Después de la fiesta del Corpus volvemos al Tiempo Ordinario y seguimos leyendo el evangelio de Mateo. Interrumpimos su lectura el 1 de marzo para dar paso al gran paréntesis de la Cuaresma, Semana Santa, Pascua, Pentecostés y Trinidad. Ahora, cuando reanudamos la lectura de Mateo es como si entrásemos tarde en el cine, con la película empezada hace tiempo.
¿Qué ha ocurrido desde el Sermón del Monte, que es lo último que estábamos leyendo? Jesús ha realizado diez milagros, demostrando que su autoridad le capacita no solo a proponer una doctrina superior a la de Moisés, sino que tiene también poder sobre la enfermedad, la naturaleza y los demonios. Su actividad crece, reúne un grupo de doce discípulos y les dirige un discurso sobre la misión que deben realizar y sus consecuencias. El discurso de misión (Mt 10,5-42) La primera parte contiene unas instrucciones sobre a quiénes deben dirigirse (solo a los israelitas), lo que deben hacer (anunciar el Reino y curar), cómo deben hacerlo (desinterés y pobreza), y dónde deben hospedarse (10,5-15). Aunque parezca extraño, esta actividad provocará oposición y persecución, y la segunda parte del discurso, muy extensa, habla del valor y generosidad en las dificultades (10,16-42). Para elaborar este largo discurso, Mateo ha recogido frases pronunciadas por Jesús en distintos momentos de su vida, y las ha adaptado a la situación de su comunidad, unos cincuenta años después de la muerte de Jesús, cuando las persecuciones y conflictos se han vuelto frecuentes. El fragmento elegido para este domingo podemos dividirlo en dos bloques. No tengáis miedo a hablar ni a morir (Mt 10,26-31) En el primer bloque llama la atención la triple repetición de “no tengáis miedo”. Aunque esas palabras se usan a menudo en el Antiguo Testamento, no debemos interpretarla como una fórmula hecha, de escaso valor. Los discípulos van a sentir miedo en algunos momentos. Un miedo tan terrible que los impulsará a callar, para evitar que los maten. La forma en que Jesús aborda este tema resulta de una frialdad pasmosa, usando tres argumentos muy distintos: 1) la muerte del cuerpo no tiene importancia alguna, lo importante es la muerte del alma; 2) por consiguiente, no hay que temer a los hombres, sino a Dios; 3) en realidad, a Dios no debéis temerlo porque para él contáis mucho; aunque caigáis por tierra, como los gorriones, él cuidará de vosotros. Tened valor para confesarme (Mt 10,32.33) El segundo bloque trata un tema algo distinto: el peligro no consiste ahora en callar sino en negar a Jesús. Cuando a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, le denunciaban a alguno como cristiano, le preguntaba tres veces si lo era, amenazándolo con castigarlo en caso de serlo. Según los momentos y las regiones, el castigo podía ir de la pérdida de los bienes a la cárcel, incluso la muerte. Para animar en ese difícil instante, el argumento que usa Jesús no es el del temor a Dios, sino el de su posible reacción “ante mi Padre del cielo”: me comportaré con él igual que él se porte conmigo. Recuerda la máxima: “La medida que uséis, la usarán con vosotros” (Mt 7,2). Resumiendo En el primer caso, a quien deben temer los apóstoles es a Dios, el único que puede matar el alma. En el segundo, a quien deben temer es a Jesús, que podría negarlos ante el Padre del cielo. A quienes no deben temer es a los hombres. Cuando se piensa en los recientes asesinatos de cristianos en Egipto, Siria y otros países, quienes vivimos en una sociedad con libertad religiosa podemos tener la impresión de que estas palabras son inhumanas, casi crueles. Sin embargo, a los cristianos perseguidos de todos los tiempos les han infundido enorme esperanza y energía para confesar su fe. Han preferido la muerte a renegar de Jesús; han preferido ponerse de su parte, salvar el alma antes que el cuerpo. Jeremías, apóstol y anti-apóstol (Jeremías 20,10-13) La primera lectura sirve de paralelismo y contraste con el evangelio. Jeremías era natural de Anatot, un pueblecito a 4 km de Jerusalén (hoy queda dentro de la ciudad moderna). En un momento de grave crisis política, cuando los babilonios constituían una gran amenaza, el pueblo puso su confianza en el templo del Señor, como si fuera un amuleto mágico que podría salvarlos. Jeremías, en un durísimo discurso, denuncia esa confianza idolátrica en el templo y anima a la conversión y a cambiar de conducta. De lo contrario, el templo quedará en ruinas. Este ataque a lo más sagrado le ganará la crítica y el odio de todos, empezando por sus conciudadanos de Anatot, que traman matarlo. La reacción del profeta se ha elegido como ejemplo concreto de las persecuciones que anuncia Jesús a sus discípulos. Pero hay una gran diferencia. El profeta termina pidiendo a Dios que lo vengue de sus enemigos. Jesús nunca sugiere algo parecido a sus discípulos. Al contrario, morirá perdonando a quienes lo matan.
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En el texto de hoy Jesús repite tres veces “No temáis”. Recordamos que el número 3 en la Biblia representa "la totalidad" o "siempre". Es decir, en este texto se refiere a todos los miedos que podemos tener como discípulos. En el Antiguo Testamento esta expresión, “No temáis” iba siempre unida a la ayuda de Dios: Él era la causa por la que podían vivir sin temor.
Jesús es consciente de los miedos que amenazan a sus primeros seguidores y de nuestros miedos y nos presenta, a lo largo del texto, tres caminos para que seamos conscientes de la ayuda de Dios. En primer lugar, que no tengamos miedo a manifestar la revelación; la Palabra, se va des-velando: revela y desvela el misterio oculto de Dios. Por eso, lo que se nos dice en la oscuridad, o lo que se nos comunica en la intimidad, hay que sacarlo a la luz y los discípulos de Jesús tenemos la misión de contribuir a esa revelación, a dar a conocer a todos quién es Dios y su mensaje de salvación. El mensaje que Dios mismo quiere revelarnos. En segundo lugar, que no tengamos miedo a las persecuciones de todo tipo. Cuando Mateo escribió el evangelio, las persecuciones físicas, tortura y muerte, eran habituales; pero para que los discípulos comprendieran que en medio de las persecuciones estaban en las manos del Abbá utiliza un recurso habitual en la literatura judía: observar lo que ocurre en la naturaleza y aprender de ella. Más de una vez los textos del evangelio utilizan el recurso a los animales, así se nos dice que debemos ser inteligentes como las serpientes y sencillos como las palomas, o que tengamos cuidado con los lobos que se disimulan bajo la piel de corderos… En este caso nos habla de los gorriones, pequeños e indefensos, como debían sentirse los primeros cristianos ante las persecuciones judías y romanas, para decirnos: Si Dios cuida a los gorriones ¡cuanto más! nos cuidará a nosotros… Cuanto más cuidará a los que comparten la misión de su hijo. En tercer lugar, no debemos tener miedo, porque si damos testimonio de Él, Jesús mismo será testigo nuestro ante el Padre. Mateo se dirige a una comunidad misionera que experimenta la persecución y multitud de dificultades y les ayuda a reflexionar para que el miedo no los lleve a la negación de Jesús, al silencio de la Buena Noticia, a la apostasía, etc. En tiempos de Jesús y cuando se escriben los evangelios, dar testimonio de una persona ante la autoridad podía suponer salvar o perder la vida. La justicia impartida por los tribunales se apoyaba en los testimonios, en quien salía valedor de los acusados. Por eso Jesús les dice: No tengáis miedo de dar testimonio de mí porque yo daré testimonio de vosotros ante el Padre. Dar testimonio de Jesús puede suponer muchos peligros, hasta la muerte, pero si Jesús va a ser nuestro testigo ante el Padre, sabemos que estamos en buenas manos, protegidos y salvados… si es Jesús el que nos defiende, estamos salvados y tendremos la vida plena que nadie nos podrá quitar. En el contexto de miedo en el que vivimos también nosotros, el evangelio de hoy nos invita a preguntarnos, ¿A qué y a quienes tenemos miedo? ¿A dónde nos conducen nuestros miedos? ¿Qué germen de cobardía descubrimos en nosotros como discípulos y discípulas? ¿Estamos sacando a la luz la revelación, desvelando el velo que oculta el rostro de Dios y su mensaje de salvación? Cuando, como en esta época, nos experimentamos como personas débiles y frágiles, ¿a quién recurrimos? ¿En quién ponemos nuestra confianza? El evangelio nos recuerda que cuando damos testimonio de Jesús ante las personas que nos rodean, sirviéndolas, acompañándolas, desvelándoles el amor que Dios les tiene… Jesús también será el que dé testimonio de nosotros ante el Padre. Esta es nuestra profunda esperanza y nuestra fuente de alegría. De esa clase de alegría que no depende de lo que nos ocurra, de lo que otros nos puedan hacer… porque se nos ha dado para siempre. Para Mateo el juicio final (25, 31-46) es importante, ese encuentro con Jesús en el que se revela la coherencia y la verdad de nuestra fe y de nuestras obras. En esta perspectiva y en contexto de las persecuciones o de las dificultades actuales, insiste: no tengáis miedo a los que pueden matar el cuerpo (como ocurría entonces y ocurre hoy aunque sea por otras causas) pero no os pueden arrebatar la vida en plenitud. Dale importancia a lo fundamental, a lo que puede destrozar todo tu ser para la eternidad; el ser esencial no lo mata nadie. Nuestra fe afirma que la vida es mucho más que la vida física. Estas son pues las claves para combatir el miedo que este domingo se nos ofrecen. Vivir desde ellas y ayudar a desvelar la revelación, para que otros puedan hacerlo, es la misión que se nos encomienda. Misión que queremos vivir sin miedos, porque estamos en buenas manos y hay quien da testimonio por nosotros. La difusión en Occidente de una espiritualidad formalista y moralista, impulsada muchas veces desde el seno de las iglesias, y asociada a la defensa de formas sociales autoritarias e injustas, dio lugar a lo que el teólogo Metz denominaba la “religión burguesa”, una enfermedad espiritual y social, que se ha ido apoderando del cristianismo, cuando es, en realidad, su caricatura manipulada: una religiosidad privatizada e intimista al servicio de los ideales conformistas de los acomodados.
Esta “religión burguesa” no fue una enfermedad que afectó solo a ciertos cristianos poco comprometidos, pues, por desgracia sigue siendo, muchas veces, la sensibilidad dominante en el seno de algunas comunidades de las iglesias occidentales, también en sus grupos aparentemente más comprometidos, desde los más activos (centrados, a veces, más en la propaganda casi con técnicas de marketing que en la promoción de la dignidad humana) a los más contemplativos (refugiados, en ocasiones, en una vida reducida a la oración, que es una evasión de la vida real y un descompromiso con los desfavorecidos). El Concilio Vaticano II tomó conciencia de esta enfermedad en el seno de la iglesia católica e intentó poner remedio a la situación, volviendo a la experiencia cristiana de los orígenes, actualizada hoy, a la religión mesiánica o humanamente liberadora que el cristianismo es. Se animó a una “desclericalización” de la iglesia, para recuperar el valor de la koinonía (comunión y fraternidad) y el verdadero sentido del ministerio sacerdotal (al servicio de la comunión), se recuperó la dimensión social y liberadora del mensaje de Jesús, su opción por la defensa de la dignidad de la persona y de la justicia, con y desde los marginados; se buscó desideologizar el anunció del mensaje, para redescubrir la experiencia espiritual que fundamenta la doctrina, se volvió pues a intentar que la mística fuera el centro del mensaje. Una mística de los ojos abiertos, solidaria, encarnada que llevara a una perspectiva universal, al diálogo interreligioso e intercultural, fundamento de la paz desde la justicia y el amor. Con el Papa Francisco se ha recuperado y actualizado este proceso iniciado en el Vaticano II, obstaculizado por grupos ultraconservadores muy agresivos, protegidos durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. El papa Francisco se ha desvinculado de esos grupos y ha continuado la línea de reforma del Vaticano II, incluyendo ahora con más fuerza la preocupación ecológica y social, pero todavía queda mucho por hacer: Es indignante la situación de discriminación de la mujer dentro de la iglesia, el laicado sigue privado de su protagonismo con muy poca influencia real en la estructura de la institución, la insuficiente garantía de los derechos humanos dentro de la institución ha favorecido los abusos espirituales (abusos de poder manipulando la conciencia) y sexuales dentro de la misma (muchos avisan de que solo estamos conociendo la punta del iceberg), lo que reclama una verdadera reforma estructural, hay que sanear también el discurso teológico y moral en puntos como la sexualidad, liberándolo de prejuicios sexófobos, homófobos y misóginos que siguen presentes en no pocas ocasiones en la cultura eclesial… La religión burguesa sigue estando muy presente en el seno de la institución, por lo que, para sostener toda la labor de reforma y saneamiento urgente, necesitamos una fundamentación muy fuerte en una experiencia espiritual auténtica. Santa Teresa de Jesús decía que son los frutos de amor, los que nos muestran si una experiencia espiritual es auténtica o no. Amor afectivo y efectivo diría San Bernardo de Claraval. Una mística de los ojos abiertos decía Metz. Ya K. Rahner lo intuyó hace tiempo al decir que el cristiano del siglo XXI será místico o no será (frase que él escuchó a Raimon Panikkar). Martin Velasco ha señalado como la Mística es una experiencia que se basa en el encuentro con el Misterio transcendente (de ahí deriva su nombre), en lo más profundo de la inmanencia, en el interior del mundo humano. Transcendencia hace referencia a algo abierto, algo que no está cerrado (inmanente), por ello, la mística entiende el encuentro con el Misterio como una experiencia que no está encerrada en la mente, es decir, que nos lleva al encuentro con el Ser, con Dios para los cristianos. Por eso, la experiencia mística se realiza a través del amor, no del intelecto, incluye una dimensión cognitiva (presente siempre en el amor) pero la transciende, no se reduce todo a un cambio de conciencia, sino a una transformación del ser, una unión por el amor del ser humano con el ser divino y con toda la realidad, sin fusión ni separación. La mística remite al Ser, a una realidad que transciende la conciencia (incluso la conciencia suprarracional), busca la unión respetando la alteridad. El gnosticismo, que es la enfermedad de la espiritualidad, remite solo a la conciencia, pues reduce todo lo real a la conciencia, una conciencia, así, encerrada en sí misma, inmanente pues, y no transcendente, que no considera real lo que está más allá de ella (el otro, la alteridad). La mística remite a un camino espiritual integral que incluye y valora el cuerpo, las emociones, el cultivo de la razón, la contemplación, el compromiso ético personal, interpersonal y social en el encuentro con el Misterio, pues respeta la alteridad de cada ámbito en la unidad. Busca la unificación por integración. El gnosticismo tiende a focalizar, todo el camino espiritual, fundamentalmente, en la práctica de la meditación contemplativa buscando una iluminación que lo libere de la supuesta “ilusión” de la alteridad; el gnosticismo reduce la realidad de los otros y del Misterio, al negar su alteridad, encerrándose en una “gran” conciencia autocentrada, que pretende subsistir por sí misma y ser lo único real. El gnosticismo busca la unificación negando la alteridad y admitiendo solo una única realidad: la conciencia, que en esta visión es inmanente (encerrada en sí misma, pues no reconoce la plena realidad de lo que no es ella). Es la dictadura de la unidad frente a la pluralidad. La salvación- realización se logra, así, por el conocimiento (un conocimiento suprarracional) no por el amor, de ahí, el nombre de esta enfermedad espiritual: gnosticismo, de gnosis (conocimiento) como ha señalado Hans Jonas, experto en gnosticismo. La mística al situar el fundamento de lo real en el Ser y no en la conciencia, sostiene una visión antropológica que prima la libertad sobre el intelecto. La libertad entendida como libertad ontológica, como apertura del ser humano al Ser (capax Dei, decía San Agustín, capacidad de abrirse y unirse al Ser), más que como libertad operativa (capacidad de elegir). La tradición judeocristiana se caracteriza por esta visión que da primacía al Ser, siguiendo la revelación de Dios a Moisés como: “yo soy el que soy”. El Ser, en la síntesis que hizo Santo Tomas de la mística cristiana y la sabiduría filosófica, está más allá de la conciencia, es el acto de todos los actos (el fundamento de lo real), es transcendente (abierto, relacional) y analógico (se expresa de modo plural sin perder una dimensión común en todas sus expresiones). Está más allá de la esencia (la dimensión referida a la conciencia, no es una realidad abstracta) y de la existencia (el ser determinado). La nota que caracteriza a este fundamento de todo es precisamente ser, es decir, aparecer fuera de la nada. Esta sería su caracterización desde una perspectiva objetiva, desde una perspectiva subjetiva o interna (hablando analógicamente) su nota fundamental es la libertad, cuya plenitud es el amor. Como dice San Juan “Dios es Amor”, el Ser en su interior es amor, comunión, relación. De ahí que la mística considere a la libertad- voluntad como la facultad superior del ser humano, que integra y dirige a las otras y al amor (unión real del ente y el Ser) como la perfección del ser humano y de todo lo real. El gnosticismo tiende, sin embargo, a poner al intelecto como la facultad primera del ser humano (Santo Tomas también consideraba que el intelecto era la primera facultad pero solo desde la perspectiva constitutiva o esencial- relacionada con la dimensión intelectual de lo real- pero no desde la perspectiva dinámica de lo real, que es la más plena, pues se relaciona con el alcanzar los entes sus fines, es decir, con su perfeccionamiento, es la dimensión existencial y la más importante, y en ella prima para Santo Tomas la voluntad). Señala Hans Jonas que el gnosticismo como principio siempre ha estado presente en el seno del cristianismo, acompañando a la mística y, en ocasiones, confundiéndose con ella. Ya Heidegger denunció el “olvido del ser” en la filosofía occidental, lo que podríamos entender como la contaminación gnóstica en parte del pensamiento occidental. Para Cornelio Fabro, experto en la filosofía de Santo Tomas, es la propia filosofía escolástica medieval la que olvidándose de la importancia del Ser en Santo Tomas, evoluciona hacia posiciones que él denomina “esencialistas” o “formalistas”, que identifican al Ser con el “Ser esencial”, una esencia que es subsistente, es decir, con una Conciencia (la esencia hace referencia siempre a la dimensión intelectual) que existe por sí misma, regresando así a la visión gnosticista. Ya en la Edad Media las corrientes místicas van a criticar esta visión “intelectualista”, quizá el ejemplo más conocido es la crítica de San Bernardo de Claraval a Abelardo, un escolástico del momento con posiciones intelectualistas o su oposición a los cátaros, corriente espiritual abiertamente gnosticista. Los humanistas del Renacimiento intentaron sanear este intelectualismo escolástico de la Edad Media ya decadente. Este humanismo recuperó la importancia de la libertad en la antropología humana, pero al apoyarse en la filosofía neoplatónica o hermética, en el esoterismo más que en la mística, no consiguieron regresar a la primacía del Ser, pues estas filosofías y espiritualidades eran representantes de una perspectiva intelectualista y no realista, no daban primacía al Ser sino a la Conciencia. La modernidad nació así con una doble fuente espiritual: una fuente más sana vinculada con la mística cristiana que alimenta la revalorización del ser humano y su libertad y una fuente gnosticista, que dio lugar a las visiones racionalistas, idealistas, y por reacción, empiristas y materialistas, hasta llega al nihilismo, la tecnocracia y al capitalismo radical que vivimos, y que parece caminar hacia el transhumanismo deshumanizado. Fue Hans Jonas quien ha vinculado la cultura y sociedad antiecológica, patriarcal, logocéntrica, mentalista e individualista que parece dominar occidente, con la influencia del intelectualismo gnóstico. Caminar hacia una cultura y sociedad más ecológicas, más justas, menos patriarcales, menos logocéntricas y más integrales supone recuperar la mística del Ser, la libertad y el amor, y para ello, la aportación del cristianismo es esencial. Salir del inmanentismo (el encerramiento en la conciencia como única realidad) hacia la transcendencia, la apertura más allá de nosotros mismos hacia el Otro y los otros, respetando su alteridad y su comunión con nosotros es la verdadera espiritualidad no-dual, trinitaria, mística. Hoy corremos el riesgo de querer salir de la “religiosidad burguesa” por medio de una “espiritualidad gnosticista”, que olvida el Ser o lo identifica con la conciencia. Una espiritualidad que dice ser «esotérica», transreligiosa o metarreligiosa, creyendo que así está más allá de la religión burguesa y que, en realidad, es otra cristalización más de la misma enfermedad. Filósofos judíos como Levinas o Jonas han visto en este gnosticismo, que niega la alteridad y el Ser transcente, el error que conlleva unas consecuencias éticas graves (estaría en la base que terminó llevando al nazismo, una ideología que negó al otro su valor central). Como decía Santo Tomas: “parvus error in principio, magnus est in fine”. La reducción del Otro a ser solo una expresión de la conciencia supone fácilmente el descompromiso con el cuidado de la dignidad humana y el sentimiento de responsabilidad para con él. Si solo es importante la conciencia, que es la que nos salva, lo importante puede terminar siendo solo llevar a los demás a una experiencia de iluminación de la conciencia y no tanto de cuidado en la historia, más allá de la conciencia o la interioridad, de la justicia y la dignidad. Sin ética y compasión la iluminación es una ilusión y, para que haya ética, el otro debe ser real, la realidad debe fundamentarse en el Ser transcendente que está más allá de la conciencia. Si solo hay conciencia, el otro desaparece engullido por una espiritualidad narcisista, que no reconoce al otro su alteridad sagrada. El poder es una prerogativa divina para el servicio al prójimo y a la colectividad por: Frei Betto6/17/2020 "Lo que condujo a Jesús a invertir la óptica del poder fue la siguiente pregunta: ¿a quién debe servir el poder en una sociedad desigual e injusta? A la liberación de los pobres, respondió"
"El poder es una prerrogativa divina para el servicio al prójimo y a la colectividad. Tomado en sí mismo, pervierte" "Es falsa la democracia que concede libertad virtual a todos y excluye a la mayoría de bienes económicos esenciales como el acceso a la alimentación, la salud, la educación, la vivienda, el trabajo, la cultura y el descanso" En tiempos de Jesús ya estaba sobre la mesa la cuestión de la democracia, aunque en una región distante de Palestina: Grecia. Dominada por el Imperio Romano, Palestina era gobernada por hombres nombrados o aprobados por Roma: el rey Herodes, los gobernadores Poncio Pilatos, Herodes Antipas, Arquelao y Felipe, y el sumo sacerdote Caifás. Lo que es nuevo en Jesús es que le da a la vieja cuestión un enfoque radicalmente diferente al de sus contemporáneos: el poder, ya objeto de la reflexión de los filósofos griegos desde Sócrates. Platón le dedicó al tema su libro La República, y Aristóteles la obra titulada Política. En el Primer Testamento, el poder es más que una dádiva divina. Es la manera de participar del poder de Yahvé. Es a través de sus profetas que Yahvé elige y legitima a los poderosos. A diferencia de lo que sucedía en Egipto y en Roma, ninguno de ellos era divinizado por ocupar el poder. Aunque era un elegido de Dios, el poderoso seguía siendo falible y vulnerable al pecado, como ocurrió en los casos de David y Salomón. No se autodivinizaban como los faraones egipcios y los césares romanos. Hasta en Grecia, Alejandro Magno, desesperado por mantener centrada en su persona la unidad de sus conquistas, trató de autodivinizarse y exigió que sus soldados lo adoraran. Jesús le imprimió otra óptica a la cuestión del poder. Para él, no se trataba de una función de mando, sino de servicio. Es lo que afirma en Lucas 22,24-27: “Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen autoridad son llamados bienhechores; mas no así vosotros, sino sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige como el que sirve (…) Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve.” Jesús dio el ejemplo al afirmar que “el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mc 10,41-45) y se arrodilló para lavar los pies de los discípulos. Lo que condujo a Jesús a invertir la óptica del poder fue la siguiente pregunta: ¿a quién debe servir el poder en una sociedad desigual e injusta? A la liberación de los pobres, respondió, a la curación de los enfermos, al abrigo a los excluidos. Ese es el servicio por excelencia de los poderosos: liberar al oprimido y hacer que este también tenga poder. El poder es una prerrogativa divina para el servicio al prójimo y a la colectividad. Tomado en sí mismo, pervierte. El individuo tiende a cambiar su identidad personal por la identidad de la función que desempeña. El cargo que ocupa pasa a tener más importancia que su individualidad. Por eso, muchos se aferran al poder, porque hace posible lo deseable. Imanta al poderoso, de modo que atrae veneración y envidia, sumisión y aplausos. Para que el poderoso no se deje embriagar por el cargo que ocupa, Jesús propone que se someta a la crítica de sus subalternos. ¿Quién de nosotros es capaz de hacerlo? ¿Cuál es el párroco que indaga lo que los miembros de su parroquia piensan de él? ¿Cuál el dirigente de un movimiento popular que les solicita a sus dirigidos una evaluación de su desempeño en el cargo? ¿Qué político les pide a sus electores que lo critiquen? Jesús, por su parte, nunca temió preguntarles a sus discípulos lo que pensaban sobre él, y como si eso no fuera suficiente, también se lo preguntó al pueblo (Mt 16,13-20). La cuestión del poder es el corazón de la democracia. Etimológicamente, democracia significa gobierno del pueblo para el pueblo. No obstante, en la mayoría de los países aún se mantiene es un estadio meramente representativo. Para hacerse participativa, la democracia deberá ser expresión del fortalecimiento de los movimientos populares. Un poder –el del Estado o el de la clase dominante– solo admite límites y evita abusos en la medida en que enfrenta otro poder: el del pueblo organizado. Esa es la condición para que la democracia base la libertad individual y los derechos humanos sobre la justicia social y la equidad económica. Es falsa la democracia que concede libertad virtual a todos y excluye a la mayoría de bienes económicos esenciales como el acceso a la alimentación, la salud, la educación, la vivienda, el trabajo, la cultura y el descanso. Me decías, mi querido amigo, que, para ti, el Espíritu de Dios era casi un desconocido pues, en el fondo, no pasa de serte un concepto teórico torpemente percibido; y añadías: ¿Qué hacer?
De mil amores te contesto, lo que no sé es si mi parecer te va a dar luz o va a aumentar tu confusión, que, además de que no soy docto en asuntos teológicos y de que la ortodoxia no es mi fuerte, que digamos, lo único que puedo ofrecerte son mis pequeñas experiencias, aunque quizá sea eso, experiencia, lo que andas buscando, pero no sé si las mías serán, para ti, las más adecuadas. Veamos cómo me sale la cosa, ya me dirás si te valió: Pienso yo, pero no sé si pienso bien, que no es tanto “qué hacer”, como dices tú, sino “qué no hacer”. Voy a intentar explicarme: Para mí, pero vete tú a saber, lo de que Dios es Padre y es Hijo y es Espíritu, es algo así como si un muchacho dijese, permíteme la comparación, que su madre es Cariño, es Eficacia y es Protección, por poner un ejemplo; y, así, él nos señalaría aquellas virtudes de la madre que más aprecia. Su madre sería, dependiendo del momento, la madre-cariñosa, la madre-eficaz o la madre-protectora; cuando, pongamos por caso, la madre le sujeta para que no caiga, allí está él viendo a la madre-protectora, pero la madre-cariñosa y la madre-eficaz no están ausentes, también están, pero en ese momento no acusa él su presencia. Te digo esto porque creo, pero no es más que un olisqueo mío, que lo de las Trinidad es algo así como un modo, el que mejor se ha encontrado, supongo, de explicar lo que puede ser Dios, aunque esto es tarea imposible, que Dios es mucho Dios como para poder encerrarle en unos dogmas, por muy católicos que sean los tales dogmas. Tú y yo tenemos muy oído, sobre el Espíritu Santo, cosas como que “es una persona divina” y que “es portador y trasmisor de dones sobrenaturales (temor de Dios, sabiduría, consejo, piedad, entendimiento, fortaleza, ciencia)” y, teniendo esto totalmente aceptado, que lo tenemos, aunque no hayamos llegado a entenderlo del todo, que no hemos llegado, tengo para mí que todo ello no nos llegue a decir gran cosa, sobre todo en el momento de la verdad, en el momento de las vivencias, que, creo yo, es lo que más cuenta. Así que habré de preguntarme sobre lo que experimento yo, dentro de mí, claro, cuando me vienen barruntos de que el Espíritu aletea en mí, valga la expresión, que no me sale ningún otro modo de referirme a esas experiencias de su presencia, que no estoy diciendo que el Espíritu venga a mí, pues él siempre está, pero lo que sí ocurre es que no siempre, ni con mucho, alcanzo yo a notar su presencia, su aleteo. Mi percepción del Espíritu, de la que te hablo, me lleva a descubrirle como, digamos, la manera que tiene Dios de comunicarse con nosotros, de transmitirnos su amor, de sugerirnos que nos cuidemos unos de otros, de mostrarnos los caminos que conducen a nuestra felicidad. Y esto lo hace a base de, permíteme la expresión, “charlar un rato con calma”. Y, aunque pueda resultar un tanto idílico, y no es que sea esto malo, pero quizá sea demasié, pues que digo que es algo así como si, a alguien, en solitario, ya de noche, delante de una hoguera chispeante, se le vinieran a la cabeza, sin saber cómo, ideas sobre su vivir, sus amores, sus esperanzas, sus arrepentimientos, sus añoranzas, sus proyectos de futuro y, al acabar, le viniera a parecer que todas aquellas cosa no hubieran salido de su cabeza, sino que se le hubieran comunicado, no desde fuera, sino desde sus más profundos adentros. No sé si me logro explicar. Y claro, para que todo eso, lo que llegó a nuestra cabeza cuando estábamos sentados frente al fuego, produzca frutos, para que sea algo más que una ensoñación, para que nos mueva a cambiar las torpezas por aciertos, es preciso que nos lo tomemos en serio, lo incorporemos a nuestro vivir. Esto supone, y aquí es donde creo que está el quid de la cuestión, que estemos dispuestos a aceptar ideas nuevas, enfoques diferentes de cuanto nos rodea, a desechar aquellas convicciones, quizá muy queridas por nosotros, que pudieran ser impedimento para poder incorporar lo que nos llega en esas noches frente al fuego de las que te hablaba. Si no estamos dispuestos a entender que, para poder incorporar a nuestro vivir las ideas, sugerencias, pensamientos que nos invaden en esos momentos cruciales, aquellos en los que llegamos a percibir los “recados al oído en noches sentado frente a la hoguera”, para eso, te repito, necesitamos desechar algunos, tal vez demasiados, de nuestros más queridos convencimientos, que, quizá, han guiado nuestro caminar durante gran parte de la vida. Si nuestro aferramiento, a estas nuestras queridas ideas de siempre, es tan fuerte que no nos es posible dejarlas marchar, entonces no nos será posible adoptar ningún nuevo punto de vista, permaneceremos cerrados a todo lo que nos sea dado en esos momentos de sosegado escuchar al Espíritu de los que te hablaba antes. Pero no sé si esto que te he dicho te va a poder ayudar en algo, que tú, seguro, ya lo sabías, que no es nada nuevo, ni original: recuerda lo de: “el que no nazca de nuevo, no puede ver el Reino de Dios”, que le dijo Jesús a Nicodemo, que en esto pasa como con el cambio de piel de las serpientes: que es necesario para poder crecer, y que un abrazo, Juan. La pandemia del coronavirus muestra cuán vulnerables son las sociedades y los sistemas. De repente todo es diferente. Dos teólogos, dos intentos de interpretación. La teóloga Barbara Hallensleben, Profesora de Dogmática en la Facultad de Teología de la Universidad de Friburgo y el teólogo Simon Peng-Keller, Profesor de Cuidado Espiritual en la Universidad de Zurich.
Barbara Hallensleben, En la situación actual, algunas personas se preguntan: ¿Qué tiene que ver Dios con la pandemia del coronavirus? Simon Peng-Keller, Ciertamente Dios no causa activamente el sufrimiento humano. Encuentro absurda la idea de que Dios imponga tal pandemia al hombre. Es precisamente por su vulnerabilidad que Dios puede ser eficaz y ayudar a las personas en sus necesidades y crisis. Que Cristo cambió el mundo a través de su sufrimiento es el punto central de la Cristología. Barbara Hallensleben, La pregunta "¿por qué?" lleva a engaño. Ni siquiera Jesús pudo responder por su sufrimiento. Su respuesta fue: "Hágase tu voluntad". Y Pablo descubre precisamente en su debilidad la puerta de entrada a la gracia de Dios cuando dice: "Por eso afirmo mi impotencia... necesita... temores; porque si soy débil, soy fuerte" (2 Corintios 12:10). Simon Peng-Keller, ¿Que tengamos que aceptar nuestra vulnerabilidad no suena cínico en vista de los muchos muertos, además del fracaso político en muchos lugares...? Hallensleben: Las circunstancias políticas de la pandemia son las que más me preocupan, siguiendo las palabras provocativas del filósofo Giorgio Agamben. La humanidad siempre está tentada de vender su libertad a aquellos que prometen seguridad y que, por lo tanto, les gusta despertar el miedo. "Todo apunta a que la crisis no terminará en unas semanas, ni a nivel médico, ni económico, ni psicológico" El "distanciamiento social" destruye los valores fundamentales del ser humano. En última instancia, el centro de atención no es cada individuo único, sino la "gestión de la continuidad de la empresa", como dijo la Universidad de Friburgo: la empresa debe seguir funcionando, las víctimas son principalmente las cifras estadísticas. Aquí los cristianos deben poner otros signos con toda la determinación. Peng-Keller: El sufrimiento de la gente no puede ser borrado o explicado con tal interpretación. Sigue siendo terrible. La cuestión es en qué momento hablamos de una teología de la vulnerabilidad. Mi experiencia como trabajador pastoral es que ya no se debe hablar mucho en el lecho de enfermo, sino hacer preguntas, escuchar y percibir. La oración es la mejor manera de sacar a relucir algo en estas situaciones. Encuentro la secuencia de Pentecostés tan fuerte porque une la realidad de Dios con la necesidad del hombre. Hallensleben: Muchos quieren volver a la normalidad lo antes posible. ¿Es eso posible? ¿O debemos mantener la memoria de la vulnerabilidad? Peng-Keller: Es una ilusión creer que volveremos a la normalidad en unas semanas, por muy justificado que sea este deseo. Todo apunta a que la crisis no terminará en unas semanas, ni a nivel médico, ni económico, ni psicológico. Hallensleben: ¿Qué es normal? El mundo se ha vuelto caótico ante la pandemia. Nos vemos obligados a una atención mundial y global y reaccionamos con aislacionismo. De esta dialéctica desastrosa deberíamos aprender. Esto sólo es posible si nosotros -como Pablo- afirmamos nuestra debilidad y la vivimos en una nueva forma de solidaridad. El precio de la libertad es la aceptación de la responsabilidad, en lugar de delegar las víctimas de la vulnerabilidad en otros. La eucaristía es una realidad muy profunda y compleja, que forma parte de la más antigua tradición. Tal vez sea la realidad cristiana más compleja y difícil de comprender y de explicar. Podíamos considerarla como acción de gracias (eucaristía), Sacrificio, Presencia, Recuerdo (anamnesis), alimento, fiesta, unidad. Tiene tantos aspectos que es imposible abarcarlos todos en una homilía. Podemos quedarnos en la superficialidad del rito y perder así su verdadera riqueza. Lo que vamos a hacer es intentar superar muchas visiones raquíticas o erróneas sobre este sacramento.
1º.- La eucaristía no es magia. Claro que ningún cristiano aceptaría que al celebrar una eucaristía estamos haciendo magia. Pero si leemos la definición de magia de cualquier diccionario, descubriremos que le viene como anillo al dedo a lo que la inmensa mayoría de los cristianos pensamos de la eucaristía: Una persona revestida con ropajes especiales e investida de poderes divinos, realizando unos gestos y pronunciando unas palabras “mágicas”, obliga a Dios a producir un cambio sustancial en una realidad material. Cuando se piensa que en la consagración se produce un milagro, estamos hablando de magia. 2º.- No debemos confundir la eucaristía con la comunión. La comunión es solo la última parte del rito y tiene que estar siempre referida a la celebración de una eucaristía. Tanto la eucaristía sin comunión, como la comunión sin referencia a la eucaristía dejan al sacramento incompleto. Ir a misa y dejar de comulgar, es sencillamente un absurdo. Ir a misa con el único fin de comulgar, sin ninguna referencia a lo que significa el sacramento, es un autoengaño. Esta distinción entre eucaristía y comunión explica la diferencia de lenguaje entre los sinópticos y Jn en el discurso del pan de vida. Jn hace referencia al alimento, pero alimentarse lo identifica con, “el que cree en mí, el que viene a mí”. 3º.- “Cuerpo” no significa cuerpo, “sangre” no significa sangre. No se trata del sacramento de la carne y de la sangre físicas de Cristo. En la antropología judía, el hombre es una unidad indivisible, pero podemos descubrir en él cuatro aspectos: Hombre-carne, hombre-cuerpo, hombre-alma, hombre-espíritu. Hombre-cuerpo era el ser humano en cuanto sujeto de relaciones. Al decir: esto es mi cuerpo, está diciendo: esto soy yo, esto es mi persona. Para los judíos la sangre no era solo símbolo de la vida. Era la vida misma. Cuando Jesús dice: “esto es mi sangre, que se derrama”, está diciendo: esto es mi vida al servicio de todos, es decir, que toda su vida está entregada a los demás. 4º.- La eucaristía no la celebra el sacerdote, sino la comunidad. El cura puede decir misa. Solo la comunidad puede hacer presente el don de sí mismo que Jesús significó en la última cena y que es lo que significa el sacramento. Es el sacramento del amor. No puede haber signo de amor en ausencia del otro. Por eso dice Mt: “donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. El clericalismo que otorga a los sacerdotes un poder divino para hacer un milagro, no tiene ningún apoyo en la Escritura. La eucaristía la celebran todos los cristianos gracias al sacerdocio de los fieles. 5º.- La comunión no es un premio para los buenos. Esta frase la dijo el Papa Francisco en una ocasión y me impresionó por su profundidad. No son los que “que están en gracia” los que pueden acercarse a comulgar. Somos los desgraciados que necesitamos descubrir el amor gratuito de Dios. Solo si me siento pecador estoy necesitado de celebrar el sacramento. Cuando más necesito el signo del amor de Dios es cuando me siento separado de Él. Es absurdo de dejar de comulgar cuando más lo necesito. 6º.- La realidad significada no es Jesús en sí mismo, sino Jesús como don: El don total de sí mismo, que ha manifestado durante toda su vida y que le ha llevado a su plenitud, identificándole con el Padre. Ese es el significado que yo tengo que descubrir. La eucaristía no es un producto más de consumo que me proporciona seguridades. Podemos oír misa sin que nos obligue a nada, pero no puedo celebrar la eucaristía sin comprometerme con los demás. No se puede salir de misa como si no hubiera pasado nada. Si la celebración no cambia mi vida en nada, es que me he quedado en el rito. 7º.- Haced esto no se refiere a que perpetuemos un acto de culto. Jesús no dio importancia al culto. Jesús quiso decir que recordáramos el significado de lo que acaba de hacer. Esto soy yo que me parto y me reparto, que me dejo comer. Haced también vosotros esto. Entregad la propia vida a los demás como he hecho yo. 8º.- Los signos no son el pan y el vino sino el pan partido y el vino derramado. Durante siglos, se llamó a la eucaristía “la fracción del pan”. No se trata del pan como cosa, sino del gesto de partir y comer. Al partirse y dejarse comer, Jesús está haciendo presente a Dios, porque Dios es don infinito, entrega total a todos y siempre. Esto tenéis que ser vosotros. Si queréis ser cristianos tenéis que partiros, repartiros, dejaros comer, triturar, asimilar, desaparecer en beneficio de los demás. Una comunión sin este compromiso es una farsa, un garabato, como todo signo que no signifique nada. Todavía es más tajante el signo del vino. Cuando Jesús dice: esto es mi sangre, está diciendo esto es mi vida que se está derramando, consumiendo, en beneficio de todos. Eso que los judíos tenían por la cosa más horrorosa, apropiarse de la vida (la sangre) de otro, eso es lo que pretende Jesús. Tenéis que hacer vuestra, mi propia vida. Nuestra vida solo será cristiana si se derrama, si se consume, en beneficio de los demás como la mía. Celebrar la Eucaristía es comprometerse a ser para los demás. Todas las estructuras que están basadas en el interés personal, o de grupo, no son cristianas. Una celebración de la Eucaristía compatible con nuestros egoísmos, con nuestro desprecio por los demás, con nuestros odios y rivalidades, con nuestros complejos de superioridad, sean personales o grupales, no tiene nada que ver con lo que Jesús quiso expresar en la última cena. La eucaristía es un sacramento. Y los sacramentos, ni son milagros ni son magia. Se produce un sacramento cuando el signo (algo que entra por los sentidos) nos conecta con una realidad trascendente que no podemos ver, ni oír, ni tocar. Esa realidad significada, es lo que nos debe interesar. La hacemos presente por medio del signo. No se puede hacer presente de otra manera. Las realidades trascendentes, ni se crean ni se destruyen; ni se traen ni se llevan; ni se ponen ni se quitan. Están siempre ahí. Son inmutables y eternas. El ser humano no tiene que liberar o salvar su "ego", a partir de ejercicios de piedad sino liberarse del "ego", que es precisamente lo contrario. Solo cuando hayamos descubierto nuestro verdadero ser, descubriremos la falsedad de nuestro yo individual y egoísta que se cree independiente. Estamos hablando del sacramento del amor, del sacramento de la unidad. Si la celebración de la eucaristía no nos lleva a esa unidad, significa que es falsa. Meditación No se trata solo de comer, sino de asimilar lo comido. Si como sin asimilar, se producirá indigestión. Si comulgo y no me identifico con lo que fue Jesús, me engaño. Si no llego a lo significado, no hay sacramento que valga. Realizado el signo, que entra por los sentidos, queda por hacer lo importante: descubrir y vivir lo significado. Este año 2020, la pandemia del coronavirus provocará que el día del Corpus falte en muchas ciudades y pueblos lo más típico de esta fiesta: la procesión solemne por las calles. Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447, cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino.
Sin embargo, las lecturas del ciclo A parecen adaptarse al coronavirus y carecen de ese aspecto alegre y festivo. Lo que pretenden es enseñarnos el valor de la eucaristía y su repercusión en nuestra vida. El maná, un triste alimento de tiempo de crisis (Deuteronomio 8,2-3.14b-16a En el Antiguo Testamento hay dos tradiciones principales sobre el maná. La primera (Éxodo 16) lo presenta como un alimento que baja del cielo cada día (menos el sábado, para respetar el día de descanso), con sabor a galletas de miel, que toda la gente recoge por igual, sin que a nadie le falte o le sobre, tan sorprendente que se deben conservar dos litros en una jarra dentro del Arca de la Alianza. En esta línea, un salmo lo llamará «pan de ángeles». Pero hay otra tradición muy distinta, nada milagrosa (Números 11,4-9), en la que el maná se parece a una semilla que hay que recoger, moler y cocer, y al final tiene un sabor más prosaico: pan de aceite. Al cabo de poco tiempo, la gente comenta: «Se nos quita el apetito de no ver más que el maná» (Nm 11,6). El texto del Deuteronomio elegido para la primera lectura ocupa un puesto intermedio entre estas dos tradiciones: el maná es un don de Dios, un alimento «que no conocieron vuestros padres»; pero es un alimento de tiempo de crisis, cuando se recorre «un desierto inmenso y terrible, lleno de serpientes y alacranes, un sequedal sin una gota de agua». Si el texto del Dt se leyera completo, advertiríamos el contraste entre el maná y los alimentos que se encontrarán en la tierra prometida, «tierra de trigo y cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares y de miel, tierra en que no comerás tasado el pan, en la que no carecerás de nada» (Dt 8,8-9). Ya que la catequesis bíblica ha insistido en la idea milagrosa del maná, conviene tener presente esta otra para comprender el contraste con el pan de vida que ofrece Jesús. Sobrevivir y vivir eternamente (Juan 6,51-58) A principios de junio de 2020 se calculan en unos 400.000 los muertos por la covid-19. En este contexto es fácil sintonizar con el evangelio de la fiesta del Corpus. Comienza y termina con las mismas palabras: «El que coma de este pan vivirá para siempre». Y en medio: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día». Mucha gente acepta la muerte con resignación o fatalismo. Otros se rebelan contra ella. El cuarto evangelio es de los que se rebelan. Comienza afirmando que en la Palabra de Dios «había vida». Y ha venido al mundo para que nosotros participemos de esa vida eterna. El texto que leemos hoy está tomado del largo discurso tenido por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Relacionándolo con la primera lectura, advertimos el contraste entre “supervivencia” y “vida eterna”. El maná es un alimento de pura supervivencia, no garantiza la inmortalidad, como subraya Jesús: «vuestros padres lo comieron y murieron». En cambio, el alimento que da Jesús, su cuerpo y su sangre, sí garantiza la vida eterna: «yo lo resucitaré en el último día». En una lectura precipitada, parece que esta última parte del discurso no ofrece ninguna novedad, que se limita a repetir la promesa de la vida eterna para quien coma «el pan que ha bajado del cielo». Sin embargo, hay aspectos nuevos e importantes.
La idea de que, al comulgar, Jesús habita en nosotros y nosotros en él, corre el peligro de interpretarse de forma muy individualista. La lectura de Pablo a los corintios ayuda a evitar ese error. La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo no es algo que nos aísla. Al contrario, es precisamente lo que nos une, «porque comemos todos del mismo pan». Este tema se inserta en el contexto de un problema muy candente en la comunidad de Corinto por aquel tiempo: ¿Puede un cristiano comer la carne de un animal inmolado a un dios pagano? He comentado esta larga sección en mi obra Hasta los confines de la tierra. II. El macedonio. Verbo Divino, Estella 2006, 167-205. El Evangelio de este domingo ilumina la fiesta del Corpus Christi que la Iglesia celebra. Más allá de los tonos rituales y de tradición de esta fiesta, Juan nos revela su profundo significado tocando uno de los centros neurálgicos de nuestra fe cristiana. Para comprender este discurso de Jesús, identificándose con el Pan de Vida, con el alimento de su carne y sangre, hemos de situarnos en la certeza de que el lenguaje religioso es metafórico. Y, como en toda metáfora, coexisten dos elementos: uno imaginario y otro real; además, hay que tener en cuenta el contexto para comprenderlos.
Pues bien, este famoso sermón de Jesús es pronunciado en la Sinagoga de Cafarnaúm, tras haber realizado el milagro de la multiplicación de los panes y los peces y tras el intento de los judíos galileos de proclamarle rey. Subyace en este contexto la polémica de Jesús con algunos de sus contemporáneos que esperaban a un Mesías que les diera de comer y, otros, como un gran líder que restaurara la verdadera Ley. Comienza con la metáfora del pan bajado del cielo. Para un israelita el pan bajado del cielo no puede ser otra cosa que el maná que recibieron sus antepasados en el desierto, para ellos un signo sagrado de la acción salvadora de Dios y que nadie había cuestionado hasta entonces. Sin embargo, Jesús se expresa superando esta tradición y recuperando un sentido nuevo y provocador. Él es el pan vivo bajado del cielo, el nuevo alimento de Dios que no sacia el hambre como necesidad fisiológica sino el hambre de sentido de la vida que es nutrido por su misma naturaleza. Sus oyentes no han comprendido esta metáfora y, situados en la literalidad de sus palabras, discuten porque lo que dice es imposible: –¿Cómo puede éste darnos de comer su carne? Esto es lo que nos ocurre cuando el lenguaje religioso metafórico lo intentamos convertir en una verdad absoluta real desde nuestras categorías humanas y no percibimos la realidad y el elemento que la representa; se corre, así, el riesgo de sacralizar el significante y diluir su significado. Claramente, con esta afirmación, Jesús se ha desmarcado de su propia tradición religiosa. Este discurso de Jesús va girando en espiral hasta llegar a un núcleo que parece una radiografía de lo que es el ser humano en su esencia: –Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él–, es decir, lo más profundo de lo que somos está hecho de un intercambio permanente entre la humanidad y la Divinidad. Jesús no parece pretender formatear las mentes de los judíos para instalar su programa sino resaltar la libertad para elegir adherirse a su movimiento que es mucho más que una forma de vivir: es una nueva conciencia de la existencia. Jesús avanza en su discurso y va mostrando a un Dios que es la fuente de la vida humana: - El Padre que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por Él. Así también el que me coma vivirá por mí -. Parece una danza que va entrelazando la vida humana en la vida divina revelando el sentido de la encarnación de Dios. Un Dios que se hace carne / Cuerpo no para deleitarse en su obra creadora, sino para agrandarla, no para recordar obsesivamente sus miserias y límites sino para liberarlos y que sea más real su presencia a través de ella. Así mismo, con su sangre supera el vínculo cerrado endogámico del judaísmo e inaugura una nueva familia abierta a todos: –“quien quiera…”–; una nueva humanidad cuyo alimento es para todo ser y todo ser digno de pertenecer a ella. Un artículo es difícil de escribir cuando media una angustia. Unas letras son delicadas de alumbrar cuando media el dolor del mundo. En este caso media el sufrimiento de las familias que ven amenazados sus futuros con el cierre de Nissan Barcelona. El coche siempre nuevo y brillante es una cuestión controvertida. Constituye un pilar de la actual economía por lo que su debate se torna decisivo. Marcha felizmente la pandemia, pero aún no hemos abrazado la firme decisión de reinventarnos. “Futuro real” rezan las pancartas de los trabajadores movilizados, ¿pero dónde se halla en verdad ese “futuro real”? ¿Quiénes lo vislumbran con más madurez, compromiso y responsabilidad? Cada vez somos más los que no podemos sostener esa pancarta lastrada de ficción, quienes deseamos cuestionar el actual modelo individualista y desarrollista y vislumbrar un futuro realmente posible y sostenible para todos/as y las siguientes generaciones.
Ningún dolor nos puede ser ajeno. Primero la humanidad y su sufrimiento, después la reflexión; primero la solidaridad humana con esas familias, después las consideraciones de otro orden. Esa solidaridad con el dolor de nuestros congéneres no significa sin embargo hacerse uno con los postulados y movilizaciones, con las protestas airadas, con el negro humo que asciende de las barricadas, sobre todo con la condición inmaculada del automóvil. “¡Futuro para Nissan¡”, pero también un futuro para todos/as, pues debemos pensar si tanto CO2 no está hipotecando el futuro de otros. Es preciso reflexionar sobre lo que consideramos a priori como incuestionable: los modernos y veloces coches son buenos para nuestra sociedad y las grandes industrias automovilísticas comportan indudable progreso. ¿Seremos capaces de dejar espacio en nuestra mente a otro tipo de trabajo menos alienante, a otro tipo de desplazamiento menos contaminante? Sí, no es fácil reinventarse, dejar las viejas inercias, pero algún día habrá que empezar a vencer los temores e intentarlo. De primeras convendrá resignificar la palabra “desarrollo”. Éste ha de ser sostenible para la Tierra, nuestra Madre, pero también sostenible para nuestras almas que demandan algo más que una tarea meramente mecanizada. “¡Futuro para Nissan¡”, pero antes de hacerle un hueco a Nissan en nuestro futuro, pensemos qué futuro anhelamos. Antes de quemar los neumáticos y arrojar su humo al cielo, podemos pedir al Cielo que nos ilumine sobre el mañana que deseamos construir. De tanto trabajo automatizado en las cadenas industriales podemos llegar a pensar que no merecemos otra tarea más personal y creativa. De tanto asfaltar el mundo y echar a rodar veloces coches por sus carreteras, podemos llegar a creer que no había otra forma de desplazarnos. Los trabajadores “exigen un futuro real”, pero hay mucha ficción en la supuesta prosperidad que nos proporcionan esos flamantes coches dispuestos a comerse las más anchas autopistas. Antes que diseñar un futuro para la gran industria automovilística, tenemos que diseñar un futuro para la humanidad. ¿Necesitamos en verdad cambiar de coche cada poco tiempo? Ofrecido el corazón, deseamos ofrecer también reflexión. Nuestras íntimas aspiraciones pueden ir más lejos que fichar todos los días en una gran factoría y encerrar en ella buena parte de nuestra vida sin que ese trabajo reporte algo para nuestro crecimiento. Nuestro presente se caracteriza por el vencimiento de las inercias. Es el tiempo de rehacernos, de cuestionarnos desde el principio. Es el momento de considerar por ejemplo que para movernos no podemos tirar tanto veneno a la atmósfera. Es la hora de reinventarnos para vivir una vida más plena, más feliz, en definitiva más viva, para hacer de nuestros días algo más útil y creativo, algo que lleve nuestro personal sello al mundo. |
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