Es el relato inmediatamente posterior al nacimiento. Se plantea ya en él, protagonizada por María, la pregunta básica del evangelio y de todo hombre: ¿quién es éste niño, de apariencia normal?
La segunda parte del texto muestra la circuncisión de Jesús. La circuncisión es la señal del pueblo, la señal de la Alianza, y expresa el sometimiento a la Ley. La gran polémica que sostendrá Pablo en los primeros años de la Iglesia se centrará precisamente en la circuncisión: ¿hay que seguir circuncidándose para seguir a Jesús? No se trata de algo exterior, de un mero rito. La circuncisión simboliza la pertenencia al pueblo elegido y por tanto la aceptación de toda la ley judaica. Pero Pablo vio bien, mejor que nadie, que Jesús no es simplemente la plenitud de Israel, y que la Ley de Israel se ha quedado atrás, absolutamente superada por Jesús. En el día de hoy, primero de Enero y del año, se mezclan difícilmente dos celebraciones. La celebración religiosa, en que la Iglesia sigue reflexionando sobre Jesús y sobre su madre, y la celebración profana, el primer día de nuestro año, que nada tiene que ver con la Navidad. En la fiesta religiosa se ha alternado históricamente entre tres celebraciones: la circuncisión de Jesús, porque hace ocho días que nació el niño, y es el día de circuncidarlo; el nombre de Jesús, porque en la ceremonia de la circuncisión se incluía la imposición del nombre; y María madre de Dios, que es lo que la Iglesia celebra en la actualidad. La fiesta civil es el Año Nuevo, que no coincide con el año litúrgico (que empieza como sabemos en el primer domingo de Adviento), pero que es una de las fiestas más celebradas, con su necesario antecedente de la Nochevieja, fiesta para desearnos todos que el nuevo año esté lleno de felicidades. Contrariamente a lo que sucede con muchas otras fiestas de la Iglesia, parece que en esta lo religioso y lo civil van cada vez más en desacuerdo. En otras celebraciones, la Iglesia se ha preocupado de “bautizar” una fiesta popular, ofreciendo motivaciones religiosas para la celebración. La misma fiesta de Navidad fue situada en estas fechas no porque en ellas naciera Jesús (no sabemos cuándo nació) sino para apropiarse de la fiesta de la luz en el solsticio de invierno y pasó luego a ser un pretexto para celebrar “la fiesta de la familia”. El año nuevo sin embargo pasa desapercibido a los ojos de la celebración religiosa, que se fija solamente en sus propios temas. Y sin embargo sería fácil dar sentido religioso a la palabra “nuevo” desde Jesús, y desde el nombre de Jesús, e incluso desde la circuncisión. La circuncisión es la vieja ley. Jesús nace sometido a la vieja Ley, pero la romperá desde dentro, como el vino nuevo que rompe los odres viejos, como el paño nuevo que rasga el vestido viejo. Y su propio nombre “Dios salvador” muestra un “Dios nuevo”, que destruye al viejo ídolo que todos tendemos a venerar, el amo/juez que inspira temor. Este es un tema históricamente real. La primera Iglesia tuvo que hacer esa conversión, y se nos ha entregado un documento espléndido de esta transición: los Hechos de los Apóstoles, en los que se da fe de la fortísima tensión que el problema supuso en las primeras comunidades. A veces se ha afirmado, con bastante ligereza, que el verdadero “fundador” de la Iglesia no es Jesús sino Pablo. Es evidentemente falso, pero sí es verdad que debemos a Pablo el enorme esfuerzo para separar a la Iglesia de la vieja Ley. Que los cristianos no tuvieran que pasar por la circuncisión significa que lo de Jesús no es simplemente la plenitud de la vieja Ley, y que ésta sólo puede aspirar a la categoría de “prehistoria” de lo de Jesús, que es mucho más que su cumplimiento. Jesús, su figura y su nombre, sus acciones y su “Abbá” son verdaderamente “nuevos”. Por esta razón, sería magnífico que en el día del Año Nuevo nuestra consideración se dirigiese mejor a la Buena Nueva, al Vino Nuevo de Jesús, a la Vida Nueva a que Jesús invita. La novedad de Jesús se concreta en nuevos valores, en nuevos criterios, nuevas maneras de ver el mundo y la vida. En la misma línea, hoy suele ser día de deseos de felicidad. “Feliz Año Nuevo” es la frase que más repetiremos. Y también aquí sería oportuno pensar en los nuevos criterios de felicidad que ofrece Jesús. Pienso que el evangelio más apropiado para hoy sería el de las Bienaventuranzas, el “código de felicidad” de Jesús. Dichosos los pobres, los no violentos, los que sufren, los que perdonan, los limpios de corazón, los que luchan y sufren por la justicia. Oponer estos criterios de felicidad a nuestros deseos de salud, dinero, y amor es absolutamente oportuno en un día de buenos deseos como hoy. Año Nuevo, Vida Nueva, es un buen eslogan. Eso es lo que ofrece Jesús, una Vida Nueva, completamente nueva. Hoy es el día para recordarla y deseárnosla. En otro orden de cosas, el título de “Madre de Dios” que la fiesta de hoy otorga a María nos propone un auténtico desafío. La Teología y la devoción popular pueden estar aquí un tanto enfrentadas. La Teología sabe bien lo que dice con esta expresión, pero la piedad popular se ha visto empujada más de una vez a interpretarlo de modo poco correcto. Es evidente que para la Teología “Madre de Dios” no significa madre de Dios Padre, ni madre del Verbo antes de su encarnación, ni madre del Espíritu Santo. Es la madre de Jesús, en quien hemos reconocido al “hombre lleno del Espíritu”, de quien decimos que “todo lo hizo bien porque Dios estaba con él”. En definitiva, el título de “Madre de Dios” mal entendido es una negación de la Encarnación. En Jesús reconocemos a Dios hecho hombre, no a Dios con apariencia humana. De ese Dios hecho hombre es madre María, no de una apariencia humana de Dios, no de un Dios que no sea real y verdaderamente hombre.
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La luz vacilante de una candela dentro de la gruta nos hizo saber dónde estaba la señal que andábamos buscando: un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Conozco bien los alrededores de Belén desde que comencé a trabajar como pastor, después de que una racha de malas cosechas me dejara arruinado. Procedo de una familia acomodada y religiosa en la que aprendí la tradición y las oraciones de nuestro pueblo, pero cuando llegué a Belén con las manos vacías y me vi obligado a pasar las noches al raso, pensé que Dios me había abandonado y no volví a rezar nunca más.
Me habitué a la vida ruda de unos pastores con los que ahora iba en busca de la extraña señal anunciada, conscientes de lo desconcertante de nuestra decisión. "Ha sido un sueño", decían algunos, "a veces la luna llena juega malas pasadas…" "Un niño recién nacido no puede ser señal de la presencia del Altísimo", decían otros. "¿Cómo podéis creer que vamos a ser precisamente nosotros los primeros en saber la llegada del Mesías?", añadían los más escépticos. Mientras duró el resplandor que nos había cegado, todo parecía evidente, pero ahora estábamos otra vez en medio de la oscuridad de una noche heladora, y el júbilo del anuncio escuchado comenzaba a desvanecerse como el rocío al amanecer. Fueron mis palabras las que lograron convencerles: - De joven aprendí algo de las Escrituras y recuerdo las palabras de un profeta: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado…” (Is 9,5) Y además, ¿cómo explicar esta alegría desmesurada que nos ha invadido y que ha arrastrado nuestros temores con la fuerza de un huracán? Cuando entramos en la cueva vimos en la penumbra a una mujer muy joven recostada sobre un haz de heno y, junto a ella, un hombre que debía ser su esposo y que se afanaba por encender fuego. El niño, apenas un envoltorio minúsculo encima del pesebre, estaba dormido. Percibí una serenidad tranquila en ellos, inesperada por lo inhóspito del lugar. Les ofrecimos pan y un cuenco de leche y ellos nos dijeron sus nombres y nos contaron que venían desde Nazaret para inscribirse en Belén. No habían encontrado sitio en la posada y, ante la inminencia del parto, se habían refugiado en aquel establo. Los pastores somos gente más habituada al silencio que a las palabras, pero había algo en ellos que nos invitaba a la confianza y yo me atreví a expresar con brusquedad las preguntas que llevábamos dentro todos: - ¿Por qué la claridad de Dios nos ha envuelto precisamente a nosotros, tan alejados de él y tan olvidados de los mandamientos de su ley? ¿Quién va a creer de labios de esta gente perdida y rechazada que somos el anuncio de que la complacencia y la ternura de Dios nos abrazan a todos? ¿Y cómo es posible que la señal del Mesías que todos esperan sea un niño nacido en un lugar como este? Cuando terminé de hablar, María dijo algo sobre guardar las preguntas y los acontecimientos en el corazón y esperar como espera la tierra la llegada de la lluvia. Y yo recordé un proverbio de nuestro pueblo: "Hijo mío, cuida tu corazón porque en él están las fuentes de la vida" (Pr 4,23) y pensé que ella vivía en contacto con su propio corazón, como un árbol plantado junto a corrientes de agua. Fue entonces cuando, inesperadamente, se levantó y tomando al niño, lo puso en mis brazos. Hoy soy ya viejo pero no he podido olvidar lo que me fue revelado aquella noche: aquel puñado de hombres insignificantes y excluidos éramos el pueblo que caminaba en tinieblas y había visto una luz grande; habíamos pasado de la sombra y el frío, al interior de un hogar iluminado y caliente. Nos había nacido un niño, se nos entregaba un hijo, Dios venía a nuestro encuentro precisamente porque éramos los últimos de su pueblo. El niño sobre el pesebre representaba el destino mismo de Dios, un Dios que plantaba su tienda junto a los más pobres y perdidos, un Dios sin palabra, desarmado e inútil que comenzaba a llamarse Emmanuel, "Dios-con-nosotros". Junto a María aprendí aquella noche a pronunciar el nombre que le revelaba como inseparable de nuestras fatigas y lágrimas, de nuestras oscuridades, esperanzas y preguntas. Estaba como nosotros a la intemperie, entraba en nuestra historia como uno de tantos y por eso se le cerraban las puertas y carecía de techo y de privilegios. Esta era la señal: el Salvador, el Mesías, el Señor, descansaba ahora entre los brazos torpes de un pastor. "Voy a hacer pasar delante de ti todo lo mejor que tengo" (Ex 33,19),había prometido Dios a Moisés en el Sinaí. Aquella noche de Belén, en una de sus grutas, lo mejor de nuestro Dios: su misericordia entrañable, la ternura de su amor, la fuerza de su fidelidad, se manifestaba por primera vez entre nosotros. El Dios que se había revelado en la tormenta del monte, envuelto en la nube, mostraba ahora su rostro y hacía descansar su gloria en la fragilidad de un niño. En medio de la oscuridad de la noche sentí en lo hondo de mi corazón, como un susurro de ángeles, la certeza de estar envuelto en la paz que Dios concede gratuitamente a todos los hombres y mujeres que Él quiere tanto. Vivimos atemorizados por los mercados, esa especie de ogro corporativo y siniestro al que hay que tener contento aunque nos esté asfixiando y triturando. Giramos en torno a sus estados de ánimo y al punto de la mañana ya estamos pensando: ¿cómo se habrá despertado? ¿estará irritado y nos pegará un zarpazo? ¿qué podemos hacer para que no frunza el ceño?
Bramamos contra él y lo colmamos de vituperios sin darnos cuenta de que, en el fondo, nos está prestando el servicio impagable de que como “el malo” es él, con su codicia insaciable y su carencia absoluta de ética, no necesitamos mirarnos al espejo y preguntarnos: “Espejito, espejito ¿no me estará contaminado a mí el estilo mercado, aunque sea en talla junior?” En una de sus parábolas, cargada de cierto humor negro, Jesús cuenta la historia de un hombre que tuvo una gran cosecha (o se apañó un retiro millonario) y se puso a echar cálculos: “¿Qué puedo hacer? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros mayores para meter mi trigo y mis posesiones (o conseguiré un ERE) y después me diré: Querido, tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta (y búscate un paraíso fiscal…). Pero Dios le dijo: ¡Necio!, esta noche te reclamarán la vida (estás al borde del infarto…). Lo que has guardado ¿para quién será? (se lo va a llevar Hacienda…)” (Lc 12,16-21). Es curioso que el reproche merecido no sea de índole moral sino intelectual: más que como un sinvergüenza aparece sencillamente como un imbécil. Aquellos graneros son el símbolo de ese modo de vivir que tan bien conocemos: hay que defender “el grano” de lo que poseemos de cualquier tipo que sea y, para eso, hay que levantar muros protectores que lo pongan a salvo. Si no estamos con cien ojos, nos comportaremos como clones del personaje de la parábola y su modelo granero: “Ya sé lo que hacer” , repetimos como él, “blindaré los accesos a “mi grano”, que ya está bien de tanta solidaridad; protegeré mi sensibilidad y cambiaré de canal en cuanto empiecen esos documentales espantosos de niños famélicos; buscaré los informativos que refuercen mis convicciones: “a los que piden en las calles los ponía yo a asfaltar carreteras”, “los parados que espabilen”, “los inmigrantes, que se vuelvan”… Pero, aunque estamos para pocos villancicos y bombillitas de colores, llega la Navidad con su modelo pesebre: sin puertas, sin alarmas, sin defensas, abierto a cualquiera que quiera acercarse y llevarse ese “grano” que descansa sobre él. Es la otra manera de vivir inaugurada por Jesús que intenta seducirnos con su estilo alternativo. Hay que reconocer que él llevaba ventaja porque nacer en un establo en vez de en una casa como Dios manda, lo marcó para siempre y con poco remedio. Y es que como te descuides en la elección de relaciones y se te arrimen peones agropecuarios no cualificados, ya no te vas a quitar nunca de encima a esa gente: te rodearán, te empujarán y te incordiarán a todas horas: “Tengo a mi hijo endemoniado con el paro”. “No tienen vino ni papeles tampoco”. “No soy digno de que entres en mi casa, que tengo alquiladas todas las habitaciones para pagar la hipoteca”. “Señor, que vea cómo llegar a fin de mes”; “Aumenta mi fe que todos mis amigos son de los “indignados” y no entienden que yo sea creyente”… Y detrás de todo eso, un deseo desvalido y acuciante: si rozaras mi vida, si me hablaras, si te sintiera cerca, si me dijeras por qué vale la pena vivir… Y él ahí, entonces y ahora, tan a la intemperie como en Belén, tan expuesto como un pan que se parte. Acogiendo todos los gritos y todas las lágrimas de un gentío abatido y derrotado: “Ánimo, no tengas miedo, yo no te condeno, vente conmigo, tus pecados te son perdonados, levántate, sal fuera, vete en paz. Mi vida es para vosotros: tomad, comed…” No sabemos ser como él, pero si su existencia nos sigue deslumbrando, podemos dejarnos caer esa noche por las afueras de Belén, contemplar un rato el pesebre y repetirnos de nuevo la pregunta: “¿Qué puedo hacer?” Quizá la respuesta no nos resulte cómoda ni placentera, pero es de las que llegan al corazón y lo desbordan con esa alegría que nadie puede arrebatarnos. Por primera vez se ha hecho presente el frio en este invierno, como si el sol supiera que las dificultades en las que vivimos nos hacen sentir la necesidad de su calor y que su luz nos deje ver todo de forma diáfana.
Esta mañana ya muy pronto la luna dibujaba su silueta menguante en un cielo limpio y despejado ¡Cuarto menguante! Como el cuadro que me pintó mi hija y que tengo en mi habitación; lo primero que veo cuando me levanto. He meditado muchos estos días con esa luna menguando, esa fase en la que todo se va ocultando, como el otoño, como la misma vida. Como mi tía, mi segunda madre, la madre que no es biológica pero que ya estaba en la casa antes de que naciéramos todos. Vino a la boda de su hermana y nunca se fue porque siempre la necesitaron para dar una mano. Mi tía Felisa, una mujer castellana que nació en un cuatro de diciembre de un invierno muy crudo, en un pueblo mísero y en una familia muy pobre. La segunda de muchos hermanos que desde pequeña tuvo que hacer trabajos varoniles para ayudar al padre porque no había chicos en edad de hacerlo. Con muy pocos años estaba sirviendo fuera de casa en Madrid y desde entonces ha vivido entregada a todos los servicios, al cuidado desmedido. Austera, dura, fuerte, inquebrantable. Inventora de mil platos nuevos con las mismas patatas, con lo mínimo administraba milagros en una familia de trece donde sólo uno (papá) traía ingresos para mantenernos. Mientras mamá criaba al último bebe llegado, la tía mantenía al resto en mil labores que acababan más tarde que el día y empezaban antes que él. Hace unas semanas la tumbó una infección y no puede salirse del hoyo donde ésta la ha tirado; esa mujer fuerte y resuelta es ahora un cuerpecillo pobre, desvalido, incapaz de nada, necesitada de todo. Nos turnamos las tres hermanas para cuidar de ella en las noches, para que mamá pueda aguantar el resto del día. ¡Cuántos regalos nos dan estos días cansados! De tantas cosas importantes, hay un momento especial que el amor se cuida de que no sea humillante sino sacramental: limpiar su cuerpo con cuidado, hidratarla y masajearla con cremas, perfumarla, ponerle el camisón limpio, peinarla despacio y recoger sin que lo vea el pelo que se le cae. ¡Cuánto cariño pueden dar unas manos que acarician! Pienso en Jesús lavando los pies en la cena de despedida. Este es el mismo ritual, un ritual de despedida lleno de amor y delicadeza, como si las manos fueran palabras que acariciaran el alma y pudieran llenarla de promesas imposibles de esperanza que se escapa. Como la luna cuando se despide a nuestra vista, como las hojas de los árboles que caen dulcemente alfombrando aceras. Como la lluvia copiosa en las tardes de invierno, como el mar cuando se retira de la playa: todo es bello y todo está bien. Sin embargo siento tristeza, no sé estar alegre y hago esfuerzos para disimular lo que siento cuando ella llora sabiéndose tan poco. Me contagia ese dolor que tenemos al despedirnos, al ver esconderse la luna o la vida. Esta mañana he salido muy pronto de la casa de mis padres hacia mi trabajo. Como todas las noches he dormido muy poco y muy mal, despertando sobresaltada por cualquier ruido temiendo haberme dormido y que se me levantara, espiando el ritmo de sus respiraciones. El frio en la cara, el cielo tan nítido, la luna en lo alto y solo unos días para navidad. ¡Dios mío, la navidad! En la primera hora de guardia en mi trabajo he empezado a leer un librito que presentan mañana, es de un amigo que hace mucho que trabaja en prisión: “Lo que esconde una semilla. Ante el dolor de los presos”. He ido devorando las páginas hasta acabarlo. Historias, retazos del patio de prisión, de conversaciones, de confesiones y heridas, de vidas rotas por el dolor, de pozos inaccesibles de desesperanza, de Dios habitándolo todo callado como siempre. También de Navidad, de Dios hecho hombre en un lugar para animales, un lugar profano. De muerte y vida, de mucho dolor, y de silencios. De horas de patio, de acompañamiento, de sentir el dolor, de escuchar torpemente. Estar, sólo este verbo. Saber estar a cada momento, y si no sabemos, volver a empezar para intentar aprender. Leía esas historias para mí tan conocidas, entendía bien sus palabras que me devolvían mil historias vividas entre los internos. Decía mi amigo Lorenzo que la cárcel puede ser para un creyente un lugar para la mística como también lo es de injusticia social. Sí, un lugar para la mística, porque donde terminan todas las razones y solo está el sinsentido y la pobreza, ahí está Dios. Cuando ya no nos queda esperanza y chocamos con todos los límites ahí, en nuestras miserias, en el barro quebrado en el que nos reconocemos, Dios habla. Quizás solo lo oigan algunos pastores como aquella otra noche que nos cuenta Mateo. Yo quisiera evitar el dolor de mi tía, el dolor inútil, la desesperanza, la injusticia de un sistema que crea pozos hondos para ocultar sus miserias y los caminos sin salida para los que castiga. Quisiera parar la luna para que no se oculte, que nunca se fueran nuestras golondrinas… Pero hay un ritmo, un sentido en todo, incluso en el sinsentido. HayVida en nuestras pobres vidas, en las vidas rotas de tantas prisiones, en nuestros dolores, en nuestros propios límites. Me pregunto si no es eso la Navidad. Muchos no están alegres estos días, ni esperan, ni tienen. Muchos tienen sitios vacíos en sus mesas puestas, otros no pueden poner mesa ni casa siquiera. Y las rejas… ¡tantas rejas! Todos los años celebramos Navidad queriendo inventar la alegría. Hoy me pregunto por qué no dejamos la navidad y celebramos las bienaventuranzas. Deberíamos recuperar uno de los 365 días del año para celebrar la misericordia absoluta sin condiciones ni matices, el consuelo más dulce, la compañía inquebrantable, la elección de los últimos, de los malos, de los torpes, de los pobres porque así es nuestro Dios. El que enjuga nuestras lágrimas, abre sus oídos a nuestros dolores, toma en sus brazos nuestra pequeñez y no pide cuentas de nada. Ese día no podrían robárnoslo las grandes superficies, ni siquiera los oficios religiosos. Sería como la salida del sol, como los gorriones que revolotean al atardecer, como la luna ocultándose, como el misterio de la vida que nace o muere, como el milagro de no desesperar entre rejas, pero ¿no es precisamente eso la Navidad? Es de noche en Belén, y los pastores son esclavos. Esclavos de la noche desapacible y de la necesidad de velar las ovejas. Esclavos de la leña húmeda y de los lobos que acechan. Esclavos del amo que paga mal y exige mucho. Esclavos de su intenso deseo de irse a casa y acostarse con su mujer. Esclavos de su ansia de ser ricos. Esclavos de sus envidias, de sus rencores, de su violencia. Es de noche en Belén.
Y hoy también es de noche. Yo me siento también como esclavo en la noche. Tanto querer vivir bien, tanto necesitar que me respeten y que me quieran, tanto luchar a codazos por sobrevivir en la competencia de cada día. Tanto soñar, tanto envidiar, tanto trabajar, tanto temer la enfermedad, la muerte, la pobreza. ¿Quién me libertará de esta noche de muerte que es a veces como siento mi vida? Apareció en la noche de Belén la luz de una buena noticia. Dios es un niño pobre, necesitado, que nació en el amor entre gente sencilla. El ruido de la posada, el palacio del Rey, el esplendor del Templo, no han sido sitios buenos para el amor de Dios. Mejor la cuadra discreta, la intimidad del cariño, mejor la compañía de la gente sencilla que se sabe pobre. Mucho mejor. La posada, el palacio y el templo ni se han enterado de que ha nacido un niño. Y sin embargo, están perdidos. No saben aún que ese niño es peligroso. Se enterará muy pronto el Rey, y buscará matarlo. Se enterarán los sacerdotes y lo crucificarán pensando acabar con él. La posada no se enterará nunca, porque se siente a gusto en el bullicio de la noche. Jerusalén, la gran ciudad, no se ha enterado, está dormida en medio de la noche. La noche. La noche no sabe aún que está perdida, que llega el amanecer, que está saliendo el sol y se acaba el poder de las tinieblas. Despierta, Jerusalén, que amanece, despierta, que llega tu luz. Niño chiquito, frágil como la primera llama cuando prende la hoguera, que casi cualquier cosa puede acabar con ella. Pero la llama prenderá la hierba pobre de los pastores, y luego el matorral y el bosque y la pradera, y arderá hasta el agua de los ríos y del mar, y todas las falsas estrellas de la noche y el sol mismo van a parecer heladas al calor de este fuego. Cualquiera, parece, puede matar al niño, pero nadie podrá hacer que muera. Niño contagioso, todo el mundo es como paja seca anhelando prenderse en esa llama. Este niño me salvará de mi noche de muerte. Mi envidia y mi pereza, mi necesidad de disfrutar cada vez más, mi rencor, mi violencia y mi avaricia, lo que seca mi vida y la hace estéril, lo que cierra las sombras y me hunde en la falta de sentido, lo que me roba la paz y la esperanza, lo que convierte cada día en una estepa desolada y sin agua, la noche de mi vida... Una buena noticia por palabra del ángel. Hay salvación, hay luz, no tengáis miedo. No es más fuerte la noche, no es más fuerte la violencia, no es más fuerte la injusticia, no es más fuerte el odio, no es más fuerte el dinero. Dios es más fuerte. Parece un niño, pero es indestructible. No os dejéis engañar por los medios, pregoneros de la noche. Trompetean el reino de las tinieblas, disfrutan voceando el poder de las sombras, el triunfo de los placeres fáciles, hacen dinero vendiendo fotos de la desgracia, se desviven por halagar al poderoso, sientan en tronos, por un día, el humo vano de la belleza, el dinero, la fuerza, los ídolos de barro, los que fascinan un momento y dejan mal sabor de boca, los que esclavizan y convierten a las personas en muñecos de tierra sin espíritu, sin destino, botijos frágiles, decorados y barnizados en colores brillantes, rellenos de oscuridad, panzudos, presuntuosos y vacíos. Vamos a Belén, pastores, sencillos, insignificantes pastores. Para Dios no sois insignificantes, a vosotros se os ha regalado la luz, a vosotros os han quitado el temor, vosotros os habéis enterado de que el mundo se salva por el amor sencillo. No tengáis miedo a la noche; hay luz para caminar. No tengáis miedo al poder de Herodes, que no podrá con el niño. No tengáis miedo al orgullo engreído de los sacerdotes y los doctores, que ni matándolo le harán morir. Noche para la fe, noche para la esperanza. Noche para hacer un acto de fe y de esperanza en el poder salvador del amor sencillo, encarnado, cotidiano. El niño se va a salvar por los cuidados de María, por el esfuerzo de José. Jesús va a vivir para siempre en el corazón y en las obras de los pobres de espíritu, de los misericordiosos, de los limpios de corazón. Noche para llorar de alegría junto al pesebre, sabiendo que la vida está salvada, que las sombras del poder de las tinieblas no pueden nada contra este niño, que nada ni nadie nos puede apartar del amor de Dios que resplandece en el amor sencillo, presente cada día en las personas que han abierto su casa a la palabra, la palabra hecha niño. ¿Me permite sugerir que esta noche tenemos que ir a la Misa del Gallo?. Cenaremos menos y más deprisa que otros años. Saldremos de casa, y hará frío. Nos juntaremos, quizá unos pocos, casi en silencio, mientras muchos montan su juerga y hacen ruido. Y lloraremos de alegría por la luz, el amor, la sencillez. Sentiremos la presencia de Dios, nos alimentaremos otra vez con la Palabra, gustaremos a Dios-pan para el camino. Y calarán hasta el fondo de nuestra alma las palabras del ángel: NO TENGÁIS MIEDO. OS TRAIGO UNA BUENA NOTICIA: OS HA NACIDO UN LIBERTADOR. Lucas ha construido un relato entrañable en torno al nacimiento de Jesús. Pero su interés es más teológico que histórico. Es decir, no trata de hacer una “crónica” de los hechos, sino de comunicar lo que considera el sentido profundo de los mismos.
El mismo decreto del emperador, al que se alude en el inicio, parece que no existió. Los historiadores no logran situar tal censo en aquellas fechas. Pudiera ser, sencillamente, que el evangelista lo esté usando como “pretexto” para sus fines teológicos: que el Mesías debía nacer en Belén, la ciudad de David. Sin sitio en la posada, pesebre, pañales, noche, pastores, rebaños, luz, ángeles, “gloria”, “paz”… Para la mayoría de nosotros, son elementos cargados de emociones y afectos infantiles, que se nos grabaron en aquellas primeras celebraciones familiares de la Navidad. ¿Qué significan todas esas imágenes en el relato de Lucas? Probablemente, una de las palabras centrales de toda la narración es “hoy”: “Hoy os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Más allá de la confesión de fe en Jesús como Salvador, Mesías y Señor –tal como lo proclamaba la primera comunidad cristiana-, Lucas insiste en un “hoy” que parece significar un presente atemporal. Se trata del “ahora” siempre actual, en cuanto lo acogemos en el mismo presente. De hecho, esa misma expresión –“hoy”- aparece en este evangelio en otros momentos importantes de la narración: · “Hoy se ha cumplido ante vosotros esta profecía” (4,21): es la afirmación de Jesús, tras leer el texto de Isaías que habla del anuncio de la buena noticia. Cuando vivimos en el presente, cada instante es buena noticia. · “Hoy hemos visto cosas extraordinarias” (5,26): es la respuesta de la gente ante la curación del paralítico (que representa a toda la humanidad). La curación-salvación del ser humano es siemprehoy…, si queremos verlo. · “Hoy tengo que alojarme en tu casa” (19,5), le dice Jesús a Zaqueo. Jesús –la Presencia divina- está en nosotros en un hoy atemporal y permanente. · “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (19,9), exclama Jesús al ver la actitud de Zaqueo. Y “hoy” –todo hoy- es “salvación” para cada uno de nosotros, en cuanto salimos de nuestros engaños mentales. · “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (23,43), responde el moribundo Jesús a un hombre desesperado. “Ahora” es el paraíso, ahora todo está bien…, si sabemos “verlo”. En realidad, todo ocurre hoy. Sólo existe el presente; todo lo demás es construcción de nuestra mente. Por eso, sólo en el presente hay vida; fuera de él, apenas vegetamos. En el presente texto, la gran noticia que sucede hoy es el nacimiento de Jesús. Se trata de una noticia magnífica, según Lucas, a tenor de los títulos y los signos que la acompañan. Del recién nacido se dice que es “Mesías y Señor” (Christos Kyrios): es la única vez que aparece en el evangelio la combinación de ambos nombres; el primero de ellos es más propio de las comunidades procedentes del judaísmo, mientras que es segundo es característico de aquellas otras de origen pagano. Por su parte, el término “Salvador” (Soter) era muy usado por los romanos, ya que solían aplicárselo a sí mismas muchas autoridades políticas. Decía al principio que Lucas tiene una intencionalidad teológica: quiere mostrar cómo, en Jesús, se cumplen las profecías del pueblo judío. En su relato es fácil apreciar vestigios, al menos, de estos textos de la Biblia hebrea: - La “gran luz” para el pueblo que camina en tinieblas (Isaías 9,1); “luz de las naciones” (Isaías 42,6; 49,6). - El nacimiento del niño es motivo de esperanza (Isaías 9,5) y de alegría para el pueblo (Isaías 9,2). - El nacimiento tiene lugar en Belén (Miqueas 5,1). - Con el “renuevo” de Jesé (Isaías 11,1), llega el tiempo de paz (Isaías 11,6-9). El anuncio viene acompañado de un himno de “Gloria” y del regalo de la paz. El “coro de ángeles” cumple aquí la misma función que el coro de las grandes tragedias griegas: la de ampliar y amplificar la información. Los pastores son los destinatarios primeros de la buena noticia. Se duda del estatus del pastor en esta época: según algunos historiadores, eran considerados como “pecadores”; según otros, por el contrario, eran bien vistos. En cualquier caso, se trata de figuras que aparecen también en los relatos de nacimiento de otros grandes personajes, como Mitra, en Persia (hacia 1200 a.C.). Era habitual, por otro lado, en el Imperio Romano, que cuando nacía un heredero, se proclamaran los beneficios que iba a traer al pueblo. Así, en una inscripción descubierta en Priene -ciudad jonia, cuyas ruinas se conservan en la ciudad turca de Samum Kalesi-, datada el año 9 a.C., puede leerse: “La Providencia ha traído a este mundo a Augusto llenándolo de un corazón de héroe para el beneficio de toda la humanidad. Un Salvador para nosotros y para nuestros descendientes que hará que cesen las guerras y que se ponga orden en todas las cosas. La epifanía del César ha llevado a su culminación las esperanzas y los sueños pasados”. Con ese trasfondo, familiar para sus lectores, Lucas presenta el nacimiento de Jesús, cargado de promesas de vida, de luz, de paz. El es el verdadero Salvador. Con todos esos datos, que nos ayudan a comprender la literalidad del escrito, podemos hacer una lectura del mismo desde el modelo no-dual de cognición, como nuevo “idioma cultural”. En el nacimiento de Jesús se nos manifiesta lo que es todo nacimiento: promesa de vida y de paz. Todo el mundo queda extasiado ante el milagro de la vida que, en infinidad de formas diferentes, es, no obstante, expresión de la única Vida. Las formas son frágiles –tanto como un bebé recién nacido y acostado en un pesebre-, pero en sí mismas contienen la Vida en plenitud. Al adorar a Jesús Niño, nos inclinamos, reverencialmente, ante la Realidad total, en su aspecto Invisible y en su aspecto manifiesto. Toda ella participa del “Único Sabor”. Navidad es, por tanto, celebración del Misterio de comunión y de unidad que somos. Ocurre en la noche, porque nuestros ojos no pueden ver tanta densidad de Vida. Pero es una noche radiante y luminosa –“¡oh noche amable más que el alborada”, cantará san Juan de la Cruz-, preñada, como María, de vida y de salvación. Toda la realidad está plena de salvación. ¿Sabemos verlo? Cuando afirmamos de Jesús que es “el Salvador”, no tenemos que proyectar en él la imagen de un héroe (mítico) que, desde fuera, nos logra un rescate, de otro modo inalcanzable. Así lo leíamos desde el estadio mítico de conciencia y desde un modelo dualista. Sin embargo, por más que se rompan formas mantenidas durante años, es necesario reconocer que esa manera de entender la “salvación” resulta incomprensible para nuestros contemporáneos. En Jesús, los cristianos reconocemos y celebramos la salvación que ya es y siempre ha sido. La salvación que, lejos de entenderse como un “pasaporte” mágico para el cielo, no es otra cosa que el Misterio de Lo que es, del que nada queda fuera. Cuando lo reconocemos en el vivir cotidiano, cuando lo “vemos” –como los pastores lo vieron en aquel niño recién nacido y en la señal de “los pañales”-, estallamos –como los ángeles- de gozo y de paz. La salvación no es mágica, ni “depende” de alguien que vivió hace dos mil años. La salvación es el reconocimiento de la Presencia, como Misterio pleno que todo lo abraza y que a todo llena de sentido. Lo que vemos es Jesús es lo que ocurre en un ser humano cuando es capaz de vivir en la Presencia, cuando se experimenta “salvado”, es decir, cuando se reconoce en su identidad más profunda, aquélla que le hace decir: “El Padre y yo somos uno”. Eso es la salvación. El modelo dual nos hacía ver la realidad fraccionada: ahora/antes; dentro/fuera… Veíamos a Jesús como un Salvador que, de una forma mágica, nos salvaba desde el exterior. Pero no hay nada “fuera”: todo es una Única Realidad interconectada admirablemente, en la que cada parte es “espejo” de cada otra, y en la que el Todo se halla en cada fragmento. La vivencia de la no-dualidad nos sobrecoge y extasía: Todo es Ahora, Todo es Uno. Ante ese Misterio de Plenitud, la mente se silencia, el ego se diluye, y brota una sonrisa estable, la sonrisa humilde y amorosa de quien “ha visto”. Es lo que expresa el siguiente texto de Yogananda: Silencio y risa son la llave. Silencio por dentro y risa por fuera. Cuando la risa viene del Silencio, no es de este mundo; es divina. La risa del Dios infinito vibra a través de tu sonrisa. Permite que el céfiro del amor de Dios disemine tus sonrisas en los corazones de los hombres. Tus sonrisas divinas serán contagiosas. En la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.
Decía Heidegger: “Todo discurso sobre Dios que no proviene del silencio y no conduce al silencio, no puede ser auténtico”. La realidad que estamos celebrando, no debemos afrontarla desde el discurso racional, sino desde la vivencia personal. Es hora de poner en práctica lo que tantas veces me habéis oído: Dios viene de dentro, no de fuera. Lo mismo que el domingo pasado, debemos tener en cuenta que el relato de Lucas no es una crónica de sucesos, sino teología narrativa que es algo muy distinto. Jesús vivió en un momento y en un lugar histórico, pero lo importante es que nos invitó a vivir la realidad de un Dios que no está atado a un tiempo ni a un espacio, sino que está siempre ahí. Lo importante de este relato es la idea de Dios que trata de comunicarnos. La profundización no es nada fácil, porque exige una actitud personal de silencio y de escucha. Desde fuera, es muy poco lo que se puede ayudar a esta tarea. Lo primero que quiere dejar claro el evangelista es, que Jesús se inserta plenamente en la historia universal. Nadie puede poner en duda su condición humana: hay un censo oficial al que están sujetos como cualquier mortal, sus padres. Pero importa poco que los datos sean o no exactos. Lo único que nos interesa es la intención de Lucas, es decir, conectar la buena noticia (evangelio) con Jesús que nace en un lugar y en un momento de la historia. A nosotros hoy lo que de verdad nos cuesta es descubrir al Jesús humano que nos puede servir de modelo. Para Lucas, de mentalidad helenista, Dios está en el cielo. Si quiere hacerse presente, tiene que bajar. Viene a salvar a los pobres y empieza por compartir su condición. La salvación se hará desde abajo. Pero solo la encontrará el que está en camino, el que está buscando, no los que están instalados cómodamente en este mundo. No lo encontrarán en el bullicio de las relaciones sociales del día, sino en el silencio de la noche. Decir que es el primogénito, significa que, de entrada, está consagrado al Señor. Los dioses tienen sus intermediarios. Estos se ponen en acción y quieren anunciar el acontecimiento. ¿Quién estará preparado para escucharlo? Sólo los pastores, la profesión más despreciada y marginada de la sociedad. La salvación se anuncia en primer lugar a los oprimidos. Los demás están descansando, dormidos; no necesitan ninguna salvación. El anuncio es una buena noticia. Dios es siempre buena noticia. No hagáis nunca caso al que anuncie calamidades en nombre de Dios. La noticia es que Dios viene para salvarnos. “Os ha nacido un Salvador”. Los pastores salen corriendo. ¿Dónde podrán hallarlo? No será fácil encontrarlo. Alguna pista: un niño en un pesebre (comedero) semidesnudo y entre pajas, él mismo es alimento (apuntando a la eucaristía), acompañado por sus padres que no dicen nada. ¿Qué podrían decir? Además, cuando Dios decide enviar su Palabra a los hombres, resulta que nos envía a un niño que no sabe hablar. La salvación es para todo el pueblo, no para los privilegiados del momento. No en Jerusalén, sino en la ciudad de David. Él viene a destronar a los poderosos, pero se presenta como uno de los pobres y oprimidos. Esto es la causa de la alegría en el cielo y de la alabanza a Dios en la tierra. Los pastores proclaman la buena noticia. Entre los que escuchan, sorpresa. Dios no sigue los cauces que los dirigentes y el pueblo entero esperan desde hace siglos. Dios se encuentra lejos de las instituciones, lejos del templo. Con esto, el evangelista no está dando los primeros pasos de una biografía, sino poniendo los fundamentos de una teología. Un discurso sobre Dios, que Lucas identifica con una persona humana de carne y hueso. Desde la perspectiva de lo que es una biografía en nuestro tiempo, tendríamos que decir: no sabemos nada; ni dónde nació, ni cuándo, ni cómo. Por el contrario, tenemos suficientes elementos de juicio para saber que no pasó nada extraordinario desde el punto de vista externo. Ni María ni José ni nadie se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo allí. Nació como todos los niños. Fue un niño normal. Un niño tan “divino”, como todos. Cuando Jesús empezó su vida pública, decían sus vecinos: “¿No es este el hijo de José, su madre no se llama María, sus hermanos no viven con nosotros? ¿De dónde saca todo eso?”. En otra ocasión su madre y sus hermanos vinieron a llevárselo porque decían que estaba loco. ¿Se habían olvidado de los prodigios de su nacimiento? Y sin embargo aquello era el comienzo de todo. Allí empezaba Jesús su andadura humana, que iba a ser capaz de hacer presente a Dios entre los hombres. Era Emmanuel (Dios-con-nosotros) y era Jesús (salvador). Nacimiento, vida y muerte de Jesús, forman una unidad inseparable. Es importante su nacimiento por lo que fue su vida y su muerte. Hizo presente a Dios, amando, dándose, entregándose a los demás. Eso es lo que es Dios. Salió a su Padre. Es Hijo de Dios. Como pasó con todos los grandes personajes anteriores a él, se hace la biografía de la infancia desde la perspectiva de su vida y milagros. No nos quedemos en las pajas y vayamos al grano. La importancia del acontecimiento se la tengo que dar yo, aquí y ahora. Dios no tiene que venir de ninguna parte, ni puede estar en ninguna parte más que en otra. Dios está donde nosotros le descubramos y le hagamos presente. Dios está donde hay amor. Allí donde un ser humano es capaz de superar su egoísmo y darse al otro. Allí donde hay comprensión, perdón, tolerancia, humildad; allí está Dios. Dios no será nada si yo no lo hago presente con mi postura ante los demás. El único objetivo de esta fiesta es que aprendamos a amar. Que aprendamos a salir de nosotros mismos y seamos capaces de ir al otro. El verdadero amor es el resultado del nacimiento de Dios en mí, en todo ser humano, en todo niño recién nacido; también en aquellos que en este momento están muriendo de hambre o de cualquier enfermedad perfectamente curable. Mueren porque nosotros preferimos adorar un muñeco de cartón, antes que aceptar que cualquier recién nacido es divino porque en él reside Dios. En la liturgia de la noche se destaca sobre todo la sencillez de esa presencia de Dios. Un niño unos pastores, un pesebre. Dios llega a nosotros de una manera callada, sin ruido, en la noche y sin más testigos que unos padres primerizos asustados. La mejor manera de sacar provecho de esta vigilia, sea el seguir con atención la celebración y, con sencillez, dejarnos empapar de las profundas ideas que se van desgranando en ella. NAVIDAD Jn 01, 01-18 En el principio ya existía la Palabra,... y Dios era la Palabra. En el evangelio que leíamos anoche encontramos un relato mítico-simbólico del nacimiento de Jesús; en el que acabamos de leer, un relato metafísico. Es casi imposible descubrir que hacen referencia a la misma realidad. En ambos se quiere comunicar el misterio de la encarnación. En ambos se nos quiere decir lo que Dios es y cómo actúa. Lo que es Jesús, y cómo nos salva. En lo tocante a Jesús, celebramos un hecho histórico, que sucedió en un lugar y en un momento determinado. Jesús es una realidad histórica, y podemos hacer referencia a su tiempo y tratar de imaginar hoy como sucedido. Pero en lo que se refiere a Dios, no se trata de un suceso, sino de una realidad trascendente que está siempre ahí. Dios se está encarnando siempre. Eso no tenemos que celebrarlo como acontecimiento, sino vivirlo como realidad actual. Como María, yo tengo que dar a luz lo divino que ya está dentro de mí. Los cristianos no hemos sido aún capaces de armonizar la trascendencia con la inmanencia en Dios. En nuestra estructura mental cartesiana, no cabe que una realidad sea a la vez inmanente y trascendente. Por eso nuestro lenguaje sobre Dios es siempre ambiguo. Dios está más allá que toda realidad, pero a la vez está siempre encarnándose. En Jesús esa encarnación se manifestó absolutamente. De esa manera nos abrió el camino para vivirla nosotros. “Les da poder para ser hijos de Dios”. A esa realidad nunca podremos llegar por vía de conocimiento, sino por vivencia. Acabamos de leer dos líneas que son claves para entender el evangelio de Juan: “En la palabra había vida y la vida era la luz de los hombres”. Por no tener en cuenta esto, hemos caído en el intelectualismo y la dogmática. Hemos querido entender a Jesús, como portador de un conocimiento que nos trae la salvación. Pero no es la luz la que nos va a llevar a la Vida, sino al revés. La Vida es la que nos llevará a la comprensión, a la luz. Meditación-contemplación Si no aparcas la razón, te quedarás in albis. Si pretendes comprender, perderás el tiempo. Deja que la Verdad vibre en tu interior. Solo así podrás vivir la Vida ……………… No te conformes con celebrar hechos pasados. No pretendas confiar en logros futuros. La eternidad está en tus manos. Todo lo posees en este instante. ……………. Vive la totalidad aquí y ahora. No esperes condiciones más favorables. En ningún momento de tu futuro, mejorarán tus posibilidades. Si no las aprovechas hoy, nada garantiza que las aprovecharás en otro instante. …………………. Lucas nos muestra aquí un ejemplo perfecto del género literario "Evangelio". Esto consiste en "contar lo que sucedió, aunque los ojos no lo vieron". Lo que vieron los ojos fue un nacimiento en condiciones materiales penosas. Lucas sabe más, y sabe que sucedió más: sabe quién es el niño que nace; nace el salvador, la gran alegría para todo el pueblo.
No podemos leer estos textos como si fueran simplemente relatos de lo que sucedió. En todos estos textos de la infancia de Jesús, la historia tiene menos importancia que el significado de lo que está sucediendo. Y el significado es estremecedor: para ver a Dios, mirad a ese niño. Nuestra fe es una radical negación de la apariencia del mundo. La apariencia del mundo, la que captan los ojos, es materia que cambia y pasa, vida que llega a morir, y es ausencia de Dios, que no aparece por ninguna parte, que no parece arreglar nuestros problemas. Eso es lo que llama Pablo una vida sin religión... pero es lo evidente, incluso lo razonable. Nuestra fe es no conformarse con esto. Y no nos conformamos porque nos fiamos de ese niño que vemos hoy nacer. Somos más, hay más destino, hay otro modo de vivir, Dios está ahí presente y habla y trabaja... La Noche de Nochebuena se convirtió en día para los pastores porque apareció La Gloria del Señor. Es todo un símbolo: la oscuridad de la vida humana se convierte en día por la presencia de Jesús. Nuestra fe suele ser también un alarde del conocimiento de Dios, el Uno y Trino, el Todopoderoso, el Creador, el Infinito, el Providente… Todo esto fue quizá válido hasta que Dios se dejó ver. Y fue una desilusión: ¡tenía que haber nacido en el palacio de Herodes o mejor en el del César de Roma o quizá ser hijo del Sumo sacerdote y nacer milagrosamente destellando resplandores! ¡Así nadie tendría dudas y el mundo entero se postraría ante la divinidad manifestada en gloria! Pero no fue así. Los judíos pedían señales, y la señal es un niño pobre nacido en una cuadra, inmovilizado en pañales. Los griegos buscan sabiduría: y la sabiduría de ese niño sólo serán sus parábolas, de las que se puede sacar tan poca filosofía ni teología que la misma Iglesia las ha olvidado para buscar sabiduría en otras fuentes. Hemos convertido la Navidad en una fiesta de ternura infantil y familias, y en fuente de una asombrosa teología de la Encarnación que nos ha llevado hasta prácticamente negar que ese niño es un ser humano verdadero. Con eso hemos trivializado la Palabra. Es la fiesta del compromiso de Dios con nosotros contra nuestras tinieblas. No debemos ceder a la simple ternura. Debemos subir a la contemplación, al género "evangelio", ver lo que sucede de verdad, aunque los ojos no se enteren de casi nada. Y debemos aprender qué es Dios solamente mirando a ese niño. Dios está aquí, aunque los ojos no se enteran. Dios está con nosotros, aunque nos parece que estamos tirados. Dios es así, aunque la mente se escandalice. Los ojos no ven a Emmanuel ni a Dios Libertador. Navidad es para ver con los otros ojos, los del Espíritu, abiertos por Jesús. Ha aparecido la gracia de Dios, para que la vida sea diferente, porque la vida es diferente. Los evangelios empiezan verdaderamente cuando Jesús empieza a proclamar: "Convertíos, que ya está aquí el Reino de Dios". A la luz de esas palabras tenemos que mirar al Niño. "Convertíos", tenéis que daros la vuelta, cambiar de rumbo, ir a otro sitio, volver la cara a Dios tal como se deja ver. Y oír, escuchar, atender LA NOTICIA: "El reino de Dios está aquí". Este mundo no es la noche de la injusticia, de la desgracia, de la muerte, de la ausencia de Dios. El Niño revela que este mundo puede ser "EL REINO". La nochebuena está llena de símbolos, y debemos vivirla así. Es de noche, sólo unos pastores vigilan los rebaños. Belén está llena de algazara de posadas a rebosar. En una cuadra aparte una pareja pobre está en apuros. Pero la noche se ilumina con la Gloria y la palabra del Señor. La recibe la gente sencilla y son capaces de interpretar bien una señal que no es señal de nada: un niño envuelto, como todos, en pañales, y colocado, peor que todos, en un pesebre. Y todo esto dispara la pregunta afilada, ineludible: ¿dónde está tu Dios? No lo busques como los Magos en el Palacio del Rey, ni en la sagrada Jerusalén. No en el templo, no en el culto, no en el sacerdocio, no en el palacio, no en la sabiduría de los escribas/teólogos. Ni siquiera en su casa, ni en el día. La Nochebuena es una gran negación, un desafío. Esto va a ser para nosotros Jesús. Creer a Dios sin ver nada del otro mundo. ¡Qué señal, un niño pobre en una cuadra! ¡La gloria de Dios que sólo es visible para cuatro pastores miserables! Navidad es para ver a Dios donde los ojos no lo ven. No es nada fácil ver a Dios en el niño que ha nacido. En realidad sólo lo podemos ver porque sabemos quién será ese niño. No creemos en Jesús porque lo vemos en el pesebre. Creemos en el Niño del pesebre porque ya sabemos quién es. Los evangelios de la infancia sólo tienen sentido después de creer en Jesús, están escritos por personas que ya tienen fe en Jesús. Es eso lo que nos pasa con la vida. No es fácil, quizá sea imposible, creer en Dios despegando hacia Él desde lo que ven los ojos en este mundo. Vemos tanta injusticia, tanto dolor de inocentes, tanto sin-sentido, que nos resulta áspero ver ahí la mano de Dios. Y es que tiene que ser al revés. Creemos en Dios y después intentamos iluminar la noche de la vida con esa fe. Por eso, el signo de la Navidad es la luz en la noche, contemplada por los más sencillos. Esta noche no se van a enterar de nada los sabios y teólogos de Israel. Para ellos no ha pasado nada. Esta noche no se va a enterar de nada el Rey Herodes, y cuando se entere se dará cuenta inmediatamente de que ha nacido un peligro mortal para él y procurará destruirlo. Esta es la noche de creer en los valores enterrados en el corazón de toda la gente, que es donde descubrimos, con sorpresa y con gozo, que verdaderamente el Reino de Dios sí que está en el corazón de todos los hombres. La noche sigue siendo noche, sigue habiendo dolor y vejez y desgracia, nos siguen apeteciendo mil cosas que nos degradan; vivimos en la noche. Pero en la noche hay luz para ver más cosas y más verdaderas. Esa luz es Jesús. CREDO SENCILLO PARA NAVIDAD Yo creo en un niño pobre que nació de noche en una cuadra, arropado sólo por el amor de sus padres y la bondad de la gente más sencilla. Yo creo en un hombre sin importancia austero, fiel, compasivo y valiente, que hablaba con Dios como con su madre, que hablaba de Dios como de su madre, contando, llanamente, cuentos sencillos, y por eso molestó a tanta gente que al final lo mataron, lo mataron los poderosos, los santos, los sagrados. Yo creo que está vivo, más que nadie, y que en él, mas que en nadie, podemos conocer a Dios y sabemos vivir mejor. Y doy gracias al Padre porque Él nos regaló este Niño que nos ha cambiado la vida, y nos ha dado sentido y esperanza. Yo creo en ese niño pobre, y me gustaría parecerme a Él La vida es una eterna sucesión de vida-muerte-vida. Todo lo que nace y crece, pasa permanentemente por situaciones de creación, que en sí misma requiere dos caras, la destrucción y la construcción.
Pongamos como ejemplo el proceso digestivo. Que quede claro que de esto no entiendo mucho… No esperen grandes definiciones biológicas… Pero me sirve para pensarme como un cuerpo que sostiene toda la que soy, y para iluminar cómo puede funcionar mi humanidad entera… El objetivo de la digestión sería obtener por un lado energía, para gastarla en mantener los procesos vitales; por otro, materia, para hacer crecer y renovar la estructura, para hacerla carne, huesos, en fin, células nuevas. Y finalmente, reconocer y desechar lo que no sirve, para expulsarlo a tiempo y que no nos enferme. Tres necesidades centrales también en lo no biológico: fuerza vital para desplegar-nos; crecimiento y consistencia de la identidad; descarte de lo nocivo. Lo que recibimos del medio -en forma de alimentos, pero también hechos cotidianos, encuentros con otros, frustraciones, alegrías…- requiere de un trabajo activo de transformación para que lo podamos aprovechar para nutrirnos. Aquello que no digerimos, sale tal como entró, sin modificarnos, se nos pasa de largo; del mismo modo que algunos cereales, situaciones de vida que podrían ser “acontecimientos” podemos desperdiciarlas, perdernos su riqueza por pasarlas apresuradamente, sin trabajarlas… La clave de vivir no está en que nos pasen muchas cosas, sino en cuánto asimilamos. Así que, tarea ardua a veces, la “digestión”, para poder incorporar lo que vivimos, vale el esfuerzo. El proceso consiste en descomponer en partes más pequeñas lo recibido; en diferentes órganos, cada uno a su estilo, el organismo se ocupa de separar y fragmentar. La masticación y la digestión química consisten en lo mismo; disoluciones de lo que llega, en partículas cada vez más pequeñas y más simples… Me maravilla que para construir, necesitemos siempre despedazar. A veces nos asustan tanto las rupturas, los quiebres… y sin embargo, parece ser el único modo de que lo atado se libere… Sólo podemos incorporar aminoácidos, monosacáridos, vitaminas, los elementos más sencillos, y para llegar a ellos debemos destruir una y otra vez las enormes moléculas de proteínas, los pesados lípidos, los azúcares… Los aminoácidos, expresión mínima de las proteínas que conforman nuestra anatomía, terminan de separarse entre sí para poder ser absorbidos, por el aporte de agua. Es decir, el agua se “entromete” en el proceso, y convoca al hidrógeno y al oxígeno a reasociarse en agua nueva. Así se destruyen las uniones y los nutrientes quedan liberados, para poder ser incorporados al flujo vital. Y Él nos dice “Yo soy el agua viva”… Aquello que destroza, también procede de su amor incondicional, que nos invita a confiar en lo que muere, como momento indispensable para que algo nazca… Observar nuestras experiencias e intentar desmenuzarlas, para ir extrayendo los sentimientos y emociones que provocan, los recuerdos que nos despiertan, qué nos dicen de nosotros mismos y del Dios que nos habita, parece ser un modo privilegiado para que la vida no se nos pase de largo. Necesitamos elementos mínimos para poder absorberlos, para que comiencen a viajar por nuestra sangre, y recorran nuestra vitalidad entera, se dispersen por todos los rincones de lo que somos, y renueven la vida de cada una de nuestras células. Y hagan crecer, y enriquezcan, y estiren los huesos, para que seamos más grandes, lleguemos más lejos. Y llenen de energía nuestro día a día, para que no nos cansemos de apostar… Pareciera que la vida, la humanidad, para poder sostener su frescura y para expandirse, necesita este doble juego. Una cara o un momento del ciclo consiste en ir uniendo lo que está separado, desde lo más mínimo (el carbono, el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno); en esta unión primordial surgió la vida por primera vez, y sigue surgiendo, milagro de lo que explota, fecundidad abierta. Como una necesidad imperiosa de lo que está vivo, estas moléculas, o estas experiencias, van combinándose con otras para ir construyendo juntas estructuras cada vez más complejas y con posibilidades mayores. Lo vivo busca encontrarse, para enriquecerse y hacerse capaz de generar lo nuevo. Pero hay otro momento, más “oscuro”. Para que la vida siga su curso, no puede quedar detenida. Las moléculas que permanecen siempre iguales a sí mismas, son las inorgánicas; cristalizadas, sin mayores modificaciones, inertes… Lo vital permanece siempre en movimiento, necesita del cambio que lo define como orgánico. Requiere atreverse a separar las uniones y volver a lo mínimo, a aquello tan universal que pierde identidad. Sentimos que dejamos de ser nosotros mismos, cuando la angustia nos acosa al punto de sentir que nada se sostiene. Hay momentos en que nos sentimos sin consistencia, sin estructura que nos haga soporte… volátiles, gases sueltos en el aire… Sin embargo, arriesgarnos a llegar a ese punto de despojo es el único modo de liberar lo que estaba rigidizado. De que lo que quedó sin unión alguna, empiece a buscar ansiosamente un nuevo modo de asociarse. De que se formen estructuras nuevas… proteínas renovadas, que “construyen estructura”. El carbono, elemento ínfimo de lo vivo, no tolera demasiado andar desenlazado, y empezará a generar espacios de encuentro, promesa de vida nueva, uniones distintas, con la energía de lo naciente, que se combinarán a su vez con otras, y se complejizarán, y se desbordarán en re-creación… El único modo de multiplicar la vida, es entrar en su dinámica propia, que es construcción y ruptura, unión y disgregación para conseguir combinaciones más ricas… La búsqueda de nuestra propia abundancia se juega en abrirnos, dejarnos descomponer y recomponer. Confiadamente… Los progenitores hacen la criatura que Dios les da
No basta la fecundación de la mujer por el varón para que nazca nueva vidaJ. Concebir es un proceso de acoger: recibir esa palabra-acontecimiento, dejar que se lleve a cabo dentro del propio seno lo que no se hace sin él, pero lo desborda y supera En el tercer domingo de Adviento meditamos sobre la maravilla de creatividad de toda concepción y alumbramiento. No basta la fecundación de la mujer por el varón para que nazca nueva vida, no basta el encuentro biológico del óvulo y el espermatozoo. Si la fertilización puede llamarse “momento” (sabemos que ese “momento” dura más de veinte horas, es un proceso, como es proceso la anidación del pre-embrión en el seno y es un proceso la constitución biológica de una nueva individualidad durante las semanas tercera a la octava), la concepción es algo mucho más amplio y profundo, con mayor amplitud temporal y mayor profundidad humano-divina. Concepción es un sustantivo, pero concebir es un verbo. Es más apropiado el verbo para significar este proceso. Gabriel es símbolo de la palabra creadora del Espíritu de Vida. Anuncia que la vida concebida se hará nueva criatura, Se le aplica el verso del profeta Sofonías: “El Señor dentro de tí se alegra contigo y se renueva su amor” (Sofonías 3,17). El alumbramiento de la vida concebida será fruto del amor de Dios que bendice el amor de los progenitores. La palabra que lo dice es “palabra de gracia, de gratuidad”, que es el leit motiv del evangelista Lucas. María dice, con razón, “hágase en mí”, es decir, la madre acoge que ocurra esa creación (pro-creación) dentro de ella. Lo que , aunque no se hace sin ella y sin el padre, pero los desborda a ambos, es algo que ocurre en ellos y los supera. Los progenitores hacen la criatura que Dios les da. Dios les da la criatura que ellos hacen. Así es en todo nacimiento. Concebir vida y alumbrar criatura nueva es el enigma y maravilla de creatividad de todo nacimiento, de lo cuál el nacimiento de Jesús es símbolo y epifanía. Como escribía Juan Pablo II, “la Navidad pone de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano ” (Evangelium vitae, n.1). |
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