La formación reglada del sacerdocio es relativamente reciente, pues la creación de seminarios diocesanos se institucionaliza a partir del Concilio de Trento (s. XVI). Si nos atenemos al Decreto sobre el ministerio y la vida sacerdotal (1965), el propósito del Seminario es la formación de pastores tomando como ejemplo a Jesús, como sacerdote y Buen Pastor. Sin embargo, Jesús no perteneció a ninguna clase social dedicada al servicio religioso y la práctica espiritual; tampoco pertenecía a la tribu de Leví, de donde provenía la casta sacerdotal, sino que era descendiente de la tribu de Judá. Lo que todos le reconocen es a Jesús como un rabino, y así le llamaban todos: Maestro. La persona y la actividad de Jesús de Nazaret no se sitúa, por tanto, en la línea de los antiguos sacerdotes, sino más bien en la de los profetas.
El seminarista de los países de Occidente actual tiene mucho mérito porque parece venirle todo a contra corriente: la propia apuesta radical de célibe, exclusiva para los varones (lo que reduce su número) y en un contexto socio-religioso que no ayuda ni estimula a perseverar en su apuesta vocacional. Pero, ¿qué es lo esencial de la figura del sacerdote, aquello por lo que solo un consagrado después de su paso por el seminario, está capacitado y autorizado para realizar? Por más que le doy vueltas, lo que ningún laico o laica -ni tampoco una religiosa- puede hacer es el sacrificio eucarístico y la absolución de los pecados. ¿Una vocación sacerdotal debería sustentarse en estos dos sacramentos? Hay que recordar que también el número de sacramentos han ido variando en número e importancia hasta llegar a los siete de ahora. Más bien creo, a la luz del propio evangelio, que las bienaventuranzas son el verdadero carisma del cristiano, laico o célibe, hombre o mujer, y no los sacramentos, signos especiales de la presencia de Dios, y a los que lejos de quitarles importancia, veo su esencia a la luz de las bienaventuranzas. Y en el caso del sacerdote como lo entendemos ahora, en su radicalidad de amor con todos. Ni siquiera el sacerdote suplanta Cristo en la eucaristía ni en el sacramento del perdón. Lo dice el Concilio: cuando el sacerdote realiza un sacramento, es Cristo quien lo hace. Y por mucho que los pastores administren algunos sacramentos en exclusiva, si no son capaces de contagiar lo que transmitió Jesús, falta lo esencial. Lo medular del consagrado es implantar el Reino de Dios y su justicia a tiempo completo, sanar los corazones, predicar con el ejemplo la Buena Noticia, ser profetas. En medio de la oscuridad de nuestro tiempo necesitamos creyentes que despierten el verdadero atractivo amoroso de Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos y cristianas que hagan una vocación de su experiencia personal y faciliten el encuentro con Dios en el hermano, sin suplantarlo ni eclipsarlo. Pablo lo entendió así desde el principio, pero hoy las mujeres no pueden ser ni siquiera diaconisas. “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2,9). Juan dice en el Ap. 1,6: “Y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre…” Desde el Nuevo Testamento, todos los cristianos son sacerdotes cuando realizan el evangelio de Cristo. Lo esencial de un seminarista de nuestro tiempo es incardinarse radicalmente en las necesidades de su comunidad como presencia madura que acerque a Jesús resucitado con su ejemplo en su estilo de vida. Si no es esta la principal radicalidad sacerdotal, la impartición de sacramentos se descentra de su verdadero fin. Y el buen fin significa huir de las exageraciones litúrgicas, de los grandes fastos religiosos que añoran el pasado de poder eclesiástico y del aferramiento al derecho canónico por encima de las bienaventuranzas. Y a partir de aquí, no se entiende la exclusión de las mujeres en la Misión radical de mostrar la Buena Noticia a no ser manteniendo de facto su inferioridad, cosa que nunca se le puede atribuir al Maestro.
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