Los profetas eran hombres de una libertad de espíritu excepcional. Esos poetas geniales amaban a Dios y a su pueblo entrañablemente. Implacables con todo cuanto tendía a convertir a Dios en ídolo y al pueblo en esclavo, eran los grandes críticos socio-religiosos de su época. A la injusticia le libraban una lucha sin cuartel, sobre todo cuando se usaban hipócritamente a Dios y a la religión, o a cosas lindas como la unidad y la paz para encubrirla.
Apenas unos sesenta años atrás, a los sacerdotes católicos ni se les permitía leer el Antiguo Testamento sin una autorización especial. Según parece, era para proteger su castidad. No obstante, sospecho que no era tanto el erotismo bíblico como la voz de los profetas la que más asustaba, porque esa voz representaba una amenaza directa contra los privilegios de la clase dominante en la que los “príncipes” de la Iglesia ocupaban un lugar eminente. Por la misma razón, creo yo, los dirigentes de la Iglesia se pusieron a interpretar la Biblia en forma abstracta, espiritual o simbólica. De los profetas retuvieron casi nada más que sus luchas contra los ídolos y sus vivencias de carácter místico. Su mensaje de fuego contra las injusticias, lo que constituye tal vez el aporte histórico más monumental a la formación de la conciencia en materia de “justicia social”, quedó prácticamente anegado por preocupaciones de orden supuestamente “más elevado”… Se usó y abusó de la Biblia para legitimar el sistema del que la jerarquía católica era el garante sagrado, en el cual una clase social, estimándose superior o elegida por Dios, se atribuía a sí misma derechos por encima de los demás, convencida de que ese era el “orden” que desde toda la eternidad Dios había establecido para el bien de la humanidad y la paz del mundo. Aunque ese sistema produjera la miseria de muchos, había que aceptarlo y asumirlo como Cristo había aceptado y asumido la cruz. En otras palabras: la injusticia quedaba justificada y la opresión santificada como camino de salvación… Nada menos. Lo único que podía aportar la fe del cristiano era rezar para poder aguantar y, a ejemplo del cireneo, ayudar a otros más miserables a cargar con la cruz. En una lectura independiente de todo poder, es decir, hecha sin prejuicios ni censura, uno descubre que la Biblia tiene páginas fundamentales que denuncian ese sistema injusto como idolatría, es decir como el pecado supremo. Y descubre además que la Biblia es antes que nada el libro de los pobres que buscan desesperadamente salir de su estado de opresión, y que el Dios único y verdadero es el Dios de ellos y su única esperanza, a pesar de que por miedo, por atavismo u oportunismo suceda que los mismos pobres a veces sean los primeros en rechazarlo. En la Biblia, todo otro dios que no sea el Dios de los pobres y que no esté comprometido con las víctimas de la injusticia, es un ídolo o un falso dios. Estar con el Dios vivo es estar del lado de los pobres y de los oprimidos y caminar hacia la liberación. De lo contrario es estar con los ídolos. Ese fue el mensaje de fuego de los profetas. Por eso, en los años 70, a raíz del Concilio Vaticano II (y no por determinación de Lenin, Mao, Castro o del Che), cuando los católicos de América latina estaban empezando a descubrir el mensaje de los profetas, las dictaduras católicas de la época se asustaron, juzgaron que la Biblia era peligrosa y aun subversiva y, en ciertos países, no vacilaron en quemarla. Por motivos parecidos, la misma Curia vaticana no descansó hasta no acabar con los programas que intentaban difundir un mensaje bíblico actualizado y al alcance del pueblo oprimido, que le daba en fin al mensaje de los profetas la importancia que le correspondía. Para el poder, cualquier poder, religioso o ateo, político o económico, los profetas son unos rebeldes que fomentan la subversión. De hecho es lo que fueron y, por eso, muchos fueron asesinados. Puesto que Jesús era también un profeta, y ¡qué profeta!, terminó como terminó. Puede ocurrir, sin embargo, que el mismo poder no cuestione a los profetas ni a Jesús. A veces tiene, al contrario, todas las apariencias de la fe y de la virtud, pero, en la práctica, no retiene sino una parte del mensaje de ellos, es decir solo lo que le conviene. Así se cumple la propia palabra de Jesús sobre el tema: ¡Ay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos, que sois unos hipócritas! Construís sepulcros para los profetas y adornáis los monumentos de los hombres santos. También decís: "Si nosotros hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos consentido que mataran a los profetas". Así os proclamáis hijos de quienes asesinaron a los profetas. ¡Terminad, pues, de hacer lo que vuestros padres comenzaron! ¡Serpientes, raza de víboras!, ¿cómo lograréis escapar de la condenación del infierno? Desde ahora os voy a enviar profetas, sabios y maestros, pero los degollaréis y crucificaréis, y a otros los azotaréis en las sinagogas o los perseguiréis de una ciudad a otra. Al final recaerá sobre vosotros toda la sangre inocente que ha sido derramada en la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al que matásteis ante el altar, dentro del Templo. En verdad os digo: esta generación pagará por todo eso. ¡Jerusalén, Jerusalén, qué bien matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y tú no has querido! Por eso os vais a quedar con su templo vacío. Y les digo que ya no me volveréis a ver hasta que digan: ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!" (Mateo 23, 29-39; ver también: Hechos 7, 51-57.) El cristianismo, que era portador de un proyecto de sociedad genuinamente revolucionario, está abortando simplemente porque la conciencia cristiana se enredó en miles de cosas “santas” higiénicamente expurgadas de toda influencia de los profetas, privando así a la humanidad de la “sal” que debía darle sabor (Mt 5, 13). Hemos remplazado cínicamente a los profetas con policías e inquisidores, pensando que era lo mismo. Y por eso, en muchas partes donde los cristianos intentan más o menos felizmente recuperar su vocación de seres libres, cada vez los templos se quedan más vacíos…
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A partir del cap.21, el Evangelio de Mateo entra en su último ciclo, cuando la vida de Jesús se desarrolla en Jerusalén, entre fuertes enfrentamientos con las autoridades, que acabarán en la ruptura definitiva y finalmente en la crucifixión. El texto de hoy se sitúa entre la entrada mesiánica - purificación de Templo, y las parábolas de la reprobación (los viñadores homicidas, los invitados que rehusan ir al banquete...)
Esta localización de los textos de hoy importa para darles su valor correcto. Se trata del momento cumbre del enfrentamiento de Jesús con las autoridades de Israel: los sacerdotes, los fariseos, los saduceos, los doctores. La purificación del Templo, aparte de su valor real, es un acto simbólico, una destrucción en símbolo. Esta tradición de Jesús será recogida por Esteban (ver Hechos 6,8 ) y le costará muerte por lapidación, como blasfemo. Las parábolas de la reprobación siguen la misma línea argumental de Hechos: el Reino se ofreció a Israel à Israel lo rechaza, à el Reino se abre a los gentiles. Las polémicas con los tres estamentos más significativos de Israel (los puros, los sagrados, los sabios), marcan la ruptura final, insistiendo en la absoluta superioridad de Jesús. (En este mismo contexto se enmarcaría el episodio de la mujer adúltera de Juan 8). Esta ruptura culmina en la asombrosa invectiva de Jesús, (Mt. 23) la condena más dura y "despiadada", tanto que nos cuesta imaginarla en labios de Jesús. El rechazo oficial se manifiesta en la lamentación sobre Jerusalén y el gran discurso escatológico, que desembocan en el complot para matarlo, y la Pasión. La narración sigue por tanto un orden lógico preciso. No sabemos si éste fue el orden histórico exacto (Juan pone la purificación del templo al principio y no al final de la vida pública), pero su orden lógico y simbólico es perfecto. Parece reflejar la misma esencia del evangelio de Juan: "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron". "La luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la han recibido". Y es exactamente esto lo que exaspera a Jesús: la obcecación de las tinieblas contra la luz. El desprecio de Jesús por los "sepulcros blanqueados" lo es mayor aún por ser "ciegos y guías de ciegos", porque cumplen a pies juntillas la letra pequeña de la Ley y olvidan su esencia: la justicia, la misericordia y la fidelidad... Es éste uno de los aspectos más estremecedores del pecado de la "gente religiosa": se creen justos y son incapaces de escuchar la Palabra de Dios. Lo esencial de la parábola de los hijos y de su conclusión (una especie de exabrupto sorprendente), es claro: lo que importa es hacer o no hacer la voluntad de Dios. Vosotros decís que hacéis, pero no lo hacéis. Los que vosotros llamáis pecadores escucharon al Bautista y se arrepintieron; vosotros que os llamáis justos, no le hicisteis caso: ellos van delante de vosotros. Pero difícilmente podemos captar lo terrible del insulto que Jesús profiere. No necesitamos explicar lo que son las prostitutas, pero sí debemos saber que los publicanos son aún más odiados y despreciados: recaudadores de impuestos al servicio de Roma, estrujan al pueblo para sacar más ganancias. Están aislados en Israel, nadie les dirige la palabra, son una casta despreciada, aunque rica. Y no podemos olvidar que Jesús elige entre los Doce un publicano, Leví, y come en su casa, con el consiguiente escándalo. Y repite la hazaña en Jericó nada menos que con el jefe de los publicanos, Zaqueo. Quizá no haya más que una clase de personas más despreciada: los samaritanos. Y Jesús habla con ellos (¡con una mujer samaritana!), y redondea su desafío en las dos bellas parábolas de Lucas: el Fariseo y el Publicano, y el Buen Samaritano... Y lo mataron, naturalmente: contra el Templo, contra la Ley, contra los respetables, a favor de los pecadores... No podía resultar de otra manera. Pero bajo esta consecuencia superficial, "lo matan por provocador contra el orden religioso y social", debemos descubrir la razón más profunda: lo matan porque es consecuente hasta la muerte con la Verdad: la verdad es que todos son pecadores, los sabios y "justos" también; la verdad es que Dios no rechaza a nadie que se vuelva a Él, sino sólo, precisamente, a esos "justos" que no creen tener necesidad de perdón. Esa es la Verdad, y por ella morirá Jesús. Estremece contemplar en los evangelios cómo los más cercanos a la Ley, al Templo, son los peores enemigos de Jesús: impenetrables a la Palabra, se convierten en enemigos hasta llevar a Jesús a la muerte. Estremece esta "capacidad" aterradora de las personas "religiosas" para cerrarse a la Palabra, quedarse conformes con sus creencias y modos de proceder "de toda la vida", y creerse mejores que otros. Y estremece, por encima de todo, comprobar que esos son los enemigos más declarados de Jesús, los "responsables" de su muerte. Es preocupante asimismo sorprender en nosotros, personas religiosas "de toda la vida", esta misma tendencia. Tendencia a "instalarnos" en nuestras maneras "religiosas" de creer y de vivir. Creo que esta tendencia es parte del "pecado original" específico de las personas religiosas, y - quizá - de las instituciones religiosas, órdenes religiosas, religiones, la Iglesia... No deja de ser sorprendente la fortísima oposición "oficial" que han encontrado tantas veces los santos, los reformadores, incluso simplemente los teólogos que han meditado más y han avanzado en el entendimiento de La Palabra. Y esta oposición ha venido sobre todo de los mismos estamentos que se oponían a Jesús: los "puros", los sacerdotes, los doctores, es decir, la gente piadosa de toda la vida, los estamentos oficiales, la ortodoxia. Me parece que esto es síntoma de ese último reducto de "el mal" que queda en el corazón humano aunque parezca vivir de manera religiosa. Se trata de una inversión, una inversión profunda de lo religioso: es tratar con Dios en el plano de la justicia (soy justo, Dios me premia - son pecadores, que Dios les castigue); se trata de encontrar seguridad en las creencias, más que riesgo de la fe; se trata de "sabérselo ya todo", más que estar atento a la Palabra, La Palabra que siempre dice - y pide - cosas nuevas. Pero la única espiritualidad sana, la única religiosidad verdadera es la que empieza por la convicción de ser pecador, es decir, radicalmente necesitado de Dios; y, a la vez, la experiencia de ser querido por Dios, cuyo cariño es muy superior a nuestros pecados. De aquí nace el amar a Dios, de aquí nace la necesidad de vivir en clima de perdón con todos, de portarse como hermano porque conocemos al Padre. Si no hay una profunda experiencia de ser pecador, de mi necesidad de Dios, no hay religión, y la religión se convierte en una inversión monstruosa. Israel fue un especialista en inversiones. Se apoderó de Dios para su preeminencia sobre los demás pueblos, encerró a Dios en un templo - sólo un templo para el mundo entero, nuestro templo - vinculó la salvación al cumplimiento minucioso de preceptos externos, se sintió orgulloso de conocer a Dios, de poseerlo, de ser el Elegido.... Y cuando vino La Palabra hecha carne, no pudieron reconocerla. Hemos leído la Biblia muchas veces como una crónica del descubrimiento de Dios, como una Revelación progresiva. Hay otra lectura: la crónica del pecado, del apoderamiento de Dios por parte de Israel, la crónica de la inversión de los valores más hondos de lo religioso. Y parece como si Jesús tuviese siempre compasión del enfermo y del pecador, y sintiera irritación frente a estos "justos". La verdad es que no parece el mismo, y esto no deja nunca de sorprendernos profundamente. Y parece también que no hay tanta diferencia entre aquellos Sacerdotes, Fariseos y Doctores, y nosotros, los creyentes normales de Misa Dominical y aun diaria, los sacerdotes, los teólogos, los ortodoxos.... la Iglesia Occidental de toda la vida. A veces subrayamos la hipocresía de los fariseos, la corrupción de los sacerdotes, el legalismo de los doctores... Me parece que lo hacemos interesadamente, para poder explicar la irritación de Jesús y para no vernos identificados en ellos. S A L M O 24 (Salmo de la eucaristía de hoy) Enséñame, Señor, tus caminos, instrúyeme en tus sendas; haz que camine con lealtad, enséñame, porque tú eres mi Dios, mi Salvador, y todo el día te estoy esperando. Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, no te acuerdes de los pecados ni de los errores de mi vida entera, acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno, el Señor es justo. Él enseña el camino a los pecadores, Él hace caminar a los humildes con rectitud, Él enseña su camino a los humildes. Tenía llena la posada y mis huéspedes, viajeros de paso casi todos ellos, se habían acostado ya porque era muy tarde, pero cuando ya había cerrado la puerta para irme a dormir, oí que alguien la golpeaba con insistencia.
Fui a abrir malhumorado y me encontré con un hombre al que ya conocía porque me había pedido alojamiento en otras ocasiones y al que había suministrado también pienso para su mula. Me caía bien aquel hombre, aunque sabía que era samaritano: hablaba poco, no discutía con nadie, no protestaba por la comida y pagaba con fidelidad. Esta vez iba a decirle que no me quedaba sitio, pero la mula que traía agarrada del ronzal se movió y, al mirarla, vi que tumbado sobre ella había un hombre ensangrentado, medio desnudo y casi me atrevería a decir que muerto. El de Samaria estaba angustiado e impaciente y me urgió sin muchos rodeos a que le ayudara a cargar con el hombre medio muerto y llevarle dentro. La situación era tan grave que no me atreví a rechazarle y entre los dos tumbamos al herido sobre una estera (que por cierto me dejó manchada de sangre e inservible para otros huéspedes). Me pidió lienzos limpios y mientras yo los buscaba, él calentó agua en el fuego y se puso después a lavarle suavemente las heridas y contusiones con el mismo cuidado con que una madre curaría a su hijo pequeño. El herido se agitaba por el dolor y aún más cuando le echó sobre ellas el ungüento que yo le había traído, una mezcla de hierbas y óleo que usábamos siempre en mi casa. Se puso a aplicárselo y yo lo miraba sorprendido porque nunca hubiera pensado que, bajo aquella apariencia tosca, las manos de aquel hombre fueran tan delicadas y tan diestras para aliviar y cuidar. Cuando vio que el herido dejaba de moverse y parecía dormir, le ofrecí un poco de pan y vino que bebió en silencio y luego se arrimó al muro junto al enfermo y allí le dejé descansado. También yo me fui a dormir, temiéndome que al día siguiente el samaritano se iría y yo no estaba dispuesto a cargar con el herido, así que me preparé la negativa que iba a darle en cuanto fuera de día. Muy de mañana le oí moverse sigilosamente para no despertar al otro y me buscó para decirme, como me temía, que tenía que marcharse a resolver los asuntos que había dejado pendientes la víspera pero que volvería muy pronto a ocuparse del herido y me dejaba en prenda una cantidad mucho mayor de la que los gastos iban a ocasionarme. Estaba ya a punto de negarme a su petición cuando le vi acercarse al hombre que dormía, enjugarle el sudor del rostro y humedecerle los labios con un lienzo mojado. Y fueron aquellos gestos de ternura y no las monedas que me ofrecía los que lograron que yo aceptara silenciosamente su trato y lo que arrancó de mis labios la promesa de que me ocuparía del herido hasta que él volviese. Rechacé sus monedas, llené su alforja con provisiones para el camino y contemplé cómo se alejaba montado en su cabalgadura. Me quedé mirándole hasta que lo perdí de vista, mientras me preguntaba por el misterioso poder que tiene la compasión cuando se apodera de un ser humano. Tiré una piedra al centro del aljibe que hay delante de mi posada, como solía hacer de niño, y los círculos que aparecieron en el agua por el impacto de la piedra se fueron haciendo cada vez más grandes hasta rozar las paredes del aljibe. Y entonces comprendí que era eso lo que ocurre cada vez que un ser humano se acerca a otro que lo necesita y se hace cargo de él: su misericordia se convierte en una fuerza que alcanza a todos y es capaz de conmover nuestros corazones de piedra. Jesús se está dirigiendo a los “sumos sacerdotes” y a los “ancianos” (o senadores). A ellos, máxima autoridad y referencia religiosa para todo el pueblo, les dirige una advertencia que no debió resultarles fácil de encajar: “Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el camino del Reino”.
¿Quién se atrevía a hablarles de ese modo? Más aún, ¿quién era ese predicador que tenía la osadía de cuestionar de modo tan radical el lugar de cada grupo en la estructura religiosa? ¿Qué validez podía abrigar una propuesta tan subversiva? Únicamente podía tratarse de una locura o de una blasfemia, que contravenía, no sólo al “sentido común”, sino incluso a la propia religión, que tenía bien establecido el estatus de cada cual dentro de ella. Indudablemente, Jesús era, en el sentido etimológico de la palabra, un provocador (pro-vocar = llamar hacia delante, desinstalar), que obligaba a ver las cosas desde una perspectiva diferente a la que era habitual. Pero a todos –y, sobre todo, a la autoridad- nos cuesta cambiar de perspectiva. Solemos aducir, como motivo, que la nuestra es la verdadera; pero, en realidad, incluso a veces sin darnos cuenta, lo que estamos haciendo es proteger nuestra precaria seguridad. La experiencia viene a confirmar que, con frecuencia, los humanosvaloramos la seguridad por encima de la verdad. Si nos moviera el gusto sincero por la verdad, por encima de cualquier otra cosa, no sólo no tendríamos inconveniente en modificar nuestra perspectiva, sino que lo buscaríamos intencionadamente, desde nuestra motivación por ver con mayor claridad. La pasión por la verdad no permite que nos “instalemos” en lo ya adquirido; al contrario, actúa como un dinamismo que busca abrir la mente y ensanchar el corazón. Pero, cuando no es la búsqueda de la verdad la que nos mueve, caemos fácilmente en la hipocresía, entendida como la fractura entre el “hacer” y el “decir”, y la incongruencia va adueñándose de nuestra persona. Esa incongruencia es denunciada por la parábola de Jesús. Decir sí, pero no ir… puede ser una característica bastante común en el comportamiento humano. Pero quizás más, o al menos de un modo más visible, en el de no pocas personas religiosas. En la parábola que comentamos, el primer hijo representa a la persona religiosa observante y cumplidora; el segundo, a quienes viven, aparentemente, al margen de cualquier preocupación religiosa. Y, provocativamente, Jesús se pone del lado de estos últimos. Sin embargo, a poco que conozcamos a Jesús, no debería extrañarnos: lo que encontramos en él es un hombre radicalmente íntegro y coherente –sin distancia entre lo que dice y lo que hace-, apasionado por la verdad (“la verdad os hará libres”: Juan 8,32). La incongruencia denunciada no es, evidentemente, exclusiva de la religión judía. Como decía, no es fácil que los humanos nos veamos libres de ella. Pero, cuando se da en la religión, empiezan a ocurrir cosas visiblemente paradójicas que, inevitablemente, empobrecen la vida de la persona y falsean la propia religión. Así, no es extraño el fenómeno de quien, simultáneamente, se declara miembro decidido de una determinada confesión religiosa y está manifestando opiniones o comportamientos que chocan frontalmente con las enseñanzas que sus textos religiosos contienen. En nuestro propio medio sociocultural, suele decirse que abundan muchos “católicos” que no son “cristianos”. Sin entrar en ningún tipo de valoración de la conciencia de cada cual, parece claro, sin embargo, que, cada vez que nos acercamos a la religión “buscando” algo –aunque sea de un modo inconsciente-, corremos el grave peligro de absolutizarla y de instrumentalizarla en beneficio de nuestros propios “intereses”. Podemos (consciente o inconscientemente) buscar seguridad, poder, deseo de imponer las propias ideas… Pero, en esa misma búsqueda, nos estaremos alejando de la pasión por la verdad, que confundiremos –quizás, de un modo inadvertido- con nuestras particulares creencias. Sólo en este sentido, y volviendo a la diferencia antes enunciada, “católico” sería quien se ha posicionado en los intereses de la institución religiosa; “cristiano” sería quien, como Jesús, busca apasionadamente la verdad y la coherencia, desde las actitudes que subraya el mensaje evangélico: amor, compasión, servicio, no juicio, integridad, pobreza… La parábola denuncia la “instalación” en las creencias, en la idea de que ellas nos van a salvar. Pero si eso no es así, ¿qué propuesta se nos hace? Tanto el judaísmo como el cristianismo coinciden en el criterio del “hacer” –por oposición al “decir”-, a la hora de evaluar la actitud correcta. Basta recordar las palabras del propio Jesús, en otro lugar: “No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mateo 7,21). Se trata, por tanto, de un “hacer” en consonancia con la voluntad del Padre, que no es otra cosa que el bien de las personas: “que no se pierda nadie” (Juan 6,39). En este sentido, no todo vale. Hay “modos de decir” que pueden ser habituales en determinados círculos –políticos, periodísticos…-, y “modos de hacer” que rigen en determinadas instituciones, que no podrían tener cabida en personas y grupos que dicen remitirse al mensaje del evangelio. Insultos, descalificaciones, juicios apresurados, condenas, prepotencia, racismo, machismo… chirrían agudamente cuando provienen de personas o de medios (prensa, TV, blogs…) que “presumen” de ser católicos. Probablemente, la parábola –en línea con la sabiduría de Jesús- nos está invitando a que seamos capaces de reconocer y abrazar al “publicano” y a la “prostituta” que cada cual llevamos en nuestro interior. El sentido sería el mismo que el de aquella otra que habla del “fariseo” y del “publicano”: hasta que no reconocemos a nuestro propio “publicano interno” –nos decía en ella- no podremos estar reconciliados. Históricamente, “publicanos y “prostitutas” eran prototipos de pecadores y herejes. Y, sin embargo, Jesús los coloca como “modelos”, mostrando su admiración hacia ellos. ¿Qué hacemos nosotros –qué hace nuestra Iglesia- con quienes son etiquetados como pecadores o herejes? Simbólicamente, “publicanos y “prostitutas” es aquella parte de nosotros que tenemos reprimida y oculta, nuestra propia sombra. Es claro que, mientras no la reconozcamos, atacaremos en los demás lo que en nosotros mismos hemos rechazado. Sólo cuando abrazamos nuestra “negatividad”, nos humanizamos, porque nos abrimos a la humildad. Y únicamente entonces puede emerger la bondad y la compasión hacia los otros. Los “sacerdotes” y los “ancianos” –esclavos de su propia imagen de “religiosos observantes”- eran incapaces de reconocer y aceptar su “publicano” y su “prostituta” interiores –que viven en todos nosotros-. Eso mismo los incapacitaba para amar a los otros –publicanos y prostitutas- y para entrar en el Reino. “Los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos”, es una sentencia que aparece en otras parábolas. Aplicada a nuestro caso, podríamos entenderla de este modo: cuanto mejor (por encima de otros) te crees, más atrás estás; por el contrario, cuanto más te reconcilias con tu debilidad y fragilidad, más cerca estás de la verdad. Una cosa parece clara: abrazar a nuestros propios “publicano” y “prostituta” nos permitirá abrazar a cualquier persona que se cruce en nuestro camino, sin necesidad de ponerle ninguna etiqueta previa. Eso es lo que hacía Jesús. La enfermedad de nuestra hija arruinó mi vida.
Yo había nacido en Galilea, en una aldea cerca de Caná y heredé de mis antepasados un viñedo espléndido, plantado hacía más de cien años y que iba pasando de padres a hijos. Me casé, tuve hijos y mi vida transcurría en paz según las palabras del Profeta: “Habitarán cada uno debajo de su parra y de su higuera” (Mi 4,4). Pero mi hija menor comenzó a padecer una extraña enfermedad de la que nadie parecía conocer ni el origen ni el remedio y tuve que peregrinar de médico en médico, sin que sus costosos tratamientos, que acabaron por arruinarnos, lograran sanarla. La niña murió y tuve que vender mi viña para pagar mis deudas; el día en que se selló el contrato de venta, sentí que me arrancaban junto con ella las raíces de mi esperanza. Tuve que entregar también a mis acreedores la casa de mis padres. Mi esposa y yo abandonamos el pueblo que nos había visto nacer para trasladarnos a un barrio mísero en las afueras de Caná, con la esperanza de que, como era tiempo de vendimia, alguno de los propietarios me daría trabajo de jornalero. Al amanecer me presenté en la plaza y cuando a primera hora llegó el dueño de uno de los mejores viñedos, señaló con su dedo a diez hombres que, como yo, esperaban en silencio. Oí que ajustaba el salario en un denario pero a mí debió considerarme viejo y con pocas fuerzas y no me eligió. Volvió a mediodía para llevarse a los pocos que quedaban y yo me senté en una esquina de la plaza con la cabeza hundida entre mis brazos, escondiendo de las miradas de los demás mi humillación y mi vergüenza. A media tarde volvió, se acercó a mí y me preguntó: - “¿Nadie te ha contratado?”. – “Nadie, señor”, le respondí tragándome el orgullo. – “Ven entonces a trabajar a mi viña”. Le seguí asombrado porque faltaba sólo una hora para la caída del sol y me puse a recoger racimos con la torpeza de quien nunca ha trabajado con sus manos, acostumbrado a dar siempre órdenes a otros. Cuando los capataces dieron la señal de fin de trabajo y ordenaron que nos fuéramos acercando a cobrar el salario empezando por los que habíamos llegado los últimos, pensé que me pagaría sólo unos céntimos. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando vi que el dueño ponía en mi mano una moneda de un denario. Le miré con asombro agradecido y cuando se cruzaron nuestras miradas sentí que sus ojos penetraban hasta lo más hondo de mi tragedia con un respeto y una compasión que nunca antes había experimentado. – “Vuelve mañana”, me dijo y, mientras me alejaba, oí las protestas de mis compañeros al ver que cobraban lo mismo que yo. El amo no pareció alterarse ante sus quejas y dijo: - “¿Es que no ajusté con vosotros un salario justo? Si quiero darle a ese otro lo mismo que a vosotros ¿por qué os enfadáis? ¿O es que vais a impedirme ser bueno y actuar con generosidad con quien yo quiera?”. “Ser bueno, actuar con generosidad…” Eran unas palabras y una conducta a las que no estaba acostumbrado y que me invitaban a salir de los criterios estrictos de la retribución para respirar un aire que me era desconocido. No lo dudé ni un instante. Al día siguiente, antes de que amaneciera, ya estaba yo trabajando en la viña y, cuando llegó el amo, había ya llenado con racimos varias espuertas. – “No me pagues este tiempo de más. También yo quiero tener un corazón bueno como el tuyo”, le dije. Y leí en su mirada la alegría de haber conseguido contagiar a otro el misterio de su gratuidad. CONTEXTO
Jesús acaba de realizar la “purificación del templo”. En el episodio inmediatamente anterior, los sumos sacerdotes y los senadores, preguntan a Jesús con qué autoridad actúa así. Él les responde con otra pregunta: ¿El bautismo de Juan era cosa de Dios o cosa humana? No se atreven a contestar, y Jesús les cuenta esta parábola. Mateo trata de justificar que la comunidad cristiana se apartara del organigrama religioso judío, pero quiere advertir también a la nueva comunidad que no debe caer en el mismo error. También debemos tener en cuenta las dos parábolas siguientes: “los viñadores homicidas” y “el banquete de bodas”, que vamos a leer los próximos domingos. Las tres constituyen una provocación intolerable para la casta religiosa de su tiempo. Siguen las advertencias a la comunidad. Es muy peligroso creerse perfecto. Lo importante es descubrir los fallos y rectificar lo que has hecho mal. La pura teoría no sirve para nada, solo la vida salva. Lo que digamos o lo que proclamemos son palabras vacías, mientras no vayan acompañadas por una actitud vital, que inevitablemente se manifestará en las obras. En el evangelio de Juan, en las discusiones con los judíos, Jesús pone como instancia definitiva sus obras. “Si no me creéis a mí, creed a las obras”. EXPLICACIÓN El domingo pasado nos hablaba de jornaleros mandados a la viña. Hoy nos habla dehijos. Esta diferencia es muy importante, a la hora de valorar lo que nos quiere decir el texto. En el AT, el pueblo, en su conjunto, se consideraba hijo de Dios. Jesús distingue ahora dos hijos: los que se consideran verdaderos israelitas (buenos) y los que los jefes religiosos consideran “pecadores”. Para descubrir la profundidad del relato tenemos que recordar que ser hijosignificaba hacer en todo la voluntad del padre. Un buen hijo era el que salía al padre, el que imitaba perfectamente la figura del progenitor. Como consecuencia el que dejaba de hacer la voluntad del padre, dejaba de ser hijo. Preguntar “¿Quién hizo la voluntad del padre?” es lo mismo que decir “¿Quién de los dos es verdadero Hijo?” Jesús se enfrenta a los jefes religiosos, como respuesta a la radical oposición que ellos le han manifestado. Todos los evangelios dejan clara esa lucha a muerte de las instancias religiosas contra Jesús. Sin embargo, no podemos sacar de estas parábolas argumentos antisemitas. Las prostitutas y los recaudadores de impuestos, que Jesús pone por delante de los jefes religiosos, eran también judíos; y los primeros cristianos eran todos judíos. Los sumos sacerdotes y los ancianos no tenían nada de qué arrepentirse, eran perfectos, porque decían “sí” a todos los mandamientos de Dios. Consideraban que tenían derecho al favor de Dios. Por eso rechazan de plano el cambio que les exige Jesús. No se dan cuenta de que su respuesta es solamente formal, literal, sin compromiso vital alguno. El espíritu de la Ley les importaba un pito. “Este pueblo me honra con la boca, pero su corazón está lejos de mí”. El escándalo está servido: para Jesús no hay duda, los que se consideran buenos son los malos, y los malos son los buenos. Los primeros eran lo estrictos cumplidores de la Ley, los segundos ni la conocían ni podían cumplirla. Los primeros ponían su empeño en el cumplimiento externo de las normas. Los otros buscaban una posibilidad de hacerse más humanos, porque se sabían pecadores. Jesús deja claro cual es la voluntad de Dios, y quien la cumple. Es curioso que Jesús da a entender que tanto los unos como los otros, son hijos. “Los recaudadores y las prostitutas os lleven la delantera en el Reino”. Es una de las frases más hirientes que pudo decir Jesús a los jerifaltes religiosos de su tiempo. Eran las dos clases de personas más denigradas y odiadas por las instancias religiosas. Pero Jesús sabía muy bien lo que decía. El organigrama religioso-social de su tiempo era represivo e injusto. Que esa situación se mantuviera en nombre de Dios no podía aguantarlo quien había descubierto un Dios que lo único que quiere es el bien del hombre. Utilizar a Dios para esclavizar al hombre es lo más contrario a Dios y al mensaje de Jesús. No se alude en el relato a las otras dos situaciones que se pueden dar: el hijo que dice sí y va a trabajar a la viña; y el hijo que dice no, y no va. En estos dos casos no hay posibilidad de equivocarse ni cabe la pregunta de quién cumple la voluntad del padre. Lo que pretende el relato es advertir sobre el engaño en que puede caer el que interprete superficialmente la situación del que dice “sí” y no va; y del que dice “no” pero va. APLICACIÓN No debemos engañarnos. La simplicidad del relato esconde una enseñanza fundamental. Como conclusión general, tenemos que decir que los hechos son lo importante, y que las palabras sirven de muy poco. La praxis prevalece siempre sobre la teoría. El evangelio no nos invita a decir primero no y después sí. El ideal sería decir sí y hacer; pero lo maravilloso del mensaje está precisamente ahí: Dios comprende nuestra limitación y admita la posibilidad de rectificación, después de “recapacitar” Llevamos dos mil años haciendo una religión de ritos, doctrinas y preceptos. No hay más que ver lo que se entiende por “practicante” para darse cuenta de que no tiene nada que ver con la vida real, sino solo con una serie de obligaciones formales con relación a Dios y a la institución. Nos estamos yendo cada vez más por las ramas y alejándonos del tronco del evangelio. Si tuviésemos que calificar la religiosidad de nuestro tiempo, yo emplearía el término incoherencia. Desde el bautismo decimos “sí voy” pero nos quedamos siempre en donde estamos. Mucha palabrería, pero el pensar en los demás no va con nosotros. Se nos llena la boca proclamando pomposamente que somos cristianos, pero hay muchos que sin serlo, cumplen el evangelio mucho mejor que nosotros. El fariseísmo se ha convertido en moneda corriente entre los cristianos, y damos por hecho que basta hablar del evangelio u oír hablar de él para tranquilizar nuestra conciencia. Hay un refrán que lo expresa muy bien: “Una cosa es predicar y otra dar trigo”. En la primera lectura ya se nos dice que ni siquiera los mayores fallos son definitivos, el ser humano es libre en su actitud del momento, y esa es la que vale en última instancia. Podemos en cualquier momento rectificar la trayectoria equivocada. Esa última rectificación es la que vale a la hora de valorar nuestra postura ante Dios. Somos limitados y tenemos que aceptar esta condición porque es parte de nuestra naturaleza. No podemos pretender, ni para nosotros ni para los demás, la perfección. Cuando exigimos a un ser humano ser pluscuamperfecto estamos exigiéndole que deje de ser humano. Todo lo que somos lo hemos conseguido a base de corregir errores. Los errores cometidos pueden ayudarnos a encontrar el camino verdadero. El mensaje de las lecturas de hoy es este: No importa que falles; lo nefasto sería que no descubrieras tus fallos y no los corrigieras. Una consecuencia inmediata de esta verdad es que ni las normas morales ni las doctrinas ni los ritos pueden tener un carácter absoluto y definitivo. Lo que los seres humanos han tenido por bueno en un momento determinado de la historia, puede que no sea tan bueno o incluso que se oponga frontalmente a las posibilidades de ser humano hoy. Los seres humanos nos estamos siempre haciendo. La experiencia me dice qué es lo que me deteriora como ser humano y qué es lo que me enriquece. Cuando damos por absoluta una norma nos anclamos en el pasado y nos negamos a progresar. El gran peligro para esta fijación es creer que Dios nos ha dado directamente esa norma. Desde esa perspectiva se han cometido y se siguen cometiendo hoy verdaderas barbaridades en contra del ser humano. El Dios de Jesús nunca puede ir en contra del hombre; las normas que hemos promulgado en su nombre, sí. Entender la religión como verdades, normas y ritos absolutos, es fundamentalismo puro. Ser hijo de Dios significa imitarle en la búsqueda del bien del hombre. Lo que no sea esta actitud vital, será teoría, aprendizaje, programación que ni enriquece ni salva. Será ponernos en la postura del hijo que dijo: voy, pero no fue. También hoy podemos ir un poco más allá de la parábola. Ni siquiera las obras tienen valor absoluto. Las obras pueden ser la manifestación de una actitud vital, que es lo verdaderamente importante. Pero pueden ser reacciones automáticas desconectadas de nuestro verdadero ser, y conectadas únicamente al interés egoísta. Los fariseos cumplían escrupulosamente todas las normas, pero lo hacían mecánicamente, sin ninguna sinceridad de corazón. No pierdas el tiempo tratando de situarte en una de las partes. Todos estamos diciendo “no” cada tres por cuatro, y todos estamos diciendo “sí” con una pasmosa ligereza, sin comprometernos de verdad. Lo importante es tomar conciencia de que hay que trabajar por los demás, porque de lo contrario no daremos un paso en la vida espiritual. Meditación-contemplación “Dijo: no quiero; pero después, recapacitó y fue”. El verdadero amor espera sin límites, como decía Pablo. Si a la primera no somos capaces de decir sí, Dios acepta siempre nuestra rectificación. ……………… Casi siempre acertamos a costa de rectificaciones. No estamos capacitados para descubrir la meta a la primera. Descubrir lo que es bueno para nosotros es una tarea ardua. Se nos da la posibilidad de aprender de los errores. ………………….. No deben preocuparnos las equivocaciones. Pero me debe preocupar que sea incapaz de rectificar. Dios demuestra conocernos muy bien cuando perdona. Aprender a perdonarse y seguir a delante, es de sabios. A usted y a otras muchas personas se les ha atragantado siempre esta parábola. Hay dos parábolas de Jesús que suelen atragantarse: la del administrador infiel, porque algunos piensan que Jesús está recomendando que hagamos trampas, y ésta, la de los viñadores de la última hora, porque el comportamiento del dueño de la viña nos parece evidentemente injusto.
¿Cómo puede estar bien que se pague lo mismo a los que han aguantado todo el día en la viña, sudando y agotándose, que a los que llegaron al caer el sol y casi ni rompieron a sudar? ¿Qué clase de justicia tiene Jesús en la cabeza? La historia, que empezó siendo normal, se iba volviendo cada vez menos creíble. No es normal que un amo esté todo el día mandando obreros a la viña, la gente empezaría a sorprenderse... pero luego, a la hora de pagar, ¡resulta que a todos les paga lo mismo! Y ahora sí que la gente se identificaría mucho con los que trabajaron todo el día y protestaron. Y no les convencería nada la explicación del amo: "Quedé contigo en un denario, ¿no?, pues ahí lo tienes, Si quiero darle a este otro un denario, a ti no te hago injusticia: ¿vas a ser tú envidioso porque yo soy generoso?". Ni los trabajadores de la primera hora, ni la gente que escuchó a Jesús, ni usted están muy de acuerdo con esta solución Y esto es lo que quería Jesús, exactamente esto: que la gente se sorprendiera, que usted se sorprenda. Jesús no está diciendo que esta actuación es justa, no; Jesús sabe muy bien lo importante de ser justo en la retribución del trabajo. Él mismo ha sido un trabajador manual, probablemente también a sueldo. Sabe que la hermandad de los trabajadores se funda en la justicia, en que el vago no cobre, en que el que trabaje más cobre más. Jesús no es un ingenuo, sabe de qué habla; Jesús sabe que el dueño de la viña no ha actuado justamente. También en la parábola del administrador tramposo sabía perfectamente que su comportamiento no estaba nada de bien. En aquella parábola no estaba recomendando que hiciéramos trampas, y en esta no está recomendando que seamos injustos en los salarios, ¡estaría bueno! Pero sí está intentando sorprendernos, para que entendamos algo más importante aún. Jesús no está hablando de los oficios, de los sueldos, de los obreros: Jesús está hablando de Dios, y de cómo es el Reino de Dios. En los oficios, en el trabajo, en los sueldos, la justicia es muy importante. En el Reino, también: pero no basta con la justicia: hay más, hay mucho más que la justicia. También es normal que creamos que Dios es justo: pero Dios es más, muchísimo más que justo. Nuestras enseñanzas sobre Dios siempre han entendido que Dios es justo y misericordioso. Es decir, ante todo justo, pero con cierta tendencia a la benevolencia. Es todo lo que podemos imaginar de un juez bondadoso. Pero al aplicarlo a Dios, esto se queda corto. Dios es justo porque es misericordioso, Dios es misericordioso porque es justo. Lo más justo que hace Dios es perdonar, porque sabe de qué barro estamos hechos, porque sabe que no somos culpables sino víctimas del pecado. Dios no es verdugo de culpables, sino médico de enfermos. El médico no castiga, se esfuerza por curar: ésa es la justicia de un buen médico, curar. Jesús no castiga a los endemoniados que gritan y muerden y rompen, los libera de sus demonios. Jesús no aplica a los leprosos la justa Ley que manda apartarse de ellos. Rompe la ley y se acerca y los toca, para curar. Sí, Jesús no es justo porque cumple la Ley, sino porque es compasivo. El amo de la viña era también generoso, y compasivo: le dieron pena aquellos desgraciados a los que nadie había contratado y se iban a marchar a casa con cuatro perras, sin poder comprar ni pan para sus hijos: y les dio más, porque su corazón era generoso y los otros estaban muy necesitados. Si los otros trabajadores fuesen inteligentes, se alegrarían: quizá otro día ellos mismos serían los de la última hora; es bueno saber que hay buena gente por el mundo, que no vive de la seca justicia. En todos estos temas, entenderemos mucho mejor el mensaje si nos situamos en un punto de vista correcto. Piense en lo de la adúltera, el buen ladrón, Pedro, esta misma parábola. En el caso de la adúltera, a los legistas sin duda les pareció mal: si usted fuera uno de ellos, le parecería mal. Pero si usted fuese la mujer, ¿cómo se sentiría? El caso del buen ladrón es escandaloso: un perdón gratuito, sin pagar nada por sus delitos… si usted fuese la madre del buen ladrón ¿qué le parecería? Lo mismo en el caso de Pedro, lo mismo en la parábola de hoy. Si usted fuese un viñador que ha sudado todo el día, a lo mejor se va a su casa lleno de rencor. Pero si usted fuese la mujer, o los hijos, de los de la hora undécima, que esperaban al caer el sol a ver si ese día podrían comer… ¿qué le parecería? Y es que Jesús está diciendo que Dios piensa y siente como la madre del condenado a muerte, como la mujer del viñador tardío… Jesús está hablando de cómo es el corazón de Dios. Y usted, y yo, nos alegramos de saber cómo es Dios: Dios es mucho más que simplemente justo. Dios es como el padre del hijo pródigo, que no hizo justicia, no exigió restitución, no actuó sensatamente; se volvió loco de alegría porque había recuperado al hijo que ya daba por muerto. Y usted, y yo, que en nuestra vida cotidiana nos vemos obligados a vivir en el ámbito de la seca justicia, y que incluso tantas veces echamos de menos que haya justicia en el mundo, que no la hay, descubrimos que Jesús va aún más allá: la justicia es necesaria... pero es solo los cimientos del Reino. Más allá está el mundo soñado por Jesús, en el que reina la fraternidad, que es infinitamente superior a la justicia. Porque Dios es así, porque solo Él es justo. Jeremías era pastor de un pueblito. No era ningún doctor. A la Biblia le tenía un profundo respeto pese a que no siempre se llevaba bien con ella.
A veces la retaba porque muchas de sus páginas lo querían llevar a la época de las tinieblas cuando la conciencia humana todavía en pañales vivía sumida en un estado de terror permanente por todo lo desconocido: terror de Dios, terror de los espíritus, terror del trueno, terror de la muerte, terror aún de la vida. Pero su entusiasmo era incontenible cuando él veía en otras muchas páginas de la Biblia cómo la misma conciencia osaba erguirse contra esa fatalidad y conquistar, paso a paso, su humanidad. Para él, la Biblia era, como está escrito por ahí, un cuchillo de doble filo que podía traer alienación y muerte o liberación y vida. A Jeremías le había parecido que solamente la libertad y la vida podían ser “Palabra de Dios”. Lo demás lo desechaba como se desecha la cáscara de una fruta después de rescatar de ella lo que se puede comer. Le llamaba particularmente la atención el mensaje de justicia que traía la Biblia. Un mensaje claro, de extrema valentía y siempre de actualidad. Un mensaje que se encuentra en el mero centro de la Biblia y que, por razones que dan ganas de llorar, muchos cristianos desconocen casi por completo. Jeremías contaba que una vez soñó que se le había ocurrido arrancar de una de sus biblias todas las páginas referidas a la justicia, lo que la había dejado muy flaca. Las palabras más hermosas que quedaban en ella, como el mandamiento de amarnos unos a otros, sonaban tristes como las notas de una guitarra rota. O como almitas sin cuerpos y cuerpos sin huesos. Todo lo más luminoso de la Biblia, al desconectarse de la justicia, se había apagado como una vela cuando se le acaba la mecha. El amor lo es todo, repetía Jeremías, pero sin pasión por la justicia, no es más que una pelota desinflada. Contaba que, en tiempos de crisis mayor, solían surgir, uno tras otro, hombres llamados profetas quienes, animados por el espíritu de Dios, remachaban sin descansar que la única salida era la justicia. Jeremías insistía en que ese mensaje venía del mismo Dios y que todavía tenía plena vigencia. Él quería que su pueblo se enamorara de la justicia y que, a ejemplo de los profetas, la pusiera en el centro de su vida. No por eso Jeremías se tragaba todo lo de los profetas. Le parecía excesivo el nacionalismo de esos hombres que rayaba a veces en fanatismo. Sin embargo, el amor visceral que tenían al pueblo y a Dios, su valiente postura frente a las idolatrías de moda, su indefectible esperanza, y, sobre todo, su pasión fogosa por la justicia en contra de los opresores del pueblo, colmaban a Jeremías de admiración y de contento. El testimonio heroico de esos hombres, Jeremías lo tenía como un gran tesoro dentro de su ser. Durante toda su vida trató Jeremías de trasmitirlo a su pueblo como el mejor regalo de Dios. Para que este mundo, al que no le falta inteligencia, se echara a andar sin cojear, haciendo del amor su corazón y de la justicia su columna vertebral. CONTEXTO
También hoy el evangelio va dirigido a la comunidad. Los primeros cristianos eran judíos, aunque poco a poco se fueron agregando paganos y de otras religiones. Cuando se escribió este evangelio, las comunidades llevaban ya muchos años de rodaje pero seguían incorporándose nuevos miembros. Los más veteranos, seguramente reclamaban privilegios, porque naturalmente habían conseguido una perfección que los neófitos no podían tener. Esta parábola intenta advertir a los cristianos de su comunidad que no es ningún privilegio haber accedido a la fe antes que los demás. Este sentimiento de superioridad estaba muy arraigado en el pensamiento judío. Ellos eran los elegidos y los privilegiados. Dios no podía tratar a los demás como tenía obligación de tratarlos a ellos. También hoy nos hemos saltado todo el capítulo 19. El contexto inmediato es muy interesante. Jesús acaba de decir al joven rico que venda todo lo que tiene y le siga. A continuación, Pedro se destaca, una vez más, y dice a Jesús: “Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué tendremos?”. Jesús le promete cien veces más, pero termina con esa frase enigmática: “Hay primeros que serán últimos, y últimos que serán primeros”. Inmediatamente después viene el relato de hoy, que repite al final la misma frase, pero invirtiendo los términos; dando a entender que la parábola es una demostración de que la frase de marras se hace realidad, y que nadie debe hacerse ilusiones. Las lecturas de los tres últimos domingos han desarrollado el mismo tema, pero en una progresión de ideas interesante:
EXPLICACIÓN El relato de hoy es una mezcla de alegoría y parábola. Esto hace más difícil una interpretación adecuada. Sabéis que en la alegoría, cada uno de los elementos del relato significa otra realidad concreta. En la parábola, es el conjunto el que nos lanza a otro nivel de realidad a través de una quiebra en el mismo proceso lógico de la historia narrada. Está claro, por ejemplo, que la viña hace referencia al pueblo elegido, y que el propietario hace referencia a Dios mismo. Pero también es cierto que en el relato, hay un punto de inflexión cuando dice: “Al llegar los primeros pensaron que recibirían más”. Quiere resaltar la “injusticia” de pagar a todos los jornaleros el mismo salario. Desde la lógica humana, no hay ninguna razón para que el dueño de la viña trate con esa deferencia a los de última hora. Por otra parte, el propietario de la viña actúa desde el amor absoluto, cosa que solo Dios puede hacer. Tal vez lo que nos quiere decir la parábola es que una relación de toma y daca con Dios no tiene sentido. El trabajo en la comunidad de los seguidores de Jesús, tiene que imitar a ese Dios, y ser totalmente desinteresado. Si tomásemos en serio esta advertencia, ¿qué quedaría de nuestra religiosidad? La parábola trata de resolver un problema que se plantea desde una visión míticade Dios y del hombre. Dios sería el soberano y señor que tendría al hombre como siervo y jornalero. Si tomamos conciencia de que Dios está identificado con el ser humano, no fuera y en alguna parte del universo, no tiene sentido hablar de retribución o paga. Tiene mucha miga la frase: “Los últimos serán primeros y los primeros serán últimos”. En realidad lo que nos está diciendo es que toda escala para valorar a los seres humanos, pierde su consistencia a la hora de ser valorados por Dios. Los criterios humanos son siempre insuficientes para enjuiciar el grado de pertenencia al Reino de Dios. APLICACIÓN Debemos de ser muy cautelosos a la hora de aplicar a nuestra vida esta parábola.Jesús no pretende dar una lección de relaciones económicas o laborales. Cualquier referencia a ese campo en la homilía de hoy no tiene mucho sentido. Jesús está hablando de la manera de comportarse Dios con nosotros, que está más allá de toda justicia humana. Que nosotros podamos imitarle es otro cantar. Desde los valores que manejamos en nuestra sociedad, es imposible entender la parábola. Hoy todo el mundo trabaja para lograr desigualdades; es decir para tener más que el otro, estar por encima y así diferenciarse de él. Esto es cierto, no solo respecto a cada individuo, sino también a nivel de pueblos y naciones. Incluso en el ámbito religioso se nos ha inculcado que tenemos que ser mejores que los demás para recibir un premio mayor. Esta ha sido la filosofía que ha movido la espiritualidad cristiana de todos los tiempos. Lo que propone la parábola es algo completamente distinto. Una vez más, el evangelio está sin estrenar. Se trata de romper, en la comunidad, los esquemas en los que está basada la sociedad que se mueve únicamente por el interés. Como dirigida a la comunidad, la parábola pretende unas relaciones humanas que estén más allá de todo interés egoísta de individuo o de grupo. Los Hechos de los Apóstoles nos dan la pista cuando nos dicen: “lo poseían todo en común y se distribuía a cada uno según su necesidad”. Tampoco se trata de imaginar que los últimos se aplicaron a trabajar más duro que los demás, de tal manera que el propietario lo que paga son los resultados y no las horas de trabajo. Si pensamos así, hacemos polvo el verdadero sentido de la parábola, que pone precisamente el acento en la gratuidad del salario de los que no trabajaron lo suficiente para ganarlo. En realidad lo que está en juego es una manera de entender a Dios completamente original. Tan desconcertante es ese Dios de Jesús, que después de veinte siglos, aún no lo hemos asimilado. Seguimos pensando en un Dios que retribuye a cada uno según sus obras. Una de las trabas más fuertes que impiden nuestra vida espiritual es creer que podemos y tenemos que merecer la salvación. El don total de Dios es siempre elpunto de partida, no algo a conseguir gracias a nuestro esfuerzo. Hoy tenemos datos suficientes para ir incluso más allá de la parábola. No existe retribución que valga. Dios da a todos los seres humanos lo mismo, porque Dios se da a sí mismo y no puede partirse. La misma Escritura dice "Dios no da el Espíritu con medida". Dios no tiene partes. No tiene nada que dar, porque nada puede existir fuera de Él. Y si no tiene partes, se tiene que dar entero, es decir, infinitamente. Es una manera equivocada de hablar, decir que Dios nos concede esta o aquella gracia. Dios está totalmente disponible a todos. Lo que tome cada uno dependerá solamente de él. Fijaros bien: si Dios pudiera en un momento determinado darme algo en orden a mi plenitud y no me lo diera, dejaría de ser Dios. Dios no puede ser cicatero. Yo tengo que ser capaz de abrirme al don de Dios; no es que Dios tenga que hacer algo, dependiendo de mi comportamiento. La obra salvadora de Jesús no está encaminada a cambiar la actitud de Dios para con nosotros; como si antes de él, estuviésemos condenados por Dios, y después estuviésemos salvados. La salvación de Jesús consistió en manifestarnos el verdadero rostro de Dios y cómo podemos responder a su don total. Jesús no vino para hacer cambiar a Dios, sino para que nosotros cambiemos con relación a Dios, aceptando su salvación. No sigamos empeñándonos en meter a Dios por nuestros caminos. ¡Entremos de una vez por los suyos! Con estas parábolas el evangelio pretende hacer saltar por los aires la idea de un Dios que reparte sus favores según el grado de fidelidad a sus leyes, o peor aún, según su capricho. Por desgracia hemos seguido dando culto a ese dios interesado y que nos interesaba mantener. Nada tenemos que “esperar” de Dios; ya nos lo ha dado todo desde el principio. Intentemos darnos cuenta de que no hay nada que esperar y abrámonos a su don total, que es ya una realidad, aunque no lo hayamos descubierto. El mensaje de la parábola de hoy es, en el sentido más estricto, evangelio, es decir, buena noticia: Dios es para todos igual; para todos es amor, don infinito. Cuando decimos para todos, queremos decir para todos sin excepción. Los que nos creemos buenos, los que creemos y cumplimos todo lo que Dios quiere, lo veremos como una injusticia; seguimos con la pretensión de aplicar a Dios nuestra manera de hacer justicia. Cómo vamos a aceptar que Dios ame a los malos igual que a nosotros. Caería por tierra toda nuestra religiosidad que se basa en ser buenos para que Dios nos premie o por lo menos, para que no nos castigue. El evangelio propone cómo tiene que funcionar la comunidad (el Reino). ¿Sería posible trasladar esta manera de actuar a todas las instancias civiles? Si se pretende esa relación imponiéndola desde el poder, no tendría ningún valor salvífico. Pero si todos los miembros de una comunidad, sea del tipo que sea, lo asumieran voluntariamente, sería una riqueza humana increíble, aunque no partiera de un sentido de trascendencia. Meditación-contemplación “No te hago ninguna injusticia” No es fácil comprender desde nuestra lógica humana las razones que tiene el amor para actuar sin motivación aparente. Debemos descubrir que el amor que Dios me tiene nunca puede tener su fundamento en mí, sino sólo en Él. ………………….. Esa actitud de amor que Dios manifiesta conmigo, es la que tengo que imitar yo para con los demás. Esta es la clave de todo el evangelio. No tenemos que amar para que Dios nos ame, sino amar como Dios nos ama y porque Él ya nos ama. ………………… “Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”. Para poder imitar a Dios, primero debemos conocerlo. Lo que Jesús intenta una y otra vez en el evangelio es llevarnos a ese descubrimiento del verdadero Dios. Es una característica parábola paradójica, cuya fuerza reside sobre todo en lo sorprendente del relato, y su peligro en que entendamos el cuento como mensaje y no como soporte del mensaje. Nos viene muy bien para mejorar nuestro conocimiento del género parabólico.
El relato está perfectamente ambientado en las costumbres de la época, en su planteamiento. Naturalmente, a todo el mundo le va extrañando que mande obreros a la viña cada vez más tarde, y a última hora. Esto forma parte de "la intriga" del relato, que va captando la atención del auditorio. Cuando llega la hora de pagar, viene la sorpresa. Ciertamente, no se hace injusticia a nadie, pero hoy diríamos que se hace un "agravio comparativo". Hasta aquí, solamente hay relato: Dios no hace injusticias, pero tampoco agravios comparativos; el mensaje no va por ahí. El final de la parábola nos puede dar una pista para entender el mensaje; la cuestión de "últimos y primeros", es decir, la cuestión de nuestras maneras de juzgar y valorar, y las maneras de juzgar y valorar de Dios mismo. Los que para nosotros son los últimos, los de la última hora, quizá sean para Dios los primeros. Los que para nosotros son los primeros, los de la primera hora, quizá sean para Dios últimos. Las dos aplicaciones que los contemporáneos podían sacar inmedia-tamente de la parábola, una vez superada la sorpresa, serían sin duda: Una interpretación “inmediata”, la sorpresa, incluso el rechazo, tan típicos del impacto que las parábolas producían, y tan acordes con lo que pretendía el mismo Jesús: sus parábolas empiezan por algo conocido, razonable, aceptable, y de pronto dan un giro y sorprenden, incluso escandalizan. Quizás algunas buenas personas pensaron: “¡menos mal!, esos pobres desgraciados podrán llevar pan a sus familias esa noche, porque el amo es generoso”. Pero sin duda la mayoría pensarían: “no hay derecho, debería pagar más a los primeros”. Y ahí está precisamente el mensaje de Jesús, en esa sorpresa, porque el Reino no es simplemente razonable, porque “mis pensamientos no son vuestros pensamientos”. Una segunda aplicación, muy en consonancia con el mensaje de Jesús: los últimos en llegar son los gentiles, que van a ser igualados con Israel en la Iglesia y en el Reino. No olvidemos que este es un fragmento de Mateo, y que el evangelio de Mateo se escribe para una comunidad de procedencia judaica, en la que sin duda podría haber resistencias fuertes a la equiparación de judíos y gentiles para incorporarse a la Iglesia. (No hay paralelo a este pasaje en los otros evangelistas). Y, por encima de lo que aquéllos entendieran, lo que podemos entender nosotros: la incorporación al Reino y la relación con Dios no es cuestión de méritos ni de justicia, es cuestión de que "el amo es bueno". Todos reciben, sin duda, pero el Reino es un don que no se merece. Ni el conocimiento de Dios ni el perdón se merecen ni se pagan. La relación con Dios se basa en que Dios ama, es decir, obra muy por encima de la justicia; y nosotros amamos, es decir, nos movemos muy por encima de la justicia, del mérito, la culpa, el premio o el castigo. Nuestros caminos y nuestros planes: violencia, predominio del más fuerte, marginación del débil, instalación en la comodidad de esta vida, disfrutar de lo presente... Razonando un poco más humanamente llegamos hasta pensar en justicia, socorrer algo a los necesitados (sin perder nuestro status), moderar las comodidades con un poco de austeridad, disfrutar de cosas más sencillas... Y, más allá, Jesús, sus caminos y sus planes. "El Reino de Dios se parece..." empezaba la parábola. Es decir, no se parece a nada de lo que piensa la humanidad en general, y muy poco a lo que nosotros pensamos. Desde luego, no se parece a la violencia, pero ni siquiera anuestra justicia. No se parece al lujo, pero ni siquiera al moderado disfrute de esta vida. No se parece a ganar, triunfar, destacar, ser famoso... Todas esas cosas no son primeras; son últimas, muy últimas, en el Reino de Dios. El que vive en el Reino de Dios está por encima de la justicia, en sus relaciones con Dios y en sus relaciones con los demás. Si manejamos aún los viejos conceptos de pecado como culpa, virtud como mérito, premio-castigo, justos y pecadores... estamos aún lejos del Reino. Dios no piensa así, no son esos sus pensamientos. Si juzgamos a los demás, les damos para que nos den o porque nos dan, amamos a los que nos aman, perdonamos solamente a algunos, damos solo dinero y de lo que nos sobra... estamos aún lejos del Reino. Si pensamos que nosotros, la iglesia, somos los primeros en el Reino, y los que no conocen a Jesús ni a Dios son últimos; si pensamos que el Papa, los Obispos, los sacerdotes, los que vamos a misa los domingos...somos primeros en el reino; si miramos a los niños, a los discapacitados, a los menos dotados, como últimos, como menos personas... Si pensamos que los que van de cooperantes al tercer mundo van como salvadores, a dar lo que los otros no tienen, si pensamos que Occidente es el Bien y el Maestro... Si seguimos creyendo que los bienes materiales son signo de la bendición de Dios, si miramos las enfermedades como castigo o como prueba, si nuestra oración consiste en pedir a Dios que colabore a que se haga nuestra voluntad por encima de la suya... Si todas o algunas de estas cosas pasan por nuestro espíritu, o son la tónica de nuestro espíritu, estamos lejos del Reino. Lo malo es que en el fondo de nuestro espíritu no hemos tragado aún que somos nosotros los últimos del Reino, aunque conozcamos a Jesús o quizá precisamente por eso. La más inquietante de las frases de Jesús es sin duda: "Las prostitutas y los publicanos os llevan ventaja en el Reino de Dios". Porque, confesándolo o no, nosotros nos sentimos antes que toda esa gente en el Reino de Dios. |
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