Hubo un tiempo en que el mundo bullía de seres que no se veían, pero allí estaban. Bajo cada brizna de hierba se escondía un espíritu. Y las cosas tenían voz. Las mismas piedras hablaban.
Era el tiempo en que el hombre y la mujer se entrelazaban como dos árboles plantados en medio de la naturaleza. Su espíritu y su cuerpo estaban arraigados en la tierra, y su corazón temblaba con el estruendo del trueno y el hormigueo de las sombras. El sol se levantaba y acostaba sobre la tierra. La tierra estaba en el centro. El cielo lo envolvía todo. Y del cielo se colgaba la luna para iluminar la noche. Una especie de dios muy grande los protegía; a veces venía a tomar el fresco y a platicar con ellos. El humano jamás estaba solo. Al pasar del tiempo, se descubrió que el centro era el sol y que la tierra era la que giraba alrededor de él. Y se descubrió también que nuestro sol era apenas una estrella insignificante en el extremo de una galaxia cualquiera perdida entre miles de millones de otras. La tierra y el humano quedaron reducidos a menos de un granito de arena en el fondo de un océano sin fin. Después vino la máquina. Ayudó mucho al humano a liberarse de sus miedos, pero al mismo tiempo lo fue alejando de las piedras que hablan. El ruido de los motores reemplazó el canto de los pájaros y el humano dejó de charlar con los peces. Entonces comenzó a sentirse cada vez más solo en el universo. No tenía con quién conversar y compartir la intimidad de su ser. Nadie le comprendía como cuando conversaba con las estrellas, los ruiseñores y las libélulas. Se aburría hablándose siempre a sí mismo. Su vecino era como él. Su esposa, sus niños eran como él. Solo conocían el lenguaje de las máquinas, el lenguaje de lo que se fabrica, se compra y se vende. La máquina es así: consume la tierra, el árbol, el animal, el metal; corta, tritura, hace y deshace, pesa, mide, produce. Mientras más produce más hambre tiene… El humano se ha vuelto parecido a la máquina, una máquina que consume para producir y que produce para consumir. No piensa nada más que en eso, no habla más que de eso. Sin la máquina, el humano está desnudo. Felices quienes, sin dárselas de mesías, ni de puros entre los impuros, no permiten que la máquina les trague el alma. “No solo de pan vive el humano…” (Lucas 4, 4).
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