Los textos del domingo pasado dejaban claro el tono alegre del Adviento. Y los de este domingo lo acentúan todavía más. “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate de todo corazón, Jerusalén”, comienza la 1ª lectura. Su eco lo recoge el Salmo: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión: Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”. La carta a los Filipenses mantiene la misma tónica: “Hermanos: Estad siempre alegres en el Señor; os repito, estad siempre alegres.” Y el evangelio termina hablando de la Buena Noticia; y las buenas noticias siempre producen alegría. Pero, ¿anuncia Juan realmente una Buena Noticia?
La Lotería de Navidad, las elecciones y Juan Bautista Quedan pocos días para la Lotería de Navidad. La buena noticia es que toque, terminar teniendo más de lo que tenemos. En cambio, Juan anima a compartir lo que tenemos, a terminar teniendo menos. "El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo." Estamos en vísperas de elecciones. El candidato “bueno” es el que anuncia mejoras salariales, reducción de impuestos, estado de bienestar. ¿Qué candidato se atreve a exigir a los distintos colectivos más honradez y responsabilidad en el cumplimiento de sus obligaciones y a no pedir mejoras salariales? En cambio, Juan Bautista exige a los recaudadores de impuestos no exigir más de lo establecido y a los militares no extorsionar a nadie y contentarse con su paga. Quien imagine que Juan va a perder las elecciones con ese programa, se equivoca. Al contrario, la gente se pregunta si no será el candidato ideal, el Mesías. Pero él lo niega. En esta campaña electoral, él se limita a pegar carteles, a bautizar con agua. El verdadero candidato, el Mesías, vendrá después y pondrá en práctica esa profunda reforma que anhela el pueblo: desaparición de los romanos y de los judíos perversos que los apoyan, libertad y bienestar para el pueblo oprimido. En el lenguaje duramente poético de Juan, Judá es una era, y el Mesías vendrá a separar la paja del grano, a guardar el grano y quemar la paja. ¿Es esto una buena noticia? Indudablemente. Así lo interpreta el pueblo. No importa si le exigen renuncias y compromisos, porque también le ofrecen un futuro esperanzador. Nuestra respuesta a la Buena Noticia Mateo y Marcos, cuando presentan a Juan Bautista exhortando a convertirse no concretan qué implica eso en la práctica. Lucas aterriza en cosas muy concretas: compartir el vestido y la comida (hoy añadiríamos, el dinero), honradez y responsabilidad en nuestras tareas como ciudadanos. Es la mejor forma de vivir el Adviento. Pero las otras lecturas nos imponen otros tres compromisos: alegría mesura y oración. Alegría. Sofonías la justifica por el cambio de fortuna de Jerusalén: de ciudad conquistada y en manos de los enemigos, a ciudad libre, con Dios como rey. Ya que esta promesa dista mucho de la realidad actual de Israel, más vale no insistir en esta lectura. Más instructivo el punto de vista de Pablo. Escribe a una comunidad muy pobre, que va creciendo en ambiente hostil. Pero debe estar siempre alegre, confiando en la pronta vuelta del Señor. Mesura. “Que vuestra mesura la conozca todo el mundo”, pide Pablo a los Filipenses. En el contexto navideño, cabe la tentación de interpretar la mesura como una advertencia contra el consumismo. Sin embargo, el adjetivo que usa Pablo (evpieike.j) tiene un sentido distinto. Se refiere a la bondad, amabilidad, mansedumbre en el trato humano, que debe ser semejante a la forma amable y bondadosa en que Dios nos trata. Oración. “En toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios.” En pocas palabras, Pablo traza un gran programa a los Filipenses. Una oración continua, “en toda ocasión”; una oración que es súplica pero también acción de gracias; una oración que no se avergüenza de pedir al Señor a propósito de todo lo que nos agobia o interesa.
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En el inconmensurable mar del universo, somos náufragos perdidos en un minúsculo islote llamado Tierra. Un islote que nos proporciona cuantos medios naturales necesitamos para vivir y perpetuarnos. Pero, en lugar de estar agradecidos con esa naturaleza espontánea y generosa, no hacemos sino ignorarla, maltratarla y expoliarla hasta la extenuación con nuestro modo de vida, producción y consumo.
Mientras tanto, ella, aunque callada y sufrida, no deja de enviarnos señales de alarma por la vía de los hechos y las evidencias. Y, precisamente, por esas alarmas que ya suenan estruendosas en nuestros oídos y esos hechos que se revelan preocupantes ante nuestros ojos, celebramos periódicamente grandes cumbres -como la que comenzará en París el 30 de noviembre 2015 y en la que está previsto que participen representantes de 195 países- en busca de soluciones. Pero, desgraciadamente, esas soluciones efectivas que todos reconocemos en la teoría, casi siempre terminan redactadas y después tiradas a la papelera del desacuerdo, debido a las dificultades de su puesta en práctica y a los múltiples conflictos de intereses. “La tierra es la única parte de la naturaleza a la que con todos los merecimientos le hemos concedido el atributo de madre amorosa. Ella es de los hombres, igual que el cielo de Dios: la que nos recoge al nacer, nos alimenta desde que nacemos y, cuando estamos criados, aún nos sigue sustentando siempre, abrazándonos al final en su regazo cuando ya somos un desecho de la naturaleza, tapándonos entonces más que nunca, como una madre…” (Plinio el Viejo, Historia Natural, II, 154-157). Si como dice Plinio, de forma tan hermosa, la tierra es nuestra madre, solo se puede añadir una cosa: que somos unos malos hijos. Poco antes del Concilio volvió a surgir con fuerza lo que en mi opinión es el problema histórico fundamental de una Iglesia que se remite a Jesús de Nazaret y que, en fe, confesamos como su cuerpo en la historia. Este problema fundamental es la relación de la Iglesia con los pobres reales, los que no dan la vida por supuesto, ni la seguridad, ni la dignidad.
Lo que acabamos de decir no es rutinario. Ni es una manera de defender la teología de la liberación, ni de apoyar al Papa Francisco, ni de recordar al poverelo de Asís. Es central en nuestra fe. Jesús de Nazaret anunció la buena noticia a los pobres, y, escandalosamente, únicamente a los pobres. Y además los defendió y se enfrentó a los empobrecedores. Y por ello murió una muerte de esclavos, vil y muy cruel: fue crucificado. (Ver artículo completo) En otro pasaje de los orígenes del cristianismo, no muy recordado pero muy importante, Pablo se defiende de los judeocristianos, que sospecharon mucho de él y nunca le dejaron en paz, con este argumento contundente: “en la reunión de Jerusalén solo nos pusieron una condición: que no olvidásemos a los pobres de Jerusalén”. Pablo lo cumplió a rajatabla, dio vueltas por el imperio recogiendo limosnas y volvió a Jerusalén, corriendo allí grandes peligros, para entregar las limosnas para aliviar a los pobres. El 11 de septiembre de 1962 Juan XXIII hizo una afirmación teológica y eclesialmente revolucionaria, cuyos efectos no iban a tardar en hacerse realidad: “La Iglesia se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. Con ella estaba marcando el camino a seguir por el Concilio Vaticano II, cuya inauguración tuvo lugar un mes después. En la aula conciliar hubo intervenciones que siguieron ese camino, si bien fueron escasas. El cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia, dijo que la Iglesia de los pobres debía ser el tema central del concilio. El obispo belga Charles Himmer fue contundente al afirmar: “Hay que reservar a los pobres el primer lugar en la Iglesia”.
Desde muy pronto se conformó un grupo de obispos que consideraba prioritario escuchar el clamor de los pobres y responder a él con la solidaridad y el compromiso por su liberación. Ese grupo creía que el principal desafío de la Iglesia en ese momento era la violencia estructural, generadora de pobreza y desigualdad creciente, sobre todo en el Tercer Mundo, y que la actitud fundamental del cristianismo no podía ser otra que la opción por el mundo de la marginación y de la exclusión. El 16 de noviembre de 1965, tres semanas antes de la clausura del Concilio, en torno a cuarenta obispos, insatisfechos quizá con la orientación eurocéntrica y el optimismo desarrollista que imperaba en el aula conciliar y descontentos con la centralidad dada a la increencia religiosa como tema y desafío fundamentales en detrimento de las desigualdades entre pobres y ricos, se reunieron discretamente, casi de manera clandestina, en la Catacumba de Santa Domitila en Roma, bajo la inspiración de Helder Cámara, quien no pudo asistir al encuentro por tener que participar en los debates de la Constitución sobre la Iglesia en el Mundo Actual. Los obispos reunidos procedían de todos los continentes, con predominio del Sur: Asia (China, Corea del Sur, India, Israel), África (Zambia, Argelia, Togo, Congo, Chad, Congo-Brazaville, Egipto, Djibouti, Seychelles), América Latina (Brasil, Argentina, Ecuador, Caribe), América del Norte (Canadá) y Europa (Francia, Bélgica, Grecia, España, Italia, Alemania, Yugoslavia). Entre los firmantes estaban Enrique Angelelli, asesinado en 1976 por los militares durante la dictadura argentina, el brasileño Antônio Fragoso, defensor de la teología de la liberación y el ecuatoriano Leonidas Proaño, obispo de los indios. Los reunidos celebraron una eucaristía y firmaron el “Pacto de las Catacumbas-Por una Iglesia pobre y servidora”, apoyado posteriormente por más de 500 obispos. En el Pacto asumieron una serie de compromisos que afectaban a su vida personal y a su trabajo pastoral. En el plano personal, renunciaban a las riquezas, tanto en las apariencias como en la realidad, a poseer bienes en propiedad; rechazaban los nombres y títulos que expresaran poder como eminencia, excelencia, monseñor; en las relaciones sociales, se comprometían a evitar preferencia por los ricos y poderosos y optaban por el uso de símbolos evangélicos, nunca de metales preciosos En su ministerio pastoral, acordaron dedicarse plenamente al servicio de las personas y los grupos económica, física, cultural y moralmente débiles y subdesarrollados, transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y la justicia, así como crear estructuras e instituciones guiadas por la igualdad y el desarrollo integral de toda persona y de todas las personas, y destinadas al logro de un nuevo orden social. Era todo un programa revolucionario en respuesta a la propuesta de Juan XXIII. Se empezaba a fraguar un nuevo paradigma de Iglesia que unos años después daría lugar al nacimiento del cristianismo liberador, a través de las comunidades eclesiales de base, y de la teología de la liberación. El Pacto, como afirma el teólogo brasileño Oscar Beozzo, inspiró la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín (Colombia), en 1968, que supuso el paso gigantesco de la Iglesia colonial y dependiente a la Iglesia poscolonial de la liberación. La propuesta de una Iglesia pobre y servidora ha sido asumida por Francisco. Existe, por tanto, una línea de continuidad entre Juan XXIII, el Pacto de las Catacumbas, el Cristianismo liberador y el papa actual. ¡Todo un signo de esperanza! El Pacto firmado hace cincuenta años ha dado sus frutos. Dice el pedagogo Omraam Mikhaël Aïvanhov: "La belleza es como un rayo de luz que sólo aparece con todo su esplendor cuando atraviesa un medio perfectamente transparente. En un medio opaco el rayo se desvía y se deforma. Por esa razón el artista habrá de realizar un trabajo sobre sí mismo antes de crear, transformándose en una materia tan transparente y vibrante que pueda ser atravesada por la belleza divina."
El artista tendría así por cometido buscar las formas que más se semejen a la belleza ideal y de esa forma contribuir a elevar a la humanidad. Al contemplar las obras maestras de un artista inspirado podemos vivir y sentir lo que ese creador ha vivido. Nos introduce en las regiones que él ha contemplado. Sólo el arte iluminado puede conmover a los humanos, despertarlos a la nueva vida, catapultarlos a un nivel superior de conciencia. ¿Dónde saciaremos nuestra sed de belleza en un mundo en el que las más valoradas salas de arte se ofrecen a aquello que nos invita a echar los párpados sobre nuestras pupilas? ¿Dónde colmaremos nuestro anhelo de lo excelso y lo sublime, si de las paredes donde íbamos a buscarlo, hemos de salir huyendo? El artista que quiere regalar algo al mundo, previamente ha de elevarse, escalar su propia cima. En palabras del mencionado pedagogo búlgaro "ha se superarse, sobrepasarse así mismo alcanzando su mayor altura". No puede hundirse en su propio fango e ir después al encuentro del mundo. Si alguien nos muestra una obra monstruosa es sencillamente que alberga algo de ese "monstruo" en su interior. Recientemente en el Museo Bolzano de Milán una señora limpiadora tiraba a la basura "una obra de arte vanguardista" . La obra de arte se titulaba "¿Dónde vamos a bailar esta noche?" y consistía en una colección de botellas vacías de champán arrojadas por el suelo. A la limpiadora se le achaca un error que en realidad no cometió. Ella se guió por un sentido común y no degenerado. Sencillamente lo que es basura, lo que ni de lejos alcanza la categoría de arte, ha de ir con la basura. Mucha más polémica ha traído en nuestro entorno la exposición inaugurada en una sala del Ayuntamiento de Pamplona. El "artista" Abel Azkona expone un compendio de cuestionables fotografías y "vinilos de palabras". Exhibe también una colección de formas consagradas colocadas en el suelo formando la palabra "pederastia". Querellas, campañas en Change.org, misas y rosarios de "desagravio" han sido algunas de las respuestas de la comunidad católica ante el "blasfemo profanador". El incidente debiera servir para la reflexión de un lado y de otro. El escándalo contribuya a la postre a una reconsideración del arte y de lo sagrado. Lo sagrado se mantiene en realidad oculto tras la forma. Ésta a lo sumo puede aspirar a ser reflejo, de cualquier forma siempre pálido. Nadie puede ofender a lo sagrado, puesto que no está a su alcance. Si llegamos a ofendernos es porque nos hemos arrimado a la periferia, porque nos hemos alejado del espíritu sustancial. Si nos identificamos con las formas, nos hacemos vulnerables, pues ellas son también vulnerables, si permanecemos "dentro" estamos blindados a cualquier insulto, a cualquier pretendida "profanación". No hay nada que reparar, si nada se ha herido, no hay nada por desagraviar, si nada esencial se ha ofendido. Vamos a por una espiritualidad que no conoce blasfemia, que se sustrae cada vez más de la forma y se repliega más en la esencia. La enorme contestación desatada en Navarra en contra la exposición de Abel Azkona, algo nos sugiere de un exceso de anclaje en la forma, que no en el espíritu. Nadie puede ofendernos si no queremos, nadie puede profanar nada, pues lo susceptible de profanar nunca estará a su alcance. Si hay reflexión para quienes pasan las cuentas del rosario ante la "exposición sacrílega", más la hay para el autor de la fallida obra. Hay una ofensa gratuita de los sentimientos religiosos, hay una rebaja del concepto de arte. La obra de Azkona, por lo menos la que asoma en la Red, no logrará ofender al espíritu, pero sí a la razón. Las paredes de lo público debieran dar cabida al arte verdadero, a lo bello, a lo que nos eleva e inspira, no a lo soez. La obra del polémico artista no nos hiere en nuestras convicciones, pero nos desagrada en nuestra sensibilidad y se convierte en triste símbolo de una sociedad desnortada. Hemos llegado a tamaña confusión de valores, que regalamos muros a algo que repele al buen gusto y que de ninguna de las formas podemos denominar como arte. El local público no acoge ningún arte. El arte es otra cosa, el que debiera servir para ennoblecernos, para elevarnos por supuesto, para fomentar el mutuo enriquecimiento y el encuentro. i Pablo Iglesias, líder de Podemos, fuese a misa el domingo (cosa que no creo que haga) le produciría gran satisfacción ver al sacerdote vestido de su color favorito, el morado, dominante durante el Adviento. Sin embargo, la liturgia lo eligió por su sentido penitencial, igual que en Cuaresma. ¿Es la elección más adecuada?
Las lecturas de este domingo no invitan a la penitencia sino a la alegría. La del profeta Baruc ordena expresamente a Jerusalén: “quítate tu ropa de duelo y aflicción”. Y si el sacerdote que preside la eucaristía quisiese realizar una acción simbólica, al estilo de los antiguos profetas, podría quitarse la casulla morada y cambiarla por una blanca y dorada. También el Salmo habla de alegría: “la lengua se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”; “el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. Pablo escribe a los cristianos de Filipos que reza por ellos “con gran alegría”. Y el evangelio recuerda el anuncio de Juan Bautista: “todos verán la salvación de Dios”. Las lecturas de este domingo no justifican que se suprima el Gloria, todo lo contrario. Hay motivos más que suficientes para cantar la gloria de Dios. Primer motivo de alegría: la vuelta de los desterrados La lectura de Baruc recoge ideas frecuentes en otros textos proféticos. Jerusalén, presentada como madre, se halla de luto porque ha perdido a sus hijos: unos marcharon al destierro de Babilonia, otros se dispersaron por Egipto y otros países. Ahora el profeta la invita a cambiar sus vestidos de duelo por otros de gozo, a subir a una altura y contemplar cómo sus hijos vuelven “en carroza real”, “entre fiestas”, guiados por el mismo Dios. ¿Qué impresión produciría esta lectura en los contemporáneos del profeta? Sabemos que a muchos judíos no les ilusionaba la vuelta de los desterrados; había que proporcionarles casas y campos, y eso suponía compartir los pocos bienes que poseían. Otros, mejor situados económicamente, verían ese retorno como un punto de partida de un resurgir nacional. Y esto demuestra la enorme actualidad de este texto de Baruc. A primera vista, hoy día Jerusalén es Siria, Iraq, tantos países de África que están perdiendo a sus hijos porque deben desterrarse en busca de seguridad o de trabajo. Pero también nosotros podemos identificarnos con Jerusalén y ver a esos cientos de miles de personas no como una amenaza para nuestra sociedad y nuestra economía, sino como hijos y hermanos a los que se puede acoger y ayudar en su desgracia. Segundo motivo de alegría: la bondad de la comunidad Pablo sentía un afecto especial por la comunidad de Filipos, la primera que fundó en Macedonia. Era la única a la que le aceptaba una ayuda económica. Por eso, en su oración, recuerda con alegría lo mucho que los filipenses le ayudaron a propagar el evangelio. Y les paga rezando por ellos para que se amen cada día más y profundicen en su experiencia cristiana. La actitud de Pablo nos invita a pensar en la bondad de las personas que nos rodean (a las que muchas veces solo sabemos criticar), a rezar por ellas y esforzarnos por amarlas. Tercer motivo de alegría: el anuncio de la salvación A diferencia de los otros evangelistas, Lucas sitúa con exactitud cronológica la actividad de Juan Bautista. No lo hace para presumir de buen historiador, sino porque los libros proféticos del Antiguo Testamento hacen algo parecido con Isaías, Jeremías, Ezequiel, etc. Con esa introducción cronológica tan solemne, y con la fórmula “vino la palabra de Dios sobre Juan”, al lector debe quedarle claro que Juan es un gran profeta, en la línea de los anteriores. El Nuevo Testamento no corta con el Antiguo, lo continúa. En Juan se realiza lo anunciado por Isaías. Juan, igual que los antiguos profetas, invita a la conversión, que tiene dos aspectos: 1) el más importante consiste en volver a Dios, reconociendo que lo hemos abandonado, como el hijo pródigo de la parábola; 2) estrechamente unido a lo anterior está el cambio de forma de vida, que el texto de Isaías expresa con las metáforas del cambio en la naturaleza. Pero, a diferencia de los grandes profetas del pasado, Juan no se limita a hablar, exigiendo la conversión. Lleva a cabo un bautismo que expresa el perdón de los pecados. Se cumple así la promesa formulada por el profeta Ezequiel en nombre de Dios: “Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará”. Las dos conversiones ¿Se podría mandar a una persona como penitencia estar alegre? Parece una contradicción. Sin embargo, las lecturas de este domingo y de todo el Adviento nos obligan a examinarnos sobre nuestra alegría y nuestra tristeza, a ver qué domina en nuestra vida. Es posible que, sin llegar a niveles enfermizos, nos dominen altibajos de cumbres y valles, momentos de euforia y de depresión, porque no recordamos que hay motivos suficientes para vivir con serenidad la salvación de Dios. Al mismo tiempo, las lecturas nos invitan también a convertirnos al prójimo, acogiéndolo, amándolo, rezando por ellos. Las tres figuras de la liturgia de Adviento son: Juan Bautista, Isaías y María. El evangelio de hoy nos habla del primero. La importancia de este personaje está acentuada por el hecho de que hacía, por lo menos, trescientos años que no aparecía un profeta en Israel. Al narrar Lc, la concepción y el nacimiento de Juan antes de decir casi lo mismo de Jesús, está manifestando lo que este personaje significaba para los cristianos de la época. Para Lc la idea de precursores la clave de todo lo que nos dice de él.
Los evangelistas se empeñan en resaltar la superioridad de Jesús sobre Juan. Se advierte una cierta polémica en las primeras comunidades, a la hora de dar importancia a Juan. Para los primeros cristianos no fue fácil aceptar la influencia del Bautista en la trayectoria de Jesús. El hecho de que Jesús acudiese a Juan para ser bautizado, nos manifiesta que Jesús tomó muy en serio la figura de Juan, y que se sintió atraído e impresionado por su mensaje. Juan tuvo una influencia muy grande en la religiosidad de su época. En el momento del bautismo de Jesús, él era ya muy famoso, mientras que a Jesús no le conocía nadie. Es muy importante el comienzo del evangelio de hoy. Estamos en el c. 3, y curiosamente, Lc se olvida de todo lo anterior. Como si dijera: ahora comienza, de verdad, el evangelio, lo anterior era un cuento. Intenta situar en unas coordenadas concretas de tiempo y lugar los acontecimientos para dejar claro que no se saca de la manga los relatos. Hay que notar que el “lugar” no es Roma ni Jerusalén sino el desierto. También se quiere significar que la salvación está dirigida a hombres concretos de carne y hueso, y que esa oferta implica no solo al pueblo judío sino a todo el orbe conocido: “todos verá la salvación de Dios”. Como buen profeta, Juan descubrió que para hablar de una nueva salvación, nada mejor que recordar el anuncio del gran profeta Isaías. Él anunció una liberación para su pueblo, precisamente cuando estaba más oprimido en el destierro y sin esperanza de futuro. Juan intenta preparar al pueblo para una nueva liberación, predicando un cambio de actitud por parte de Dios pero que dependería de un cambio de actitud en el pueblo. Los evangelios presentan el mensaje de Jesús como muy apartado del de Juan. Juan predica un bautismo de conversión, de metanoya, de penitencia. Habla del juicio inminente de Dios, y de la única manera de escapar de ese juicio, su bautismo. No predica un evangelio - buena noticia- sino la ira de Dios, de la que hay que escapar. No es probable que tuviera conciencia de ser el precursor, tal como lo entendieron los cristianos. Habla de "el que ha de venir" pero se refiere al juez escatológico, en la línea de los antiguos profetas. Jesús por el contrario, predica una “buena noticia”. Dios es Abba, es decir Padre-Madre, que ni amenaza ni condena ni castiga, simplemente hace una oferta de salvación total. Nada negativo debemos temer de Dios. Todo lo que nos viene de Él es positivo. No es el temor, sino el amor lo que tiene que llevarnos hacia Él. Muchas veces me he preguntado, y me sigo preguntando, por qué, después de veinte siglos, nos encontramos más a gusto con la predicación de Juan que con la de Jesús. ¿Será que el Dios de Jesús no lo podemos utilizar para meter miedo y tener así a la gente sometida? La verdad es que la predicación de Jesús coincide en gran medida con el mensaje de Juan. Critica duramente una esperanza basada en la pertenencia a un pueblo o en las promesas hechas a Abrahán, sin que esa pertenencia conlleve compromiso alguno. Para Juan, el recto comportamiento personal es el único medio para escapar al juicio de Dios. Por eso coincide con Jesús en la crítica del ritualismo cultual y a la observancia puramente externa de la Ley. Al ser humano se le ofrecen hoy infinidad de caminos por los que puede desarrollar su existencia. ¿Cuál será el que le lleve a la verdadera salvación? Como decía Pablo: Más que nunca necesitamos hoy crecer en sensibilidad para apreciar los auténticos valores humanos. Precisamente porque las ofertas engañosas son más variadas y mucho más atrayentes que nunca, es más difícil acertar con el camino adecuado. Dios no tiene ni pasado ni futuro; no puede “prometer” nada. Dios es salvación, que se da a todos en cada instante. Algunos hombres (profetas) experimentan esa salvación según las condiciones históricas que les ha tocado vivir y la comunican a los demás como promesa o como realidad. La misma y única salvación de Dios llega a Abrahán, a Moisés, a Isaías, a Juan o a Jesús, pero cada uno la vive y la expresa según la espiritualidad de su tiempo. No encontraremos la salvación que Dios quiere hoy para nosotros, si nos limitamos a repetir lo políticamente correcto. Solo desde la experiencia personal podremos descubrir esa salvación. Cuando pretendemos vivir de experiencias ajenas, la fuerza de placer inmediato acaba por desmontar la programación. En la práctica, es lo que nos sucede a la inmensa mayoría de los humanos. El hedonismo es la pauta: lo más cómodo, lo más fácil, lo que menos cuesta, lo que produce más placer inmediato, es lo que motiva nuestra vida. Más que nunca, nos hace falta una crítica sincera de la escala de valores en la que desarrollamos nuestra existencia. Digo sincera, porque no sirve de nada admitir teóricamente la escala de Jesús y seguir viviendo en el más absoluto hedonismo. Tal vez sea esto el mal de nuestra religión, que se queda en la pura teoría. Hace ya tiempo, un ministro del gobierno, hablando de los problemas del norte de África, decía muy serio: Es que para los musulmanes, la religión es una forma de vida. Se supone que para los cristianos, no. Al celebrar una nueva Navidad, podemos experimentar cierta esquizofrenia. Lo que queremos celebrar es una salvación que apunta a la superación del hedonismo. Lo que vamos a hacer en realidad es intentar que en nuestra casa no falte de nada. Si no disponemos de los mejores manjares, si no podemos regalar a nuestros seres queridos lo que les apetece, no habrá fiesta. Sin darnos cuenta, caemos en la trampa del consumismo. Si podemos satisfacer nuestras necesidades en el mercado, no necesitamos otra salvación. En las lecturas bíblicas debemos descubrir una experiencia de salvación. No quiere decir que tengamos que esperar para nosotros la misma salvación que ellos anhelaban. La experiencia es siempre intransferible. Si ellos esperaron la salvación que necesitaron en un momento determinado, nosotros tenemos que encontrar la salvación que necesitamos hoy. No esperando que nos venga de fuera, sino descubriendo que está en lo hondo de nuestro ser y tenemos capacidad para sacarla a la superficie. Dios salva siempre. Cristo está viniendo. El ser humano no puede planificar su salvación trazando un camino que le lleve a su plenitud. Solo tanteando puede conocer lo que es bueno para él. Nadie puede dispensarse de la obligación de seguir buscando. No solo porque lo exige su progreso personal sino porque es responsable de que los demás progresen. No se trata de imponer a nadie los propios descubrimientos, sino de proponer nuevas metas para todos. Dios viene a nosotros siempre como salvación. Ninguna salvación puede agotar la oferta de Dios. Es importante la referencia a la justicia, que hace por dos veces Baruc y también Pablo, como camino hacia la paz. El concepto que nosotros tenemos de justicia, es el romano, que era la restitución según la ley, de un equilibrio roto. El concepto bíblico de justicia es muy distinto. Se trata de dar a cada uno lo que espera, según el amor. Normalmente, la paz que buscamos es la imposición de nuestros criterios, sea con astucia, sea por la fuerza. Mientras sigan las injusticias, la paz será una quimera inalcanzable. Meditación-contemplación El profeta es una persona que descubre algo importante dentro de él. Se lo comunica a los demás para que también lo vivan. No se trata de un conocimiento intelectual, sería un maestro. Se trata de un descubrimiento de su Ser, por eso es profeta ………………… Descubre los “profetas” que te han ayudado en ese camino hacia tu ser. Piensa no sólo en los “grandes” sino en los pequeños, pero cercanos. Siente agradecimiento hacia todos ellos. Piensa ahora si has descubierto en ti mismo algo interesante. ………………… Lo que vivió-experimentó Jesús, Ha hecho libres a muchísimas personas. ¿Te está ayudando a ti a alcanzar la libertad? Ese es el primer objetivo de tu existencia. El dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado por el Papa Pío IX, en la Bula Ineffabilis Deus, el día 8 de diciembre de 1854. En él se sostiene que María, a diferencia del resto de los seres humanos, no se vio alcanzada por el pecado original, por lo que fue “Inmaculada” (“sin mancha”) desde el mismo momento de su concepción.
Más allá de la polémica acerca de la proclamación de un dogma para el que no parecía haber apoyo bíblico (evangélico), lo que se logró fue enfatizar la “doctrina del pecado original” y subrayar su lectura mítica, en clave de culpa y expiación. Indudablemente, la piedad mariana siempre ha tendido al exceso. Lo cual es comprensible porque toca fibras especialmente sensibles para el ser humano, aquellas que hacen referencia a la figura de la madre: ¿quién no ensalzaría a su madre por encima de cualquier otra persona? Sin embargo, el hecho de presentar a María como objeto de especiales prerrogativas no logró sino “alejarla” de la realidad humana y reducir su figura a lo que podía verse desde un paradigma premoderno y un nivel mítico de consciencia. De ese modo se llegaron a conclusiones que hoy nos parecen completamente irrelevantes, cuando no inasumibles. Veamos, en primer lugar, cómo se presentaba el dogma y, a continuación, por qué resulta hoy irrelevante. La doctrina católica –aunque no fuera estrictamente bíblica-, fundamentada en la teología de san Agustín, afirmaba que Adán y Eva, entendidos como personajes históricos, los “primeros padres” de toda la humanidad, cometieron un pecado de desobediencia a Dios, por lo que fueron castigados en ellos mismos y en todos sus descendientes: esta es la conocida como “doctrina del pecado original”. Todo ser humano nacía ya con ese pecado. De ahí que se presentara el bautismo como requisito imprescindible para liberarse del mismo, hasta el punto de que, cuando un niño moría sin bautizar, no podía participar de la gloria de Dios (“ir al cielo”), sino que era destinado a un lugar denominado “limbo”. ¿Qué habría sucedido con María? En ella, según la proclamación dogmática, se produjo una excepción, que se argumentaba diciendo que la “mancha” (culpa) del pecado original le habría sido quitada “en previsión de los méritos de la muerte de su Hijo”. Es decir, el dogma de la Inmaculada aparecía enmarcado en la clave expiatoria en la que se había entendido el “pecado original”: culpables ante Dios por el pecado de “nuestros primeros padres”, no tendríamos acceso a la salvación sino gracias a los méritos de la muerte de Jesús en la cruz, que habría expiado nuestro pecado y nos habría redimido, devolviéndonos la amistad de Dios. No es difícil advertir hasta qué punto toda esa doctrina chirría en la consciencia contemporánea. El motivo es simple: se había entendido de forma literal lo que solo era un mito. Pero es precisamente esa lectura la que hoy resulta, no solo irrelevante, sino insostenible. Es insostenible no solo porque da por supuesta la imagen de un Dios irascible y vengativo, capaz de condenar a todos los humanos por un pecado, en rigor, “ajeno”; que habría necesitado la muerte de su propio Hijo para calmar su honor herido; que no podía reconocer como hijos a quienes no hubieran sido bautizados… Más aún: un Dios que, pudiendo habernos concedido a todos el mismo “privilegio” que le otorgó a María, sin embargo no lo hizo. ¿No estamos, en realidad, ante una caricatura antropomórfica de la divinidad –fruto de la proyección de la mente- que chirría de manera estrepitosa? Pero aquel dogma resulta insostenible, no solo por la imagen de Dios que (tácitamente) transmite, sino porque se apoya en algo que nunca existió: el llamado “pecado original”. Fue solo un mito –muchas culturas conocen el mito del “paraíso perdido”-, que san Agustín y, con él, la teología católica elevó a un hecho histórico y adornó con todas las características con las que habría de llegar hasta el catecismo de la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia es reacia a admitir la no historicidad del llamado “pecado original” porque teme que se venga abajo toda su doctrina acerca de la expiación y, por extensión, sea cuestionada de raíz la obra salvífica de Jesús. Porque si no hubo pecado, ¿qué necesidad hay de salvación del mismo? Sin duda, todo esto obligará a un replanteamiento en profundidad de los contenidos de la fe cristiana. Personalmente, tengo la certeza de que con ello, no solo no tiene por qué perderse nada valioso, sino que todo puede resultar enriquecido. Será el camino para salir de las creencias –el “mapa” propio de una religión- y anclarnos en la certeza –o “territorio”- que compartimos con todos los seres. El mapa es algo que tenemos; el territorio es lo que somos. (Sobre todo ello, puede verse lo que he escrito en: Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 2015). Por lo que se refiere a la cuestión que estamos tratando, reconocer la no historicidad del paraíso y del pecado original no significa negar la validez del mito, cuando lo leemos, no de un modo literal, sino simbólico. Del mismo modo, también el dogma de la Inmaculada Concepción es susceptible de una lectura simbólica, cargada de contenido: en María se afirma lo que es cierto para todos nosotros. En nuestra verdad identidad, somos inmaculados, limpios, inocentes… Cada ser humano funciona como puede, sufre cuando cree ser el yo (ego) separado –este es realmente el “pecado original”, en cuanto origen de toda confusión y sufrimiento-, pero realmente es inocencia, porque es Vida. De ahí que, cuando un cristiano celebra a María Inmaculada, en ella se ve reflejado, junto con todos los seres. El dogma de la Inmaculada Concepción habla de todos nosotros: eso es lo que realmente somos. uanjo Bosch Sintes, canario, ingeniero y alto funcionario del Estado ya jubilado, residente en Madrid, coetáneo mío, católico decepcionado, seguía y apoyaba ATRIO desde hace años. Hay aparece por primera vez en ATRIO para hablarnos de un libro que ha dado ya titulares antes de traducirso. Él ya lo ha leído ya en alemán y nos expone su controvertido contenido con rigor y respeto a la figura del gran teólogo Hans Küng. Al final de su artículo publicamos la referencia al libro y su índice. ¡Bienvenido, Juanjo!
Glücklich sterben? o en su traducción literal en castellano ¿Morir feliz? es el último libro del siempre polémico teólogo cristiano y profesor Hans Küng. Hans Küng, nacido en Sursee (Lucerna,Suiza) el 19 de marzo de1928, ha publicado cerca de cuarenta libros de teología muy conocidos y casi siempre polémicos lo que le ha llevado a la suspensión por parte de la Iglesia de la enseñanza de Teología en centros católicos pero no a dejar de ser sacerdote católico en activo ya que ni su obispo ni la Santa Sede le han secularizado. Son sin embargo bien conocidos los encontronazos que como profesor y teólogo ha tenido frecuentemente con la Iglesia y Curia Romanas en casi todas sus publicaciones. Porque Hans Küng ha sido un defensor a ultranza del aggiornamiento de la Iglesia Católica tal como lo defendieron en su día el Papa Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. No tuvo, por lo tanto, la simpatía de Juan Pablo II ni de su sucesor Benedicto XVI de quien había sido amigo en los años sesenta al coincidir como profesores en la Universidad de Tubinga. Sin embargo, últimamente, ya retirado Ratzinger han tenido ambos en Roma un cordial encuentro en el que, al parecer, se evitaron los temas polémicos Hans Küng padece a sus 86 años de un Parkinson creciente así como de una degeneración macular también en aumento. Esta disminución de sus facultades personales le ha llevado a escribir éste su último libro no sin algunas dificultades de última hora con la Editorial muniquesa Piper a raíz de un agravamiento de su enfermedad de Parkinson en junio de este año, felizmente superado, lo que le ha llevado a dedicar el libro y a terminarlo en su Postscriptum con el “agradecimiento a sus médicos, terapeutas, cuidadores y a todos aquellos que le han asistido”. El tema, dicho claramente en el profundo sentido de la palabra griega, es el de la eutanasia, esto es una muerte buena, digna, leve, hermosa o feliz. Este sentido ha sido recogido también claramente por el diccionario de la R.A.E. en sus dos acepciones de: “Muerte sin sufrimiento físico” y “Acortamiento voluntario de la vida de quien sufre una enfermedad incurable para poner fin a sus sufrimientos”. Este tema ha sido una preocupación constante de Hans Küng en sus últimos años y a él ha dedicado en los noventa un libro “Morir dignamente” en colaboración con su amigo Walter Jens y un capítulo del tercer libro de sus memorias “Erlebte Menschlichkeit o Humanidad vivida” aún no publicado en español. Su tesis, desde su profunda fe en el Dios de Jesús y en la vida eterna, dicho brevemente, es que Dios, ciertamente, nos da la vida pero que el hombre –toda persona– es responsable de ella a lo largo de toda su vida y también de su muerte cuando se dan ciertas circunstancias que permitan adoptar esa decisión consciente y responsablemente. Y es que Dios en su bondad quiere siempre para el hombre la felicidad que éste ha de procurarse justamente con arreglo a los principios ético-morales a los que también Hans Küng ha dedicado muchos esfuerzos en favor de una Ética Mundial. El tema de la eutanasia o de la muerte feliz, digna… es, sin embargo, un tema siempre polémico, sobre todo en Alemania después de las ejecuciones masivas hitlerianas de la Segunda Guerra Mundial. Polémico también por su posible mal uso, principalmente por terceros. Escuetamente, el uso y la defensa que hace Hans Küng de la eutanasia es el del derecho de todo hombre, creyente o no, a disponer de su vida cuando sus condiciones vitales sean tan precarias que no pueda vivir una vida que pueda llamarse razonablemente humana, es decir en condiciones de salud tan malas que los sufrimientos o las condiciones vegetativas derivadas de un alargamiento artificial de la vida hagan considerar razonablemente que ese paciente no merezca ya el nombre de persona. Las dificultades principales para un correcto y responsable uso de la eutanasia vienen, a juicio de Hans Küng derivadas de la no adaptación a las actuales circunstancias de la sociedad en que vivimos, principalmente en dos ámbitos: el jurídico y sobre todo el religioso. Se queja el autor, en efecto, de la insuficiente regulación jurídica y del atraso en su adaptación a las circunstancias actuales de las religiones cristianas, la protestante y, en particular la católica. Sin embargo defiende, en general, la actuación médica y su creciente adaptación a técnicas paliativas del dolor a medida que los avances actuales producen el alargamiento de la vida con sus inevitables secuencias de sufrimiento y de aumento de demencias. Está a favor de la política de residencias para enfermos terminales donde estos puedan morir en un ambiente lleno de comprensión y cariño en presencia y con participación de sus seres más queridos. Alaba también la presencia de movimientos de ayuda a morir dignamente como EXIT o la Sociedad Alemana por la Muerte Humana (DGHS), por la que ha sido premiado, así como la política de ciertos Estados como Suiza, Bélgica, Holanda u Oregón en Estados Unidos. En definitiva, desde su larga experiencia vital y desde su profunda fe en el Dios de Jesús, en el Abba amantísimo , Küng cree que el cristiano creyente debe vivir su propia cruz, pero no a imitación de Jesús, como mantiene la doctrina más tradicional cristiana de aceptación del sufrimiento, sino como correlación o correspondencia, es decir, en sus propias palabras: “El reto del seguimiento de la cruz es éste: cargar cada uno con su propia cruz, colocarse en el riesgo de su propia situación y, a pesar de la inseguridad del futuro, marchar por su propio camino”. Según el autor, pues, la tarea de todo cristiano en el mundo actual es luchar contra el sufrimiento, la pobreza, el hambre, las desigualdades sociales, la enfermedad y la muerte. Por ello no hay que buscar el sufrimiento sino soportarlo, pero no sólo soportarlo sino luchar contra él. Seguir la propia cruz y la ayuda a morir, consecuentemente, no son para él términos excluyentes. Al respecto cita elogiosamente el libro del filósofo español de la Universidad Complutense de Madrid Antonio Monclús “La Eutanasia, una Opción Cristiana” (Madrid 2010) y con él la esperanza de constatar la existencia de distintas corrientes cristianas opuestas a la inamovible e inveterada opción de la Iglesia oficial de considerar todo tipo de eutanasia como crimen y pecado, lo que ha llevado a considerar este tema, incluso socialmente, como tabú. En consecuencia según su punto de vista su compromiso por una muerte digna y con ayuda es un asunto totalmente personal; no es tema de otros, sea la Fundación de Ética Mundial o el Instituto de Ética Mundial. Y continúa: “Estoy convencido de hablar en nombre de muchas personas que buscan para su muerte una ayuda responsable… Pero ninguna ayuda a morir es aceptable si va en contra de los principios básicos de una Ética Mundial. Tanto la regla de humanidad como la regla de oro de subordinarlo todo al mantenimiento de la reciprocidad y al respeto por la vida.” Y termina el libro con una bella oración de alabanza a Dios de la que reproduzco sólo la última estrofa: Así, pues, pongo también, sereno y confiado, mi futuro en tus manos. Sean muchos años o pocas semanas Me alegro por cada nuevo día que me regalas, Y abandono en ti, lleno de plena confianza y sin preocupación Ni miedo, todo aquello que aun me aguarda. Pues tú eres el principio de todo principio Y el centro de todo centro Y también el fin de todo fin Y la meta de toda meta. Te doy gracias, mi Dios, Porque eres siempre amigo Y tu bondad dura eternamente. Amén. Así sea. La xenofobia o miedo al diferente del que viene huyendo de las guerras y de las miserias humanas más horrorosas va a salir reforzada con la monstruosidad ocurrida en París. Por eso mismo, es necesario reflexionar en cristiano acudiendo a la raíz, haciendo preguntas que exigen respuestas que algunos nos quieren hurtar, y más concretamente, el de por qué llegan semejantes oleadas de cientos de miles huyendo del hambre, de los pogromos y las guerras. A esta pregunta directa le añado la del por qué de estos atentados aterradores contra la población indefensa, que solo buscan materializar un enorme odio desestabilizador a más no poder.
Cuando la pobreza se globaliza y sus causas no son naturales sino fruto de una calculada mal distribución de la riqueza, como demuestran al menos las conclusiones de los premios Nobel de Economía Amartya Sen (1998) y Angus Deaton (2015), y existen soluciones estructurales eficaces y posibles de aplicar, según otro Nobel de Economía (1881) llamado James Tobin, el problema si se ningunea sistemáticamente, tiene responsables más allá de los terroristas causantes directos de tanto dolor y horror. La pobreza es una forma de esclavitud cuando existe la incapacidad en seres humanos para satisfacer sus necesidades más básicas, de nutrición, salud o vivienda, o educación, participación social y desarrollo. Sin la creación de las condiciones para que cada individuo pueda acceder a la libertad de disponer de su vida al menos a nivel de su propia subsistencia, los países pobres tienen vedado el espacio para crear políticas que fomenten su propia producción de alimentación. Para esto es preciso modificar las políticas impuestas sobre el control de las materias primas como si fueran un arma arrojadiza más de poder económico. Por culpa de la especulación que ha convertido a la alimentación en una inversión especulativa más, los precios son altos y fluctúan por intereses financieros, no necesariamente económicos. Estamos en un sector para nada liberalizado, más bien sobreprotegido, subvencionado y manipulado en el sentido de que no hay un mercado realmente libre para los productos del Tercer Mundo en manos de esos inversores especulativos transnacionales que impiden con su codicia mercados libres a los que acceder los países más necesitados. En otras palabras, el desarrollo debe conjugar eficiencia económica, equidad social y la preservación medioambiental tomando en serio a la economía como ciencia social. Solo así se logra una visión universal e integral, que se reafirme en la necesidad de límites al crecimiento insostenible pensando en el verdadero desarrollo de los seres humanos. Pero este tipo de cosas, han sido ninguneadas en los grandes foros de los gurús de la economía, una y otra vez, imponiendo sátrapas en los países a esquilmar. Nadie feliz en su patria viene a Europa en oleadas de cientos de miles de personas, ni da rienda suelta al odio tratando de imponer su locura de muerte. ¿De dónde salen estas mentes desequilibradas? ¿Quién les arma y protege? ¿Qué papel juegan los paraísos fiscales en propiciar los medios? La Unión Europea quiere arreglar la inmigración desbordante pagando a los países de origen “cuatro perras” para que allí se conviertan los gobiernos en cancerberos de sus compatriotas que quieran arriesgarse a venir a un mundo mejor. Pero continúa siendo tabú poner encima de la mesa soluciones estructurales en aquellos países donde campa la miseria más absoluta, las dictaduras más feroces y a veces con connivencias con países como España, con lazos incluso de amistad con la satrapía saudí. Si saqueamos las materias primas de los pobres para nuestro consumismo desaforado, la desesperación les conduce hasta nuestros felpudos, donde existe un buen nivel de vida. Si las grandes multinacionales controlan todo lo que huele a dinero, las consecuencias en forma de millones desheredados es un hecho; y de ahí, solo con que algunos quieran romper la injustísima distribución de los recursos naturales y alimentarios, convertidos en fanáticos del horror, era cuestión de tiempo. Pero lo peor, es que los análisis sobre estas escaladas terroristas (Estado Islámico, etc.) que leo y oigo me parecen más de lo mismo, excepción hecha del papa Francisco y unos pocos como él: huida hacia adelante con la tentación de devolver el daño (¿a quién?) o peor, cediendo a la tentación de rebajarnos a esos niveles de odio para responder con similares injusticias contra quienes seguramente, nada tengan que ver con estas matanzas en el corazón de Europa. Y encima hay que soportar que no adoctrinen con que la ética es secundaria en el currículo académico. |
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