Una persona espiritual es lo opuesto a una materialista, que solo mira de tejas o cejas abajo, que solamente se preocupa de sí mismo y su propio bienestar. Alguien con dimensión espiritual es todo aquel que cuida de sí moderadamente y trasciende lo puramente individual para plantar ojos y manos en lo colectivo, en la familia que dejará tras de sí, en todos los demás especialmente en quien más nos necesita, en la humanidad que lo engloba todo, en el entorno que vivimos y en su conservación para el futuro. En otras palabras, la persona espiritual es la que ha alcanzado una importante cota de bonhomía o humanismo, diríamos que es más 'humana'.
Espiritualidad puede considerase como sinónimo de trascendencia, pero tanto un término como otro caben en la esfera de lo puramente laico, no han de entenderse en absoluto de la exclusiva propiedad del ámbito religioso. La espiritualidad religiosa presupone la existencia de una esfera superior, distinta a la meramente física, a la que no se accede por los sentidos sino desde unas creencias y en la que se encuentra al Espíritu por antonomasia. La espiritualidad laica de una sociedad auténticamente civilizada (lo que nada tiene que ver con lo refinado o primitivo de su cultura) es del todo imprescindible para su supervivencia. No es suficiente el externo control de un férreo código penal, porque antes o después surgirán las pequeñas corruptelas y el poder económico y político buscará algún subterfugio para colarnos la gran corrupción. Una sociedad sana es honrada y cumple ampliamente sus propias normas de conducta, lo que garantiza una feliz convivencia. La ética de un pueblo no tiene por qué ser estrictamente universal. Este sentido de 'lo moral' arranca quizás de sus ancestros y tiene la virtud de ser mutuamente aceptado dentro de los límites de su enclave. Pero la globalización de nuestro mundo actual obliga cuando menos a la observancia de un código de mínimos que se concretó en 1948 en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Puede decirse en este contexto y a este fin que las religiones no son necesarias aunque sí serán todas ellas bienvenidas en cuanto proporcionan una motivación extra para cooperar en el bien común y siempre que no extralimiten su influencia menoscabando el poder de la norma común de la sociedad. El cumplimiento de la regla de oro, común a todas las religiones, garantiza la práctica de la espiritualidad laica. Lo que importa a la sociedad es el logro objetivo del bien común, con independencia de la motivación, religiosa o no, de cada individuo. Una sociedad laica se corresponde con un Estado laico. La laicidad del Estado es garante de la libertad de los ciudadanos a la hora de ejercer, si así lo desean, sus derechos religiosos. Un Estado laico se obliga a garantizar que todas las religiones dispongan de idéntica libertad en el ejercicio de su misión y obliga por otro lado a todas las religiones a respetar los derechos civiles tanto de sus fieles como los de los demás ciudadanos.
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