Los vínculos entre Jesús y Juan el Bautista quedan de nuevo patentes en este texto de Mateo (Cfr. Mt 4,12). Al saber que Juan ha muerto Jesús va a reorientar su estrategia misional. Comenzará a evitar las controversias con los líderes judíos para centrarse cada vez más en el grupo de discípulos y discípulas que caminan junto a él.
Sin duda, el hecho de retirarse a un lugar despoblado es una acción que se la dicta la prudencia pues, son públicas las conexiones que hay entre él y Juan. Si el profeta del desierto se había convertido en una amenaza para el poder, el nazareno sabía que podía correr la misma suerte. Pero, por otro lado, el relato muestra como Jesús, fuera de los espacios habitados (ciudades) o de poder (sinagogas), puede encontrarse de una forma más libre e inclusiva con la gente pobre y marginal que necesita consuelo y esperanza. El texto de hoy sintetiza muy bien cómo Jesús entiende el proyecto del Reino y cómo quiere actuar para que su mensaje sanador y su acción liberadora llegue a quien lo necesita y lo busca. Más allá de buscar explicaciones a un milagro, que pueden ser múltiples, lo importante es acercarse al modo en que Jesús actúa y se compromete con la gente. Se le conmovieron las entrañas Con frecuencia queremos descubrir la divinidad de Jesús en los hechos extraordinarios, en las acciones portentosas, pero en realidad lo más extraordinario de Jesús es su corazón, el lugar en donde todo se unifica y donde reside el Amor. Ahí es donde Jesús siente el dolor humano, ahí es donde conecta con su Abba y se siente hijo, ahí es donde habita la Ruah divina que lo sostiene, lo inspira y conforta. Por eso cuando Jesús ve a la gente que lo busca, se le conmueven las entrañas (Mt 14, 14), siente en lo hondo de su ser su sufrimiento y actúa sanando, haciendo visible la misericordia entrañable de Dios que lo habita. De este modo ofrece la salvación de Dios, una salvación gratuita y restauradora que devuelve la vida y la esperanza, una salvación que acompaña, escucha y guía (Mt 9, 35-36). Jesús no tiene prisa aunque se esté haciendo tarde, porque lo que está en juego no son las normas ni los ritos sino la vida de los/as débiles e indefensos/as, de todos/as aquellos/as que no tienen más valedor que Dios. Lo que él quiere no es admirar a su audiencia sino ofrecerles el amor y el perdón incondicional de Dios que es la razón de su existencia. El banquete del Reino Los discípulos, más preocupados por lo inmediato, se inquietan porque están en un descampado y no hay donde comer (Mt 14, 15) y le ruegan al Maestro que le diga a la gente que vaya a procurarse alimento a las aldeas cercanas. Sorprendentemente, Jesús rechaza el realismo de su propuesta y los desafía a hacer posible lo imposible: “dadles vosotros de comer…” (Mt 14,16-18). El relato narra a continuación una acción portentosa de Jesús: la multiplicación de cinco panes y dos peces de modo que pueden comer cinco mil hombres sin contar mujeres y niños. Lo importante, sin embargo, no está en explicar con nuestras categorías culturales y científicas lo que en aquel momento pudo ocurrir, sino el significado que el recuerdo de aquel acontecimiento tuvo para los primeros seguidores y seguidoras de Jesús y también puede tener para nosotras/os hoy. Uno de los grandes signos de la llegada del Reino de Dios fueron para Jesús las comidas compartidas con grupos diversos, especialmente con personas estigmatizadas por diversas razones. En estas comidas se hacía visible la inclusividad, el perdón y la voluntad liberadora que el mensaje de Jesús traía en nombre de Dios. Una comida en un descampado con gente diversa pero hambrienta de esperanza y salud evocaba una vez más el sueño de Dios para la humanidad. La imagen del banquete como expresión de la plenitud y alegría que se experimenta en el encuentro salvador de Dios se recoge con claridad en el texto de Is 25, 6-8 en el que se destaca no solo la excelencia de la comida sino la inclusión de todos/as en él y, sobre todo, que Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, el oprobio y la muerte. Este sueño sostiene la fe de Israel (Dt 27,7) pero también lo urge a ser, él también, anfitrión en la mesa de la vida, a incluir y compartir con el pobre y el extranjero (Dt 14, 28-29). En este contexto, se puede entender el significado de aquella comida que Jesús improvisó en un lugar descampado con gente que seguramente no se caracterizase por ocupar los lugares de poder, un significado relevante no solo para quienes la disfrutaron sino también para quienes después la recordaron y la preservaron en los textos evangélicos. En esta comida se destaca, por un lado, la abundancia (se llenaron doce cestas con las sobras) y la inclusión (se señala que había varones, mujeres y niños) algo que fácilmente podría evocar el banquete mesiánico descrito por Isaías, y por otro, la acción de gracias y el gesto de partir el pan vincula esta comida con la memoria de la Cena del Señor. Esta doble vinculación hace de este texto un relato paradigmático que sigue invitándonos hoy a no separar las creencias y ritos del compromiso real con quien necesita consuelo, con quien carece de lo necesario para vivir o quien es estigmatizado. Para la comunidad de Mateo, como para nosotras/os hoy, ver a Jesús conmovido ante el dolor humano, ágil para actuar y audaz para abrir espacios alternativos de fraternidad/sororidad en torno a la mesa, es una invitación a continuar su presencia salvadora. La pregunta de este modo no es cómo pudo dar de comer a tanta gente, sino qué llamadas nos hace como discípulos/as suyos/as para actuar de la misma manera.
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Este año se cumplen cuarenta años del asesinato de dos grandes testigos del evangelio en circunstancias trágicas ya que ambos murieron por su fidelidad a Cristo. Me refiero al jesuita Luis Espinal y a Monseñor Óscar Romero, asesinados con una diferencia de tres días; uno en Bolivia y el otro en El Salvador por el único delito de amar a los demás.
Suena extraño explicarlo así, pero una actitud semejante fue la causa del asesinato de Jesús de Nazaret, en este caso por amor extremo, ejemplo al que seguían esos dos seguidores suyos. El amor trinitario del que Bruno Forte afirma que el Padre es el amante, el Hijo el amado y el Espíritu es el encuentro entre ambos en perfecta comunión que la entenderemos cuando veamos a Dios “cara a cara”. Espinal y Romero murieron por no ser políticamente correctos frente a la injusticia, es decir, por defender al desvalido como a un hermano, por amor. La fiesta del Espíritu Santo y después la Trinidad no se alejan de la Pascua sino que la circunscriben a lo esencial: el amor de Dios al mundo, hoy y aquí, cuando la vida corre peligro por ser fiel al Mensaje frente al ritualismo silente, excluyente, tras un virtuosismo hueco de amor que ignora lo que el Maestro nos enseñó. Para cambiar las cosas no vale la falsa prudencia, como bien lo saben las personas tocadas por el verdadero amor. La prudencia es virtud mientras que la cobardía es todo lo contrario. Jesús nos habló del reparto de talentos y lo mal que le fue al que recibió uno cuando lo guardó por su cobardía disfrazada de prudencia y por la falta de confianza. En los poemas del mártir Espinal se recoge bien esta idea: Hemos sido prudentes (en realidad, cobardes) y nos hemos cuidado; pero, ¿para qué? Nuestro único ideal no puede ser llegar a viejos... Y en otro poema refuerza estos pensamientos: Líbranos, Señor, del silencio “prudente” (sic) para no comprometernos. Que nunca tu Iglesia sea Iglesia del silencio que no calla ni ante el guante blanco ni ante las armas. No queremos una prudencia que nos lleve a la omisión, a ser cristianos mudos, que mientras no les toquen a ellos, se quedan tranquilos aunque se cuartee el mundo. Por reflexiones similares a estas de Luis Espinal llevadas a la práctica, asesinaron a Jesús de Nazaret y a muchos de sus seguidores, Espinal y Romero incluidos. La prudencia es virtud que Jesús supo administrar y de qué manera: habló y calló cuando era necesario, no cuando le vino bien. De hecho, no contemporizó con sus enemigos para mejorar su cada vez más difícil situación personal. ¿Por qué confundimos tantas veces el amor cristiano con una especia de platonismo celestial carente de todo compromiso? ¿O con una actitud comprometida desde una ideología política violenta? Cada vez que actuamos así apelando a Cristo, borramos la esencia de lo que Jesús predicó y de su implicación para salvar especialmente a los más desfavorecidos, precisamente por serlo, implicado como estuvo en que la religión no fuera la excusa perfecta para mantener la injusticia basada en la exclusión, ajena al Dios Amor. No podemos en ensalzar al Dios de Jesús templando gaitas con el poder que utiliza a Dios para perpetuarse, ni ser tampoco los abanderados de medios violentos y cainitas que Jesús rehusó. Por ambas cosas murieron Jesús, Espinal y Romero. No traicionemos el amor cristiano disfrazándolo de luchas de poder o de falta de compromiso, parapetados en ritos que solo se representan a sí mismos. Tampoco se trata de hacer una Contracruzada, sino de vivir nuestra fe, valientes y firmes, dando testimonio allí donde nos ha tocado; dando ejemplo gracias a la fuerza del Dios Trinidad que insufla sobre lo débil para hacerse fuerte entre nosotros. En medio de este tiempo difícil, Dios empuja fuerte para que descubramos mediante una actitud de escucha humilde una experiencia enteramente nueva en medio del infortunio y las debilidades. La audacia del amor tiene reglas y sus frutos se recogen tras la puerta estrecha. Iniciar un retiro largo el día de María de Magdala no es casualidad. Ha habido muchos astros alineados para que esto pudiera ocurrir, incluido el inicio del desconfinamiento con posibilidades de viajar. Lo cual es muy importante ya que nos juntamos gente de norte, sur, este y oeste, si contamos los que participaréis online. También gente de varios países europeos y americanos de norte y sur, y de Egipto, hasta ahí que sepamos.
Me sale de dentro la expresión "No, esta vez no nos callan" tratando de entrar en el espíritu de nuestra hermana silenciada por el patriarcado tan pronto como se libraron de Jesús. Gracias a su amor más fuerte que la muerte y a la fuerza para realizar la tarea que Jesús le encomienda "ve y diles a los hermanos...", ella es hoy, a lo largo y ancho del globo, en todas las iglesias cristianas, la primera testigo de la Resurrección, la primera apóstol de hecho, la primera predicadora, la primera que posiblemente, bendijo múltiples cenas en las que el Espíritu de Jesús se hacía presente a través de ella, enviada por Él, a decirles a los hermanos que Vive, que está entre nosotros y que en personas como ella, deja su legado y contagia su Espíritu. ¡Bendito contagio! ¿Dónde están los y las contagiadas para que me acerque y les abrace y haga todo lo posible para contagiarme? Y aquí están, mujeres y hombres de todos los estados, edades e iglesias. Nuestra comunidad Hermanas Para la Comunidad Cristiana (SFCC) celebramos estos días el 50 aniversario de fundación. Precisamente gracias a un contagio de los que estamos hablando, otra mujer, veinte siglos después, intrépida e inteligente descubre una fórmula de seguimiento que da respuesta al momento y al futuro. Contagiada e inspirada por el espíritu de las primeras comunidades y del concilio Vaticano II en el que participó como oyente, por supuesto, Lillana Kopp da forma junto con un grupo de pioneras como ella, a un estilo de comunidad que se te mete por los poros. A nosotras nos dio la fuerza para pedir el "indulto" –así se llama en derecho canónico– (qué ofensivo) cuando quieres salir de una congregación o instituto religioso. Como decía, nos dio la fuerza para dejar más de 40 años en nuestra primera comunidad, para iniciar otro proceso, con esta comunidad ecuménica. Estos días hace un año de nuestro compromiso final y llevamos casi un año con un grupo de 10 personas haciendo el proceso de pertenencia, contagiados por ese mismo espíritu. Entre ellos un joven de 29 años que con su pareja de otra iglesia, desde Bruselas, caminan con nosotros, la mayoría ronda los 50, algunos hemos cumplido los 60: varias médicas, una bióloga, profesores, maestras, empresarias, relaciones internacionales, teólogas..., también personas sin "títulos", queriendo llevar el espíritu de Jesús a todos los lugares donde nos movemos. Formamos parte del tejido social europeo, con tendencia a ser críticos, a ser gente que cultiva su espiritualidad y desde ese silencio habitado toma decisiones de cómo mejor invertir los talentos y carismas recibidos para realizar juntos el sueño de Jesús. Tenemos que recoger la antorcha de las "marías de magdala" que a lo largo de la historia se han jugado la vida para que el espíritu del resucitado no se encerrara en instituciones rancias y mucho menos en un patriarcado podrido y repugnante. Para ello, todo esfuerzo es poco, la ilusión que tenemos el grupo que podremos juntarnos el día 22 en Haro (La Rioja, España) es incalculable. Y luego estáis tantos otros online. Esta última forma puede hacerse a la par que hacemos el retiro o recibir los audios por mail y hacer tu retiro cuando puedas y donde puedas. Todo está ahí. María de Magdala a nosotras nos saca de nuestras catacumbas donde por persecución real, a través de difamación... nos han metido varias veces, con las secuelas que estos confinamientos dejan... pero esto es imparable. La Vida, cuanto más raíces profundas echa, como el bambú, más alta y fuerte se hace. Desde el espíritu de Jesús, el de María Magdalena y el de Hermanas Para la Comunidad Cristiana os invitamos a vivir unos días orando, escuchando, paseando por el sagrado templo de la naturaleza, con el corazón abierto al espíritu profético que hoy se necesita desesperadamente. Basta de misas aburridas, ahora entre mascarillas y calor es bastante rollo, anoche casi salimos enfermas: la homilía donde "el varón ordenado solamente puede predicar" fue la narración de un cuentito de dos minutos. ¿Qué? Sí. Para alimento de la semana de la comunidad cristiana... porque lo dicen ellos. ¿Lo mejor? la brevedad. Sentadas en los bancos había varias teólogas, catequistas, religiosas, seglares comprometidos, y llega el de turno y suelta el cuentito. No, esta vez no nos callan. Todavía quedan una o dos plazas presenciales y todas las que queráis online. Pedimos una matrícula, porque es justo y además lo necesitamos, pero esto no impedirá que nadie que desee hacer el retiro lo haga. Siempre hay alguna beca, que llega en su justo momento. Os esperamos. Uno de los libros más conocidos de J. B. Metz se titula Más allá de la religión burguesa. En la medida en que la izquierda de nuestra modernidad ha hecho suya las reivindicaciones más típicamente evangélicas (la justicia social, la libertad y fraternidad de los hijos de Dios, la igualdad entre todos los hombres y el respeto a lo distinto…), debemos hablar hoy también de un “más allá de la izquierda burguesa”. Sobre todo porque el mismo Metz escribía en el libro citado: “el carrusel de la política se movería más hacia la izquierda si girase según la melodía del evangelio”.
1.- Paralelos. En nuestra querida modernidad ha ocurrido (según Metz) que “el ciudadano burgués se ha convertido en paradigma de lo que se llama tiempo de la modernidad”. En paralelo con eso: “la cristiandad ha identificado la existencia cristiana con la existencia natural del burgués y la praxis cristiana del seguimiento con la praxis burguesa”. La burguesía es radicalmente individualista: la verdadera religiosidad es intrínsecamente comunitaria. A lo largo del libro van apareciendo varios trazos críticos de esa deformación burguesa. Veamos algunos ejemplos: a.- “¿Amamos? ¿O nos limitamos a creer en el amor?” Alabamos la fe, pero ¿creemos de verdad? Es decir: el burgués se profesa cristiano; otra cosa es que practique en serio el cristianismo. Y la prueba es que el término “católico practicante” lo hemos dejado para aquellas prácticas que, por necesarias que sean, no son lo más específico del cristianismo. b.- Añádase una deformación de la Cena del Señor. Metz concibe “La Cena como una revolución antropológica”. Por eso advierte que “si los cristianos no queremos convertirnos en cómplices de la estrategia de supervivencia de los pueblos que ya son ricos y poderosos (una estrategia que se realizará a costa de los pobres y siempre explotados) tenemos que atrevernos a esa revolución antropológica”. c.- Otro rasgo también muy burgués: “la ilustración europea ha sido hasta el presente excesivamente dualista: todavía trasmite la oposición entre élite cultural y pueblo”. La distinción entre Iglesia y pueblo ha sido también censurable en un cristianismo que hoy va superándola gracias a fenómenos diversos: como las llamadas “comunidades de base”, la recuperación de la Iglesia como “pueblo de Dios” y la busca de una iglesia sinodal. d.- Finalmente, es típico de ambas burguesías (la religiosa y la izquierdosa) lo que Metz llama “rigorismo en vez de radicalismo”. Y lo ejemplifica así: “las grandes obras asistenciales de la Iglesia no son problemáticas por el hecho de existir (también los cristianos de hoy tienen conciencia de la necesidad de la caridad) sino porque sacan esa caridad fuera de su contexto mesiánico”. El balance del teólogo alemán es que “el cristianismo como religión burguesa no consuela” (tranquiliza más bien). La izquierda burguesa tampoco convence (aunque pueda tranquilizar algunas conciencias izquierdosas)… 2.- Excusas. Además de esos rasgos citados, hay en la mentalidad burguesa dos mecanismos típicos de defensa para cuando el Evangelio le saca los colores a la cara. El primero es pedir a la Iglesia que “no se meta en política”. Y, por supuesto, la Iglesia no debe meterse en las luchas por el poder político. Pero Metz advierte además que “la separación clara y limpia de religión y política es una manera de hacer política, no la mejor a mi juicio, y hoy sobre todo desde la derecha, aun cuando se presenta con ropajes liberales”. El otro mecanismo es el insulto en vez del argumento. Lo percibiremos mejor si examinamos ese mecanismo en la derecha burguesa. El insulto suele ser siempre el mismo: algún término que la burguesía tenga como muy malsonante y que hoy es la palabra “comunista” (recordemos que ya se tildado de eso al papa Francisco…). Más que insulto, ese tipo de lenguajes son una forma inconsciente de defensa propia. Y esto lo pone claramente de relieve un ejemplo ya caducado: hoy gracias a las campañas contra la llamada “homofobia”, la palabra maricón ha dejado de ser un insulto. Pero quienes tengan unos cuantos años aún recordarán la enorme fuerza que tenía ese insulto en tiempos pasados y cómo casi bastaba para cerrar cualquier discusión. Por dos veces, en mis años mozos, fui testigo de esta escena: en un grupo de muchachos surgía la propuesta de una aventura sexual. Uno o dos del grupo se negaban a eso e inmediatamente eran insultados así: “¡tú eres un maricón!”. Con eso ya no había nada más que discutir. Pues bien: ojalá comprendieran hoy nuestros burgueses que, cuando ellos tachan agresivamente de comunista cualquier propuesta mínima de justicia social, más que desautorizar al otro como les gustaría, lo que hacen es intentar esconder su propia mala conciencia. 3.- ¿Y hoy? Dejando ya a Metz, me parece importante recordar que esas críticas a la izquierda se hacen hoy no solo desde ambientes de un cristianismo radicalmente evangélico sino también desde ambientes laicos. Thomas Piketty habla con frecuencia de la distancia entre la mitad más baja de la población y los partidos teóricamente de izquierdas que son los que antes la votaban. Y ha acuñado la expresión no de izquierda burguesa sino “izquierda brahmánica” (como aludiendo a una especie de casta separada del pueblo y que, además, se siente inatacable). Si hemos de ir “más allá de la izquierda burguesa”, muchas presuntas izquierdas de hoy deberían examinar seriamente sus posturas ante determinadas reivindicaciones. Por válidas que puedan ser, la cuestión a discernir es si son las reivindicaciones más primarias y más urgentes, si son meramente simbólicas más que reales (como el derribar estatuas), si más que por la justicia están movidas por el propio protagonismo y egoísmo y, finalmente, si los “Medios de comunicación” del Capital tenderán a explotarlas o a silenciarlas. D. Bonhoeffer no habló de religión burguesa, pero sí que avisó contra la “gracia barata”. Ambos lenguajes apuntan en la misma dirección: por lo que también cabría avisar contra “la izquierda barata”. Y, por supuesto, la tarea es difícil y oscura. Pero la covid.19 puede enseñarnos algo muy importante: que no tengamos aún la solución, no significa que no exista el desastre. Porque, negando este (como tiende a hacer hoy la izquierda ante las demandas más sociales), podemos acabar como Bolsonaros contagiados. Nuestras amistades se reparten a uno y otro lado de la Orilla, pero cada vez hay más almas cercanas que ya silbaron al Barquero. Él siempre acude. Va y viene a uno y otro lado de una misma Vida. Los seres queridos cumplieron misión en la tierra con mayor o menor acierto y ahora reposan tras el ajetreo. Disfrutan las mieles de un descanso que nunca será eterno, porque sólo es eterno nuestro anhelo de seguir conquistando más paz y armonía, de seguir peregrinando y evolucionando.
Nosotros tragamos aire, ellos luz. Aumenta la nómina de los mal llamados “muertos”. ¿Puede haber palabra más errada y confundida? Algún día renovaremos léxico a la altura de la conciencia humana ya conquistada. ¿Por qué les seguimos denominando así, si están más vivos que nosotros/as, si el Padre tiene tantas moradas, nos brinda tantas maneras de manifestarnos? Si has corrido hasta desfallecer en la playa salvaje, sabrás que nunca se le acaba la arena al inmenso reloj de la Vida. A medida que transcurren los años, más amigos van haciendo la más ligera de las maletas, aquélla que sólo se lleva conciencia y recuerdo. Pero la Vida nunca prescindiría de ellos. Jamás se le ocurriría. Son con otras formas. Constituyen parte de una misma Realidad expresada en diferentes dimensiones. La presencia cercana de los seres queridos que se desnudaron de cuerpo está en función del poder de nuestra fe. Sólo depende de nosotros trascender esa separación que pareciera imponer la falta de vestidura física. Toca seguir amando sin los cuerpos. Al fin y al cabo, amar sin “achuchar” es algo en lo que ya nos ha iniciado el famoso COVID. No coleccionamos recuerdos, coleccionamos presencias que siempre serán con nosotros. El prodigio de la presencia amiga no podía ser sólo por el corto lapso de una encarnación. La sonrisa, la belleza, la armonía, la amistad… sólo podían ser de una pasta eterna. En medio de la eternidad ¿Quién las cercenaría?, ¿Quién las crearía con los días contados? El Misterio no hace bromas pesadas, sólo aquellas que podemos alcanzar a comprender y digerir. Jamás nos daría el disgusto de una separación sin fin. El auténtico amor no lleva un marcapasos que un día se avería y detiene. Pertenece a un corazón de otra carne que no caduca. Estamos aún brindando y celebrando con quienes supuestamente nos dejaron. No, nunca lo hicieron, ni lo harán. ¿Para qué estaba la eternidad, sino para que la pudiéramos gozar con nuestra gente más querida? Los lazos de genuino amor perduran por siempre. El evangelio de este domingo nos propone las tres últimas parábolas del capítulo 13 de Mt. comentaremos el tesoro y la perla, que tienen un mismo mensaje. Si descubrimos lo que más vale, daremos a nuestra voluntad un objeto claro, porque la voluntad no puede ser movida más que por el bien, y en el caso de dos bienes siempre será movida por el mayor. Lo que Dios es en mí, es el tesoro, es la perla. No se trata de un conocimiento discursivo o racional, sino de una experiencia profunda y viva. Seguimos empeñados en descubrir a un Dios que está fuera y que nos dé seguridades desde allí.
Menos mal que la comunidad de Mt no se atrevió a alegorizarlas. No lo tenía fácil. El mensaje es idéntico en las dos pero tiene matices significativos. Una diferencia es que en un caso el encuentro es fortuito. Y en el otro, es consecuencia de una búsqueda. Otra es que en la primera se identifica el Reino con el tesoro, pero en la segunda se identifica con el comerciante que busca perlas. Puede ser una pista para descubrir que la comparación no es con uno ni con otro, sino que hay que buscarla en el conjunto del relato. Las dos opciones se hacen con un grado de incertidumbre. Los dos se arriesgan al dar el paso. La parábola no juzga la moralidad de las acciones narradas; simplemente propone unos hechos para que nosotros nos traslademos a otro ámbito. En efecto, tanto el campesino, como el comerciante, obran de forma fraudulenta y por lo tanto injusta (aunque legal). Los dos se aprovechan de unos conocimientos privilegiados para engañar al vecino. No actúan por desprendimiento sino por egoísmo. “Renuncian” a unos bienes para conseguir bienes mayores. No es su objetivo vivir de otra manera, sino conseguir una vida material mejor. Da un ejemplo material pero en el orden espiritual las cosas no funcionan así. En estas dos parábolas vemos claro cómo no todo lo que dicen es aprovechable. Jesús en el evangelio advierte una y mil veces del peligro de las riquezas; no puede aquí invitarnos a conseguirlas en sumo grado. El mensaje es muy concreto. El punto de inflexión en las dos parábolas es el mismo: “vende todo lo que tiene y compra”. Sería sencillamente una locura. Si vende todo lo que tiene para comprar la perla, ¿qué comería al día siguiente? ¿Dónde viviría? Esa imposibilidad radical en el orden material, es precisamente lo que nos hace saltar a otro orden, en el que sí es posible. Ahí está la clave del mensaje. Hay dos matices interesantes. El primero es el abismo que existe entre lo que tienen y lo que descubren. El segundo es la alegría que les produce el hallazgo. Yo la haría todavía más simple: Un campesino pobre, que solo tiene un pequeño campo, en el que cava cada vez más hondo, un día encuentra un tesoro. O un comerciante de perlas que un día descubre, entre las que tiene almacenadas, una de inmenso valor. Evitaríamos así poner el énfasis en la venta de lo que tiene, que solo pretende indicar el valor de lo encontrado. Todo lo contrario, se trata de un minucioso cálculo, que les lleva a la suprema ganancia. No damos un paso en nuestra vida espiritual porque no hemos encontrado el tesoro en lo que ya somos. Sin este descubrimiento, todo lo que hagamos por alcanzar una religiosidad auténtica, será pura programación y por lo tanto inútil. Nada vamos a conseguir si previamente no descubrimos lo que somos. Nuestra principal tarea será tomar conciencia de esa Realidad. Si la descubrimos, prácticamente está todo hecho. La parábola al revés, no funciona. El vender todo lo que tienes, antes de descubrir el tesoro, que es lo que siempre se nos ha propuesto, no es garantía ninguna de éxito. Un ancestral relato nos ayudará: cuando los dioses crearon al hombre, pusieron en él algo de su divinidad, pero el hombre hizo un mal uso de esa divinidad y decidieron quitársela. Se reunieron en gran asamblea para ver donde podían esconder ese tesoro. Uno dijo: pongámoslo en la cima de la montaña más alta. Pero otro dijo: No, que terminará escalándola y dará con él. Otro dijo: lo pondremos en lo más hondo del océano. Alguien respondió: No, que terminará bajando y la descubrirá. Por fin dijo uno: ¡Ya sé dónde lo esconderemos! La pondremos en su corazón. Allí nunca lo buscará. Tenemos que aclarar que el tesoro no es Jesús, como deja entender Pablo, y sobre todos los santos padres. Jesús descubrió la divinidad dentro de él. Éste es el principal dogma cristiano. “Yo y el Padre somos uno”. Tampoco la Escritura puede considerarse el tesoro. En muchas homilías, he visto estas interpretaciones de las parábolas. La Escritura es el mapa que nos puede conducir al tesoro, pero no es el tesoro. Tampoco podemos presentar a la Iglesia como tesoro o perla. En todo caso, sería el campo donde tengo que cavar (a veces muy hondo) para encontrarme a mí mismo. Jesús no pide más perfección sino más confianza, más alegría, más felicidad. Es bueno todo lo que produce felicidad en ti y en los demás. Solamente es negativa la alegría que se consigue a costa de las lágrimas de los demás. Cualquier renuncia que produzca sufrimiento, en ti o en otro, no puede ser evangélica. Fijaos que he dicho sufrimiento, no esfuerzo. Sin esfuerzo no puede haber progreso en humanidad, pero ese esfuerzo tiene que sumirme en la alegría de ser más. Lo que el evangelio valora no es el hecho de renunciar. Lo que me tiene que hacer feliz es descubrir la plenitud que ya soy. El tesoro es el mismo Dios presente en cada uno de nosotros. Es la verdadera realidad que soy, y que son todas las demás criaturas. Lo que hay de Dios en mí es el fundamento de todos los valores. En cuanto las religiones olvidan esto, se convierten en ideologías esclavizantes. El tesoro, la perla no representan grandes valores sino una realidad que está más allá de toda valoración. El que encuentra la perla preciosa, no desprecia las demás. Dios no se contrapone a ningún valor, sino que potencian el valor de todo. Presentar a Dios como contrario a otros valores, es la manera de hacerle ídolo. Vivimos en una sociedad que funciona a base de trampas. Si fuésemos capaces de llamar a las cosas por su nombre, la sociedad quedaría colapsada. Si los políticos nos dijeran simplemente la verdad, ¿a quién votaríamos? Si los jefes religiosos dejaran de meter miedo con un dios justiciero, ¿qué caso haríamos a sus propuestas? En cambio, si de la noche a la mañana todos nos convenciéramos de que ni el dinero ni la salud ni el poder ni el sexo ni la religión eran los valores supremos, nuestra sociedad quedaría purificada. Los intereses materiales y egoístas son lo que de verdad mueven los hilos de la sociedad. Tener claro que soy el tesoro supremo, la perla más valiosa, me permite valorar en su justa medida todo lo demás. No se trata de despreciar el resto sino de tener claro lo que vale de veras. El “tesoro” nunca será incompatible con todos los demás valores que nos ayudan a ser más humanos. Es una constante tentación de las religiones ponernos en el brete de tener que elegir entre el bien y el mal. Esta postura es radicalmente equivocada. Lo que hay que tener muy claro es cuales son las prioridades, dentro de los valores. Debemos tener claro dónde está el valor supremo y qué valores son relativos o falsos. Meditación Eres el mayor tesoro que puedas imaginar. Si aún no te has dado cuenta, es que has buscado algo imaginado por ti o que no has bajado al centro de tu ser. Una vez descubierto lo que hay de Dios en ti, todo lo demás es coser y cantar. En los dos domingos anteriores, el discurso en parábolas ha respondido a tres preguntas que se hace la antigua comunidad cristiana y que nos seguimos planteando nosotros:
1) ¿Por qué no aceptan todos el mensaje de Jesús? (parábola del sembrador). 2) ¿Qué hacer con quienes no lo aceptan? (el trigo y la cizaña). 3) ¿Tiene futuro esta comunidad tan pequeña? (el grano de mostaza y la levadura) Quedan todavía otras dos preguntas por plantear y responder. ¿Vale la pena? La pregunta que puede seguir rondando en la cabeza de los seguidores de Jesús es si todo esto vale la pena. A la pregunta responden dos parábolas muy breves, aparentemente idénticas en el desarrollo y con gran parecido en las imágenes. Por eso se las conoce como las parábolas del tesoro y la perla. Lo que ocurre en ambos casos es lo siguiente: a) El protagonista descubre algo de enorme valor. b) Con tal de conseguirlo, vende todo lo que tiene. c) Compra el objeto deseado. Sin embargo, hay curiosas diferencias entre las dos parábolas, empezando por los protagonistas. El suertudo y el concienzudo (el tesoro y la perla) El protagonista de la primera es un hombre con suerte. Mientras camina por el campo, encuentra un tesoro. Su primera reacción no es llevarlo a la oficina de objetos perdidos (que entonces no existe) ni poner un anuncio en el periódico (que tampoco existe). Ante todo, lo esconde. Repuesto de la sorpresa, se llena de alegría y decide apropiarse del tesoro, pero legalmente. La única solución es comprar el campo. Es grande y caro. No importa. Vende todo lo que tiene y lo compra. El protagonista de la segunda parábola es muy distinto. No pierde el tiempo paseando por el campo. Es un comerciante concienzudo que va en busca de perlas de gran valor. Por desgracia, la traducción litúrgica ignora este aspecto: en vez de “El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas”, debería decir “a un comerciante en busca de perlas finas”. No la encuentra por casualidad, va tras ella con ahínco. Como buen comerciante, calculador y frío, no salta de alegría cuando la encuentra, igual que el protagonista de la primera parábola. Pero hace lo mismo: vende todo lo que tiene para comprarla. La perla y el comerciante. Otra diferencia curiosa es que la primera parábola compara el Reino de los Cielos con un tesoro, pero la segunda no lo compara con una perla preciosa, sino con un comerciante. Este detalle ofrece una pista para interpretar las dos parábolas. Ni bonos basura ni timo de la estampita. No olvidemos que estas parábolas se dirigen a una comunidad que sufre una crisis profunda y se pregunta si ser cristiano tiene valor. En términos modernos: ¿me han vendido bonos basura o me han dado el timo de la estampita? La respuesta pretende revivir la experiencia primitiva, cuando cada cual decidió seguir a Jesús. Unos entraron en contacto con la comunidad de forma puramente casual, y descubrieron en ella un tesoro por el que merecía la pena renunciar a todo. Otros descubrieron la comunidad tras años de inquietud religiosa y búsqueda intensa, como ocurrió a numerosos paganos en contacto previo con el judaísmo; también éstos debieron renunciar y vender para adquirir. Las parábolas, aparte de infundir ilusión, animan también a un examen de conciencia. ¿Sigue siendo para mí la fe en Jesús y la comunidad cristiana un tesoro inapreciable o se ha convertido en un objeto inútil y polvoriento que conservo sólo por rutina? Al mismo tiempo, nos enseñan algo muy importante: es el cristiano, con su actitud, quien revela a los demás el valor supremo del Reino. Si no se llena de alegría al descubrirlo, si no renuncia a todo por conseguirlo, no hará perceptible su valor. Estas parábolas parecen decir: «Cuando te pregunten si ser cristiano vale la pena, no sueltes un discurso; demuestra con tu actitud que vale la pena». ¿Qué ocurrirá a quienes aceptan el Reino, pero no viven de acuerdo con sus ideales? A esta última pregunta responde la parábola de la red lanzada al mar. No queda claro si se habla de toda la humanidad, donde hay buenos y malos, o de la comunidad cristiana, donde puede ocurrir lo mismo. Ya que el tema del juicio universal se ha tratado a propósito del trigo y la cizaña, parece más probable que se refiera al problema interno de la comunidad cristiana. Interpretada de este modo, empalmaría muy bien con las dos anteriores. Hay gente dentro de la comunidad que no vive de acuerdo con los valores del evangelio, que no mantiene esa experiencia de haber descubierto un tesoro o una perla. ¿Qué ocurrirá con ellos? La respuesta es muy dura («a los malos los echarán al horno encendido») pero conviene completarla con la última parábola del evangelio de Mateo, la del Juicio final (Mt 25,31-46), donde queda claro cuáles son los peces buenos y cuáles los malos. Los buenos son quienes, sabiéndolo o no, dan de comer al hambriento, de beber al sediento, visten al desnudo, hospedan al que no tiene techo… Los que ayudan al necesitado, aunque ni siquiera intuyan que dentro de ellos está el mismo Jesús. Conclusión Mateo termina las siete parábolas comparando al predicador del evangelio con un padre de familia. Parece un nuevo enigma, esta vez sin explicación. En sentido inmediato, el escriba que entiende del reinado de Dios es Jesús. Para exponer su mensaje ha usado cosas nuevas y viejas. Del baúl de sus recuerdos ha sacado cosas antiguas: alguna alusión al Antiguo Testamento, la técnica parabólica y el lenguaje imaginativo de los profetas. Pero la mayor parte consta de cosas nuevas, fruto de su experiencia y de su capacidad de observación: la vida del campesino, del ama de casa, del pescador, del comerciante, de la gente que lo rodea, le sirven para exponer con interés su mensaje. Por eso, la comparación final es también una invitación a los discípulos y a los predicadores del evangelio a ser creativos, a renovar su lenguaje, a no repetir meramente lo aprendido. La primera lectura nos invita a pedir a Dios esta sabiduría, igual que Salomón se la pidió para gobernar a su pueblo. Vivimos rodeados y rodeadas de ofertas seductoras de consumo que nos ofrecen una falsa, efímera y parcial sensación de felicidad a cambio de dinero. La lógica del reino es a la inversa. Su valor es la gratuidad y la integralidad. Por eso abrirnos a su don requiere estar dispuestos y dispuestas a venderlo todo, como el mercader de perlas finas o el campesino al que se refiere este texto. Poner nuestra seguridad no en el dinero, en la apariencia o en el poder, sino en los valores del Evangelio: la libertad, la hondura del ser, la autenticidad de las relaciones, la bondad del corazón, la confianza, el valor del encuentro humano, la solidaridad y el compromiso con la liberación del sufrimiento.
El contexto de pandemia global que atravesamos y la incertidumbre radical que se nos impone como compañera de camino nos fuerzacomo personas y como comunidades cristianas a hacernos preguntas incómodas y desinstaladoras. Una de ellas sin duda es ¿cuál es hoy nuestro tesoro? porque sólo desde ahí entenderemos también que es lo que nos moviliza, donde están nuestros miedos, nuestros riesgos, nuestras confianzas, ya que como nos recuerda también el Evangelio donde esta nuestro tesoro esta nuestro corazón (Mt 6,19-23). Nuestros aparatos ideológicos pueden autoengañarnos, pero hay un criterio de objetividad que desvela siempre la realidad y desnuda nuestros discursos y opciones es el criterio de los afectos: las razones del corazón. Las convicciones son importantes, pero más poderosas que ellas son el amor y la fuerza de los vínculos: historias de vida, relaciones, geografías, concretas que nos ayudan a descubrir que el Evangelio es verdad y entre quienes decidimos aventurar la vida más allá de todo pragmatismo y calculo. En un contexto en el que impera un mercado salvaje y no se distingue valor y precio el Evangelio encarnado en las vidas de los y las descartables se nos revela como un bien mayor irreductible por el que merece la pena apostarlo todo, aunque no suponga más “ventaja” que la propia libertad y plenitud de una vida colmada más allá de todo pronóstico y calculo económico. Tal vez el “gran pecado” del cristianismo fue haber transformado a Dios en un objeto. Sin duda fue un proceso inconsciente y hasta necesario en su desarrollo y en el desarrollo de la conciencia humana. Estoy convencido que buena parte de la crisis actual de la iglesia católica y del cristianismo se deba a esta desviación.
Un objeto es algo que –por definición– está en frente a un sujeto que puede verlo, conocerlo, manipularlo. No hay que entender “objeto” simple y solamente en su sentido material, como una “cosa”, sino en su sentido más amplio. En este sentido una imagen mental puede ser considerada un “objeto”. Es justamente en este sentido que el cristianismo ha reducido el Misterio: Dios como una imagen mental, algo que puede ser pensado y aislado independientemente del sujeto pensante. El objeto es otro del sujeto, hay separación entre sujeto y objeto. Desde estas verdades tan simples se desencadenan unas cuantas y problemáticas consecuencias: Dios pasa a ser un Superente, separado, distante, externo, manipulable. Y, desde esta concepción de Dios, siguen otras consecuencias y las formas de vivir el cristianismo que bien conocemos: la separación entre fe y vida, una liturgia aséptica y que poco o nada tiene que ver con la vida, una fe centrada en una moral heterónoma, un cristianismo centrado en la doctrina y siempre pendiente de la jerarquía, una vida de oración estéril y aburrida, el aniquilamiento de la alegría y la creatividad. Reitero que esta deriva no se dio –así lo suponemos en clave general– por mala intención de alguien. Simplemente aconteció y, si aconteció, por algo aconteció. Sin duda tuvimos que pasar por esa etapa. Ahora estamos despertando y nos estamos dando cuenta del error, del límite de esta visión y estamos entrando en una nueva y fundamental etapa. Lo que llamamos “Dios” no es un objeto y no puede serlo: por maravilloso, grandioso o infinito que sea el susodicho objeto. Comprender esto, hacer experiencia de esta verdad, es fundamental. La mística es el camino de regreso a casa. El silencio nos conducirá a casa. Casa como lugar donde caen todas las ilusorias separaciones, donde ya no existe sujeto y objeto, donde vivimos la experiencia fundante de lo Uno. En el silencio no hay objetos y se purifica nuestra terrible inercia de objetivar al Misterio. Si logramos leer el evangelio libres de los condicionamientos mentales, doctrinales y culturales, lograremos percibir la auténtica experiencia de Jesús y entraremos en su experiencia y en su conciencia. Entonces captaremos desde dentro sus palabras: “El Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10, 30): no hay objeto. Para Jesús el “Padre” no es alguien o Algo que vive “afuera” e independientemente de él mismo. El “Padre” es la raíz de su propio ser, el Misterio de Amor en el cual Jesús se mueve, ama, actúa. El “Padre” es la Fuente común de la cual todos bebemos agua viva. Obvio que el mismo Jesús tuvo que expresar esta experiencia no-dual en términos duales. No hay otro camino, porque el lenguaje es necesariamente dual. Por eso es fundamental ir más allá del lenguaje y sobre todo no absolutizarlo. La sabiduría consiste en captar la esencia no-dual que se esconde en su expresión dual. ¿Qué hay detrás de las palabras de Jesús “el Padre y yo somos una sola cosa”? Desde la experiencia mística en la cual el silencio nos introduce podemos comprender la frase de esta manera: la realidad es esencialmente Una y el fondo último de lo real es el Misterio de Amor que nos constituye y del cual somos expresión y revelación. Jesús nos revela la esencia constitutiva de lo real: no solo él es Uno con el Misterio, sino todo vive de la profunda unidad con el Misterio. Todo se remite a la Fuente Una, brota desde ahí, fluye desde ahí y es revelación de la misma. Jesús descubre en él lo que somos todos y el secreto último de la vida. Todo esto desemboca en el gran anuncio cristiano: Dios es relación, Dios es Trinidad. Cuando decimos que Dios es Trinidad estamos diciendo que la relación lo constituye y por eso vale la afirmación opuesta: la Relación es Dios. La estructura relacional del Universo expresa la esencia divina. En palabra de Raimon Panikkar: la estructura cosmoteándrica (cosmos/Dios/hombre) de lo real. La realidad –es decir, lo que es– está constituida armónicamente por lo divino, lo humano, lo cósmico. No hay nada separado de nada. Dios, hombre y cosmos no son tres “cosas” que existen o puedan existir separadamente sino que constituyen la única realidad expresándose en formas distintas. La realidad es Una y está constituida por esa tres dimensiones: en la vida real y concreta de todos los días estas dimensiones conviven en profunda simbiosis y armonía. Donde encontramos una también está la otra. En la constitución cosmoteándrica de la realidad es importante subrayar un fundamental matiz: el Misterio último de lo real –la Fuente– no se agota en su dimensión (expresión, revelación, manifestación) humana y cósmica. En la dimensión cosmoteándrica de lo real, lo divino tiene una prioridad ontológica esencial: es lo que hace ser y subsistir la misma realidad. El cosmos y el ser humano constituyen la misma realidad en cuanto manifestación de la misma, pero cuando la manifestación se termina, lo divino obviamente, continua. Lo manifestado vuelve a lo inmanifiesto. La Fuente no se agota. En cuanto existe manifestación no es posible separación alguna: cada manifestación es necesariamente cosmoteándrica. En cuanto se termina la manifestación, queda la esencia inmanifiesta de la misma: lo divino que en ella se revelaba. La realidad Una está constituida –mejor dicho: va constituyéndose a cada instante– por la relación. Todo está en relación, todo es relación. Todo existe y se define por la relación. Y este Misterio relacional no es otra cosa que el Misterio divino, inefable, indecible. El Misterio último de la realidad es entonces la relacionalidad. Pongamos un ejemplo: salgo a la calle a caminar. Me detengo delante de un árbol que me gusta y me llama la atención. El árbol, a través de los sentidos (especialmente la vista, el tacto, el oído) entra en mi campo de consciencia. Soy consciente del árbol, el árbol está ahí, puedo tener experiencia del árbol. Una primera observación: el árbol está ahí porque soy consciente de él. El árbol surge simultáneamente con mi consciencia de él. En términos de física cuántica podríamos hablar del “colapso de la función de onda”. Abro un paréntesis: me parece fascinante y sugerente la comparación con la física cuántica: abre caminos de comunión y comprensión recíproca entre la experiencia del Misterio y la visión científica. Mística y física cuántica se pueden fecundar y alimentar recíprocamente. Seguimos con nuestro hilo argumental. La ciencia todavía no tiene muy claro cómo interpretar el "colapso de la función de onda", quedan muchos enigmas a resolver. Yo tampoco soy un experto. Pero creo que vale la pena abrir está puerta, con humildad y confianza. ¿Qué es el "colapso de la función de la onda"? En palabras sencillas podemos decir que la energía (átomos, luz…) está por todo lado y por ninguno en cada momento; en cuanto interviene la consciencia observadora de un sujeto, la energía colapsa en una forma concreta. En realidad los experimentos que atestiguan esta verdad se hicieron sobre los átomos y las partículas subatómicas. Por eso que las leyes de la física cuántica valen por la realidad micro y todavía no logramos validarlas para lo macro, donde aparentemente sigue vigente la física de Newton. Vamos a nuestro tema. La observación produce un colapso de la energía que asume un “rostro” concreto; en nuestro caso un árbol. El árbol no existe independientemente de mi consciencia de él… mentalmente me lo puedo imaginar y puedo suponer que seguirá ahí después de que yo siga mi camino. Pero, en sentido estricto, solo existe y solo puedo tener experiencia de él en el momento que aparece en mi conciencia. Este primer y sencillo paso evidencia desde ya la relacionalidad de lo real, a partir de las cosas más sencillas y cotidianas. Podemos dar un ulterior paso. Si miro detenidamente el árbol que tengo delante de mí, puedo darme cuenta que solo existe y está existiendo en relación: con mi conciencia de él como vimos, con la tierra, el aire, el sol, los demás árboles, los pájaros y los insectos, las demás personas… No existe el árbol por sí solo, aisladamente. Parece esencial entonces el rol del observador. Si es verdad que el árbol aparece porque lo estoy observando es también verdad que yo mismo soy parte del sistema, yo también soy “un colapso de la función de onda.” ¿Quién o Qué me está observando? Acá entra la experiencia mística, atestiguada por tantos y tantas a lo largo y ancho de la historia y del mundo. El Misterio, la Fuente (podemos llamarlo “Dios” si nos ayuda en la comprensión) me está observando y esta observación – una mirada de amor en términos cristianos – me está creando aquí y ahora. Un paso más, decisivo. Esta Mirada divina no es distinta de mi propio mirar. “El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el cual el me ve”, dice el místico alemán Angelo Silesio. Existo por esa mirada y miro a través de esa mirada. Mi mirar es el mirar de Dios y el mirar de Dios es mi mirar: ni uno ni dos. Eso obviamente vale para mí y para cualquier otro ser humano: el observar de Dios a través de la mirada humana es el mismo mirar. Un mismo mirar que se funde en simbiosis única y original con el mirar de cada cual. Es en este sentido que somos co-creadores. Observando la realidad la estamos co-creando. El famoso árbol manifiesta un colapso de la función de onda no solo por mi mirar, sino por el mirar del otro, de los otros. En estas múltiples y distintas miradas está la única mirada, el Único Observador que, observándonos, nos crea simultáneamente a nosotros y al árbol. La creación y la vida misma son este juego de miradas conscientes y miradas de amor. Mi existencia es la mirada de Dios y mi existir es visión de Dios. Soy visto y en esta mirada estoy siendo y estoy viendo. A esta altura la pregunta esencial y fundamental es: ¿Cómo hacer experiencia “de” Dios? Podemos identificar dos caminos, siempre reconocidos por las tradiciones espirituales y que van de la mano: el camino de purificación o purgativo y el camino unitivo. El camino purgativo es el camino de purificación: observar la mente, desconfiar de los pensamientos, silenciar la mente. La mente está pensada como herramienta para manejar lo manifiesto y lo manifiesto es siempre dual, sujeto y objeto. Por eso la mente no tiene la capacidad de percepción de lo Uno. Purificar la mente es volverse más sencillos, más transparentes, más libres de los pensamientos, sentimientos, emociones. Es un camino de autoconocimiento psico-espiritual que transita por varias etapas y varias capas de profundidad. Un camino nunca acabado en realidad. El camino unitivo: percibir la Vida Una. Crecer en la percepción que somos Uno con la Vida. Confiar en el proceso de la Vida. Hablando en sentido estricto no hay una experiencia “de” Dios. El “de” convierte automáticamente a Dios en objeto. Dios es el “ambiente vital” desde el cual vivimos toda experiencia. Dios es la posibilidad última de toda experiencia. Por eso, desde este radical perspectiva, no podemos hablar de experiencia de Dios. Le hacemos esta concesión al lenguaje para poder comunicarnos y entendernos, pero sería importante ser consciente de los límites del lenguaje mismo. En realidad lo que vivimos es pura experiencia, puro conocer, sin un “yo” que experimenta y lo experimentado, sin un conocedor y lo conocido. Cuando nos establecemos en la pura experiencia (pura conciencia) todo se vuelve trasparente y sencillo. En la pura experiencia solo hay Dios y todo se transforma en experiencia de Dios. Mejor dicho: experiencia y “Dios” coinciden. La mente se vuelve serena y pacífica, se abre “el tercer ojo”, la visión interior, y desarrollamos la intuición. Empezamos a ver la realidad así como es, sin los filtros mentales e interpretativos. Todo se vuelve diáfano y luminoso. Todo es transparencia del Misterio, todo es símbolo del Ser. Resumiendo. Los caminos de purificación y unitivo van de la mano, son simultáneos. No son etapas cronológicas. A cada momento vivimos los dos, aunque según los momentos y las etapas puede que uno prevalezca sobre el otro. Para experimentar el Misterio estamos llamados a silenciar la mente, a crecer en conciencia y en autoconocimiento. Reconociendo nuestros estados mentales y emocionales aprenderemos a ser libres. Desde esta libertad radical podremos asumir y vivir con serenidad y totalidad cada acontecimiento que la Vida nos ofrece. Descubriremos cada vez más que somos esa misma Vida, somos parte del mismo Misterio que estamos buscando. No necesitaremos seguir buscando, porque nos daremos cuenta que no hay una experiencia de Dios afuera de nosotros mismos. Somos esta misma experiencia. Somos Uno con el Misterio, Uno con la Vida. Esa conciencia será la Paz total y la alegría plena. Es habitual entre nosotros concebir el pecado como ofensa a Dios y en clave eminentemente jurídica: «Eres libre, obras mal, luego eres culpable y mereces castigo». Pero la concepción que se desprende del evangelio es mucho más profunda: «Estás enfermo y Dios es el médico». El evangelio no nos considera libres sin más, sino esclavos del pecado, y desde esa óptica, el papel de Dios no es el del juez que juzga a personas libres y responsables, sino el del padre que ayuda a sus hijos a que vean mejor y se liberen de sus cadenas.
Pablo, en una de sus cartas a los romanos se lamenta amargamente de su falta de libertad: «Realmente, mi proceder no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí». Esta falta de libertad que Pablo refleja en su carta es un hecho evidente que todos experimentamos en nuestro interior, pero, a pesar de ello, seguimos aferrados a esa noción jurídica basada en nuestra libertad para obrar. El problema es que no somos libres hasta ese punto, y que es precisamente el pecado lo que nos impide actuar con libertad; bien sea por error o bien por debilidad. «Me esclaviza la ley del pecado», dice Pablo en esa misma carta. En el evangelio, vemos a Jesús acercarse a los pecadores y cenar con ellos, lo que indica que no considera al pecador como un ser malvado, sino necesitado. Y cuando los santos de Israel le increpan por su actitud, les contesta que son enfermos, y que los enfermos necesitan que les atienda un médico. Y es que el evangelio parte del hombre tal como es, con sus virtudes y sus defectos, y considera que en el mundo real no hay justos que merecen premio y pecadores que merecen castigo, sino solo pecadores amados por su padre Abbá y necesitados de ayuda. En el episodio de la mujer adúltera, Jesús no adopta el papel de juez al que le empujan los fariseos, sino que pone todo su afán en salvarla; primero de la muerte y luego del pecado: «Yo tampoco te condeno, anda y no peques más»; anda y no sigas destrozando tu vida... El hijo pródigo espera ser más feliz lejos de la casa de su padre, pero se equivoca, y cuando vuelve lleno de miseria, su padre no se siente ofendido, sino loco de alegría por su regreso: «Porque este hermano tuyo se había perdido y ha sido hallado». Nada de ofensas, solo el amor de un padre feliz por el regreso de su hijo. Esta concepción del pecado, tan presente en todo el evangelio, queda remachada con la frase destemplada que Jesús dedica a los fariseos: «Las prostitutas y los publicanos —los pecadores públicos— os precederán en el Reino de los cielos». Podemos concebir el pecado como una carga pesada de la que Dios quiere librarnos, y Jesús, fiel reflejo de su padre Abbá, nos libera de esa carga descubriéndonos un tesoro escondido que, cuando alguien lo encuentra, renuncia a todo lo demás por conseguirlo. Y lo hace «lleno de alegría»; todo lo demás deja de tener valor para él. Ruiz de Galarreta solía decir: «Habitualmente hablamos del pecado cometido, pero rara vez del pecado padecido». Añadía que nuestra condición humana se ve atraída por lo que no le conviene y es propensa a engañarse acerca del bien y el mal. Nos apetece lo que no merece la pena; nos fascina lo que nos perjudica. Por eso, nuestra condición de pecadores significa que no sabemos distinguir; que nos sentimos atraídos por cosas que nos parecen buenas, pero que estropean nuestra vida y hacen daño a los demás. Y quizás sea ésta una excelente definición de pecado: preferir el mal engañados por su apariencia de bien; como le ocurre al hijo pródigo y como nos ocurre a todos nosotros. |
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