Esta es la definición de peregrinar, según el diccionario: visitar, ir hacia un lugar, uno, que sabemos y sentimos como sagrado.
La mayoría de nosotrxs al oír la palabra peregrinar, peregrinación… pensamos en los lugares emblemáticos (Jerusalén, La Meca, Santiago de Compostela, Vezelay, Sainte-Baume… los dos últimos lugares de peregrinación de María de Magdala) que a lo largo de la historia han acogido y siguen acogiendo a millones de personas que buscaban y buscamos: paz, perdón, luz, sanación, inspiración… Y, precisamente, para acercar ese lugar sagrado a los más pobres, enfermos, a la mayoría de mujeres dominadas por varones o por superioras, o a los que no podían o a las que no les dejaban ir, se fueron diseñando en las entradas de las grandes catedrales europeas Laberintos. Una de las primeras es la Catedral de Chartres en el siglo XII. El laberinto es un arquetipo de la dimensión del peregrinar a nuestro propio centro y al centro de Todo, para los que estamos en búsqueda real, no sólo teórica. Es un espacio sagrado, terapéutico que recoge sabiamente las vueltas y revueltas de la vida, que si las caminamos en confianza, como en una peregrinación real, nos ponen en conexión íntima con la Fuente, con el Centro, con nuestro propio Shalom. Caminar el Laberinto de la mano del Buen Pastor, guiadas por su luz, aún en medio de las más densas tinieblas, puede ayudarnos a captar esos matices que tal vez, cuando estamos caminando en los senderos y rutas afuera, son más físicos: subidas difíciles, frío y calor, curvas que nos confunden y podemos tener la sensación de alejarnos del centro, cuando en realidad estamos llegando, pero no lo vemos…y si estamos conectadxs, seguimos esa intuición, esa voz interior que nos conecta con el entorno y nos arropa y acompaña. Cuando estamos en un espacio como el Laberinto, podemos caminar cerrando los ojos casi del todo, respirando, equilibrando el paso, y así ir descubriendo también dentro, durante esa travesía, nuestras noches largas o esa necesidad compulsiva de encontrar atajos y ponerle nombre, y mirarlo de frente, y dejarlo ir o acogerlo. El laberinto nos da la autoridad interior para seguir, optar, soltar, acoger. ¿Atajos? No los hay. Sólo está la Ruah que a través del itinerario de Jesús, nos hace de espejo y nos sostiene, siempre y sobre todo cuando parece que el camino es demasiado difícil. También está la comunidad que camina conmigo y en silencio, cada una en su surco, en su trayectoria en un mismo sentir. Hace años, entré en la Catedral Episcopaliana de San Francisco de California, con dos compañeras de comunidad. Era mediodía, (como para la Samaritana), en pleno centro financiero de una de las ciudades más cosmopolitas e interreligiosas del mundo. Al entrar y ver, y oír, fue automático en las tres, descalzarnos e iniciar la caminata, acompañadas por personas descalzadas de todas las razas y religiones, con sus trajes de ejecutivos y ejecutivas o sus saris, o sus hábitos, o sus vaqueros. Todxs en un silencio cálido, acompañado por una música de fondo, íbamos caminando buscando nuestro centro. ¡Impresionante! Todavía se me pone la carne de gallina cuando recuerdo aquella experiencia. Al fondo de la catedral presidía una imagen iluminada con numerosas velas, era un icono de María de Magdala. Allí venerada, admirada, invocada como la primera apóstol. Maestra de generaciones. Gracias hermanxs episcopalianxs. Muy parecido el sentimiento, unos años después, al de apoyar la frente en el Muro de las Lamentaciones de las mujeres, en Jerusalén, en una peregrinación cuyo objetivo era conectar con el sentir de nuestras hermanas mayores de los orígenes: conocer su cultura, su religión…nos llevó a conocer su espacio sagrado. Rezar llorando, lamentando su dolor en el muro de sus lamentaciones, donde millones de mujeres siguen llegando de cualquier parte del mundo porque siguen en la diáspora, unas como judías, otras como cristianas que no nos dejan estar en nuestros espacios sagrados, por ser mujeres. Otras como buscadoras de las causas del holocausto que siguen experimentando en sus almas y/o cuerpos porque siguen sintiéndose desplazadas y hambrientas en los campos de concentración provocados por las guerras, el machismo, la ablación… Preguntemos a nuestras hermanas de Irán, Afghanistán, Africa, cómo se sienten. ¿Dónde encuentran la fuerza para seguir luchando año tras año, gobierno tras gobierno? No nos equivoquemos, hay respuestas. Tenemos que encontrarlas, para que todas encontremos la puerta, la ruta al espacio seguro. Iniciar nuestro tiempo de Cuaresma con una oportunidad de peregrinar con otras personas con esa búsqueda es en sí un espacio sagrado, un regalo en estos tiempos tan complejos. También en presencia de madre Tierra, en plena naturaleza del País Vasco, donde las imágenes de rebaños cuidados, respetados están en cada ventana de donde haremos el retiro, música juguetona de agua que corre y, si tenemos suerte, nieve amorosamente dejada en el monte alto, como algodón, para que disfrutemos de un paisaje idílico en una casa donde se cuida el mínimo detalle. Sentir la belleza de ese lugar sana las heridas, los roces, las pequeñeces que pueden a veces impedirnos hacer la experiencia. Sigo impactada por varios comentarios de nuestra hermana Patricia en Veracruz: le pregunté si la gente iba a la playa, que tienen ahí mismo, cuando la temperatura es tan alta de hasta 48º, y dijo no, mi mar está contaminado, el dinero consigue tapar la boca del gobierno para que la industria siga echando enormes cantidades de residuos en su mar, que es nuestro mar. Y no menos importante, la gran novedad turística: la construcción del Tren Maya. Puede parecer una idea preciosa para conocer estas culturas. Para su construcción habrá una deforestación incalculable con lo que esto significa para el Planeta y para sus gentes, y una mayor expropiación de tierras sagradas que pertenecen a poblaciones indígenas, supervivientes de la continua colonización. Como dice Euronews: No comment! ¿Qué siento, qué sientes? Cuaresma, tiempo de peregrinación interior para buscar la luz que nos indique cual debe ser nuestro siguiente paso, en nuestra lucha por la justicia y la igualdad, con todos, en especial con las mujeres. Nos encantaría verte y compartir vida y mesa en sororidad.
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Mateo, que escribe a una comunidad de origen judío, se ve obligado a hacer equilibrios entre la continuidad y la ruptura que supone el mensaje de Jesús. En esa línea, afirma que cumple con toda la ley judía pero que, al mismo tiempo, la trasciende de manera radical.
Más allá de los casos propuestos -y superado el apego a la literalidad del texto-, lo que parece evidente es el carácter radical de la propuesta de Jesús. A veces, nuestra mente suele asociar “radicalidad” a exigencia, voluntarismo, perfeccionismo, mortificación… Es probable que en esta misma trampa cayera el propio Mateo cuando habla de “sacarse un ojo” o “cortarse una mano”. Sin embargo, en su sentido propio, radicalidad remite a “raíz”. Con lo cual, el acento pasa de lo que hago al desde dónde lo hago. Porque es precisamente este “desde dónde” el que, si quiero vivir coherentemente, me guía a la raíz o núcleo de lo que somos. La radicalidad no consiste, por tanto, en cambiar el “contenido” de la norma -cambiar el qué-, sino en vivirse en aquel “lugar” -el dónde- en el que de habita nuestra verdadera identidad. En concreto, todo lo que emprendemos podemos hacerlo desde el ego que creemos ser o desde la consciencia que somos. Y los frutos serán radicalmente diferentes, porque nacen de raíces muy distintas. Dado que la diferencia se da entre lo que creemos ser y lo que realmente somos, si queremos vivir con radicalidad -desde la raíz-, necesitamos crecer en comprensión. Es la comprensión la que nos permite salir de las creencias acerca de nosotros mismos para vivir en la certeza de ser. Y es ahí donde somos transformados. Si no la reducimos a mero razonamiento mental, la comprensión transforma porque nos hace ver: qué somos, qué son los otros, que es esta sociedad, qué es nuestro mundo… Nuestra mirada cambia y de ella brotará la acción adecuada. ¿De dónde brotan mis acciones? Seguimos en el sermón del monte de Mateo. La lectura de hoy afronta un tema complicado. Cómo armonizar la predicación y la praxis de Jesús con la Ley, que para los judíos era sagrada y definitiva. Ir más allá de lo establecido es el problema radical que se plantea en todos los órdenes de la vida. Damos valor absoluto a lo ya conocido pero nuestro conocimiento será siempre limitado; debemos ir siempre más allá.
Tuvo que ser muy difícil para un judío aceptar que la Ley no era absoluta. Jesús fue contundente en esto. Abrió una nueva manera de relacionarnos con Dios. El Dios todopoderoso, que está en los cielos y ordena y manda, deja paso al Dios “Ágape” que se identifica con cada uno de nosotros y nos invita a descubrirlo en los demás. A pesar de ello, muchos años después, los cristianos se estaban peleando por circuncidar o no circuncidar, comer o no comer ciertos alimentos, cumplir o no el sábado… Toda norma metida en palabras, incluso las de Moisés en la Biblia, no podrá ser nunca definitiva. Esto, bien entendido, es el punto de partida para comprender las Escrituras. El hombre siempre tiene que estar diciendo lo que dijo Jesús en el evangelio: habéis oído que se dijo, pero yo so digo, porque conocemos cada vez mejor la naturaleza y al ser humano. Si Jesús y los primeros cristianos hubieran tenido la misma idea de la Biblia que muchos cristianos tienen hoy, no se hubieran atrevido a rectificarla. Cuando hablamos de “Ley de Dios”, no queremos decir que, en un momento determinado, Dios haya comunicado a un ser humano su voluntad en forma de preceptos, ni por medio de unas tablas de piedra, ni por medio de palabras. Dios no se comunica a través de signos externos, porque no es un ser fuera que tenga voluntad propia para imponerla. La voluntad de Dios está en la esencia de cada criatura. Si fuésemos capaces de bajar hasta lo hondo del ser, descubriríamos allí esa voluntad de Dios; ahí, sin decir palabra, me está diciendo lo que es bueno o malo para mí. La voluntad de Dios no es nada añadido a mi propio ser, no me viene de fuera. Está siempre ahí pero no somos capaces de verla. Esta es la razón por la que tenemos que echar mano de lo que nos han dicho algunos que sí fueron capaces de bajar hasta el fondo de su ser y descubrir lo que Dios es y lo que somos cada uno de nosotros. Lo que otros descubrieron y nos cuentan nos puede ayudar a descubrirlo en nosotros. Moisés supo descubrir lo que era bueno para el pueblo que estaba tratando de aglutinar, y por tanto lo que era bueno para cada uno de sus miembros. No es que Dios se le haya manifestado de una manera especial, es que él supo aprovechar las circunstancias especiales para profundizar en su propio ser. La expresión de esta experiencia es voluntad de Dios, porque lo único que Él quiere de cada uno de nosotros es que seamos nosotros mismos, que lleguemos al máximo de nuestras posibilidades. ¿Qué significaría entonces cumplir la ley? Algo muy distinto de lo que acostumbramos a pensar. Una ley de tráfico se puede cumplir perfectamente solo externamente, aunque estés convencido de que el "stop" está mal colocado, yo lo cumplo y consigo el objetivo de la ley, que no me la pegue con el que viene por otro lado y además, evitar una multa. En lo que llamamos Ley de Dios, las cosas no funcionan así. Dios no ha dado nunca ninguna Ley. Lo que es bueno o lo que es malo está inscrito en mi ser. A trancas y barrancas hemos superado la idea de una Ley venida de fuera. Nos queda mucho camino por andar para superar la idea de un Legislador que impone su voluntad a pesar nuestro. En la Biblia encontramos 613 preceptos. Nos parecen infinitos, pero resulta que el Código de Derecho Canónico tiene 1.752 cánones. No hemos sido capaces de asimilar el mensaje de Jesús que insistió en superar toda norma. Nos dejó un solo mandamiento: que os améis, y el amor nunca puede ser fruto de una ley. Desde esta perspectiva, podemos entender lo que Jesús hizo en su tiempo con la Ley de Moisés. Si dijo que no venía a abolir la ley, sino a darle plenitud, es porque muchos le acusaron de saltársela a la torera. Jesús no fue contra la Ley, sino más allá de la Ley. Quiso decirnos que toda ley se queda siempre corta, que siempre tenemos que ir más allá de la pura formulación, hasta descubrir el espíritu. La voluntad de Dios está más allá de cualquier formulación, por eso tenemos que superarlas todas. Jesús pasó, de un cumplimiento externo de leyes a un descubrimiento de las exigencias de su propio ser. Esa revolución que intentó Jesús está aún sin hacer. No solo no hemos avanzado nada en los dos mil años de cristianismo, sino que en cuanto pasó la primera generación de cristianos hemos ido en la dirección contraria. Todas las indicaciones del evangelio, en el sentido de vivir en el espíritu, han sido ignoradas. Seguimos más pendientes de lo que está mandado que de descubrir lo que somos. “Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás, pero yo os digo: todo el que está enfadado con su hermano será procesado”. No son alternativas, es decir o una o la otra. No queda abolido el mandamiento antiguo sino elevado a niveles increíblemente más profundos. Nos enseña que la actitud negativa hacia otro es ya un fallo contra tu propio ser, aunque no se manifieste en una acción concreta contra el hermano. “Si cuando vas a presentar tu ofrenda, te acuerdas de que tu hermano tiene queja contra ti, deja allí tu ofrenda y vete a reconciliarte con tu hermano…” Se nos ha dicho por activa y por pasiva que lo importante era nuestra relación con Dios. Toda nuestra religiosidad está orientada desde esta perspectiva equivocada. El evangelio nos dice que más importante que nuestra relación con Dios, es nuestra relación efectiva con los demás. Si ignoramos a los demás, nunca nos encontraremos con Dios. No dice el texto: si tú tienes queja contra tu hermano, sino “si tu hermano tiene queja contra ti”. ¡Que difícil es que yo me detenga a examinar si mi actitud pudo defraudar al hermano! Es impresionante, si no fuera tan falseado: “deja allí tu ofrenda y vete antes a reconciliarte con tu hermano”. Las ofrendas, las limosnas, las oraciones no sirven de nada si otro ser humano tiene pendiente la más mínima cuenta contigo. De todas formas, la eliminación de las leyes no funcionaría si no suplimos esa ausencia de normas por un compromiso de vivencia interior que las supere. Las leyes solo se pueden tirar por la borda cuando la persona ha llegado a un conocimiento profundo de su propio ser y descubre las más auténticas exigencias del verdadero ser. Ya no necesita apoyaturas externas para caminar hacia su definitiva meta. Recuerda: “ama y haz lo que quieras” o “el que ama ha cumplido el resto de la Ley”. Las bienaventuranzas y las parábolas de la sal y de la luz, leídas en los domingos anteriores, forman la Introducción al Sermón del Monte. A partir de este momento, Mateo presenta la oferta religiosa de Jesús, contraponiéndola a la de los escribas y fariseos: “Os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos no entraréis en el reino de los cielos”.
“Justicia” no significa aquí “justicia social”, sino fidelidad a Dios, cumplimiento de lo que él considera justo. Y lo que está en juego es entrar en el reino de los cielos, formar parte de la comunidad cristiana en este mundo, y del futuro reino de Dios. Ya que el evangelio nos sitúa ante una alternativa: entrar o no entrar en el reino de Dios, la primera lectura (Eclesiástico 15,16-21) se orienta en la misma línea. Aquí la alternativa consiste en observar los mandamientos de Dios o negarse a ello. No se trata de algo indiferente. Lo primero equivale a elegir el agua y la vida; lo segundo, a optar por el fuego y la muerte. Advertencia previa sobre el evangelio La liturgia ofrece dos posibilidades: 1) una lectura breve, que recoge solo algunas de las afirmaciones principales contenidas en Mt 5,17-37; 2) una lectura larga, que no omite nada, desarrollando el contenido de la breve. Aunque la primera resulta a veces descarnada y omite ideas muy importantes, la segunda es tan compleja, y con temas tan distintos, que resulta imposible explicarlos en una homilía. Me limitaré a algunas indicaciones sobre la breve. Quien desee un comentario a todo el pasaje puede verlo en J, L, Sicre, El evangelio de Mateo. Un drama con final feliz (Verbo Divino 2019) páginas 114-123. Los escribas Sociológicamente, los escribas constituyen un grupo muy heterogéneo, al que pertenecen sacerdotes de elevado rango, simples sacerdotes, miembros del clero bajo, de familias importantes y de todos los estratos del pueblo (comerciantes, carpinteros, constructores de tiendas, jornaleros). Incluso encontramos gente que no eran de ascendencia israelita pura, sino hijos de madre o padre convertidos al judaísmo. El poder de los escribas radica en exclusivamente en su ciencia. Quien deseaba ser admitido en la corporación debía hacer un ciclo de estudios de varios años. Generalmente, desde los 14 años de edad dominaba la exégesis de la Ley (Pentateuco). Pero la edad canónica para la ordenación eran los 40 años. A partir de entonces estaba capacitado para zanjar por sí mismo las cuestiones de legislación religiosa y ritual, para ser juez en procesos criminales y tomar decisiones en los civiles, bien como miembro de una corte de justicia, bien individualmente. Tenía derecho a ser llamado rabí. Y se les abrían los puestos claves del derecho, de la administración y de la enseñanza. El peligro del legalismo A pesar de la gran estima de que gozan entre la gente, a Jesús no le resultan simpáticos. No quiere que sus seguidores se parezcan a los escribas, ni que los puedan confundir con ellos. Porque en su postura existe un peligro gravísimo de legalismo, es decir, de exaltación de la ley y de la norma por encima de todas las cosas. Al legalismo, se puede llegar por dos caminos muy parecidos: a) Buscando seguridad humana. Una persona inmadura, con miedo a correr riesgos, prefiere que le indiquen en cada momento lo que debe hacer. Cuantas más normas, mejor, porque así no se siente insegura. b) Buscando seguridad religiosa. Estas personas conciben la salvación como algo que se gana a pulso, a base de esfuerzo, cumpliendo en todo momento la voluntad de Dios. Esta voluntad de Dios no la conciben como una actitud global en la vida, sino concretada en una serie de actos. Cuantas más normas me dicten, mejor conoceré lo que Dios quiere y me resultará más fácil salvarme. En lo anterior hay cosas buenas y malas. Pero lo más grave es que la persona amante de las normas corre el peligro de quedarse en la letra de la ley, sin profundizar en su espíritu, que es más exigente. Por ejemplo, la ley manda no comer carne los viernes de cuaresma. Y se queda tranquila con cumplir la letra de la ley, pero no le preocupa comer langosta o gambas. La ley manda ir a misa los domingos y días de fiesta, y la cumple a rajatabla; pero quizá no dedica ni un minuto a Dios durante el resto de la semana. Otro grave riesgo de la mentalidad legalista es que, con la ley en la mano, se puede machacar al prójimo y amargarle la existencia. Se critica al que no vive como uno considera conveniente, se lo condena, incluso se lo persigue. La crítica de Jesús al legalismo Para combatir esta postura legalista y enseñar a sus discípulos a actuar cristianamente, Mateo pone en labios de Jesús seis casos concretos, referentes al asesinato, adulterio, divorcio, juramento, venganza y amor al prójimo (Mateo 5,21‑48). Este domingo se leen tres de los cuatro primeros [se omite el referente al divorcio]; el domingo próximo se leerán los dos últimos. En el primer caso, asesinato, Jesús lleva la ley a sus consecuencias más radicales. El quinto mandamiento prohíbe matar. La mentalidad legalista, ateniéndose a la letra, se contenta con no hincarle un puñal al prójimo. Jesús dice que el espíritu del mandamiento va mucho más lejos. Lo importante no es sólo respetar la vida física del prójimo, sino también toda su persona. En el segundo caso, adulterio, Jesús también interpreta el mandamiento de forma radical. La letra de la ley sólo se fija en el hecho físico. Pero Jesús va a su espíritu profundo, teniendo en cuenta incluso el peligro remoto de caer. En el cuarto caso (el tercero se omite en la lectura breve), a propósito del juramento, también anula la ley. Jesús se mueve en una sociedad que usa y abusa del juramento. El discípulo de Jesús tiene que moverse en una honradez y sinceridad tan absolutas que le baste decir sí y no. Este domingo hemos visto dos formas de combatir el legalismo: llevar la ley a sus consecuencias más radicales y anularla. El próximo domingo veremos otro recurso: cambiar la ley por una norma más exigente. Reflexión final La primera lectura habla de una alternativa entre agua y fuego, vida y muerte. Para Jesús, la alternativa consiste en entrar en el reino de Dios o quedarse fuera. El escriba estaría de acuerdo en que lo mejor es guardar los mandamientos y ser fiel a la voluntad de Dios. Pero Jesús diría: “Depende de cómo interpretes esa voluntad”. Si lo haces en plan legalista, limitándote a la letra de la ley, no puedes seguirme, no puedes entrar en el Reino de Dios. El evangelio de hoy se presta a un examen de conciencia, especialmente a propósito de nuestra relación con el prójimo, al que a veces estamos asesinando sin darnos cuenta. ?Llamados, llamadas a cumplir la ley o a darle plenitud por?: Mª Guadalupe Labrador Encinas, fmmdp2/10/2023 ¿Qué era la Ley para Jesús? ¿Qué es para mí cumplir la ley?
En el evangelio de este domingo Jesús nos invita a pararnos y reflexionar sobre la ley. Tema posiblemente poco atractivo para la mayoría y más en estos tiempos, en los que en cada telediario oímos hablar de leyes nuevas, o leyes que se modifican, en unos tonos y términos que nos hacen sospechar que no siempre es el bien común o la justicia lo único que hay detrás. Por eso, es posible que al escuchar esta primera afirmación que Mateo pone en boca de Jesús “No he venido a abolir la ley, sino a darle su plenitud”, o su cumplimiento, como se traduce a veces, no nos sintamos especialmente emocionados. Las primeras comunidades cristianas procedentes del judaísmo, a las que se dirige Mateo, tienen la experiencia de haber vivido siempre buscando cumplir la Ley. Esa Ley que liberó al pueblo en tiempos de Moisés pero que en tiempos de Jesús se ha convertido en un montón de preceptos, 613 prescripciones que había que cumplir escrupulosamente o encontrar una justificación para saltárselos “quedando bien”. Y Jesús afirma que ha venido a cumplir y dar plenitud a la ley y a enseñar a todos a cumplirla. Y que quien haga como Él será grande en el Reino. Esto nos lleva a preguntarnos, ¿qué era la Ley para Jesús? y ¿qué es para mí cumplir la ley? ¿Desde dónde hago lo que “tengo que hacer”? ¿Desde la rutina o la costumbre? ¿Desde la presión del qué dirán de mí?... ¿o desde el corazón? El evangelio continúa introduciendo una nueva palabra, justica. Siempre en boca de Jesús Mateo afirma sorprendentemente que si nuestra justicia no es mayor que la de estos grupos que “oficialmente” son los cumplidores de la ley, no entraremos en el Reino. Esta afirmación es luminosa y liberadora, descubrimos en ella que Jesús no nos está hablando del cumplimiento de una multitud de preceptos al pie de la letra, deshumanizados y lejos de lo que se fragua en el corazón. Para Jesús la plenitud de la Ley es la justicia. Si buscamos el significado de justica en el diccionario encontramos: “Principio moral que lleva a determinar que todos deben vivir honestamente. (…) constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.” (rae) Es decir, que cumplir la ley en su plenitud no es cumplir preceptos, sino vivir en referencia a Dios y a los otros, a todo hombre y mujer que es mi prójimo. Y esta referencia a Dios y a los demás no de una forma aislada o separada. Si mi hermano o mi hermana, cualquiera que este sea, tiene algo contra mí, eso me impide acercarme a Dios intentando “cumplir” lo que entiendo como preceptos religiosos. Porque ¿cómo va a aceptar Dios, padre y madre misericordioso, una ofrenda nuestra si sus otros hijos tienen quejas contra nosotros y no las atendemos? La exigencia de esta manera de vivir la ley hace que nos vayamos transformando por dentro, que nuestro corazón se haga más comprensivo, que sepamos perdonar, que la reconciliación sea nuestro talante para poder hacer comunidad… porque la plenitud de la ley está en el corazón no solo en los hechos externos. Lo que sigue en el texto evangélico concreta y expresa esta forma de cumplir la ley que Jesús quiere en situaciones candentes en las primeras comunidades, el tema del divorcio y de los juramentos. El acta de repudio que cualquier varón podía dar a su mujer por causas mínimas, dejándola sin posibilidades de una vida digna, despreocupándose de ella, es claramente una costumbre injusta que va contra el fondo, el objetivo último de la ley y Jesús avisa de esto a sus seguidores. Ampliando nuestra mirada, ¿qué nos dice hoy a nosotros? ¿A cuántas personas damos cualquier tipo de “acta de divorcio” y nos desentendemos de ellas? Porque no son de los nuestros, porque no nos gusta lo que hacen o piensan…. Y luego, ¿podemos acercarnos sin más a celebrar la eucaristía? En una sociedad en la que el valor de la palabra era inmenso porque no había otro tipo de contrato, se había llegado a desvirtuar el juramento. Ya no se apoyaba en la verdad de lo que se afirmaba jurar o prometer, sino en por quién o por qué se juraba, con lo que la verdad podía quedar abolida por retorcidas afirmaciones. El evangelio rechaza cualquier forma de juramento. Jesús nos invita a amar la verdad, a vivir en verdad y decir la verdad. Simplemente, sencillamente… lo demás no es del Reino. Seguro que estamos recordando ese otro pasaje en el que Jesús afirma que es la Verdad. (Jn 14, 6) ¿Qué valor real damos a la verdad? ¿La disimulamos, la ignoramos, hacemos pactos para lograr otros intereses que la desvirtúan? Cuando este domingo escuchemos “Habéis oído que se dijo, pero yo os digo” caeremos en la cuenta de que Jesús no cambia, añade o quita preceptos, sino que los da hondura, los lleva al corazón, al centro, la raíz de la persona, de donde brota la justicia. Acojamos esta invitación a dar plenitud a la ley en nuestra vida. Escuchemos la voz de Jesús que nos dice: ¡Cuidado! Hay formas de cumplir la ley que no nos hacen justos, buenos… Se lo dice a sus primeros discípulos y a nosotros, a nosotras, ¿somos justos, buenos, santos al cumplir la ley, los mandamientos, los preceptos de la Iglesia? Si vivimos profundamente la Palabra de Dios, si su Ley cala directamente en nuestro corazón, lo que pensemos, digamos o hagamos será sincero, auténtico, profundo. Será expresión del amor, del perdón y la comprensión a los hermanos y así, solo así, el vivir los mandamientos, la Ley, nos acercará a Dios y nos hará felices. Porque, como dice el evangelio eso es llevar la Ley a su plenitud. Es un cuento muy viejo. Un pueblo está lleno de ratones y no saben cómo matarlos. Un hombre se ofrece por 1000 pesetas a acabar con ellos. Hecho el contrato dice: “yo tengo el yunque y el martillo, traédmelos de uno en uno”.
Me he acordado de esta historia al oír hablar del primer anuncio del evangelio. Hay millones de personas, pero ¿cómo se puede anunciar a cada persona? No hay fórmulas fáciles, ni las personas tienen ganas de escucharlo. Es preciso ir descubriendo semillas y presencias del Resucitado. Y en cada persona encontraremos signos de su actuación, de su presencia. Ahí es donde podemos empezar a detectar y alabar la actuación de Jesús. Andando por las calles, muchas veces veo que entre las baldosas brotan pequeños tallos de hierba. Si eso que nace espontáneamente lo cuidamos, va creciendo. De eso se trata: detectar la presencia de Jesús. Él nos dijo que donde hay dos o tres que se aman, ahí está Él. Por eso es preciso ir viendo los gestos de amor entre las personas y alegrarnos con Jesucristo que está actuando ahí. Podemos reconocerlo y alabar a esas personas. Puede ser un camino. No condenando los fallos de la vida sino apoyando, fortaleciendo lo bueno porque es cristiano, y todo suma en orden a conseguir la propuesta de Jesús de Nazaret. Si matamos a todos los ratones, casi seguro que nos cargaremos algún que otro animal. Es preciso ver las posibilidades y cualidades de cada ser. Detectar la presencia de Dios en cada uno. No se trata de quitar a los no creyentes. No vale la postura de “aquí no hay nada que hacer”. Porque siempre hay un hálito del Espíritu. La misión de la Iglesia no es conseguir adeptos y atraer a la gente, sino ser fermento, meterse en las actividades y proyectos humanos. En orden a lograr el Proyecto de Jesús de Nazaret. Ofrecer la Buena Noticia de que Dios nos ama, que está en todo y con todos. Y su señal es amarnos. Cuando tengamos la suerte buscada de estar ante personas abiertas al Evangelio, podemos anunciar el meollo del Evangelio: Dios nos quiere en Jesús siempre y está con todos y en todos. Lo notaremos porque nos amamos. La mansedumbre no tiene buena prensa, al menos en la sociedad de hoy. Creo que es en parte porque suena demasiado a debilidad y a convertir a los mansos en potenciales víctimas de las personas autoritarias y soberbias. Y en parte también porque el nombre de “manso” no tiene buena prensa siendo difícil asociar la actitud de mansedumbre con una promesa de felicidad: Bienaventurados los mansos, nos dice Jesús. El orgullo ha sido entendido como una virtud y la mansedumbre como una debilidad. Confieso que me resulta demasiado chocante el contraste, seguramente porque no he reflexionado lo suficiente sobre el tesoro que anida en esta actitud.
Sin embargo, llevo unas semanas dando vueltas precisamente a esta Bienaventuranza que me resulta contracultural -sin duda- pero al mismo tiempo me llama a que profundice un poco más para acercarme al mensaje que atesora el Evangelio en esta dicha prometida: felices serán los que se comporten con verdadera mansedumbre… y no solo eso, “heredarán la tierra”. En este comienzo de año quiero compartir algunos destellos de esta actitud que nos propone Jesús y que abunda tan poco en el seno de la Iglesia. Para suscitar una reflexión en este sentido, veamos algunas de las actitudes de quienes se comportan con mansedumbre a la que nos invita el Maestro: La mansedumbre está muy emparentada con la humildad, la actitud más importante para vivir en cristiano. La paciencia como arte para la buena vida, también está emparentada con la mansedumbre. Los mansos se caracterizan porque son dueños de sí, lo cual ya nos indica un nivel de madurez importante. Viven una pacífica posesión de sí mismos sin necesidad de atacar nada ni a nadie. Con muy poco, lo tienen todo porque se poseen a sí mismos. Suena muy de cerca a lo que dicen los psicólogos de las personas maduras y equilibradas. Quien practica la mansedumbre tiene que domeñarse. Ser manso con criterios evangélicos no es ser pánfilo ni carente de personalidad. Viven desde el verdadero amor que acoge y no juzga, ayuda con benevolencia sin desahogar reproches. Viven en el instante presente, disfrutan y agradecen la vida. Han experimentado que su fuerza está en su debilidad apoyados en el centro indestructible de su yo sagrado, su ser esencial que se sabe envuelto por la Presencia. Son el mejor ejemplo del rostro amoroso de Dios, contemplativos en la acción. Son personas que sonríen desde el corazón, que han aprendido a escuchar y transmiten verdadera paz. En definitiva, las personas mansas tienen una gran fuerza interior en la confianza de saberse en las manos de Dios. Nada que ver con la debilidad. Quienes viven la mansedumbre llevan a la práctica el binomio “Dios me ama inmensamente, luego deposito mi total confianza en Él”. Es un ejemplo de aceptación nada resignada ante los embates inevitables y las decepciones de la vida que tan bien protege al corazón de las amarguras. El manso de corazón no se enfrenta a los demás como si fueran sus enemigos. Los respeta y los valora porque sabe que también han sido creados a la imagen de Dios. En definitiva, vive con la expectativa de que siempre aprenderán algo gracias a las experiencias que Dios trae a su vida. Muestran, nada menos, que el amor de Dios a todos los seres humanos. La mansedumbre es una cualidad que crece a la medida en que permitimos que el Espíritu Santo transforme nuestra alma, a la escucha siempre, para transformarnos y transformar nuestro alrededor a través de esta fortaleza de las Bienaventuranzas. No hay mejor oración. Pero estamos tan centrados en el hacer que se nos olvidan las abundantes llamadas del Evangelio para adecuar nuestras actitudes a la Misión encomendada de evangelizar. Y la mansedumbre es el aceite que necesita nuestro motor cercano a griparse, tantas veces. Hacer y hacer... olvidando que “Sin mí no podéis hacer nada” hace que nuestra mediocridad pervierte la imagen del Reino. Rescatemos el verdadero valor de la mansedumbre; demos la importancia que tiene. La presencia de Jesús en medio de su gente puede describirse en términos de plenitud y de abundancia. Podríamos resumirlo diciendo que Jesús ofrece las tres “S”: salud, sabiduría y sentido. Según el texto de Mt 4,12-23, Jesús “curaba toda enfermedad y toda dolencia en pueblo”, enseñaba en las sinagogas y llamaba a una misión que transformaba el trabajo cotidiano en acción fructífera y eficaz; como dice el texto mateano en el versículo 19, los llamados por Jesús pasarán de ser pescadores a pescadores de hombres. Así la presencia de Jesús se vuelve con total claridad la restauración del Reino en un presente habitado por una multitud que anunciará con entusiasmo lo que ha visto, oído y experimentado.
La sociedad actual tiene un hondo anhelo de las tres S. El papa Francisco define a esta sociedad postmoderna en su búsqueda de sentido: La posmodernidad – en la que el hombre se siente aún más perdido, sin referencias de ningún tipo, desprovisto de valores, porque se han vuelto indiferentes, huérfano de todo, en una fragmentación en la que parece imposible un horizonte de sentido – sigue cargando con la pesada herencia que nos dejó la época anterior, hecha de individualismo y subjetivismo (que recuerdan, una vez más, al pelagianismo y al gnosticismo), así como por un espiritualismo abstracto que contradice la naturaleza misma del hombre, espíritu encarnado y, por tanto, en sí mismo capaz de acción y comprensión simbólica (Desiderio desideravi 27-28). El anhelo de sentido, de sabiduría y, por ende, de salud corporal y espiritual, siempre presente en todas las épocas como algo propio de la naturaleza humana, nos orienta hacia la trascendencia. Y más aún, este anhelo se acoge con otra “S”. El sí de la acogida a la vida, de la conversión a la orientación de la acción, al discernimiento que surge de la escucha de la Palabra. El hoy del reino sigue siendo tan actual y actuante como siempre. Configurar el presente y diseñar el futuro en el intercambio recíproco de las expectativas humanas y creaturales y las de Dios mismo es la constatación de que el Reino puede hacerse presente aquí y ahora en el gozne entre la expectativa y la realización cumplida. Así puede resonar con más actualidad aquello de que “el pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló” (Mt 4,16). Sobre Jesucristo se han dicho muchas cosas. Ha sido calificado como un gran revolucionario, algunos lo consideran un anti sistema o, incluso, se le ha llegado a apodar “el primer comunista”. Hay quien apela a estos apellidos diciendo que no son sino interpretaciones interesadas de aquellos que quieren usar de forma partidista para beneficio propio la figura destacada de Jesús de Nazaret, a quien un gran número de seguidores consideran el “Hijo de Dios”. No voy a discutir yo esto, sólo quisiera dar un par de anotaciones:
En primer lugar, creo que Jesús no se dejaría atrapar por estereotipos fáciles o cómodos ni por titulares sensacionalistas de esos que hoy día proliferan y que con suma facilidad aceptamos y, en segundo lugar, como dice el Papa Francisco, no es que los cristianos se parezcan a los comunistas, sino que más bien son los comunistas quienes piensan [en algunos aspectos] como los cristianos. Pero, al fin y al cabo, hemos de reconocer que la revolución que trajo Cristo no fue la que muchos de sus contemporáneos buscaban ni esperaban: ni zelotes ni bandoleros, por ejemplo, se vieron totalmente reflejados en el mensaje revolucionario de caridad que proclamó tanto en palabras como en obras el nazareno. Ahora bien, una vez dicho esto, quiero dejar claro que lo que, curiosamente, nunca he encontrado una sola alusión a Jesús de Nazaret relacionada —a nivel de pensamiento y ejercicio político— con “las derechas”. Jamás he oído decir a alguien que Jesús fue un fascista, por ejemplo, o un dictador; tampoco un moralista o un neoliberal…, cuestión esta que me lleva a pensar, salvando las distancias y respetando los diferentes espacios que configuran la órbita de lo político y lo religioso, que Jesús de Nazaret estaba próximo en su praxis social y teológico-política con la proclamación liberadora que prometía que el reino de Dios estaba ya cerca, anuncio este ilusionante para los excluidos, enfermos, pobres y estigmatizados de su época; políticas estas, al menos en el terreno teorético, más próximas a las proclamas de izquierda que a las de derecha. Llegado a este punto, quizá sea conveniente recordar que, en el ámbito político, los términos “izquierda” y “derecha” se originaron en la votación del 28 de agosto de 1789 en la Asamblea Nacional Constituyente de la Revolución francesa, donde se discutía un artículo en el que se establecía el veto absoluto del rey a las leyes aprobadas por la futura Asamblea Legislativa. Los diputados que estaban a favor del mantenimiento del poder absoluto del monarca se situaron a la derecha del presidente de la Asamblea. Los que estaban en contra y defendían que el rey solo tuviera derecho limitado, poniendo por tanto la soberanía nacional por encima de la autoridad real, se situaron a la izquierda del presidente. Curiosamente, los diputados sentados a la derecha eran portavoces de la gran burguesía. En el centro figuraban diputados independientes, carentes de programa político definido y, a la izquierda los diputados que representaban a la pequeña burguesía y al pueblo llano, muy contrarios a la jerarquización entre individuos... Así, el término “izquierda” quedó asociado a las opciones políticas que propugnaban el cambio político y social con miras hacia una mayor igualdad y justicia social, mientras que el término “derecha” quedó asociado a las que se oponían a dichos cambios. Jesús fue un hombre que se enfrentó especialmente con la jerarquía religiosa establecida en el mundo judío, la cual era a su vez (hasta donde le permitían los romanos) una élite social con privilegios e influencia política. Sus principales conflictos se debieron a la estrecha visión que estos estamentos socio-religiosos mantenían y la poca compasión y empatía que mostraban con los más débiles: los pobres, enfermos y desfavorecidos, a los que consideraban también alejados del aprecio de Dios. Jesús, ante esta hipocresía y falta de misericordia, se posiciona claramente a favor de las víctimas, de los pequeños y débiles denunciando con firmeza la actitud mezquina de los corazones inflexibles e intolerantes. Las palabras más duras e implacables que Jesús dirigió en vida fueron las que pronunció contra los escribas, sacerdotes y fariseos, a los que llegó a llamar “sepulcros blanqueados”. Todo el acento lo ponían en la conservación y cumplimiento de las tradiciones y costumbres que circulaban en torno al templo y la pureza. Y es que, como solía decir en toda ocasión que se ofreciera el jesuita Toni Catalá, que Dios sea compasivo no interesa a todo el mundo, interesa más un Dios que castiga a los malos y premia a los buenos, un Dios que hace categorías y clases… No es así extraño que el gesto más radical y llamativo de Jesús justamente lo llevara a cabo en el Templo de Jerusalén. Todos recordaremos aquel episodio en el que Jesús expulsó a los cambistas del Templo afirmando que habían convertido la casa de su Padre en una cueva de ladrones, desvirtuando, así, el verdadero sentido de culto que este espacio debería tener. Pero, ¿por qué entonces relacionamos directamente religión, y en concreto el catolicismo cristiano –y no digo a Cristo–, con la derecha y las políticas conservadoras? Considero que hay dos motivos principales: el primero es la defensa a ultranza que estas ideologías que llamamos de derechas mantienen respecto a las tradiciones, los cultos y una moral adoctrinada-jerarquizada que, en cierto modo, necesita a Dios como garante de la armonía y supervivencia de la estructura jerárquica-vertical deseada. A esto habría que sumarle, en concreto en nuestro país, la idiosincrasia y los ecos del caso español: una Iglesia oficialista que se plegaba a las directrices políticas de la dictadura y un gobierno estrechamente vinculado al conservadorismo católico para que todo fuese –perdonen la expresión– “como Dios manda”, lo que pretendía el nacional-catolicismo de la época, cuya herencia y coletazos siguen influyendo en las políticas actuales ultraconservadoras y suscitando en la izquierda política un reflejo automático y visceral contra todo lo que posee un intenso olor a añejo. Es llamativo observar cómo las políticas neofascistas sin escrúpulos y los fundamentalismos religiosos se alían con el cristianismo más conservador en el discurso del odio y la crispación social, y no menos curiosa es la coincidencia de personas que agrupan este núcleo duro, todas ellas contrarias a las políticas teológicas-pastorales del Papa Francisco. Pero, por otro lado, considero que los partidos de izquierda, aquellos que asumen actuaciones sociales más equitativas e igualitarias y propugnan una justicia, no sólo a nivel local sino universal, y un respeto por las diferencias, no están sabiendo evolucionar suficientemente a nivel doctrinal ni político al no contemplar ni integrar algunos retos que la praxis cristiana viene trabajando desde hace mucho tiempo y, en algunos aspectos, desde siempre. Existen claros puntos de convergencia: la lucha por la justicia y promoción social en países y continentes pobres, el respeto y reconocimiento de la condición jurídica de los territorios y autoridades indígenas, la acción en la acogida y acompañamiento a las personas vulnerables y excluidas, entre otros.... Hay que reconocer que donde no llegan los gobiernos llega Cáritas; o qué decir de la crítica valiente que hace Francisco a la falta de escrúpulos que tienen algunos países (¿desarrollados?) y empresas transnacionales al sangrar a los más débiles del planeta sin importarles los millones de pobres que sus objetivos particulares producen a su paso como maquinaria del descarte… o, cómo no, la lucha por una ecología integral y el desarrollo sostenible que plantea Bergoglio (el “Papa verde”) en sus documentos e intervenciones públicas. Francisco: "Necesitamos lugares donde se pueda experimentar la fraternidad" Vatican Media Hoy por hoy Francisco, el máximo representante del catolicismo, es reconocido como el personaje público de mayor credibilidad mundial. Sus declaraciones y documentos ecológicos, económicos y teológico-políticos no están siendo, repito, suficientemente aprovechados; considero que no se está sabiendo seguir la huella de su pisada, seguramente por su carácter de representante católico… Lástima, porque su huella deja un rastro muy humano y solidario que siembra esperanza en tiempos de aturdimiento y confusión pre y pos pandémicos. Quizá por ello Gianni Vattimo propone que sea Francisco quien lidere y reconstituya el nuevo orden mundial, recogiendo y convergiendo las fuerzas débiles de la izquierda para reconducir este mundo roto hacia la casa común que muchos esperamos construir. Sólo así será posible que quienes andan al margen de las estructuras sociales y económicas sean incluidos y cuenten en espíritu y en verdad. Difícilmente se puede realizar esto sin “hacer lío”, pero ¿qué mayor “lío” que proponer un proyecto de ciudadanía global que se consolide de abajo arriba y donde nadie quede tirado en la cuneta, una comunidad de reunidos que sepan sumar e integrar diferentes sensibilidades al proyecto plural revolucionario de la solidaridad y la inclusión? Como afirma Gianni Vattimo, el cristianismo no debe pretender ser una metafísica natural con pretensiones de verdad, como un conjunto de enunciados verdaderos (por los que quizá histórica y contextualmente muchos no entren, o incluso más adelante pudieran correr el riesgo de ser desmitificados o refutados) sino más bien una ética de la caridad universal que se ofrece, “un amor que se identifica, en el mensaje del evangelio, con los vulnerables: la viuda, el extranjero pobre, la mujer que sufre, los parias de la tierra”. A pesar de que últimamente hay una mayor apertura y simpatía fuera del terreno religioso hacia la figura del Papa, de la que tiene mucha culpa Francisco, es muy probable que estas palabras mías no gusten demasiado a algunos de mis colegas del ámbito filosófico, pues las pueden considerar una apología del cristianismo o una intromisión creyente en la filosofía política, para muchos un reino este excluido para las religiones y creencias. Me duele observar cómo las ideologías que encarnan los partidos de izquierda convierten el acoso y derribo a la Iglesia (o a todo lo que huela a religión) en uno de sus objetivos primordiales…, como si el único o principal problema se originase en este espacio, dilapidando energías en esta tarea y, sobre todo, desperdiciando aspectos fundamentales de la praxis cristiana que aportan argumentos recios y convergentes respecto a la justicia social, la dimensión ecológica o económica, entre otras, y olvidando, en última instancia, que países constituidos oficialmente como ateos han demostrado que no han sido una alternativa ni posible ni creíble a la hora de extirpar el mal endémico del hombre. A esto habría que añadir que en España se tiene mala memoria. Por un lado, se tiene un concepto de Iglesia preconciliar que, en general, no corresponde con la realidad de hoy, tan sólo refleja una pequeña parte, eso sí, muy ruidosa y, por otro, olvidamos que algunos sindicatos y movimientos sociales tienen su origen, curiosamente, en la lucha que los militantes de las hermandades cristianas desarrollaron en la reconstrucción del mundo obrero español. Otra cuestión diferente sería matizar aquellas situaciones donde la historia, la tradición o el contexto han hecho prevalecer o han favorecido a la institución eclesial. Estas deben ser revisadas y cuestionadas, ya que se gobierna para todos: para creyentes (de diversas religiones) y para no creyentes (con diversas sensibilidades). No podemos ignorar que esta incómoda situación hace que muchos que se consideran creyentes cristianos, se replieguen ₋como si de un búnker o escudo se tratase₋ en aquellos partidos que explicitan su voz a favor del ámbito religioso o eclesial o, al menos, no lo atacan. Lástima, porque existen muchísimos creyentes y comunidades cristianas que mantienen una mayor aproximación a la izquierda que a la derecha en su interpretación y traducción cristiana socio-política. Y la tienen porque toda teología es política y, en este caso, su motor, su matriz y su incansable lucha parte del corazón de los evangelios a propuesta de Jesús de Nazaret. Sólo hay que mirar los evangelios para darse cuenta de la traducción socio-comunitaria de inclusión que la oferta cristiana genera. Se trata simplemente de activos ciudadanos que tienen fe en Jesús; ¿y cuál es el plan? ¿Exterminar la religión…, diluir a la Iglesia? Bajo mi opinión, este es uno de los errores que está cometiendo una amplia parte de la izquierda: hablar de pluralidad, integración, tolerancia y arremeter –bajo una ideología trasnochada del XIX– contra gran parte de su base activa. ¿Eugenesia política? No podemos ignorar, aunque sólo sea como una medida estratégica sagaz, que lo que no suma, resta. Como anécdota quisiera contar que hace no mucho en una clase me preguntaron de qué partido político sería hoy Jesucristo (digamos que a qué partido Jesús votaría en unas elecciones…, se entiende que en España). Me quedé un poco sobrecogido pensando para mis adentros qué podía responder ante tal incisiva y compleja pregunta. Mi reacción fue devolverle la pregunta al alumno (y a la clase). La respuesta general a esta pregunta fue “Vox”. Así pues, me armé de valor y pregunté por qué Vox. A lo que me respondieron algunos alumnos que era el único partido que defiende a la Iglesia. Creí entender lo que querían expresar y, a pesar de mi respeto a las diferentes sensibilidades políticas y religiosas, volví a hacerles una nueva pregunta: ¿pensáis, entonces, que este partido sigue, por ejemplo, las líneas estratégicas del Papa Francisco acerca de la acogida incondicional a los refugiados e inmigrantes, y la búsqueda de una Iglesia menos preocupada por la doctrina y sus privilegios y más orientada a la evangelización, la caridad fraterna y el diálogo e integración interreligioso e intercultural? El silencio se hizo en la clase… pero ¿acaso podía afirmar yo que Jesús votaría a la izquierda, a uno de esos partidos que arremeten públicamente y por sistema contra la institución religiosa y sus creencias? Este es el problema: una derecha que no acompaña las líneas estratégicas del Concilio Vaticano II, por no hablar de los planteamientos evangélicos y eco-fraternales de Francisco, y una izquierda que lucha contra la supervivencia de la propia Iglesia y la educación religiosa en general. Mucho estamos hablando en este artículo de izquierda y derecha, pero no está mal recordar que hoy día decir “izquierda” y “derecha” es cuestión de matices, no banales, pero matices, porque es el sistema neoliberal capitalista quien engulle las diferencias y paraliza las posibles réplicas transformadoras. Ya nos lo advertía Marcuse, el sistema capitalista se reinventa continuamente para sobrevivir y anula nuestro sentir crítico a base de migajas de felicidad que nos proporciona la cosificante e insaciable maquinaria productiva de la sociedad de consumo. Eso sí, quizá podamos advertir que uno de estos rasgos que diferencian la izquierda de la derecha sea cómo se enfrenta cada una al Todopoderoso Sistema, el Dios de los últimos siglos. Mientras la derecha apoya y ayuda para que la economía de mercado dirija las políticas, la izquierda procura, si acaso, frenar, resistir y debilitar, al menos un poco, este imparable tsunami procurando que sea la política la que dirija la economía y no al revés. Una cuestión que puede ilustrar este asunto es ver cómo ya en noviembre y, especialmente, en diciembre del terrible año 2020 un gran número de políticos mostraban su análisis sobre la Pandemia bajo un discurso económico que llevaba como eslogan “Hay que salvar la Navidad” (entendiendo aquí “Navidad” como un claro espacio comercial y económico de mercado). Curiosamente, en la época de Jesús, los pobres, enfermos y pecadores, aquellos que eran considerados castigados por Dios, comprendieron, no que había que salvar la tradición y la religiosidad, la misma que a ellos estigmatizaba (aquí vuelve a nosotros la escena de Jesús en el templo de Jerusalén expulsando a los vendedores y cambistas), sino que fue la presencia de Jesús, un Dios encarnado y débil (la Navidad) quien devolvió la esperanza y salvó a esta pobre gente dándoles una verdadera buena noticia. Es el mensaje de Jesús, cuidadosamente interpretado desde abajo, quien libera a los hombres de la losa del cumplimiento y la alienación rigurosa e inflexible, ofreciendo al mundo un rostro más fraternal y humano, o como afirma Leonardo Boff en uno de sus títulos más conocidos, un rostro materno de Dios, pues “la revolución de Jesús consistió fundamentalmente en haber superado la ética de la norma con la ética de la responsabilidad y del amor que se expresa en el reconocimiento de la persona y en la búsqueda de relaciones fraternales (…)”. No es que haya que salvar la Navidad, sino que la Navidad es la que nos salva. No es que la economía tenga que dirigir las políticas sino que las políticas, las buenas políticas solidarias, humanas e inclusivas deben conducir la economía… para beneficio de todos y no de unos pocos. Es muy importante para Mateo dejar claro que Jesús comienza su actividad lejos de Jerusalén, del templo, de las autoridades religiosas, desligando la actividad de Jesús de toda conexión con la institución. Pero a la vez, quiere dejar claro que la predicación de Jesús es continuación de la de Juan, iniciando las dos con la misma frase: “Arrepentíos porque está cerca el Reino de los cielos”. Nos limitaremos a desgranar esta frase.
Arrepentíos. La primera palabra es ya una trampa difícil de superar. El primer significado del “metanoeo” griego no es arrepentirse ni hacer penitencia sino cambiar de opinión, rectificar, cambiar de mentalidad. Si cambias de mentalidad, cambiarás el rumbo de toda tu vida. Sería ir más allá de lo que ahora tienes en la mente. Al traducirlo por arrepentirse, damos por supuesto que la actitud anterior era pecaminosa. Pero también se puede y se debe cambiar de una opinión buena a otra mejor. Por no tener esto en cuenta, estamos convencidos que solo se tiene que convertir el “pecador”. Todos tenemos que estar cambiando de mentalidad todos los días. Convertirse es rectificar la dirección que llevo, cuando me he dado cuenta de que la meta no está en la dirección que llevo. La meta será la plenitud de humanidad, que es mi tarea. Debemos tener en cuenta que muchas veces no es posible descubrir que una senda es equivocada, hasta que no la hemos recorrido. Por eso el rectificar es de sabios, como decían los antiguos. El mayor peligro es creer que no tengo nada que rectificar. Por muy clara que tengamos la meta, siempre podemos descubrir otra más ajustada. Está cerca el Reino. Para ver la dificultad de esta idea basta recordar algún texto de los evangelios: no está aquí ni está allá, está dentro de vosotros; mi Reino no es de este mundo; Jesús nunca llama a Dios Rey sino mi Padre; habla del Reino de Dios y de su Reino. Me encanta reflexionar sobre las contradicciones del evangelio porque nos obligan a no tomar ninguna formulación como absoluta. Está aquí y no está. Los primeros cristianos decían: ya pero todavía no. Esta aparente contradicción nos obliga a no dar por definitiva ninguna de las definiciones que podemos aplicarle. Reino de los Cielos. Los demás evangelistas (también alguna vez Mateo) hablan de "el Reino de Dios". Las dos fórmulas expresan la misma realidad. A los judíos les resultaba violento emplear la palabra Dios y empleaban circunloquios para evitarla. Uno de ellos era la expresión “los Cielos”. Sería el ámbito de lo divino. En el NT, fuera de los evangelios, se habla del Reino de Cristo. Expresión muy peligrosa porque nos induce pensar que Jesús es la meta y olvidarnos que Jesús nunca se predicó a sí mismo. Es imposible concretar lo que es el Reino de Dios porque no es nada concreto. Todo lenguaje sobre Dios es analógico, metafórico, simbólico. En el evangelio nunca se define, pero podemos asegurar que el núcleo de la predicación de Jesús fue "El Reinado", acentuando la presencia liberadora de Dios. Lo contrario del Reino de Dios no es el reino de Herodes sino el “ego-ismo”. Si no reina el amor no hay Reino de Dios. La predicación de Jesús fue fruto de una profunda experiencia, que tuvo como punto de partida su religión, pero que la superó. Jesús fue la fiel manifestación del Reino que es Dios. La palabra griega “basileia” se refiere, en primer lugar, a la prerrogativa del monarca, pero también significa reinado, es decir el poder ejercido por el monarca. Puede significar por fin reino, es decir, el territorio o el conjunto de los súbditos. Aunque encontramos decenas de imágenes en los evangelios, nunca se explica su significado concreto. Seguramente se fue desvelando a través de su vida. Pudo partir del significado que tenía para los judíos de su tiempo y que se fuera enriqueciendo con su experiencia. También es probable que se pensara en una llegada inmediata de ese Reino. Es imposible entender esta expresión si no salimos de la idea de un dios soberano, todopoderoso, que desde su trono del cielo gobierna el universo. Mientras no superemos ese dios mítico no habrá manera de entender el mensaje de Jesús. Dios es Espíritu. Cuando decimos: Reina la paz, reina la oscuridad o reina el amor, no pensamos en entes que dominan alguna parte de la realidad sino en un ámbito en el que se desarrolla algo. Reinado de Dios, quiere decir que el ser humano desarrolla lo que tiene de espiritual, de divino. Significa que el ámbito de lo divino está presente en él y constituye su esencia y su fundamento propio. El Reino es una atmósfera en que las relaciones profundamente humanas, con uno mismo, con los demás y con las cosas, se despliegan en total armonía. Juan Dijo: Él bautizará con Espíritu Santo. Siempre que el hombre se deja mover por el Espíritu y actúa desde él, está haciendo presente el Reino. No se trata de que Dios, en un momento determinado de la historia, haya decidido establecer una relación nueva con los hombres. Con la venida de Jesús no ha cambiado nada por parte de Dios. Él ha estado siempre inundándolo todo. Lo que ha cambiado es la toma de conciencia por parte de Jesús de esa realidad. Entrar en el Reino es tomar conciencia de esa realidad de Dios en mí y actuar en consecuencia. La dinámica del Reino se despliega de dentro a fuera, no imponiendo unas normas obligatorias. En el evangelio de hoy está muy clara esta dinámica. Primero Jesús hace su propuesta, pero termina diciendo que, eso que decía, lo practicaba. “Y recorría toda Galilea enseñando en la sinagogas y proclamando la buena noticia del Reino, curando todas las enfermedades”. Un cristianismo que no me empuje a darme a los demás, no tiene nada que ver con Jesús. El Reino lo manifiesta el que cura, no el curado. Es Jesús, al preocuparse del débil, quien hace presente a Dios, no el ciego cuando dejan de serlo. El Reinado de Dios significa la radical fidelidad y entrega de Dios al hombre. La realidad primera de ese Reino la constituye Dios que se funde con cada ser humano. No es una realidad que hace referencia en primer lugar al hombre, sino a Dios. El hombre debe descubrirla y vivirla. Dios no hace un favor al hombre, sino que responde a su ser, que es amor. Esto sí que es una “buena noticia”. El Reino de Dios surge cuando despliego mi verdadero ser, que no es ni materia ni espíritu sino ambas cosas a la vez. El hombre, para ser fiel a Dios, no tiene que renunciar a sí mismo, al contrario, la única manera de ser él mismo es descubrir lo que Dios es en él. Por eso no puede haber otra perspectiva para el ser humano. En cuanto pone su fin fuera de Dios (fuera de si mismo), el hombre falla estrepitosamente a su verdadero ser y no hay ya posibilidad de ser fiel ni a Dios ni a sí mismo. Solamente si soy fiel a mí mismo puedo ser fiel a Dios. La plenitud de humanidad, en Jesús y en nosotros, es lo divino que nos empapa. |
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