El reciente terremoto y tsunami del Japón, con el grave peligro de la radioactividad, es no sólo un signo claro de la vulnerabilidad de la naturaleza y de la sociedad desarrollada moderna, sino también un símbolo de lo que está ocurriendo hoy a todos los niveles. Vivimos un terrible tsunami cultural, ideológico, técnico, filosófico, humano, ecológico y social que afecta también a la esfera religiosa y eclesial.
Siguiendo la comparación, las imágenes de fuertes olas que sacudían edificios y barrían coches y trenes como juguetes de cartón, simbolizan la fuerte sacudida que vivimos hoy a nivel histórico y social. En pleno tsunami no se puede discutir sobre cosas accidentales, como cambiar de lugar los cuadros de la pared, sino que hay que huir rápidamente como los japoneses, salvar lo esencial, buscar algún lugar de acogida, aunque sea algo tan poco humano como un estadio o un conjunto de tiendas de campaña. Estamos pasando hoy del invierno eclesial al tsunami eclesial, cuyos síntomas de crisis son evidentes: la agonía de la Iglesia de cristiandad, el declive de participación eclesial, el descenso vocacional, los abusos sexuales de responsables eclesiásticos, el descrédito de la institución eclesial, el abandono de la Iglesia de muchos sectores… Quizás a algunos les puede parecer excesivamente alarmista o apocalíptica la descripción de esta realidad eclesial, sin embargo el mismo Papa actual reconoce que la barca de la Iglesia se zarandea, está en peligro. Ante esta realidad, lo que ciertamente no se puede hacer es cerrar los ojos y hacer como si nada pasara: todo sigue igual, la máquina eclesiástica funciona como siempre, se nombran nuevos obispos y nuncios como siempre, los párrocos siguen celebrando sacramentos, se preparan nuevas beatificaciones y nuevos encuentros mundiales de jóvenes, se admiten jóvenes a seminarios y noviciados, todo está “All right”, Alles in Ordnung”, “Tutto a posto” , que nadie se alarme, todo está bajo control, aquí no pasa nada, que siga sonando la música del violín, como aconteció mientras el Titánic se hundía… Parece que lo que se debería hacer, como en el tsunami de Japón, es salvar lo esencial, aplicar el criterio de la jerarquía de verdades, convertirnos al evangelio, salvar que Dios creador es nuestro Padre-Madre que nos ama y nos hace hijos-hijas suyos, que nos comunica su propia vida para que vivamos como hermanos y hermanas, que Jesús ha venido al mundo para darnos vida plena y liberarnos del miedo al pecado y a la muerte, que el Espíritu Santo desde los orígenes de la creación hasta nuestros días está presente en la humanidad y la acompaña alienta, dirige y guía en medio del caos reinante, que la Iglesia es la comunidad de Jesús que simboliza ante el mundo el proyecto salvífico universal del Padre y que desea mostrar que otra sociedad y otro mundo son posibles. Esto es lo que desearon vivir las primeras comunidades cristianas y lo que se ha de intentar hoy: formar pequeñas comunidades alternativas, que vayan impulsando la utopía de un mundo nuevo donde los pobres tengan prioridad, donde se salvaguarde la creación y se trabaje por la justicia, el diálogo y la paz. Bastaría esto para sobrevivir como Iglesia en pleno tsunami, como los japonenses que sobreviven con lo más esencial. Quizás este despojo y esta pobreza a todos los niveles, nos acercaría más a la vida de Jesús de Nazaret que el querer restaurar la vieja Iglesia de cristiandad que ha estallado en mil fragmentos. Esta aparente muerte que nos despoja de muchas de nuestras seguridades nos puede llevar al nacimiento de una vida nueva, a un parto doloroso pero esperanzador, a experimentar el paso pascual del Espíritu del Señor, la presencia de la Ruah fuente de vida en medio del caos, el vendaval del viento de Pentecostés.
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