No son pocos los que creen que estamos en un tiempo postreligioso, convencidos de que la religión es un obstáculo para cualquier manifestación espiritual que merezca la pena. Para unos, el ser superior que existe por encima de nuestra realidad no necesita de esquemas religiosos que entorpecen la dimensión espiritual humana. Para otros, estamos en el final de la idea de Dios en cualquiera de sus formas que nos hemos inventado los humanos.
Lo cierto es que se va consolidando la idea de la religión entendida como un sistema de creencias, ritos y normas inmutables que no tiene futuro. Sin embargo, los datos indican que las religiones entendidas como una experiencia teísta están muy vivas al ser parte de la espiritualidad que brota del anhelo íntimo de trascendencia en lo profundo del ser humano. Y cuando falla la religión (sus seguidores, estaría mejor dicho), se incrementan las sectas y todos los sucedáneos religiosos que podamos imaginar. No es la religión la que se encuentra en peligro, ya que el anhelo de felicidad y de búsqueda de la trascendencia (religare) existe en todas las culturas y épocas desde el comienzo de la humanidad. Su práctica diaria ha hecho mucho bien cuando su vivencia ha sido honesta. Lo que está en crisis es la confesionalidad, algo muy distinto y que tiene que ver con la manifestación externa del sentimiento religioso canalizado a través de una autoridad sagrada y jerárquica y con una praxis que no libera al ser humano. El fuero es lo que está en crisis, no el huevo. La religión no puede confundirse con los códigos y normas que le dan forma externa a este sentimiento. Las confesiones religiosas desaparecen cuando falla el ejemplo y la impostura se adueña de de sus seguidores, centrados en los ritos y liturgias en detrimento de la vivencia coherente de una fe religiosa que pide coherencia moral (religere) y compromiso. Y cuando esto no se manifiesta, crece el desinterés social hacia los modelos religiosos actuales. El cristianismo -y cualquier otra manifestación religiosa- pierde su pujanza espiritual y social cuando la institución religiosa que le da soporte estructural y organizativo comienza a ser más importante que el mensaje; se cae en la tentación de las alianzas con el poder y ya no tiene nada que ofrecer con valor verdaderamente religioso. El Papa Francisco es un ejemplo de lo que deberíamos hacer y de cómo hacerlo. Él nos anima a desterrar las prácticas clericalistas que nadie de buena fe puede aceptar mansamente en ninguna religión, y menos en la cristiana. Si este tiempo posmoderno y decadente tiene alguna ventaja es la de ser propicio para desenmascarar cualquier incongruencia entre lo que se predica y lo que se practica; esto incluye a los que se dicen personas religiosas, especialmente a sus dirigentes por el escándalo que pueden ocasionar. Si la religiosidad está en cuestión, lo es como daño colateral por el equívoco de confundir la religión con una mala confesionalidad. Recordemos los tiempos del nacional catolicismo y del aforismo euskaldun, fededun, signo del vascoparlante buen católico; y por extensión, del buen vasco como sinónimo de buen católico. No hace tanto tiempo de ambas realidades sociológicas y ya se han diluido como un azucarillo. El materialismo consumista también tiene su parte de responsabilidad en el desvalor religioso social por adormilar la espiritualidad favoreciendo el ateísmo, que es un fenómeno de masas reciente, históricamente hablando. Sin contar lo mal que ofertamos la Buena Noticia ni los muchos fundamentalismos religiosos que existen. A pesar de todo, quienes declaran que no creen en ningún dios siguen siendo minoría. La religión ha sobrevivido a la crisis de fe, al proceso de secularización y a la Modernidad gracias a una religiosidad más abierta para resurgir en un nuevo tiempo posmoderno aparentemente nada propicio, pero que trae consigo la pluralidad y la tolerancia con las confesiones y creencias, incluida la de que Dios no existe. Ya no se acepta la mercantilización ni la imposición de lo sagrado y los espíritus más audaces y deseosos de vivir coherentemente su fe buscan fuera lo que no encuentran dentro de su Iglesia. El sentimiento religioso se transforma hacia una mayor autenticidad. Esa búsqueda trascendente tan relacionada con propiciar el bien de nuestros semejantes resulta más auténtica y viva que en los tiempos en que la confesionalidad nos fue impuesta difuminando el amor del evangelio. Los creyentes hemos perdido influencia social, ayudados por nuestras inconsecuencias, pero esto nos abre la puerta a una vivencia religiosa más auténtica, humilde y comprometida que manifiesta la verdad que anida tras las prácticas religiosas liberadoras. Fijémonos en la gente coherente y ejemplar y siguiendo ese camino llegaremos a encontrar lo que buscamos como seres religiosos que somos.
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Es habitual entre nosotros concebir el pecado como ofensa a Dios y en clave eminentemente jurídica: «Eres libre, obras mal, luego eres culpable y mereces castigo». Pero la concepción que se desprende del evangelio es mucho más profunda: «Estás enfermo y Dios es el médico». El evangelio no nos considera libres sin más, sino esclavos del pecado, y desde esa óptica, el papel de Dios no es el del juez que juzga a personas libres y responsables, sino el del padre que ayuda a sus hijos a que vean mejor y se liberen de sus cadenas.
Pablo, en una de sus cartas a los romanos se lamenta amargamente de su falta de libertad: «Realmente, mi proceder no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí». Esta falta de libertad que Pablo refleja en su carta es un hecho evidente que todos experimentamos en nuestro interior, pero, a pesar de ello, seguimos aferrados a esa noción jurídica basada en nuestra libertad para obrar. El problema es que no somos libres hasta ese punto, y que es precisamente el pecado lo que nos impide actuar con libertad; bien sea por error o bien por debilidad. «Me esclaviza la ley del pecado», dice Pablo en esa misma carta. En el evangelio, vemos a Jesús acercarse a los pecadores y cenar con ellos, lo que indica que no considera al pecador como un ser malvado, sino necesitado. Y cuando los santos de Israel le increpan por su actitud, les contesta que son enfermos, y que los enfermos necesitan que les atienda un médico. Y es que el evangelio parte del hombre tal como es, con sus virtudes y sus defectos, y considera que en el mundo real no hay justos que merecen premio y pecadores que merecen castigo, sino solo pecadores amados por su padre Abbá y necesitados de ayuda. En el episodio de la mujer adúltera, Jesús no adopta el papel de juez al que le empujan los fariseos, sino que pone todo su afán en salvarla; primero de la muerte y luego del pecado: «Yo tampoco te condeno, anda y no peques más»; anda y no sigas destrozando tu vida... El hijo pródigo espera ser más feliz lejos de la casa de su padre, pero se equivoca, y cuando vuelve lleno de miseria, su padre no se siente ofendido, sino loco de alegría por su regreso: «Porque este hermano tuyo se había perdido y ha sido hallado». Nada de ofensas, solo el amor de un padre feliz por el regreso de su hijo. Esta concepción del pecado, tan presente en todo el evangelio, queda remachada con la frase destemplada que Jesús dedica a los fariseos: «Las prostitutas y los publicanos —los pecadores públicos— os precederán en el Reino de los cielos». Podemos concebir el pecado como una carga pesada de la que Dios quiere librarnos, y Jesús, fiel reflejo de su padre Abbá, nos libera de esa carga descubriéndonos un tesoro escondido que, cuando alguien lo encuentra, renuncia a todo lo demás por conseguirlo. Y lo hace «lleno de alegría»; todo lo demás deja de tener valor para él. Ruiz de Galarreta solía decir: «Habitualmente hablamos del pecado cometido, pero rara vez del pecado padecido». Añadía que nuestra condición humana se ve atraída por lo que no le conviene y es propensa a engañarse acerca del bien y el mal. Nos apetece lo que no merece la pena; nos fascina lo que nos perjudica. Por eso, nuestra condición de pecadores significa que no sabemos distinguir; que nos sentimos atraídos por cosas que nos parecen buenas, pero que estropean nuestra vida y hacen daño a los demás. Y quizás sea ésta una excelente definición de pecado: preferir el mal engañados por su apariencia de bien; como le ocurre al hijo pródigo y como nos ocurre a todos nosotros. La parábola de la cizaña es una de las siete que Mt narra en el capítulo 13. Como decíamos el domingo pasado, se trata de un contexto artificial. Como todas las parábolas se trata de un relato anodino e inofensivo por sí mismo, pero que, descubriendo la intención del que la relata, puede llevarnos a una reflexión muy seria sobre la manera que tenemos de catalogar a las personas como buenos y malos. Mal entendida, puede dar pábulo a un maniqueísmo nefasto, que tergiversa el mensaje de Jesús. Bien y mal se encuentran inextricablemente unidos en cada uno de nosotros.
El punto de inflexión en la lógica del relato lo encontramos en las palabras del dueño del campo. “dejadlos crecer juntos hasta la siega”. Lo lógico sería que se ordenara arrancar la cizaña en cuanto se descubriera en el sembrado, para que no disminuyera la cosecha. Pero resulta que, contra toda lógica, el amo ordena a los criados que no arranquen la cizaña, sino que la dejen crecer con el trigo. Este quiebro, es el que debe hacernos pensar. No es que el dueño del campo se haya vuelto loco, es que el que relata la parábola quiere hacernos ver que otra visión de la realidad es posible. El domingo pasado una cosecha del ciento por uno (cuando el diez por uno era un buen rendimiento) era el quiebro que nos obliga a saltar a otro plano. Esa desorbitada cosecha no se puede dar en el trigo, luego tenemos que dar un salto para entender lo que nos quiere decir. Ya no se trata de tierra y grano sino de fruto espiritual. La falta de lógica está en no arrancar la cizaña. Si en el campo de trigo se nos pide hacer lo contrario de lo que se debe, nos obliga a saltar a otro nivel en que eso sea posible. En el orden espiritual no solo no se debe arrancar la cizaña sino que no se puede separar. Empecemos por notar que el sembrador siembra buena semilla. La cizaña tiene un origen distinto. Este lenguaje debemos explicarlo. Según aquella mentalidad, hay un enemigo del hombre empeñado en que no alcance su plenitud. Pero la hipótesis del maniqueísmo es innecesaria. Durante milenios el hombre trató de buscar una respuesta coherente al interrogante que plantea la existencia del mal. Hoy sabemos que no tiene que venir ningún maligno a sembrar mala semilla. La limitación que nos acompaña como criaturas, da razón suficiente para explicar los fallos de toda vida humana. La vida arrastra tres mil ochocientos millones de años de evolución que ha ido siempre en la dirección de asegurar la supervivencia del individuo y de su especie. A ese objetivo estaba orientado cualquier otro logro. Al aparecer la especie humana, descubre que hay un objetivo más valioso que el de la simple supervivencia. Al intentar caminar hacia esa nueva plenitud de ser que se le abre en el horizonte, el hombre tropieza con esa enorme inercia que le empuja al objetivo puramente egoísta. En cuanto se relaja un poco, aparece la fuerza que le arrastra en la dirección equivocada del individualismo. El objetivo de subsistencia individual y el nuevo horizonte de unidad-amor que se le abre al ser humano no son contradictorios. En el noventa por ciento deben coincidir. Pero esa pequeña proporción que les diferencia no es fácil de apreciar. Como en el caso de la cizaña y el trigo, solo cuando llega la hora de dar fruto queda patente lo que los distingue. Es inútil todo intento de dilucidar teóricamente lo que es bueno o lo que es malo. La mayoría de las veces el hombre solo descubre lo bueno o lo malo después de innumerables errores en su intento por acertar en su caminar hacia la plenitud. El trigo y la cizaña tienen que convivir a pesar de que son plantas antagónicas y lo que produce una, será siempre a costa de la otra. La cizaña perjudica al trigo, pero la realidad es que son inseparables. Aplicado al ser humano, la cosa se complica hasta el infinito, porque en cada uno de nosotros coexisten juntos cizaña y trigo. Nunca conseguiremos eliminar del todo nuestra cizaña. Solo tomando conciencia de esto, superaremos el puritanismo y podremos aceptar al otro con su propia cizaña. Esta mezcla inextricable no es un defecto que le viene al ser humano de fábrica, como se ha hecho creer con mucha frecuencia; por el contrario, se trata de nuestra misma naturaleza. Dejaríamos de ser humanos si se anularan todas nuestras limitaciones. No solo es absurdo el considerar a uno bueno y a otro malo, sino que el solo pensar que una persona se pueda considerar perfecta es descabellado. Arrancar la cizaña en nosotros y en los demás ha sido una tentación, que arrastramos desde tiempo inmemorial. También hoy Jesús, a petición de sus discípulos, explica la parábola. Una vez más, no se trata de una explicación de Jesús, sino de un añadido de la primera comunidad, que convirtió las parábolas en alegorías para poder utilizarla como instrumento moralizante. En la explicación que da el evangelio de esta parábola, se ve con toda claridad la diferencia entre parábola y alegoría. Podemos apreciar cómo se desvía el acento desde la necesidad de convivir con el diferente a la insistencia en que los malos serán quemados, con la intención de que el miedo a ser chamuscados nos haga mejores. Si a través de veinte siglos, la Iglesia hubiera hecho caso de esta parábola, ¡cuántos atropellos se hubieran evitado! En todos los tiempos se ha perseguido al que discrepa, solo por el afán de conservar la pureza legal, que tanto preocupa a los dirigentes. Se ha excomulgado, se ha desterrado, se ha quemado en la hoguera a miles de cristianos que eran bellísimas personas, aunque no coincidieran en todo con los cánones oficiales. Es patético que, a algunos de los que han sido sacrificados, se les haya declarado santos. Aún tenemos pendiente un cambio en nuestra actitud ante el diferente. Hemos sido educados en el exclusivismo. Se nos ha enseñado a despreciar al diferente. Jesús sabía muy bien lo que decía a un pueblo judío que se creía elegido y superior a todos los demás. A pesar de la claridad del mensaje, muy pronto olvidaron los cristianos las enseñanzas de Jesús y reprodujeron el exclusivismo judío. Una sola frase resume esta actitud totalmente antievangélica: “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Esta máxima (mínima) ha sido defendida, todavía, por el último Catecismo de la Iglesia Católica. La parábola no solo se aplica al orden moral sino a la doctrina y al culto. En las verdades también hay trigo y cizaña y tampoco se puede separar el error de la verdad. Dice un proverbio oriental: si te empeñas en cerrar la puerta a todos los errores, dejarás inevitablemente fuera la verdad. También Nietzsche dijo algo parecido a esto: en un discurso un poco largo el más sabio es una vez tonto y dos veces necio. En el culto, el trigo sería un descubrimiento de Dios en nosotros y una verdadera relación con Él. Cizaña sería quedarnos en los ritos externos y no llega a la vivencia. En la moral: las prostitutas y lo pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios. El sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. Meditación Por mucho que nos empeñemos en impedirlo, la cizaña y el trigo van a seguir creciendo juntos. Si descubres los fallos en los que tropiezas cada día, estarás en condiciones de aceptar a los demás con los suyos. El objetivo del cristiano no es alcanzar la perfección, sino aceptar al otro a pesar de sus fallos. Mateo resume la crisis que atravesó su comunidad a finales del siglo I en cinco preguntas a las que responde con siete parábolas. El domingo pasado vimos la primera, ¿por qué no aceptan todos el mensaje de Jesús?, a la que respondía la parábola del sembrador. En este domingo se plantean otras dos preguntas, a las que se responde en tres parábolas. La primera de ellas (el trigo y la cizaña) debió considerarla Mateo difícil de entender, y por eso ofrece su explicación. Sin embargo, no lo hace de inmediato. Cuenta tres parábolas seguidas y más tarde, cuando los discípulos llegan a la casa, interrogan a Jesús y éste aclara su sentido. En cambio, las parábolas tercera (grano de mostaza) y cuarta (levadura) carecen de explicación en el evangelio. Por motivos de claridad expongo primero la parábola del trigo y la cizaña, con su explicación, y luego las otras dos.
¿Qué actitud adoptar con quienes no viven el mensaje? El trigo y la cizaña La parábola puede leerse desde diversas perspectivas, según pensemos que la finca es el pueblo de Israel, la comunidad cristiana, o el mundo entero. Ya que esta parábola solo la cuenta Mateo, vamos a verla primero desde el punto de vista de su comunidad, en serios conflictos con los judíos. 1ª hipótesis: La finca es el pueblo de Israel En ella, el Señor ha plantado buena semilla (los cristianos). Pero el enemigo ha plantado también cizaña (los fariseos y demás enemigos de la comunidad). La tentación de cualquiera de los dos grupos es decidir por su cuenta y riesgo quién es trigo y quién cizaña. Pablo, por ejemplo, antes de convertirse, pidió permiso a las autoridades de Jerusalén para perseguir a los cristianos. Pero también la comunidad cristiana puede correr el riesgo de intentar acabar con los que no forman parte de ella o no los tratan como consideran justo. Así ocurrió cuando una aldea de Samaria no acogió a Jesús y dos discípulos, Juan y Santiago, le propusieron hacer bajar un rayo del cielo que acabase con todos (Lc 9,51-56). Con esta parábola, Mateo hace una exhortación a la calma, a dejar a Dios la decisión en el momento final. 2ª hipótesis: La finca es la comunidad cristiana La parábola también podría entenderse dentro de la comunidad cristiana (sola ésta sería la finca), donde hay gente que responde al evangelio (trigo) y gente que no parece vivir de acuerdo con él (cizaña). El mensaje es el mismo en este caso. Aunque las cosas parezcan claras, es fácil que al arrancar la cizaña se lleven por delante el trigo. Porque cualquier de nosotros, por muy preparado que se considere teológica y moralmente, puede equivocarse. No son raros los casos de personas condenadas por la Iglesia que terminaron no sólo rehabilitadas sino también canonizadas. 3ª hipótesis: la finca es el mundo Finalmente, la parábola se puede interpretar en un contexto más general, donde la finca es el mundo, la buena semilla los ciudadanos del Reino y la cizaña los secuaces del Malo. En esta línea se orienta la explicación que ofrece luego Mateo. En cualquiera de estas tres hipótesis (todas válidas), Jesús advierte contra el peligro de que paguen justos por pecadores. Es preferible tener paciencia y dejar la justicia a Dios, el único que puede emitir un veredicto exacto, sin temor a equivocarse. La actitud de Dios, modelo de moderación e indulgencia (1ª lectura) La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, se mueve en esta línea de bondad y tolerancia, poniéndonos a Dios como modelo. Un Dios al que el poder impulsa, no a castigar sino a perdonar, que gobierna con moderación e indulgencia, y que siempre da un voto de confianza al pecador, esperando que se convierta. ¿Tiene algún futuro esto tan pequeño? Tras la explicación, volvemos al otro tema tratado por las parábolas de hoy. La comunidad de Mateo es pequeña. Las otras comunidades también. Han pasado ya cincuenta años de la muerte de Jesús, y aunque el cristianismo se va extendiendo por el Imperio Romano, representan una minoría. ¿Qué futuro tiene este grupo tan pequeño? ¿Qué futuro tiene la iglesia actual, que carece del influjo y el poder que tenía hace unos años? Mateo responde con dos parábolas: la del grano de mostaza y la de la levadura. Ambos coinciden en ser algo pequeño, pero más importante de lo que puede parecer a primera vista. El grano de mostaza Esta parábola sólo se comprende a fondo cuando se conoce una parábola del profeta Ezequiel que utiliza Jesús como modelo. A comienzos del siglo VI a.C., cuando el pueblo de Israel se encontraba deportado en Babilonia, para expresar que su suerte cambiaría y sería espléndida, Ezequiel cuenta lo siguiente: Cogeré una guía del cogollo del cedro alto y encumbrado; del vástago cimero arrancaré un esqueje y lo plantaré en un monte elevado y señero, lo plantaré en el monte encumbrado de Israel. Echará ramas, se pondrá frondoso y llegará a ser un cedro magnífico; anidarán en él todos los pájaros, a la sombra de su ramaje anidarán todas las aves (Ez 17,22-23). Jesús acepta la imagen del árbol y la idea de que sirve para acoger a todas las aves del cielo. Pero introduce un cambio radical: no elige como modelo el cedro alto y encumbrado, sino el modesto arbusto de mostaza, que, cuando crece, «sale por encima de las hortalizas». Es un ataque lleno de humor e ironía al triunfalismo. Lo importante no es que el árbol sea grandioso, sino que pueda cumplir su función de acoger a los pájaros. Para la comunidad de Mateo era una excelente lección, y también debe serlo para nuestras tentaciones de triunfalismo eclesial. La levadura Algo parecido ocurre con la parábola de la levadura. Se usa en poca cantidad, pero cumple su función, hace que fermente la masa. La tentación de la comunidad cristiana es querer ocupar mucho espacio, ser masa, llamar la atención por su volumen, por el número de miembros. Jesús dice que lo importante es la función de fermentar la masa. Resumiendo lo leído hasta ahora, Mateo ofrece una explicación de la realidad (sembrador) y una llamada a la serenidad (trigo y cizaña) y a confiar en algo que tiene unos comienzos tan modestos (mostaza y levadura). El próximo domingo, otras tres parábolas completarán esta enseñanza. El evangelio de este domingo nos regala tres parábolas, preciosas y sugerentes las tres, con las que Jesús mismo, según nos dice el texto, quiere explicarnos qué es eso del “reinado de Dios” o el reino de los cielos, como suele decir Mateo. En definitiva, cómo actúa Dios para irnos transformando a nosotros y a nuestro mundo.
Jesús, en distintas intervenciones, hizo referencia a todo el proceso agrícola, desde que se planta la semilla hasta que se recogen los frutos. Sembrar, cuidar el crecimiento, cosechar… tienen su ritmo propio, el ritmo de la naturaleza. Quizá ahora al evangelizar hemos perdido el ritmo de la naturaleza y queremos que todo ocurra con la misma rapidez que nos comunicamos a través de Internet: casi en el instante. Nos desanima la falta de frutos, o las malas hierbas que crecen en nuestro campo, queremos que las cosas sean como imaginamos que deben ser, queremos plantar hoy y llenar los graneros mañana. ¡Volvamos a aprender de la madre naturaleza! Las tres parábolas nos exigen un esfuerzo para traducir sus categorías y lenguaje a términos más cercanos a nuestra vida. Eso nos permitirá descubrir toda su riqueza. De entrada tienen un mensaje común. En las tres el Reino de Dios se compara con algo pequeño y a la vez cargado de vida, que crece y se manifiesta poco a poco y desde dentro, sin ruido ni apariencias. No se impone como una súper estructura a lo que vivimos o tenemos, sino que lo penetra y lo transforma, con una fuerza silenciosa pero potente, que viene de Dios, no de nosotros mismos. Sin duda estos símbolos y mensajes resultaron chocantes para los que, en tiempos de Jesús, esperaban un Mesías guerrero y triunfador, que aniquilase al pueblo que los oprimía. ¿No nos encontramos hoy con esperanzas parecidas? Junto a este mensaje central podemos fijarnos en varias frases que nos pueden iluminar:
Y ¡cómo nos gustaría arrancarlas!, porque no soportamos la realidad de nuestro mundo, y estamos continuamente inclinados a juzgar, condenar, separar e incluso arrancar lo que hemos decidido que son malas hierbas. Pero Jesús nos repite: ¡Dejadlos crecer juntos! ¿Cómo justificamos entonces esos fundamentalismos, esas crispaciones y rechazos viscerales que alimentamos, incluso en nuestros grupos de creyentes? Y además la parábola nos asegura que el trigo crece en medio de las malas hierbas… que un mal ambiente, la injusticia o violencia de los que nos rodean, no son la causa de nuestra falta de justicia o de paz. Que Dios ha sembrado buena semilla en nosotros y somos responsables de nuestro propio crecimiento, no de acabar con los que parecen malas hierbas. Y estamos llamados a confiar en la palabra de Jesús, que afirma que este es el modo en el que crece el reinado de Dios, en medio de dificultades, conviviendo el bien y el mal, sin apresurarnos a juzgar… El reino de Dios crece aunque no lo veamos, aunque no lo podamos constatar. Dejadlos crecer juntos… hasta que llegue el tiempo de la siega. Quizá lo difícil es ese “a su tiempo”. Nos suele faltar paciencia. Dejar crecer juntos es una llamada a confiar, a confiar pacientemente en que Dios sabe lo que hace y a su tiempo brillará la verdad, y la bondad y la justicia vencerán claramente.
Nada de ejércitos, ni grandes apariencias, nada de estadísticas apabullantes o medios deslumbrantes… lo de Dios va por dentro, hay que enterrarlo en la tierra para que crezca, debe desaparecer e incluso morir para vivir plenamente… como la semilla, como el propio Jesús. Ser cristiano es esto, entrar en la dinámica de la semilla, tomar conciencia de que somos pequeños y frágiles, pero también de que Dios ha puesto en nosotros una energía y vitalidad sorprendentes, puro don de Espíritu. Y esta fuerza es la que va transformando el mundo, la que va haciendo presente el Reino, por obra del Espíritu, no por nuestros logros o valía.
Cada uno de nosotros y de nosotras recibimos millones de buenas semillas a lo largo de nuestra vida. Se nos ofrecen también todos los nutrientes que necesitamos para crecer en medio de malas hierbas, mezclados en toda realidad, pero ¿somos conscientes de que germinar y dar fruto, como fermentar y cambiar nuestro ambiente, es un proceso lento que requiere nuestra colaboración? ¿Cómo vivimos los tiempos en los que parece que estamos bajo tierra, a oscuras, sin poder salir a dar fruto? También estamos llamados y llamadas a sembrar las semillas que hemos recibido, sin seleccionar los terrenos, a manos llenas y cantando. Sembrar con el corazón lleno de fe y esperanza y renunciando a controlar el crecimiento o ver unos frutos que no nos corresponden. Porque las tierras del Reino no son nuestras y su crecimiento es imparable aunque no siempre lo veamos. ¿Cómo es posible que, siendo tan esencial el sacramento del perdón, hoy no se practique ni por el uno por mil de los bautizados? Toda explicación no puede recaer en la laxitud de los bautizados. ¿No habrá que preguntarse si el modo de realizar el sacramento lo condiciona?
A esta pregunta responde esta reflexión. Notas sobre el perdón: 1º Dios nos restaura con el perdón. Cualquiera que sea nuestra conducta Dios nos perdona siempre. Jesús expuso con claridad que es Dios Padre misericordioso quien perdona: Por iniciativa suya, así aparece en la escena del paralítico y en la cruz al ladrón crucificado. Les sorprende con la oferta gratuita del perdón. De forma gratuita. Así en las parábolas del hijo pródigo y de la oveja perdida. Y de forma incondicionada, así a María en casa de Zaqueo y a la mujer adúltera. No fue necesario que pidieran perdón. Era Jesús quien lo OFRECÍA y lo daba. Esta era la forma del perdón de Dios, que es rico en misericordia y ternura. La clave del perdón es que Dios perdona y eso, como un regalo de su amor. Y así empieza la Iglesia a perdonar durante los tres primeros siglos. En la celebración de la eucaristía se perdonaban los pecados. Todos los pecados y era por absolución general. La iglesia una y otra vez aplica este principio “al principio fue así” o también “al principio no fue así” y por ello hay que seguir haciéndolo. 2º Pero con el paso del tiempo las cosas cambiaron: y se puso el empeño no en Dios que perdona sino en el hombre que se arrepienta y pida perdón. De ahí pasó a la necesidad de penitencia para satisfacer lo que se había hecho mal. Y después se comenzó a valorar la clase de pecados y la necesidad de confesar algunos pecados como el homicidio, el adulterio y la idolatría. Son pecados que causan daños y deben ser reparados. 3º En el evangelio hay un texto que dice… “id y predicad y perdonad. A quienes les perdonéis les serán perdonados y a quienes se los retengáis le serán retenidos”. De este texto se ha concluido que el perdón requiere juicio previo y de hecho se dotó al ministro de los requisitos propios de un juez y se concluyó “luego, si es juicio se requiere que haya confesión,” y además se añadió que toda la construcción que regula la realización del perdón eran normas de derecho divino. Varias de esas normas sacadas mediante conclusiones son derecho eclesiástico y por tanto modificables. (Algunos las califican de derecho divino secundario… en otro lenguaje derecho eclesiástico). Este texto debiera haberse interpretado de acuerdo con los que hemos dicho antes, es decir, con la forma en que perdonaba Jesús; pero en el concilio de Trento no fue así y se tomó la idea de que el perdón era un juicio que requería de forma necesaria la confesión. El sacerdote pasaba a actuar de juez y por ello era necesario el interrogatorio-confesión. De las normas del concilio de Trento se ha elaborado un modelo de perdón que no coincide con el que aparece en el evangelio, ni con el que se practicó durante varios siglos. Hay que pensar que si la iglesia lo practicó es que era el verdadero y válido o habrá que aceptar que hasta el concilio de Trento la iglesia ha vivido en la heterodoxia y heteropraxis. 4º Si inicialmente el centro del perdón era la misericordia de Dios y el pecador lo aceptaba, con el paso del tiempo y ante la dificultad de ciertos pecados –que requerían ser expuestos para saber si los habían cometido, si había responsabilidad, los daños causados y la forma de repararlos–, se hacía necesaria la confesión. Pero de ser necesaria para determinados pecados-graves-delitos, se pasó a aplicarlos para todos los pecados. Y así se convirtió la confesión en la clave y quicio del perdón. El sacramento del perdón terminó por llamarse CONFESIÓN. Cuando en realidad es el medio para tratar determinados pecados. Esto nos lleva a afirmar que si en la primitiva iglesia el quicio del perdón era la donación del perdón por la absolución general y solamente requerían confesión los pecados más graves, los llamados delitos, actualmente hay que pensar que ahora debe ser lo mismo. Pues si entonces estaban en la verdad, se estará en la verdad. Pecadores somos todos, delincuentes lo son muy pocos. Hay muchas maneras de obtener el perdón de los pecados: en la eucaristía, en el ayuno penitencial, en la acción caritativa personal o de donación de medios, en la oración penitencial…. La iglesia debe expresar qué conductas son delito. En general lo son aquellas que causan daño al hermano… y también a la comunidad. Y esas conductas sí deben someterse a una valoración y control, sobre todo, para lograr la reparación mediante la penitencia. Pensemos en la pederastia. Lo importante es la reparación de daños. 5º La confesión de todos los pecados, como quicio del perdón, como es ahora, no responde a lo que aparece en el evangelio ni en los primeros siglos de la Iglesia. Si a esto le añadimos que se ha unido a la confesión la dirección espiritual “de conciencia” se otorga al ministro del perdón una potestad para invadir la conciencia de los que buscan el perdón. Este comportamiento del “confesor” invasivo es el que aparta de recibir el perdón porque provoca rechazo. Ayer tarde asistí al funeral por un amigo que murió a finales de marzo y a cuyo sepelio solo pudieron acudir dos o tres familiares, los permitidos por las disposiciones pertinentes al coronavirus. Nada que objetar a la formalidad del rito funerario al que asistí, celebrado conforme a las disposiciones litúrgicas actuales. Partiendo de que, tras su muerte, ya nada se puede hacer por el difunto, pero que es mucho lo que se puede hacer por sus familiares y amigos, el rito funerario de ayer me pareció una perfecta calamidad. Un funeral, tal es mi parecer, debe tener gran importancia y trascendencia para la vida cristiana de la comunidad parroquial, algunos de cuyos miembros se encuentran en esos momentos muy sensibilizados por la pérdida de un ser querido.
La celebración de ayer empezó muy mal con una música enlatada, extemporánea, que parecía traída más para llenar un vacío que para ambientar y animar una celebración litúrgica de dolor y esperanza. El celebrante, más bien joven que mayor, desempeñó un papel bien aprendido, pero sin alma alguna, como si de un insulso recitado de memoria se tratara. La homilía, tras el evangelio en que Jesús cura a un paralítico para demostrar que tenía el poder de perdonar los pecados, deslavazada e inconexa, resultó cansina y torpe. Nada había en ella que insuflara algo de consuelo y esperanza a los atribulados asistentes. ¡Qué ocasión perdida para acercar el poderío psicológico del evangelio cristiano a personas que solo en ocasiones como esa pisan la iglesia! Estamos listos si esperamos que, con celebraciones litúrgicas como esa, desprovistas de todo atractivo humano y divino, los cristianos retornen a la práctica religiosa y llenen de nuevo los templos. Confieso que, tras predisponerme a oír de alguna manera la palabra de Dios en esa celebración, salí de ella íntegro e impertérrito, es decir, tal como entré, sin que nada me hubiera conmovido ni impulsado a combatir mis propios egoísmos para comportarme como mejor persona. Y eso que –insisto en ello- la buena predisposición de los asistentes, que siempre acompaña la despedida definitiva de un ser querido, genera un estado de ánimo muy receptivo a las palabras de iluminación y de consuelo que se esperan del celebrante. Al final, qué pena, una obligación más cumplida sin arte ni parte; un trámite más en un ambiente en el que lo que causa dolor es precisamente la falta de vida. Y, en ese ambiente, claro está, el único consuelo es el de haber manifestado a la familia del finado la cercanía que nace del afecto, cercanía que también podría haberse demostrado, y quizá mucho mejor, brindando por el fallecido en un bar para agradecer su vida entre nosotros. Puse especial atención a las palabras de la consagración del cáliz, las exactamente preceptuadas por las disposiciones litúrgicas en vigor: “Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada POR VOSOTROS Y POR MUCHOS (mayúsculas para realzar el tono) para el perdón de los pecados”. De todos es bien sabido que el cambio del “todos” anterior por el “muchos” actual, como destinatarios de la “sangre derramada”, originó una agria polémica, falsamente cerrada con la fórmula adoptada. Digamos, ante todo, que la cuestión podría haberse solventado muy satisfactoriamente eliminando el cuerpo del delito, un cuerpo que además nada pinta para la acertada interpretación de lo que se dice: “sangre derramada para el perdón de los pecados”. Desde luego, es muy sabio lo de "muerto el perro, se acaba la rabia". A ese respecto, importa señalar que la orden inicial, la de “tomad y bebed todos”, aunque se refiera a los presentes, encaja muy mal con la reducción del alcance redentor del derramamiento de sangre que limita claramente el “muchos” actual en el lugar del “todos” anterior. Pero lo más grave es que la fórmula adoptada entraña un auténtico disparate teológico al proclamar que la sangre de Cristo no ha sido derramada para la redención de todos los pecados. En su muerte, según san Pablo, Cristo se hace pecado para dar muerte al pecado con su propia muerte. “Muchos”, además de ser un término excluyente, es impreciso hasta el punto de alguien podría pensar que Jesús habría podido derramar su sangre solo por diez o doce, que no son pocos precisamente. Creo que aquí encaja bien el refrán: “cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas”. Mi decepción creció exponencialmente cuando, llegado el momento de la comunión, el celebrante se dio la vuelta, fue al sagrario y sacó de él un copón con hostias consagradas sabe Dios cuándo. ¡Una “cena del Señor” en la que a los invitados se les da a comer pan atrasado! Ya hemos insistido en que las especies eucarísticas del pan y del vino adquieren la nueva realidad del sacramento, circunscrita a su significado natural de comida y bebida, en el acto ritual. La comunión que vi administrar ayer, como ocurre tantas otras veces, se sirvió de hostias que nada tenían que ver con el rito celebrado. Si ya de suyo la celebración de la misa católica no se parece en nada a una auténtica “cena del Señor”, el solo hecho de ese tipo de comunión remata la faena del despropósito teológico. Por otro lado, insisto en la necesidad de que todos los asistentes a la celebración de una eucaristía vayan con el propósito de ser consagrados, también ellos, como granos de trigo y de uva, y de comulgar y ser comulgados, es decir, de ser al mismo tiempo comida y comensales. Es obvio que la celebración de una eucaristía sin comunión no es tal, a la vez que confieso abiertamente que no encuentro nada en la mayoría de las misas a las que asisto que me invite o me anime a comulgar. Triste celebración litúrgica la de ayer en la que, a mi modo de ver, solo se salvan dos cosas: primera, el hecho de que el coronavirus esté obligando a dar la comunión en la mano, lo que afortunadamente va a poner fin a la práctica antihigiénica de recibir la comunión en la boca por un respeto muy mal entendido, y, segunda –también insisto en ello–, el gesto humano de acompañar a una familia doliente por la pérdida de un ser querido. Lo demás, dada la forma en que se celebró el funeral, no fue más que un rito desencarnado, frío y anodino, pura rutina gestual sin alma alguna. ¡Qué pena y qué ocasión perdida para convencer a los presentes de que Jesús vive y de que el ser querido por el que se sufre y se llora vive en él y ahora cuida de nosotros! Dejemos atrás este atolladero litúrgico, que no transmite el mensaje evangélico a los hombres de nuestro tiempo, para reparar en otras celebraciones instructivas. Hoy se celebra “el día internacional libre de las bolsas de plástico”, material que nos presta muy efímeros servicios a costa de llenar de basura mortífera, durante cientos de años, los océanos. Los españoles, por ejemplo, no podemos seguir consumiendo casi una bolsa de plástico al día por cabeza, por muy cómodo que resulte. También hoy se celebra el “día internacional del síndrome de Rubinstein-Taybi”, conocido al principio como “síndrome de los pulgares anchos”, enfermedad rara que afecta aproximadamente a uno de cada cien mil habitantes y que se caracteriza por “talla baja, microcefalia (cabeza pequeña), rasgos faciales particulares, primer dedo de manos y pies anchos y en ocasiones angulados, y grado variable de retraso del desarrollo psicomotor”. La celebración de este día recuerda la fecha de la muerte del pediatra Rubinstein, muerto en 1963, descubridor, junto con el radiólogo Taybi, de esa enfermedad. Y, como no podía ser de otra manera por lo que a la marcha general de la humanidad se refiere, el día nos trae a la memoria el fragor de las armas que mete en danza a los Estados Unidos, primero para constituirse como nación en la “Guerra de la Independencia”, iniciada un día como hoy de 1775 por las trece colonias originales, y, segundo, para anexionarse la isla de Cuba con la treta de haber sido atacados ellos primero en la bahía de Santiago de Cuba. Se desencadenó así una guerra desigual con España en la que murieron 323 españoles y se decapitó el colonialismo español, hecho del que se derivó el pesimismo característico de la conocida como “generación del 98” española. Para bien o para mal de la humanidad entera, nació y se consolidó entonces un imperialismo que impone, todavía en nuestro tiempo, unas reglas de mercado que reducen a muchos seres humanos a la condición de esclavos. Ojalá que el día de hoy nos sirva para acometer en serio la limpieza de plásticos de nuestros mares y para liberar nuestro mundo de la tiranía religiosa, que todavía ejerce la Iglesia católica sobre muchas conciencias, y de la tiranía económica que tanto se ha reverdecido en nuestros días al habernos enseñado sus dientes un minúsculo virus que ha venido a cantarnos las cuarenta y darnos un jaque que ha hecho tambalearse al rey del ajedrez con que jugamos. Creo sinceramente que la Iglesia católica, también la de la gran bonhomía del cercano papa Francisco, tiene importantes cuentas pendientes con el evangelio cristiano, y creo también que el imperio yanqui tiene muchísimas más con una justicia social cuya carencia está poniendo en peligro muchísimas vidas humanas. Ni los poderosos ni los ricos saborearán el reino de los cielos que ya ilumina y anima, afortunadamente, la vida de tantísimos seres humanos de buena voluntad. Mi felicidad no puede estar sustentada en el sufrimiento de otros. Mi bienestar no puede basarse en la merma del bienestar ajeno. Así las causas que sembramos, así los efectos. ¿Si siempre recogemos lo que sembramos, por qué no sembramos en cada alba primavera, amabilidad y respeto? ¿Por qué no hundimos siempre en la tierra fértil de nuestros días esmeradas semillas de dulces frutos y fragantes flores…? La Ley de causa y efecto es llamada a convertirse en pauta elemental de nuestros días. Si yo genero generosidad y altruismo estos volverán a mí. Si yo creo causas que producen sufrimiento, ese sufrimiento tarde o temprano me retornará. La Ley templa nuestra fe. No opera de inmediato, porque entonces no seríamos graduados.
No sólo a nivel personal, sino también en la esfera colectiva conviene conocer este “abc” de las Leyes superiores. Los políticos debieran ser los primeros en saber de las Máximas que no necesariamente obran en sus legislaciones. Si los colonos siguen edificando en suelo ajeno, si Israel sigue comiendo las tierras de los palestinos en Cisjordania, Israel jamás alcanzará la paz y la prosperidad. ¿Alguna sonrisa se puede extender en el tiempo si la ha apagado a otros? ¿Alguna felicidad genuina puede colmar un hogar de tan dudosos cimientos? En balde esgrimen los colonos de nuevas barbas viejo Testamento, hacen valer el caduco credo de su exclusiva tierra prometida. Ninguna real Promesa puede distinguir entre los humanos. ¿Cómo Dios aseguraría a unos lo que niega a otros? Esa álgebra trucada, esa lógica interesada sólo es del mundo. El enchufismo y la corrupción nunca levantó vuelo hasta tan egregias alturas. Yerra Netanyahu con las nuevas anexiones para su insaciable galería. Todo hijo de Dios es igualmente heredero de un Oasis cuya agua nunca se acaba. La tierra arrebatada no puede acoger vergel que florezca por generaciones. Los nuevos asentamientos en Cisjordania blindados a cal y canto, auspiciados por la sola razón de la fuerza no tienen recorrido, pues la injusticia se irá también derritiendo bajo ese sol de justicia. No basta desarrollarse en tecnología, hay que hacerlo también en conciencia. Si tenemos sobrada cabeza para implementar el más sofisticado armamento, tengamos la elemental sabiduría para observar la básica Ley inalterable, no sólo la mosaica y circunstancial. No más inscribir a nuestro nombre solar ajeno, no más “amaneceres” cuyos rayos sólo disfrutarán los que lleven mis barbas y apellidos. La mística de la compasión impregna a la persona cuando se deja afectar por el rostro sufriente del otro, cuando las miradas doloridas se le clavan en la piel del alma y siente su tristeza como propia, en sus propias entrañas.
La mística de la compasión es todo lo contrario a la impasibilidad, la apatía, la indiferencia y la tibieza. La mística de la compasión nos impulsa a estar vigilantes y dispuestos, con los ojos y los oídos siempre bien abiertos, para descubrir dónde se encuentran los empobrecidos, rechazados y marginados por el sistema, para salir a su encuentro. La mística de la compasión se enfrenta y denuncia a los distintos poderes económicos y políticos que excluyen y discriminan; y cuida de las víctimas, las consuela y reincorpora a la vida social, ofreciéndoles una nueva perspectiva a su vida, después de haber recuperado su dignidad. La mística de la compasión no vive de certezas dogmáticas, sino de búsquedas a tientas, pero conjuntas, desde el desconcierto de sentirnos frágiles, vulnerables, pero, a la vez, con el humilde convencimiento de tener un Espíritu, un aliento interior, que nos da fuerzas para enfrentar y sobreponernos a cualquier dificultad. La mística de la compasión sabe que una persona tiene una capacidad limitada para aliviar tanto dolor, pero si muchas se unen, si se animan y abrazan, si se comprometen a liberar de la miseria, el odio, el racismo… tienen muchas más posibilidades de solucionar los problemas. La mística de la compasión se deja acompañar muchos días por la tristeza, al no ver ningún resultado, ni vislumbrar caminos ni soluciones para solventar las dificultades. Entonces las tardes se vuelven grises y hay que aceptarla como compañera, permanecer en silencio y respirar profundamente hasta que vaya pasando. La mística de la compasión, a pesar de todo, no se deja vencer y saca del hondón interior resistencia y fortaleza para seguir caminando, compartiendo, abriendo la mente, el corazón y las manos, y tendiéndolas hacia el otro que camina a nuestro lado. La mística de la compasión es la compañera fiel de la esperanza. Pero una esperanza activa que ofrece ánimos y entusiasmo: construyendo alternativas para quien se encuentra sin empleo, dando alimentos a quien hoy carecen de ellos, acogiendo e integrando al inmigrante, sanando las heridas del odio y la violencia, ofreciendo casas para la gente sin hogar, luchando por la igualdad de la mujer y respeto para las personas LGTBI… La mística de la compasión también sabe celebrar el gozo de la amistad y la fraternidad, organizando encuentros y fiestas para dialogar, recargar las pilas y sentirnos unidos. Así, comiendo y brindando, bailando y riendo, apreciamos la íntima satisfacción de sentirnos hermanados con quienes nos regalan el don gratuito de la confianza y la alegría compartida. Mateo agrupa siete parábolas en un solo capítulo, el 13, que hoy comenzamos a leer. No es probable que Jesús haya dicho todas estas parábolas de una sentada. Marcos y Lucas las colocan en distintas circunstancias. La parábola es un género literario muy apropiado para hablar de realidades trascendentes. Al partir de conceptos simples, tomados de la vida cotidiana y que todo el mundo conoce, trata de proyectarnos hacia una realidad que va más allá de lo material. La parábola, por estar pegada a la vida misma, mantiene el frescor de lo genuino y auténtico a través del tiempo y las culturas.
El relato en sí no es significativo. A mí poco me importa cómo nace y da fruto la semilla. Pero ese relato, en sí anodino, da que pensar, cuestiona mi manera de ser, me dice que otro mundo es posible y espera de mí una respuesta vital. Esta propuesta solo se puede hacer con metáforas. En toda parábola existe un punto de inflexión que rompe la lógica del relato. En esa quiebra se encuentra el verdadero mensaje. En esta parábola, la ruptura se produce al final. En la Palestina de entonces, el diez por uno, se consideraba una excelente cosecha. Tu tierra puede llegar a producir el ciento por uno. ¡Una locura! El objetivo de las parábolas es sustituir una manera de ver el mundo miope, por otra abierta a una nueva realidad llena de sentido. Obliga a mirar a lo más profundo de sí mismo y descubrir posibilidades insospechadas. La parábola es un método de enseñanza que permite no decir nada al que no está dispuesto a cambiar, y a decir más de lo que se puede decir con palabras al que está dispuesto a escuchar. Quien la oye, debe hacer realidad la utopía del relato y empezar a vivir de acuerdo con lo sugerido. La explicación que los tres evangelistas ponen a continuación, no aporta nada al relato. Las parábolas ni necesitan ni admiten explicación. Jesús no pudo caer en la trampa de intentar explicarlas. La alegorización de la parábola es fruto de la primera comunidad, que intenta extraer consecuencias morales. Para descubrir el sentido hay que dejarse empapar por las imágenes. La parábola exige una respuesta personal no retórica sino vital; obliga a tomar postura ante la alternativa de vida que propone. Si no se toma una decisión, ya se ha definido la postura: continuar con la propia manera de vivir la realidad. Los exégetas apuntan a que, en un principio, los protagonistas de la parábola fueron el sembrador y la semilla. El sembrador como ejemplo de generosidad y la semilla como ejemplo de potencial ilimitado. El objetivo habría sido animar a predicar sin calcular la respuesta de antemano. Hay que sembrar a voleo, sin preocuparse de donde cae. La semilla debe llegar a todos. En línea con la primera lectura, pretende que se descubra la fuerza de la semilla en sí, aunque necesite unas mínimas condiciones para desarrollarse. No debemos dar importancia a la cantidad de respuestas. La intensidad de una sola respuesta puede dar sentido a toda la siembra. La sinuosa y larga trayectoria de la existencia humana queda justificada con la aparición de un solo Francisco de Asís o de una Teresa de Calcuta. Por eso Jesús pudo decir: El Reino ya está aquí, yo lo hago presente. Debemos comprender que el Reino puede estar creciendo, cuando el número de los cristianos está disminuyendo. Su plena manifestación depende de uno solo. Más tarde, se dio a la parábola un cariz distinto, insistiendo en la disposición de los receptores, y dando toda la importancia a las condiciones de la tierra. Esta alegorización no sería original de Jesús sino un intento de acomodarla a la nueva situación de los cristianos, cambiando el sentido original y haciéndola más moralizante. Aún en un sentido alegórico, no debemos pensar en unas personas como tierra buena y otras, mala. Más bien debemos descubrir en cada uno de nosotros la tierra dura, las zarzas, las piedras que impiden a la semilla fructificar. En mi propia parcela hay tierra buena, piedras y zarzas. No debemos identificar la “semilla” con la Escritura. Lo que llamamos “Palabra de Dios”, es ya un fruto de la semilla. Es la manifestación de una presencia que ha fructificado en experiencia personal. La verdadera “semilla” es lo que hay de Dios en nosotros. Lo importante no es la palabra, sino lo que la palabra expresa. Esa semilla lleva miles de años dando fruto, y seguirá cumpliendo su encargo. El Reino de Dios está ya aquí, pero su manera de actuar es paciente. La evolución ha sido posible gracias a infinitos fracasos. Podemos recordar el prólogo de Jn. “En el principio ya existía La Palabra”; “y la palabra era Dios”; “En la Palabra había Vida”. La semilla es el mismo Dios-Vida germinando en cada uno de nosotros. Dios está en sus criaturas y se manifiesta en todas ellas como algo tan íntimo que constituye la semilla de todo lo que es. No debemos dar a entender que nosotros los cristianos somos los privilegiados que hemos recibido la semilla (Escritura). Dios se derrama en todos y por todos de la misma manera (a boleo). Dios no se nos da como producto elaborado, sino como semilla, que cada uno tiene que dejar fructificar. Generalmente caemos en la trampa de creer que dar fruto es hacer obras grandes. La tarea fundamental del ser humano no es hacer cosas, sino hacerse. “Dar fruto” sería dar sentido a mi existencia de modo que al final de ella, la creación entera estuviera un poco más cerca de la meta. La meta de la creación es la UNIDAD. Yo no tengo que dar sentido a la creación sino impedir que por mi culpa pierda el sentido que ya tiene. Mi tarea sería no entorpecer la marcha de la creación entera hacia la consecución de su objetivo final. Porque se trata de alcanzar la unidad en el Espíritu, esa plenitud de ser no la puedo encontrar encerrándome en mí mismo sino descubriendo al otro y potenciando esa relación con el otro como persona. Y digo como persona, porque generalmente nos relacionamos con los demás como cosas, de las que nos podemos aprovechar. Cuando hago esto me hago menos humano. Descubriendo al otro y volcándome en él, despliego mis mejores posibilidades de ser. Hemos llegado a lo que es la esencia de lo humano. “El que tenga oídos que oiga”. Esa advertencia vale para nosotros hoy igual que para los que la oyeron de labios de Jesús. En aquel tiempo, era la doctrina oficial la que impedía comprender el mensaje de Jesús. Hoy siguen siendo los prejuicios religiosos los que nos mantienen atados a falsas seguridades, que nos sigue ofreciendo una religión muy alejada de los orígenes del cristianismo. El aferrarnos a esas seguridades es lo que sigue impidiendo una respuesta al mensaje, adecuada a nuestra situación actual. El evangelio es fácil de oír, más difícil de escuchar y cada vez más complicado de vivir. Descubrir cuál sería el fruto al que se refiere la parábola sería la clave de su comprensión. El fruto no es el éxito externo, sino el cambio de mentalidad del que escucha. Se trata de situarse en la vida con un sentido nuevo de pertenencia, una vez superada la tentación del individualismo egocéntrico. El fruto sería una nueva manera de relacionarse con Dios, consigo mismo, con los demás y con la naturaleza. Nadie puede crecer en humanidad sin relaciones externas. Toda meditación profunda tiene como fin afinar mis relaciones. Meditación Dios se da totalmente, absolutamente, siempre y a todos. Experimenta esta verdad y cambiará tu vida. Descubrir a Dios como amor dinámico es la base de toda experiencia religiosa. Todo lo que Dios es, lo tienes a tu alcance. Todo lo que tú eres y puedes ser, depende de ese don. |
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