Lo primero que habría que descubrir es el verdadero sentido de “misericordia”. En su estricto sentido bíblico el único que puede ejercer la misericordia es el Señor Dios. Aunque algunos no lo hayan oído nunca, ni lo sospechen, la palabra hebrea que traducimos por misericordia tiene la misma raíz que “útero”. Tener misericordia sería colocar otra vez a alguien en el útero para hacerle renacer de nuevo. De esto le estaba hablando el Maestro a Nicodemo, al decirle, “En verdad, en verdad, te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” Jn 3,3). Dícele Nicodemo: “¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar en el seno de su madre y nacer?” … A lo que respondió Jesús, “Tú eres maestro en Israel, ¿e ignoras estas cosas?” (Jn 3,10)
Tal vez esta orientación del concepto Misericordia haya sorprendido a algunos, pero es el más bíblico, y, desde luego, el que más garantías ofrece al que la recibe. A veces se confunde la Misericordia con la compasión, algo que no es muy exacto. Sobre todo si ésta se concibe como una especie de “sentimiento de pena” por el que es compadecido. Todavía sería algo asemejable, que no similar por completo, si compasión se entendiera en su sentido etimológico latino, “padeceré cum”, padecer con. Es decir, transcender al otro, meterse su piel, que es una de las mejores formas de cumplir el mandamiento fraterno de amar al prójimo como a sí mismo. Pero la compasión no hace, de por sí, cambiar la situación, o la causa que la provoca. La misericordia, sí. Hay en la actualidad de la Iglesia un movimiento a llenar los templos de confesores, que de confesionarios ya están (¿desgraciadamente?) bien surtidos. Recuerdo cómo en Brasil, el año 1972, y ya ha llovido desde entonces, se quitaron los confesionarios en casi todas las Iglesias, y se promovió con entusiasmo una celebración que el Concilio Vaticano II rescató del olvido de la noche de los tiempos, como era la Celebración Penitencial Comunitaria. Y a mí se me ocurre que algo falla si se encomienda el ejercicio de la Misericordia a la penumbra de lo les confesionarios. En algunas diócesis, como la de Madrid, se está organizando auténtico maratón de confesiones, con episodios de “24 horas” de confesiones y de penitencias individuales. Pero me parece que falta, en el cálculo clerical, un elemento sustancial: nadie ha preguntado, ni cuenta, con un acervo de penitentes que soporte toda la movida que se está organizando. Ya leí en un teólogo español, y lo suscribo por entero, que el “sensus fidei populi Dei” es estaba concretando, en los últimos tiempos eclesiales, en un punto muy concreto, muy significativo, y muy importante: en el hecho, incontrastable, de que el Pueblo de Dios, en los días que corren, comulga mucho más que se confiesa. Y que es muy fácil constatar que los fieles que se confiesan con frecuencia son de colectivos muy concretos, y señalados; no, por cierto, por su aggiornamento litúrgico. Es indiscutible la afirmación de que en el confesionario se puede actuar con mucha, o con muy poca misericordia. Esta segunda posibilidad no es ni remota, ni rara, ni infrecuente. Más bien, todo lo contrario. Todos podemos contar, o, por lo menos, recordar en lo profundo de nuestras conciencias, y de nuestros corazones, demasiadas veces, malheridos, un buen número de veces de que, en cl confesionario, hemos probado el acíbar de la más triste inmisericordia. Así como es bueno recordar que los manuales que estudiamos por entonces, hablaban, con total seguridad, de la condición de juez del confesor. Algo que, a mí, nunca me gustó. Y por todo ello, me pregunto si no será mucho más misericordioso volver a otras prácticas penitenciales, que ya existieron en la Iglesia, en las que la confesión auricular no sea, para nada, necesaria. Es decir, practiquemos la misericordia dejando que la verdadera y única Misericordia de Dios invada, dulce y mansamente, los corazones doloridos de los fieles, nuestros hermanos. Para lo que tendremos que ser creativos estableciendo celebraciones gozosas y ágiles, en las que el Pueblo de Dios no sea obligado a pasar por la tortura, innecesaria, de comunicar lo profundo de su corazón, tantas veces con invencible sentimiento de culpa, y del dramático “peso de sus pecados”.
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Leí el título de la noticia ayer, pero hoy he consultado el artículo entero. La noticia escueta decía, “Un párroco de Sevilla impide a un homosexual ser padrino del bautismo de su sobrina”, y también informaba de que el candidato a padrino era Alejandro Rodríguez Portillo, la parroquia, San Eutropio de Paradas, y el párroco Francisco Javier Aranda. Me interesaba saber si el motivo era el homosexualismo, o la falta de fe, de inserción en la comunidad cristiana, y la ausencia de práctica sacramental. El propio párroco afirma que se trata de un joven creyente, practicante y bien adaptado al ritmo y estilo de la comunidad parroquial. entonces, ¿solo por la orientación sexual se puede, otros dirán, se debe, excluir a alguien de la función de padrino de Bautismo? Es lo que voy a intentar responder en este artículo.
Voy a intentar aclararlo desde un punto de vista que pienso dejará iban claro mi pensamiento y el estado de la cuestión. Si una pareja de homosexuales unida en matrimonio tiene hijos, por medio de un vientre de alquiler, ¿esos hijos estarán condenados a no poder ser bautizados nunca, porque sus padres son homosexuales? En este blog ya informé del Bautizo, con fiesta por todo lo grande, de dos niños mellizos, hijos de un matrimonio homo, ambos muchachos creyentes, uno de ellos incluso catequista, así como sus padres, los dos, padre y madre, y cómo lloraban algunos de los asistentes. Me llamó la atención, sobre todo, uno, con pinta de ejecutivo, -después me enteré que era uno de los mejores médicos de Sevilla, no recuerdo en qué especialidad-, quien me mandó un e-mail, emocionado. Decía, entre otras cosas, la alegría que lo había inundado al ver la fiesta en una misa-bautizo, en “una parroquia de la diócesis de Rouco”, con todos cantando y participando, conscientes de lo que hacían, cuando unos años antes eran casi excomulgados por la Iglesia. Pero por lo visto en San Eutropio de Paradas las cosas no han cambiado mucho. Ni mucho, ni poco, ni nada. Parece que el párroco, Francisco Javier, citaba el Catecismo de la Iglesia Católica, olvidando que un Catecismo, o documento que fuere, que enseña algo diferente al Evangelio, no hay por qué seguirlo. El Señor Jesús repitió hasta la saciedad, por lo que no hay ninguna duda de la importancia de la enseñanza, que sus discípulos no juzgarían a nadie, que procurarían quitar antes la viga de us ojo, es decir, que reconocerían que la tenían, antes de intentar retirar la mota del ojo del hermano. Y quiero aprovechar la ocasión para recordar que somos muy laxos los curas admitiendo a cualquier persona para padrino, como si esta tarea fuese propia de parientes, o amigos, por el mero hecho de serlo. Cuando se trata de un compromiso sacramental importantísimo, al que solo se puede acceder, y ejecutar después, por criterios eclesiales, sacramentales, y de profunda fe. Y esto no se solventa solo exigiendo que los padrinos estén confirmados, si bien esto pueda ayudar a discernir la capacitación del candidato. Pero tratándose de creyentes, y de personas comprometidas con la comunidad, el hecho de la orientación sexual carece por completo, sin más, y a no ser que haya algún agravante o hecho especialmente escandaloso, de fuerza y entidad suficiente para apartar a un bautizado de esa función. “Si quieres la paz, prepara la guerra” es el dicho romano que en latín suena de este modo, “si vis pacem, para bellum”. Esta máxima ha sido y es el eje cartesiano de la historia, tanto individual como colectiva; civil y religiosa; como si el “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre) fuese irremediablemente inevitable. Pero habría que cambiarlo radicalmente por “si quieres la paz, prepara la paz”.
Es lo que Jesús de Nazaret pretendió al romper esta dinámica belicista y de violencia con aquello de “dichosos los mansos…; dichosos los que buscan la paz (Mt. 5,4.9); “amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian” (Lc. 6,27-28). A partir de la II guerra mundial hay una necesidad imperiosa de buscar la paz entre los pueblos (en España, en la dictadura franquista, resuenan aquellos 25 años de paz totalmente ficticios, porque si no hay libertad no puede haber paz) y nace la ONU, octubre de 1945, como órgano mundial de mediación y arbitraje entre los posibles conflictos. Con la guerra de Vietnam (1959-1975) el movimiento ciudadano por la paz se hace más intenso y la paz es un valor mundial en alza. Y se plasma con aquel eslogan “Haz el amor y no la guerra”. Otro tanto ocurre con la llamada “guerra del Golfo” (1990-1991) o la de Irak en el 2003 con la foto de las Azores (Bush, Aznar y Blair) y las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein como trasfondo; de nuevo la paz recobra su valor como sentimiento colectivo y global, necesario y urgente. Pero los conflictos bélicos se suceden día tras día y las acciones terroristas, como las de los últimos días en el corazón de París, nos advierten de que el deterioro de la paz es progresivo y es una meta lejana. Ahora bien, este abandono de la ética de la paz tiene unas raíces y no sucede por casualidad. El ser humano vive su existencia en una dialéctica atroz entre el anhelo de paz y el conflicto, la destrucción. De ahí que el camino de la paz es pedregoso y nada fácil. No son suficientes los símbolos de una paloma o una rama de olivo, ni siquiera la ausencia notable de conflictos; tiene otras exigencias tanto individuales como sociales. No hay paz si no hay armonía en el interior de cada hombre y mujer; o como decían los escolásticos medievales, la recta ratio (recta razón), es decir, un faro interior que nos permita iluminar todos nuestros recovecos, tanto intelectuales como volitivos, en orden a tomar decisiones a favor del bien propio y ajeno, teniendo en cuenta el principio ético de que si es bien para mí (al menos así lo considero) y no lo es también para el otro, entonces pierde su carácter de bondad. Es necesario, pues, tener nuestra casa en armonía, como poetiza san Juan de la Cruz, si queremos irradiar paz a nuestro alrededor. No me imagino al expresidente de Uruguay, José Mújica, declarando la guerra a sus vecinos. No hay paz si no hay justicia; la justicia viene a ser el humus donde se cultiva la paz, donde se alimenta y crece. La justicia social, sobre todo, nos señala una meta: la igualdad entre los seres humanos y el reparto de los bienes y riquezas; o dicho de otro modo, como hace F. Savater, “considerar los intereses del otro como si fuesen los tuyos y los tuyos como si fuesen del otro”. Este es el núcleo más relevante de las guerras y de los acciones terroristas, sin olvidar las religiones. Al capitalismo feroz de todos los tiempos y, sobre todo, al armamentista, le interesa sólo el beneficio; las muertes y sufrimientos de las acciones bélicas son “daños colaterales”. El capitalismo armamentista maneja a los Estados en beneficio propio, bajo el paraguas de una falsa defensa de la paz y de la democracia. Es evidente que mientras la justicia no sea el territorio de las relaciones humanas y de los pueblos, la paz se alejará cada vez más. El poeta bíblico lo tenía bien claro: “La justicia y la paz se besan”. (Salm 84,11). “Que los montes traigan la paz para el pueblo y los collados la justicia” (Salm 71, 3). No hay paz sin tolerancia, es decir, la capacidad, y añadiría, la habilidad de eliminar obstáculos y muros inútiles entre los humanos, ya sean políticos, económicos, religiosos. Con más frecuencia de lo deseable tanto los individuos como los gobiernos y jerarcas religiosos (habría que añadir los económicos, aunque la verdad de éstos es bien clara: el beneficio económico) elevan “su” verdad a la categoría de absoluta. Y de ahí a la intransigencia y a la violencia hay un paso. Por eso con acierto escribe E. Schillebeeckx que “ninguna verdad por muy vinculante que sea puede estar en la base de la tiranía y la contienda humanas”. Con permiso de J. Ratzinger (expapa Benedicto XVI) de vez en cuando se tendría que pasar por la ducha del relativismo. Antonio Machado nos dirá: ¿Tu verdad? No, la Verdad,/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela”. No hay paz sin diálogo. La palabra es la que ha de vehicular las relaciones entre hombres y mujeres, entre los diversos pueblos de la tierra. El hombre es el ser “dialógico” por antonomasia. No es necesario acudir a Aristóteles, cuando enseñaba que el ser humano es un animal “político”, sociable; o a M. Heidegger para quien el hombre no es sólo un ser-ahí (Dasein), un ser-arrojado-en-el-mundo, sino que también ónticamente es un ser-con (Mitsein) y, por ello, “la palabra (el lenguaje) es la casa del ser”. Viene en nuestra ayuda H. Küng en su Proyecto de ética mundial. “No hay paz religiosa sin diálogo entre las religiones”. Esto mismo se puede aplicar a otros campos como el político o el económico, ya que para él es “imposible la paz mundial sin paz religiosa”. Para erradicar los fundamentalismos religiosos, políticos… es necesario e imprescindible “la estrategia del abrazo”, es decir, la paz, en esta caso “religiosa” para H. Küng, se logra “mediante la integración de los otros”. Cuando M. Buber, desde su filosofía “personalista”, explica la relación yo-tú, propone que esta relación implica un estar-dos-en-recíproca-presencia y es donde se realiza el encuentro del “uno” con el “otro”. Tal vez la sublime experiencia de D. Bonhoeffer, ejecutado por los nazis en Flossenburg, le da autoridad para recomendarnos que el diálogo entre religiones e ideologías es un imperativo categórico irrenunciable. No sólo con la acción, sino también con la oración: “La Iglesia sólo puede cantar gregoriano si al mismo tiempo clama a favor de judíos y comunistas”. Se impone, pues, la máxima ética de que el conflicto debe resolverse por y mediante el diálogo. La violencia, aunque sea la partera de la historia para K. Marx, no soluciona el problema, lo enquista, y es un camino sin salida a ninguna parte. Cuando mi nieta tenía seis años me enseñó una canción que entonaban con voces infantiles en su colegio público Gandhi: “Ser amigo es mejor/ que andar peleando/ sin razón./ Si hay motivo para pelear,/ manos al bolsillo,/ hay que hablar”. A pesar de llevar unos días «bajo la influencia de la gripe» –como él mismo reveló–, el Papa no quiso faltar a la tradicional cita anual con los miembros más destacados de la curia romana. Un encuentro que el año pasado tuvo una enorme repercusión puesto que en él Francisco enumeró las 15 enfermedades que la aquejan. En esta ocasión, bajo el acróstico «Misericordia,» ofreció las virtudes que deberían poseer. Al recibir a los trabajadores, y en clara alusión al nuevo «Vatileaks», Bergoglio pidió perdón por los escándalos del Vaticano e invitó a rezar por los implicados. También les insistió en que «la reforma continuará con determinación».
Misionariedad y Pastoralidad De la primera Francisco dijo que es signo de una curia «fértil y fecunda» así como «la prueba de la eficacia, la eficiencia y la autenticidad». Por eso invitó a que todo cristiano anuncie la Buena Noticia con su vida, con su trabajo y con su testimonio. Sobre la «pastoralidad» dijo que es una virtud indispensable de los sacerdotes para seguir al Buen Pastor. Idoneidad y sagacidad Requiere esfuerzo personal para obtener los requisitos necesarios y ejercitar mejor las tareas y actividades. Va contra «las recomendaciones y los sobornos». La sagacidad es la rapidez de mente para comprender y afrontar las situaciones «con sabiduría y creatividad». Espiritualidad y humanidad Según el Papa, la primera es «la columna que sujeta cualquier servicio en la Iglesia». Es, por tanto, «aquello que alimenta todo lo que hacemos, lo apoya y lo protege de la fragilidad humana y de las tentaciones cotidianas». La humanidad es aquello «que encarna la veracidad de nuestra fe» y quien renuncia a ella «renuncia a todo». Ejemplaridad y fidelidad La primera virtud sirve «para evitar los escándalos que hieren las almas y amenazan la credibilidad de nuestro testimonio». La segunda hace referencia «a nuestra consagración, a nuestra vocación». Racionalidad y amabilidad Francisco afirmó que ser racional evita «los excesos emocionales» y la amabilidad, «los excesos de la burocracia y de las programaciones y planificaciones». En definitiva, se trata de «dotes necesarias para el equilibrio de la personalidad». Inocuidad y determinación La primera «nos hace cautos en el juicio, capaces de abstenernos de acciones impulsivas y apresuradas». Pero también es la capacidad de «sacar lo mejor de nosotros mismos, de los demás y de las situaciones actuando con atención y comprensión». La determinación es «actuar con voluntad decidida y con obediencia a Dios». Caridad y verdad Según el Papa son dos virtudes «indisolubles». «La caridad sin verdad se convierte en ideología del “buenismo” destructivo y la verdad sin caridad se transforma en “juiciarismo”». Honestidad y madurez La primera es rectitud, coherencia y «hacer las cosas con sinceridad absoluta con nosotros mismos y con Dios». La madurez es «buscar lograr armonía entre nuestras capacidades físicas, psíquicas y espirituales», así como «el éxito de un proceso de desarrollo que no termina nunca». Respeto y humildad El respeto es «la dote de las almas nobles y delicadas» y «de las personas que buscan siempre tener una justa consideración de los demás». La humildad es la virtud de los santos «y de las personas llenas de Dios, que cuanto más crecen en importancia más crecen en la conciencia de no ser nada y no poder hacer nada sin la gracia de Dios». Abundancia y atención Francisco habló de la primera como la consecuencia para el alma de tener fidelidad en Dios, lo que lleva a ser «más abiertos en dar, sabiendo que cuanto más se da más se recibe». La atención consiste en «cuidar los detalles y ofrecer lo mejor de nosotros y no bajar nunca la guardia sobre nuestros vicios». Ausencia de miedo y prontitud Ser impávido es «no dejarse asustar frente a las dificultades» y «actuar con audacia y sin tibieza». El que pone en práctica la prontitud sabe actuar «con libertad y agilidad sin apegarse a las cosas materiales, que terminan por pasar». Fiabilidad y sobriedad Confiable es la persona que «sabe mantener los compromisos con seriedad cuando es observado pero sobre todo cuando está solo» e «irradia a su alrededor un sentido de la tranquilidad porque no traiciona nunca la confianza». Respecto a la sobriedad es «la capacidad de renunciar a lo superficial». Solo si conocemos lo que era la familia en tiempo de Jesús, estaremos en condiciones de comprender lo que nos dice el evangelio. En aquel tiempo no existía la familia nuclear, formada por el padre, la madre y los hijos. En su lugar encontramos el clan o familia patriarcal. El control absoluto pertenecía al varón más anciano. Todos los demás miembros: hijos, hermanos, tíos, primos, esclavos formaban una unidad sociológica. Este modelo ha persistido en toda el área mediterránea durante milenios. Cuando un varón se casaba, la esposa entraba a formar parte de su familia, olvidándose de la suya propia. La ceremonia principal de la boda consistía en conducir a la novia de casa de su padre a la casa del novio.
Todos los miembros de la familia, formaban una unidad de producción y de consumo. Pero la riqueza básica del clan era el honor. Sus miembros estaban obligados a mantenerlo por encima de todo. Por eso el deber primero de todos y de cada uno, era mantener el estatus social limpio de sospecha. No era solo una cuestión social sino también económica. Las relaciones económicas eran inconcebibles al margen de la honorabilidad y el prestigio. Era vital para el clan que ningún miembro se desmandara y malograra el bienestar de toda la familia. Esto no quiere decir que no tuvieran los esposos relaciones especiales entre ellos y con los hijos. Incluso podían tener su casa propia, pero nunca gozaban de independencia. Esta perspectiva nos permite comprender mejor algunos episodios de los evangelios. El que acabamos de leer es un ejemplo. Desde la idea de una familia formada por José, María y Jesús, es incomprensible que se volvieran de Jerusalén sin darse cuenta de que faltaba Jesús. Si todo el clan (treinta – cincuenta personas) sube a Jerusalén, como familia, los varones estarían juntos, las mujeres también y los jóvenes andarían por su lado, sin preocuparse demasiado los unos de los otros, porque la seguridad la daba el grupo. Otros pasajes también se explican mejor desde esta perspectiva: (Mc 3, 20-21) “Al enterarse ‘los suyos’ se pusieron en camino para echarle mano, pues decían que había perdido el juicio”. Lo que pretendía su familia era impedir que siguiera por el camino que había emprendido. Trataban de evitar una catástrofe para él y para todo el clan. El tiempo les dio la razón. Un poco más adelante (Mc 3, 31-34): “Una mujer dice a Jesús: tu madre y tus hermanos están fuera. Él contestó: Y ¿quiénes son mi madre y mis hermanos? Se nos está diciendo que para llevar a cabo su obra, Jesús tuvo que romper con su clan, lo cual no supone para nada que rompiera con sus padres. Este episodio lo recoge también Mt y Lc. Hay otro aspecto que también se explica mejor desde este contexto. La costumbre de casarse muy jóvenes (las mujeres a los 12-13 años y los hombres a los 13-14). Era vital adelantar la boda, porque la media de edad era unos treinta y tantos años y a los cuarenta eran ya ancianos. En el ambiente que tenían que vivir, no era tan grave la inexperiencia de los recién casados, porque seguían bajo la tutela y seguridad que daba el clan. También la responsabilidad de criar y educar a los hijos era tarea colectiva, sobre todo de las mujeres. Jesús no se sometió a ese control porque le hubiera impedido desarrollar su misión. Fijaros el ridículo que hacemos cuando en nombre de Jesús, predicamos una obediencia ciega, es decir, irracional, a personas o instituciones. Cuando creemos que el signo de una gran espiritualidad es someter la voluntad a otra persona, dejamos de ser nosotros mismos. La explicación que acabo de dar, pretende armonizar la responsabilidad de Jesús con su misión y el cariño entrañable que tuvo que sentir, sobre todo por su madre. El relato evangélico que acabamos de leer, está escrito ochenta años después de los hechos; por lo tanto no tiene garantías de historicidad. Sin embargo, es muy rico en enseñanzas teológicas. No hay nada de sobrenatural ni de extraordinario, en lo narrado. Se trata de un episodio que revela un Jesús que empieza a tomar contacto con la realidad desde su propia perspectiva. Justo a los doce años empezaban a ser personas, a tomar sus propias decisiones y a ser responsables de sus propios actos. Sentado en medio de los doctores. Los doctores no tienen ningún inconveniente en admitirle en el “foro de debate”. Tiene ya su propio criterio y lo manifiesta. Sus padres no entienden nada. Lc está preparando lo que va a significar toda la vida pública, adelantando una postura que no es de niño sino de persona responsable y autónoma. No es difícil imaginar que sus padres no lo comprendieran. La verdad es que fue, para casi todos los que le conocieron, incomprensible la calidad humana del que se llamaría a sí mismo hijo del hombre. Sigue el texto diciendo: siguió bajo su autoridad, pero ya ha dejado claro que su misión va más allá de los intereses de su clan. La última referencia es también un aldabonazo a nuestro empeño en hacerle Dios antes de tiempo. Dice el texto que Jesús crecía en estatura en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres Debemos buscar la ejemplaridad de la familia de Nazaret donde realmente está, huyendo de toda idealización que lo único que consigue es meternos en un ambiente irreal que no conduce a ninguna parte. Sus relaciones, aunque se hayan desarrollado en un marco familiar distinto del nuestro, pueden servirnos como ejemplo a nosotros, en nuestro propio modelo de familia. Lo importante no es la clase de institución familiar en que vivimos, sino los valores humanos que desarrollamos. Jesús predicó lo que vivió. Si predicó la entrega, el servicio, la solicitud por el otro, quiere decir que primero lo vivió. El marco familiar es el primer campo de entrenamiento para todo ser humano. El ser humano nace como proyecto, que tiene que ir desarrollándose a lo largo de toda la vida con la ayuda de los demás. Debemos tener mucho cuidado de no sacralizar ninguna institución. Las instituciones son instrumentos que tienen que estar siempre al servicio de la persona humana. Ella es el valor supremo. Las instituciones ni son santas ni sagradas. Con demasiada frecuencia se abusa de las instituciones para conseguir fines ajenos al bien del hombre. Entonces tenemos la obligación de defendernos de ellas. No son las instituciones las culpables sino algunos seres humanos que se aprovechan de ellas para conseguir sus propios intereses a costa de los demás. No se trata de echar por la borda una institución por el hecho de que me exija esfuerzo. Todo lo que me ayude a crecer en mi verdadero ser, me exigirá esfuerzo. Pero nunca puedo permitir que la institución me exija nada que me deteriore como ser humano. La familia sigue siendo hoy el marco privilegiado para el desarrollo de la persona humana, pero no solo durante los años de la niñez o juventud, sino durante todas las etapas de nuestra vida. El ser humano solo puede crecer en humanidad a través de sus relaciones con los demás. La familia es el marco insustituible para esas relaciones profundamente humanas. Sea como hijo, como hermano, como pareja, como padre o madre, como abuelo. En cada una de esas situaciones, la calidad de la relación nos irá acercando a la plenitud humana. Los lazos de sangre o de amor natural debían ser puntos de apoyo para aprender a salir de nosotros mismos e ir a los demás con nuestra capacidad de entrega y servicio. En ninguna parte del NT se propone un modelo de familia, sencillamente porque no se cuestiona el existente en aquel tiempo. Proponer un único modelo de familia como cristiano, es pura ideología. Si dos hermanos viven con uno de los padres forman una familia, cuando muere el padre, ¿dejan de ser una familia? y si son dos personas que se quieren y deciden vivir juntos, ¿no son una familia? Jesús no defendió instituciones, sino a las personas que la forman. En cualquier modelo de familia lo importante es el amor, que Jesús predicó y que debemos desarrollar en cualquier circunstancia que la vida nos plantee. Resumen: Los valores cristianos los vivió Jesús en el modelo judío y se pueden vivir en modelos muy diferentes. Meditación-contemplación No sería mala idea hacer hoy la meditación todos juntos en familia. Piensa: ¿Qué sería yo sin los demás? Nada, absolutamente nada. Ni siquiera mi existencia sería posible. Si los que te rodean han hecho posibles que tú seas, ¿Es mucho pedir, que tú ayudes a los demás a ser? ...................................... ¿Cómo podría la araña tejer su tela si no tuviera puntos de apoyo para fijar su trama? Tu vida depende de esos puntos de apoyo. Deja que otros se apoyen en ti para tejer su propia vida. ......................................... La familia es el primer campo de entrenamiento para alcanzar humanidad. No dejes de entrenarte cada día. Pero la verdadera batalla hay que ganarla en la relación con los de fuera. Deja que todos encuentren en ti un apoyo para seguir viviendo. Es la única manera de vivir tú a tope. Dos lecturas que encajan
En una fiesta de la Sagrada Familia, esperamos que las lecturas nos animen a vivir nuestra vida familiar. Y así ocurre con las dos primeras lecturas. El libro del Eclesiástico insiste en el respeto que debe tener el hijo a su padre y a su madre; en una época en la que no existía la Seguridad Social, “honrar padre y madre” implicaba también la ayuda económica a los progenitores. Pero no se trata sólo de eso; hay también que soportar sus fallos con cariño, “aunque chocheen”. La carta a los Colosenses ha sido elegida por los consejos finales a las mujeres, los maridos, los hijos y los padres. En la cultura del siglo I debían resultar muy “progresistas”. Hoy día, el primero de ellos provoca la indignación de muchas personas: “Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor.” Cuando se conoce la historia de aquella época resulta más fácil comprender al autor. ¿Un evangelio impropio? Después de los consejos anteriores, que animan a obedecer y respetar a los padres, lo que menos podíamos esperar es un evangelio en el que Jesús parece ofrecer un pésimo ejemplo de falta de respeto. No sólo el hecho de quedarse en el templo sin avisar, sino también la respuesta tan chulesca que da a María, le habrían merecido una bofetada en cualquier cultura anterior a la nuestra. Mal ejemplo para una fiesta de la familia. ¿Qué quiere decirnos Lucas con este extraño episodio que solo cuenta él? Lo que quiere decir a María y de María En el relato inmediatamente anterior se ha contado que Simeón, al tener a Jesús niño en sus brazos, además de hablar de su futuro anunció a María que una espada le atravesaría el alma. Jesús no iba a ser para ella puro motivo de alegría, sino también de angustia y preocupación. Saltando por alto doce años, la visita al templo le sirve a Lucas para ejemplificar esa espada que atravesaría a María durante toda su vida: sufrimiento y desconcierto (porque, aunque Jesús se explique, “ellos no comprendieron lo que quería decir”). Cuando hablamos de los sufrimientos de María, de sus “dolores”, pensamos casi siempre en la pasión y muerte de Jesús. Sin embargo, Jesús hizo sufrir a María toda su vida, no solo al final. La hizo sufrir con su actividad y sus palabras, que suscitaban la oposición y el rechazo de mucha gente y que terminarían provocando su muerte. Lo que quiere decir de Jesús ¿Qué pensaba Jesús de sí mismo? ¿Era simplemente un buen israelita que, un día, acudió a que Juan lo bautizara y después tuvo la experiencia de que Dios le hablaba y le encomendaba una misión, como parece sugerir el comienzo del evangelio de Marcos? Lucas quiere corregir esta imagen. La estrechísima relación de Jesús con Dios no empieza en el bautismo, se da desde siempre. Este episodio se comprende mucho mejor si se recuerda la historia del profeta Samuel. Consagrado por su madre al templo, ha pasado toda su vida junto al sacerdote Elí. Hasta que, a los doce años (según Flavio Josefo), una noche Dios lo llama: “Samuel, Samuel”. Naturalmente, no puede imaginar que Dios lo llame y va corriendo junto al sacerdote Elí. Este le dice que no lo ha llamado, que vuelva a acostarse. Pero la escena se repite al pie de la letra, y el narrador se siente obligado a comentar: “Samuel no conocía todavía a Yahvé”. Lleva doce años en el templo, viviendo con el sumo sacerdote, asistiendo al culto, pero “no conocía todavía a Yahvé”. Jesús, en cambio, a los doce años, sabe perfectamente cuál es su relación con él: “¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” Dios es su Padre, y ese conocimiento se lo ha comunicado ya a José y María con anterioridad. Estas palabras contrastan no solo con la ignorancia de Samuel sino también con lo que le ha dicho María: “Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.” Para Jesús, su único Padre es Dios. Y su misión la ha recibido mucho antes del bautismo. Lucas, tan buen conocedor de la Escrituras, cuando dice que Jesús asombraba a todos los maestros con su sabiduría, es posible que esté aludiendo al Salmo 119: “Soy más docto que todos mis maestros porque medito tus preceptos. Soy más sagaz que los ancianos porque observo tus decretos” (vv.99-100). Aunque Jesús no pondrá nunca el acento en la letra de los preceptos y decretos, sino en la entrega plena a la voluntad de su Padre. María y nosotros Lucas tiene especial interés en presentar a María como modelo del cristiano. Con pocas palabras (“He aquí la esclava del Señor”), con el silencio (como en el caso de los pastores y de Simeón) y, sobre todo, con su actitud de reflexionar y meditar todo lo que se relaciona con Jesús. María no es tan lista como los teólogos, y mucho menos que los obispos y papas. Ella no entiende muchas cosas. Jesús la desconcierta. Pero conoce el gran remedio para el desconcierto: la oración. Cuando estamos a punto de recomenzar el contacto con la actividad de Jesús, es muy bueno acordarnos de ella e intentar imitarla. El misterio de la encarnación que estamos celebrando es un misterio de amor. Por eso lo celebramos con la eucaristía que es el sacramento del amor. Si Dios me ama es porque es amor. Es decir, Dios, que es amor, está en mí. Ese amor es el fundamento de mi ser, o mejor es mi verdadero ser en lo que tiene de fundamento. Todo lo que no es Amor es secundario y accidental en mí. Dios está encarnado en todas sus criaturas y esa presencia es lo que les hace consistentes y lo que les da valor trascendente. El hombre puede descubrir esa realidad y vivirla conscientemente. Esa será su plenitud.
El comienzo del evangelio de Jn es un contrapunto al que hemos leído anoche de Lc. Con él, la liturgia intenta nivelar la balanza para que no nos quedemos en la paja del pesebre y lleguemos de verdad a la sustancia del misterio de Navidad. Los dos relatos están hablando de lo mismo, pero el lenguaje es tan diverso que apenas podríamos sospechar que se refieren a la misma realidad. Ni uno ni otro hablan con propiedad, porque lo que estamos celebrando no puede encerrarse ni en imágenes ni en conceptos. En el evangelio de Jn que acabamos de leer, dice: “En la palabra había vida y la vida era la luz de los hombres”. No me explico por qué tenemos tantas dificultades para entender esto correctamente. El texto no dice que la luz me llevará a la Vida, sino al revés, es la Vida la que me tiene que llevar a la luz, es decir, a la comprensión. No es el mayor o mejor conocimiento lo que me traerá la verdadera salvación, sino la vivencia dentro de mí. Dios que es Vida está en mí y me comunica esa misma Vida; todo lo demás es consecuencia de este hecho. Lo que salga de mí, será la manifestación de esa Vida-salvación. La encarnación sigue siendo el tema pendiente del cristianismo. Si no lo enfocamos como es debido, lo reducimos a una creencia sin peso alguno en nuestra vida real. El prólogo de Juan dice: “kai Theos en o Logos” y en latín: “et Deus erat Verbum”. En castellano podemos traducir: “y la Palabra era Dios” o “Dios era la Palabra”. Puede parecer que es lo mismo, pero en realidad expresan algo muy distinto. En el primer caso, se explica lo que es el Verbo, por lo que es Dios. En el segundo, se explica lo que es Dios por lo que es el Verbo. Es Dios el que se identifica con el ser humano Jesús. Si se hizo hombre en Jesús, es que se hace hombre en todos los seres humanos. Por el contrario, si es Jesús el que se hace Dios, nosotros quedamos completamente al margen de lo que allí pasó. No se trata de limitar la singularidad de Jesús, sino de descubrir que todo lo que pasó en él, no es ajeno a cada uno de nosotros. Jesús hizo presente a Dios en un momento determinado de la historia, porque fue un ser histórico; pero la historia no afecta para nada a Dios. Dios no tiene sucesos. Lo que hace en un instante está siempre haciéndolo. Dios se está encarnando siempre. Por lo tanto no se trata de celebrar un acontecimiento pasado, sino de descubrir ese acontecimiento en el momento presente y vivirlo como lo vivió Jesús. En la eucaristía, tomamos conciencia de nuestras limitaciones, patentes en nuestra manera de actuar. Si descubrimos la actitud de Dios para con nosotros, amor que nos acepta como somos, por lo que Él es, no por lo que somos nosotros, tomaremos conciencia de su presencia en lo hondo de nuestro ser y nos identificaremos con esa parte divina de nuestro ser. Desde ahí, intentaremos que nuestra vida esté de acuerdo con ese ser descubierto. Se trata de dejar que nuestro actuar, surja espontáneamente de nuestro verdadero ser. Si no descubrimos y nos identificamos con nuestro verdadero ser, nuestra vida cristiana seguirá siendo artificial y vacía de verdadero sentido cristiano. Meditación-contemplación ¡navidad!, ¡navidad! ¡triste navidad! trocada en folklore y poquito más de mi fondo espera ser Natividad porque estoy encinta de Divinidad Cualquier clase de discurso hoy se me antoja ridículo. Nada se puede decir con propiedad del misterio que estamos celebrando. Hoy mejor que nunca debíamos aplicar el proverbio oriental: “Si tu palabra no es mejor que el silencio, cállate”. Solo en clave de silencio seremos capaces de entender algo. Esta noche debemos intentar una meditación sosegada sobre Jesús y sobre lo que su figura supone para todos nosotros. Lo que tienes que descubrir y vivir no puede venir de fuera, tiene que surgir de lo hondo de ti mismo.
El evangelio que acabamos de leer nos coloca ante el misterio, pero tendrás que adentrarte tú solito en él. Es muy fácil que se desborden los sentimientos con las estampas navideñas, pero eso no basta para vivir el misterio que celebramos. Es una noche, no para el folclore sino para la meditación. Sin esta contemplación, se quedará en algo vacío sin ningún sentido religioso. El valor de esta fiesta depende de la actitud de cada uno. Nada suplirá el itinerario hacia el centro de mí mismo. Solo allí se desarrolla el misterio de la encarnación. Solo en lo hondo de mi ser descubriré la presencia de Dios. Recordar el nacimiento de Jesús, nos puede ayudar a encontrar a Dios dentro de nosotros y en los demás. Jesús vivió y murió en un lugar y un tiempo determinado. Pero debemos tener mucho cuidado en no creer que estemos celebrando un cumpleaños. Los datos históricos no tienen mayor importancia. Jesús nació, no sabemos dónde, no sabemos cuándo, ni en qué día, ni en qué mes, ni en qué año. ¿No os parece curioso? Pues todo lo que digamos de Jesús, desde el punto de vista histórico, apunta al mismo desconcierto. El encuentro con Jesús que apareció en un momento de la historia, me tiene que llevar al encuentro con Dios que no tiene historia. Dios es siempre el mismo, no puede cambiar ni lo más mínimo. El tiempo no pasa en Él. El espacio no existe para Él. La lectura de los evangelios nos puede ayudar si no caemos en la tentación de quedarnos en la letra. La manera de narrar el misterio es un ejemplo más de lo indecible del acontecimiento. El relato de Lc que acabamos de leer, o el muy distinto de Mt, tienen muy poco que ver con el prólogo del evangelio de Jn que leeremos mañana, aunque los tres nos están hablando de lo mismo. Los relatos de Mt y Lc, apuntan al misterio, si dejamos de verlos como una crónica de sucesos. La elevada cristología metafísica de Jn, nos está diciendo exactamente lo mismo, si sabemos desentrañar los conceptos que utiliza. La encarnación no es un hecho puntual, sino una actitud eterna de Dios que se encarna siempre en todas sus criaturas. Dios no tiene actos. Todo lo que hace, lo es. Si se encarnó, es encarnación, es Emmanuel. Si en Jesús se hizo patente la presencia de Dios, debemos aprovechar esa realidad para buscar en nosotros lo que descubrimos en él. No se trata de recordar y celebrar lo que pasó hace dos mil años en otro ser humano, sino de descubrir que la presencia de Dios, se da en mí en este momento, y debo de descubrir y vivir conscientemente esa presencia. Lo que pasó en Jesús, está pasando ahora mismo en cada uno de nosotros, está pasando en mí. Este es el sentido religioso de la Navidad. Ni María ni José ni nadie de los que estuvieron relacionados con los acontecimientos que estamos celebrando, se pudo enterar de lo que estaba pasando, porque Dios actúa siempre acomodándose a la naturaleza de cada ser. En lo externo no pudo acontecer nada que diera cuenta de la realidad trascendente que estaba en juego. Hoy, la mayoría de los cristianos seguimos sin enteramos del verdadero significado de la Navidad, porque nos limitamos a recordar acontecimientos externos y extraordinarios que nunca se dieron. Si yo quiero enterarme tendré que hacer un esfuerzo para superar el ambiente y entrando dentro de mí, tomar conciencia de lo que Dios me ofrece en este instante. «Creemos que lo que está en juego en el principio misericordia es la misma noción –y posibilidad real– de formar todos una sola familia humana». (Jon Sobrino)
La misericordia también es una de las palabras que han sido más maltratadas desde el lenguaje y la doctrina cristiana durante siglos, empleándose casi exclusivamente como un «apiadarse» de alguien que lo pasa mal y ofrecerle una limosna, una ayuda «caritativa». En latín, la palabra misericordia se compone de misere (miseria, necesidad, pobre); y cor, cordis (corazón), es decir, tener un corazón solidario con aquellos que sufren la injusticia y tienen algún tipo de necesidad. En hebreo el término que se emplea para designar la misericordia es rajamín, que significa sentir cariño, afecto entrañable, conmoverse hasta las entrañas. Es lo que siente Yahvé por sus hijos e hijas que sufren, especialmente por los más olvidados y marginados, las viudas, los huérfanos, los inmigrantes. Y a Jesús, tan lleno e identificado con los sentimientos de su Dios, también se le conmueven las entrañas al contemplar tanto dolor, sufrimiento, miseria y exclusión entre los hombres y mujeres más despreciados de Israel. Este sí que es el auténtico significado y la consiguiente puesta en práctica de la misericordia. Hoy también es completamente necesario que contemplemos tanto pesar y desconsuelo, hasta que nos consiga estremecer y nos haga salir de nosotros mismos para solidarizarnos con los más indefensos de nuestro mundo actual. La persona misericordiosa rompe con cualquier afán competitivo, para llegar a ver en cada persona a un hermano, no a un rival. Nadie puede ser misericordioso ni ofrecer compasión hacia alguien que considera su enemigo. He aquí una de las causas y de las soluciones para desligarnos de esta rivalidad absurda entre seres humanos, para llegar a entendernos, a comunicarnos, a ayudarnos y cuidarnos. La misericordia, para que sea eficaz, debe ir acompañada de la paz, la solidaridad y la justicia. Es como el bálsamo, la dulzura que cura, fortalece y rehabilita. Y no solo en el encuentro entre dos personas, sino también a nivel social. Se necesita mucha ternura, mucha misericordia en nuestra sociedad. Y no pensemos que son remedios «suavones», porque cuando hacemos presente la compasión, la misericordia, la indulgencia en las relaciones sociales, todo cambia… Para luchar contra la corrupción, la mentira, los odios, la injusticia, el olvido de los más miserables, la virtud también pública a emplear es la misericordia. La verdad la acompaña siempre, para que no se quede en un simple analgésico. El perdón, la comprensión, la alegría, la empatía son virtudes-hermanas de la misericordia, que ayudarán a cambiar los problemas de una sociedad desde sus raíces. Una persona misericordiosa vive de otra forma, se relaciona de una manera muy distinta con los demás, con el medio ambiente, con el universo. Será una mujer, un hombre muy humano y, por lo tanto, muy espiritual, porque solo quien siente en su interior las heridas de los demás y de todo lo que le rodea, puede sentir cómo su corazón, su vida se expande, transformando todo a su paso, desde la compasión, la dulzura y la misericordia. «Felices quienes mantienen un corazón vivo y atento, lleno de ternura y misericordia». (Espiritualidad para tiempos de crisis. Desclée) Junto con María, la otra figura que destaca en la liturgia de Adviento es la de Juan el Bautista. Desde muy temprano, el grupo de seguidores de Jesús lo presentó como el “precursor” del Mesías (así hacen los evangelios sinópticos) o como el “testigo de la luz” (en expresión del cuarto evangelio).
Los textos relativos al Bautista resultan profundamente significativos. Se aprecia en ellos un doble interés: por una parte, es manifiesta su preocupación por situarlo debajo de Jesús; por otra, progresivamente, lo van convirtiendo en un discípulo más del Maestro de Nazaret. Lo que late en el trasfondo de los relatos es el enfrentamiento entre los discípulos de ambos maestros. Parece cierto que Jesús habría sido discípulo de Juan. Y que, llegado a un punto, se habría alejado de él, probablemente por las diferencias en torno al modo de hablar de Dios. Para el Bautista, Dios era todavía el Juez que amenazaba a los pecadores; para Jesús, era Amor gratuito y compasivo. De hecho, Juan se dedica a predicar la conversión de los pecados, mientras que Jesús sale permanentemente al encuentro de la persona necesitada. Hasta el punto de que puede afirmarse que, mientras el primero busca pecadores que convertir, el segundo sale al encuentro de personas que necesitan ayuda. Pero, dejando aparte esa cuestión, querría centrarme en un rasgo característico del Bautista: su austeridad ascética. Los textos lo presentan viviendo en el desierto, vestido como un mendigo y alimentándose de insectos y miel silvestre. Las palabras que salen de su boca son durísimas y presentan a Dios en clave de amenaza para quien no se convierta. Probablemente, el ascetismo y el mensaje rigorista casan bien. La dureza que el predicador dirige hacia sí mismo se proyecta luego hacia los demás. Detrás parece esconderse una trampa habitual: la autoexigencia se transmuta en exigencia desmesurada hacia los otros, hasta el punto de que el cumplimiento de la norma se convierte en la obligación primera. ¿Significa eso que la ascesis es negativa y debe olvidarse por completo? Si por tal término se entiende la negación de alguna parte de lo real o la mortificación que naciera de una actitud dolorista, que valora el dolor por sí mismo, ciertamente nos encontraríamos ante una perversión peligrosa. Ese comportamiento no humaniza porque parte precisamente de una concepción errónea de lo que es la vida y la persona. Y se haría merecedor de las ácidas críticas de Nietzsche contra aquella forma de entender la religión como “enemiga de la vida”. Tal actitud no solo es dañina para la persona que la ejerce, sino para quienes están a su lado. En el caso de tratarse de alguien con autoridad, no sería extraño que pretendiera imponerse a los demás desde una actitud rígida y represora. Sin embargo, hay otro modo de entender la ascesis, que tiene más que ver con el sentido original del término. Así entendida, equivale a entrenamiento. Y, como en el caso de los deportistas, nace de la motivación por ofrecer lo mejor de uno mismo y vivirse en plenitud. En este caso, el punto de mira no está puesto en la exigencia ni, mucho menos, en el dolor o la privación, sino todo lo contrario. De una manera realista y, por tanto, humilde y comprensiva, la persona se ejercita (se entrena) para ser fiel a sí misma, desoyendo otros cantos de sirena que buscan entretenerla y mantenerla alejada de sí. Desde esta perspectiva, la ascesis resulta indispensable en el camino del crecimiento personal, que es, constantemente, un camino de soltar –morir a lo que no somos- para dejar vivir lo que realmente somos. El cambio de perspectiva es decisivo: la ascesis no es ya un valor en sí misma, sino únicamente en función de aquello que nos plenifica. Y no porque busquemos ningún tipo de “perfección”, sino porque nos dejamos mover por el Anhelo que nos llama a vivir en conexión con nuestra verdadera identidad. Nos entrenamos, pues, para dejar todo aquello que tiende a aferrarnos –y que conduce a una vida egocentrada y cerrada en sí misma- y para saborear Aquello que somos y que se halla siempre a salvo. Sin esfuerzo no daremos un solo paso, pero si solo hay esfuerzo corremos el riesgo de rompernos. La clave podría expresarse de este modo: aquieta la mente, conecta con lo que realmente eres y desde ahí, solo desde ahí, vive el esfuerzo que la fidelidad te requiera. Vivido así, no solo se sortearán riesgos latentes –que nacen de exigencias, “deberías” o culpabilidades, más o menos inconscientes-, sino que será un esfuerzo flexible, proporcionado y, sobre todo –y este es un signo revelador- gozoso. Huye de la exigencia sin gozo, descansa siempre en el gozo aunque sea exigente. |
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