Marcos relata muy pocas parábolas (7), en comparación con Mateo (26) y Lucas (21) De las siete, seis se repiten en Mateo y Lucas, y una es propia de Marcos sin paralelo en ningún otro evangelio. Se trata de la primera que leemos en el evangelio de hoy (el grano que crece de noche). La segunda, el grano de mostaza, tiene su paralelo en Mateo 13 y Lucas 13, con redacción prácticamente idéntica. Y Marcos ofrece un final (que también cita Mateo (cp.13,34):
"Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado." De todo esto concluimos que las parábolas muestran el estilo de Jesús. Es un estilo nuevo (las "parábolas" del Antiguo Testamento no son como las de Jesús; deberíamos llamarles mejor "alegorías", con la excepción de la que dirigió a David el profeta Natán para acusarle de su perversa conducta haciendo que muriese su general Urías para quedarse con su mujer Betsabé (II Samuel 11, 27). Jesús no hace teología racional, ni mucho menos metafísica. Cuenta historias, cuentos, tomados de la vida real o inventados, para que todo el mundo le entienda. Con esto encaja muy bien con la exclamación de Jesús en Lucas 10,21: "En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues así lo has querido". Las parábolas son exactamente eso, revelación "para los pequeños". Y son tan sencillas que a los sabios e inteligentes se les escapan. Quizá sea éste uno de los problemas de nuestra soberbia teología, tan metafísica, tan al alcance solamente de sabios e inteligentes, tan olvidada de las parábolas. Por otra parte, "a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado". Nos sentimos trasladados a la casa de Cafarnaúm, a la hora de cenar, y a Felipe o Tomás o cualquiera, que, entre bocado y bocado pedían a Jesús: "Explícanos eso de la mostaza...". Y Jesús, entre bocado y bocado, se lo explicaba. No puedo menos que ver aquí la raíz de "la Cena del Señor", algo así como su semilla: alrededor de la mesa, mientras cenaban, la presencia de Jesús y La Palabra... Y, finalmente, cómo le gustan a Jesus las parábolas "vegetales": la siembra, el grano sembrado, la cizaña, la cosecha, la mostaza, el grano que crece solo, la mostaza, la levadura... Es una nueva imagen de Dios; desde lo pequeño, desde lo oculto, desde dentro, sin ruido. Los ojos de Jesús sabían leer las cosas. Todo le hablaba de Dios y del Reino, y por eso Él podía hablar de Dios con cualquier cosa. Las parábolas de Jesús nacen de su contemplación y nos dan una pista excelente para nuestra propia contemplación. A veces queremos contemplar con el entendimiento, pero se contempla con los ojos, disfrutando de lo que se ve, descubriendo a Dios en todo. De noche, en Nazaret, Jesús ha salido de casa y se ha sentado a escuchar el susurro de las mieses: Jesús las oye crecer, siente cómo la fuerza de la vida las va haciendo crecer, sin que nadie lo note, mientras el dueño duerme. ¿Con qué compararemos el Reino de Dios? Con esa vida interior, esa acción secreta, permanente y silenciosa que, desde dentro, hace crecer nuestra fe, nuestras ganas de servir al Reino. Dios como fuerza vital. Permanente, fiel, poderosa, discreta, así es la acción de Dios. Es algo que parece pequeñito, que pasa desapercibido, como un grano de mostaza que casi no se ve en la palma de la mano. Pero crecerá, tan potente que los campesinos la temen porque puede invadir cualquier terreno. Y crece y crece hasta que es casi un árbol, y los pájaros pueden posarse en sus ramas. ¿Compararemos el Reno de Dios a un ejército poderoso que se impone al mundo? Dios no es así, y su acción tampoco. Desde dentro, en silencio, sin ruido. Nosotros la Iglesia, al explicar cosas de Dios y del Reino, nos hemos olvidado bastante de las humildes parábolas y las hemos cambiado por solemnes y complicados conceptos. Las hemos olvidado tanto que hemos perdido la confianza en la acción inquebrantable de Dios, ciframos nuestro crecimiento interior en nuestra fuerza de voluntad, en el miedo al castigo y deseos de premio... No es así, Jesús lo dejó totalmente claro. Volver a las parábolas de Jesus debería ser preocupación constante de eso que llamamos "nueva evangelización". PROFESIÓN DE FE Yo creo sólo en un Dios: en Abbá, como creía Jesús. Yo creo que el Todopoderoso creador del cielo y de la tierra es como mi madre y puedo fiarme de él. Lo creo porque así lo he visto en Jesús, que se sentía Hijo. Yo creo que Abbá no está lejos sino cerca, al lado, dentro de mí, creo sentir su Aliento como un Brisa suave que me anima y me hace más fácil caminar. Creo que Jesús, más aún que un hombre es Enviado, Mensajero. Creo que sus palabras son Palabras de Abbá Creo que sus acciones son mensajes de Abbá. Creo que puedo llamar a Jesús La Palabra presente entre nosotros. Yo sólo creo en un Dios, que es Padre, Palabra y Viento porque creo en Jesús, el Hijo el hombre lleno del Espíritu de Abbá
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En mi propia tierra, unos 50 años atrás, la práctica religiosa alcanzaba casi el 100%, pero hoy en día bajó de más de un 90%, y la Iglesia no tiene más remedio que poner en venta una gran cantidad de templos. En esas circunstancias, hablar todavía de la necesidad de la misión en tierras extranjeras podría dar la impresión de que uno está realmente en la luna. Más aún cuando uno se entera de que a la misión, en ciertos medios, se la cuestiona cada vez más como un paternalismo alienante o como una especie de militantismo de vanguardia del imperialismo cultural y económico de Occidente...
Y sin embargo seguimos insistiendo. No aflojamos. La moderna crítica de la misión es esclarecedora, pero no es privilegio de ateos ni de anticlericales. También existe en la Iglesia y entre los mismos misioneros gente consciente. Como en todas partes, desde luego, no faltan los dinosaurios, pero también existen pensadores esclarecidos y honestos. Al lado de la monja que, fiel a las consignas de los "civilizadores", lavaba con jabón la boca de los indiecitos del pensionado cuando los sorprendía hablando en su propia lengua, ha habido montones de sacerdotes, de hermanos, de religiosas que han estudiado las lenguas de esos pueblos, las han conservado, han confeccionado diccionarios... ¿Para avasallarlos o asimilarlos mejor? En muchos casos sí, y en otros, puede ser que no. Los misioneros aprendían las lenguas indígenas para comunicar con los pueblos y transmitirles el mensaje, los valores y el Evangelio de la Iglesia... Pero es cierto que a veces a los misioneros se les fue la mano, y por arrancar la mala hierba, arrancaron también el grano bueno; sembrando excelentes valores, sembraron, sin quererlo, gérmenes mortales en las culturas indígenas. Pero a pesar de todos los errores, las torpezas, las equivocaciones y los excesos de celo, no se cuentan los misioneros que, más allá de las palabras, de los diccionarios y de ciertas posturas aberrantes, han dejado un imborrable testimonio de profunda humanidad: han amado entrañablemente a los pueblos que fueron a evangelizar, y muchas veces hasta dar la vida por ellos. Si, en territorios de misión, se dio el caso extremo de que unas gentes se comieran el corazón de un misionero, no fue necesariamente porque les gustaba la carne del enemigo, sino porque anhelaban, por ese medio, lograr para sí mismos un corazón bueno y fuerte como el del misionero. Lo que los misioneros hicieron y lo que continúan haciendo tiene un precio inestimable para la humanidad. En nuestras culturas, y en nuestras Iglesias moribundas o repletas de vida, muestran un camino, el camino hacia el Otro. A menudo lo hacen detrás de los exploradores, de los etnólogos, de los comerciantes o aún de los invasores, pero las más de las veces lo hacen mucho antes que estos últimos, y a menudo a pesar de ellos. En fin, en la obra misionera hay héroes, mediocres y deficientes, pero los buenos son los más. Sin lugar a duda. El "reino de Dios" constituye el núcleo del anuncio de Jesús, su pasión y su utopía: es lo que ocupaba su corazón, lo que vivió y lo que proclamó.
Anuncia que "está cerca" (Marcos 1,15), que se halla ya "dentro de vosotros" (Lucas 17,21) y que se hace presente en su propio actuar (Mateo 20,28). Y lo explicita a través de parábolas, la mayoría de las cuales están centradas expresamente en él: "el reino de Dios se parece a...; es como...". Si no queremos, por tanto, perdernos lo que constituye la centralidad del mensaje evangélico, tenemos que empezar por comprender el significado de esa expresión, en el momento en que vivimos. Cada vez somos más conscientes de que toda realidad profunda, no solo es paradójica –la paradoja no expresa sino los límites de la mente, "plana" por su propia naturaleza-, sino que es susceptible de diferentes niveles de lectura, por ser portadora de significados múltiples. Para empezar, me parece que –dentro de un lenguaje religioso-, "reino de Dios" puede entenderse como el mundo tal como Dios lo sueña. En este nivel de lectura, su opuesto sería el "reino del mal". Desde esta perspectiva, construir el reino –la tarea a la que nos sentimos convocados los discípulos de Jesús- equivale a favorecer el bien de todos los seres, en todos los sentidos. Justo aquí se enraíza el mandato del maestro y la vivencia de la compasión, eje central de su mensaje. Desde otro ángulo cercano, podría traducirse "reino de Dios" como "fraternidad" que, según la intuición de Jesús, arranca o se funda en la experiencia de filiación: podemos vivirnos como hermanos porque nos experimentamos hijos de la misma Fuente (Abba: Padre querido). La fraternidad, pues, nace, no del voluntarismo ético –aunque requiera esfuerzo-, sino de la comprensión de quienes realmente somos. Es precisamente esa "nueva consciencia" la que hace posible unas nuevas relaciones y unas nuevas estructuras. Tal como aparece en el evangelio, el "reino de Dios" hace referencia a un nuevo tipo de sociedad, basada en unas relaciones nuevas, caracterizadas por la fraternidad, sentida como compasión y vivida como servicio (de quien busca, "no ser servido, sino servir", como el propio Jesús: Marcos 10,45). Desde otra perspectiva, "reino de Dios" es sinónimo de Plenitud. Se comprende que, al plantearlo desde la mente, se haya proyectado al "más allá" de la muerte. Por una razón simple: para la mente –para el yo-, la plenitud se imagina posible únicamente en el futuro. Sin embargo, en la medida en que somos capaces de acallar los pensamientos –de dejar de identificarnos con ellos- y experimentamos el presente, caemos en la cuenta de que la Plenitud, sencillamente, es. Plenitud es otro nombre del Presente; otro nombre, por tanto, de Dios. Es el "reino de Dios". Me parece importante subrayar que estos niveles de lectura son diferentes, pero no contradictorios. Y, en su convergencia, nos permiten una comprensión mayor. En la expresión "reino de Dios" volvemos a encontrar las "dos caras" de lo Real: la Plenitud que ya es, desplegándose o expresándose en la historia manifiesta; el Vacío y la forma; el Ser y los entes; el Misterio inmanifestado y las manifestaciones concretas... Y todo ello, sin ningún tipo de dualismo, sino en el Abrazo integrado de la No-dualidad en el que se reconocen, a la vez, las diferencias en las formas y la identidad o unidad compartida. Desde esta perspectiva y con esta clave, las parábolas de Jesús resultan sabias e iluminadoras. Como una semilla que germina, crece, fructifica..., a pesar de cualquier apariencia en contra, el Misterio de Lo que es se despliega imparable en una "lógica" que se le escapa a nuestra mente y, con frecuencia, la desconcierta, pero que es Sabiduría. En un imperceptible granito de mostaza, se encuentra ya la planta capaz de cobijar a los pájaros. De un modo similar, en la medida en que somos capaces de ver el "reino de Dios" en lo más cotidiano, ahí mismo, en su núcleo, encontramos toda Vida y todo "cobijo". Ahora bien, no podremos comprender el "reino de Dios" hasta que no lo seamos. O con más precisión: hasta que no descubramos que constituye nada menos que nuestra verdadera identidad. Una ola puede "saber" cosas sobre el océano, pero únicamente lo "conoce" cuando descubre que el océano no es "otra realidad separada", sino su naturaleza más profunda. El "reino de Dios" es otro nombre de nuestra verdad última. Con razón decía Jesús que estaba "dentro de nosotros" (Lucas 17,21). Así como la ola no es sino la misma agua que se "manifiesta" en una forma concreta, nosotros somos "formas" en las que se expresa lo Real. El despliegue que se ofrece a nuestra vista es ya el reino de Dios; aparece como "semilla" que va germinando y creciendo, pero contiene en sí todo lo que es. En la medida en que lo comprendemos, nos reconocemos "en casa" ("cobijados"). Y en esa misma medida, lo irradiamos. Porque nuestra práctica, en ese caso, no será una condición para que el reino llegue, sino una expresión de que el reino ya está y siempre ha estado. Solo nos falta verlo, reconocerlo, caer en la cuenta... Al final, venimos a descubrir que las parábolas de Jesús se refieren a nosotros mismos y nos revelan nuestra verdadera identidad. Todos los exegetas están de acuerdo en que el Reino de Dios es el centro de la predicación de Jesús. Lo difícil es concretar en qué consiste esa realidad tan escurridiza. La verdad es que no se puede concretar, porque no es nada concreto. Tal vez por eso encontramos en los evangelios tantos apuntes desconcertantes sobre esa misteriosa realidad. Sobre todo en parábolas, que nos van indicando distintas perspectivas para que podamos ir intuyendo lo que puede esconderse en esa expresión aparentemente simple.
Podríamos decir que es un ámbito que abarca a la vez lo humano y lo divino. Todo el follón que se armó en el primer cristianismo a la hora de concretar la figura de Jesús, nos lo armamos nosotros a la hora de definir qué significa ser cristiano. El Reino es, a la vez, una realidad divina que ya está en cada uno de nosotros y una realidad terrena que consistiría en su manifestación en nuestra existencia terrena. Ni es Dios en sí mismo ni se puede identificar con ninguna situación política, social o religiosa. No debemos caer en la simplicidad ingenua de identificarlo con la Iglesia. Como dice el evangelio: "no está aquí ni está allí". Tampoco puede estar solamente dentro de cada uno de vosotros, porque si está dentro, se manifestará fuera. Esa ambivalencia de dentro y fuera, de divino y humano es lo que nos impide poder encerrarlo en conceptos que no pueden expresar realidades aparentemente contradictorias. Para nuestra tranquilidad debemos recordar que no se trata de comprender sino de vivir y ese es otro cantar. Me habéis oído decir muchas veces que las parábolas no se pueden expli¬car. Solo una actitud vital adecuada puede ser la respuesta a cada parábola. Como la postura espiritual de cada uno va cambiando, la parábola me va diciendo cosas distintas a medida que voy profundizando en mi camino. Creo que tampoco los elementos que constituyen las dos del evangelio de hoy necesitan aclaración alguna. Todos sabemos lo que es una semilla y cómo se desenvuelve en su desarrollo hasta producir la planta completa. Si acaso, recordar que la semilla de mostaza es tan pequeña que es casi imperceptible a simple vista. Tal vez por eso es tan adecuada para precisar la fuerza del Reino, que tampoco se puede percibir. La planta que va apareciendo lentamente no viene de fuera sino que es consecuencia de una evolución interna de los elementos que ya estaban ahí. Este aspecto es muy importante, porque nos obliga a pensar, no en algo estático sino en un proceso que no puede tener fin, porque su meta es el mismo Dios. El Reino que es Dios está ya ahí, en cada uno y en todos a la vez, pero su manifestación tiene que ir produciéndose paulatinamente a través del tiempo y del espacio. Nuestra tarea no es producir el Reino, sino hacerlo visible. Las dos parábolas tienen doble lectura. Se pueden aplicar a cada persona, en cuanto está en este mundo para evolucionar desde las increíbles posibilidades con las que nace hasta la plenitud que tiene que ir consiguiendo a través de su vida. Y también se puede aplicar a la humanidad en su conjunto. Hoy estamos muy familiarizados con el concepto de la evolución y podemos entender que los seres humanos no hemos dejado de avanzar en nuestro caminar hacia una vida cada vez más humana. La advertencia para nosotros hoy es que no debemos conformarnos con un progreso material sino aspirar a mayor humanidad. Otra reflexión interesante es que no podemos pensar en una meta preconcebida. Desde lo que cada uno es en el núcleo de su ser, debe desplegar todas las posibilidades sin pretender saber de antemano a dónde le llevará la experiencia de vivir. En la vida espiritual es ruinoso el prefijar metas a las que tienes que llegar. Se trata de desplegar una Vida y como tal, es imprevisible, porque toda vida es, ante todo, respuesta a los condicionamientos del entorno. No pretendas ninguna meta, simplemente camina hacia delante. En cada una de las dos parábolas que hemos leído, se quiere destacar un aspecto de esa realidad potencial dentro de la semilla. En la primera, su vitalidad, es decir, la potencia que tiene para desarrollarse por sí misma. En la segunda quiere destacar la desproporción entre la pequeñez de la semilla y la planta que de ella sale. Parece imposible que de una semilla apenas perceptible, surja, en muy poco tiempo una planta de gran altura. En ambos casos, lo único que necesita la semilla es un ambiente adecuado para desplegar su vitalidad. Cada uno de nosotros debemos preguntarnos si, de verdad, hemos descubierto y aceptado el Reino de Dios y si le hemos rodeado de unas condiciones mínimas indispensables para que pueda desplegar su propia fuerza. Si aún no se ha desarrollado, la culpa no será de la semilla, sino nuestra, por impedírselo de alguna manera. La semilla se desarrolla por sí sola, pero necesita un mínimo de humedad, de luz y de temperatura para poder desplegar su vitalidad latente. La semilla con su fuerza está en cada uno. Solo espera una oportunidad. Con demasiada frecuencia olvidamos que no somos nosotros los que desarrollamos el Reino, sino que él se desarrolla en nosotros. Incluso los que tenemos como tarea hacer que el reino se desarrolle en los demás, olvidamos ese dato fundamental. No tenemos paciencia para dejar tranquila la semilla, o intentamos tirar de la plantita en cuanto asoma y en vez de ayudarla a crecer, lo que hacemos es desarraigarla. O damos por perdida la semilla antes de que haya tenido tiempo de germinar. También puede hundirnos en la miseria el ansia de producir fruto sin haber pasado por las etapas de crecer como tallo, luego la espiga y por fin el fruto. También la vida espiritual tiene su ritmo y hay que procurar seguir los pasos por su orden. La mayoría de las veces nos desanimamos porque no vemos los frutos de nuestro esfuerzo. Debemos tener paciencia. Cada paso que demos es un logro y en él ya podemos descubrir el fruto, aunque nos parezca que no llega nunca. El Reino no es ninguna realidad distinta de Dios mismo. Es la semilla divina la que está sembrada en cada uno de nosotros. Ella es la que tiene que desarrollarse y hacerse visible externamente. El Reino de Dios no es nada que podamos ver ni tocar. Es una realidad espiri¬tual. Ahora bien, si está o no está en nosotros lo tenemos que descubrir a través de las obras. Si actuamos de una manera, demostramos que el Reino está en nosotros. Si actuamos de otra demostramos que el Reino aún no se ha desarrollado. Jesús experimentó dentro de sí mismo esa Realidad y la manifestó en su vida diaria. Toda su predicación consistió en proclamar esa posibilidad. El Reino de Dios está dentro de nosotros pero sin descubrirlo. Jesús hace referencia a esa realidad constantemente. Creo que aún hoy, nos empeñamos en identifi¬car el Reino de Dios con situaciones externas. La lucha por el Reino tiene que hacerse dentro de nosotros mismos. Solo cuando lo hayamos dejado crecer dentro, se manifestará al exterior a través nuestro. Estas dos parábolas desbaratan el afán moralizante que ya enseña la oreja en muchas partes de los evangelios. No nos dicen lo que tenemos que hacer, y mucho menos lo que no tenemos que hacer. Parece más bien que nos invita a no hacer y dejar que otro haga. Este aspecto me encanta, porque creo que nadie tiene derecho a decir a otro lo que tiene que hacer o dejar de hacer. Lo importante está en descubrir lo que somos y actuar o dejar de actuar según las exigencias de nuestro verdadero ser. Decían los escolásticos que el obrar sigue al ser. Ser más y aparentar menos. Tal vez debemos olvidarnos de muchas normas que hemos cumplido mecánicamente y tratar de que lo que nos hace más humano surja de lo hondo de nuestro ser y no de las programaciones recibidas de fuera. Meditación- contemplación El Reino de los cielos no se parece a nada. Solo tú puedes crearlo y mantenerlo. Dios en ti será siempre único e irrepetible. La manera de manifestarlo será siempre original. .......................... El Reino nunca será el fruto de una programación. No surgirá por muchas doctrinas que atesores. No lo encontrarás en los ritos litúrgicos. Tampoco es producto del cumplimiento de unas normas morales. ........................ Surgirá de una intuición de lo que en realidad eres, manifestada en tus relaciones con los demás; cuando dejes de considerarte como un yo aislado y descubras que eres uno con toda la Realidad. Es posible que haya llegado el momento de poner nuestra estructura espiritual patas arriba. Llevamos dos mil años apretando tuercas con el mismo gesto robótico y alienante que lo hacía Charlot en la cadena de montaje en Tiempos Modernos. Una cadena rígida en la fe -glacial cilicio de conciencias- cerrada a toda opción de cuestionamiento serio del porqué y el para qué de la tarea. Un "Siete llaves al sepulcro del Cid" del regeneracionista Joaquín Costa, que veta el acceso a elegir con libertad el propio destino.
Todas las escrituras –las gráficas, con minúscula, y las dichas Sagradas, con mayúscula- son sedentarias y definitivas. Mientras que el Verbo, que flotó siempre soberano sobre las aguas perennemente en movimiento de la vida, es nómada e hijo del viento. Por eso no nos convence la afirmación del gran teólogo Henri De Lubac quien, con motivo del Vaticano II, escribió que hay que reencontrar hoy "la inteligencia espiritual de la Escritura tal cual los siglos cristianos la han entendido". Desgraciadamente las Instituciones eclesiales han continuado tratando los temas de fe y costumbres "tal cual", como si nada hubiera ocurrido en el mundo después de veinte siglos. Un Dios espíritu –por lo tanto intangible- que, como Elías, únicamente podemos sentir que está pasando, no puede ser aprisionado por la mente del hombre en el cofre de un firmamento espacio-temporal que no le incumbe. No podemos seguir cayendo en la tentación del llamado anacronismo histórico y continuar aplicando a presupuestos y categorías actuales, principios que rigieron una realidad del pasado. Todas las escrituras –también las bíblicas- son polisémicas; es decir, que admiten varios sentidos, múltiples lecturas. Ya San Gregorio Magno manifestó hace mil quinientos años esta moderna visión de la Semiología. Decía el ilustrado papa: "Scriptura sacra (...) aliquo modo cum legentibus crescit". La Sagrada Escritura –ente vivo por naturaleza- de alguna manera crece con sus lectores. Todo cuanto de Dios se dice procede del hombre. La imagen que de Él tenemos ha sido labrada por el cincel de nuestras experiencias, nuestra historia, nuestra educación, nuestros temores, nuestras esperanzas. De ahí que haya tantas representaciones de Dios como personas. Un constructo mental éste –y en consecuencia una entidad hipotética indemostrable- que ha condicionado las relaciones con el Ser Supremo hasta nuestros días. Unas relaciones definidas en manera de pensar, de sentir y de actuar con referencia a dicho Ser Supremo. Términos como todopoderoso, eterno, omnipresente, creador, etc. aplicados a Él –el Indecible- apuntan el empeño de un camino inadecuado. Ni adjetivos, ni sustantivos ni verbos le son propios. Cualquier dimensión de la semántica lingüística no es sino mera epifanía de sombras alegóricas como las de la Caverna de Platón. La primera y más nefasta consecuencia fue la de imaginarle como un personaje externo cuya cólera había que aplacar. Del insondable techo del universo colgaba la espada amenazante de un Damocles divino cuyos arrebatos de ira era preciso calmar con ofrendas y plegarias. Un avaro mercadeo para conseguir sus favores. El Judaísmo primero y luego el Cristianismo heredero suyo, han mantenido básicamente este mismo concepto transaccional hasta nuestros días. El hombre se aproxima al "Ser en Esencia" desde su "ser en existencia" como única vía de posible acceso. Es un "más acá del más allá" donde la otra realidad está encarnada y donde también Adán, a su vez le puede mentalmente moldear como alfarero. Ese Dios aquí y ahora –y dentro, que no fuera de mí- es el que en verdad nos interesa. Un Dios que, amasado en nuestro ser, se desarrolla y crece en nuestro hacer. Partir del hombre –que conocemos- para llegar a Dios –que no conocemos- parece la vía que salvaguarda mejor dicho conocimiento. Y esto es la vida con Presencia: una Sinfonía Inacabada a cuya partitura, cada época y cada persona añade nuevas melodías inspiradas por los signos de los tiempos. Nueva contextualización, nuevos desarrollos y cesuras, nuevos motivos musicales, nuevos ritmos, timbres y texturas. Quizás una manera de poner nuestra estructura espiritual patas arriba, como decíamos al comienzo, sea tomar el testigo del héroe de Umberto Giordano, Andrea Chénier, un revolucionario –un indignado diríamos hoy- que creía en el amor. Este era su destino soñado: "¡Qué lleno de gloria estaba mi camino!... ¡Despertar la conciencia en el corazón de las gentes! ¡Recoger las lágrimas de los vencidos y los que sufren! ¡Hacer del mundo un panteón! ¡Hacer de los hombres dioses, y en un solo beso y un solo abrazo amar a todas las gentes!" En el Acto I de la obra relata con un desgarrador lamento la pérdida de la fe en el Dios de tejas abajo antes descubierto: "Y, lleno de amor, quise rezar. Crucé el umbral de una iglesia; un cura, en las hornacinas de los santos y de la Virgen, acumulaba dones y a su sordo oído un viejo tembloroso pedía pan en vano, y en vano tendía la mano. Crucé el umbral de las viviendas. Un hombre, blasfemando, maldecía la tierra que apenas le daba para pagar al fisco, y contra Dios y los hombres arrojaba las lágrimas de sus hijos. Entre tanta miseria, ¿qué hace la gente distinguida?" En esta tarde de víspera del Corpus, en que la iglesia diocesana marcha en la plaza... (pocas veces han salido a marchar... sólo a demostrar fuerzas o a combatir la libertad en el amor... jamás gritando contra el hambre o reclamando verdad y justicia...)
En esta tarde me pregunto por tu cuerpo y tu sangre... No creo en el cuerpo que no se rompe antes de consagrarse, porque te encargaste muy bien de partir primero el pan para después declarar "así soy yo". Aunque esto dice la fórmula, no lo confirma la acción litúrgica... una de tantas veces en que la palabra es desmentida por las prácticas... "Tomó el pan, lo partió y lo dio...". Esto eres, el cuerpo roto, uno de los tantos rotos, partidos, lastimados, entregados... No eres el que se preserva entero, "sin mancha ni arruga". Eres el que se quiebra para recobrar, en y con nosotros, la integridad, y solo si nosotros la recuperamos. Mientras haya rotos en estos pagos, seguirás partiéndote... Eres el que no se guarda ni una miga de sí, para que alcance para todos. Eres el que se identifica con los quebrantados de la historia, con los des-poseídos (o sea, aquellos a quienes les fueron arrebatadas las posesiones básicas) No creo tampoco en una sangre que se derrama "por muchos", que se restringe, que hace acepción. Creo en el empuje irrefrenable de tu vitalidad, que todo lo empapa, que sigue corriendo, que se cuela por cualquier grieta. Creo en el río de tu amor, que no deja a nadie afuera. Creo en la explosión de vida de tu pascua, que recoge todos los llantos y todos los gozos, que hace fiesta con el mejor vino y no se deja detener ni aun por tus mensajeros. No creo en tu cuerpo encerrado en jaula de oro, transformado de pan común y corriente en objeto de joyería. No creo en tu cuerpo atrapado, lejos nuevamente de tu pueblo, velo del templo que te oculta una vez más. No creo en un cuerpo portado sólo por los iluminados ni en tantos indignos de recibirte. No creo en un cuerpo al servicio de la exclusión, del exilio, de marginalidad. Creo en tu camino desde los márgenes y desde los marginales, para la reunión final que concluye la diáspora. Creo en el escándalo de que en la mesa de los pobres, se ofrece Dios mismo. Tampoco creo ya en la iglesia poderosa, que se reúne para exhibir, que se hace presente cuando nadie la llama y pareciera no oír los gemidos de tu pueblo. Que elige tan prudentemente qué banderas levantar. No creo en las vestiduras, en los ornamentos, en nada que aleje tu cena de ese encuentro fraterno donde nos revelaste lo infinito de tu amor; donde nos serviste y nos enseñaste y juntaste coraje para seguir amando. No creo en tantas cosas. Creo en tanto amor derramado... pobre y empobrecido...que no elige dónde estar, se brinda a todos, tirado en la mesa. Expuesto a que lo tomen o no, lo gocen o lo maltraten. Creo en tu cuerpo hecho pedazos. Creo en tu sangre volcada sobre nuestra humanidad, sin medida. Las tradiciones cristianas romano-occidentales confiesan su fe desde arriba hacia abajo dicendo: En el nombre de la Fuente (Patris), del Camino (Filii) y de la Brisa (Spiritus Sancti).
Las tradiciones greco-orientales prefieren expresarla desde abajo hacia arriba diciendo: “Con la Brisa (in Spiritu) por el Camino (per Filium) hacia la Fuente (ad Patrem)”. Ambas han de reconocer que nadie vio la Fuente (Jn 1,18), hacia la que nos encaminamos siguiendo los pasos de quien nos la interpretó (exegésato, Jn 1, 18b) : El Que Vive en el seno de la Fuente de Vida, el inocente ejecutado que al morir se adentró resucitando en el seno de la Vida de Abba (pros ton kolpon tou Patrós: murió “adentrándose hacia” el seno del Padre-Madre), desde donde envía sin cesar la Brisa (Ruah) que vivifica, el soplo de vida creador y recreador que nos hace creer en la desvelación de la Vida que era desde siempre y es para siempre “de cara al Padre-Madre” (1 Jn. 1, 1). “No apaguéis el Espíritu” , dice la Carta a la iglesia de Tesalónica (1 Thes 5,19), no pongáis diques a a la inundación del Espíritu, no cerréis las ventanas a su brisa, no extingáis la energía que hace creer, crear y resucitar. Cada vez que, a lo largo de la historia, las religiones apagan el fuego del Espíritu, hay que reavivar el brasero de la espiritualidad más allá de las religiones. Eso hizo Jesús, que fue juzgado como blasfemo por la autoridad oficial de la religión establecida que no podía tolerar su palabra: “Fuego he venido a lanzar a la tierra, y ¡qué más quiero si ya ha prendido! Pero tengo que ser sumergido por las aguas y no veo la hora de que eso se cumpla” (Lc 12, 49-50). El fuego que trae Jesús no es imagen destructora, sino símbolo de la fuerza del Espíritu, fuerza vivificadora y, a la vez, desenmascaradora y discernidora de los poderes de muerte que intentan sofocarlo. La memoria histórica del pueblo creyente heredada por Jesús recuerda en relatos, salmos , poemas o parábolas bíblicas, la manifestación de ese espíritu por bocas proféticas o sapienciales, así como los esfuerzos de extinción a manos de sacerdotes, escribas, gobernantes o comerciantes. Algunos ejemplos de la Biblia hebrea nos iluminan el telón de fondo del dicho paulino con que iniciamos en el post anterior esta serie de consideraciones sobre el Espíritu resucitador (“Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de la muerte habita en vosotros, el mismo que le resucitó dará vida también a vuestro ser mortal, por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros” (Rom 8, 11): El recuerdo legendario del éxodo del pueblo oprimido escenificó la acción liberadora del Espíritu mediante el imaginario simbólico de “viento, corriente de aire y soplo expirador”: el “fuerte viento seco de levante” sopló toda la noche para abrir paso por el mar a pie enjuto, al “soplo de la nariz divina” se reorganizaron las aguas, “sopló el aliento” divino y envolvió a los perseguidores. No es una crónica, sino una narración mitopoética con la que la comunidad se reconoce constituída como pueblo que camina conducido por tu poder” (cf. Ex 14, 21; 15, 8; 15, 10; 15, 13). El soplo de espíritu divino, mediador de liberación, actúa también con la misma imagen de la ruah como mediadora de discernimiento, crisis y purificación. El soplo divino que reunió a la comunidad es también el que la dispersa en tiempos de exilio para purificarla. “Como viento solano los aventaré, darán la espalda el día de la derrota “(Jer 18,17), “el viento se llevará a tus pastores, sentirás vergüenza de tus maldades” (Jer 22,22). El soplo de viento de crisis-juicio, que purifica arrasando (cf. Is 4, 4ss.) para que el pueblo despierte de su engaño y reconozca su ingratitud es el mismo “espíritu del Señor” (ruah yahwe) que le conduce al descanso (Is 63,14). El recuerdo presente en la memoria histórica del pueblo, al que el espíritu del Señor abrió camino en el pasado, funda la confianza de que le abrirá camino en el futuro con su “soplo potente” (Is(Is 11,15). Pero ese soplo de espíritu divino, que también es mediación de iluminación en la interioridad, será el que capacite al guía espiritual para percibir, juzgar y actuar con “espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de conocimiento y respeto del Señor. No juzgará por las apariencias, ni sentenciará solo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados” (Is 11, 2-4). No deben presumir los dirigentes de monopolizar ese espíritu. Con razón se alegra Moisés de que hable proféticamente quien no está oficialmente en el grupo de los “inspirados”: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!”(Num 11, 11). Y es la misma imagen del viento marino la usada para la inspiración profética y para atribuir ese aire la repentina acumulación de codornices junto al campamento (Num 11, 31-35). El líder Moisés no es indispensable. No hay que dar culto a la personalidad ni caer en episcopo-latrías. El Espíritu, que es quien guía, asegurará la sucesión del líder por otro (Josué, un “hombre en quien habita el espíritu” Num 27, 18) tras la muerte de Moisés. “Que el Señor, Dios de los espíritus de todos los vivientes, nombre un jefe… Que no quede la comunidad como rebaño sin pastor” (Num 27, 15-17). De Josué se dice que “poseía grandes dotes de prudencia, porque Moisés le había impuesto las manos” (Deut 34, 9). Sofocado el espíritu por los líderes religiosos y sumido el pueblo en la desolación del exilio tras la destrucción del templo, el anuncio esperanzador de un nuevo soplo del espíritu que haga revivir se proclama proféticamente así: “El Espíritu delSeñor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a quienes sufren , para vendra los corazones desgarrados,para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad” (Is 61,1-2). Con razón el evangelista pondrá estas palabras en labios de Jesús para contar su misión (Lc 4, 16-22). En tiempos revueltos para el rebaño mal pastoreado por dirigentes que olvidaron y sofocarón el espíritu de vida y empujaban a la muerte a las ovejas (Ez 34), el profeta anuncia la esperanza de revivir por la infusión de un espíritu nuevo” que sustituirá el corazón de piedra por corazón de carne” (Ez 11, 19). El Espíritu , que “se cernía sobre las aguas” en el proceso creador (Gen 1,1) e inspiraba vida en el barro para alumbrar la persona (Gen 2,7), es vivificador y resucitador, que transforma y recrea los “huesos calcinados” (Ez 37). No he tenido ocasión de confrontarlo aún con algún teólogo/a con pedigree y libre de sospechas, pero tengo formulada una hipótesis teológica de la que me va a ser difícil apearme: lo que mejor le ha salido a Dios de su creación, aparte de N.S. Jesucristo y su Madre, es la diversidad.
Lo tengo fundamentado con solidez a partir del primer relato de la creación: hasta nueve veces repite lo de "según su especie", y es evidente que le salieron muchísimas más especies de las que serían necesarias para el buen orden del universo. Los pájaros cantan más de lo que exigiría su supervivencia, los colores de los peces tropicales son un delirio y no digamos los tipos de plasmodios, que no explico lo que son por falta de espacio. Como los seres humanos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, hemos continuado inventando cosas, discurriendo propuestas, ensayando comportamientos y derrochando palabras, cada cual "según su especie". Sin ir más lejos, el profeta Joel usa más de 15 metáforas distintas para hablar de las langostas, que hace falta echarle imaginación. Y no digamos nada de la variedad notable de recetas de sopas de ajo, ni del número de congregaciones religiosas, cada una con nuestro matiz, historia, peculiaridades y distingos. Otro sorprendente ejemplo de gozosa pluralidad nos lo da el catálogo "Santa Rufina" de ornamentos litúrgicos y otras prendas y capisayos, cada cual con sus diferentes botonaduras, ribetes, tonos y texturas. (Por cierto, que nos lo envían a nuestra comunidad de vez en cuando, sin caer en la cuenta de que nuestra condición femenina nos incapacita para ser sus portadoras.) En fin, espero haber motivado suficientemente mi conclusión de que a Dios le complacen las diferencias, la diversidad y la pluriformidad y no los intentos de sofocarlas, reprimirlas o uniformarlas. Porque si lo hacemos ¿cómo vamos a proclamar con rotundidad en la liturgia que Él "alegra su multitud con la claridad de Su gloria..."? "En una ocasión, un pequeño comerciante soñó que al cabo de pocos días llegaría a la aldea un peregrino que le daría un diamante que le haría rico para siempre.En efecto, al cabo de poco tiempo se oyó hablar en el pueblo de la llegada de un peregrino, que se había instalado en una cueva a las afueras. El comerciante corrió a buscarlo y, sólo con verlo, le comenzó a gritar que le diera la piedra que tenía. El peregrino rebuscó entre su bolsa y extrajo una piedra. «Probablemente te refieras a esta», dijo, mientras se la entregaba al aldeano. «La encontré en el sendero del bosque hace unos días. Por supuesto que puedes quedarte con ella».
El hombre se quedó mirando la piedra con asombro. ¡Era un diamante, el diamante más grande que jamás había visto, casi tan grande como la mano de un hombre! Lo agarró ávidamente entre sus manos y se marchó corriendo, pero aquella noche fue incapaz de dormir, dando tumbos en la cama hasta la madrugada. Fue a despertar, por fin, al peregrino y le dijo: «Dame la riqueza que te permite desprenderte con tanta facilidad de este diamante»" (A. DE MELLO, El canto del pájaro, Sal Terrae, Santander, pp. 182-183). He querido comenzar el comentario al relato del evangelio con este cuento de Tony de Mello, porque me parece que expresa bien la actitud de Jesús: no solo entrega el "diamante" de su vida, sino que lo hace desde la más lúcida libertad y el más gratuito amor. La llamada "última cena" –el cuarto evangelio lo explicitará todavía mucho más a lo largo de 5 capítulos (del 13 al 17), en lo que se conoce como el "testamento espiritual de Jesús"- nos regala la lectura que el propio Jesús hace de su vida y el sentido que da a su muerte. Lectura y sentido que pueden resumirse en una sola palabra. En los evangelios sinópticos, esa palabra es "tomad"; en Juan, "entrega". Pero se trata de la misma actitud. Inmediatamente vienen a la memoria aquellas otras palabras de Jesús, con las que, frente a la búsqueda de poder o de imagen por parte de sus discípulos, define su misión: "Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos" (Marcos 10,42-45). O aquellas otras que recoge el Libro de los Hechos: "Jesús pasó por la vida haciendo el bien" (Hechos 10,38). Todos los testimonios convergen: la vivencia de la fraternidad, sentida como compasión y vivida como servicio, fue el rasgo característico del comportamiento de Jesús. Puede decirse con razón que Jesús supo vivir el gran "movimiento trinitario", al que me refería la semana anterior: recibirse y entregarse. Es el movimiento sabio, que nace de la comprensión profunda de quienes somos; más aún, únicamente es posible vivirlo cuando –tematizándolo o no- estamos conectados de un modo consciente a nuestra identidad más profunda. Porque eso es justamente lo que somos: Espaciosidad que se recibe y se entrega. En contacto consciente, íntimo y permanente con la Fuente donde todo se origina ("el Padre y yo somos uno"), Jesús no hacía otra cosa que ser cauce a través del cual fluía la Vida y el Amor sin límites. Tanto en el gozo de la llamada "primavera galilea", donde todo parecía sonreírle, como en la tragedia final en la que todo parecía desmoronarse por completo, en el más atroz de los abandonos. En uno y otro momento, no encontramos en Jesús ni apropiación ni evitación de lo que ocurre. Aparecerían seguramente en la superficie sentimientos involuntarios, que pueden llegar hasta la amargura de Getsemaní, pero al permanecer consciente y anclado en su verdadera identidad de no-separación con Todo lo que es, no solo acepta lo que sucede, sino que lo vive desde la entrega confiada. Ni la libertad ni el amor se mantienen a golpe de voluntarismo. La clave radica en reconocer nuestra identidad más profunda y permanecer anclados en ella. De hecho, en cuanto nos "desconectamos" –en realidad, nunca hay desconexión, sino solo inconsciencia-, aparece el ego –una pobre idea de quienes somos- y empezamos a organizar toda nuestra existencia desde él, desde sus necesidades y sus miedos. La egocentración bloquea la entrega, y el miedo hace imposible la libertad y el coraje. Solo cuando volvemos a recuperar la consciencia clara de quiénes somos, dentro de ese único "movimiento" de lo Real que, como la respiración, se recibe y se entrega, empezamos a vivir de nuevo de una manera coherente y gozosa, plena. En la celebración de la eucaristía, actualizamos la vivencia de Jesús y conectamos con quienes somos en profundidad. Y desde ahí celebramos la Unidad de todo lo que es. Se trata, pues, no tanto de un "rito religioso" que siguiera teniendo como sujeto al yo que busca salir "fortalecido" de la Misa, sino de la celebración espiritual de la Unidad que compartimos, con Jesús y con todos los seres. Sin embargo, esa Unidad no podemos celebrarla si permanecemos encerrados en las fronteras del yo, sino cuando venimos a reconocer nuestra identidad más profunda, aquella que incluye y trasciende el cuerpo, la mente y el psiquismo, la Conciencia ilimitada en la que todo, en sus diferencias, es Uno. En la celebración de la eucaristía, la "memoria" de Jesús activa nuestro propio "recuerdo" y favorece nuestra "vuelta a casa", al "Hogar" compartido, recibiéndonos de la Fuente de la que estamos saliendo constantemente y entregándonos a Ella en todas sus manifestaciones. Es parte del discurso del Pan de Vida. Jesús se presenta como el Pan Vivo bajado del Cielo, es decir, el Alimento del Espíritu. Se está hablando pues de la más profunda comunión que puede existir entre dos seres, la participación de la misma vida. De la misma manera que el alimento se hace carne y sangre del que lo toma, así nuestra comunión con El.
Por encima de todas las especulaciones, más allá de toda filosofía, más allá de toda teología por muy docta y santa que sea, lo más bello, lo más importante, lo más profundamente positivo de las fiestas que estamos celebrando, la Trinidad, el Corpus, es que conocemos a Dios y esto cambia de arriba abajo nuestra vida. Moisés en la tienda del encuentro, la Morada, quería ver su rostro. Y Felipe le pedía a Jesús "muéstranos al Padre y esto nos basta". Jesús le corrige "lo que te basta es que me has visto" ... y no necesitas ver nada más. Pero no conocen simplemente su rostro, conocen su corazón, y eso sí que nos basta: conocemos el corazón de Jesús, capaz de con-padecer, capaz de decir la verdad a cualquier precio, capaz de comprometerse, capaz de ir hasta el final por cualquiera, por todos. Y ahí conocemos el corazón de Dios. Aquellos, los testigos, tuvieron el don de ver con los ojos, palpar de cerca ese corazón, quedar fascinados, ser capaces de reconocer en él a Dios. Nosotros lo podemos ver a través de los evangelios, a través de los mejores de la Iglesia... pero hay más, mucho más. Cuando Jesús se estaba despidiendo, como hacemos cuando nos despedimos, nos dejó su foto, una foto dedicada: el pan y el vino, que no son la foto de su cara, de sus barbas, de sus ojos, sino la foto de su corazón y la dedicatoria: "haced esto en mi recuerdo". Esa foto no es de papel, y la dedicatoria no es sólo una frase ingeniosa: es algo para tocar, para comer, para beber, y la dedicatoria es una invitación, invitación a la fiesta. Jesús se podía ver, se podía tocar, porque era de carne y hueso – Jesús dijo carne y sangre – y su foto se puede ver, tocar y comer, para metérnosla dentro, para que sirva no sólo para mirar sino para alimentar y enardecer. El pan para trabajar y el vino para bailar, eso es Jesús, eso es mi Dios. Hay mucho que hacer y mucho que aguantar, mucho por terminar, muchos por ayudar, necesitamos pan. Hay mucho por atreverse, mucho que perdonar, mucho que superar, necesitamos vino. Un buen pan, el mejor pan que se puede pensar, un pan más que de la tierra, un pan amasado por las manos de Dios. Un buen vino, el mejor de la mejor bodega, el que nos hace cantar incluso en medio del peor desierto. En la cena de despedida de su Hijo, el Padre estaba sacando su mejor vino para mojar su mejor pan, y lo repartió a nosotros, los invitados: "tomad y comed". Ya no somos débiles, ni tristes, ni sosos, ni apocados, ni temerosos, ni desconcertados. Jesús, su cuerpo que es su humanidad, su sangre que es su corazón abierto, nos dispara hacia el trabajo por el reino, por todos los demás hijos, entusiasmados, seguros, satisfechos por el buen pan, enardecidos por el mejor vino. "Felipe, ya me has visto, no necesitas más". "Tomad y comed". Con mi pan y mi vino, conmigo, ya no necesitáis más. Hoy es día de adorar, pero mucho más aún, de comer, de alimentarse, de disfrutar, de paladear el pan, Jesús, de dejarse invadir por la locura del vino, Jesús, y de agradecer, porque el pan y el vino son "bajados del cielo", o sea, regalo de Padre. Gracias, Padre, por tu mejor regalo, Jesús, pan y vino, foto de tu corazón. |
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