Tenía llena la posada y mis huéspedes, viajeros de paso casi todos ellos, se habían acostado ya porque era muy tarde, pero cuando ya había cerrado la puerta para irme a dormir, oí que alguien la golpeaba con insistencia.
Fui a abrir malhumorado y me encontré con un hombre al que ya conocía porque me había pedido alojamiento en otras ocasiones y al que había suministrado también pienso para su mula. Me caía bien aquel hombre, aunque sabía que era samaritano: hablaba poco, no discutía con nadie, no protestaba por la comida y pagaba con fidelidad. Esta vez iba a decirle que no me quedaba sitio, pero la mula que traía agarrada del ronzal se movió y, al mirarla, vi que tumbado sobre ella había un hombre ensangrentado, medio desnudo y casi me atrevería a decir que muerto. El de Samaria estaba angustiado e impaciente y me urgió sin muchos rodeos a que le ayudara a cargar con el hombre medio muerto y llevarle dentro. La situación era tan grave que no me atreví a rechazarle y entre los dos tumbamos al herido sobre una estera (que por cierto me dejó manchada de sangre e inservible para otros huéspedes). Me pidió lienzos limpios y mientras yo los buscaba, él calentó agua en el fuego y se puso después a lavarle suavemente las heridas y contusiones con el mismo cuidado con que una madre curaría a su hijo pequeño. El herido se agitaba por el dolor y aún más cuando le echó sobre ellas el ungüento que yo le había traído, una mezcla de hierbas y óleo que usábamos siempre en mi casa. Se puso a aplicárselo y yo lo miraba sorprendido porque nunca hubiera pensado que, bajo aquella apariencia tosca, las manos de aquel hombre fueran tan delicadas y tan diestras para aliviar y cuidar. Cuando vio que el herido dejaba de moverse y parecía dormir, le ofrecí un poco de pan y vino que bebió en silencio y luego se arrimó al muro junto al enfermo y allí le dejé descansado. También yo me fui a dormir, temiéndome que al día siguiente el samaritano se iría y yo no estaba dispuesto a cargar con el herido, así que me preparé la negativa que iba a darle en cuanto fuera de día. Muy de mañana le oí moverse sigilosamente para no despertar al otro y me buscó para decirme, como me temía, que tenía que marcharse a resolver los asuntos que había dejado pendientes la víspera pero que volvería muy pronto a ocuparse del herido y me dejaba en prenda una cantidad mucho mayor de la que los gastos iban a ocasionarme. Estaba ya a punto de negarme a su petición cuando le vi acercarse al hombre que dormía, enjugarle el sudor del rostro y humedecerle los labios con un lienzo mojado. Y fueron aquellos gestos de ternura y no las monedas que me ofrecía los que lograron que yo aceptara silenciosamente su trato y lo que arrancó de mis labios la promesa de que me ocuparía del herido hasta que él volviese. Rechacé sus monedas, llené su alforja con provisiones para el camino y contemplé cómo se alejaba montado en su cabalgadura. Me quedé mirándole hasta que lo perdí de vista, mientras me preguntaba por el misterioso poder que tiene la compasión cuando se apodera de un ser humano. Tiré una piedra al centro del aljibe que hay delante de mi posada, como solía hacer de niño, y los círculos que aparecieron en el agua por el impacto de la piedra se fueron haciendo cada vez más grandes hasta rozar las paredes del aljibe. Y entonces comprendí que era eso lo que ocurre cada vez que un ser humano se acerca a otro que lo necesita y se hace cargo de él: su misericordia se convierte en una fuerza que alcanza a todos y es capaz de conmover nuestros corazones de piedra.
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