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Nuestra muerte, parto de eternidad por: José Mª Rivas Conde

3/22/2016

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Aun cuando resultara desatinado todo lo expuesto en mi nota anterior (“Nuestra muerte y la de Jesús”, ECLESALIA, 13/05/13) la sola aseveración del Catecismo de la Iglesia Católica que la encabeza (nº 1007), es como carga de dinamita en la base de la reflexión de Pablo en Rom 5,12-21. También, consiguientemente, en la de la tradición originada en Gn 2,16-17 y mantenida por la enseñanza oficial impartida hasta hoy. Por ejemplo en el propio Catecismo cuando dice: «El Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511)» (nº 1008).
¿Cómo se puede afirmar que la muerte “ha entrado «en el mundo» a causa del pecado del hombre”, cuando se mantiene que ella es la “terminación normal de nuestras vidas y final del proceso de cambio y envejecimiento que las afecta”? Aunque emanados ambos del mismo Magisterio institucional, son dos asertos irreconciliables entre sí. O el uno o el otro; pero no los dos conjuntamente. Ambos no pueden casarse a la vez con la verdad.
Porque, siendo la muerte un hecho natural ineludible, exigido por el concepto mismo de vida temporal, ¿cómo podrá resultar castigo del pecado, ni de nada? ¡Qué más querrían los condenados a ella por la justicia humana, que aguardan en los llamados “corredores de la muerte”, que el cumplimiento de su sentencia se dilatara en el tiempo hasta morir por causas naturales, gozando mientras tanto de vida normal en libertad! Y, de fallecer alguno por una de ellas mientras espera en el corredor, ¿quién tendría su muerte por ejecución de la sentencia pronunciada un día contra él?
El propio Catecismo parece inferir esta incongruencia. En el lugar citado arriba sale a su paso, sin decirlo expresamente. Lo hace al distinguir entre ser natural y destino preternatural de los humanos: «Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado».
Al no asentarse esto sobre dato alguno primigenio que lo afirme expresamente, tiene toda la apariencia de una presunción más, de las varias formuladas a posteriori de la “tradición”, con las que de hecho se busca “capear” las embestidas de la verdad y salvaguardar el dogma de la infalibilidad del magisterio institucional. Sin que esto, por lo demás, se logre aquí.
En efecto, la afirmación de tal designio no encaja con la propia obviedad de las cosas, ni es lo que rezuma de ella. Una obviedad que se agiganta al ver cómo la atribución de la muerte al pecado ha dado lugar a concluir que, si no lo hubiera cometido el hombre, la muerte no habría entrado «en el mundo» para ninguna clase de viviente, ya fuera simple animal o incluso solo vegetal.
Por lo demás, no se puede entender que el hombre esté “destinado por Dios a no morir”, habiendo sido precisamente Dios quien dio al hombre la “naturaleza mortal” que éste posee. ¿O tendremos que decir que el hombre tuvo otro autor distinto al Creador de todas las cosas, y que la acción de Dios se limitó en el caso del hombre a conferirle el destino preternatural a no morir, que no le había dado su primer autor? ¿O sería que a Dios no le salió el hombre bien hecho desde el principio y tuvo luego que retocarlo complementándole con el destino preternatural que inicialmente se le “escapó” otorgarle?
Dios fue el único que pudo hacer al hombre y hacerlo tal cual es. Esto es: con naturaleza mortal. La muerte del hombre tiene por ende que ser designio del Creador. Como lo es para los demás vivientes de este mundo de temporalidad y movimiento, de cambio y envejecimiento, de fragilidad y limitación. Es del todo falso que el hombre esté destinado por Dios «a no morir». ¡Vaya que si lo está! ¡Lo lleva en su propia entraña! Pero ello no excluye que además, a diferencia del resto de los otros vivientes sobre la tierra, haya sido “creado para la eternidad”. No es igual esto que “destinado a no morir”.
El hombre, “yo” interpersonalmente relacionable con el Creador, no es sólo polvo que, como tal, al polvo haya de volver. También es imagen viva de Dios. El haber sido creado tal, es lo que según el Libro de la Sabiduría fundamenta su destino a la eternidad. Quien es “imagen de Dios”, “lo es de su naturaleza eterna, y queda destinado a la incorruptibilidad divina” (Sb 2, 23).
Ninguna “imagen del Dios eterno animada de vida”, puede acabar del todo en la muerte natural, realidad del mundo del tiempo (Sal 16,10). Ni puede quedar atrapada por el tiempo, ni sumida en la corrupción de la muerte (Hch 2,26-27). «Aunque muera vivirá».
Aunque la imagen de Dios que somos, pierda con la muerte su soporte primero, frágil y caduco, subsistirá sin embargo para siempre. Bien en sí misma, sin más posada o albergue que ella misma; bien en “entidad” nueva, a la manera de “cuerpo” espiritual, incorruptible, glorioso, vigoroso, a tenor de las palabras de Pablo (1Cor, 15,42-44).
La muerte del hombre por ello, además de fin natural de su vida temporal, es por designio de Dios parto de eternidad y liberación de la caducidad propia del mundo “ante-muerte”. Liberación dolorosa por su propio desgarro y por los interrogantes que abre la falta de conocimiento directo e inmediato del mundo “tras-muerte”. Pero, a la vez que dolorosa, es venturosa a la luz de la fe.
Con ésta la muerte se entiende no sólo fin o suelta de la precariedad, limitación e impotencia, propias de la frágil y cambiante temporalidad de este mundo. Además se la capta apertura, no a la nada o sólo a ser otra cosa igualmente caduca, como en el caso de los demás vivientes de la tierra. Sino a la perennidad inmutable e inextinguible que solemos llamar Vida eterna, la única en la que se da la incorruptibilidad de la atemporalidad (1Cor 15,53).
Vida eterna presentada en el Nuevo Testamento como entrada a la casa del Padre (Jn 14,1-4). Y como participación en su propio gozo (Mt 25,21-23). Y como admisión a su mesa, siempre preparada en celebración de boda regia. Sin más requerimiento para ello, al final de cuentas, que vestirse el traje de fiesta (Mt 22,12-13), puesto gratis a disposición de todos (Ap 22,17).
Tal traje es la simple invocación, desde la conciencia de la propia “indigencia” y “desnudez”, de la misericordia de Dios (Lc 18,10-14). O, lo que es lo mismo, de la de Jesús de Nazaret (Jn 3,16; Lc 23,41-42; etc.).
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