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Jesús rompe nuestros esquemas por: Enrique Martínez Lozano

9/27/2011

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Jesús se está dirigiendo a los “sumos sacerdotes” y a los “ancianos” (o senadores). A ellos, máxima autoridad y referencia religiosa para todo el pueblo, les dirige una advertencia que no debió resultarles fácil de encajar: “Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el camino del Reino”.  

¿Quién se atrevía a hablarles de ese modo? Más aún, ¿quién era ese predicador que tenía la osadía de cuestionar de modo tan radical el lugar de cada grupo en la estructura religiosa? ¿Qué validez podía abrigar una propuesta tan subversiva? Únicamente podía tratarse de una locura o de una blasfemia, que contravenía, no sólo al “sentido común”, sino incluso a la propia religión, que tenía bien establecido el estatus de cada cual dentro de ella.

Indudablemente, Jesús era, en el sentido etimológico de la palabra, un provocador (pro-vocar = llamar hacia delante, desinstalar), que obligaba a ver las cosas desde una perspectiva diferente a la que era habitual.

Pero a todos –y, sobre todo, a la autoridad- nos cuesta cambiar de perspectiva. Solemos aducir, como motivo, que la nuestra es la verdadera; pero, en realidad, incluso a veces sin darnos cuenta, lo que estamos haciendo es proteger nuestra precaria seguridad. La experiencia viene a confirmar que, con frecuencia, los humanosvaloramos la seguridad por encima de la verdad.

Si nos moviera el gusto sincero por la verdad, por encima de cualquier otra cosa, no sólo no tendríamos inconveniente en modificar nuestra perspectiva, sino que lo buscaríamos intencionadamente, desde nuestra motivación por ver con mayor claridad. La pasión por la verdad no permite que nos “instalemos” en lo ya adquirido; al contrario, actúa como un dinamismo que busca abrir la mente y ensanchar el corazón. 

Pero, cuando no es la búsqueda de la verdad la que nos mueve, caemos fácilmente en la hipocresía, entendida como la fractura entre el “hacer” y el “decir”, y la incongruencia va adueñándose de nuestra persona.

Esa incongruencia es denunciada por la parábola de Jesús. Decir sí, pero no ir… puede ser una característica bastante común en el comportamiento humano. Pero quizás más, o al menos de un modo más visible, en el de no pocas personas religiosas.

En la parábola que comentamos, el primer hijo representa a la persona religiosa observante y cumplidora; el segundo, a quienes viven, aparentemente, al margen de cualquier preocupación religiosa. Y, provocativamente, Jesús se pone del lado de estos últimos. Sin embargo, a poco que conozcamos a Jesús, no debería extrañarnos: lo que encontramos en él es un hombre radicalmente íntegro y coherente –sin distancia entre lo que dice y lo que hace-, apasionado por la verdad (“la verdad os hará libres”: Juan 8,32).

        

La incongruencia denunciada no es, evidentemente, exclusiva de la religión judía. Como decía, no es fácil que los humanos nos veamos libres de ella. Pero, cuando se da en la religión, empiezan a ocurrir cosas visiblemente paradójicas que, inevitablemente, empobrecen la vida de la persona y falsean la propia religión.

Así, no es extraño el fenómeno de quien, simultáneamente, se declara miembro decidido de una determinada confesión religiosa y está manifestando opiniones o comportamientos que chocan frontalmente con las enseñanzas que sus textos religiosos contienen.

En nuestro propio medio sociocultural, suele decirse que abundan muchos “católicos” que no son “cristianos”. Sin entrar en ningún tipo de valoración de la conciencia de cada cual, parece claro, sin embargo, que, cada vez que nos acercamos a la religión “buscando” algo –aunque sea de un modo inconsciente-, corremos el grave peligro de absolutizarla y de instrumentalizarla en beneficio de nuestros propios “intereses”.

Podemos (consciente o inconscientemente) buscar seguridad, poder, deseo de imponer las propias ideas… Pero, en esa misma búsqueda, nos estaremos alejando de la pasión por la verdad, que confundiremos –quizás, de un modo inadvertido- con nuestras particulares creencias.

Sólo en este sentido, y volviendo a la diferencia antes enunciada, “católico” sería quien se ha posicionado en los intereses de la institución religiosa; “cristiano” sería quien, como Jesús, busca apasionadamente la verdad y la coherencia, desde las actitudes que subraya el mensaje evangélico: amor, compasión, servicio, no juicio, integridad, pobreza…

La parábola denuncia la “instalación” en las creencias, en la idea de que ellas nos van a salvar. Pero si eso no es así, ¿qué propuesta se nos hace?

Tanto el judaísmo como el cristianismo coinciden en el criterio del “hacer” –por oposición al “decir”-, a la hora de evaluar la actitud correcta. Basta recordar las palabras del propio Jesús, en otro lugar: “No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mateo 7,21).

Se trata, por tanto, de un “hacer” en consonancia con la voluntad del Padre, que no es otra cosa que el bien de las personas: “que no se pierda nadie” (Juan 6,39).

En este sentido, no todo vale. Hay “modos de decir” que pueden ser habituales en determinados círculos –políticos, periodísticos…-, y “modos de hacer” que rigen en determinadas instituciones, que no podrían tener cabida en personas y grupos que dicen remitirse al mensaje del evangelio. Insultos, descalificaciones, juicios apresurados, condenas, prepotencia, racismo, machismo… chirrían agudamente cuando provienen de personas o de medios (prensa, TV, blogs…) que “presumen” de ser católicos. 

Probablemente, la parábola –en línea con la sabiduría de Jesús- nos está invitando a que seamos capaces de reconocer y abrazar al “publicano” y a la “prostituta” que cada cual llevamos en nuestro interior. El sentido sería el mismo que el de aquella otra que habla del “fariseo” y del “publicano”: hasta que no reconocemos a nuestro propio “publicano interno” –nos decía en ella- no podremos estar reconciliados.

 

Históricamente, “publicanos y “prostitutas” eran prototipos de pecadores y herejes. Y, sin embargo, Jesús los coloca como “modelos”, mostrando su admiración hacia ellos. ¿Qué hacemos nosotros –qué hace nuestra Iglesia- con quienes son etiquetados como pecadores o herejes?

 

Simbólicamente, “publicanos y “prostitutas” es aquella parte de nosotros que tenemos reprimida y oculta, nuestra propia sombra. Es claro que, mientras no la reconozcamos, atacaremos en los demás lo que en nosotros mismos hemos rechazado. Sólo cuando abrazamos nuestra “negatividad”, nos humanizamos, porque nos abrimos a la humildad. Y únicamente entonces puede emerger la bondad y la compasión hacia los otros.

Los “sacerdotes” y los “ancianos” –esclavos de su propia imagen de “religiosos observantes”- eran incapaces de reconocer y aceptar su “publicano” y su “prostituta” interiores –que viven en todos nosotros-. Eso mismo los incapacitaba para amar a los otros –publicanos y prostitutas- y para entrar en el Reino.

“Los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos”, es una sentencia que aparece en otras parábolas. Aplicada a nuestro caso, podríamos entenderla de este modo: cuanto mejor (por encima de otros) te crees, más atrás estás; por el contrario, cuanto más te reconcilias con tu debilidad y fragilidad, más cerca estás de la verdad.

Una cosa parece clara: abrazar a nuestros propios “publicano” y “prostituta” nos permitirá abrazar a cualquier persona que se cruce en nuestro camino, sin necesidad de ponerle ninguna etiqueta previa. Eso es lo que hacía Jesús.

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