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¿Hay futuro para nuestro Clero? por: José María Alonso Rico

5/31/2011

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El pasado martes hemos celebrado los curas la fiesta de nuestro patrono, san Juan de Ávila, y con esta ocasión algunos celebramos los 50 años y otros los 60 como sacerdotes.


Es sabido que en estas celebraciones jubilares no es júbilo todo lo que reluce. Los parabienes y los comentarios amables, sobre lo bien que los demás dicen encontramos, nada pueden contra esa huella inmisericorde del tiempo sobre nosotros y también sobre nuestra circunstancia.

Y nunca el paso del tiempo fue tan devastador como lo ha sido en estos cincuenta años: las paneras de nuestros pueblos y los desvanes están llenos de aperos y enseres arrinconados por nuevos adelantos que los dejaron inservibles. Me pregunto, desde esta curva del camino, si está ocurriendo lo mismo con el estamento clerical.

Fuimos al seminario en una época de florecimiento vocacional. Lo favorecía el clima de religiosidad en nuestras familias. Contaba también el hecho de que, en muchos casos, el seminario era la única vía de acceso a los estudios más allá de la escuela y que la figura del sacerdote cotizaba socialmente.

El «nacional-catolicismo» funcionaba sin sobresaltos. En 1953 se firmaba el Concordato con la Santa Sede que suponía la legitimación del régimen de Franco y la consolidación del estado católico, un utópico paradigma socio-religioso que pretendía identificar país y catolicismo, españoles y católicos.

Diez años más tarde, cuando iniciábamos nuestro ministerio, los pronunciamientos del Concilio sobre la libertad religiosa, la separación entre Iglesia y Estado y un nuevo modelo de Iglesia testimonial, crítica y comprometida solo con el evangelio, dejaba sin suelo doctrinal este paradigma del nacional- catolicismo y todos esos hermanamientos de patria y religión de tan nefastas consecuencias en la historia.

A nuestra generación le ha tocado afrontar tiempos de gran «mudanza», como diría san Ignacio: la transición política de la dictadura a la democracia y la transición que dentro de la Iglesia provocó el Concilio. Ambas traumáticas como veremos.

En aquellos comienzos de nuestra labor, nos ilusionaba especialmente el apostolado de contacto humano acompañando a los militantes de los movimientos apostólicos especializados.

La JOC había desarrollado una disciplina de trabajo pastoral que partiendo de la realidad (los «hechos de vida») trataba de juzgarla y transformarla a la luz del evangelio (ver, juzgar, actuar). El ejercicio y la familiaridad con este método despertaron la conciencia social del clero y lo acercó a la vida real implicándolo en los afanes y problemas de la gente. La sotana había dejado ya de ser una frontera.

Este proceso, en aquella circunstancia eclesial y política tan especial, llevaría al clero a la encrucijada de numerosos conflictos. La falta de libertad sindical y política llevaría a muchos sacerdotes y militantes cristianos a utilizar el fuero privilegiado de la Iglesia para ser voz de los que no tenían voz y para denunciar la vulneración constante de los derechos humanos.

Estas actuaciones provocaban fuertes tensiones en el interior de la Iglesia con los sectores más conservadores. El episcopado español se veía desbordado tanto en el campo político como en el eclesial. Era un episcopado envejecido, conservador, con escasa preparación teológica como se había demostrado en el Concilio, frente a un clero especialmente crítico que exigía más contundencia por parte del episcopado para denunciar el sistema político y encauzar la vida de la Iglesia de acuerdo con el concilio.

Las expresiones de este enfrentamiento fueron múltiples: manifestaciones de curas en Bilbao y Barcelona, encierros en iglesias, homilías multadas, prisión y hasta peligro de ruptura de relaciones con el Vaticano.

El clero español era entonces el más joven del mundo. Una amplia encuesta de 1970 nos lo revela abierto en lo político y en lo eclesial y reacio a todo autoritarismo, pero un 72% de sus miembros se declara inseguro en lo doctrinal.

La nueva situación teológica, moral y social representaba para ellos un reto difícil de afrontar. No solo en España, en toda la Iglesia la situación surgida después del Concilio era delicada. Mientras la estabilidad política y la confianza en las instituciones habían acompañado el desarrollo del Concilio, los años posteriores a su conclusión abren un tiempo de turbulencias: revueltas estudiantiles, el mayo francés, la primavera de Praga, la crisis energética…

En el interior de la Iglesia, la expectativa de cambio despertada por el Concilio choca con la resistencia de la curia y de la minoría conservadora que domina el sistema romano y hace vacilar a Pablo VI.

La encíclica «Humanae vitae», que rechazaba los métodos anticonceptivos por respeto a la tradición, provoca una profunda decepción y el más amplio rechazo hasta entonces conocido a una encíclica pontificia. Son momentos de turbación. La gente se pregunta qué pasa en la Iglesia, mientras los seminarios se vacían y se multiplican las secularizaciones de sacerdotes.

Las mareas vivas dejan a veces al descubierto el suelo rocoso de la playa provocando cambios en su configuración. De modo parecido los acontecimientos reseñados provocan en muchos curas una profunda crisis de identidad que cuestionaba su propia fe, su soledad emocional y su rol como cura en una nueva sociedad secularizada.

La opción de miles de compañeros será la ruptura con su anterior trayectoria vital y la aventura arriesgada de un nuevo camino mediante el ejercicio de una profesión civil y una relación de pareja. En pocos años, a causa de estas secularizaciones, el número de sacerdotes en el mundo había disminuido en un 20%.

Para los que quedábamos, era una experiencia amarga. En cualquier colectivo, que una parte de los nuestros se vayan porque no pueden vivir o realizarse entre nosotros es una herida dolorosa.

La segunda herida, no menos dolorosa, han sido los numerosos casos de pederastia dentro del clero y ese largo encubrimiento que ha cuestionado el gobierno de la Iglesia en sus más altas instancias. Estos hechos, que han sacudido al mundo católico, nos avergüenzan y entristecen como sacerdotes porque traicionan la opción de Jesús por los más débiles, por las víctimas, por los niños. Dos siglos de atención preferente de la Iglesia a los niños y adolescentes han quedado ensombrecidos por estas conductas perversas.

Señalemos como tercera herida el oscuro horizonte, o mejor la falta de horizonte, de un colectivo sin esperanzas de relevo generacional. En nuestra diócesis hay 112 sacerdotes en activo. Solo 28 tienen menos de 50 años y llevamos dos años sin ordenaciones.

Me complace subrayar la calidad humana de estos sacerdotes jóvenes, su excelente preparación, su generosidad y sus atenciones con los mayores. Pero son los que son. Ni está asegurado el relevo, ni la atención a la mayoría de las comunidades, ni el que no se puedan sentir desbordados, quemados por la amplitud de la tarea.

La crisis descrita en estas tres heridas afecta gravemente a la vida de la Iglesia y al derecho de las comunidades cristianas a la celebración regular de la eucaristía. La respuesta de la jerarquía a base de reforzar y restaurar lo tradicional y rezar por las vocaciones está agotada.

¿Por qué no mirar esta crisis como un «signo de los tiempos» que nos invita a reflexionar y cambiar lo que seguramente nos está pidiendo que cambiemos?

Esta crisis deja al descubierto un grave desajuste de la Iglesia católica: su clericalismo. La Iglesia no son los curas, no son los obispos, no es el Papa. La Iglesia es el pueblo de Dios, un pueblo de iguales que, en cuanto bautizados, participan del único sacerdocio de Cristo.

Lo primero, lo sustantivo es la comunidad. El ministerio ordenado, la jerarquía es servicio a la comunidad, no tiene razón de ser en sí y para sí, sino en referencia a la comunidad. No hay un estamento con voz y que tiene que realizar y decidir todo, y otro pasivo y reducido al silencio. Esta dicotomía es falsa, resta creatividad y democracia a la Iglesia y no existía en las primeras comunidades cristianas, que eran más participativas y más iguales.

Pero ¿cómo ha de ser el ministro ordenado al servicio de la comunidad? ¿Casado o célibe? El Nuevo Testamento no impone nada en este punto y así ha sido durante muchos siglos. Solo en los últimos siglos la Iglesia católica de Occidente ha exigido el celibato, y sigue rehén de esta tradición.

Pero la opinión en contra de esta exigencia es hoy mayoritaria en el pueblo cristiano. Al hacerla opcional, el carisma del celibato, en cuanto dedicación al evangelio con alma y corazón y a tiempo completo, brillará con luz propia, y por otro lado, se hará justicia a la santidad del matrimonio, en cuanto compatible con el ejercicio del sacerdocio ordenado.

Es el pueblo de Dios el que debe buscar y dotarse de ministros del altar sobre la base de una mayor flexibilidad, pues el reclutamiento clásico está agotado.

Casados o célibes. Dedicados enteramente a las comunidades o a tiempo parcial y más próximos al modo de vivir de la gente: labradores, artesanos, de profesiones liberales. Viviendo de su trabajo, como Pablo, o de la comunidad como otros apóstoles.

Se trata de abrir puertas. El ejemplo de Jesús nos invita a esta libertad. Recordemos que él fue un laico, alejado de los círculos sacerdotales, que trabajó con sus manos y eligió como apóstoles a pescadores y a un funcionario de aduanas, a casados, los más, y a célibes, uno al menos. ¿Por qué enmendar la plana al Maestro?

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