunidad excepcional para que nada nos oculte la luna. Para empezar la reflexión, vamos a situarnos en contexto: los religiosos mayores formamos parte de un gran colectivo de hombres y mujeres en una franja de edad que va en aumento: en los países del Norte el proceso de envejecimiento que se inicia en torno a los 60 años se prolonga cada vez más, hasta el punto de que al G8 se le han disparado las alarmas y reprochan a los "adultos mayores" estar poniendo en peligro el sistema europeo de pensiones. De entre las reacciones que este fenómeno ha provocado (sociológicas, económicas, psicológicas...), me centro en una muy llamativa: el casi infinito número de recomendaciones y consejos que proliferan en la red sobre cómo envejecer saludablemente. Nunca habíamos estado los mayores tan aconsejados ni tan advertidos sobre qué habilidades y estrategias debemos desplegar si queremos vivir el envejecimiento de manera adecuada. Animada por la actualidad y vigencia de este género literario de exhortación que, junto con el consejo sapiencial posee gran raigambre bíblica, he escogido algunas de las recomendaciones más repetidas, tratando de estirarlas más allá de su significado primero e imitando, en tono menor, aquellas trasposiciones "a lo divino" que les gustaba hacer a nuestros clásicos. COMBATIR LOS HÁBITOS SEDENTARIOS El acuerdo es unánime: la falta de ejercicio acarrea atrofia muscular, deterioro cartilaginoso y aumento del colesterol. Las advertencias se vuelven implacables: las más violentas hablan de "atacar" el reposo, otras se remiten al refranero: "De viejo, poca cama, poco plato y mucho zapato". Alertados ante tan inminentes peligros, nos lanzamos intrépidamente a caminar por calles, parques y senderos, sordos a las protestas de nuestras rodillas y decididos a batirnos en duelo con la vida sedentaria. Es el mismo ímpetu que recomendaban los Padres para combatir la tentación de acedía (de a-kedos, des-cuidado, negligente...), esa mezcla de indiferencia, desaliento y apatía que tanto preocupaba a los antiguos maestros del espíritu. Dice Enzo Bianchi: "Pertenezco a la última generación que ha conocido la enseñanza del arte de luchar contra las tentaciones, un arte que se nos transmitía junto con la fe cristiana. He asistido a la progresiva desaparición de esta pedagogía que he experimentado como una gracia, como una ayuda durante toda mi existencia. (...) Esta lucha y a veces ruda disciplina, requiere pronunciar algunos "síes" y algunos "noes", es una disciplina que humaniza y que es portadora también de felicidad. Verdaderamente, vale la pena luchar porque el combate espiritual es una lucha por la vida plena, una lucha cuyo fin es el amor: saber amar mejor y ser mejor amados. Equivale a afirmar la esencialidad humana y cristiana de una ascesis – palabra que, no lo olvidemos, significa "ejercicio"-, de una lucha por alcanzar una vida plena y realizada: la vida cristiana" vida «a la medida de la estatura de Cristo» (Ef 4,13). Es así como describía Pablo su itinerario vital: «olvidando lo que queda atrás, lanzándome hacia delante...» (Fil 3,13). De la raíz verbal empleada procede lo que Gregorio de Nisa llama epéktasis, una actitud de tensión por alcanzar algo, una continua aspiración de la humanidad a la unión con Dios. Más amenazadora que la que atañe a nuestro físico, es la atrofia de esa epéktasis lo que paraliza nuestro deseo de ir a más en el seguimiento de Cristo y en la configuración con él. Se instala en nuestro interior, junto con el desánimo, el tedio y el disgusto, esa banda sonora cacofónica del "eso son cosas de cuando eras joven...", "ya estoy demasiado mayor para...", "con mis años, como quieres que...", "qué se puede esperar a mi edad...", "ahora sólo busco tranquilidad y que me dejen en paz..." Son pensamientos tóxicos que detienen el desplegarse de nuestra vida y anquilosan nuestros deseos: "No está aún el amor para salir de razón- decía Teresa de Jesús-; más querría yo que la tuviéramos para no contentarnos con esa manera de servir a Dios, siempre a un paso". "No contentarnos", no ponernos techo, no apoltronarnos en la instalada comodidad del "total ya para qué...", dejar de enarbolar nuestros muchos años como pretexto para no cambiar. «¿Cómo puede un hombre viejo volver a nacer?» argumentaba Nicodemo (Jn 3,4), dando una lección de realismo antropológico a aquel galileo joven que aún no sabía de los límites que impone la edad. «Llevo 38 años intentando meterme en el agua...» alegaba el paralítico al que Jesús ofrecía la sanación, dando ya por imposible algo diferente a permanecer petrificado sobre una camilla (Cf Jn 5,1-17). Los dos estaban contaminados por la convicción "mundana" de que la acumulación de los años es una barrera tan insalvable, que ni Dios mismo puede franquearla y por eso preferían quedarse del otro lado, sin atreverse a emprender la aventura de nacer de nuevo, ponerse en pie y volver a andar. Pero la respuesta que reciben es otra: "No es cosa vuestra esa transformación: es el Espíritu la partera de ese nuevo nacimiento, es mi palabra la que posee la fuerza que puede poneros en pie y hacer que soltéis vuestras camillas". ESTIMULAR LA MEMORIA Palabras cruzadas, sopas de letras, sudokus y crucigramas han reemplazado a los rabos de pasas, tan recomendados en nuestra infancia como remedio para la mala memoria. El gran desafío de la edad avanzada es lograr recordar el pasado inmediato ("¿dónde acabo de dejar las gafas?", "¿no había puesto aquí las llaves hace un momento?"); para el pasado remoto tenemos menos problemas y eso es una bendición porque podemos exponernos al poder fantástico que posee la memoria para transformar nuestro presente. En tiempos de tanta insistencia en lo del mindfullness y el ahora, no podemos olvidar nuestra pertenencia a una comunidad de memoria, arraigada en la tradición de un pueblo familiarizado con el imperativo: ¡Recuerda! «Recuerda que fuiste esclavo en Egipto» (Dt 5, 15); «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer...» (Dt 8,2); «Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca » (Sal 104,5). La misión de los orantes es mantener viva esa memoria: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu lealtad son eternas, acuérdate de mí con tu lealtad, por tu bondad, Señor» (Sal 24,6-7). La Pascua es el gran memorial: «Éste será un día de memorial para vosotros y lo celebraréis de generación en generación» (Ex 12,14). En la cena de la noche en que iba a ser entregado, Jesús participa de ese rito de memoria que se convierte en el «Haced esto en memoria mía». El recuerdo, como una onda expansiva, envuelve nuestro presente y nos convierte en partícipes y coetáneos del acontecimiento. «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos», recomendaba Pablo a Timoteo (2Tim 2,8). En una escena del evangelio de Marcos, Jesús invita a sus discípulos a hacer un ejercicio de estimulación de memoria: estaban discutiendo entre ellos porque se habían olvidado de proveerse de panes, solo llevaban uno y esa escasez momentánea acapara tanto su atención que, cuando Jesús les previene contra la levadura de los fariseos y de Herodes, creen que también él participa de su preocupación por la falta de provisiones. Oyeron "levadura" y pensaron en "panes", pero Jesús les invita a recordar: « ¿No os acordáis de cuando partí cinco panes para cinco mil?...Y cuando partí siete panes entre cuatro mil ¿cuántas espuertas llenas de trozos recogisteis?.. » (Mc 8,19-21). El momento en que él había roto y repartido unos pocos panes para saciar el hambre de la multitud estaba reciente, pero los ojos, oídos y corazón de los que lo habían presenciado estaban aún embotados, incapaces de comprender hacia dónde apuntaba el signo realizado. La pregunta de Jesús les invita a caer en la cuenta del gesto asombroso de prodigalidad, esplendidez y exceso que habían vivido y, al pedirles que recordaran el número de canastos de sobras recogidas, intentaba liberarlos del hábito de calcular y de medir las cosas sólo por su utilidad. Y si les invitaba a hacer memoria de aquella desmesura, era porque solo el recuerdo de tanta abundancia podría desviar su atención de lo que ahora les faltaba. Es ese el trabajo interior más necesario cuando las circunstancias fatigosas y limitantes del envejecimiento ("sólo tenemos un pan...") intentan acaparar toda nuestra atención y teñir el ahora que vivimos con los tonos sombríos de la queja y con la impresión de que es inevitable vivir esta etapa tardía bajo el signo de la escasez, la carencia y la penuria. Lo mismo que ante los israelitas en el desierto, dos caminos se abren ante nosotros en esta etapa: el de la murmuración y el de la bendición. Elegir éste supone la decisión de practicar una memoria selectiva para recordar los doce canastos de dones con los que hemos sido colmados. Cuando ponemos ahí nuestros ojos, brota inevitablemente el agradecimiento por tanto bien recibido, tanta misericordia y tanta gracia acogidas: Cuando te encuentre, nunca podré cubrir con mi agradecimiento el vasto abismo que llenaste con tu misericordia. (A.Núñez SJ) MANTENER UNA DIETA EQUILIBRADA Como de la importancia de la ingesta de fibra y de la urgencia de beber ingentes litros de agua ya se encargan con afán los médicos, paso directamente al Génesis que es donde aparece por primera vez el tema del comer. En el segundo relato de la creación, Dios modela del polvo de la tierra un ´adam «soplando en sus narices un aliento de vida» (Gen 2,7). Eso supone que el ´adam no estaba "rematado", ni resultaba perfecto sino incompleto y "agujereado", portador de ese hueco vacío que forman los orificios nasales, la boca, la garganta y la tráquea que el hebreo llama nefes y que traducimos etéreamente como alma. Por ahí respiramos, comemos y bebemos y sólo por ahí puede llegar a nosotros el aliento de la vida de Dios. Sin lo que nos llega "de fuera" no hay vida posible y esta necesidad absoluta que nos constituye, descarta cualquier pretensión de autosuficiencia por nuestra parte. Al haceros mayores, sin embargo, nos acecha el peligro de "cerrar la boca" creyendo que lo ya vivido nos ha nutrido suficientemente y que no necesitamos más novedades, ni más experiencias, ni más palabras. Es la postura escéptica de quien piensa que ya lo ha visto todo, lo ha oído todo y se lo sabe todo y, como no hay nada nuevo bajo el sol, para qué necesito interesarme por lo que pasa, abrirme a nuevas ideas, contactar con otras realidades o estar dispuesto a cambiar de casa, o de cuarto, o de ciudad, o de clima, o de médico. A partir de cierta edad, ninguna dolencia nos hace tanto daño como la costumbritis que nos fija y aprisiona con tenazas de hierro y desemboca en la "herejía emocional", esa forma peligrosa y real de ateísmo por nuestra parte, "ese sentimiento extendido y difuso de que Dios y la fe en él no tienen ya ningún poder sobre este mundo; de que no lo tiene tampoco sobre nuestras Congregaciones religiosas; de que tampoco lo tiene ya en nosotros" (J.A. García). Todo lo contrario de esa actitud hospitalaria que a veces nos deslumbra en gente mayor en nuestras comunidades que se han hecho "como niños", según la recomendación de Jesús, y por eso aprenden, escuchan, acogen, se interesan por todo, se duelen y se alegran con el dolor y la alegría del mundo, mantienen la capacidad de admiración y de asombro. «Abre toda tu boca y yo la llenaré», pide el Señor a Israel en un salmo (80,11): déjame seguir soplando en ti mi aliento, déjame continuar alimentándote y re-creándote y ensanchando tu corazón y haciéndote crecer «hasta que alcances en plenitud la talla de Cristo» (Ef 4,13). VIGILAR LA AUDICIÓN Y LA VISTA. Ambos sentidos amenazan pérdidas de fastidiosas consecuencias, de ahí la necesidad de vigilar las cataratas, ponernos audífonos o situarnos cerca de los altavoces. Voy a detenerme en otros altavoces por los que nos llegan constantemente muy provechosas y realistas informaciones sobre la edad que tenemos. Porque adolecemos con frecuencia de unas cataratas que nos impiden visualizar correctamente los datos de nuestro DNI, y suelen ser los demás quienes se encargan de recordárnoslos. Cantamos con fervor el comienzo del salmo 121 que traducido literalmente dice: «¡Qué alegría con los que me dijeron (´omerim es en hebreo el participio de la raíz ´mr, decir): Vamos a la casa del Señor!». Pero esa alegría que proclamamos cantando, suele empañarse cuando llegan los ´omerim y nos recuerdan, de mil maneras, que estamos ya a un paso de la casa del Señor, anuncio que suele hacernos poca gracia. La visión es otro sentido a vigilar. Dice Chesterton hablando de San Francisco: "Si hubiera visto, en uno de sus sueños extraños, la ciudad de Asís puesta del revés, podría ver y amar cada una de las tejas de los empinados tejados, o a cada uno de los pájaros de las almenas, pero a todos los vería bajo una luz nueva y divina de eterno peligro y dependencia. En vez de enorgullecerse de su fuerte ciudad por verla inamovible, agradecería al Todopoderoso que no la hubiera dejado caer; agradecería a Dios que no hubiera dejado caer el cosmos entero, como un vasto cristal que se haría añicos en una lluvia de estrellas. Quizá San Pedro viera el mundo así, cuando le crucificaron cabeza abajo. (...). El que ha visto la jerarquía humana cabeza abajo, siempre tendrá una leve sonrisa para sus superioridades". Podemos creer ingenuamente que es la edad la que concede esa "leve sonrisa" ante la realidad, pero es el Evangelio y no los años el que puede hacernos ese gran regalo. Pero para eso hay que vivir pegados a lo que Jesús llamaba «pensar según Dios» (Mc 8,33): solo desde ahí cambia nuestra mirada y podemos llegar a contemplar las situaciones de creciente fragilidad, disminución y pérdidas como "mensajeras" encargadas de anunciarnos la novedad que ha llegado a nuestras vidas y a la de nuestras congregaciones. Nunca las hubiéramos elegido y más bien seguimos añoramos ser muchos, fuertes, jóvenes e influyentes, pero en muchos lugares estamos siendo llevados a lo contrario y nuestra resistencia al empobrecimiento se está convirtiendo en una fuente de depresión espiritual corporativa que nos bloquea los proyectos y nos impide vivir felices y ser creativos. ¿No está ante nosotros el kairós de descubrir en nuestra precariedad el «camino nuevo y vivo» del que habla Heb 10,20 en el que la fuerza se manifiesta en la debilidad y la vida en la muerte? ¿No está siendo la hora de fiarnos perdidamente del Dios que está trabajando algo nuevo con nuestra pobreza e incluso con nuestra pérdida, y de aceptar ser en la Iglesia "portadores de las marcas de Jesús", una realidad débil, siempre frágil y nunca acabada? Pero si no nos decidimos a apurar hasta el fondo las muertes a las que vamos siendo conducidos, si no llegamos a "gustarlas", no seremos capaces de dejar emerger la vida que está queriendo nacer a través de ellas: una llamada a centrarnos en lo esencial, una manera distinta de relacionarnos, de apoyarnos a nivel intercongregacional, de dejar espacio a los laicos, de aprender mejor lo que son la reciprocidad y la colaboración. Imaginemos la liberación de energías que supondría dejar de agobiarnos por asegurar a toda costa la propia supervivencia y de culpabilizarnos o afligirnos ante la disminución y la precariedad. Porque entonces ellas nos mostrarían su rostro luminoso y se nos revelarían, no como una desgracia o un drama, sino como una ocasión, a la vez dolorosa y preñada de posibilidades, de fiarnos de esa sabiduría del Evangelio que habla de perder y dejar. ¿No estamos hoy en la mejor de las ocasiones para vivir todo eso a pleno pulmón? Una consecuencia inmediata sería que, en los lugares en que experimentamos el envejecimiento de la VR, nos ayudáramos unos a otros a ensanchar nuestra mirada y nuestra mente y llegáramos a alegrarnos de que otras Congregaciones y en otros países vivan momentos de crecimiento y expansión. Y esta "consolación vicaria", este gesto de gratuidad y de desprendimiento estaría seguramente en la mejor tradición de nuestros fundadores y constituiría uno de eso signos de novedad que andamos buscando: ¡nada menos que abandonar la estrechez de nuestras miras y dejar latir nuestro corazón al ritmo de la universalidad de la Iglesia! ¿Qué es difícil mirar la situación con este "descaro teologal"? Pues claro. ¿O es que cuando nos decidimos a seguir radicalmente a Jesucristo nos garantizaron que el futuro iba a resultarnos fácil? DESCANSAR AL SOL Una imagen del profeta Zacarías evoca un tiempo futuro en el que las plazas de Jerusalén estarán llenas de niños que juegan y de ancianos y ancianas que se apoyan en sus cachavas (Cf.Za 8,4). No precisa que estén sentados al sol ni que den de comer a las palomas, pero podemos imaginarlo sin esfuerzo. Hay un descanso que nos llega con la jubilación y otro, más interior, que no tiene que ver necesariamente con esa etapa pero que se da más fácilmente en ella. Se trata de la invitación a sosegar búsquedas, pausar trabajos, disminuir esfuerzos y encontrar "casa y techo". Al comienzo de la escena del encuentro de Jesús con Zaqueo (Lc 19, 1-10), ambos están en movimiento: Jesús entra en Jericó, la atraviesa, pasa bajo el sicómoro donde está Zaqueo; y éste que buscaba ver a Jesús, corre, se sube, pasa, baja, le recibe...Al final, su búsqueda coincide con el del Hijo del hombre que andaba buscando lo perdido y que quiere hospedarse y permanecer junto a él. Por fin los dos se han encontrado y ahora ya no buscan más y descansan el uno en el otro. En ese tiempo de descanso y hospitalidad, Zaqueo deja de ser productivo: no negocia, no cobra impuestos, no se ocupa de acrecentar su fortuna, no ejerce como jefe de nadie. Ha escapado del circuito de la utilidad y ha entrado en el de la significación. Se ha situado en clave de decrecimiento y de pérdida de lo que antes era la finalidad de su existencia y ha entrado en ese ámbito al que su Huésped llama ganancia y salvación. La historia de Zaqueo puede ser la nuestra y no ya de manera ocasional, sino permanente. Llega un tiempo en que la edad y sus consecuencias nos sacan de la rueda de lo útil y lo productivo, y nos sitúan, no sin resistencias por nuestra parte, en otro paisaje que alguien ha calificado como "desconocido existencial". Podemos entonces empeñarnos en seguir aferrados al árbol ya conocido de antiguos hábitos, ritmos y costumbres y abrazados a esa rama de nuestro personaje a la que llevamos tanto tiempo encaramados. Nos rebelamos ante la desagradable constatación de que ahora somos "laboralmente prescindibles" ( "-¡Con todo lo que yo he trabajado en este colegio...!, ¡Con las horas que me he pasado guisando en esta cocina...!" ) y nos pilla a contramano el que se cuente poco con nosotros y encima sean laicos los que nos reemplacen. Pero por debajo de esa algarabía, podemos oír también otra voz que nos llama por nuestro nombre: «Baja enseguida, necesito hospedarme hoy en tu casa». Una alegría honda y desconocida puede acompañarnos si nos decidimos a emprender ese "descenso" (menos mal que se trata de bajar, que ya no estamos para muchas subidas...), y ponernos en camino hacia nuestra verdadera casa. Al atravesar su umbral, la reconocemos ahora como habitada y nos sorprende una nueva percepción sobre esas "posesiones" que habíamos ido cuidadosamente almacenando y que dejan de pronto de resultarnos esenciales. «Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres...». A lo largo de nuestra vida hemos ido seguramente entregando esa mitad de lo que somos y tenemos, pero quizá albergamos la secreta nostalgia de no haber sido lo bastante generosos como para entregar también la otra mitad. Aún estamos a tiempo: la presencia del Huésped hace posible saludar confiadamente a esos "agentes de disminución" que llaman a nuestra puerta o se cuelan por nuestro tejado: a poco que consintamos a su trabajo, ellos solos se encargan de despojarnos de esa otra mitad que tan ávidamente tratábamos de retener. El tejado de nuestro almacén arde. En lo alto, en medio de la noche, resplandece la luna. Para ponerse de parte de Dios es necesario ponerse de parte de los explotados y oprimidos del mundo, en los que está Dios realmente presente.
Los ritos y celebraciones nos pueden dejar muy a gusto y satisfechos, como por ejemplo, las Primeras Comuniones: "qué adornada estaba la iglesia, qué bien vestidos los niños, los padres pagaron las flores, todo resultó muy bonito". Sí, pero ahí fuera están los niños esclavos: 168 millones de niños son víctimas en el mundo de la explotación laboral, incluso manejando productos tóxicos como en los EE.UU., o torturados y mutilados en la India para que den más lástima y ponerlos a pedir. Si no hay compromiso con la igualdad, la justicia, la solidaridad, la fraternidad, no hay Dios. Jesús lo dijo así: "Tuve hambre y ME disteis de comer..." San Juan Crisóstomo (año (347-407) lo tradujo así: "No pensemos que basta para nuestra salvación presentar al altar un cáliz de oro y pedrería después de haber despojado a viudas y huérfanos" "¿Quieren en verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consientan que esté desnudo. No lo honren en el templo con manteles de seda mientras afuera lo dejan pasar frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: 'Este es mi cuerpo', y con su palabra afirmó nuestra fe, dijo también: 'Me vieron hambriento y no me dieron de comer'. Y 'Lo que no hicieron con uno de mis hermanos más pequeños, tampoco lo hicieron conmigo'... ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Sacien primero su hambre y luego, con lo que les sobra, adornen también su mesa". ¿Cómo es posible que la Iglesia, la oficial sobre todo por ser más responsable, se haya ido tan lejos de lo que enseñaron los grandes pastores de los primeros siglos? La eucaristía es una realidad muy profunda y compleja, que forma parte de la más antigua tradición. Tal vez sea la realidad cristiana más compleja y difícil de comprender y de explicar. Podríamos considerarla como acción de gracias (eucaristía), Sacrificio, Presencia,Recuerdo (anamnesis), alimento, fiesta, unidad.
Tiene tantos aspectos que es imposible abarcarlos todos en una homilía. Podemos quedarnos en la superficialidad del rito y perder así su verdadera riqueza. Lo que vamos a hacer es intentar superar muchas visiones raquíticas o erróneas sobre este sacramento. 1º.- La eucaristía no es magia. Claro que ningún cristiano aceptaría que al celebrar una eucaristía estamos haciendo magia. Pero si leemos la definición de magia de cualquier diccionario, descubriremos que le viene como anillo al dedo a lo que la inmensa mayoría de los cristianos pensamos de la eucaristía: Una persona revestida con ropajes especiales einvestida de poderes divinos, realizando unos gestos y pronunciando unas palabras "mágicas", obliga a Dios a producir un cambio sustancial en una realidad material como es el pan y el vino. Cuando se piensa y se dice, que en la consagración se produce un milagro, estamos hablando de magia. 2º.- No debemos confundir la eucaristía con la comunión. La comunión es solo la última parte del rito y tiene que estar siempre referida a la celebración de una eucaristía. Tanto la eucaristía sin comunión, como la comunión sin referencia a la eucaristía dejan al sacramento incompleto. Ir a misa y dejar de comulgar, es sencillamente un absurdo. Ir a misa con el único fin de comulgar, sin ninguna referencia a lo que significa el sacramento, sino buscando una religiosidad intimista, es un autoengaño. Esta distinción entre eucaristía y comunión explica la diferencia de lenguaje entre los sinópticos en la cena y Juan en el discurso del pan de vida que hemos leído. Juan hace referencia al alimento, pero fíjate bien, alimentarse lo identifica con, el que cree en mí, el que viene a mí. 3º.- En las palabras de la consagración, "cuerpo" no significa cuerpo; "sangre" no significa sangre. No se trata del sacramento de la carne y de la sangre físicas de Cristo. En la antropología judía, el hombre es una unidad indivisible, pero podemos descubrir en él cuatro aspectos: Hombre-carne, hombre-cuerpo, hombre-alma, hombre-espíritu. Hombre-cuerpo era el ser humano en cuanto sujeto de relaciones. Cuando Jesús dice: "esto es mi cuerpo", está diciendo: esto soy yo, esto es mi persona, estoy aquí para dejarme comer. Para los judíos la sangre era la vida. No era símbolo de la vida, como lo es para nosotros. No, era la vida misma. Cuando Jesús dice: "esto es mi sangre, que se derrama", está diciendo que toda su vida, no solo su muerte, está entregada a los demás. 4º.- La eucaristía no la celebra el sacerdote, sino la comunidad. El cura puede decir misa. Solo la comunidad puede hacer presente el don de sí mismo que Jesús significó en la última cena y que es lo que significa el sacramento. Es el sacramento del amor. No puede haber signo de amor en ausencia del otro. Por eso dice Mateo: "donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". El clericalismo que otorga a los sacerdotes un poder divino para hacer un milagro, no tiene ningún apoyo en la Escritura. 5º.- La comunión no es un premio para los buenos "que están en gracia", sino un remedio para los desgraciados que necesitamos descubrir el amor gratuito de Dios. Solo si me siento pecador estoy necesitado de celebrar el sacramento. Cuando más necesitamos el signo del amor de Dios es cuando nos sentimos separados de Él. Hemos llegado al absurdo de dejar de comulgar cuando más lo necesitábamos. 6º.- La realidad significada en el pan y el vino no es Jesús en sí mismo, sino Jesús como don. El don de sí mismo que ha manifestado durante toda su vida y que le ha llevado a su plenitud, identificándole con el Padre. Ese es el verdadero significado que yo tengo que hacer mío. Queda claro que la eucaristía no es un producto más de consumo que me proporciona seguridades a cambio de nada. Podemos oír misa sin que eso nos obligue a nada, pero no se puede celebrar la eucaristía impunemente. No se puede salir de misa lo mismo que se entró, es decir, como si no hubiera pasado nada. Si la celebración no cambia mi vida en nada, es que la he reducido a simple rito folclórico. 7º.- Haced esto, no se refiere a que perpetuemos un acto de culto. Jesús no dio importancia al culto. Jesús quiso decir que recordáramos el significado de lo que acababa de hacer. Esto soy yo que me parto y me reparto, que me dejo comer. Haced también vosotros esto. Entregad la propia vida a los demás como he hecho yo. 8ª.- los signos de la eucaristía no son el pan y el vino sino el pan partido y el vino derramado. Durante siglos, se llamó a la eucaristía "la fracción del pan". No se trata del pan como cosa, sino del gesto de partir y comer. Al partirse y dejarse comer, Jesús está haciendo presente a Dios, porque Dios es don infinito, entrega total a todos y siempre. Esto tenéis que ser vosotros. Si queréis ser cristianos tenéis que partiros, repartiros, dejaros comer, triturar, asimilar, desaparecer en beneficio de los demás. Una comunión sin este compromiso es una farsa, un garabato, como todo signo que no signifique nada. Todavía es más tajante el signo del vino. Cuando Jesús dice: esto es mi sangre, está diciendo esto es mi vida que se está derramando, consumiendo, en beneficio de todos. Eso que los judíos tenían por la cosa más horrorosa, apropiarse de la vida (la sangre) de otro, eso es lo que pretende Jesús. Tenéis que hacer vuestra, mi propia vida. Tenéis que vivir la misma vida que yo vivo. Nuestra vida sólo será cristiana si se derrama, si se consume, en beneficio de los demás. Celebrar la Eucaristía es confesar que ser cristiano es ser para los demás. Todas las estructuras que están basadas en el interés personal o de grupo, no son cristianas. Una celebración de la Eucaristía compatible con nuestros egoísmos, con nuestro desprecio por los demás, con nuestros odios y rivalidades, con nuestros complejos de superioridad, sean personales o grupales, no tiene nada que ver con lo que Jesús quiso expresar en la última cena. Celebrar la eucaristía es comprometerse a ser fermento de unidad, de amor, de paz. La eucaristía es un sacramento. Y los sacramentos ni son milagros ni son magia. El concilio de Trento dice: "Es común a la santísima Eucaristía con los demás Sacramentos, ser símboloo significación de una cosa sagrada". Se produce un sacramento cuando el signo (una realidad que entra por los sentidos) está conectado con una realidad trascendente que no podemos ver ni oír ni tocar. Esa realidad significada, es lo que nos debe interesar. La hacemos presente por medio del signo. No se puede hacer presente de otra manera. Pero las realidades trascendentes, ni se crean ni se destruyen; ni se traen ni se llevan; ni se ponen ni se quitan. Están siempre ahí. Son inmutables y eternas. La eucaristía concentra todo el mensaje de Jesús. El ser humano no tiene que liberar o salvar su "ego", a partir de ejercicios de piedad sino liberarse del "ego" que es precisamente lo contrarío. Solo cuando hayamos descubierto nuestro verdadero ser, descubriremos la falsedad de nuestro yo individual y egoísta que se cree independiente del resto de la creación. Estamos hablando del sacramento del amor, del sacramento de la unidad. Si la celebración de la eucaristía no nos lleva a esa unidad, es falsa. Meditación-contemplación El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. No se trata sólo de comer, sino de asimilar lo comido. Si como sin asimilar, se producirá indigestión. Si comulgo y no me identifico con lo que ES Cristo, me engaño. ................... Si no llego a lo significado, no hay sacramento que valga. Si me quedo en el signo, no hay contenido espiritual. Realizado el signo, que entra por los sentidos, queda por hacer lo importante: descubrir y vivir lo significado. ...................... Jesús dijo con toda claridad: "El que viene a mí, no pasará hambre, el que me presta su adhesión nunca pasará sed". La verdadera comunión no está en el signo sino en vivir la unidad con Dios y con los demás, como hizo él. Según los estudiosos del cuarto evangelio (para los datos que siguen, me baso en Senén VIDAL, Evangelio y cartas de Juan. Génesis de los textos juánicos, Mensajero, Bilbao 2013, pp.210ss), el capítulo 6 del mismo constituye un conglomerado de diversos motivos –con añadidos posteriores, obra de otro glosador tardío- en torno al tema del "pan" (alimento) auténtico, que simboliza el mensaje de Jesús, a quien en la comunidad de Juan reconocen como el "emisario divino".
En concreto, las frases que leemos hoy parecen pertenecer a un redactor tardío, que sería quien modificó el sentido originario de la palabra "pan" (alimento). En los versículos 26-51b, se refiere a la enseñanza de Jesús, que hay que acoger por medio de la fe. Sin embargo, en los versículos 51c-58, se refiere a la "carne" y a la "sangre" de Jesús, que hay que "comer" (el término griego también es ahora distinto: "masticar") y "beber". Por otra parte, este texto repite los motivos y la terminología del discurso anterior. Todo apunta, pues, a que se trata de una añadidura colocada por un glosador posterior como suplemento a lo ya expresado antes. La razón habría sido el interés del glosador por introducir la tradición eucarística, que echaba en falta en el evangelio de la comunidad joánica. Y parece que el marco más adecuado para su añadidura se lo brindaba precisamente el discurso sobre el "pan". Este añadido refleja una clara tendencia sacramentalista, semejante a la de los escritos cristianos del siglo II (por ejemplo, cartas de Ignacio de Antioquía y escritos de Justino): se realzan, por encima de la dimensión celebrativa, los elementos eucarísticos del pan (carne) y del vino (sangre) como "medicina" de vida y de inmortalidad (Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios 20,2). Probablemente, el glosador pensó que el discurso anterior precisaba una concreción sacramental. Todo ello nos viene bien para puntualizar dos cosas: • Sabemos que el "lenguaje" utilizado en el cuarto evangelio no es el que hablaría un judío de Galilea. Pero no solo eso: muchas de las afirmaciones que se ponen en sus labios, Jesús no las pronunció jamás. Esto no significa que los redactores buscaran engañar, ya que sus hábitos escriturísticos eran diferentes a los nuestros, pero nos viene bien recordarlo para relativizar demasiadas cosas que, debido a un literalismo ignorante, se habían absolutizado, llegando a constituir incluso fuente de fanatismos. • Los discípulos de Jesús y, en concreto, los redactores de los evangelios –en el de Juan es posible reconocer varias manos, de diferentes épocas- se sintieron libres para "traducir" el mensaje original en función de la situación que atravesaban sus comunidades. La invitación, una vez más, parece ser la de trascender cualquier tipo de literalismo, abriéndonos a una lectura "profunda", en la medida en que nuestro nivel de consciencia nos lo permita. En el texto presente, las expresiones "comer la carne" y "beber la sangre" equivalen a la de"habitar en mí y yo en él". Y, probablemente, el contenido de todo el discurso elaborado por varios redactores podría sintetizarse en estas palabras: "El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí". Nos situamos, de nuevo, en el horizonte de la Unidad más exquisita y sublime. En todos nosotros –más allá de las imágenes que utilicemos, incluido el simbolismo de la eucaristía- se está viviendo la misma y única Vida. En la medida en que crezcamos en consciencia –comprensión- de ello, dejaremos de identificarnos con el yo, y viviremos en la luz y en el amor que de ahí se derivan. Somos Vida que se expresa en la forma concreta del "yo" que tenemos; es Dios viviéndose en forma humana. Por eso, aunque quizás no sea adecuado decir "yo soy Dios" –por la tendencia apropiadora del ego, y porque el sujeto de tal frase nunca sería el yo individual-, puede sonar ajustada la expresión –expresada por los místicos-: "Dios es yo". "Tú [el ser humano] eres lo que no es. Yo –Dios- soy el que soy"; "mi yo es Dios: no me conozco otra identidad que Dios" (santa Catalina de Génova). "En mi ser esencial, Yo, por naturaleza, soy Dios" (Jan van Ruysbroeck). "¡Vedlo! Soy Dios. ¡Vedlo! Estoy en todas las cosas. ¡Vedlo! Hago todas las cosas" (Juliana de Norwich). |
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