El lenguaje religioso: desmitologización y cambio cultural por: Andrés Torres Queiruga, teólogo2/9/2017 En un artículo anterior traté el tema del lenguaje religioso atendiendo sobre todo a los problemas planteados por lo que Richard Rorty bautizó como “giro lingüístico” del pensamiento moderno[1]. Aquí lo doy por supuesto y tataré de tocar dos temas complementarios: el suscitado por el programa de la desmitologización defendido por el escriturista protestante Rudolf Bultmann, y el más hondo y englobante que nace de la magnitud del cambio causado por la entrada de la Modernidad[2].
1. La alerta de la “desmitologización” 1.1 La necesidad del cambio "No se puede usar la luz eléctrica y el aparato de radio, o echar mano de modernos medios clínicos y médicos cuando estamos enfermos, y al mismo tiempo creer en el mundo de espíritus y milagros del Nuevo Testamento"[3]. Esta frase, que impresiona por su contundencia, no fue escrita ayer por uno de los nuevos ateos, sino hace ya bastantes años, el año 48 del siglo pasado, por uno de los grandes exégetas cristianos, el alemán Rudolf Bultmann. Y no la escribió para atacar a la fe cristiana, sino para defender su vigencia, aunque que, eso sí, llamando a la necesaria y urgente actualización en el modo de comprenderla y anunciarla. Fue lo que él chamó el problema de la “desmitologización”. No hace falta estar de acuerdo en todo con él, demasiado influido por un fuerte radicalismo exegético y por un claro reduccionismo teológico (muy marcado por el concepto de “autenticidad” en la filosofía de Heidegger) para comprender la seriedad del desafío y la justicia de su llamada de atención. En el agudo y profundo prólogo a la traducción francesa de su pequeño e influyente libro sobre Jesús, Paul Ricoeur señaló bien sus límites, pero también sus méritos irrenunciables[4]. Hace una distinción, tan obvia como fundamental, entre dos niveles. Cuando su lectura invade los dominios de la ciencia, confiriendo valor de solución científica a la cosmología primitiva de la cultura bíblica –la “concepción de un mundo estratificado en tres pisos: cielo, tierra, infierno, poblado de poderes sobrenaturales que descienden aquí abajo desde allá arriba”–, el mito debe ser “pura e simplemente eliminado” (383). Pero el mito es “algo distinto de una explicación del mundo, de la historia y del destino; expresa, en términos de mundo, o más bien de ultra-mundo o segundo mundo, la comprensión que el ser humano hace de sí mismo en relación con el fundamento y con el límite de su existencia”[5]. Por eso, ante el mito, de lo que verdaderamente debe tratarse es de interpretar su intención genuina, eliminando las explicaciones objectivantes, y buscando en cambio lo que revela acerca del sentido último de la existencia. Confrontados pues con la envoltura mítica en la que en ocasiones viene presentado el mensaje del Nuevo Testamento, es necesario tomar muy en serio la necesidad de una traducción que vaya al fondo de lo que allí se nos revela. Nada sería más opuesto a esto que una banalización que, sin estudio serio ni meditación profunda, se quedase en un barniz superficial. Ya sea despreciando todo y tirando el niño con el agua sucia de la bañera, o ya sea con una acomodación puramente formal, pudiendo llegar al ridículo de una anécdota que ya he contado: en cierta ocasión oí por casualidad a un locutor radiofónico que, pretendiendo “modernizar” el mensaje de la Ascensión, tuvo la brillante ocurrencia de describir a Cristo como “el divino astronauta”. 1.2 La seriedad del desafío Ante expresiones como ésa, cuando se supera una cierta e irremediable sensación de ridículo, surge enseguida la sospecha de estar ante un problema muy grave. El ejemplo muestra, en efecto, cómo la urgencia de la reinterpretación en la comprensión y expresión de la fe enlaza con el enorme cambio cultural que desde la entrada de la Modernidad ha sacudido las raíces más hondas del pensamiento y de la expresión de la experiencia cristiana. Porque resulta evidente que la descripción neotestamentaria no encaja en la nueva visión de un mundo que no tiene ya un arriba ni un abajo, que no se divide en lo terrenal (imperfecto, mutable y corrupto) como opuesto a lo supralunar o celestial (impoluto, circular, perfecto y divino). Por eso, tentar, como en la anécdota, forzar el encaje mediante un superficial ajuste lingüístico, lleva al absurdo; y, lo que es peor, confirma la acusación, tan extendida, de que la religión pertenece irremediablemente a una mitología pasada. Y, una vez alertados, basta una simple mirada para comprender que no se trata de un caso aislado, sino que el problema afecta profundamente al marco mismo de las formulaciones en que se expresan las grandes verdades de nuestra fe. ¿Quién, a la vista de los datos proporcionados por la historia humana y la evolución biológica, es capaz de pensar hoy el comienzo de la humanidad a partir de una pareja perfecta, en un paraíso sin fieras y sin hambre, sin enfermedades y sin muerte? Más grave aún: ¿quién, siendo incapaz, como toda persona normal, de golpear a un niño para castigar una ofensa de su padre, puede creer en un “dios” que sería capaz de castigar durante milenios a miles de millones de hombres y mujeres, sólo porque sus “primeros padres” lo desobedecieron comiéndose una fruta prohibida? Esto puede parecer una caricatura, y lo es en realidad; pero todos sabemos que fantasmas iguales o parecidos habitan de manera muy eficaz el imaginario religioso de nuestra cultura. Y la enumeración podría continuar, en asuntos, si cabe, más graves. Así, por ejemplo, se sigue hablando con demasiada facilidad de un “dios” que castigaría por toda una eternidad y con tormentos infinitos culpas de seres tan pequeños y frágiles como, en definitiva, somos todos los humanos. O que exigió la muerte de su Hijo para perdonar nuestros pecados; y grandes teólogos, desde Karl Barth a Jürgen Moltmann y Hans Urs von Balthasar, no se recatan de hacer afirmaciones que recuerdan demasiado aquellas teologías y aquella predicación que hablaban de la cruz como el castigo con el que Deus descargó sobre Jesús su “ira” hacia nosotros[6] ... Bien sabemos que bajo estas expresiones palpita una honda experiencia religiosa, y que, incluso, con esfuerzo y buena voluntad, resulta posible llegar a entenderlas de una manera más o menos correcta. Pero sería pastoral y teológicamente suicida no ver que el mensaje que de verdad llega a la gente normal es el sugerido por el significado directo de esas expresiones, puesto que las palabras significan dentro del contexto cultural en el que son pronunciadas y recibidas. De otro modo, se incurre en lo que alguien llamó con acierto una “traición semántica”[7], que acaba haciendo inútil y aun contradictorio el recurso a procedimientos hermenéuticos, artificios oratorios o refinamientos teológicos, para lograr una significatividad actual, pretendiendo al mismo tiempo conservar palabras y expresiones que son deudoras del contexto anterior. Como en esos diques cuya estructura ha cedido ya a la presión de la riada, los muros de contención y los remedios provisionales son incapaces de contener la hemorragia de sentido provocada por las numerosas y crecientes rupturas del contexto tradicional. O se renueva la estructura, o el resultado sólo puede ser el desbordamiento y la catástrofe. Como queda dicho, sería lamentable que, por culpa de ciertas exageraciones por parte de Bultmann y de ciertos alambicamientos teológicos de muchos críticos, se descuidase su grito de alerta. Piénsese que, por mucho que lo diga el libro de Josué, ninguno de nosotros es capaz de creer que el sol se mueve alrededor de la tierra; y si a nuestro lado alguien se cae al suelo por un ataque epiléptico, no podemos creer que la causa fue un demonio, aunque que así se pensase en tiempo de Jesús, o, mejor, aunque así lo diese culturalmente por supuesto el mismo Jesús. Afirmar esto no implica de ningún modo negar el contenido religioso ni el valor simbólico (Bultmann hablaba de “significado existencial”) de esas narraciones. Lo que se cuestiona no es el significado, sino la aptitud de aquellas expresiones para vehicularlo en el nuevo contexto. Digámoslo con un ejemplo concreto: la creación del ser humano en el capítulo 2º del Génesis sigue conservando todo su valor religioso y toda su fuerza existencial para una lectura que trate de ver ahí la relación única, íntima y amorosa de Dios con el hombre y la mujer, a diferencia de la que mantiene con las demás criaturas. Pero para verlo así, resulta indispensable traspasar la letra de las expresiones. Por el contrario, si nos mantenemos en querer leer en esos textos, de evidente carácter mítico, una explicación científica del funcionamiento real del proceso evolutivo de la vida, todo se convierte en un puro disparate[8]. De hecho, sabemos muy bien que durante casi un siglo, en este caso concreto, la fidelidad a la letra se convirtió en una terrible fábrica de ateísmo, haciendo verdad la advertencia paulina de que “la letra mata, mientras que el Espíritu vivifica” (2 Cor 3,6). 2. La Modernidad como cambio de paradigma cultural Pero reducir el problema a la desmitologización sería minimizarlo, porque su necesidad se enmarca en el proceso más amplio y profundo de cambio de paradigma cultural, que, afectando al conjunto de la cultura, modifica profundamente la función del lenguaje. Resulta obvio que eso lleva consigo la urgencia de una remodelación y una retraducción del conjunto de conceptos y expresiones en que culturalmente se encarna la fe. 2.1 La hondura y la transcendencia de la mutación cultural La afirmación es grave y comprometida. No cabe desconocer que tomarla en serio implica para el cristianismo una reconfiguración profunda –muchas veces incómoda e incluso dolorosa– de los hábitos mentales, de los usos lingüísticos y de las pautas piadosas. Basta pensar en un dato simple y evidente: la inmensa mayoría de los conceptos y buena parte de las expresiones en que nos llegó verbalizada la fe –en la piedad y en liturgia, en la predicación y en la teología– pertenecen al contexto cultural anterior a la Ilustración. Tienen por tanto sus raíces vitales en el mundo bíblico, fueron reconfiguradas culturalmente durante los cinco o seis primeros siglos de nuestra era, y recibieron su formulación más estable a lo largo de la Edad Media. Posteriormente hubo, desde luego, actualizaciones; pero –sobre todo en el catolicismo, por su mayor control magisterial– tuvieron por lo general un marcado carácter restauracionista (neo-escolástica barroca y decimonónica, neo-tomismo y reacción antimodernista). La situación se agravó más todavía por el hecho de que el cambio moderno no se produjo en la evolución pacífica de un avance lineal, sino como una transición violenta. La caída de la cosmovisión antigua produjo a muchos la sensación de haber sido engañados, de que era preciso reconstruirlo todo de nuevo. Las reacciones fueron sin duda excesivas muchas veces; pero marcaban una tarea ineludible: la cultura, y por lo mismo la religión, en la medida en que era solidaria con ella, no podían seguir hablando el mismo lenguaje. No era posible continuar ni con la lectura literalista de la Biblia ni con la concepción ahistórica del dogma. Para la teología, la tarea parecía inmensa, y no pueden extrañar las reacciones defensivas y el estilo mayoritariamente restauracionista. El resultado fue un claro atraso histórico, que agrava la situación. Por suerte, el Vaticano II, al proclamar la urgencia del aggiornamento, reconoció la necesidad de la renovación y abrió oficialmente las puertas para ponerla en marcha. Aun así, el peso de las dificultades se hizo sentir, y el miedo a lo nuevo frenó muchas iniciativas. Por fortuna, aunque a corto o medio plazo no cabe todavía esperar soluciones suficientemente satisfactorias, el nuevo pontificado de Francisco, retoma con vigor evangélico la fecunda sementera del Concilio. Si hasta entonces poco se hablaba de invierno eclesial, todo indica que, como en las higueras evangélicas, se anuncia una nueva primavera. 2.2 La posibilidad de cambio Por eso hoy estaría fuera de lugar una actitud resignada y pesimista. Cuando con cierta perspectiva se piensa en los profundos cambios ocurridos sobre todo a partir del Concilio, si se está atento a los procesos de fondo que se van dando en la vida eclesial y se palpa la acogida cordial y llena de ilusionada esperanza suscitada por el nuevo papa, no resulta difícil percibir avances muy importantes. Queda mucho por hacer, ciertamente, pero la percepción profunda de esta mutación fundamental y la necesidad de continuarla constituyen ya una fuerte presencia en el ambiente general. Las resistencias son fuertes, incluso por parte de personalidades eclesiásticas, que deberían ser las primeras en apuntarse a la renovación. Pero la misma extrañeza que produce su inconsecuencia –tan rígida y fiel al magisterio papal cuando todo parecía discurrir conforme a su ideología religiosa– y, por otro lado, la movilización eclesial que se está generando en los ambientes más sanos del cristianismo, muestran que esas resistencias perdieron protagonismo y tienen en contra el viento del Espíritu. También en este caso se realiza el principio enunciado por Hölderlin de que “donde aparece el peligro, allí crece igualmente la salvación”. Por dos razones fundamentales: porque la percepción del desajuste obliga a la claridad, y porque la nueva situación trae consigo posibilidades específicas, sólo desde ella perceptibles y realizables. La magnitud del cambio, en efecto, permite ver mejor la estructura del problema: justamente la mutación cultural que nos impide tomar a la letra el relato de la Ascensión es la misma que nos permite liberar de su esclavitud literal el significado permanente de su significado profundo. La imposibilidad de ver el relato como una ascensión material nos deja en libertad para buscar su intención auténticamente religiosa. Operación no fácil ni sencilla, ciertamente, puesto que entre la forma y el contenido no se trata de una relación extrínseca, ni siquiera como la que se da entre el cuerpo y el vestido. El significado no existe nunca desnudo, “en estado puro”, sino que está siempre traducido en una forma concreta: no leer la Ascensión como un subir en la atmósfera, significa necesariamente estar leyéndola ya en el marco de otra interpretación. Con todo, resulta posible la distinción, y resulta muy importante comprenderlo y afirmarlo, pues únicamente desde ahí nace la legitimidad del cambio y la libertad para emprenderlo. Vale la pena aclararlo con un ejemplo, tomando como referente el agua y su figura (no su fórmula), en lugar del cuerpo y su vestido. No existe nunca la posibilidad de tener la figura del agua “en estado puro”: siempre tendrá la forma del recipiente –vaso o botella, jarra o palangana– que la contenga. Si no nos gusta una figura, podemos cambiarla, pero sólo a condición de substituirla por otra: la que impone el nuevo recipiente. Con todo, distinguimos bien entre el agua y sus figuras; y comprendemos que se puede cambiar de recipiente, sin que por eso deba cambiar la identidad del agua. Desde luego, en todo transvasamiento existe siempre el peligro de pérdidas y derrames; pero, si no queremos que el agua se estanque y se corrompa, la alternativa no está en conservarla siempre en el mismo sitio, sino en cuidar que el traslado resulte íntegro, sin disminución del contenido. Con las limitaciones de todo ejemplo, algo parecido sucede con la fe y sus expresiones. La fe no existe nunca en estado puro, sino siempre en el seno de una interpretación determinada. Pero si ha de vivir en la historia, no puede quedar estancada en un tiempo determinado, sino que debe atravesarlos todos, adaptándose a sus necesidades y aprovechando sus posibilidades. Lo cual implica a la vez libertad y modestia. Modestia, porque parece claro que ninguna época puede pretender que su interpretación es única o definitiva, ni siquiera la mejor: nuestras actualizaciones son siempre provisionales. Pero libertad también, porque, precisamente por eso, toda época tiene derecho a su interpretación. Justamente porque la fe quiere ser “agua viva”, la manera de conservarla no es represarla en un depósito muerto, sino construir –con afecto y respeto, para que nada se pierda, pero también con valentía y creatividad, para que no se estanque ni corrompa– cauces siempre nuevos por los que fluya adelante, fecundando los tiempos y las culturas. 2.3 Los caminos del cambio Esto es tan serio, que rompe de por sí la sacralización de cualquier configuración expresiva de la fe, incluida la primera, no digamos la medieval. Ni siquiera en la Escritura está la experiencia cristiana en estado puro, sino traducida ya a los esquemas culturales de su tiempo y a las “teologías” de los diversos autores o comunidades: el mismo Jesús hablaba y pensaba dentro de su marco temporal, que no es ni puede ser el nuestro. De hecho, la inevitabilidad de este hecho se hizo notar, de manera francamente impresionante, ya en los mismos orígenes. Porque, cuando se piensa un poco, no resulta difícil comprender la magnitud de la transformación que supuso traducir no sólo a la lengua, seno también a la cultura griega, cargada de intelectualismo filosófico, el mensaje evangélico, formulado en arameo y nacido en una mentalidad simbólica y decididamente funcional. En la actualidad, la revolución exegética, rompiendo la prisión fundamentalista del literalismo bíblico y la renovación patrística, haciendo ver la historicidad del dogma y el amplio margen de legítimo pluralismo teológico”, puso al descubierto de manera irreversible la apertura intrínseca de la comprensión de la fe. Lo cierto es que, a pesar de las hondas resistencias restauracionistas, se han abierto grandes posibilidades no sólo para la ruptura de esquemas obsoletos, sino también para la búsqueda de nuevas fórmulas y expresiones. La floración de la teología que siguió al Concilio, imprevisible y casi insoñable pocos antes, muestra que la fecundidad de la Palabra sigue viva, capaz de fecundar el futuro. Inicialmente el cambio exigido por la nueva cultura no resultó, ni podía resultar, fácil. De hecho, provocó una de las crisis más graves en la historia del cristianismo. Afrontarla supuso, a pesar de las resistencias, molestias y represiones, un coraje de tal transcendencia, que Paul Tillich, siguiendo a Albert Schweitzer, llegó a afirmar que “quizás a lo largo de la historia humana ninguna otra religión tuvo la misma osadía ni asumió un riesgo parecido” [9]. Por eso nunca agradeceremos bastante el aire fresco que gracias a ello entró en la Iglesia. Y ningún agradecimiento mejor que el de continuar la empresa, tratando de llevarla a su plena consecuencia. Lo que en definitiva se nos pide, por estricta fidelidad al dinamismo de la fe, es trabajar en la búsqueda de una interpretación y de su correspondiente lenguaje, que rompiendo moldes culturales que ya no son los nuestros, hagan transparente el sentido originario para los hombres y mujeres de hoy. La nueva situación no se limita a arrojar claridad sobre el problema, sino que ofrece también nuevas posibilidades para afrontarlo. La misma conciencia de la necesidad del cambio supone ya una ayuda enorme, porque convoca a la utilización de todos los recursos de la hermenéutica moderna. Por algo estamos en la “edad hermenéutica” de la teología[10], y no como recurso ocasional, sino por profunda convicción, puesto que la experiencia religiosa, precisamente por la dificultad que ofrece la transcendencia de sus referentes, pide profundizar al máximo el ejercicio de la interpretación. No es casualidad que Friedrich Schleiermacher esté en las raíces de la hermenéutica moderna; y, yendo más allá, Richard Schäffler indicó con razón que, ya desde los griegos, la religión constituye históricamente la matriz y el modelo de toda crítica[11] . La nueva cultura no sólo ofrece el instrumento formal de la hermenéutica, como instrumento para la interpretación renovada de lo recibido. Ofrece igualmente algo acaso más importante: al abrir campos inéditos a la comprensión humana, amplía el espacio del intellectus fidei (la comprensión de la fe) y aumenta los recursos para expresarlo y hacerlo accesible a la sensibilidad actual. Piénsese, por ejemplo, en las brechas que en la incomprensión ambiental del fenómeno religioso abrieron teologías como las de la esperanza, de la política y de la liberación, gracias a que supieron aprovechar los medios ofrecidos por el análisis social. Y en otro sentido, cabe valorar también el aporte que viene desde la ciencia psicológica; que muchas veces su entrada resulte conflictiva, como en el caso Jacques Pohier o en el de Eugen Drewermann, no invalida la constatación, sino que la confirma, pues indica que toca puntos sensibles y bien reales[12]. Desde aquí puede recibir ayudas fecundas y purificadoras un campo tan sensible e importante como el de la moral, que, cada vez más consciente de su autonomía, tiene delante de sí la urgente y delicada tarea de clarificar su verdadera relación con la teología; en definitiva, con la religión[13]. En general, es importante aprender a valorar cada vez más el hecho de que el auténtico progreso cultural, lejos de ser una amenaza para la fe, constituye un fuerte enriquecimiento. De hecho, la historia reciente muestra claramente que una alianza crítica con aquella parte de la cultura que busca lo verdaderamente humano (y por eso mismo, “divino”) fue siempre beneficiosa para las iglesias: piénsese, por ejemplo, en la tolerancia, la democracia o la justicia social. En una palabra, si ante la cuestión estructural el lenguaje religioso ha de buscar su renovación acudiendo sobre todo a los hondos recursos de la tradición bíblica, del diálogo de las religiones y de la experiencia religiosa e incluso mística, en lo que respecta al desafío cultural son principalmente las ciencias humanas las que han de ser aprovechadas. Y no cabe duda de que una apertura generosa y una utilización al mismo tiempo crítica y valiente ofrece ricas posibilidades para ir afrontando la difícil pero irrenunciable tarea de la retraducción del cristianismo que postula nuestra situación cultural.
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Los católicos chilenos disminuyen abruptamente. En veinte años la Iglesia católica chilena ha perdido prácticamente un 1 % de fieles por año. En Chile la identidad católica tiende a disiparse, aun cuando los mejores sentimientos de los chilenos continúan siendo nutridos por el cristianismo. La gente cree en Dios, reza, pero su pertenencia eclesial se licúa, la práctica religiosa siempre ha sido baja y no se ven señales de recuperación.
El cristianismo de cristiandad, el que se recibe en la cultura como parte de una sociedad que se dice cristiana, y no como fruto de una conversión personal y de un encuentro con el evangelio, ha sido de baja calidad. En el país la fe se ha trasmitido como un credo, una cosmovisión, una antropología y unas prácticas religiosas compartidas de un modo masivo y automático sin verdaderas iniciaciones religiosas. Se ha tratado de un catolicismo suficientemente indeterminado como para dar cabida a tremendas contradicciones. San Alberto Hurtado punzó a sus contemporáneos enrostrándoles precisamente la incongruencia: “¿Es Chile un país católicos?” (1941). Lamentaba por entonces la falta de clero y las injusticias sociales. La desigualdad en los ingresos hoy debe ser la misma que hace ochenta años. Los sacerdotes a futuro serán incluso menos que en tiempos de Hurtado. Esta falta de vigor del cristianismo “a la chilena” ha podido hacer de pasto seco para el incendio actual de las pertenencias comunitarias. En Chile se han debilitado las parroquias, las comunidades eclesiales de base, las comunidades religiosas, los movimientos laicales y la participación en la eucaristía dominical, y no hay visos de ningún brote de originalidad más o menos importante. Tal vez lo haya, pues el reino de los cielos es como un grano de mostaza. De momento no se lo ve. La situación es preocupante porque el cristianismo es esencialmente comunitario. ¿Qué ha ocurrido? Siempre que se constata un mal se busca a un culpable. En este caso lo más fácil es imputar esta crisis a la jerarquía eclesiástica. Mala formación del clero, falta de imaginación en la implementación del Concilio Vaticano II, relaciones infantiles entre los sacerdotes y los laicos; a lo que ha de sumarse la disminución de ayudas internacionales (clero, religiosos y religiosas) y la baja de las vocaciones. Estas son explicaciones plausibles de la crisis, pero no son las únicas. Sucede que Chile experimenta un cambio cultural impresionante, parecido al que tiene lugar en el resto del mundo, debido a una globalización que quiebra la cultura tradicional y socava por parejo las instituciones civiles y religiosas, en particular las que promueven los mejores valores de la humanidad. Predomina por doquier la búsqueda económica de la máxima ganancia y el mercado que reduce las personas a individuos competitivos que quieren “ser alguien” por la vía del consumo, y no por el camino de la solidaridad. En el mercado prima la búsqueda de los propios derechos por sobre la voluntad de servicio al prójimo y a la sociedad. En la era de la globalización todo entra en relación con todo, todo se relativiza, todo se vende y se compra, y la gratuidad escasea. Siempre la gratuidad ha sido sacrificada. Ahora se ha vuelto ininteligible. ¿Qué futuro queda a una Iglesia debilitada por la inveterada superficialidad de los fieles, sus “errores no forzados” y el cambio cultural que en pocos años le ha costado generaciones completas de jóvenes, por otra parte escandalizadas por los abusos sexuales del clero y su encubrimiento? Para los católicos puede ser hoy una tentación procurar subsistir a cualquier costo. Podrían, por ejemplo, ir a buscar al pasado realizaciones que dan seguridad, haciéndolas pasar por reveladas, ocultando que, en realidad, fueron obras de una Iglesia mucho más creativa. No faltará, otro ejemplo, quien arrope a la institución con la vivacidad de la religiosidad popular. O, en fin, que se le eche la culpa de la crisis a las innovaciones del Vaticano II. Pero hay algo mejor que hacer: buscar la esencia del evangelio, indagar en el sentido más profundo de la vida, luchar por el radical respeto a la dignidad de la persona humana, intentar superar las desigualdades y opresiones, despejar la posibilidad de un encuentro con un Dios rico en misericordia y liberador. Pienso que los cristianos podrían intentar comunicar con humildad sus experiencias de fe solidaria y comunitaria. Ha sido constante en la historia de la Iglesia su solicitud por los pobres. Los cristianos podrían dar una mano desinteresada a los inmigrantes, a los adictos empedernidos, a los hijos abandonados por sus padres, a las mujeres desconsideradas o maltratadas, a los ancianos cuya mera existencia es un motivo de culpa, en suma, a los nuevos y viejos pobres a los que Jesús declaró bienaventurados. La otra constante es la celebración de la Eucaristía. En esta tendrían que poder participar activamente sobre todo los que no importan a nadie. La máxima de la reforma litúrgica del Concilio fue la participación de los fieles. Una Eucaristía fraternal en la que haya espacio para la expresión de todas las personas y las vidas más diversas, anticipa la comunión entre “todos” los seres humanos. La única Iglesia que vale la pena que tenga futuro en Chile, es aquella en la que sea posible que el evangelio se comunique como una experiencia de aquel Jesús humilde que congregó amigos y a amigas para dar la vida por la humanidad. ¿Podrá la Iglesia chilena liberarse de la impronta clerical de cristiandad que la ha vuelto irrelevante, que en vez de atraer a la gente la espanta? ¿Podrá la Iglesia renacer en el mundo de hoy con cristianos –laicos, religiosos, sacerdotes- realmente convencidos de amor de Dios? El éxito para los cristianos se encuentra más allá de la muerte. Antes de la muerte, creo que la Iglesia debiera especialmente poner las condiciones para que las nuevas generaciones se encuentren con Cristo y lo sigan con entusiasmo; para que se apropien de Cristo al modo como Cristo se dejará apropiar por ellas. El Evangelio solo podrá ser transmitido si la Iglesia está dispuesta a que sea acogido de un modo protagónico y realmente nuevo. Criticado en numerosas ocasiones por el Vaticano y numerosos religiosos españoles por su “repetida comparecencia” ante la opinión pública, el teólogo Juan José Tamayo ofrecerá una conferencia el próximo día 10 de este mes en el Ateneo Ferrolán, invitado por el Club de Prensa de la ciudad.
Criticado en numerosas ocasiones por el Vaticano y numerosos religiosos españoles por su “crítica radical” hacia la jerarquía de la iglesia católica ante la opinión pública, el teólogo Juan José Tamayo ofrecerá una conferencia titulada “¿Tiene futuro la Teología de la Liberación?” el próximo día 10 de este mes en el Ateneo Ferrolán, de la Ciudad de Ferrol invitado por el Club de Prensa de la ciudad. Fiel defensor de la teología de la liberación y director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones en la Universidad Carlos III de Madrid, Tamayo asegura estar encantado de la oportunidad que se le brinda en la ciudad naval para explicar sus pensamientos. ¿Qué es lo que van a encontrar los asistentes que acudan al Ateneo el próximo viernes? Trataré de responder a una pregunta que se plantea por doquier, ¿ha muerto la teología de la liberación? Como cada vez parece que está menos presente en los títulos de los libros y al mismo tiempo no aparece como una disciplina ni troncal ni tan siquiera optativa en los estudios de Teología, esto lleva a pensar a la gente que ya no existe que se la ha llevado por delante el huracán de la globalización, cuando en realidad está viva y activa, se mueve en el horizonte de la razón práctica y se reelabora y formula en el horizonte de los plurales movimientos sociales de liberación y emancipación que luchan por “Otro mundo posible”. Ya visitó varias veces la ciudad invitado por el Club de Prensa –por ejemplo, en 2013 cuando vino a presentar el libro “Invitación a la utopía” (Editorial Trotta, Madrid)–. ¿Agradece estas llamadas después de ser vetado en distintas ocasiones por miembros de la comunidad eclesiástica en ciudades como Madrid o Barcelona? Muchísimo. En los espacios laicos, en los ámbitos culturales y en los colectivos sociales se me abren todas las puertas, mientras que dentro de la institución eclesiástica se me cierran casi todas aquí en España. En cambio, en América Latina intervengo en todo tipo de congresos de teología y participo incluso en jornadas y conferencias con presencia de obispos. Aquí los jerarcas españoles, no todos, son especialmente inquisitoriales porque ya se ha dado el caso de que me han prohibido intervenir en cuatro ocasiones Barcelona, en Madrid alguna otra, en Oviedo… Tengo el récord de los teólogos españoles que ha sido vetado y que más puertas eclesiásticas ha visto cerrada. Lo cual no es que me preocupe, porque si le digo la verdad, cuando prohíben una conferencia se multiplica el número asistentes, pero me parece una contradicción que me prohíban antes de escucharme. Mis intervenciones son críticas, claro está, pero constructivas y con la mirada puesta en el cambio tanto de la sociedad como de la Iglesia. Por eso agradezco enormemente a mis amigos del Club de Prensa de Ferrol la invitación. Juan José Tamayo asegura haber sido “muy amigo” de uno de los impulsores del club, Luis Mera, por lo que el comienzo de la conferencia del próximo viernes se lo va a dedicar a su figura a través de una semblanza en la que destacará los “valores cívicos y ejemplaridad ciudadana, junto con la coherencia ética de su vida, su militancia y práctica política”, comenta Tamayo. El hecho de que venga a Ferrol, una ciudad de tradición religiosa es bastante significativo… Aunque no conozco la sociología religiosa de Ferrol, el hecho de que me inviten siendo una ciudad tan religiosa con ese espíritu de una fe muy arraigada en la tradición y que me inviten para hablar precisamente sobre este tema y en un espacio laico, es la mejor prueba de que la música de la teología de la liberación suena mucho mejor en ámbitos en sectores no confesionales que en el interior de la Iglesia. Es necesaria hacer esa alianza y tener esa complicidad entre los sectores culturales laicos y los sectores teológicos críticos con esa mirada en una sociedad más justa y que fomente una convivencia cívica basada en los valores humanos y en una ética humanista que es la que nos aúna a todos. Es el mejor ejemplo de que la creencia o la no creencia no pueden ser motivo de conflicto, sino que tiene que haber un diálogo enriquecedor. Para todo aquel que piense que la teología pueda estar apartada de la sociedad o de la actualidad, en uno de los artículos que publicó en el blog “Atrio” llevó a análisis la jura de cargo de Mariano Rajoy y sus ministros sobre la Biblia, un texto, a su parecer, “patriarcal”. ¿Este hecho en el que usted ha reparado pone de manifiesto la importancia de esta ciencia en el día a día? En realidad, la teología de la liberación no es una apología de la religión sino que es una teoría crítica de ella y de la alianza entre los poderes que se alían para aprovecharse de la ciudadanía. El escenario en el que juraron Rajoy y la mayoría de sus ministros, salvo dos, es la Zarzuela, es decir, la monarquía. Después, está la Constitución en la mesa del juramento a la derecha, a la izquierda la Biblia y detrás de esta un crucifijo. Dígame si no es una alianza entre el trono y el altar. Ese escenario es la muestra más fehaciente de la alianza entre poderes pero también de manipulación de los textos y símbolos religiosos. Se trata de la sacralización de un acto político, el más importante posiblemente de una democracia, que se basa en la promesa de servir a la ciudadanía y de poner en práctica nuestra Carta Magna; es además una transgresión contra la propia laicidad del Estado. Pero lo que más me llamó la atención es que se utiliza la Biblia para reforzar una política discriminatoria de las mujeres que sigue afirmando su inferioridad sobre los varones. Y por otra parte, existe otra contradicción: el crucifijo es el símbolo de una persona que fue ejecutada por criticar al poder, por estar constantemente denunciando las injusticias y los comportamientos contrarios a la ciudadanía, y mire por donde ese símbolo va a legitimar un gobierno en el que hay personas supuestamente corruptas, justifica esas actitudes contrarias a la ética evangélica y cívica. En numerosas ocasiones se ha mostrado partidario de las actuaciones llevadas a cabo por el papa Francisco, fiel defensor de la apertura de la Iglesia. Es de suponer que su figura va a estar presente en la conferencia del día 10… Voy a mostrar el cambio tan profundo de actitud que se ha producido entre los pontificados anteriores y el actual. Juan Pablo II y Benedicto XVI condenaron sistemáticamente a lo largo de 34 años a la teología de la liberación y, además, con descalificaciones muy gruesas y condenas muy injustas. Francisco ha puesto en marcha un cambio de modelo en la Iglesia y también ha incluido en su actitud acogedora y respetuosa a la teología de la liberación. Aunque me parece muy coherente la propuesta que hizo al estrenar el pontificado, “quiero una iglesia pobre y de los pobres”, eso no quiere decir que no tenga actitudes críticas con determinados comportamientos del Papa que me parecen que no conducen de manera correcta a la reforma de la Iglesia que él mismo quiere. Un ejemplo de ello, es el caso de las mujeres, a las que en reiteradas ocasiones ha declarado excluidas del ministerio sacerdotal. No dudo de que tiene enorme dificultades, pero no se están produciendo las reformas que eran de esperar y que él mismo anunció desde que se hizo cargo del gobierno del Vaticano No creo ser el primer humano sobre la tierra que escriba sobre el dinero. Pero sí pudiera ser el primero que reflexiona sobre el dinero como la misma bagatela que pienso son la noción de dios y tantas otras ideas abstractas que, si pudieron aportarle dicha al ser humano, también es causa de su desdicha y de grandes tribulaciones. Sin embargo, sobre esas ideas y el dinero, se ha construido la civilización… Todo empezó cuando el homínido dejó el gruñido, pasó al lenguaje articulado, abandonó la vida libre salvaje y comenzó propiamente la aventura humana con la palabra elaborada y artificios como el dinero: la peripecia más excitante o quizá más absurda que quepa imaginar.
Pronto, alrededor del siglo VII a.C. acuña el dinero como instrumento de cambio y medida de valor, desplazando al trueque. A partir de entonces, el impulso de acapararlo en provecho propio es difícilmente resistible y domina la escena de la historia. El deseo de poseerlo y la guerra para conseguirlo son las claves de la evolución y de la involución social, en un movimiento pendular a su vez determinante del destino de pueblos y naciones. Nada hay que pueda neutralizar ese deseo, como no lo hay para el depredador que huele a sangre. Sólo un severo correctivo a quien se apropie de él desordenadamente y una educación temprana sobre su manejo son los remedios caseros capaces de atemperar al ser humano. Ya en nuestros tiempos, en la mayoría de los casos la tibia reacción que pueda producirse contra el ansia del vil metal, queda sofocada pronto por la siguiente consideración que a sí mismo se hace quien se encuentra en el trance ilícito de adueñarse del dinero, o una vez se ha apoderado de él: que cualquiera que tuviese acceso aprovecharía la ocasión si cree que no será descubierto; y si el trance es lícito, que el dinero sólo cobra sentido si de él se hace motor de actividad. Es cierto que el impulso altruista y la posible tentación de repartirlo entre quienes han colaborado en la ganancia puede llegar, pero suele llegar tarde y en todo caso siempre después del impulso de apropiarse de él y poseerlo. Nadie, salvo el bandolero que robaba al rico para darle lo robado al pobre y sospechosas cuestaciones de cuyo control se sabe muy poco, se afana en conseguir dinero para otros, es norma que sólo para sí… Y como, voluntariamente, sin compulsión ajena a él, es muy raro que el poseedor de dinero se mueva a contribuir al sostenimiento digno de otros similar al suyo, es al Estado al que la sociedad encomienda la tarea de repartirlo. Pero el reparto propiamente dicho depende de los gobiernos, los cuales a su vez se deben a una ideología que en este tiempo se desdobla en dos: la que sobrevalora al individuo que posee ya el dinero acumulado (generalmente por cualquier método excepto el ahorro), relegando la importancia del papel de quienes trabajan para él, por un lado, y la que confía al Estado, a empresas públicas o mixtas la protección del individuo proporcionándole los servicios básicos, por otro. Privado, pues, frente a público; individualismo frente a colectivismo: las dos ideas motrices de toda la política de occidente acerca de la propiedad y el dinero, sobre las que ha girado la historia en la última centuria y sigue girando con inusitado vértigo. En todo caso, el dinero ha llegado a cobrar una importancia exagerada frente a la importancia que el humanismo y otras filosofías asignan a los valores del ser humano como principio y fin de los desvelos de la sociedad por cuidarse de sí misma y para el desenvolvimiento y desarrollo integral del individuo. En todo caso, el dinero empezó siendo un potenciador de felicidad confundida con placer y lleva camino de ser un resorte de perdición para la sociedad humana. Porque el dinero, en tanto que objeto de deseo, desplazó enseguida a todos lo demás, incluso al sexo ya la propia vida. Pero hoy, superadas las ideologías y las teologías, superados los opuestos burguesía y proletariado, rico y pobre, trabajador y rentista, ocioso y laborioso, empleado y desempleado, desocupado y preocupado, lo que verdaderamente importa en el mundo dominado por el dinero es la división entre defensores de lo privado y de privatizar, que son los que por ahora ganan, y defensores de lo público y de socializar; al fin y al cabo, egoístas superlativos, por un lado, y altruistas de una casta humana en el fondo superior aunque por ahora pierdan, por otro. Y todo girando en torno a un invento reducido hoy a la quintaesencia del apunte contable y del crédito, que el humano del milenio que vivimos está a punto de descubrir que no se come; un invento ideado para suicidarse al final de los tiempos, como el compromiso conyugal fue ideado para gozar más al incumplirlo, o como el amor fue ideado para mejor comprender a un Dios en el que el ser humano ya no cree… Los obispos del Regional Norte 1 de la CNBB (Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil, por sus siglas en portugués) se han reunido en São Gabriel da Cachoeira para reflexionar juntos sobre la realidad pastoral de las diferentes diócesis y prelaturas.
El Regional Norte 1 de la CNBB está compuesto por nueve diócesis y prelaturas, que dependen de la Archidiócesis de Manaos, y ocupan el estado de Roraima y buena parte del Estado de Amazonas, con un tamaño próximo al millón y medio de kilómetros cuadrados. Se trata, en la mayoría de los casos, de circunscripciones eclesiásticas de gran tamaño, con poca densidad poblacional y pocos recursos humanos y materiales, lo que hace que el trabajo pastoral no siempre sea fácil llevarlo a cabo. El Presidente del Regional Norte 1 y obispo de Roraima, Monseñor Mario Antonio da Silva, destaca la importancia de este encuentro, junto con la Asamblea del Regional en la que también participan representantes de las diócesis y de las pastorales, como momento de convivencia y compartir entre los obispos, que ayuda a intensificar el conocimiento personal y la compenetración en vista de la fraternidad y la proximidad, no sólo física, sino también pastoral y misionera, aspecto que no siempre resulta fácil, dado las distancias entre las diócesis y prelaturas. Al mismo tiempo, ofrece la posibilidad de conocer, a través del obispo local, la realidad de cada diócesis. En São Gabriel da Cachoeira la vida está condiciona por el hecho de que la práctica totalidad de la población es indígena, en torno del 95%. El obispo diocesano, Monseñor Edson Damian, ha presentado a sus colegas las características y problemáticas de esta diócesis. En vista de un mayor conocimiento, los obispos, han visitado la sede la FOIRN (Federación de las Organizaciones Indígenas del Río Negro, por sus siglas en portugués) y que constituye una de las mayores organizaciones indígenas de Brasil, y del ISA (Instituto Socio Ambiental, por sus siglas en portugués), instrumento de gran valor para el cuidado y preservación de la región amazónica, el pulmón de nuestra Casa Común. El Presidente del Regional señala que éste no es momento de grandes decisiones, que son tomadas en las asambleas, sino de encaminar el trabajo pastoral y misionero en el Regional, de conocer la vida de las comunidades y de participar en diferentes celebraciones. El compañerismo entre los obispos ayuda, según Monseñor Mario Antonio, en la acogida de quienes van llegando como obispos al Regional, sin grandes formalidades, pero con fraternidad. Entre los temas tratados cabe destacar el papel de la REPAM (Red Eclesial Pan-Amazónica) y como concretar en cada diócesis y prelaturas las diferentes propuestas que van surgiendo, y el papel del laicado, tema que fue definido como elemento central a ser trabajado por la Asamblea del Regional de cara a 2017. En todo lugar la importancia del laicado en el trabajo evangelizador es fundamental, en esta Iglesia Amazónica es decisivo, pues a la falta de clero se unen las grandes distancias y un gran número de comunidades esparcidas en cada rincón de la selva y de las periferias de las ciudades. Los obispos, junto con la Iglesia, son conscientes de esa realidad y, por eso, se empeñan en descubrir los pasos que deben ser dados en esta dirección, que lleve a un mayor protagonismo de los laicos. Entre los obispos de esta parte de la Amazonia, procedentes de realidad eclesiales tan diferentes, Brasil, Polonia, Italia, España, clero diocesano, religiosos salesianos, redentoristas, javerianos, espiritanos, lazaristas, se percibe que esa Iglesia con la que sueña el Papa Francisco es posible, que hay obispos con olor a oveja, con espíritu misionero, de Iglesia en salida, que quieren estar próximos de su gente, aunque eso suponga desplazarse por los rios o los caminos embarrados de la Amazonia durante largas horas, a veces días, para llegar a las parroquias y comunidades más distantes. Una Iglesia sin muchos oropeles, que desde la simplicidad anuncia y da testimonio de ese Dios que se hace presente en la vida de los excluidos, los pueblos de la Amazonia. teólogo José María Castillo, ha escrito un artículo muy fuerte, en Religión Digital (RD), sobre el integrismo litúrgico. Solo para que se compruebe la fuerza de su escrito traigo este botón de muestra:
“El integrismo litúrgico del cardenal Sarah es un asunto grave, muy grave. Es un asunto que toca el corazón mismo del Evangelio. El que tranquiliza su conciencia porque va a misa, reza por la mañana y por la noche, o cosas por el estilo, si no es honrado, transparente y practica la justicia, por encima de todo, es un farsante que, más que engañar a la sociedad y a la Iglesia, es un indeseable que se engaña a sí mismo. Mientras la Iglesia no resuelva esta gran mentira, no va a ninguna parte. ¿Se comprende por qué hay tantos cristianos que no soportan al Papa Francisco? ( “El integrismo litúrgico es un problema muy grave que toca el corazón del Evangelio”, Religión digital, 06/02/17). Donde también leemos textos como éste: el “rito” se sobrepone al “ethos” (G. Theissen). Y, entonces, nos encontramos con el hecho, tan frecuente entre los cristianos, de quienes son fieles observantes de normas y ceremonias sagradas, pero al mismo tiempo dejan mucho que desear en su conducta. O son sencillamente gente sin vergüenza”. Este tema se entronca, fundamentalmente, con el de la relación Cristianismo & Religión. Yo he tratado este tema varias veces en este blog, pero reconozco que no lo he hecho de manera ni sistemática, ni completa, ni académica. En estas líneas retomo el asunto para aclarar lo que nos estamos jugando con estas tentativas, para mí banales y superficiales, para Castillo, integristas, denominación que también asumo, pero, en todo caso, muy delicadas, muy a tener en cuenta, y muy peligrosas. Siempre lo han sido, pero mucho más en esta época en que, vencido el principio de “autoridad porque sí, y en sí misma”, los fieles con cierto criterio no están dispuestos a aceptar, sin más, lo que venga de la jerarquía, sobre todo si se trata de esquemas mentales, que deberían ser lógicos y racionales, pero que, realmente, se hacen imposibles de asumir en los días que corren. Y, así, por esos derroteros, una renovación creativa, regeneradora y positiva de la Iglesia será, por completo, ¡imposible! Volvamos a la Religión. Y lo primero que tenemos que recordar es que nuestra fe es una Revelación, y no una Religión, porque ésta es, siempre, una creación humana. Y algo que es fundamental poner en claro es que en las religiones primitivas la noticia transcendente de un, o de varios dioses, es tardía. Antes se practican una serie de ritos, es decir, existe un culto, que una vez superada la etapa de pruebas y de creatividad, cuando se establece como una especie de canon, se repite siglos y siglos, indeleblemente. Esta idea la he visto confirmada tanto empíricamente, no personalmente, sino por medio de un compañero de los Sagrados Corazones, el padre José María Porro Villarroel, como académicamente, en grandes tratados sobre Religión, sobre todo uno que puede considerarse como gran autoridad en el asunto. Me refiero a la obra de Ina Wunn (Universidad de Hannover), “Las religiones en la Prehistoria”, (2005, Akal Madrid 2012), un gran volumen, donde ni se menciona a Dios. Lo que nos contó José María, y que nos sorprendió tanto fue que entre los Yanomani, que habitan principalmente en Venezuela, y, además, en los estados brasileños de Amazonas y Roraima, fue que esos indígenas, en contra de lo que siempre nos habían contado de la evolución de la religiosidad natural, no tuvieran, por los primeros años de la década de los 70 del siglo pasado, el XX, ninguna idea, ni palabra, ni concepto que recordara alguna referencia de transcendencia, es decir, que los llevara a lo que nosotros llamamos Dios. Y la confirmación académica es el citado libro de investigación de la profesora Ina Wunn , quien en su largo y exhaustivo trabajo9 de investigación entre las religiones prehistóricas no encontrara referencias de un, o varios, ser o seres transcendente(s), sino solo de ritos y cultos. Esto nos hace sospechar, y es conclusión casi unánime entre los investigadores e historiadores de las Religiones, que lo que en verdad articula y modela un grupo religioso no es su percepción conceptual de Dios, o de los dioses, sino su modelo y praxis de ritos y culto con el que se defienden de los desafíos y amenazas de las fueras y de las incidencias del Universo. Y si esto es así, estamos cerca de entender, exactamente, el motivo por el que es tan importante, para tantos y tan importantes y decisivos ministros del culto, y guardianes de los ritos sagrados “cristianos”, la estricta fidelidad, y la rigurosa ortodoxia del culo y de la Liturgia en la Iglesia. Y entonces surge la pregunta, y la insoslayable cuestión: en el Evangelio, y en los hechos y dichos de Jesús, ¿es importante, fundamental, o decisivo, el tema del culto y de la pureza de los ritos, sino, más bien, no representa el Maestro de Nazaret un incuestionable e indiscutible crítico de las falsas seguridades, y, todavía más, de la hipocresía que se puede esconder en el mero cumplimiento de los rituales sagrados, como fuente y garantía de la benevolencia divina, más que en los verdaderos sacrificios que “le gustan a Dios”, como son la obediencia, la justicia, y el derecho, y las entrañas de misericordia con los semejantes, en la línea de los profetas clásicos? ¿Se puede presentar la pureza ritual, la liturgia impecable y estética, como signo esencial, y uno de los más importantes, de los seguidores de Jesús, como algunos supuestos próceres la Iglesia, -¡solo supuestos!-, nos quieren indicar? Una famosa frase de Santo Tomás, que él repite varias veces a lo largo de su obra como un principio al que siente la necesidad de recurrir, dice que «un error sobre el mundo redunda en un error sobre Dios»[1]... Es decir, por ejemplo: si pienso que el mundo es eterno, increado, divino, profano... cualquiera de esas afirmaciones que yo haga sobre el mundo afecta por implicación a lo que habré de pensar sobre Dios. Si acertada o erróneamente pienso, por ejemplo, que una realidad de este mundo es voluntad de Dios, en ese pensamiento estoy implicando, de una manera u otra, mi propia imagen de Dios, cuya voluntad estaría yo vinculando a esa realidad.
No tiene que parecernos algo extraño, pues, que en la realidad global, tan compleja como es, todo está implicado, todo hace relación a todo, y no se puede «tocar» algo sin dejar de implicar a otras partes de la realidad, que están vinculadas con aquella, implicando así quizá incluso al conjunto de la realidad. Todas las piezas del mosaico entretejido de la realidad forman parte de y afectan al conjunto. Y por tanto, de una manera u otra, afectan también a Dios, la «dimensión» más profunda de la complejidad de la realidad. Por eso podemos decir con Tomás de Aquino que, a la inversa, cada vez que descubrimos un error en lo que pensábamos sobre el mundo, de alguna manera nos libramos de un error que empañaba la imagen que teníamos de Dios. La historia de las religiones es pródiga en ejemplos de la implicación de estas dos dimensiones, Dios y mundo. Podríase decir que la historia de las religiones es la historia de un conocimiento humano en continuo crecimiento, y de una religión cuyas afirmaciones sobre Dios van retrocediendo paralelamente a aquel avance de aquel conocimiento humano creciente. En los tiempos ancestrales, el homo sapiens, recién hominizado, hizo lo que pudo. Como sabía muy pocas cosas y todavía no existía la ciencia, confió en su intuición y su imaginación religiosa para «imaginar» todo lo que necesitaba «saber» para poder componer una comprensión inteligible y con sentido de la realidad. Echó mano del comodín «Dios», apelando a sus «arcanos designios», para explicar de un modo satisfactorio lo inexplicable, o incluso lo ininteligible. Con el avance del tiempo los descubrimientos científicos han ido conquistando, una a una, nuevas zonas de la realidad, chocando una y otra vez con aquellas creencias religiosas de la antigua imagen del mundo. Cada error que se descubría, permitía o incluso exigía cambiar algo de la imagen de Dios sobre cuya base se había imaginado y justificado aquella cosmovisión. Santo Tomás lo notó, y lo expresó claramente, a pesar de vivir en una época todavía «pre-científica», el siglo XIII. Pues bien, en los últimos tres siglos, el avance científico ha sido espectacular, y la antigua cosmovisión religiosa, a base de retroceder y retroceder, ha acabado saltando hecha pedazos. Muchas Iglesias y muchos creyentes han tratado de obviar el problema de una forma un tanto «esquizofrénica»: dividiendo la mente, es decir, poniendo a un lado la vida religiosa, y poniendo al otro los saberes nuevos que sin cesar ha ido aportando la ciencia. En la calle y en la universidad comulgan con la ciencia, sin vacilar; pero en la vida religiosa y espiritual prefieren seguir instalados en las cosmovisiones míticas heredadas, elaboradas hace milenios, salvaguardando así su poder religioso ritual, simbólico, sacramental... Así, cada día, con velocidad acelerada, se agranda el abismo que separa la ciencia y la fe, la cultura y la religión, la cosmovisión ancestral religiosa, doctrinal y moral por una parte, y las convicciones científicas modernas de sus miembros por otra. Este continuo descubrir «errores sobre el mundo» en las creencias religiosas, por parte de las ciencias, detecta «errores sobre Dios» en la religión, en cualquiera de sus dimensiones: la teología, la espiritualidad, el dogma, la moral, las tradiciones... En este estudio sólo queremos abordar los «errores sobre Dios» (en el sentido amplio de errores religiosos, teológicos, espirituales, morales...) destapados por los avances de la que solemos llamar «nueva cosmología», o también «nuevo paradigma ecológico». El primero, el geocentrismo El conflicto con Galileo Galilei fue un conflicto emblemático entre la ciencia y la fe. Galileo, con el telescopio que él perfeccionó, observó un «error sobre el mundo» en la creencia religiosa que era habitual hasta entonces: no estábamos en el centro de la realidad, como afirmaba indubitablemente la religión, sino que era el Sol el que estaba en el centro. Nosotros, sobre la Tierra, estaríamos dando vueltas alrededor del Sol. La Tierra dejaba de ser el centro del cosmos, el centro en torno al cual giraba toda la realidad. El ser humano, la niña de los ojos de Dios, la razón de la creación misma y de la historia, no estaba en el centro del mundo, sino montado sobre una roca errante vagando por el espacio cósmico... Hoy nos parece casi evidente, pero entonces no pudieron aceptarlo muchos científicos compañeros de Galileo, ni tampoco las Iglesias (el conflicto con su Iglesia Católica fue el más sonado, pero Lutero y otros Reformadores dijeron sobre Galileo iguales o peores cosas que las que dijeron la Inquisición y los jesuitas de su tiempo). Las Iglesias no se oponían propiamente a una verdad meramente científica, sino a un cambio de perspectiva que ponía gravemente en tela de juicio lo que desde siempre se había pensado sobre Dios. Ellos también se oponían –desde su punto de vista– a «un error sobre el mundo, que implicaría un error sobre Dios». Hasta entonces era tenido por evidente que el ser humano era la razón por la que Dios creó el mundo, y que por tanto todo el cosmos giraba en torno a este ser humano, y en torno a su hogar, la Tierra. Decir que ésta no era el centro de la realidad, sino que era un planeta errante[2] en torno a otro centro... venía a decir que los planes de Dios no eran como los pensábamos, o que el ser humano no parecería ser la razón central del cosmos, o que la Palabra de Dios, que hasta entonces había parecido que declaraba paladinamente el geocentrismo en el libro de Josué[3], en los Salmos y hasta en la boca misma de Jesús[4], estaba equivocada. Lo cual, más que un «error sobre Dios», venía a ser un «error del mismo Dios», un error en su Palabra. Aquel «error sobre el mundo» que la ciencia acababa de descubrir, el geocentrismo, evidenciaba un «error acerca de Dios» que las Iglesias, en aquel momento, no estaban en condiciones de reconocer. La Católica necesitó casi tres siglos para aceptarlo. Los cristianos acabaron pensando que, efectivamente, la Tierra gira alrededor del Sol, y que no es el centro geométrico del sistema solar pero... que sigue siendo el centro en otro sentido: el centro salvífico de la realidad cósmica, porque allí, en ese planeta pequeño y marginal, tuvo lugar el misterio realmente central de todos los tiempos, cuando Jesucristo murió por los seres humanos y salvó a toda la humanidad y al cosmos, a todas las criaturas, que gimen en dolores de parto. Ésa sería una centralidad nueva, reinterpretada, más profunda. Con el tiempo, toda la teología se desprendió de aquellas afirmaciones teóricas y aquellas representaciones plásticas de Dios como creador del ser humano en el centro del mundo, como unos errores sobre Dios que, hasta entonces, habían sido considerados como verdades sobre Dios. Pues bien, la superación del «error» del geocentrismo puede hacerse sin demasiadas reelaboraciones teológicas y espirituales, pero la superación de otros muchos «errores sobre el mundo» que la ciencia ha ido denunciando uno tras otro, sí exige reinterpretaciones radicales, verdaderas reelaboraciones, desde la raíz, que son lo que llamamos «cambios de paradigma», en el sentido más fuerte de la expresión. Y a partir de aquí esto es lo que quisiéramos hacer: un elenco de los principales conflictos que el continuo avance de la ciencia (la «nueva cosmología», en sentido amplio) ha provocado al denunciar «errores sobre el mundo». No pretendemos más que evocarlos y plantearlos. No queremos ahora resolverlos, teológicamente hablando. Nos situamos más bien –metodológicamente– fuera de la teología, tomando la palabra como observadores neutrales del conflicto entre la ciencia y la fe. Estos desafíos aquí elencados son, precisamente, nuestra respuesta a la pregunta por las tareas que la teología y la espiritualidad deben acometer en el inmediato futuro. Otro gran error sobre el mundo: el antropocentrismo Más difícil que la del geocentrismo iba a ser la superación del antropocentrismo, superación que, en realidad, todavía no se ha dado; apenas se está iniciando. Podemos decir que, desde hace tiempo, éste es un descubrimiento claro de la nueva cosmología: el ser humano (no ya la Tierra) no es el centro del cosmos, como casi todas las religiones han pensado –o como han creído escucharlo en sus respectivas revelaciones divinas–. Eso ha sido –nos dice la nueva cosmología– un «error sobre el mundo». El mundo no es antropocéntrico. Nosotros no somos su centro. Ni ha sido «creado para nosotros». Y esto, la nueva visión cosmológica lo puede desglosar en varias perspectivas, aplicadas, más detalladas: • La nueva cosmología nos dice que no somos, por naturaleza de origen, una realidad totalmente diferente y superior a los demás seres vivos que nos rodean. No tenemos un origen diferente o superior. Somos más bien una rama más del enormemente diverso árbol de la vida. Somos una rama de primates en la que, gracias a un salto cualitativo de la vida, se ha dado una mutación en el «eje de acumulación evolutivo», que ha pasado, de ser genético y físico, a cultural y espiritual. Es un paso más de la evolución de la vida. Hasta ahora hemos cambiado de especie por mutación genética (hardware); ahora mutamos por recreación interna, cultural y/o espiritual (software). No es verdad que fuimos creados «a imagen y semejanza de Dios», a diferencia de los demás seres vivos, que habrían sido creados sin esa pretensión de ser «hijos de Dios» (algo más que simples creaturas). No fuimos creados aparte, en un «sexto día»; no hubo un tal sexto día, sólo para nosotros. Porque en realidad ni siquiera fuimos creados, un día, y de la nada. Somos una especie que, como todas, proviene de otras, que a su vez provienen de otras más antiguas... que empalman con los primeros seres vivos en esta Tierra, las bacterias, de hace unos 3.500 millones de años. La nueva cosmología piensa que todas las formas de vida de este planeta, en realidad forman una unidad: son la misma Vida, una única realidad biótica –enormemente diversificada y crecientemente compleja, eso sí–. La nuestra es una forma de vida que parecería ser la que más lejos ha llegado. Aunque es verdad que, hoy por hoy, ocupamos el último/primer puesto en el árbol de la vida –pues somos unos recién venidos, los últimos en llegar–, no somos sino una forma más de vida. En ese sentido, no somos «otra cosa». Pensar lo contrario fue «un error sobre el mundo que implicó a Dios»: fue un error también sobre Dios. A la luz de la ciencia actual, no parece que podamos continuar atribuyendo a Dios lo que le hemos venido atribuyendo durante milenios, a este respecto: Dios no pudo decir lo que nosotros hemos dicho que dijo. Lo dijimos nosotros, y se lo atribuimos a Dios. Tradicionalmente, la teología se apoyó en esos «errores», que lo eran tanto sobre el mundo como sobre Dios. Los computó como verdades indubitables, por las juzgó reveladas. Más de una vez justificó castigos y penas mayores sobre quienes se atrevieran a ponerlas en duda. Pues bien, hoy día, la teología, si quiere hablar a la sociedad actual, tan marcada por la ciencia, debe reedificarse sobre otras bases, desde esta nueva visión, sin aquellos viejos errores que implicaban a Dios. • La nueva cosmología cree ya saber que no somos descendientes de una primera pareja, de los llamados nuestros primeros padres. No hubo tal pareja. La idea de una pareja primordial es una imagen mítica, muy sugerente, que vehicula la idea de la creación divina del ser humano, pero no se corresponde en absoluto con las evidencias de la ciencia actual. Aunque desde siempre nos ha parecido un dato esencial de la fe judeocristiana (todavía Pío XII advertía a los científicos que no podían poner en duda el monogenismo, porque, por la fe, el judeocristianismo «sabía» que procedemos de una única primera pareja), la ciencia sabe que la evolución biológica de la que somos resultado todos los seres vivos de este planeta no procede de ese modo. La ciencia actual habla, simbólicamente, de otra Eva, «Lucy», y de otro Adán, «Toumaï», australopitecus afarensis ambos, cuyos fósiles ha descubierto apenas hace 40 años, que serían, hoy por hoy, los especímenes más antiguos del género homoque marcan para nosotros un estado de hominización suficientemente avanzado. No son históricas las figuras de nuestros «primeros padres». No hubo Adán ni hubo Eva. Fue «un error sobre el mundo», un error que ha durado hasta ayer. Y también fue un error sobre Dios, en cuanto que nos hizo atribuirle algo que hoy nos parece saber que no hizo. También carece de la más mínima verosimilitud histórica toda aquella descripción –que ha llegado hasta ayer mismo, y que ha desaparecido prácticamente sin resistencia, literalmente evaporada– del estado de nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal: los llamados «dones preternaturales» de que habrían gozado, su equilibro moral, sus pláticas tú a tú con Yavé, su inmortalidad incluso... Mención especial merece el llamado «pecado original» que habrían cometido esos primeros padres nuestros que no existieron, y que, por tanto, difícilmente ha podido contaminarnos tan gravemente como se pensó, ni expulsarnos del supuesto Paraíso, ni condenarnos al trabajo y a la muerte, entre otros castigos. También aquí, fue «un error sobre el mundo» que implicó a Dios. Desde hace ya bastante tiempo la ciencia no tiene dudas a este respecto. Una teología responsable debiera asumir esta situación y dejar de una vez de contar con aquel relato mítico, erróneamente considerado como «histórico» durante milenios, sobre el que se construyó un imponente fardo de creencias que ha gravado sobre la humanidad con una sobredosis enorme de sufrimiento y culpabilidad. Este punto es especialmente importante; tal vez es uno de los desafíos más graves que la teología tiene que abordar: si no hubo primeros padres, si consecuentemente no hubo un pecado primordial contaminante de toda la humanidad, si no fuimos nunca esa massa damnata, esa «humanidad caída» que a san Agustín le pareció vislumbrar, si tampoco hizo falta expiar un pecado original que no existió, si hay que pronunciarse sobre una redención divina que tal vez tampoco se dio más que en la imaginación religiosa... una teología responsable no puede mirar para otro lado, sino que ha de agarrar el toro por los cuernos, pronunciarse, y rehacerse a sí misma. • La nueva cosmología y las ciencias de la vida en general denuncian el llamado especismo, el abuso de poder perpetrado por la especie homo sapiens, sobre la base de una ideología construida por el mismo homo sapiens, según la cual esa especie, la especie humana, se autoproclama la dueña del mundo, el «fin de la creación», con derecho a utilizar todo el cosmos como «recursos» a su servicio. (Y todo este error se ha elaborado y defendido con argumentos religiosos...). El movimiento llamado de la «ecología profunda» ha dado expresión a la intuición que cobra fuerza incontenible ante la observación de los datos científicos: el homo sapiens no tiene derecho a someter cruelmente a las otras especies, a intervenir y degradar ambientes que son el nicho ecológico de infinidad de otras especies, simplemente por su afán minero extractivista, por ejemplo. Lynn White, en un texto que se hizo célebre para perpetua memoria, denunció muy razonadamente que «el judeocristianismo es la religión más antropocéntrica del mundo»[5]. Esto, que hoy a la ciencia le parece claramente un error sobre el mundo, el homo sapiens lo ha racionalizado en la mayor parte de las culturas mediante una ideología religiosa: serían los dioses mismos quienes habrían creado la naturaleza para servicio del ser humano, confiándosela bajo su autoridad absoluta. El ser humano sería el rey de la creación, dueño del mundo, por ser lugarteniente de Dios y haber recibido el mandato de dominarlo. Todavía, el actual Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (¡de 2004![6]) afirma que el ser humano es el Rey de la creación. Sin duda, se da en todo ello un «error sobre Dios», por implicación, por su desequilibrada parcialidad en favor de esa especie. También, sin duda, es el error de un Dios claramente antropomórfico, construido a la medida de nuestros pensamientos, a nuestra imagen y semejanza. La teología tradicional ha sido ingenuamente connivente con este antropocentrismo inmisericorde y este especismo ciego. Ha tenido ojos solamente para mirar la realidad desde los intereses de la especie humana. Los temas relevantes para la teología han sido sólo los temas «humanos», nuestros intereses, enaltecidos como si fueran los intereses mismos de Dios. Una teología responsable, que quiera estar a la altura de la ciencia actual, debe apearse de una vez de ese antropocentrismo, y entrar por los nuevos caminos del biocentrismo –centrarlo todo en la vida–, y abogar por una democracia verdaderamente universal, es decir por una «biocracia planetaria», como correspondería al Dios de la Vida, al Dios de todas las formas de vida. • La nueva cosmología subraya nuestro carácter radicalmente terrestre, telúrico: somos Tierra. No somos espíritus inmateriales, o almas (entelequias metafísicas o sobrenaturales), «venidos a este mundo», como desde fuera, o desde la mente de Dios, al margen de la Tierra. No hemos sido puestos en el mundo por una mano ajena al mundo. Hemos surgido de él. Somos la flor (tal vez) del proceso evolutivo de la vida que se ha dado en este planeta. Por eso... somos tierra, ¡la Tierra!, que en nosotros ha llegado a tener conciencia, a reflexionar, a amar, a contemplar... Desde esta nueva visión cosmológica, la religión y la espiritualidad pueden descubrir un «error sobre el mundo» que ellas compartieron con muchas otras filosofías y cosmovisiones: interpretaron nuestra «superioridad» de recién venidos en el proceso evolutivo, como si se debiera a una superioridad de origen. Los seres humanos no seríamos en realidad de este mundo, sino de otro, del mundo superior, del de los dioses... Seríamos «hijos del cielo», no de la Tierra, caídos accidentalmente en este mundo, pero debiéndonos sentir siempre como ciudadanos del cielo, peregrinos en patria extraña, siempre ansiando liberarnos de las ataduras de este mundo para llegar un día a nuestro destino celestial. Este error sobre el mundo repercutió en un error sobre Dios: se lo percibió como llamándonos siempre a la renuncia respecto a todo lo material, a la superación de los afanes mundanos (fuga mundi, contemptus mundi, agere contra), a una espiritualización y una divinización entendidas como huida de la materia, del mundo, de la carne, de las preocupaciones materiales, demasiado humanas... Una espiritualidad y una teología a la altura de estos tiempos deben romper con ese error sobre el mundo y sobre Dios, para elaborar una nueva visión, y abrirse a una experiencia espiritual reconciliada con la Tierra y con el Mundo. Somos Tierra, orgullosamente telúricos, y con la Tierra, vibrando en éxtasis con su propio cuerpo, hacemos nuestra experiencia espiritual. Podemos aceptar con gozo esta buena noticia de la ciencia, que nos libra de viejos errores: no venimos de arriba, no descendemos del cielo, sino que surgimos de la Tierra. No hemos sido puestos aquí por alguien desde fuera, como si fuéramos extraterrestres, o paracaidistas, sino que hemos nacido en este hogar, estamos en nuestro propio nido y éste es nuestro hábitat natural. Después de varios milenios pretendiendo pasar de puntillas sobre la tierra camino del cielo, necesitamos un lavado mental para reconciliarnos con ella. Debemos ¡volver a casa!, volver a nuestro hogar, del que nunca debimos habernos marchado. Nada nos podría ayudar tanto en este deseo cuanto una nueva teología y una espiritualidad oiko-centradas, reconciliadas con la Tierra, con el mundo, con la materia, con el cuerpo, liberadas de aquellos errores sobre el mundo y sobre Dios. El espejismo de la unicidad • Durante milenios, los humanos, en la mayor parte de nuestras culturas y religiones, hemos pensado no sólo que éramos el centro, sino que éramos únicos. Este mundo, nuestro mundo, era «la» creación de Dios, la niña de sus ojos, la obra de sus manos, y no había más. Por suponer que había otros mundos, y tal vez otros universos, la Congregación para la Doctrina de la Fe (entonces llamada Sagrada Inquisición) quemó vivo a Giordano Bruno, en la Piazza dei Fiori de Roma, y arrojó sus cenizas al Tíber. La unicidad del mundo, del ser humano, de ese plan de Dios que nos creó y nos redimió, fue un supuesto básico, aparentemente evidente, e impuesto a sangre y fuego. La nueva cosmología ha superado la unicidad del mundo humano. Ha descubierto que fue uno más de los errores sobre el mundo. El mundo no es así. Nuestra Tierra no es sino un planeta más del sistema solar, y el Sol no es más que una de tantos millones de millones de estrellas. El uni–verso quizá no es tal; hace tiempo que hay científicos que intuyen que tal vez sea un multi–verso. Apenas hace veinte años, la ciencia ha comenzado a descubrir los «exoplanetas». En estos pocos años hemos podido todos ir llevando la cuenta de los exoplanetas que iban siendo paulatinamente catalogados. Poco a poco, conforme hemos encontrado nuevas técnicas de detección y hemos podido en órbita algunos satélites dedicados sólo a ello, hemos visto incrementarse el número de exoplanetas: en 2014 ya estamos llegando a los 1500. Sabemos que tal vez serán trillones. Muchos de ellos capaces de albergar la vida. ¿Será una vida como la de nuestro planeta? ¿Habrá en ellos vida animal, vida humana, vida inteligente, vida espiritual...? Aun antes de tener las pruebas en la mano, la ciencia está convencida: este planeta nuestro no es «el plan de Dios» concreto que siempre estuvimos pensando que era. Eso ha sido un «error sobre Dios», basado en el «error sobre el mundo» del que fuimos víctimas... simplemente por nuestra falta de medios de observación. Hoy nos damos cuenta de ambos errores, y la resistencia de la religión a reconocerlo no puede negarnos el derecho a aceptar la verdad y a poner entre paréntesis provisionalmente (hasta una nueva reinterpretación plausible) todas aquellas «verdades» religiosas, espirituales y teológicas en las que creímos durante milenios. Una teología responsable debe reelaborarse a sí misma desde este nuevo punto de vista más amplio, no tanto universal cuanto «multi-versal», supra terrestre, desprendido de esa creencia provinciana de que lo que aconteció aquí en este planeta en los 3500 años últimos es el centro de la historia, lo único importante que ha ocurrido en el mundo, el cosmos y la eternidad. Ésa es sólo una referencia pequeñita, una de las muchas con las que una teología nueva deberá contar. El dualismo de los dos pisos • La nueva cosmología denuncia el «error sobre el mundo» en el que tantas culturas y religiones han caído, de pensar que la realidad estaba radicalmente escindida en dos –toda ella, de arriba a abajo, hasta la profundidad de su misma sustancia óntica–. Un dualismo que se hacía presente en todos los planos: el cósmico (tierra/cielo), físico (materia/espíritu), humano (cuerpo/alma), hilemórfico (materia/forma), religioso (natural/sobrenatural)... Dos mundos radicalmente diferentes, axiológicamente antagónicos. Un mundo todo él dividido en dos pisos, una visión esquizo–frénica. La nueva cosmología –incluyendo en ella la nueva física– nos descubre que estábamos equivocados en la comprensión misma de este mundo. La materia no es esa realidad sin valor[7], mera potencialidad informe, estéril, incapaz... que pensábamos. La materia, en realidad no existe[8], porque ni siquiera es propiamente materia: es más bien uno de los estados de la energía en la que todo consiste. La materia es energía, y sólo necesita las condiciones adecuadas para auto-organizarse (autopoiesis) y transformarse. Todo está relacionado con todo, en un juego de sinergias e inextricables influencias mutuas. Y todo no es sino una misma realidad cuántica que bulle en una efervescencia incesante de cambio de formas, una «sopa cuántica» en el nivel subatómico más profundo, que reviste formas continuamente mutantes en los planos superiores de una realidad multinivel. Ya desde los inicios del pensamiento filosófico de la humanidad, en el mundo griego del milenio anterior a nuestra era, aparecieron enseguida los dualismos, que el cristianismo, por ejemplo, rápidamente asimiló. Materia y forma, cuerpo y alma, este mundo y el otro mundo, el mundo de la materia y el mundo de las ideas platónicas... constituyeron las coordinadas filosóficas en las que quedó expresada y apresada la vivencia espiritual. Fue un error filosófico sobre la realidad, un «error sobre el mundo» en definitiva, que redundó igualmente en un error sobre Dios, al marcar de un modo tan profundamente equivocado nuestras relaciones con el Misterio sobre la base del espejismo de esos dualismos. La nueva cosmología –incluyendo en ella la biología y la física cuántica, las ciencias de la Naturaleza y de la Vida– es quien ha tenido uno de los méritos mayores en la recuperación de una visión integrada, «holística», unida, sin dualismos. La religión, la teología, la espiritualidad misma, deben confrontarse con esta nueva visión no dualista. Los tradicionales planteamientos de cuerpo y alma, natural/sobrenatural, naturaleza/gracia, tierra/cielo... que son como el único alfabeto que la teología clásica ha sabido utilizar hasta el presente, deberá sencillamente ser abandonado, siendo sustituido por una teología de nuevo diseño. La reelaboración ha de ser tan profunda que no caben arreglos, correcciones laterales: es todo un gran error sobre la realidad y sobre Dios lo que ha de ser subsanado desde la raíz. Concluyendo Hasta aquí hemos elencado unos cuantos «errores sobre el mundo», mayores, detectados por la nueva cosmología, que han implicado «errores sobre Dios» a lo largo de la historia, y que, hoy, en un mundo marcado tan profundamente por la ciencia, ya no hacen sino lastrar irremediablemente a la religión y la espiritualidad que no tengan la ayuda de una nueva teología crítica que las saque de tales errores y les ayude a replantearlo todo. Son las tareas pendientes de la teología que quiera seguir haciendo camino en la sociedad actual. Destacar esas tareas era el objeto de este artículo. Queremos concluir con unas consideraciones finales. • Una primera es la del daño que la epistemología fixista hace a la religión. Las instituciones religiosas parecen incapaces de modificar sus creencias, a pesar de que está tan claro que esa inamovilidad no existe más que en su imaginación, pues la historia demuestra la constante evolución-ebullición de las religiones, su sincretismo, sus cambios, sus acomodaciones a los cambios filosóficos e históricos... En el corto plazo las religiones se resisten a los cambios, tienen pánico a reelaborar el patrimonio simbólico que heredaron. Están cautivas de una epistemología fixista, agravada por la convicción de ser «depositarias de la Revelación»... El nuevo paradigma ecológico les está desafiando mucho, pero el gran cambio que tienen que afrontar, el que más posibilitará su capacidad de transformación, es el epistemológico. Mientras sigan siendo deudoras de su epistemología tradicional fixista, dogmática, parmenídea... no podrán cambiar. Una ceguera insuperable, ¡simplemente por no cambiar de lentes (epistemológicas)! • Otra consideración importante es la del reconocimiento del «valor revelatorio» de la ciencia, y en concreto de la nueva cosmología. Es un tema que ha planteado muy bien Thomas Berry[9], y que merece la atención de la teología. Esta perspectiva complementa la intuición ya citada de Tomás de Aquino, expresada en ese principio negativo que denuncia los «errores sobre el mundo que redundan en errores sobre Dios»; Thomas Berry complementa con el lado positivo: la nueva cosmología nos capacita también para percibir la manifestación del misterio sagrado que late en el seno mismo de la realidad: la ciencia tiene un valor «revelatorio», epifánico... No es una idea enteramente nueva: ya san Agustín dijo aquello de que Dios escribió dos libros, y que el primero de ellos era el de la realidad, el mundo, la creación. La ciencia, al acercarnos al misterio de la realidad, hace que la realidad misma del cosmos venga a ser reveladora, la capacita para fungir para nosotros como otra Palabra de Dios... (No entramos ahora en el tema de la jerarquía de valor[10] de esas dos palabras de Dios... pero no sería errado pensar que el primer libro es también la principal[11] revelación de Dios, porque el segundo no es palabra de Dios, sino «palabra humana sobre Dios»[12], en realidad un simple «comentario» al primer libro...). • En la cosmovisión que la nueva cosmología está extendiendo irreversiblemente sobre la sociedad humana –conocida ya hasta por los niños en edad escolar y por la población más alejada de los medios académicos, gracias a los medios de comunicación divulgadores de la ciencia– el viejo relato de las religiones y del judeocristianismo en concreto ya no resulta aceptable para la sociedad culta de hoy. Sólo puede pervivir en creyentes atrasados en su formación, o creyentes cultos que aceptan vivir escindidos esquizofrénicamente en su espiritualidad. Mirado desde la sociedad, podríamos decir que hoy sólo pueden «creer» el relato bíblico-eclesiástico los desinformados. Es urgente hacer algo. Pero, tal vez no se trata sin más de traducir el viejo relato al nuevo contexto, ni de ponernos a crear un relato nuevo; probablemente se trata más bien de asumir el relato que el mismo cosmos evolutivo está revelando a la ciencia actual, a la nueva cosmología (sin idolatrarlo ahora, sin convertirlo en un dogma, sin dejar de reconocer la provisionalidad permanente de nuestra percepción del mismo...), y dejar fluir ante él nuestro sentimiento religioso ante el misterio, nuestra experiencia espiritual cósmica... Sin duda –son muchos los que lo constatan– el nuevo relato cosmológico es lo que más está transformando actualmente la conciencia de la humanidad[13]. Probablemente va a ocurrir otro tanto en lo religioso y lo teológico, pero en los ámbitos teológicos y espirituales, hoy por hoy, no se percibe el potencial revolucionario de este nuevo paradigma ecológico; como un resabio de la vieja mentalidad, se piensa que este tema «no es religioso ni espiritual, sino científico». • Uno de los temas pendientes que más asustan es el de recolocar a Jesús en el nuevo relato cosmológico... La cristología clásica de la redención no tiene mucho futuro en una situación cultural marcada por la nueva cosmología. Ni Teilhard de Chardin logró hacerlo, aunque hizo propuestas bien interesantes. Tal vez estaba demasiado condicionado por su condición de hijo fiel de la Iglesia, ante la Inquisición (que entonces se llamaba Santo Oficio) y por su condición de jesuita... y no podía ni siquiera pensar en planteamientos que todavía hoy apenas parecen plausibles. Fue muy moderno, se adelantó a su tiempo en muchos campos, se abrazó a la ciencia... pero continuó deudor de la epistemología mítica bíblica y de la dogmática clásica. Ni por un momento sugirió una profundización-replanteamiento de Calcedonia, ni como buen jesuita dejó de ver la devoción al Corazón de Jesús como la forma suprema espiritual para los tiempos modernos... En 2015 se han cumplido 60 años de la muerte de Teilhard. No se puede dejar de lado sus aportaciones en este campo de los desafíos de la nueva cosmología, pero el gran grueso de la relectura de Jesús[14] a partir del nuevo relato cosmológico actual, está sin hacer. Será una de las más importantes tareas críticas para la teología y la espiritualidad que vienen, tareas sobre las que hemos querido reflexionar este estudio. La pobreza, o mejor dicho la miseria, es históricamente el más grande flagelo de la humanidad. Es además un fenómeno tan complejo en el que influyen infinidad de factores. Todos los sistemas, habidos y por haber, –esclavistas, feudalistas, capitalistas y socialistas– han jugado con este dolor humano. Al respecto en la Agenda Latinoamericana Mundial 2016 hemos leído varios artículos orientadores sobre esta materia.
El interés por escribir este artículo provino por la actitud irresponsable de dos presidentes latinoamericanos, MAURICIO MACRI y JUAN ORLANDO HERNÁNDEZ, JOH, de Argentina y Honduras respectivamente, ya que ambos sueñan con eliminar la pobreza en un tiempo perentorio. Aunque esta actitud irresponsable es la misma entre la mayoría de los presidentes o presidentas o jefes de gobierno del mundo entero. Para analizar y comparar este problema, tomamos arbitrariamente como referencia la situación económica de once familias que vivían (y viven aun) y que conocí en 1982 en un trecho carretero de un kilómetro en un barrio marginal del municipio de Quimistán, departamento de Santa Bárbara. Hacemos la salvedad que ninguna de estas familias estaban en lo que el año 2005 el Banco Mundial definió como umbral de pobreza ( US$ 1.25 al día para el umbral de pobreza extrema y US$ 2.00 para el riesgo de pobreza). En este espacio en aquellos tiempos y aún hoy vivían 4 familias con cierta capacidad económica (tierras y ganado) y 7 familias pobres (jornaleros con casa humilde, pero sin tierras). En un espacio de tiempo de 35 años (1982-2017) las 4 familias de mejor economía viven hoy relativamente mejor, sin embargo, las 7 familias en condición precaria todas siguen en la misma situación de pobreza. No se nota en su estilo de vida un mejoramiento ni en la casa, en estudios o en nuevos bienes inmuebles adquiridos. Varios jefes de familia ya murieron, pero sus familias siguen en la misma pobreza o limitaciones económicas. Posiblemente los diferentes gobiernos de Honduras justifiquen que ya no viven en pobreza porque comen y se visten mejor, además de tener televisor o celular. Pero no han pasado de lo mismo. Indudablemente este barrio ahora ya triplicó ese número de familias, pero las familias referentes ahí están. Este sencillo ejemplo, confirma lo que la mayor parte de los economistas señalan que los niveles de pobreza-miseria están entre 60 y 70% en Honduras y que poco se ha avanzado en el ataque de este flagelo. Es bueno señalar además, que Quimistán es de los municipios más grandes y ricos en bienes naturales y ubicación estratégica en Honduras. Ya nos podríamos imaginar lo que pasa en aspectos de pobreza en municipios marginados de la Biósfera como Dulce Nombre de Culmí y Catacamas en Olancho y Wampusirpe en Gracias a Dios; San Miguelito, Reitoca, Curarén y Alubarén del departamento central de Francisco Morazán o sectores deprimidos del sur de Honduras en los departamentos de Valle, La Paz, Intibucá o Lempira, de donde es el presidente JOH y que muy poco ha hecho por aliviar esta grave situación. La Estrategia de Reducción de la Pobreza, ERP, con sus “condonaciones” impulsada a principios de siglo por el Banco Mundial y otros organismos financieros mundiales fue una farsa de la cual muchos politiqueros, banqueros y religiosos se valieron para incrementar sus finanzas, viajar, hacer turismo y levantar imagen como “defensores” de los pobres. Pero ésta es la cruda realidad de la mayor parte de las familias a nivel rural y urbano en la mayoría de los países del mundo, aun en aquellos países como Argentina, Chile, Sudáfrica, España, etc. que sueñan con estar entre los mejores del mundo. Hay un refrán burlesco en nuestro país que dice “los ricos ya están completos en el mundo”, en referencia a las personas o países que creen que algún día serán ricos o formarán parte de las élites mundiales de las finanzas. Hace más de dos mil años JESÚS que entregó su vida por los más pobres y marginados dijo: “a los pobres siempre los tendréis con vosotros”, justificando la dureza de corazón de la humanidad. Es oportuno reflexionar sobre esto en este momento en que Honduras está enmarcada en un proceso eleccionario con un componente dictatorial y se tiene un bufón enloquecido como presidente de Estados Unidos, para no creer tanta estupidez de cientos de majaderos politiqueros, hombres y mujeres, que ofrecen el cielo y la tierra. Hay que liberarnos lo más pronto del espejismo de la VIDA MEJOR, ACTÍVATE, BONOS o CON CHAMBA VIVÍS MEJOR, que no hacen más que profundizar la pobreza y dependencia. Los problemas estructurales como la pobreza sólo podrán cambiar si hay cambios revolucionarios de 180 grados, principalmente actitud, juicio crítico y desprendimiento humanos, pero esto es soñar despiertos, sin embargo, vale la pena. |
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