Solemos poner el acento en los problemas que deben enfrentar los inmigrantes y en las medidas restrictivas que instrumentan los países receptores: visas, muros, sistemas de vigilancia, directivas retorno, la externalización de fronteras, la internalización mental a través de la persecución, el hostigamiento y las deportaciones; las detenciones arbitrarias, la impunidad policial fronteriza y los centros de internamiento, donde la violación de los derechos humanos es cotidiana, etc., etc.
Pero antes que todo eso, lo terrible, inadmisible, es tener que elegir compulsivamente entre dos únicas opciones, emigrar o perecer, o lo que es aún peor, perecer emigrando, como sucede en los cayucos que frecuentemente naufragan en las costas peninsulares del Mediterráneo o en las proximidades de las islas Canarias. Que la migración sea una elección libre, esa es la única opción aceptable. De otro modo estaremos convalidando la continuidad de un sistema cuyo único objetivo es la acumulación de ganancias. El capitalismo no solo genera desequilibrios económicos concentrando la riqueza en pocas manos sino que destruye las bases mismas de la supervivencia y de la convivencia humana. Ni las mejores leyes, derechos y garantías pueden suplantar ni compensar la aniquilación de uno de los derechos humanos fundamentales, que si bien ha sido omitido en la Declaración de los derechos humanos de las Naciones Unidas, constituye la base misma de la estructura familiar y social: el derecho al arraigo. La ciudadanía universal que algunos proponen puede llegar a ser un instrumento capaz de paliar la exclusión y la discriminación a que son sometidos los migrantes en la mayor parte de los países receptores, pero no podrá compensar jamás a quienes se ven impulsados a emigrar por razones económicas. Nada puede subsanar la ruptura familiar, el distanciamiento de los afectos, el alejamiento del terruño, de la cultura inicial. Migrar no solo es renunciar a esas vitales bases espirituales sino imponer a los que se quedan castigo similar privando a los hijos del fecundo aliento de los mayores y a los mayores del renovado impulso de los más pequeños. Emigrar debe ser fundamentalmente una elección individual, personal, meditada y nunca una huida desesperada hacia un futuro incierto, aleatorio y en la mayor parte de los casos seguramente no deseado. Pese a que por lo general se argumenta sobre la imposibilidad de arbitrar medidas de suficiente envergadura como para revertir los crecientes flujos migratorios entre el sur y el norte, entre países vecinos del hemisferio sur y aún en el interior de los mismos, existe una experiencia que puede tornarlos reversibles. Entre 1960 y 1973 los países europeos mediterráneos, especialmente España y Portugal se convirtieron en importantes generadores de flujos migratorios hacia otros países de mejores niveles de vida del mismo continente. Más de dos millones de españoles encontraron. entre otros, refugio y trabajo especialmente en Francia, Bélgica, Alemania y Suiza. Durante ese período fueron sin duda importantes para España y para los demás países las remesas de dinero que enviaban a sus familias los emigrados, pero el gran vuelco migratorio, el retorno casi masivo de los exiliados económicos solo se produjo cuando la Comunidad Europea incorporó a partir de 1975, una decidida política de desarrollo regional basada en la transferencia de fondos de los Estados miembros más ricos a los más pobres y a las regiones más deprimidas mediante los llamados Fondos Estructurales para “evitar que las disparidades económicas y sociales frenasen el desarrollo e impidiesen a los ciudadanos y a las regiones aprovechar al máximo su potencial económico y humano". Dichos Fondos fueron destinados a tres objetivos generales: promover el desarrollo de las regiones menos desarrolladas, respaldar la reconversión económica y social de las zonas deficitarias y contribuir a la adaptación y modernización de las políticas y sistemas de educación, formación y empleo. Y fueron fundamentalmente orientados a lograr que Grecia, España, Irlanda y Portugal pudieran integrarse al resto de la comunidad en una más aproximada paridad de condiciones ya que en esos momentos las diez regiones más dinámicas de la UE tenían un nivel de prosperidad, medido en PIB per cápita, casi tres veces mayor que el de las diez regiones menos desarrolladas y, en consecuencia, nivelarlas se convertía casi en una exigencia de la integración. Y aunque a nadie escape que tanto la prosperidad de Europa como los esfuerzos de integración se hallan inalienablemente ligados a las políticas neoliberales de explotación y drenaje de los recursos del hemisferio sur, los principios invocados para lograr la integración,solidaridad y cohesión, son valores que la misma UE reconoce, aunque esté lejos de respetarlos y que merecen ser tenidos en consideración y aplicados ciñéndose a su verdadero sentido:
Aprovechándonos de estas y otras experiencias, hemos de ser capaces de convertir el tan doloroso tema de las migraciones forzosas en un recuerdo del pasado y sustituirlo por un futuro capaz de satisfacer las elementales necesidades materiales de los seres humanos y casi con mayor énfasis aún las frecuentemente olvidadas necesidades del espíritu, la posibilidad de construir los lazos solidarios que se prolongan en el tiempo, la de mantener la continuidad cultural heredada de los ancestros, la de disfrutar del entorno y de los paisajes que les vieron nacer, la permanencia y el fortalecimiento de los afectos familiares, aspectos todos de imposible valoración económica pero a los que la mayor parte de los seres humanos no quisieran seguramente renunciar. Las emigraciones compulsivas son una consecuencia inseparable del modelo de sociedades, amorfas, acromegálicas e inhumanas que estamos construyendo. Buscar remiendos o poner paños fríos no soluciona las profundas rupturas que generan. Tratar de revertir esta situación, negándonos a aceptarla como si fuera un ineludible condicionamiento de la realidad debería ser nuestro compromiso.
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