Las palabras finales de este texto se han utilizado como "prueba" de que Jesús habría fundado directamente la Iglesia y, dentro de ella, habría colocado a Simón Pedro como máxima autoridad.
A partir de ahí, el propio magisterio eclesiástico iría elaborando posteriormente la doctrina de la "institución divina" de la Iglesia, y la primacía de Pedro, como "pontífice máximo" o "primer papa", al que habrían de ir sucediendo todos los demás, en una cadena ininterrumpida hasta el día de hoy, en que el Papa Francisco haría el número 265. Apoyados en aquellas palabras, los fieles han ido viviendo varias actitudes a lo largo de la historia: confianza inquebrantable ("el poder del infierno no la derrotará"); amor a la Iglesia, aunque a veces acompañado de una absolutización e idealización de la misma, como si fuera poco menos que una "encarnación continuada" de la divinidad; amor igualmente a la figura del papa, no exento con frecuencia de una especie de papolatría mítica o infantiloide; sin olvidar que, sobre este mismo texto que estamos comentando se asentó toda aquella doctrina del poder absoluto de los papas –recuérdese la "lucha de investiduras"-, quienes eran vistos directamente como "vicarios de Cristo", detentadores de un poder prácticamente omnímodo, incluida la infalibilidad. Si todo poder encierra riesgos graves –más graves cuanto más absolutista sea-, la Iglesia no fue una excepción. En una doble dirección: "hacia dentro", convirtiendo la institución eclesial en una especie de monarquía absoluta, con una única autoridad inapelable, que terminaría socavando todo atisbo de colegialidad; y "hacia fuera", apareciendo la Iglesia como instancia de dominio y de control, que solo fue cediendo en la medida en que le era arrebatado por una sociedad que luchaba cada vez más por su autonomía. En la práctica, en la Iglesia se olvidaron muchas veces las palabras sabias de Jesús, que siempre receló del poder: "Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos" (Mc 10,43-44). Pues bien, sin dejar de reconocer la legitimidad del proceso histórico por el que se constituyó la Iglesia, actualmente hay acuerdo entre los exegetas más rigurosos en el hecho de que las palabras que comentamos en ningún caso las habría pronunciado Jesús. Se trataría de una reflexión de la propia comunidad de Mateo, ya evolucionada, que el autor pondría en boca del Maestro para dotarlas de mayor autoridad. De hecho, resultaba ya significativo el dato de que es únicamente Mateo el que trae esas afirmaciones. En los textos paralelos de Marcos (más original, y al que el propio Mateo sigue) y de Lucas, encontramos la misma doble pregunta de Jesús a sus discípulos ("¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?"; "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?"). Pero acaban ahí (Mc 8,27-30; Lc 9,18-21): en ellos no aparece el añadido específico de Mateo. Nos hallamos, por tanto, ante una lectura de la comunidad mateana, pero no ante una palabra del Jesús histórico. Tal modo de escribir no era extraño en la antigüedad: aquello que un grupo determinado consideraba importante podía ser atribuido directamente a algún personaje famoso –en este caso, al propio Maestro-, para dotarlo de mayor autoridad. Al comprenderlo, relativizamos sanamente toda aquella doctrina cuasi fundamentalista que se fue construyendo sobre la Iglesia y el papado, y recuperamos la sencillez del evangelio, a cuya luz también la propia Iglesia habrá de ir renovándose. Lo que parece claro es que el de Jesús no fue un mensaje propiamente "religioso", ni tampoco fundó una iglesia específica. El suyo fue un proyecto espiritual (profundamente humano), con el que puede "conectar" cualquier persona. Si el mensaje espiritual –caracterizado por su inclusividad, como un abrazo universal que no se encierra en ningún gueto- es lo prioritario, la Iglesia, el papado y la religión únicamente tienen sentido en tanto en cuanto se viven en función de aquel: al servicio de la persona y de la espiritualidad abierta.
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