Jeremías era pastor de un pueblito. No era ningún doctor. A la Biblia le tenía un profundo respeto pese a que no siempre se llevaba bien con ella.
A veces la retaba porque muchas de sus páginas lo querían llevar a la época de las tinieblas cuando la conciencia humana todavía en pañales vivía sumida en un estado de terror permanente por todo lo desconocido: terror de Dios, terror de los espíritus, terror del trueno, terror de la muerte, terror aún de la vida. Pero su entusiasmo era incontenible cuando él veía en otras muchas páginas de la Biblia cómo la misma conciencia osaba erguirse contra esa fatalidad y conquistar, paso a paso, su humanidad. Para él, la Biblia era, como está escrito por ahí, un cuchillo de doble filo que podía traer alienación y muerte o liberación y vida. A Jeremías le había parecido que solamente la libertad y la vida podían ser “Palabra de Dios”. Lo demás lo desechaba como se desecha la cáscara de una fruta después de rescatar de ella lo que se puede comer. Le llamaba particularmente la atención el mensaje de justicia que traía la Biblia. Un mensaje claro, de extrema valentía y siempre de actualidad. Un mensaje que se encuentra en el mero centro de la Biblia y que, por razones que dan ganas de llorar, muchos cristianos desconocen casi por completo. Jeremías contaba que una vez soñó que se le había ocurrido arrancar de una de sus biblias todas las páginas referidas a la justicia, lo que la había dejado muy flaca. Las palabras más hermosas que quedaban en ella, como el mandamiento de amarnos unos a otros, sonaban tristes como las notas de una guitarra rota. O como almitas sin cuerpos y cuerpos sin huesos. Todo lo más luminoso de la Biblia, al desconectarse de la justicia, se había apagado como una vela cuando se le acaba la mecha. El amor lo es todo, repetía Jeremías, pero sin pasión por la justicia, no es más que una pelota desinflada. Contaba que, en tiempos de crisis mayor, solían surgir, uno tras otro, hombres llamados profetas quienes, animados por el espíritu de Dios, remachaban sin descansar que la única salida era la justicia. Jeremías insistía en que ese mensaje venía del mismo Dios y que todavía tenía plena vigencia. Él quería que su pueblo se enamorara de la justicia y que, a ejemplo de los profetas, la pusiera en el centro de su vida. No por eso Jeremías se tragaba todo lo de los profetas. Le parecía excesivo el nacionalismo de esos hombres que rayaba a veces en fanatismo. Sin embargo, el amor visceral que tenían al pueblo y a Dios, su valiente postura frente a las idolatrías de moda, su indefectible esperanza, y, sobre todo, su pasión fogosa por la justicia en contra de los opresores del pueblo, colmaban a Jeremías de admiración y de contento. El testimonio heroico de esos hombres, Jeremías lo tenía como un gran tesoro dentro de su ser. Durante toda su vida trató Jeremías de trasmitirlo a su pueblo como el mejor regalo de Dios. Para que este mundo, al que no le falta inteligencia, se echara a andar sin cojear, haciendo del amor su corazón y de la justicia su columna vertebral.
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