Las dos mujeres, que Marcos ha unido en este relato, son imagen del pueblo y, por extensión, de toda la humanidad.
Para el autor del evangelio, Israel llevaba tiempo "perdiendo la vida" –la sangre- y, a pesar de los remedios "costosos", en lugar de mejorar, "iba cada vez peor". Hasta el punto de que, como en el caso de la niña, todos lo dan por muerto. En ese contexto, Jesús es presentado como el hombre sabio, compasivo, fuente de salud y de vida. Es sabio: consciente de la fuerza que "sale" de él y de que la muerte es solo un "sueño"; aleja el miedo y sabe de la fuerza de la confianza: "No temas; basta que tengas fe". Es compasivo: se siente "tocado", se acerca a quien se halla postrado y se preocupa porque la niña sea alimentada. Es fuente de salud y de vida: de él sale una fuerza que cura, restablece y comunica vida. Desde un nivel mítico de conciencia, la acción de Jesús se percibe como la obra de un "salvador" separado, dotado de poderes sobrenaturales, capaz de otorgar salud, venciendo la enfermedad y la muerte. Desde una perspectiva no-dual, la percepción se modifica. Jesús, la enfermedad, la muerte: todo es visto de un modo nuevo. Jesús se nos muestra como la expresión nítida de lo que somos todos. Eso nos hace comprender la "atracción" que ejerce sobre nosotros. Al principio, desde la mente, la tendencia primera lleva a "idealizar" a Jesús, convirtiéndolo en un "objeto de culto" y viéndolo como "el hijo de Dios" separado, que hace de mediación salvadora entre la Divinidad y nosotros. Para quien se halla en el nivel mental (en el modelo dual de conocer), no cabe otra manera de leer la "fe" en Jesús. Y, dentro de ese "idioma", tal lectura es legítima, por lo que carece de sentido el enfrentamiento. Sin embargo, hay otro nivel de lectura, posible cuando nos situamos en el modelo no-dual. Desde este lugar, podría expresarse así: el Fondo de Jesús, el nuestro y el de Dios –el Fondo de todo lo Real- es uno y el mismo Fondo. Todas las diferencias aparentes quedan abrazadas en la Unidad común. Jesús y nosotros nos reconocemos entonces como no-dos. Dejamos de percibirlo como un "objeto de culto", o un "dios separado" –de una naturaleza supuestamente distinta a la nuestra, a la de toda la realidad-, y venimos a caer en la cuenta de que nos encontramos compartiendo una Identidad común. Es la identidad a la que accedemos al acallar la mente: lo que ahí se hace presente es el Fondo que a todo y a todos nos constituye. Ese Fondo original y originante, núcleo constitutivo de todo lo que es, se manifestó de una manera radiante y luminosa en Jesús, porque fue capaz de no ponerle ningún obstáculo. Esto es lo que nos hace decir a los cristianos que en Jesús vemos a Dios. Pero esa afirmación no es excluyente –dado que a Dios lo vemos en todo lo que es-, sino "referencial": en Jesús lo percibimos de una manera nítida, por la propia "luminosidad" de su forma de vivirse, propia de quien se halla conectado permanentemente al mismo y único Fondo que nos constituye a todos, a pesar de que seamos ignorantes o nos creamos "desconectados" del mismo. En esta perspectiva no-dual, la "intimidad" vivida con Jesús trasciende infinitamente cualquier otro tipo de "relación", leída tanto en clave de "amistad" como de "seguimiento". El y nosotros somos, simplemente, no-dos. En esta misma perspectiva, la enfermedad puede verse también de un modo diferente. Es algo que tenemos, pero que no somos. Quienes somos, en nuestra identidad profunda, no se ve afectado por ella. Es solo cuando nos reducimos a ella, cuando sentimos –como la mujer del relato- que nuestra vida se escapa. Se comprende que aparezca la ansiedad y la desesperación. Sin embargo, al encontrarnos con Jesús, la hemorragia se detiene. Encontrarse con Jesús significa hacer pie en esa Identidad que compartimos con él, es decir, en el Fondo que somos, y que constituye nuestra identidad última. Ahí, descubrimos que la Vida no se ve afectada. Tras la apariencia de enfermedad incurable, lo que hay es Vida permanente. La muerte misma es vista como un sueño: "la niña no está muerta, sino dormida". Quienes se hallan identificados con su ego se ríen. Es la ignorancia de nuestra verdadera identidad la que nos hace percibirnos como un mero objeto, siempre amenazado. Al reducirnos a nuestro cuerpo/mente, a la estructura psicosomática que nuestra mente piensa que somos, no vemos otro horizonte que la muerte. Cuando, por el contrario, hemos experimentado que somos el Fondo de lo que es, sabemos que la Vida no muere jamás. La muerte no es sino el "paso" –otra palabra que en el cuarto evangelio se pone en boca de Jesús para hablar de ella- a "otra forma" de vida. Ya la mitología griega había visto que Muerte (Thánatos) era la hermana gemela de Hypnos (Sueño). Y seguramente no hay analogía mejor. Del mismo modo que, mientras estamos dormidos, tomamos como real lo que ocurre en nuestros sueños, en el estado de vigilia tomamos como real lo que nuestra mente piensa. Sin embargo, sigue tratándose de un "sueño". Tienen razón los místicos sufíes: "Todos estamos dormidos. Solo cuando morimos, despertamos". Jesús también lo sabía.
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