Poco antes del Concilio volvió a surgir con fuerza lo que en mi opinión es el problema histórico fundamental de una Iglesia que se remite a Jesús de Nazaret y que, en fe, confesamos como su cuerpo en la historia. Este problema fundamental es la relación de la Iglesia con los pobres reales, los que no dan la vida por supuesto, ni la seguridad, ni la dignidad.
Lo que acabamos de decir no es rutinario. Ni es una manera de defender la teología de la liberación, ni de apoyar al Papa Francisco, ni de recordar al poverelo de Asís. Es central en nuestra fe. Jesús de Nazaret anunció la buena noticia a los pobres, y, escandalosamente, únicamente a los pobres. Y además los defendió y se enfrentó a los empobrecedores. Y por ello murió una muerte de esclavos, vil y muy cruel: fue crucificado. (Ver artículo completo) En otro pasaje de los orígenes del cristianismo, no muy recordado pero muy importante, Pablo se defiende de los judeocristianos, que sospecharon mucho de él y nunca le dejaron en paz, con este argumento contundente: “en la reunión de Jerusalén solo nos pusieron una condición: que no olvidásemos a los pobres de Jerusalén”. Pablo lo cumplió a rajatabla, dio vueltas por el imperio recogiendo limosnas y volvió a Jerusalén, corriendo allí grandes peligros, para entregar las limosnas para aliviar a los pobres.
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