Hace ya más de un año que tomé una de las decisiones de mi vida de la que más me he arrepentido y fue aquel día en que me alejé entristecido de aquel maestro galileo que me había propuesto que lo dejara todo y me fuera con él.
Alguien me había contado que él decía que las aves del cielo tienen nidos y las raposas madrigueras, pero que ni él ni los suyos tenían donde reclinar la cabeza. Tengo que reconocer que en un primer momento, aquella manera de vivir atravesó como una ráfaga de viento libre mi existencia acomodada y fácil, pero pronto me di cuenta de que aquello no era para mí porque, aunque soy joven, estoy ya demasiado acostumbrado a los placeres y comodidades que me proporcionan los bienes que posee mi familia. A pesar de que me separé con tristeza de Jesús, estoy convencido de que volvería a reaccionar igual si se presentara de nuevo la ocasión: nunca me sentiría capaz de abandonar los bienes que poseo y mucho menos ahora que mi padre ha muerto y soy heredero, junto con mi hermano mayor, de una enorme fortuna y de una gran finca muy rica en trigo a la que tengo un apego especial porque desde niño he vivido con pasión la época de las cosechas, cuando mi padre me enseñaba cómo se aventaba y se trillaba y me hacía admirar la belleza de las gavillas que iban a parar a nuestros graneros. Pero es precisamente esa finca la que está siendo la causa de mis mayores preocupaciones porque su posesión ha desatado una tormenta de rivalidades entre mi hermano y yo en torno a cuál de los dos le corresponde en la herencia. El afecto que debería unirnos se ha esfumado en cuanto hemos comenzado a litigar por el testamento de nuestro padre y mi vida se ha convertido en un sucederse de días amargos y desdichados. Después de una violenta discusión con mi hermano, cerré airado la puerta de nuestra casa y me puse a caminar enfurecido por las calles de Jerusalén en busca de un amigo entendido en leyes para que me asesorara en el ejercicio de mis derechos. De pronto, me di de bruces con un grupo que caminaba hacia el templo y al reconocer a Jesús en medio de ellos, como me inspira respeto y admiración, pensé que a quién mejor que a él podía acudir para encontrar justicia. Le expuse mi demanda esperando que él tomaría una postura favorable hacia mí y me brindaría su comprensión y su apoyo. Pero cuál fue mi asombro al percibir ahora en su rostro una dureza y una distancia que para nada me recordaron aquella mirada acogedora que había sentido sobre mí el día que nos conocimos. Sus palabras restallaron ante mí con la fuerza de un látigo: - “¿Cómo puedes pensar que voy a situarme yo como juez de tus pleitos y ambiciones?”. Y continuó dirigiéndose a los suyos sin volver a mirarme a mí: - “¡Tened cuidado con cualquier forma de codicia!”. Sentí que entre él y yo se abría un abismo infranqueable, que él estaba en una orilla con los suyos y yo en la otra, y que les hablaba como un maestro que a través de mí señalaba a sus discípulos una manera equivocada de vivir. Aunque deseaba irme, estaba con los pies clavados al suelo y aún le escuché contar una historia de un hombre avaro que, después de una excelente cosecha y de haber derribado sus graneros para construir otros, moría esa misma noche. Volví a mi casa apesadumbrado y por segunda vez mi encuentro con el Maestro era para mí un motivo de amargura. Esa noche tuve una terrible pesadilla: me encontraba dentro de un inmenso granero que acababa de construir y el trigo iba entrando, ocupando todo el espacio y sepultándome a mí hasta que llegó hasta mi boca y ya no podía respirar. Me desperté angustiado y ya no pude conciliar el sueño. Cuando se hizo de día yo ya había tomado una decisión: entré en el almacén donde guardábamos los alimentos, agarré un puñado de trigo de uno de los sacos y salí en busca de Jesús y los suyos. Conociendo sus costumbres sabía dónde encontrarlo: estaba junto a la piscina de Siloé conversando con los enfermos que se agolpaban cerca de ella. Sin decirle nada, me acerqué a él y, cuando nuestras miradas se cruzaron, abrí mi mano cerrada y derramé a sus pies el puñado de trigo que llevaba en ella. No hacían falta palabras: con aquel gesto estaba reconociendo ante él que estaba enfermo de codicia pero que deseaba curarme; que no sabía si iba a ser capaz de permanecer en su seguimiento, pero que sí sabía que solo junto a él y respirando su libertad podría curarme de mis males. Su mirada consiguió que me sintiera envuelto de nuevo en un manto de perdón y de amistad y me dijo: - “No temas, no son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Vente conmigo”. Esta vez sí lo he dejado todo atrás y camino junto a él, aunque no sepa por cuánto tiempo. Pero voy comenzando a entender eso que él llama “atesorar para Dios” y a vivir la libertad de los pájaros que no tienen graneros pero a los que el Padre cuida. Y empiezo a comprender lo que dice también: que donde está nuestro tesoro, allí está también nuestro corazón.
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