Hace ya más de un año que tomé una de las decisiones de mi vida de la que más me he arrepentido y fue aquel día en que me alejé entristecido de aquel maestro galileo que me había propuesto que lo dejara todo y me fuera con él.
Alguien me había contado que él decía que las aves del cielo tienen nidos y las raposas madrigueras, pero que ni él ni los suyos tenían donde reclinar la cabeza. Tengo que reconocer que en un primer momento, aquella manera de vivir atravesó como una ráfaga de viento libre mi existencia acomodada y fácil, pero pronto me di cuenta de que aquello no era para mí porque, aunque soy joven, estoy ya demasiado acostumbrado a los placeres y comodidades que me proporcionan los bienes que posee mi familia. A pesar de que me separé con tristeza de Jesús, estoy convencido de que volvería a reaccionar igual si se presentara de nuevo la ocasión: nunca me sentiría capaz de abandonar los bienes que poseo y mucho menos ahora que mi padre ha muerto y soy heredero, junto con mi hermano mayor, de una enorme fortuna y de una gran finca muy rica en trigo a la que tengo un apego especial porque desde niño he vivido con pasión la época de las cosechas, cuando mi padre me enseñaba cómo se aventaba y se trillaba y me hacía admirar la belleza de las gavillas que iban a parar a nuestros graneros. Pero es precisamente esa finca la que está siendo la causa de mis mayores preocupaciones porque su posesión ha desatado una tormenta de rivalidades entre mi hermano y yo en torno a cuál de los dos le corresponde en la herencia. El afecto que debería unirnos se ha esfumado en cuanto hemos comenzado a litigar por el testamento de nuestro padre y mi vida se ha convertido en un sucederse de días amargos y desdichados. Después de una violenta discusión con mi hermano, cerré airado la puerta de nuestra casa y me puse a caminar enfurecido por las calles de Jerusalén en busca de un amigo entendido en leyes para que me asesorara en el ejercicio de mis derechos. De pronto, me di de bruces con un grupo que caminaba hacia el templo y al reconocer a Jesús en medio de ellos, como me inspira respeto y admiración, pensé que a quién mejor que a él podía acudir para encontrar justicia. Le expuse mi demanda esperando que él tomaría una postura favorable hacia mí y me brindaría su comprensión y su apoyo. Pero cuál fue mi asombro al percibir ahora en su rostro una dureza y una distancia que para nada me recordaron aquella mirada acogedora que había sentido sobre mí el día que nos conocimos. Sus palabras restallaron ante mí con la fuerza de un látigo: - “¿Cómo puedes pensar que voy a situarme yo como juez de tus pleitos y ambiciones?”. Y continuó dirigiéndose a los suyos sin volver a mirarme a mí: - “¡Tened cuidado con cualquier forma de codicia!”. Sentí que entre él y yo se abría un abismo infranqueable, que él estaba en una orilla con los suyos y yo en la otra, y que les hablaba como un maestro que a través de mí señalaba a sus discípulos una manera equivocada de vivir. Aunque deseaba irme, estaba con los pies clavados al suelo y aún le escuché contar una historia de un hombre avaro que, después de una excelente cosecha y de haber derribado sus graneros para construir otros, moría esa misma noche. Volví a mi casa apesadumbrado y por segunda vez mi encuentro con el Maestro era para mí un motivo de amargura. Esa noche tuve una terrible pesadilla: me encontraba dentro de un inmenso granero que acababa de construir y el trigo iba entrando, ocupando todo el espacio y sepultándome a mí hasta que llegó hasta mi boca y ya no podía respirar. Me desperté angustiado y ya no pude conciliar el sueño. Cuando se hizo de día yo ya había tomado una decisión: entré en el almacén donde guardábamos los alimentos, agarré un puñado de trigo de uno de los sacos y salí en busca de Jesús y los suyos. Conociendo sus costumbres sabía dónde encontrarlo: estaba junto a la piscina de Siloé conversando con los enfermos que se agolpaban cerca de ella. Sin decirle nada, me acerqué a él y, cuando nuestras miradas se cruzaron, abrí mi mano cerrada y derramé a sus pies el puñado de trigo que llevaba en ella. No hacían falta palabras: con aquel gesto estaba reconociendo ante él que estaba enfermo de codicia pero que deseaba curarme; que no sabía si iba a ser capaz de permanecer en su seguimiento, pero que sí sabía que solo junto a él y respirando su libertad podría curarme de mis males. Su mirada consiguió que me sintiera envuelto de nuevo en un manto de perdón y de amistad y me dijo: - “No temas, no son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Vente conmigo”. Esta vez sí lo he dejado todo atrás y camino junto a él, aunque no sepa por cuánto tiempo. Pero voy comenzando a entender eso que él llama “atesorar para Dios” y a vivir la libertad de los pájaros que no tienen graneros pero a los que el Padre cuida. Y empiezo a comprender lo que dice también: que donde está nuestro tesoro, allí está también nuestro corazón.
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El trasfondo que podemos apreciar en este relato nos habla de una situación característica del pueblo judío en la época de Jesús. A causa de los crecientes impuestos de Herodes y del Templo, muchos campesinos se habían empobrecido, hasta el punto de verse obligados a vender su propiedad y tener que trabajar como jornaleros.
Parece que, en su origen, se trataba de una parábola rabínica, bien conocida por sus oyentes. Sin embargo, de manera sorprendente e incluso subversiva, Jesús va a cambiar radicalmente el final de la misma. Y tendremos que prestar atención a la novedad que introduce, ya que un cambio intencionado tiene un solo objetivo: mostrar lanovedad que se quiere transmitir. Y, como veremos, ésa será nada menos que la novedad del propio evangelio. Vayamos por partes. Sabemos que toda religión, en mayor o menor medida, termina siendo una religión del mérito y la recompensa: Dios nos trataría según nuestro comportamiento hacia él. Por tanto, la persona religiosa se cree con derecho a reclamar un trato de favor. Por lo que nos transmiten los relatos evangélicos, la religiosidad oficial judía del siglo I –aunque no sólo ella- era marcadamente mercantilista. Es claro que el mercantilismo es lo opuesto a la gratuidad: la idea del mérito echa por tierra la gracia. Pues bien, la parábola rabínica terminaba de una forma “religiosamente correcta”, acorde con lo que esperaba oír un público religioso. Ante la protesta de los trabajadores de la “primera hora” –que personifican justamente a las personas observantes de la religión-, el dueño les responde: “Es cierto que sólo han trabajado una hora, pero han hecho tanto trabajo, que equivale al que vosotros habéis realizado en todo el día”. En la versión original de la parábola, queda a salvo la idea (religiosa) de la recompensa proporcionada al mérito. ¿Qué hace Jesús? Desconcertando a sus oyentes y, probablemente, escandalizando a muchos de ellos, hace dar al relato un giro de ciento ochenta grados, tirando por tierra cualquier idea de mérito y de comparación. Para él, la palabra que sustituye a todas las anteriores es “gratuidad”. Y de ese modo, nos revela a Dios y nos muestra el modo genuinamente humano de vivir. En realidad, sólo podemos entender la parábola si caemos en la cuenta de que el nombre de Dios es Gracia, Amor que permanece incluso cuando es rechazado o –como diría Francisco de Asís- una “voluntad de amar que no se retira”. Esto no es posible verlo desde la mente etiquetadora, que separa y divide constantemente lo real en pares de opuestos –agradable/desagradable-, y querría quedarse sólo con aquello que pertenece a la primera de esas categorías. De la mano de la mente, el yo ve la realidad escindida entre “gracia” y “desgracia”. Y eso se termina convirtiendo en fuente de sufrimiento para la persona. Sin embargo, cuando trascendemos la mente, al venir al momento presente, descubrimos que todo es Ahora, y que todo es Gracia. Es fácil que, al menos en un primer momento, volvamos a rebotarnos cuando aparezca una enfermedad, un accidente o un desengaño –las exigencias y la inercia del ego se siguen dejando sentir-, pero bastará que tomemos distancia de él, para experimentar de nuevo que todo es Gracia. Si Dios (el Misterio último) es Gracia, nosotros somos también, en lo más profundo, Gracia. Descubrirlo y vivirlo forma parte de nuestro aprendizaje. Con frecuencia, vamos por la vida deseando recibir el “denario” –el hijo mayor de la parábola del “hijo pródigo”, sin darse cuenta de que todo lo del padre era suyo, reclamaba “un cabrito”-; un “denario” al que nos creemos acreedores por nuestro comportamiento. Pero nos sentimos desairados si vemos que se lo dan también a quien pensamos que ha hecho menos que nosotros. Es claro que el ego no sólo vive de la idea del mérito, ansiando recompensas, sino de la comparación (y descalificación del otro). El ego no puede alegrarse del bien del otro; por eso no puede entender tampoco la gratuidad. Eso le hace vivir encerrado y amargado. En último término, se trata de un problema de ignorancia. No es que “los trabajadores de la primera hora” sean malos; sencillamente, desconocen quiénes son ellos y quiénes son los demás. Su identificación con el ego les hace tener una idea mezquina de la realidad, tan mezquina como el propio ego. Cuando salimos de esa identificación, venimos a descubrir que no somos el ego que pensábamos ser, sino la Conciencia que lo ilumina; no somos nada de lo que ocurre, sino el Espacio en el que todo ocurre; no somos quienes hambrean un denario, sino la Riqueza que todo lo contiene; no somos competidores de los de “la última hora”, sino sólo otras “formas” que los “complementan”; no somos un yo autoconsistente y cerrado, sino cauce o canal por al que fluye, gratuitamente, la Vida. A partir de ahí, seremos capaces de salir del caparazón del ego y permitir que la Vida se despliegue abiertamente en nosotros, a favor de todos los seres. Esto es lo que sabe y promueve la auténtica espiritualidad. Así lo expresan los “cuatro votos del Bodhisattva”, en una versión libre de un conocido Sutra budista, que me parece particularmente lograda. La transcribo a continuación. LOS 4 VOTOS DEL BODHISATTVA (Versión libre de un Sutra budista) · Los seres son innumerables; es mi deseo vivir conscientemente y estar presente para quienes convivo. · Los pensamientos y sentimientos ilusorios son ilimitados; es mi deseo no luchar en su contra, sino acogerlos, sin identificarme con ellos. · Las puertas del dharma son incontables; es mi deseo aceptar lo que surja en el ahora y permitir que todo sea lo que es. · El camino del despertar no tiene igual; es mi deseo que mi afán de alcanzarlo no se convierta en mi mayor obstáculo. Giovanni Franzoni, ex abad de San Pablo Extramuros y participante con 36 años en el Vaticano II, relata ante el congreso de la Juan XXIII cómo y cuándo se inició la traición conciliar
“Concilio traicionado, concilio perdido”. Así tituló su conferencia el teólogo Giovanni Franzoni, ex abad del monasterio benedictino de San Pablo Extra Muros, en Roma. “Tenéis delante de vosotros a una persona anciana (nacida en el 1928), que cuando era joven tuvo la suerte de participar en el Concilio Vaticano II. En ese evento tomaron parte unos dos mil quinientos padres, mas a cincuenta años de distancia casi todos han muerto. Yo soy uno de los poquísimos padres sobrevivientes (junto, en Italia, a mi amigo Monseñor Luigi Betazzi, obispo emeritus de Ivrea); por tanto tenéis delante a vosotros un testigo directo”. Los teólogos reformistas lamentan que esté “cortado” el dialogo con los obispos El teólogo Franzoni fue este viernes la figura estelar del 31 congreso de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, que reúne este fin de semana en Madrid a casi un millar de pensadores de varias confesiones, en su mayoría mujeres. El ex abad franciscano subrayó este carácter de superviviente conciliar porque han sido frecuentes en estos últimos años congresos dedicados al Vaticano II donde teólogos o historiadores, que en los años sesenta del siglo pasado eran chiquillos o ni siquiera habían nacido, reflexionaban sobre aquel evento, diciendo incluso cosas profundas e importantes, pero normalmente sin sentir la necesidad de escuchar a algunos de los padres conciliares aún vivos. “No es que nosotros, viejos y a menudo enfermos, poseamos la verdad o seamos indispensables, mas algo interesante podremos decir como testigos del contexto (humores, esperanzas, temores, desilusiones, indignaciones) en que se discutieron y redactaron documentos”, advierte Franzoni. En su opinión, “ningún discurso o crónica, y menos aun los mismos documentos, pueden presentar mejor el contexto de aquel acontecimiento que cambió el catolicismo moderno durante décadas, metido en conserva más tarde por los últimos papas. Franzoni fue elegido en 1964 abad de San Pablo Extra Muros y, a pesar de no ser obispo, como abad de San Pablo - una abadía nullius - tenía el derecho de participar en el concilio, como sancionado en el Derecho canónico, junto a los otros abades con la misma condición jurídica. En calidad de tal fue uno de los mas jóvenes padres conciliares, con apenas 36 años. Recuerda ahora: “Yo había entrado en el Vaticano II como un moderado, pero para muchos, italianos en gran parte, era progresista y en ese camino fuí despertado por la presencia e intervenciones de cardenales como el belga Leo Suenens, arzobispo de Malinas-Bruselas, o de Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia, o de patriarcas como el griego melquita Maximos IV”. Franzoni argumenta “cómo, por qué y con qué razones el Concilio ha sido desatendido, vaciado de contenido y quizás traicionado, empezando precisamente por los papas. Según el ex abad franciscano, todo empezó ya con Pablo VI, sucesor del Papa que convocó el Vaticano II, el gran Juan XXIII. Dijo: “En muchas partes, incluso en nuestros ambientes, se afirma hoy que fueron Juan Pablo II y después el cardenal Joseph Ratzinger - a partir del 2005 Benedicto XVI - los que pusieron un freno a los fermentos post-conciliares, imponiendo una interpretación minimalista y restrictiva del Vaticano II. Sin embargo, fue el mismo Pablo VI quien puso las premisas para que el Concilio pudiera ser, al menos en parte, domesticado y el post-concilio enfriado. “Cuando, en noviembre de 1964, el Concilio finalmente se preparaba para aprobar solemnemente la Constitución sobre la Iglesia, el papa Montini obligó a añadir al texto una llamada Nota explicativa previa al tercer capítulo de la Lumen gentium, precisamente aquel que afrontaba el tema de la colegialidad, o sea la relación entre el primado papal y el poder del colegio episcopal. La Nota reitera en modo exasperado el poder papal, dándole una interpretación que en perspectiva vaciaba de contenido la colegialidad episcopal que era afirmada en la Lumen gentium (para ser preciso recuerdo que el texto conciliar no usa nunca el sustantivo Colegialidad sino que habla del Colegio de los obispos). Esa repite cien veces que tal colegio no puede nada “sin su jefe”, o sea, sin el Sumo Pontífice. Salvo excepciones, la Curia romana sostuvo siempre que la Nota previa era un acto del Concilio. Pero no es así, es un acto papal, responsabilidad plena de Pablo VI. El Concilio simplemente ha tomado nota, pero formalmente sin hacer propio el texto”. Franzoni también demuestra cómo fue Pablo VI quien enfrió e, incluso, evitó el debate sobre el celibato sacerdotal. Dice: “Cuando con el decreto Presbyterorum ordinis, en la cuarta sesión nos preparamos para discutir sobre el ministerio y la vida sacerdotal, se debía afrontar el problema del celibato obligatorio para los sacerdotes de la Iglesia latina. Surgieron intervenciones completamente favorables a mantener la ley en vigor, pero también alguna intervención que preveía la hipótesis de aquellos que más tarde serían llamados en latín viri probati, o sea hombres maduros, con una vida profesional hecha y padres de familia, que podrían ser ordenados sacerdotes. Estas intervenciones progresistas”, si bien raras, turbaron al papa que entonces escribió una carta al cardenal Eugenio Tisserant, primus inter pares del Consejo de presidencia del Concilio, pidiendo que informara a la asamblea que el pontífice se reservaba para sí la cuestión del celibato sacerdotal; así fue como la discusión del Vaticano II en el mérito fue truncada. Más tarde, en 1967, el papa Montini publicaba la encíclica Sacerdotalis caelibatus en la que rechazaba toda hipótesis de cambio de la ley en vigor. Pero todos saben que desde entonces y durante todos estos cincuenta años, la cuestión del celibato ha provocado infinitos debates, mucho malestar, mucho sufrimiento”. “Cuando nos enteramos de la decisión del papa de reservarse la decisión sobre el celibato sacerdotal, un padre conciliar colombiano que estaba muy cerca de mi me dijo en italiano: “padre abad, yo tengo solamente ocho sacerdotes diocesanos, todos concubinos, ¿que debo hacer, echarlos todos a la calle y quedarme sin sacerdotes? Yo vine al Concilio solo por este motivo..” Yo, moderado, intenté calmarlo diciéndole que esperaba que el Santo Padre hiciera su parte… Si el papa hubiera dejado plena libertad al Concilio, quizás se habría abierto la brecha hacia una reforma. Pero el papa decidió, y los padres conciliares no tuvieron el coraje de insistir para mantener la libertad de discutir sobre aquel espinoso tema. También sobre Gaudium et spes el Papa hizo una intervención autoritaria que tuvo graves consecuencias. Cuando se discutió sobre los métodos moralmente legítimos para controlar la natalidad, numerosos padres - Suenens y Maximos IV entre otros - sostuvieron que a los cónyuges se les debía otorgar libertad de conciencia; tesis contradicha por padres menos numerosos pero más combativos. Decididos a reafirmar la Casti connubii, la encíclica con la que en 1930 Pio XI declaraba ser culpa grave impedir el normal proceso de procreación de un único acto conyugal, los padres “conservadores” se opusieron con todos los medios a las anunciadas aperturas y novedades. Los “progresistas” confirmaron - se había descubierto “la píldora” poco tiempo antes - que no era sabio oponerse a la ciencia, y emitir sentencias en campos tan opinables. Pareció claro que la gran mayoría del Concilio era favorable a la tesis “abierta”. Intervino, entonces, Pablo VI reservándose la determinación de los medios moralmente lícitos para regular la natalidad. Lo hizo con la encíclica Humanae vital”. Franzoni explicó más tarde el endurecimiento de la falible autoridad papal, castigando a cientos de teólogo y acabando sin miramiento con la teología de la liberación en favor de una Iglesia de los pobres. Él mismo fue una de las víctimas. Lo contó así: “Sobre todo en un punto los papas post-conciliares han olvidado el Concilio (con el repetido reconocimiento de la autonomía de las realidades terrenas y del Estado), o lo han interpretado en modo reductivo y, al final, desviante: me refiero a la relación entre normas éticas proclamadas por el magisterio católico y leyes de los Estados sobre “puntos sensibles” (o, sea los temas relacionados con la sexualidad, la familia, el fin de vida). En Italia, como sabréis, en mayo 1974 se programó un referéndum para decir sí o no a la abrogación de la ley sobre el divorcio. Se trataba por tanto de discutir sobre una ley civil, no sobre un sacramento. Pues bien, la Conferencia episcopal intentó imponer, moralmente, y no solo a los católicos, sino a todos los ciudadanos, de votar SI a la abrogación. Yo - permitidme una referencia personal - me opuse públicamente a esta pretensión y, en un pequeño libro, sostuve la libertad de voto, de conciencia, de los católicos. ¡Y así fui suspendido a divinis!” Los días 12 y 13 de mayo de 1974 aquella Italia - que según las estadísticas vaticanas era católica al 98% - votó NO, en un 60%, a la cancelación de la ley sobre el divorcio. Fue un gran golpe para Papa y obispos, pero no se rindieron ni entonces ni después. De hecho, en un referéndum de junio del 2005 sobre la procreación asistida, hicieron campaña pública para invitar a todos a no votar. Como no se alcanzo el quórum del 50%+1 de los votantes, el referéndum fue declarado inválido. Sostiene Franzoni que “las jerarquías eclesiásticas están convencidas de que solo el magisterio católico pueda pronunciar palabras de verdad sobre ley natural y sobre temas sensibles; y por tanto urgen a los católicos a hacer que las leyes civiles recalquen el punto de vista de la doctrina católica oficial sobre cada tema. El concepto de laicidad es completamente extraño a las jerarquías: o, mejor, ellas la invocan, precisando, sin embargo, que la laicidad debe ser sana, o sea, que acoja las tesis vaticanas”. También esta tarde ha hablado el teólogo José Arregi, de la Universidad de Deusto y obligado el año pasado por el obispo de San Sebastián a abandonar la congregación de los Franciscanos para evitar males mayores a sus superiores. Analizó los fundamentalismos religiosos y sus antídotos en la religión y, entre los rasgos del fndamentalismo, destacó la búsqueda de un fundamento inamovible en un mundo más cambiante que nunca; la lectura literal de los textos sagrados; la pretensión de una verdad absoluta en reacción crispada contra la incertidumbre inherente a nuestra cultura; la dependencia de una autoridad indiscutible, como recurso contra la inseguridad creciente; la defensa de una moral inmutable, supuestamente fundada en los textos sagrados; y la fe en un Dios supuestamente conocido, que legitima las propias convicciones y opciones, y una visión maniquea del mundo, dividido entre buenos y malos. “¿De quién es el futuro?”, se preguntó finalmente Arregi. El futuro es “una religión crítico-liberadora, que exige un cambio radical de un paradigma milenario, la adopción de otro paradigma holístico (no dualista), ecológico (no antropocéntrico) y pluralista (no exclusivista)”, dijo. El congreso de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII continúa este sábado con las intervenciones de Ndeye Andújar, directora de WebIslam; las teólogas feministas Kochurani Abraham (Universidad india de Madras) y Geraldina Céspedes (universidad Rafael Landívar, de Guatemala), y, a última hora, con el homenaje a José María Díez-Alegría, Enrique Miret Magdalena y Julio Lois, presidentes de la Juan XXIII ya fallecidos. Serán evocados por Pedro Miguel Lamet, Andrés Tornos y Paca Sauquillo. La clausura es el domingo con la celebración de la eucaristía en el paraninfo del sindicato Comisiones Obreras, una colecta solidaria y la emisión de una declaración final. Antes, el secretario general de la Juan XXIII, Juan José Tamayo pronunciará la lección de clausura sobre “El diálogo interreligiosos, alternativa a los fundamentalismos”. Breves apuntes de la “Comunión que camina”,
Peregrinación a Santiago (Agosto 2011) “Dame la mano y danzaremos, dame la mano y me amarás. Como una sola flor seremos, como una flor y nada más…” Gabriela Mistral difícilmente imaginaría su poesía encarnada en tanta fuerza y aliento colectivos, capaz de impulsar a tantas almas en una misma senda. Hay instantes vedados a la más apurada crónica. Nada podrán estas letras para evocar aquellos momentos mágicos, aquellos vibrantes cantos, plenitud en cada arranque de estrofa inundando las almas. Hay abismos a no salvar, estampas a no poder rescatar. Son los mismos cantos que asaltan ahora nuestros días en el instante inesperado, que vienen a nuestros labios sin llamarlos, como si la columna no se hubiera desecho, como si nadie nos hubiera dado la espalda y montado en su autobús y mentado “adiós” alguno. Una vez desperdigados nosotros por el mundo, quizás sean esas melodías y toda su carga de valores y recuerdos los que nos mantienen unidos. Cantamos mucho, pues el canto nos daba la inmediata oportunidad de hermanarnos, ya con el plato en la mano, ya con el alba despuntando, ya con los caminos recién abiertos, ya en el inicio de cada uno de los múltiples círculos... Ahora, en cada rincón del día en que se posa el canto en nuestras ya resecas gargantas, volvemos a sentir cercano al grupo, en realidad nunca desperdigado. Aquellos cantos nos devuelven hoy la sensación de que algo del Cielo y su bendita unión, quedaron anclados en nuestros corazones. No tardó en aparecer la nostalgia de las flechas amarillas, de los pasos aunados, de los cuerpos estrechados en tantos círculos… Nostalgia incluso de aquel gallo de Juan Carlos que fulminaba nuestros sueños a las 7 de la mañana. Nostalgia sobre todo de cuando dormíamos juntos en los grandes polideportivos, como si los sueños tejieran bajo el mismo techo de uralita una suerte más profunda de fraternidad. Unen los cantos, une también la oración que recitábamos con nuestros cuerpos apretados por el frío matutino. Unen las danzas de profunda y gozosa paz a la luz de la luna. Une la senda tantas veces santificada, une el sudor, la perola grande de cous-cous con curry, la sopa caliente compartida al término de tantos días, pero sobre todo une descansar sobre el mismo y duro suelo, culminar el día juntos, sumando alientos, sumando sueños. En varios polideportivos dormimos en medio de la cancha, formando con colchonetas y esterillas gran círculo, como si nos resistiéramos, al dejar nuestros cuerpos y emprender vuelo nuestras almas, a distanciarnos unos de otros. Así no es de extrañar que muchas lágrimas se fueron a reunir con el rocío de cada alborada. Era el abrazo matutino cuando, después de la oración, despedíamos a tantos que nos fueron dejando a lo largo de las jornadas. Esas lágrimas eran condensada expresión de la fraternidad gestada. Caminaron, sirvieron y marcharon. Entre la niebla de la joven mañana buscábamos la silueta de sus cuerpos, olvidando que esa fraternidad es marea siempre en marcha que no conoce apegos. El laberinto de fuego que veis en la imagen, nos preparó para los desafíos más empinados. La belleza de aquella noche que nos ofreció Mariana y su equipo, nos acompañó por los altos y verdes senderos gallegos. Con Miyo vino la explosión de la alegría colectiva, como si hubiéramos esperado ese momento para que él pusiera en nuestros labios los más bellos cantos (“Dame la mano…”, “Que la dicha de la Diosa te acompañe...”, “Que sea por la paz y por la unión…”), para que marcara a nuestras piernas aquellos frenéticos ritmos concheros. Con Nuria Aragón vino el recuerdo de una vida más sana y más pura a la que estamos llamados a sumergirnos. Celsa y Carolina nos trajeron el llamado del grano y todo su universo de integridad y de vitalidad. Nos invitaron a sumergirnos en otra danza también intensa ligada al recuerdo del “Corazón único”. Lola y el equipo de Byakko nos iniciaron en mitad del bosque en la ciencia, hasta hace poco oculta, de los mudras. En medio de todo ello nunca dejamos de cantar y danzar, ya danza espontánea con Carmen Paz (Biodanza), ya danzas sagradas, sublimes con Victoria. Como era de prever el Camino iba por dentro, de manera que los retos más duros afloraban cada mañana más en forma de desprendimiento, de servicio, perdón… que de kilómetros ya cuesta arriba, ya cuesta abajo. El Camino colectivo se manifestó como lo que es, un excelente gimnasio de donación, una bendita posibilidad de conocernos un poco más. Desde Astorga a Santiago, la intensa convivencia de 18 días nos proporcionó un relato más certero de nosotros/as mismos/as, de nuestras debilidades y aciertos. Así hasta que un día las torres de una gran Catedral se plantaron orgullosas ante nuestra mirada agradecida en el Monte del Gozo, hasta ese momento en que dudamos si seguir las flechas amarillas, o volver a empezar ya no desde Astorga, sino desde algún extremo lejano para que aquello no acabara nunca, para que la familia peregrina perdurara, para que nuestros pasos no se dispersaran. En Santiago dimos el resto. Primero el sábado en la misma plaza del Obradoiro y al día siguiente en la de la Quintana. Con toda la fuerza y la fe acumuladas en el camino, nuestros cantos se derramaron sobre esa planta adoquinada, sobre esa urbe sagrada. Los círculos de celebración y danza, los propios corazones se ensancharon en su máximo diámetro. La bandera de la paz de Roerich, formada por flores, constituyó nuestra ofrenda a la ciudad, al mundo. Las 170 grandes banderas de todos los países que trajeron las amigas de Byakko, multiplicaron nuestro compromiso de paz, extendiéndolo a tantos países. La tarde del sábado nos reunimos en el camping de San Marcos del Monte del Gozo, las diferentes familias espirituales concitadas para explorar la posibilidad de promover iniciativas conjuntas de cara al próximo e importante 2012. Desde el equipo organizador, María, Victoria, Arantxa, Alvaro, Juan Carlos, Guan, Primi y Koldo, gracias al centenar y medio de peregrinos que unieron sus pasos a la “Comunión que camina”. Gracias de corazón a los facilitadores y a los líderes de los grupos y movimientos que nos acompañaron. Gracias a Manuel (Proyecto Risa), a Miyo y los concheros, a Mariana y las Hijas de Gaia, a Nuria Aragón y a Ben, gracias a Arminda Jack y su equipo, a Celsa y Carolina del movimiento del Corazón único, gracias a Carlos Descalzo y Anita de la Red gallega de Luz, a la gente de Byakko Internacional, de Amalurra, a Carmina Paz (Biodanza), a Victoria Etxenike (Danzas de Paz Universal), a Mari José de Maíz, así como a la familia del Santo Daime. Gracias por supuesto a Don Alvaro (el becario), nuestro guía infatigable e incombustible, que supo como nadie sacar adentro de aquellos cuerpos fuerzas de la nada, adentro de aquellas almas gozo cuando amenazaba desencanto. Gracias a Trini que puso canto, brío y concha, bajo el sol y la lluvia, en los primeros y últimos pasos de cada jornada, siempre en las ocasiones más oportunas. Gracias a Flori y a Jesús que nos echaron más de una mano en los momentos apurados... ¿Quién ha escondido aquella bandera blanca tan unida a nuestros sudores, a nuestros horizontes? No tarde en desplegarla quien ahora la custodie en su baúl de recuerdos. La Tarea continúa. Juntos podemos. Amar sin sentir pasión por la justicia no es amar. Sin justicia, el amor no tiene pies, ni piernas, ni manos, ni nada. Es como un auto último modelo, pero sin ruedas, o sin volante. O que tuviera ruedas, volante y todo, pero sólo daría vueltas alrededor del garaje por falta de carreteras.
Es la justicia la que hace que el auto del amor funcione como corresponde y que la carretera de la vida sea transitable para todo el mundo. Si realmente tengo amor y quiero amar, lo primero que tengo que hacer es trabajar para la justicia. Sí, eso es lo primero. Sabemos que toda la Biblia culmina en la revelación del amor: Dios es Amor. El que ama conoce a Dios. El que ama cumple toda la ley. El amor es todo. ¡Ámense! Jesús es el modelo: “Como les he amado, ámense unos a otros”. Jesús amó hasta el extremo (1 Jn 4, 7-8; Rom 14, 8-10; Jn 13, 1. 34). Pero antes de llegar al extremo de amar hasta la cruz, Jesús amó simplemente, cada día de su vida. ¿Y cómo amó? Anunciando con palabras y con obras algo que tenía muy a pecho y que él llamaba “el Reino”. ¿Y qué era el Reino? Era muchas cosas, pero por encima de todo, era la justicia. Justicia y Reino, Justicia y Buena Noticia, Justicia y Evangelio, Justicia y Jesús, Justicia y amor, Justicia y salvación, todo aquello era una sola cosa. Todos los cristianos tendríamos que tener esto grabado en nuestro corazón, en nuestra cultura, en nuestros genes y sobre los campanarios de nuestras iglesias. Lo tendríamos que tener grabado sobre cada piedra. No en latín sino en la lengua que la gente entiende. Para que nos acordemos. Para que el mundo entero sepa cuál es nuestra identidad: Amor, sí, pero también Justicia. ¡Inseparables! Lo demás, libertad, paz, prosperidad y vida eterna, viene por añadidura. En la boca de Jesús y en los oídos que lo escuchaban, la palabra “Reino” significaba que un rey estaba llegando para gobernar a su pueblo. Y ¿cómo eso podía ser realmente una Buena Noticia? Solo porque no se trataba de un rey cualquiera sino de un rey como el pueblo pobre y sufrido esperaba y como lo esperaba también toda gente de buena voluntad. ¿Y qué clase de rey esperaban? Un rey que se dedicara enteramente a su profesión. Y ¿en qué consistía la profesión de rey? Consistía en ser experto en justicia. Esto es lo que se esperaba. En la cultura de casi todos los pueblos medianamente civilizados de la más alta antigüedad corría como agua el concepto de que para vivir en paz y para prosperar hacía falta ser gobernado por un profesional de la justicia. Esa era la función del rey. La justicia era su responsabilidad fundamental y suprema. Al rey le correspondía hacer leyes justas para toda la gente de su pueblo, tomar medidas para que esas leyes se cumplieran, y establecer jueces íntegros para impartir justicia a todas y todos de acuerdo a la ley. Esa era la función esencial del rey. Era una función sagrada. Obedecer al rey era obedecer a la justicia. Y obedecer a la justicia era obedecer a Dios. Por eso, al rey se lo revestía a veces con los atributos de la misma divinidad, porque ese hombre era encargado de administrar la cosa más sagrada para la vida del pueblo: la justicia. Pues se comprendía que sin la justicia no había pueblo, sin la justicia no había paz, sin la justicia no había libertad, sin la justicia no había amor, sin la justicia no había pan para todos, sencillamente no había vida y, por lo tanto, ni Dios podía existir; si existía, no era bueno. La Justicia debía ser la verdadera Reina del pueblo y el Rey, su brazo derecho, su fiel servidor, su esposo. Nosotros mismos no sabemos gran cosa de reyes, y lo que sabemos no suele asociarse con el amor a la justicia. En la época de Jesús era igual. Casi nunca en su larga historia, el pueblo de Jesús había tenido un rey justo, excepto tal vez en sus leyendas. Su gran sueño era que, por fin, surgiera un rey que fuera realmente justo. Día y noche lo pedía a Dios, como consta en muchas partes de la Biblia y específicamente en una oración famosa que la Biblia ha conservado hasta hoy. En esa oración nosotros podemos comprobar lo que el pueblo esperaba de su rey: EL POBRE ESPERA UN REY JUSTO (Salmo 72, versión simplificada) Oh Dios, dale poder al Rey para que brinde Justicia a tu pueblo y defienda los derechos de los pobres. Para que por los montes y las colinas corran como ríos la Paz y la Justicia. El Rey juzgará con Justicia al pueblo humilde, aplastará al opresor y salvará a los hijos de los pobres. Su Reino durará como el Sol y como la Luna a lo largo de los siglos. Su Reino será como la lluvia sobre el césped, y como el chubasco que moja la tierra. En sus días Justicia florecerá y una gran Paz hasta el fin de las lunas. Él reinará de un Mar a otro, desde el Río hasta los límites del mundo. Al mendigo que clama a él, lo librará, y también al pequeño que no tiene apoyo de nadie; se apiadará del débil y del pobre, salvará la vida de ellos y la rescatará de la violencia de los opresores, (Lc 1, 68-75) pues ante sus ojos la vida de los pobres tiene mucho precio. Habrá en la tierra abundancia de trigo; las montañas se cubrirán de trigales hasta la cima; los trigales se multiplicarán como pasto en el campo. En nuestro Rey serán benditas todas las naciones de la tierra, (Abrahán, Gén 12, 3) y todas las naciones lo felicitarán. (María, Lc 1, 48). ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, pues solo Él hace maravillas! ¡Bendito sea por siempre su Nombre de gloria, que su gloria llene la tierra entera! ¡Amén, amén! Éste debería ser el himno de los cristianos y de toda la gente de buena voluntad sobre la tierra. En vez de Rey, poner Gobierno, Tribunales, Bancos, ONU, Iglesia, y ya. Por tanto, cada vez que Jesús habla de Reino, se refiere casi exclusivamente a una Justicia que se traduce en pan, en salud, en perdón de las deudas, en liberación de los estigmas sociales, en fin, en paz. Y Dios sabe cuánto habló de Reino. Sin descansar, día y noche, en todas partes, en miles de parábolas, multiplicando con ternura y generosidad ilimitada los gestos de justicia concreta, provocando a cada rato la ira de los celosos guardianes del statu quo. Él era la respuesta a la esperanza de los pobres. Por eso el pueblo andaba eufórico detrás de él y lo quería hacer rey. Pero Jesús tenía una forma de pensar que no era exactamente la que tenía muchísima gente del pueblo: no quería ser un rey que impusiera la justicia con el palo. Quería que la justicia no viniera solo de arriba, sino también de abajo. Que el mismo pueblo amara la justicia y la pusiera en práctica. Que no solo él fuera el esposo de la Justicia sino que todo el pueblo también lo fuera. El pueblo, en realidad, deseaba tener un rey que les regalara todo… Es allí donde las cosas empezaron a ir mal con Jesús. La mayoría de la gente del pueblo que reclamaba justicia a gritos, no estaba dispuesta a ponerla en práctica entre ellos. Justicia a palos contra los malos y regalitos para los buenos, eso quería el pueblo, pero con Jesús, ni una cosa ni otra. Fue abandonado. (Jn 6, 26. 60. 66). Ayer, y hoy. Así que no se diga que Jesús casi nunca habla de justicia en el Evangelio o que no hace nada concreto en ese sentido: cada vez que pronuncia la palabra Reino, él habla de Justicia; cada vez que hace un milagro o toma posición a favor de un excluido, él lleva a la práctica la justicia concreta de Dios. Toda la actividad de Jesús en los tres años que precedieron su muerte fue enfocada a que la justicia no se quedara en lindas palabras. Que el pueblo de una cultura ajena al lenguaje de la Biblia no lo vea, se puede entender, pero que los que han estudiado y meditado la Palabra de Dios toda su vida y la han anunciado durante siglos no hayan logrado meterse eso en la cabeza, ni en la de los pueblos, es para morirse de pena. Mucho amor, sí, pero, para decir la verdad, poca justicia… Auto sin ruedas. Carreteras lindas pero cortadas por todas partes. Iglesia que habla mucho de caridad y, por cierto, mucho hace para y con los pobres, pero que no ha inventado todavía cómo ser un verdadero fermento para que las sociedades donde ella tiene casa propia se despierten y empiecen en serio a hacer de la Justicia su gran prioridad. Y no de una justicia mezquina, puntillosa y dura como la de los fariseos de la época de Jesús (Mt 5, 20), sino de una justicia tan liberal y humana como la que Jesús pinta en las parábolas de los trabajadores de la viña (Mt 20, 1-16) o del Padre pródigo (Lc 15, 11-32). “Buscad primero el Reino de Dios y su Justicia”, y todos los demás bienes os serán dados por añadidura (Mt 6, 33). Dicho con otras palabras: todo irá como sobre ruedas… “Es una grave patología”, según la asociación Juan XXIII
El hombre que sembró la muerte a finales de julio pasado en una isla noruega, cerca de Oslo, adquirió las insignias de cruzado en Varanasi, una ciudad de peregrinos hindúes al norte de la India. Eran medallones con la imagen de una calavera blanca y símbolos del Islam, el comunismo y el nazismo, atravesados con la cruz de los mártires. Habían sido elaborados por un artesano musulmán a partir de un diseño que le fue enviado por correo electrónico hacía más de un año, remitiéndolas por mensajero a Noruega sin llegar a enterarse a dónde irían a parar y para qué propósito serían destinadas. Lo recordó ayer la teóloga feminista Kochurani Abraham, profesora de la Universidad de Madras (India), ante el congreso de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, reunido en Madrid. Se clausura hoy con la celebración de una misa en el paraninfo de Comisiones Obreras. Teólogas feministas denuncian la marginación de la mujer Además de la cuestión de las insignias, lo que ha sobrevenido como un golpe moral aún mayor es el eco del fundamentalismo religioso de la India en la tragedia noruega. Para muchos noruegos, el reconocimiento de que la tragedia no haya provenido de extremistas islámicos, ni de la extrema izquierda, sino de un conciudadano, “ha de haber causado una vergüenza deshonrosa”, según Abraham. Comentando el apoyo de líderes internacionales a las autoridades noruegas en los días que siguieron al terror planteó estas preguntas: ¿Emprenderán ahora una guerra en contra de los extremistas de derecha de su propia casa? ¿Se actuará contra la islamofobia, el racismo y los fundamentalismos? No hay respuestas. Lo que está quedando claro en este congreso es que los fundamentalismos son un fenómeno cada vez más extendido y que se apropia de todas las parcelas de la sociedad, como puede comprobarse en el crecimiento de los partidos xenófobos, en el fanatismo de los líderes religiosos que queman libros o execran del laicismo, y en los atentados cometidos en nombre de Dios. Aunque los fundamentalismos no están en la naturaleza original de las religiones, son hoy una de sus más graves patologías. El congreso de la Asociación Juan XXIII también ha analizado si los brotes fundamentalistas son comunes a todas las religiones. Ayer hablaron tres teólogas feministas y cuando definieron las marginaciones de la mujer en sus respectivas confesiones (catolicismo, islamismo y religiones orientales), dejaron claro que la lacra del patriarcado es común. Lo dijo Ndeye Andujar, directora de Webislam. “Los debates en torno a la compatibilidad o no de la religión con el feminismo no son propios del Islam. Tenemos en común con otras tradiciones espirituales unos sistemas patriarcales que siguen un patrón similar”. Igual tesis sostuvo Geraldina Céspedes, profesora de Teología Feminista en la Universidad Rafael Landívar (Guatemala), que habló sobre fundamentalismos y liberación en Amétrica Latina. Nos referimos al perdón otorgado a alguien por quienes nos sentimos ofendidos y en relación con el resentimiento -o incluso el odio- que abrigamos hacia él por lo que consideramos ofensa recibida.
Es importante el aspecto religioso del perdón al prójimo, como lo manifiesta en simbólicas consecuencias la parábola del servidor despiadado (Mt. 18, 32-35): “Así hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonare cada uno a su hermano de todo corazón”. Pero consideramos de mayor calado vital y trascendencia para quien lo concede, la dimensión neuropsicológica del mismo. Cada pensamiento, cada emoción, cada conducta, tiene su eco negativo o positivo en el cerebro, inundando de sustancias neuroquímicas el organismo: todas ellas de incuestionable impacto en la vida física, mental y social del individuo. Y también ¿cómo no? en la espiritual. En el cerebro, afirman hoy los neuropsicólogos, se asientan los cimientos del espíritu, siendo aquel a la vez su motor y su arquitecto. Toda actividad mental crea nuevas redes neuronales, inductoras y facilitadoras posteriormente de nuevos comportamientos resonantes de dicha actividad. El acto del perdón no es ajeno a este principio y hace que cambien la energía y las estructuras físicas de nuestras células y de cuanto de este hecho físico se deriva. El hombre debe ser trabajado necesariamente desde el hombre. Y a ello nos invitan hoy, como herramientas más eficaces, las Ciencias neurológicas, la Psicología y las experiencias meditativas. El Budismo, por ejemplo, concibe el perdón como una necesidad para prevenir pensamientos dañinos que puedan alterar nuestro bienestar mental: “su práctica nos libera de ataduras que amargan el alma y enferman el cuerpo”. Perdonaríamos con más facilidad si fuéramos conscientes de las secuelas negativas que el no hacerlo –y positivas si lo hacemos- tiene para nuestro organismo y, en consecuencia, para nuestro vivir y crecer de cada día. El perdón es particularmente necesario cuando hay de por mediosentimientos de odio y de rencor. Sobre todo, porque a quien más daño hacen es a quien los guarda. Alguien ha dicho con sentido del humor y mucho realismo que “el odio es el veneno que uno ingiere para que el odiado se muera”: mientras el otro vive plenamente ajeno al problema. Como la Reina de Corazones de Alicia en el País de las Maravillas,gritamos constantemente llenos de viejos resentimientos contra los que consideramos nuestros enemigos: “¡Que le corten la cabeza!”, “¡Que le corten la cabeza!”, sin percatarnos que la única cabeza que termina cayendo de los hombros es la propia. Un elemento clave para poder perdonar a los demás es la capacidad de condonarse a sí mismo, ya que todo perdón nace del autoperdón. Pero la mayor parte de nosotros deambulamos harto frecuente cargados con nuestra mochila sentimental repleta de resentimientos ligados a un pasado que no podremos ya cambiar: como el capitán Rodrigo de Mendoza en La Misión, que arrastra indefinidamente el fardo de sus armas y bagajes –símbolo de sus pecados- incapaz de perdonarse. Finalmente cabe considerar la dimensión social del perdón, incuestionablemente la más trascendental: su proyección sobre los demás y, por supuesto, sobre cuanto nos rodea. Liberándome yo del resentimiento y del odio libero también a los demás -y al Mundo entero- de la contaminación tóxica que entrañan. Somos en cierto modo colas de cometa cargadas de detritus cuyos efectos se proyectan más directa o indirectamente en todos los espacios. Y recordemos que ya en la antigüedad estos fenómenos meteóricos eran vistos a menudo como mensajeros de catástrofes. En nuestra metáfora, hoy sabemos que lo son. Por otra parte perdonar no significa estar de acuerdo con lo que pasó, ni darle la razón al que ofendió. Simplemente significa tomar conciencia del hecho, dejar de lado todo cuanto causó el dolor y el dolor mismo, y finalmente aceptarlo como algo que pertenece ya a los anales de nuestra personal biografía. Del Sacramento del Perdón al Prójimo -el auténticamente cristiano-, como signo, lo importante es lo significado. Es decir, lo que ocurre física, psíquica y espiritualmente en quien lo otorga. La visita del papa ha generado numerosos comentarios sobre su financiación con dinero público, la desmesura de sus celebraciones y, en general, sobre la oportunidad de la implicación del Estado en un acto religioso realizado en un país aconfesional. Sobre estos temas creo que está todo dicho.
Pero, terminada la visita y felizmente recuperada la vida normal de Madrid, quizás sea el momento de reflexionar acerca de algunos de los temas que el papa ha tratado en sus discursos. Una de sus ideas más repetidas es la contraposición que denuncia entre “el relativismo moral” que impera en las sociedades que han abandonado las creencias religiosas y la “radicalidad evangélica” que predica la Iglesia y que fundamenta una ética solidaria basada en valores firmes. La idea no es nueva y antes de esta visita había sido uno de los ejes de su enfoque pastoral. Supone por lo tanto el papa que la religión constituye una garantía para la conducta moral y, más aún, que sin ella la moralidad corre el peligro de caer en un relativismo en el que “todo vale” y prevalecen los intereses particulares sobre el bien común. Dos argumentos pueden oponerse a esta doctrina papal. El primero es de tipo histórico. Es verdad que el cristianismo, en su mensaje original, inaugura unos principios morales novedosos que abren el camino para una ética de fraternidad universal. Pero este mensaje cristiano poco tiene que ver con la moral que impone la Iglesia cuando se convierte en un poder hegemónico. Durante los siglos en los que ha prevalecido la religión como ideología dominante, la moral pública no pasa por sus mejores momentos: ¿habrá que recordar la intolerancia religiosa, los crímenes de la Inquisición, la sumisión de la mujer, la bendición a los opresores? Hay que esperar a la Modernidad, un movimiento que no es precisamente religioso y al cual la Iglesia se opuso con todas sus fuerzas, para que surjan trabajosamente y con muchas contradicciones algunos valores morales coherentes con lo que el cristianismo predicó en sus orígenes, como la aspiración a una fraternidad universal, la tolerancia religiosa y los derechos humanos. Muchos de esos valores, como la libertad religiosa y la separación de Iglesia y Estado, fueron condenados explícitamente por la Iglesia. “Pestilente error” llamaba un papa a la libertad de conciencia. Pero existe también una razón filosófica contra ese argumento que defiende la dependencia religiosa de la moral. Benedicto XVI tiene fama de teólogo ilustrado y supongo que conoce la postura de Kant sobre el tema. El pensador alemán sostiene que toda moral que no se fundamente en la decisión autónoma, libre y responsable del ser humano se reduce a obedecer normas impuestas desde fuera y carece de valor ético. Y eso, aun cuando el origen de tales normas sea un mandato divino. Dicho en otras palabras: la mera obediencia a los mandamientos de Dios no implica ningún mérito moral. Los valores morales, para ser auténticos, deber surgir de una decisión autónoma del hombre y no de la obediencia a un mandato externo, cualquiera que sea su origen. Y en este sentido la moral es anterior a la religión: aunque Dios no existiera, los deberes morales no perderían nada de su fuerza. Desde luego, Kant era cristiano y creía en Dios, aun cuando la Iglesia incluyó sus obras en el Índice de libros prohibidos. Pero para él Dios no era un legislador que impone sus mandatos, sino la coronación del orden moral, el que hace posible que la felicidad sea el resultado –no el premio– de la vida buena. Y desde este punto de vista la religión no constituye ninguna garantía de moralidad. Tampoco, por supuesto, de lo contrario. Muchos creyentes adoptan, quizás sin saberlo, la concepción kantiana y concilian sus valores morales con sus creencias religiosas sin necesidad de utilizar esta últimas como un instrumento para controlar su conducta. Pero queda por resolver el segundo término del argumento papal. ¿Una moral sin Dios es necesariamente relativista, de modo que sus decisiones dependen de la conveniencia de cada momento y carecen de valores absolutos? También aquí pueden aducirse dos tipos de argumentos. El primero se basa en la experiencia: no parece que el ejercicio de la religión tenga alguna influencia en la calidad ética de la conducta de los seres humanos. Buenas y malas personas, relativistas y no relativistas, las hay equitativamente repartidas entre diversas creencias e ideologías. Pero, además, suponer que una moral laica renuncia a valores absolutos y cae necesariamente en el relativismo implica, como mínimo, una total ignorancia sobre el tema. Volvamos a Kant: según él, el criterio moral por excelencia consiste en considerar a toda persona –también la propia– como un fin en sí misma. Es decir, en valorarse a sí mismo y a todos los demás no como meros instrumentos que pueden ser utilizados según la conveniencia del momento sino como poseedores de un valor absoluto, un valor que no depende de su utilidad sino que descansa solamente en su condición de seres humanos y que por lo tanto merece respeto. Nada más lejos del relativismo moral que el papa condena, y que está presente, es verdad, en algunas versiones de éticas posmodernas, pero que de ninguna manera puede extenderse a la moral laica en general. Una moral sin Dios no carece de absolutos, entendiendo por tal aquello que vale por sí mismo: sólo que el absoluto no está situado más allá del mundo, sino en la misma tierra. Son los seres humanos de carne y hueso y no un código moral que proviene del más allá. Creo que la radicalidad ética que postula el papa resulta mucho mejor asegurada por el respeto a todos los seres humanos que por la obediencia a mandatos cuyo supuesto origen divino le ha costado el cuello a más de una persona. El yo no puede perdonar. Es inútil esperarlo de él. Así como tampoco puede no juzgar. Como resultado de nuestra identificación con la mente, el yo vive gracias al pensamiento, que no es otra cosa que juicio. Su objetivo es autoperpetuarse, por medio de los dos mecanismos que le otorgan una sensación de existir: la apropiación y la identificación. De ahí que su funcionamiento sea necesariamente egocéntrico.
Con esas características, no es difícil comprender que las lecturas que el yo hace de las situaciones resulten confusas, generen sufrimiento inútil y conduzcan, finalmente, a callejones sin salida. Eso es exactamente lo que ocurre, de un modo más patente, en aquellas circunstancias en las que el yo se ha sentido especialmente agraviado. Cuando una situación del presente despierta heridas dolorosas del pasado, el malestar suele ocupar toda la escena. Y el yo herido hace lecturas de la misma, necesariamente egocentradas, que bloquean la posibilidad de perdón auténtico. En el mejor de los casos, puede llegar a una resignación más o menos "tolerada", pero no podrá perdonar a quien piensa que lo hirió. El perdón sólo es posible en la medida en que trascendemos el yo. Con frecuencia, ello requiere tiempo, paciencia... y todo un ejercicio de toma de distancia de él. Sin ésta, no logramos salir de su ámbito y permanecemos sometidos a su dominio: no podremos ver las cosas sino como el propio ego las ve. No hay camino de salida. Tomar distancia del yo significa desarrollar nuestra capacidad deobservarlo como un "objeto" dentro de lo que realmente somos. Al hacerlo, empezamos a reconocer que no somos ese yo -ni las "historias mentales" que él mismo se ha fabricado-, sino Eso que observa, elEspacio consciente e ilimitado, desde el que todo es percibido de un modo radicalmente nuevo. Ese Espacio consciente es nuestra identidad más profunda,transpersonal (transegoica y transmental), no-dual y compartida. Mientras permanecemos en ella, la preocupación por nuestro ego disminuye hasta el extremo; sus "historias mentales" de sufrimiento, venganza o resentimiento se evaporan en la Conciencia transpersonal, y empiezan a fluir, lúcida y mansamente, la bondad, la compasión y el perdón. Y venimos a descubrir que el perdón no es algo que dependa de la voluntad, sino del "lugar" donde nos situamos. Desde el yo, es imposible; desde el Espacio consciente que somos, fluye sereno sin dificultad porque, para la Conciencia transpersonal, ha "desaparecido" incluso el motivo mismo que lo mantenía agraviado. En su lugar, se hace presente la Comprensión. Lo que ha ocurrido es que, al "pasar" de la identidad del yo a quien realmente somos, nos hemos liberado nada menos que de las necesidades que atenazan al ego. Gracias a esa liberación, se amplía y purifica nuestra mirada, a la vez que se ensancha y ablanda nuestro corazón. Si no hay "yo", ¿quién se sentirá agraviado?; si no hay "yo", ¿quién habría de perdonar? El "paso" del yo al "Espacio consciente" que somos (Eso no-dual) se experimenta como rendición sabia y se vive como regalo de liberación.Caen las resistencias, porque "ha caído" el ego que vivía esclavo de sus necesidades. Con la rendición, no es que el perdón sea posible; es que no hay nada que perdonar: ha desaparecido quien se había sentido herido y exigía reparación. Sólo queda liberación y deseo profundo de bien para la persona hacia la que antes vivíamos resentimiento. Quizás la relación no pueda restablecerse "formalmente", porque hay otros factores que tener en cuenta, pero ha desaparecido todo resto de exigencia o de reproche. Todo está bien. Es así de simple; tanto, que cuesta entender cómo uno pudo haber quedado atrapado en la espiral egocentrada del yo. Pero requiere vivir el "paso", para ver las cosas, no desde el yo, que sólo busca afirmarse y exige respuestas acordes a sus necesidades, sino desde el "Espacio consciente" que nada necesita y nada le afecta. Ese paso se ve obstaculizado por la identificación con el yo, particularmente cuando se despiertan heridas pendientes, carencias no resueltas, miedos atávicos, experiencias de soledad y abandono... Por eso, puede hacer falta tiempo de maduración. Con todo, aun respetando ese tiempo, es posible intentarlo..., para experimentar cómo se modifica radicalmente la perspectiva, en cuanto tomamos distancia del yo. A partir de ese momento, sin embargo, no está todo hecho. Siguen pesando las viejas inercias del ego. Por eso, cuando reaparezcan los mensajes egoicos, con sus necesidades, miedos, exigencias, resentimientos y reproches, hay que "volver" decididamente a situarse en la verdadera identidad, el "Espacio consciente" que somos, para volver a constatar que, desde él, la visión se modifica y se hace presente la libertad interior y la Comprensión sin límites. Realmente, no hay nada que perdonar ni "nadie" que perdone. Para "aterrizar" todo lo que estoy diciendo, deseo ejemplificarlo con un caso concreto, que viví hace un tiempo. Tras un hecho grave e inesperado, que me resultó agudamente doloroso, afloró mi yo herido y desconcertado, abandonado y hundido, resentido y exigente..., negándose a vivir hasta que las cosas no fueran como él deseaba: se veía literalmente incapaz de aceptar lo sucedido. Todo quedó impregnado de sufrimiento y sinsentido, que se intensificaba con el mero recuerdo de lo ocurrido; un recuerdo que no hacía sino fortalecer las demandas del yo. Tuvo que pasar tiempo para que, finalmente, pudiera "rendirme" a la verdad, sin condiciones. Pero esa rendición únicamente fue posible cuando se me regaló situarme de un modo más estable en la identidad o conciencia transpersonal: la rendición fue sinónimo de liberación definitiva, desegocentración, serenidad ecuánime, comprensión sin exigencias, amor y deseo de bien sin restricciones... Todo ello lo viví como uno de los mayores regalos de mi vida, como la Gracia que marcaba un punto de inflexión, un antes y un después, en mi modo de ser, de situarme y de percibir. Decididamente, en ese nivel,todo está bien; ningún miedo tiene sentido. Y queda como una voz resonando en mi interior: "No te reduzcas al yo ni te entretengas en sus «historias mentales», en su modo de ver las cosas; no sigas ni un minuto su «discurso»; al contrario, míralo siempre como un «objeto» dentro de la Conciencia que eres; reconócete como elEspacio consciente o Conciencia transpersonal que trasciende el yo, y experimenta la comprensión y la liberación que te aporta". Brevemente: "No olvides nunca quién eres". Hoy sé por experiencia que todo lo demás depende de ello. El evangelio de hoy es continuación del que leíamos el domingo pasado. Allí se daba por supuesto el perdón. Hoy es el tema principal. Mateo sigue con la instrucción sobre cómo comportarse con los hermanos dentro de la comunidad. Sin perdón mutuo sería imposible cualquier clase de comunidad.
El perdón no es más que una de las manifestaciones del amor y está en conexión directa con el amor al enemigo. Entre los seres humanos es impensable un verdadero amor que no lleve implícito el perdón. Dejaríamos de ser humanos si pudiéramos eliminar la posibilidad de fallar y el fallo real. EXPLICACIÓN La frase del evangelio, "setenta veces siete", no podemos entenderla literalmente; como si dijera que hay que perdonar 490 veces. Quiere decir que hay que perdonar siempre. El perdón tiene que ser, no un acto, sino una actitud, que se mantiene durante toda la vida y ante cualquier ofensa. Los rabinos más generosos del tiempo de Jesús, hablaban de perdonar las ofensas hasta cuatro veces. Pedro se siente mucho más generoso y añade otras tres. Siete era ya un número que indicaba plenitud, pero Jesús quiere dejar muy claro que no es suficiente, porque todavía supone que se lleva cuenta de las ofensas. La parábola no necesita explicación, como todas. El punto de inflexión está en la desorbitada diferencia de la deuda de uno y otro. El señor es capaz de perdonar una inmensa deuda. El empleado es incapaz de perdonar una minucia. Al final del texto, encontramos un rebotazo del AT: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo”. Jesús nunca pudo dar a entender que un Dios vengativo puede castigar de esa manera, o negarse a perdonar hasta que cumplamos unos requisitos. En el evangelio encontramos con mucha frecuencia esa incapacidad de aceptar plenamente el Dios de Jesús, que es sobre todo Padre. Eran judíos y les costó Dios y ayuda aceptar toda la originalidad de Jesús. También nosotros nos encontramos mucho más a gusto con el Dios del AT. Ese Dios que premia y castiga nos permite a nosotros hacer lo mismo con los demás. Esta es la razón por la que nos sentimos tan identificados con Él. Primero hemos fabricado un Dios a nuestra imagen, y después nos hemos conformado con imitarle. APLICACIÓN El perdón solo puede nacer de un verdadero amor. No es fácil perdonar, como no es fácil amar. Va en contra de todos los instintos. Va en contra de lo razonable. Los razonamientos nunca nos convencerán de que tenemos que perdonar. Desde nuestra conciencia de individuos aislados en nuestro ego, es imposible entender el perdón del evangelio. El ego necesita enfrentarse al otro para sobrevivir y potenciarse. Desde esa conciencia, el perdón se convierte en un factor de afianzamiento del ego. Perdono (la vida) al otro porque así dejo clara mi superioridad moral. Expresión de este perdón es la famosa frase: “perdono pero no olvido” que es la práctica común en nuestra sociedad. Para entrar en la dinámica del verdadero perdón, debemos tomar conciencia de nuestro verdadero ser y de la manera de ser de Dios. Experimentando la única realidad descubriré que no hay nada que perdonar, porque no hay otro. Con un ejemplo podemos aproximarnos a la idea. Si tengo una infección en el dedo meñique del pie y me causa unos dolores inaguantables, ¿puedo echar la culpa al dedo de causarme dolor? El dedo forma parte de mí y no hay manera de considerarlo como un objeto agresor. Hago todo lo posible por curarlo porque es la única manera de ayudarme a mí mismo. Por ese camino descubriremos que perdonar, no es hacer un favor al otro, sino entrar en una dinámica de verdadero amor, que te permite paz, armonía interior y bienestar. Desde nuestro concepto de pecado como mala voluntad por parte del otro, es imposible que nos sintamos capaces de perdonar. El pecado no es fruto nunca de una mala voluntad, sino de una ignorancia. La voluntad no puede ser mala, porque no es movida por el mal. La voluntad solo puede ser atraída por el bien y repeler el mal. La trampa está en que se trata del bien o el mal que le presenta la inteligencia, que con demasiada frecuencia se equivoca y presenta a la voluntad como bueno lo que en realidad es malo. Sin esta aclaración, es imposible entrar en una auténtica dinámica del perdón. Como seres humanos nos cuesta mucho menos tolerar una ignorancia que perdonar una mala voluntad. “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo”. ¿No os parece un poco ridículo que Dios esté condicionado por nuestras propias acciones? Dios no tiene acciones, mucho menos puede tener reacciones. Dios es amor y por lo tanto es también perdón. No tiene que hacer ningún acto para perdonar; está siempre perdonando porque está identificado con cada uno de nosotros. Su amor es siempre perdón porque llega a nosotros sin merecerlo. Ese perdón de Dios es lo primero. Si lo aceptamos nos hará capaces de perdonar a los demás. No al revés. Eso sí, la única manera de estar seguros de que lo hemos descubierto y aceptado, es que perdonamos. Por eso se puede decir, aunque de manera impropia, que Dios nos perdona en la medida que nosotros perdonamos. ¡Qué difícil nos resulta armonizar el perdón con la justicia! Nuestra cultura occidental que pretendemos superior a las demás, tiene fallos garrafales. Claro que nuestra cultura es fruto del cristianismo; pero olvidamos que se trata de un cristianismo troquelado por el racionalismo griego y encorsetado hasta la asfixia por la justicia romana. El cristianismo resultante, que es el nuestro, no se parece en nada al que vivió Jesús. En nuestra sociedad se está acentuando cada vez más el sentimiento de Justicia, pero se trata de una justicia racional e inmisericorde, que la mayoría de las veces solo esconde nuestro afán de venganza; eso sí, con todas las de la ley. Nuestro mezquino sentido de la justicia se la hemos aplicado al mismo Dios y lo hemos convertido en un monstruo que tiene que hacer morir a su propio Hijo para “justificar” su perdón. Es completamente descabellado pensar, que un verdadero amor está en contra de una verdadera justicia. Luchar por la justicia es conseguir que ningún ser humano haga daño a otro en ninguna circunstancia. La justicia no consiste en que una persona perjudicada, consiga perjudicar al agresor. Difícil será que escapemos de esta dinámica. Seguiremos utilizando los mecanismos de la justicia para dañar al otro. Lo que pedimos en el Padrenuestro, entendido al pie de la letra, es un solemne disparate. No se trata de un simple defecto de trascripción. En el AT está muy clara esta idea. En la primera lectura nos decía exactamente: "Del vengativo se vengará el Señor". "Perdona la ofensa de tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas". Cuando el mismo evangelista Mateo relata el Padrenuestro, la única petición que merece un comentario es ésta, para decir: "...Porque si perdonáis a vuestros hermanos, también vuestro Padre os perdonará; pero si no perdonáis, tampoco vuestro Padre os perdonará (Mt 6,14). Aunque hayamos repetido esta idea durante veinte siglos, no corresponde al Dios de Jesús. No tenemos que escandalizarnos de que se diga esto de Dios, pero tampoco debemos renunciar a seguir acercándonos a la verdad. ¿No sería más lógico pedir a Dios que nos perdone como solo Él sabe hacerlo, y aprendamos de Él nosotros a perdonar a los demás? Para descubrir por qué tenemos que seguir amando al que me ha hecho daño, tenemos que descubrir los motivos del verdadero amor a los demás. Si yo amo solamente a las personas que son amables no salgo de la dinámica del egoísmo. El amor verdadero tiene su justificación en la persona que ama, no en el objeto del amor y sus cualidades. El amor a los que son amables por sus cualidades no es garantía ninguna del amor verdaderamente humano y cristiano. Si no perdonamos a todos y por todo, nuestro amor es cero, porque si perdonamos una ofensa y otra no, las razones de ese perdón no son genuinas. No solo el ofendido necesita perdonar para ser humano, también el que ofende necesita del perdón para recuperar su humanidad. La dinámica del perdón responde a la más profunda necesidad psicológica del ser humano de un horizonte para poder seguir viviendo. Cuando el hombre se encuentra con sus fallos cada día, necesita una certeza de que las posibilidades de rectificar siguen abiertas. A esto le llamamos perdón de Dios. Descubrir, después de un fallo grave, que la actitud de Dios sigue siendo la misma, que me sigue queriendo y sigue queriendo lo mejor para mí, tiene que llevarme a la recuperación de mi propio ser, a superar la desintegración que lleva consigo un fallo grave. La mejor manera de convencerme de que Dios me ha perdonado, es descubrir que aquellos a quienes ofendí me han perdonado. Solo cuando estoy convencido de que Dios y los demás me han perdonado, estaré dispuesto a perdonarme a mí mismo y recuperaré la paz interior, imprescindible para poder seguir adelante. Meditación-contemplación Si vivo en la superficie de mi ser (ego) el perdón que nos pide Jesús, será imposible. Si descubro que el ofendido y el ofensor somos uno, no hay ofensor ni ofendido ni ofensa. ……………. Solo desde esa profundidad desaparecerá la ofensa. No hay nada que perdonar ni nadie a quien perdonar. Cualquier otra solución no pasará de artificial e inútil. O se convierte en refuerzo de nuestro ego. …………… Descubrir lo que me identifica con Dios y con los demás, es el único camino de superación de toda tensión. La religión de toma y da acá es contraria al verdadero amor que es unidad. |
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