El taxi arranca en la plaza de Callao, con destino al barrio de Entrevías. Cuando llega a la parroquia de San Carlos Borromeo, el conductor les dice a los clientes:
- Dadle recuerdos a Javi, que yo he vivido con él. Javier Baeza (Madrid, 1967) acoge en su casa a chicos con problemas. No es un eufemismo, porque estos han ido cambiando con el paso del tiempo. Al principio, era él quien buscaba a los chicos, pero luego los problemas lo buscaron a él. La calle (o sea, la droga) lo llevó a la cárcel, y la cárcel, al sida: toxicómanos, sirleros, presos y seropositivos. Luego llegaron los menores que huían de los reformatorios, que cedieron el testigo a los menas(acrónimo de menores extranjeros no acompañados). “Finalmente, ellos nos trajeron a los migrantes adultos”, explica Baeza, que pronto cumplirá tres décadas ayudando a los excluidos. El saludo del taxista, años después de recibir ayuda, engrosa el anecdotario esperanzador, feliz. Chavales a los que terminó casando. Bodas en las que ejerció de “padre-padrino”. Otros que encontraron trabajo y se fueron desperdigando por el callejero de Madrid, de los que nada sabe aunque a veces le llegan ecos. Luego hay una nómina para el olvido, la de aquellos que fueron cayendo por la enfermedad, en ocasiones a un ritmo frenético de dos al mes. “He asistido a tanta gente en el último momento —gente que se iba en paz, en un estado opuesto al que había sido su vida— que llegué a creer que el trabajo merecía la pena”. Javier es cura, cura rojo, rojo obrero. Un adjetivo que a los periodistas les sirve para titular. Igual que rebelde, o desobediente, o insurrecto, que vienen del pulso que mantuvo con el cardenal Rouco Varela. El entonces arzobispo de Madrid ordenó echar el cierre como parroquia en 2007 (como parroquia roja, claro) y convertirla en un centro pastoral dedicado a la marginación. Una redundancia, pues él cree que la Iglesia debería volcarse con los necesitados. Y una cuestión de formas, ya que en San Carlos Borromeo se siguen celebrando misas, enlaces matrimoniales y otras ceremonias. “Todas las parroquias tienen que ser espacios donde los pobres y excluidos se sientan como en su casa”. El interrogante ya no es tanto cómo uno se hace cura sino cura callejero, cómo abre su hogar siempre que escucha golpes a su puerta. Baeza mete la marcha atrás, sortea al volante de su memoria varios barrios y aparca en la UVA de Canillejas, donde nació a finales de los sesenta. Su padre vendía electrodomésticos en una tienda que había heredado del abuelo, que se disgustó cuando supo que iba para cura: ¿qué va a ser ahora del negocio?, pensó el patrón. Cuatro hermanas. Con la mayor dormía en una litera que había colonizado el comedor de un pequeño piso del este de la ciudad. En el colegio, regular. En la calle, juegos donde ahora se alza el estadio de La Peineta, en cuyo solar quedaban para pegarse con los niños de Ciudad Pegaso. La familia era creyente, pero no beata. Como el padre trabajaba durante toda la semana, aprovechaban los domingos para ir al campo, no iban a sacrificarlos por una misa. Hasta ahora, ningún indicio. Agarra la palanca del cambio de marchas. Primera: se van a vivir a Ciudad Lineal; rompe con una “novieta” cuando tenía catorce años; mantiene una relación “tormentosa” con su madre, “propia de la adolescencia”; y entra en contacto con seminaristas que vivían en pisos, una decisión del cardenal Tarancón para pinchar la burbuja del seminario y que entrasen en contacto con la realidad. “Visité uno a través de un muchacho de la parroquia. Me imaginaba a un señor grande ensotanado, pero el sacerdote era quien estaba fregando los cacharros”, recuerda Javier, que decidió dar el paso, aunque de forma titubeante. Unos desencuentros con unos jóvenes ultraconservadores lo desviaron del camino y pensó en abandonar. “Yo no rezaba el rosario ni tenía idea de la exposición del Santísimo”. Un tutor le explicó que no todos los curas deben ser iguales. “Claro, a mí no me había llamado Dios al móvil”. Segunda: Javier se plantea el sacerdocio “como una forma de ayudar y de ser feliz”, pero un párroco (coincidencia: el mismo señor del fregadero) decide no ordenarlo diácono con sus compañeros de curso. Le dijo: “Me temo que no tienes claro si quieres ser cura o trabajador social”. Logra ordenarse y ejerce en Cuatro Vientos, lejos de su hábitat natural. “A Dios lo puedes encontrar en Sebastopol, pero no entendía el empeño de separarme de Moratalaz, donde había fundado la asociación Apoyo”. Pronto pidió el traslado y fue destinado a Vicálvaro, “una parroquia muy sacramental y con muchas bodas, porque la iglesia es bonita”. Permanece en ella once años. Mete tercera: en 2004 recala en San Carlos Borromeo, donde a finales de los ochenta había participado en un encierro para denunciar puntos de venta de droga. Durante aquella protesta conoció al sacerdote Enrique de Castro, que sigue en la brecha y del que aprendió tanto, aunque ahora Baeza lleva el peso del centro por una cuestión generacional. “Defendemos el encuentro personal como herramienta fundamental”, explica justo cuando entra en el despacho Pepe Díaz, ochenta años a sus espaldas, un cuarto de vida predicando en la parroquia roja. Cuarta: Javier, desde 1993, vive con varios chicos en su piso de Moratalaz. “A veces no entendían por qué los ayudaba, por qué no me casaba, por qué no me emborrachaba. Al principio me veían como un personaje extraño”. Ha perdido la cuenta de cuántos han pasado por su casa, pero recuerda todos los nombres de los que vio morir. El “sentimiento de pérdida” lo retrotrae a los convulsos noventa: “Fueron años en los que compartí muchísimo dolor. Habré enterrado a casi cincuenta chicos de la familia”. Su familia. Quinta: actualmente hay droga, pero sus efectos alcanzan la orilla del centro pastoral como la ola amortiguada de un transatlántico que hace tiempo que ha pasado de largo. Ahora el caballo de batalla es el migrante, desprotegido; el presidiario que va a salir de la cárcel y carece de dirección postal a la que aferrarse; la víctima de un desahucio; incluso quien tiene hambre, eso que parecía un mal erradicado. “La crisis no nos ha sorprendido porque la gente a nuestro alrededor lleva toda la vida en crisis”, asegura Baeza, quien reconoce que han vuelto el ropero y el reparto de alimentos. “Durante años no los tuvimos porque cronifican situaciones, pero ahora hay gente que tiene necesidad de comida. En todo caso, intentamos que no sea mero asistencialismo sino una herramienta para implicar al vecindario en la lucha”. La exclusión necesita respuestas urgentes, cree Javier, consciente de que en este tiempo de aprietos hasta surgen los roces entre los necesitados. “Al poder le interesa que los pobres se peguen con los pobres para poder seguir llenándose los bolsillos a espuertas”, añade el pastor de una parroquia castigada por la curia por acercar la liturgia al pueblo, aunque eso significase dar misa en vaqueros o repartir hostias como panes. Punto muerto: “Ahora, con el nuevo papa, vivimos un momento esperanzador”, cree Baeza. “Francisco, pese a pertenecer al stablishment, ha tenido gestos de gran trascendencia simbólica. Aunque, tras cuarenta años de oscuridad, tal vez sea como encender una cerilla en una cueva”. Si pasan por la parroquia de San Carlos Borromeo, saluden a Javi. Allí siempre hay luz, y la puerta está abierta.
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