Un documento del Vaticano, con reflexión de fondo.
Estos días, con ocasión de la renuncia de Monseñor F. M. Bargalló, obispo argentino, por cuestiones vinculadas con el celibato, ha vuelto a plantearse en mi blog el tema con mucha insistencia. Respondiendo a las preguntas que algunos me han planteado, quiero ofrecer cinco reflexiones de principio y un desarrollo de fondo sobre los ministerios cristianos (católicos) en su vinculación con el celibato y la vida afectiva. El tema está motivado además por otro dato. El Cardenal Zenon Grocholewski, que dirige la Congregación para la Educación Católica del Vaticano, presentó ayer (25, VI, 2012) un documento titulado “Orientaciones pastorales para la promoción de las vocaciones al ministerio sacerdotal” (cf. RD) donde ofrece sabias consideraciones sobre la situación, sentido y finalidad de los ministerios eclesiales. Dos temas quiero matizar, uno de pasada, otro de fondo: [cardenal] a. Reflexión de paso. El texto habla de vocaciones al ministerio sacerdotal… que es de la Iglesia entera . En ese sentido quiero repetir, una vez más, que el sacerdocio cristiano es de Jesús y de la Iglesia entera (como sabe el NT). Los ministros de la iglesia (obispos, presbíteros) no son sacerdotes por sí mismos, sino en cuanto participan del sacerdocio universal de la Iglesia. Desde ese fondo pueden y deben matizase muchas consideraciones del sabio documento. b. Reflexión de fondo… sobre el celibato. El texto tiende a suponer (al menos implicitamente) que el celibato pertenece a la entraña de los ministerios católicos, cosa que no es cierta. El celibato de los ministros vale en la medida en que está al servicio del ministerio sacerdotal de la Iglesia… Es un medio no un fin. Al convertirlo de hecho en fin (al menos implícitamente, repito), este documento sigue confundiendo planos y niveles. Lo que importa no son los ministros “ordenados”, sino el Evangelio y la Iglesia entera, al servicio del Reino. Para iluminar ese tema quiero ofrecer las reflexiones que siguen. REFLEXIONES DE PRINCIPIO 1. El celibato no es un elemento esencial de los ministerios, pero es una norma importante, que ha marcado la vida de los ministros católicos en los últimos mil años. No se puede echar por la borda sin más, como algunos quieren, sino que requiere un estudio más hondo del sentido y tarea de la Iglesia en este momento. 2. Fue, a mi juicio, una desgracia para la Iglesia Católica que, recién acabado el concilio (el 24 VI 1967), el Pablo VI sintiera miedo y cerrara la puerta que muchos pedían que abriera, publicando un documento titulado Sacerdotalis caelibatus, donde exigía de nuevo el celibato para los clérigos mayores de la Iglesia Católica. Aquella fue una gran ocasión perdida (uno de los tres grandes errores de Pablo: con la Humanae Vitae y la prohibición del ministerio de las mujeres). Aquel era el momento de abrir caminos, de hacer experiencias… La Iglesia posterior sería distinta, pero Pablo VI era indeciso y empezó cerrando la puerta abierta por el Concilio. 3. Los ministerios cristianos no van vinculados con matrimonio ni celibato, sino con una vida afectiva madura, es decir, con una gran capacidad de amor. El celibato vale en la medida en que sirve para el despliegue del amor… Es una tragedia inmensa (un pecado eclesial…) que la Iglesia haya perdido miles y miles de servidores del evangelio por una cuestión muy secundaria como es el celibato… Es un pecado eclesial que por ley de celibato haya actualmente miles y miles de comunidades sin que puedan celebrar la eucaristía. Éste es un tema de fondo, no es de simple celibato. Está en juego la credibilidad del evangelio, la extensión de la Iglesia, el diálogo con el mundo, la igualdad hombre-mujer etc. 4. El tema no es abolir el celibato, sino redescubrir el potencial de amor de los ministerios cristianos… Desde ese convencimiento plantearé la cuestión de fondo que forma el cuerpo de este post. Éste es un tema de la iglesia Universal, pero probablemente no tiene que resolverlo el papa, sino las diversas iglesias, que pueden crear normas y abrir caminos diferentes, en fraternidad, pero sin imposiciones externas, desde la raíz del evangelio. 5. No se trata de suprimir el celibato, sino de romper tabúes y abrir puertas… Actualmente vivimos en un clima de miedo… Sin miles y miles los ministros casados o en “situación irregular”. Todo el mundo los conoce… pero siguen ejerciendo, muchas veces con amor evangélico, a no ser que venga alguien como el inquisidor de turno que publica la fotos del monseñor de Argentina… No, no es que apruebe la actitud de ese Monseñor. Quizá tendría que haber renunciado él mismo, antes del asunto de las fotos… Pero, al mismo tiempo, deberían darse pasos para abrir este tema tabú de la Iglesia Católica, por evangelio, por salud mental, por santidad cristiana. En esa línea van las consideraciones más extensan que siguen. CUESTIÓN DE FONDO 1. Ministerios fundantes. Una pequeña teología. El Nuevo Testamento no ha fijado una tabla de ministros permanentes, de manera que las primeras comunidades tuvieron formas diferentes de entender y realizar la tarea ministerial de Cristo. Mateo alude, por ejemplo, a profetas, escribas y maestros. Pablo destaca a los apóstoles, profetas y doctores, en unas comunidades en las que todos son ministros (diáconos) de la obra de Jesús. El libros de los Hechos habla de presbíteros y diáconos, pero sin darles un valor permanente, de manera que el abanico de ministerios varía según las necesidades de las iglesias. Sin embargo, en un proceso bastante rápido (en la 2ª mitad del siglo 2 d. C.), ellos se ha conformado en torno a la predicación de la palabra, la organización de la vida y la celebración del misterio, desembocando en tres funciones: Episcopado, diaconado, presbiterado. En el contexto posterior, el diaconado perdió pronto su valor y fue absorbido por los otros ministerios, que han ido ganando en importancia. Las formas de realización concreta de los ministerios ha variado a lo largo de los siglos, tomando elementos jerárquicos y de poder que no parecen derivar del evangelio, pero que han sido muy importantes, y que lo serán en el futuro cambiando su articulación externa. Así será distinta la figura del obispo o de quien ejerza sus funciones, diverso el rol de los presbíteros. Pero tengo la certeza de que el servicio evangélico seguirá adelante y habrá personas que dedicarán su vida a la extensión del evangelio. Los elementos de su vocación seguirán siendo los antiguos: llamada de Jesús, encargo de la iglesia y el compromiso personal: 1. El ministerio proviene de Jesús, quien ha invitado y quien invita a los discípulos: Les dice que le sigan, les confía la palabra de su reino. Por eso, los ministros son, antes que nada, enviados de Jesús; predican a partir de su palabra, animan con su fuerza, presiden en su nombre. Puedes preguntarme: Pero ¿no es acaso la comunidad la que custodia la herencia de Jesús y extiende su mensaje? ¡Evidentemente, Jesús ha confiado su misión al cuerpo de los fieles, a la totalidad de la iglesia, reunida por su Espíritu! Pero, dentro de la iglesia, cada uno recibe una función diferenciada, que proviene no sólo de la comunidad, sino del mismo Jesús. No lo olvides: Aunque reciba el encargo de la Iglesia, el ministro es un testigo, un enviado de Jesús, y sólo puede realizar su función porque se sabe amado por Jesús y le responde amando (cf. Jn 21). El ministro sabe que la vida, siendo suya, no le pertenece. Jesús le ha salido al encuentro, le ha llamado por su nombre, le ha ofrecido el secreto de su amor y le ha invitado: ¿Por qué no vendes lo que tienes y empiezas a extender mi reino? Todos los cristianos son de algún modo testigos, portadores del evangelio, pero no todos tendrán la libertad, ni el tiempo, ni los medios para realizar una tarea ministerial intensa, como supo Pablo al plantear el tema de los diversos ministerios en 1 Cor 12-14. 2. El ministerio deriva la comunidad. Sabes que Jesús no ha seguido llamando externamente, de un modo inmediato a los portadores de su evangelio, sino que ha debido hacerlo a través de la comunidad, por la que convoca a sus ministros, que son delegados de Jesús siendo representantes de los otros fieles, a cuyo servicio actúan. Si alguien afirma que es un enviado de Jesús y no explicita su misión desde la comunidad, si alguien predica el evangelio y no se encuentra dentro de la vida de la iglesia, su encargo y su misión acabarán siendo baldíos. Esto significa que el ministro, recibiendo un encargo de Jesús, lo asume y concretiza desde dentro de la comunidad. Ya no puede presentarse sólo como delegado de Cristo, sino que ha de ser representante de la Iglesia, que le convoca, le encarga una misión, le confía su palabra. No todos pueden tener en la iglesia las mismas tareas (aunque cada uno tiene la suya, que es muy importante). Sólo algunos son representantes oficiales de la comunidad, en cuyo nombre actúan, como misioneros, predicadores o celebrantes. 3. Finalmente, el ministerio implica una decisión personal. Un cristiano puede y debe ser convocado por la comunidad, representada por su obispo. Pero sólo podrá ser ministro si asume la invitación y quiere (decide) poner su vida al servicio del evangelio. La Iglesia es un espacio de libertad, por eso ella no puede imponer una tarea a los ministros, a no ser que ellos la acepten. Me han ofrecido un encargo que me transciende y yo puedo responder de manera afirmativa, poniendo mi persona y mi trabajo, lo que soy y lo que puedo, en manos de la comunidad. Pero sé también que ella puede retirarme ese encargo, de manera que vuelvo a ser como el resto de de la comunidad, compartiendo el sacerdocio común de los fieles. Sabes que también otros funcionarios (administrativos, docentes, médicos cumplen su misión de servicio en favor de los demás. Sin embargo, suele haber en su persona un nivel (un momento) que no se halla implicado en la función. Por el contrario, los ministros de la Iglesia no son en principio funcionarios, sino testigos; no son representantes de ningún partido, fábrica o negocio, sino amigos/representantes de Jesús y de la iglesia, de manera que su misma vida ha de ser signo del evangelio. Sólo puede ser ministro de la iglesia alguien se deja transformar por el amor de Jesucristo: «Simón: ¿me amas?» (cf. Jn 21). Así pregunta Jesús, y Simón Pedro respondió “te amo”, escuchando después la palabra de encargo de Jesús: “Cuida mis ovejas”. La tarea ministerial tiene otros rasgos que aquí no puedo destacar, pero ella se define básicamente en términos de amor, como todo en la Iglesia cristiana. Sólo puede ser ministro de la Iglesia alguien que se sepa amado por Jesús, recibiendo, al mismo tiempo, el encargo de la comunidad que le ofrece una tarea al servicio de la misma Iglesia, como indicaré insistiendo en la importancia de su madurez y entrega afectiva, en clave de celibato o matrimonio por el Reino. En un momento dado, al ponerse al servicio de la obra de Jesús, el ministro de la Iglesia puede descubrir que le resulta difícil tener vida privada, entendida en el sentido ordinario. No le queda tiempo para las ocupaciones normales, pues debe entregarlo todo al servicio del evangelio. A partir de aquí pueden distinguirse en sentido general dos perspectivas. (1) Los protestantes acentúan la trascendencia de la palabra de Dios sobre la vida del ministro y de la iglesia, de forma que tienden a establecer cierta dicotomía entre el servicio eclesial, centrado en la predicación del mensaje, y la vida personal o familiar de los ministros, aunque en general suponen que para ser buen ministro de Jesús y de la iglesia el presbítero u obispo ha de estar bien arraigado en la vida de la comunidad, a través de una familia. ( (b) Los católicos ponen más de relieve un tipo de encarnación de la palabra y piensan, de un modo paradójico, que para ejercer bien su función los ministros tienen que renunciar a una forma de vida matrimonial (y familiar), de manera que, por ley (no por evangelio) han de ser célibes. Hemos evocado alguna vez estas perspectivas, ahora las presento de manera algo más extensa. 2. Tradición católica. Amor de celibato. Dentro de la iglesia católica hay servicios que no exigen celibato: Trabajos catequéticos, organizativos o de caridad. Sin embargo, episcopado y presbiterado han tendido a vincularse jurídica y vitalmente al celibato, por razones sacrales (se pensaba que el amor sexual creaba “mancha” en los ministros) y por la libertad social que presuponía: Los ministros casados tendían a transmitir en herencia su “orden” a los hijos, creando así una situación de nobleza religiosa hereditaria, de tipo feudal. Quede claro, desde el principio, que lo importante no es en el celibato, sino el encargo de extender el evangelio y de animar la vida de los fieles, pero la jerarquía de la iglesia latina, en todo el segundo milenio, ha pensado que el celibato ofrecía una ayuda a los ministerios, y así lo ha impuesto. Sin duda, en un sentido, el celibato ha cumplido un servicio, y puede hacerlo en el futuro, siempre que no se imponga como ley obligatoria. Por otra parte, las condiciones de la vida cristiana y de la sociedad han cambiado (tanto en la visión de la pureza sacral como en la visión de un orden clerical hereditario). Estoy convencido de que, en un tiempo no lejano, la iglesia establecerá ministerios de presidencia eucarística y predicación que no estén ligados al celibato que, a mi juicio, debe ya abrogarse como ley, potenciando en otro sentido su valor carismático (cf. cap. 33, en relación a la vida religiosa). Como he insinuado ya en la introducción, no es el ministe¬rio para el celibato sino el celibato para el ministerio. Por eso, en determinadas circunstancias personales y sociales, para bien de los ministerios y de la Iglesia en su conjunto, para que pueda celebrarse la eucaristía en todas las comunidades, resultará conve¬niente y quizá necesario que la iglesia “ordene” a cristianos (varones o mujeres), sin obligación de celibato. Así lo supone y exige la praxis antigua, el diálogo ecuménico y la situación actual de las comunidades, pues lo que importa no es el celibato ni el matrimonio, sino la madurez en el amor, para un servicio de Iglesia. – El celibato es expresión de amor a Jesucristo. Ya sé que a Jesucristo se le puede amar partiendo de caminos muy diversos y he dicho ya que el matrimonio cristiano es sacramento de ese amor. Pero el ministro célibe entiende y concretiza el amor de otra manera, en soledad afectiva, desde el centro de una comunidad a la que descubre como su familia. – El celibato es expresión de amor comunitario. Los ministros renuncian al matrimonio porque saben que todos los cristianos forman su familia (cf. Mt 19, 27-30 y par); en ese sentido podemos afirmar que están “casados” con su diócesis o su parroquia (más difícil es entender el celibato como condición general, para ministros sin diócesis o parroquia. Sin duda, el celibato entendido en línea de imposición puede crear estrechamiento personal, sequedad afectiva, dureza desencarnada y, a veces un tipo de resentimiento que se expresa en forma de apego al “poder”. Más aún, en algunos momentos ha podido suscitar o potenciar (al menos indirectamente) un posible riesgo de “pedofilia”, vinculado al perfil psicológico y a la situación personal y social de de los ministros. De todas formas, ese riesgo no es lo principal, pues el celibato bien vivido ha sido y puede sr en el futuro signo y causa de madurez humana y cristiana en miles de ministros de la Iglesia. Sea como fuere, la ley de celibato como condición para ser ministro católico de la Iglesia ha de ser replanteada, desde una visión más profunda de la madurez afectiva. Por otra parte, en un momento en que muchas comunidades no pueden celebrar la eucaristía por falta de ministros célibes, parece que esa ley se opone a un derecho fundamental de los cristianos, el de compartir los sacramentos, y en especial le eucaristía. El hecho de que muchas comunidades malvivan (no puedan celebrar en comunidad su fe) por falta de ministros célibes parece un “pecado de Iglesia”. El celibato sólo tiene sentido en la medida en que capacita al ministro para una mayor entrega servicial y comunitaria: Si la entrega no es honda, si desaparecen los lazos de unión con la comunidad… el celibato acabará estando vacío. Lo determinante en la vida de las iglesias (y en la vida de sus ministros) no es el celibato, ni el matrimonio de los “clérigos”, sino su madurez en el amor, como supone desde el principio la tradición cristiana. Lo esencial en la vida de las iglesias es que ellas puedan proclamar la fe y celebrar la fiesta de Jesús. Si la ley del celibato no deja que muchas comunidades celebren la eucaristía, esa ley (y la misma reducción del celibato a los varones) va en contra del principio básico de la vida de la Iglesia. 3. Tradición antigua: Los ministros de la Iglesia han de ser casados. En el contexto que acabo de indicar parece absolutamente necesario abrir caminos nuevos de amor en el ministerio cristiano, no sólo para varones que tengan compromiso de celibato, sino también para mujeres y varones que puedan (deban) ser ministros de la Iglesia sin ser célibes. En ese contexto son fundamentales las disposiciones de la Cartas Pastorales, integradas en el “Corpus” de las obras de San Pablo. Quien aspira al episcopado, desea hermosa tarea. Pues el obispo debe ser irreprochable, marido de una mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospitalario, capaz de enseñar, no bebedor ni pendenciero, sino amable, no contencioso, no avaricioso. Buen gobernante de su casa, con hijos sumisos en toda dignidad, pues si no sabe presidir su propia casa ¿cómo cuidará la Iglesia de Dios? No sea neófito: no se envanezca y caiga en condena del diablo. Tenga buena reputación entre los de fuera, para que no caiga en descrédito y lazo del diablo (1 Tim 3, 1-7). El obispo del que aquí se habla es un funcionario encargado de la supervisión eclesial, como padre de familia del conjunto de los fieles. Esta primera norma eclesial supone que en cada iglesia (y comunidad doméstica) debe haber alguien que anime, enseñe y represente a los cristianos. Quizá en ese tiempo no había una estructura monárquica estricta (con un obispo en cada comunidad), pero entre el grupo de “ancianos” (cf. 1 Tim 5, 17-19) que presiden normalmente la comunidad destacan algunos como obispos, es decir, como ministros especiales al servicio de la Iglesia. Éstas son, significativamente, las cualidades que ha de tener: − Quien aspira al episcopado… El ministerio se ha vuelto apetecible, pues confiere honor a quien lo obtiene. Estamos lejos de la tradición mesiánico-profética de Mt 8, 18-22 par: “Las aves tienen nidos, las zorras madrigueras, pero el Hijo del humano no tiene donde reclinar la cabeza”, “que los muertos entierren a sus muertos”. Estamos igualmente lejos de Pablo, para quien el ministerio no es honor, sino tarea difícil, comprometida. El obispo se vuelve personaje honorable, y lógicamente ha de ser un hombre ejemplar: Buen padre de una familia extensa, bien jerarquizada. Es normal que surjan candidatos. − Desea una tarea hermosa: nombramiento ¿Quién lo elige? ¿Hay un rito especial de investidura? No sabemos. Es probable que intervenga un profeta o carismático eclesial, escogiendo “en Espíritu” al más adecuado (cf. Hech 13, 1). Ha de haber asentimiento de la comunidad, que acepta a su “obispo”. El rito de institución re realiza a través de la imposición de manos del presbiterio, que tiene una autoridad propia, colegiada (sus miembros son presbíteros por edad y situación en la iglesia, no por elección) y que la delega en el obispo (1 Tim 1, 18; 4, 14). Todo se realiza en contexto de plegaria. Poco más podemos añadir, aunque el mismo “Pablo” añade a Timoteo “no te apresures a imponer las manos ” (1 Tim 5, 22), suponiendo que tiene (o confiriéndole) autoridad para establecer la jerarquía (cf. Tit 1, 5). − Obispo, buen patriarca. La tradición sinóptica exigía ruptura familiar para seguir a Jesús. Ahora exige lo contrario: Una buena familia, un buen matrimonio, constituyen el mejor “seminario” de formación episcopal. En contra de una tendencia ascética (propia de un tipo de celibato posterior), este Pablo de 1 Tim supone que sólo puede ser “obispo” (y presbítero o diácono) un buen padre de familia: Varón probado, capaz de educar y dirigir a los suyos, pues sólo quien “ama” en su hogar puede amar en la comunidad, que es la casa grande de los cristianos. Lógicamente, el texto aplica al obispo los códigos domésticos (patriarcales) que aparecían ya en las Cartas de la Cautividad (Col y Ef). La iglesia ha querido dialogar con la cultura del ambiente y una forma de hacerlo ha sido asumir su esquema patriarcal, de manera que los cristianos aparezcan como institución honorable… presidida por varones. De esa forma, parece olvidarse la libertad e igualdad evangélica de las mujeres, que parecía importante en el mensaje de Jesús y en el ministerio de Pablo. – Marido de una mujer, que haya enseñado bien a sus hijos… Quizá se está indicando aquí que el obispo sólo puede haberse casado una vez, permaneciendo soltero tras su posible viudez; de esa manera se pondría de relieve la importancia del amor único, de la fidelidad al matrimonio establecido. Pero es muy posible que esta norma haya surgido en un contexto donde aún era posible la poligamia (como sucedía entonces en algunos ambientes del judaísmo). En ese caso, esta ley exige que los ministros de la Iglesia sean monógamos, hombres fieles a su única mujer, buenos educadores de sus hijos. El redactor de este pasaje, con la Iglesia que está en su fondo, habría visto que era difícil vincular la poligamia con el amor hacia la iglesia que han de mostrar los ministros. − Capaz de enseñar. El obispo ha de ser hombre de palabra. Eso supone que debe tener conocimientos, no ya sólo por experiencia pascual (¡ha visto al Señor!: cf. 1 Cor 15, 3 ss), sino por un aprendizaje establecido dentro de la iglesia. No se manda expresamente que sepa saber leer o que conozca de manera directa la Escritura, pero el contexto lo supone, como muestra 2 Tim 3, 15-16 al decir que el trabajador del evangelio ha de estar afianzado en la Escritura, para oponerse a las novedades de “los últimos días, enseñando bien la verdad. El texto supone aquí que el ministro (hombre maduro en amor familiar) ha de ejercer su ministerio a través de la palabra. − Hospitalario, hombre de paz. La iglesia es una casa que acoge a los que llaman y, de un modo especial, a los cristianos del entorno. Por eso, el obispo ha de ser hospitalario: Más que el mensaje hacia fuera (misión paulina) importa aquí el testimonio de vida y acogida personal. Esta función ha de realizarla no sólo en la “gran casa” de la Iglesia, que él dirige (una iglesia que acoge a peregrinos, enfermos, marginados…), sino en su propia casa, lo que implica que su esposa (toda su familia) ha de ser igualmente hospitalaria. Esto nos sitúa ante el estilo de vida que ha de mantener el obispo, en el centro de una familia, que ha de ser ejemplar para el conjunto de la comunidad. En esa línea, el texto habla de las dotes de las “mujeres” (1 Cor 3, 11), que pueden ser esposas de los obispos (que comparten de algún modo el misterio de sus maridos) o diaconisas de la Iglesia (que tienen su propio ministerio femenino). Conforme al primer sentido, nos hallamos ante un ministerio que está representado por un obispo varón, pero con un apostolado extendido a toda su familia, que así aparece como “familia ministerial”, al servicio de del evangelio. Ciertamente, hay un obispo que realiza la tarea básica, pero es un “obispo en familia”, de manera que sus dotes y funciones han de extenderse de un modo particular a su esposa, que ha de ponerse y se pone al servicio de la tarea del evangelio, en sobriedad, en ejemplo de amor, en acogida. Como has visto, faltan en esta descripción cualidades exigidas más tarde por la iglesia: No se dice que el obispo sea un digno presidente de la eucaristía (esa no parece una función episcopal); tampoco se le atribuye la disciplina penitencial (que quizá pertenece al conjunto de la comunidad), ni se le exige celibato, sino todo lo contrario, pues se dice expresamente que sólo puede ser ministro “especial” de la Iglesia un hombre casado, que tenga una familia digna del evangelio. El “obispo” de 1Tim es un servidor comunitario y un hombre de palabra (capaz de enseñar). Aún no aparece como jerarca; pero ha de ser un “hombre de familia”, de manera que su ministerio eclesial resulta inseparable de su testimonio de amor intimo (de la vida de su familia). La función del obispo (varón casado, responsable de una pequeña familia ejemplar y animador de la casa grande de la iglesia) es más individual (aunque, como he dicho, su función está muy vinculada a la vida del conjunto de su familia). En otra línea, los presbíteros forman un cuerpo (senado, gerousía) de ancianos que dirigen en conjunto la vida de la iglesia (como suponía 1 Tim 4, 14). La distinción entre presbíteros y obispos no parece aún fijada en estas iglesias (hacia el 120 d. C). Había posiblemente comunidades más “judías”, presididas por un grupo de presbíteros varones, y otras más helenistas, dirigidas por un obispo-supervisor, y otras mixtas (con obispos-presbíteros, como en nuestro caso). Pues bien, en ningún caso se pide a los ministros de la Iglesia que sean “célibes”, sino todo lo contrario, pues se supone que han de ser casados, de manera que su “buen matrimonio” aparece como signo y garantía de su ministerio eclesial, como sigue suponiendo el nuevo texto que me limito a citar y comentar muy brevemente: Te dejé en Creta, para que organizaras rectamente lo restante y designaras presbíteros en cada ciudad, como te mandé: alguien que sea irreprensible, marido de una mujer, con hijos creyentes, no acusados de disolución ni rebeldía. Porque el obispo debe ser irreprensible como ecónomo de Dios, no soberbio ni iracundo, no borracho, pendenciero ni deseoso de dinero injusto, sino hospitalario, hombre de bien, prudente, justo, santo, continente, que acoge la palabra hermosa de enseñanza, pudiendo así exhortar con sana doctrina y refutar a los contradictores (Tit 1, 5-9). No queda clara la distinción entre presbíteros y obispo, pues el texto pasa de presbíteros (en plural) a obispo (en singular). Estrictamente hablando, ambas funciones pueden identificarse: los presbíteros aparecen en plural por su función y sentido colegiado; el obispo en singular, aunque esa forma puede tener un carácter genérico y referirse a uno o muchos, en general. Sea como fuere, también en este caso, esta primera “ley eclesial sobre los ministerios” supone que la buena función de los ministros exige que ellos sean casados, buenos padres de familia, maridos de una sola mujer. En ese sentido, el amor eclesial (la entrega al ministerio del evangelio) se funda en un buen amor familiar. Como sabes, y como he dicho en la primera parte de este capítulo, la iglesia católica posterior se ha sentido capacitad para arrinconar esta primera “ley paulina”. Eso indica que la concreción del “amor ministerial” y su relación con el celibato puede cambiar, ha cambiado, y cambiará en el futuro de la Iglesia. Es evidente que, partiendo de esas bases, desde las circunstancias actuales, la norma del celibato (y del ministerio reservado a los varones) puede y debe revisarse en el futuro de la Iglesia.
1 Comentario
Francisco Domínguez
7/29/2015 04:02:19 pm
Gracias por ser un apoyo para retroalimentar nuestro proceso de despertar la conciencia para encontrarnos con la verdad del evangelio en una iglesia castrante. En donde no vale nuestra Palabra.
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